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FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH (+)
  LITERATURA PARAGUAYA - Por FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH


LITERATURA PARAGUAYA - Por FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

LITERATURA PARAGUAYA

LITERATURA PARAGUAYA: ORÍGENES Y CONTEXTO. AUTORES

Por FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH



De la Colonia al Novecientos

Si bien la literatura no se ciñe estrictamente a las fronteras territoriales de un Estado, sino a las de una lengua, es frecuente narrar su historia como si fuese un fenómeno cultural expresivo de la nación y de su representación estatal. Esta es la razón por la cual, en espacios políticos ex colonias, a menudo se enfatiza la situación “nacional” y estatal de la literatura antes que su condición lingüística. Así el concepto “literatura alemana” corresponde al área lingüística alemana, sin importar que el escritor haya nacido en territorio alemán o fuera de él. Pero en América, tanto en la del Norte como en la del Sur, la costumbre es limitarla a cada Estado Nación sin importar la lengua en la que viene escrita esa literatura. O, en todo caso, no en la misma dimensión que en el ámbito europeo. Por ello, la norma en América es referirse a la literatura escrita en cada país como propia del mismo, dejando implícita su condición o naturaleza lingüística que abarca más Estados Naciones que el propio.


1. Orígenes

Es costumbre arrancar la historia de la literatura paraguaya de ciertos textos originados en las vicisitudes de la conquista del Río de la Plata.

Estos textos son el denominado “Romance indiano”, de Luis Miranda de Villafañe (s/d), los romances anónimos, “Argentina y Conquista del Río de la Plata”, de Martín Barco de Centenera (1535-1605), y algún otro escrito, como la carta de doña Isabel de Guevara a la princesa Doña Juana , escrita en Asunción en 1556.

Entre éstos se incluyen también los escritos del Segundo Adelantado del Río de la Plata, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y del primer historiador nacido en Asunción. Ruy Díaz de Guzmán.

A estos textos se añadirán, posteriormente, las crónicas de la conquista espiritual de los indígenas guaraníes por parte de la Compañía de Jesús y los escritos de los miembros de la Comisión demarcadora de límites entre España y Portugal. El abogado asunceno Pedro Vicente Cañete, el fraile agustino Lucas de Mendoza y algún otro fraile polemista completan la escasa nómina de los autores de la provincia del Paraguay bajo el gobierno hispánico.

1.a) Año de mil quinientos

La “luzida gente” de la Armada de Don Pedro de Mendoza, primer Adelantado del Río de la Plata, entre los cuales vinieron “mayorazgos e hijos de señores/ de Santiago y San Juan comendadores”, padecieron tribulaciones sin cuento en el incendio y destrucción del primitivo asiento de Santa María del Buen Ayre.

Esta calamitosa experiencia y sus terribles episodios es la materia de las sextillas octosilábicas de pie quebrado escritas por el clérigo de misa Luis Miranda de Villafañe, presumiblemente hacia 1545 en Asunción. Como las sextillas octosilábicas pese a no ser la forma típica del romance narran sucesos reales ocurridos en la inmediatez temporal del autor, se las denominó “Romance Indiano”. Y así se las sigue llamando a sabiendas de lo equívoco o erróneo de tal nombre, escogido por el argentino Ricardo Rojas (...).

El texto es una crónica banderiza en la que la pasión politizada del autor opera como foco ordenador de los sucesos narrados e interpretados al tiempo de describirlos y narrarlos. Su visión de los hechos inmediatos está enmarcada por su actitud ideológica anticomunera, cercana como está aún la derrota en Villalar de las huestes de Juan de Padilla. La lucha por el poder entre los capitanes refugiados en Asunción y procedentes de la destruida ciudad de Mendoza, ofrece el contexto o la motivación que condiciona los elementos y el tono del poema. Este es muy explícito en cuanto a lo que trata y a su circunstancia histórica: la “porfía” de los comuneros de Castilla y su réplica o continuación en las tierras del Plata “conquista la más ingrata/ a su señor” y su consecuencia nefasta, la sucesión de muertes, rencillas, penalidades, hambre y todo tipo de calamidades imaginables en una situación colectiva de angustia y desesperación extremas.

El poema obedece a una estructura lineal propia de la crónica, construida con recursos retóricos como la alegoría y la prosopopeya. La lengua corresponde al castellano del siglo XV, vacilante y duro, pero sonoro y expresivo potenciada por el ritmo ágil y cortado del verso.

Su autor, el clérigo Luis de Miranda, nació presumiblemente en Logroño a comienzos del siglo XVI y la última noticia que de él se tiene es que residía en Asunción en 1570. De carácter vivo y apasionado, de reacciones prontas y convicciones firmes, partidario de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en cuya defensa sufrió prisión y destierro. Nada o poco más se sabe de él y es muy dudosa si no falsa la atribución que Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), le hace atribuyéndole la autoría de “La Conquista Prodiga”, un texto del primitivo teatro español.

Nacido en Extremadura, en lugar y fecha no documentados fehacientemente, pues se le hace nacer en Logroño, en Plasencia o en Gressa, una aldea de Trujillo, hacia 1536 o 1544.

Tenía 36 años cuando el Consejo de Indias le designó arcediano de la catedral de Asunción, dignidad eclesiástica con la que arribó a la ciudad en 1575 en compañía del Adelantado Juan Ortiz de Zárate, tres años después de haberse embarcado en Sanlúcar y de haber sufrido una tempestuosa travesía hasta la isla de San Gabriel. En Asunción, y tras la muerte del Adelantado, se involucró en las rencillas por la sucesión del mando hasta declararse partidario del nuevo gobernador, don Juan de Garay. Su vida en Asunción no debió ser tan sosegada, pues se marchó de ella en 1581, “ya fuese para rehuir a los enemigos de Garay o para gestionar asuntos de su iglesia”. En Chuquisaca, la Audiencia le nombró capellán de la misma y poco después ocupó la vicaria del pueblo de Porco, en donde alojó a los obispos de La Plata y al de Tucumán, que iban de camino a Lima para asistir a las deliberaciones del tercer concilio convocado por el arzobispo fray Toribio de Mogrovejo. Nombrado secretario del concilio, se vio envuelto en las violentas disputas provocadas durante las deliberaciones de la asamblea por la división del clero en bandos rivales que conmocionaron a la ciudad. Como consecuencia de esto, Centenera se vio obligado a abandonarla con gran sentimiento de su parte, pues perdía el favor de las “tapadas” limeñas y las juergas con abundancia de vino y manjares. Lo disoluto de sus costumbres y su escasa moralidad pública, dieron motivo a que lo despojaran de su empleo de comisario del Santo Oficio que ejercía en Cochabamba. Entre otros cargos, la sentencia del tribunal afirmaba que Centenera, además de vengativo y arbitrario, “trataba a su persona con gran indecencia, embriagándose en banquetes públicos, y abrazándose a las botas de vino”. Agregaba que era “delincuente en palabras y hechos, refiriendo públicamente las aventuras amorosas que había tenido, que había sido público mercader y (...) que vivía en malas condiciones con una mujer casada”. La degradante sentencia obligó al arcediano a regresar al Río de la Plata y en Asunción aprovechó la circunstancia de estar vacante la sede episcopal para hacerse cargo, dada su dignidad, del gobierno del Obispado. En ese ejercicio anduvo hasta 1593 en que regresó a España a requerir una pensión de vejez., que no le concedieron. Decepcionado, se marchó a Lisboa y allí, además de publicar su largo poema, escribió, según se afirma, una novela autobiográfica, “Desengaños del mundo”. Centenera falleció en la capital portuguesa posiblemente en 1605.

Como muchos otros cronistas de Indias, Centenera cumple con la observación expresada por no pocos de quienes en ellos se ocuparon de que sus vidas son más interesantes que sus obras. Viajeros incansables por tierras desconocidas, abriéndose camino y estableciendo alianzas con pueblos belicosos, los conquistadores hispánicos acabaron haciéndose señores de las tierras, exterminando, dominando o esclavizando a los naturales, según les obligaba la necesidad, el capricho o la codicia. Tan supersticiosos como creyentes, prácticos pero también fantasiosos, alucinados tras el fantasma de la riqueza pronta y fácil, presa de los mitos y las fantasmagorías mágicas, estos hombres, laicos y religiosos, dejaron el testimonio de sus aventuras y sus hazañas, algunas de ellas de enorme magnitud y trascendencia históricas.

Todo esto es muy sabido, como también lo es la distinta calidad de lo mucho escrito por los protagonistas de esos textos, tanto en prosa como en verso. Centenera se encuentra entre ellos en una posición muy inferior, debido a sus muy pobres condiciones narrativas y a su escaso o nulo talento poético. A estas deficiencias suele agregarse el poco interés que existía en España por las tierras carentes de metales preciosos, como demostraron ser las del Río de la Plata.

El poema de Centenera es una crónica rimada escrita en octavas reales, con diez mil versos distribuidos en 38 Cantos. Carece de plan orgánico y su propósito inicial de celebrar a la “flota zaratina”, queda incumplido, reduciéndose a incorporar un conjunto de episodios autobiográficos, frecuentemente inconexos y poco significativos.

A pesar de esto proporciona datos útiles para comprender o explicarse algunos episodios históricos del Virreinato del Perú, como su conquista y fundación por Pizarra, el terremoto de Arequipa, la trayectoria de Juan de Garay, los sucesos ocasionados durante el concilio limeño y hasta la derrota del pirata inglés Cavendish. En medio de ellos, Centenera introduce el episodio de la rebelión del poderoso cacique Oberá y otros relatos míticos o fantasiosos.

1 .c) Alvar Núñez Cabeza de Vaca y los “Comentarios”

El escribano Pero Hernández, secretario del segundo adelantado del Río de la Plata, publicó en Valladolid, en 1555, una de las primeras crónicas sobre la exploración y conquista de tierras americanas, y acaso la primera sobre el Paraguay y el Río de la Plata. Llevaba por título “La relación y comentarios del gobernador Alvar Núñez Cabera de Vaca de lo acaecido en las dos jornadas que hizo a las Indias”. En sucesivas ediciones cambió de título por el de “Naufragios y Comentarios”, con el que sigue publicándose hasta el presente.

De los dos textos interesa a la literatura paraguaya los “Comentarios”, que narran los episodios del gobierno del Adelantado, en la levantisca Asunción, celosa de sus fueros y de sus “reales privilegios”. Los "Comentarios” fueron redactados por Pero Hernández bajo el “dictado” de Alvar Núñez, quien aparece en el texto como protagonista. En él se narran los sucesos de su gobierno, además de la justificación de sus actos. Apasionadamente hostil a Domingo Martínez de Irala y sus partidarios, destila encono y animadversión contra éstos. Y a pesar de estos ingredientes subjetivos el texto es de gran utilidad para hacerse una buena idea de la vida asuncena de su tiempo, del cual emergió la sociedad paraguaya con sus rasgos esenciales de identidad cultural mestiza.

l.d) Ruy Díaz de Guzmány su testimonio histórico

No hay certeza sobre el año de nacimiento del primer historiador de las regiones del Río de la Plata. De este modo, se aducen dos fechas, ninguna comprobada: 1554 y 1560. Era hijo de Alonso Riquelme y de Úrsula de Irala, hija del gobernador Domingo Martínez de Irala y de la india Leonor. Nació en Asunción y debió haber sido bilingüe de cuna como todos los “mancebos de la tierra”. Nada se sabe de su educación inicial, de la que habrá sido responsable su propio padre y algún clérigo de la Catedral, quienes le enseñaron a leer ¿en qué libros, en qué cartillas? Puede conjeturarse cuanto se quiera e imaginarse al niño llenando su imaginación con las hazañas de Amadis, de Esplandián o con las gestas del Cid y de los héroes del Romancero. ¿Qué nos impide hacerlo? De labios de su padre debió escuchar muchos de estos relatos, que lo llenaban de orgullo y de ansias por imitarlos. Es lo que puede inferirse de su texto, cuando se muestra a sí mismo como descendiente de una “vieja y nobilísima familia de Jerez de la Frontera”. Alonso Riquelme había sido paje y secretario de don Juan Alonso de Guzmán, duque de Medinasidonia, y estaba emparentado él mismo con los Guzmán y los Ponce de León. Tatarabuelo de nuestro autor fue don Juan Ponce de León, conde de Arcos, y su quinto abuelo, nada menos que don Pedro López de Ayala, Canciller Mayor de Castilla.

Ruy Díaz se inició muy joven en la “profesión militar” recorriendo inmensos territorios de la Provincia Gigante, iniciándose a sus 16 años al mando de Ruy Díaz Melgarejo, asistiendo a la fundación de ciudades o fundándolas él mismo, encargándose de responsabilidades políticas o civiles en ciudades del Río de la Plata, Charcas y Tucumán. Cargado de años, de méritos y de fatiga, rico en experiencias de vida, regresó a su ciudad natal en 1620. Ocupó el cargo de alcalde de primer voto del Cabildo asunceno, a cuyas sesiones asistió con puntualidad y diligencia hasta sorprenderle la muerte en junio de 1629. Se desempeñaba entonces como alférez real y primer regidor de la ciudad.

En 1612, Ruy Díaz concluyó en la ciudad de la Plata (Chuquisaca), en el Alto Perú, sus “Anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata”, erróneamente conocida como “La Argentina”. El autor definió a su obra como “primer fruto de tierra tan inculta y estéril” y fue su propósito relatar “cosas dignas de memoria”, de modo que no se perdieran en el olvido y hacerlo “por el amor que se debe a la patria”, teniendo presente que el “alma de la historia es la pureza y verdad”. La crónica fue escrita “en medio de las vigilias”, en las pausas que le permitían las urgencias de la lucha con los indígenas, los múltiples y largos viajes y la azarosa vida del autor. El manuscrito debió ir creciendo a medida que recogía testimonios, relatos orales y copias de papeles de los archivos de las gobernaciones y cabildos.

Al parecer ninguna de las copias existentes es el original de Ruy Díaz. Todos los códices, pese a las interpolaciones, errores y supresiones que presentan, guardan felizmente conformidad en el plan, en las líneas del relato y en los epígrafes divisores del texto. Agrega Ricardo Rojas que los códices conocidos concuerdan en dividir la obra en tres partes: “18 capítulos la primera, de 16 la segunda, de 19 la tercera”. Y falta una cuarta que debió llegar hasta los días contemporáneos del autor.

Los años que abarca la crónica se extienden desde el descubrimiento del Río de la Plata por Juan Díaz de Solís hasta la fundación de Santa Fe de la Vera Cruz (1573) en el asiento de Cayastá por Juan de Garay y los mestizos asuncenos.

La prosa de Ruy Díaz es clara y no exenta de armonía y color. Su lengua, carente de afectación, es funcional a su propósito expresivo. La estructura de sus oraciones frecuentemente es repetitiva y monótona, pero ya está alejada del molde medieval, aunque en ciertos aspectos recae en él. Germán de Granda señala que Ruy Díaz “alterna el empleo de estructuras lingüísticas arcaizantes y el de las más evolucionadas y modernas”. Un dato curioso en la lengua de Ruy Díaz es la no inclusión de léxico o interferencia sintáctica indígena (guaraní) en el castellano que maneja, lo que es extraño en un bilingüe como él.

1.e) Fray Lucas de Mendoza, el primer poeta

El historiador chileno José Toribio Medina rescató, en 1922, el nombre del asunceno Fray Lucas de Mendoza, nacido en 1584 y muerto como provincial de su Orden -la agustina- en el convento de Lima en 1636.

En Lima gozó de fama por su inteligencia y la sutileza de su ingenio, manifiestos en la cátedra, el púlpico y, se afirma, en las tertulias convocadas por el Virrey don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, en los salones del palacio.

Desafortunadamente de él no se conoce sino un solo poema -“Canción Lyrica”-, barroco y poco significativo, pero que permite presumir en el autor talento expresivo todavía poco desarrollado, considerando la juventud del autor y acaso también por recelos contra el Santo Oficio de la Inquisición, cuyo tribunal acabó abriéndole proceso por hereje, lo excomulgó y lo sentenció a guardar reclusión en los claustros conventuales.

Lope de Vega (1562-1635), en su “Laurel de Apolo”, recordó al poeta asunceno, si bien su elogio es apenas convencional y breve: “y Apolo, de mirar que en verso admira,/más ¿qué se admira, si le dio su lira?”. No hay mucho más sobre el primer poeta nacido en nuestro país, pero es de justicia no olvidar su nombre.

l.f) Otros textos

En la parvedad de las expresiones literarias en los tiempos coloniales, merecen recuerdo los escasos romances y sonetos rescatados de diversas fuentes. Contrariamente a la abundancia de estas formas en los centros virreinales de México y Perú, en el espacio colonial paraguayo no se dieron, al parecer, las condiciones de creación y recepción de las mismas. O cayeron en el olvido, a causa de barreras lingüísticas, desplazamientos poblacionales, restricciones políticas u otros motivos de los que el proceso histórico paraguayo no estuvo exento en tiempo alguno.

De esta manera, sucesos de gran resonancia social y política como las turbulencias protagonizadas por el obispo del Paraguay Fray Bernardino de Cárdenas (1578-1667), en sus disputas con los jesuitas tuvieron apenas eco en dos largos romances.(3) Y esto es mucho más de lo conservado del tiempo de la Revolución de los Comuneros (1717-1735).

Dos romances publicados por el español Ciro Bayo en su “Romancerillo del Plata” (1913), el hexasilábico “Don Ñuño”- y el relativo a Santo Tomás, fueron recogidos en 1890 por don Manuel Gondra y dados a conocer por éste al cronista español en 1910.

Otros datos proporcionados por el lingüista español Germán de Granda en 1978 señalan la existencia de otros romances que sólo recordaban fragmentariamente algunas personas ancianas como el “Romance de Gerineldo” (que cuenta con más de novecientas versiones en todo el mundo hispánico). Oscar Ferreiro recogió en 1940 un romance hexasílabo relativo a Domingo Martínez de Irala.

Los sonetos llegados hasta nosotros son apenas dos, de los cuales el mejor es el conceptista atribuido al líder comunero José de Antequera (1689-1734).

1.g) Pedro Vicente Cañete y Domínguez

Los últimos días coloniales se cierran con la vida y la obra de un intelectual brillante, de lúcida inteligencia y vasto saber. Descendiente de Ruy Díaz de Guzmán, nació en Asunción en 1749 y a los 16 años se trasladó con un hermano, a Córdoba, en cuyo Real Colegio de Monserrat aprobó la facultad de cánones y los tres cursos de teología. Se matriculó luego en la Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile, en la que obtuvo el doctorado en ambos Derechos. Ganó, por oposición, cátedras en dicha Universidad y comenzó su casi vitalicia pugna por obtener el cargo de Oidor, que se le negará siempre debido a su condición de criollo. No obstante, fue asesor en materia administrativa y jurídica de virreyes y gobernadores. Retomó a Asunción y con él se inauguró el cargo de auditor del gobierno provincial, en cuyo desempeño duró dos años, elaborando libros, redactando documentos oficiales, como un reglamento económico para los presidios militares, un plan para el Colegio de Asunción, el cual sirvió de base más tarde para el Real Colegio Seminario de San Carlos. En 1793 se alejó definitivamente de su ciudad natal y comenzó su carrera como funcionario, asesorando, interviniendo en los asuntos políticos y legales, ganándose en esto muchos y poderosos enemigos que acabaron abatiéndole, hasta desterrarlo de la ciudad, asaltando su casa y destruyendo cuanto había adentro, incluyendo su biblioteca y sus papeles. “El asesor decano de ambas Américas”, al sentarse a almorzar, murió de un ataque al corazón el 26 de enero de 1816, en la mayor pobreza, sin poder legar a su viuda, doña Melchora Prudencio Pérez, nada con qué sostenerse.

“Tres rasgos distinguen la personalidad de Cañete -dice el historiador boliviano Armando Alba, en su introducción a la “Guía...” del jurista paraguayo-: sabe mucho porque es excepcional observador del contorno, asiduo visitante de todas las bibliotecas de los Conventos y, buen latinista, no desperdicia minuto, toda vez que trata de estudiar a un buen filósofo, un literato, un jurisconsulto, un científico, un cronista de viaje”. Y agrega: “Mantiene autoridad en la administración pública, porque pocos pueden rivalizar con él en capacidad de trabajo; no sólo atiende su despacho ordinario, sino que fiscaliza oficinas, interroga a los empleados, compulsa expedientes y verifica informaciones (...). Extraordinariamente laborioso y metódico, organiza sus datos y somete a crítica cuanto le dicen y cuanto observa con minuciosa precisión. Gracias a esto descubre la rutina irracional e irresponsable de los funcionarios de todo nivel, su credulidad e ignorancia ingenua. Conducta que motiva su ironía, sus burlas o su enojo, que se los debieron cobrar, entre otras razones, cuando los vientos políticos cambiaron. Fiel a su concepción del poder del rey, se mantuvo leal en su servicio sin advertir que el futuro pertenecía a los americanos. O no pudiendo negarse o desprenderse de esos lazos por oscuras razones nunca confesadas públicamente.

En medio de la multitud de sus escritos se destaca su obra magna: “Guía histórica, geográfica, física, política, civil y legal del Gobierno e Intendencia de la Provincia de Potosí”, una extraordinaria construcción intelectual. Servido de un método lúcido y preciso pero que no desdeña las digresiones, el texto discurre por los cauces de una prosa clásica por su claridad y ritmo pausado, riquísimo en informaciones, noticias y curiosidades que son relevantes para capturar el espíritu o la significación de lo que va narrando. En todo ello se aprecia su erudición excepcional, su conocimiento de las fuentes y la precisión de sus observaciones.

1.h) Jesuitas y Demarcadores

Sin lugar a dudas, los escritos jesuitas relativos a la evangelización son en muchos sentidos materia histórica. Pero también, y casi en igual medida, textos que configuran discursos en los que se confunde el imaginario emotivo con la objetividad. Un escrito ejemplar, en ese sentido, es la “Conquista Espiritual...” del jesuita limeño Antonio Ruíz de Montoya (1584-1651) y las célebres “Cartas Anuas”, documentos invalorables que describen los pasos de aquella en la construcción de la Provincia Jesuítica del Paraguay o Paraquaria. Los otros escritos jesuitas, especialmente los de los cronistas oficiales, como el P. Pedro Lozano (1679- ¿1775), se ocupan de temas muy laterales a la escritura literaria.

Debe afirmarse lo mismo de la rica herencia legada por los demarcadores de límites entre España y Portugal, Félix de Azara (1746-1821) y Juan Francisco de Aguirre (¿?-1811), relevantes para la historia política y social de nuestro país pero, estrictamente hablando, marginales a su literatura.


2.      La poesía y la Narrativa en el siglo XIX

La última década del siglo XVIII fueron propicios a la economía del país, a causa del crecimiento de la producción exportable. A los tradicionales de la yerba mate, el cuero vacuno, el sebo, se agregaron otros, como algunos bienes artesanales y los de la creciente industria naviera. El excedente fue capturado por los grandes estancieros y los comerciantes de la ciudad, la que también comenzó a cambiar de aspecto, sustituyendo los techos pajizos de las casas por el de las tejas de cerámica (4). No hay, desgraciadamente, en ese listado mención de ningún libro que pudiera orientarnos respecto de la clase de lectura “profana” que pudiera hacerse en los hogares. Lo que necesariamente no implica que no hubiera libros en ellos, pues en algún testamento se cita un ejemplar del “Lazarillo de Tormes” y ya bajo la dictadura de Francia, una mujer, Bernardita Almirón (¿-¿)„ copió en un cuadernillo un conjunto de poemas breves algunos de los cuales, bien pudiera haber sido escritos por ella, considerando el tipo o, más bien, variante de castellano que utiliza, claramente paraguayo.

Esto también podría explicar la inclinación a la poesía manifestada por el prócer Fulgencio Yegros, de quien se conservan unas glosas, entre las cuales, la que parece ser la última, escrita en la cárcel. La misma es un breve conjunto de cuatro décimas glosadas que comienzan con el estribillo: “En plantar una esperanza/ me pasé todos los años/ y floreció un imposible/ con frutos del desengaño”.


2.a) Las escuelas literarias

Hoy día se considera que la sucesión de las escuelas literarias no se corresponde exactamente en los distintos espacios culturales. Estos viven tiempos diferentes, con contenidos históricos distintos. De esta manera, la antigüedad europea, por ejemplo, no es la antigüedad americana, por lo que, en lo profundo, sus imaginarios históricos no se confunden. Si los textos escritos por los conquistadores respecto a sus experiencias americanas pueden ser considerados como prolongaciones de la literatura peninsular, ya no sucede lo mismo con lo mejor de lo que se escribe a partir de finales del siglo XVIII. En lo que concierne a las escuelas literarias, si bien se comparten las denominaciones de las mismas, sus tiempos de vigencia en cada espacio cultural no son simultáneos. Razones histórico-sociales múltiples condicionan la evolución del proceso cultural en cada medio y esto explica la particular fisonomía de la expresión literaria a que dan origen.

Un ejemplo de esto es el proceso histórico de la literatura paraguaya. Se ha visto en ese proceso, no una sucesión ordenada u orgánica de las escuelas, sino fenómenos de retraso respecto al resto de Hispanoamérica, junto a contaminaciones o mezclas de estilo y de modalidades lingüísticas. Es así como la concepción romántica de las cosas se prolonga entre nosotros hasta muy entrado el siglo XX y el modernismo, cuya vigencia en América se cerró hacia mediados de 1920, se extiende aquí hasta más allá de los 40.

Si extendemos esta consideración a la expresión literaria en guaraní (que es, sin duda alguna, parte inextirpable de nuestra herencia y creación culturales), esta realidad está aún viva y vigente, polarizando componentes temático-formales acaso más contemporáneos.


2.b) Los autores


2. b. 1.) Poetas

Es poco lo que puede recordarse de lo escrito con anterioridad a los poemas de Natalicio de María Talavera (1837-1867), el primer poeta romántico de nuestra literatura. Discípulo de Ildefonso Antonio Bermejo (1820-1896) en el “Aula de filosofía”, publicó sus primeros textos en la revista “La Aurora”, entre los cuales el testimonio de la primera rebelión generacional, en polémica con su maestro (5).

Los poemas de Talavera son muestras indudables de un talento poético en proceso de crecimiento hacia la maduración. Es posible advertir en sus textos habilidad en la construcción del verso y cierta destreza en la estructura del poema, puestas al servicio de una intensa subjetividad, como en la elegía “A mi madre” y el intenso poema “Reflexiones de un centinela en la víspera del combate”. Otros poemas de Talavera fueron motivados por las circunstancias bélicas en las que el país se encontraba.

El primer libro de poesía de autor paraguayo se publicó en Buenos Aires en 1877 bajo el título de “Poemas”. Su autor Enrique D. Parodi (1857-1971), un abogado residente en esa ciudad, había nacido en Asunción y vivido las penurias de la guerra contra la Triple Alianza. De su experiencia infantil el poeta rescató la visión de su patria en el poema que lleva precisamente ese título.

Otro poeta expatriado, Adriano Matheu Aguiar (1859-1912) escribió relatos sobre episodios de la última etapa de la guerra, y otros sucesos militares, además de poemas de clima postromántico y lenguaje por momentos elitista, cercano ya a la conducta estilística del modernismo.

El notable gramático guaireño Delfín Chamorro (1863-1931) escribió, cuando menos, dos de los poemas postrománticos más bellos de nuestra literatura:

“Todo está perdido”, y el también becqueriano y no menos conmovedor “Adiós a Yvyty”.

El poeta español Victorino Abente y Lago (1846- 1935), nacido en la villa gallega de Mugia, y avecindado en el país, asumió como propio el adolorido sentimiento nacional, y escribió el poema más representativo del estado emocional y del espíritu reinante a década y media de la conclusión de la guerra contra la Triple Alianza. El poema está escrito en décimas y lleva por título “La Sibila Paraguaya”, (Buenos Aires, 1898) y recibió la unánime apreciación de sus contemporáneos y generaciones posteriores. Autor, a su vez, de poemas festivos, y de sátira ligera y mundana, son memorables sus poemas descriptivos dedicados al Salto del Guairá, el Oratorio de la Virgen de la Asunción y el que incorpora, junto con el jopará español- guaraní, una espléndida enumeración poética de los frutos de la naturaleza del país (6).


2.b.2) Narrativa

Por lo que concierne a la narrativa, no hay sino una novela breve digna de mención. En rigor, sólo en un sentido muy lato puede aceptarse ese texto como perteneciente al género novelesco. Se trata de “Viaje nocturno de Gualberto, o Recuerdos y reflecciones de un ausente”, aparecida en Nueva York en 1877. La escribió el Cnel. Juan Crisóstomo Centurión (1840-1902), bajo el seudónimo de J.C. Roenicunt y Zenitram, un complicado anagrama de su nombre. El texto es una ficción autobiográfica que expresa los sentimientos de un hombre tímido y sensible que recuerda en la nostalgia y la memoria sus días infantiles en el seno familiar, su juventud y los trágicos sucesos de la guerra. De clima romántico, carece prácticamente de acción y está construida con la narración de tres secuencias que introducen y epilogan el relato del sueño de Gualberto. Si bien el texto contiene descripciones de paisajes, ellas son poco particularizadas. Sin embargo, es más acertado, acaso por más emotivo, la evocación de la figura de la madre y de las costumbres de la casa. Es apreciable también la descripción o evocación de algunos episodios de guerra:

“Recordaba también cómo cuando va se aproximaba la hora de ataque, reinaba en el centro de nuestra posición un profundo silencio que, junto con la desaparición repentina de algunos cuerpos de infantería que habían penetrado en los montes de la derecha para ocupar sus respectivos puestos, produjo en el enemigo, siempre fijo en nuestro campamento, una alarmante sospecha sobre lo que muy cautelosamente se trataba de ejecutar, mandándonos observar con un telescopio desde el techado de una casa pajiza abandonada, sita en frente a corta distancia. Luego (...) a una señal dada y convenida de antemano, se precipitaron batallones, regimientos y escuadrones sobre el campo enemigo, como avalanchas desprendidas de la cúspide de una alta montaña; y cómo, en breve, aquel campamento atrincherado, erizado de gruesos cañones y aguda y cortantes bayonetas se convirtió en un volcán que vomitaba rayos de fuego y densas masas de blanquizco humo que cubrieron en un instante todo el recinto que ocupaba, quedando los combatientes de ambas partes envueltos en espesa nube, de tal suerte, que solo cada vez que ésta ondulaba y se elevaba a impulso del movimiento atmosférico, se veían muy someramente los infantes que avanzaban por entre pantanos y malezales, así como a los jinetes que, con los morriones echados atrás con un golpe de mano, levantaban los cascos de sus corceles contra las trincheras enemigas para acuchillar a los artilleros que destrozaban impunemente sus valerosos pechos, haciendo cesar en el centro por un largo intervalo aquel mortífero fuego”.

El propósito del autor, al escribir su texto, fue claramente la reivindicación de la justicia de la que su pueblo era merecedor por el hecho de haber defendido a su patria del modo como lo hizo. Y en este sentido la obra es un alegato a favor de la dignidad y el heroísmo de su país.

Además de este libro apenas sí hay unas narraciones, también inexpertas, escritas por jóvenes influidos por lecturas dispersas de autores probablemente rio platenses. Se publicaron en los periódicos de la postguerra, como “El indio errante”, de Diógenes Decoud (1859-1930), “Leyenda guaraní”, de José de la Cruz Ayala (Alón), (1864-1893) y algún otro, como el folletín “Volver a verse”, firmado con el seudónimo de “Malempeño” (Ver “La Reforma”, 1876).

Algunos inmigrantes publicaron narraciones en los periódicos y muchas de éstas son transcripciones de relatos incluidos en libros españoles, revistas porteñas o diarios rioplatenses. Un autor, como el notable narrador peruano Ricardo Palma (1833-1919), fue dado a conocer aquí a través de varias de sus “Tradiciones peruanas”, un género narrativo que asocia historia y leyenda y del cual fue un indudable maestro.

El entrerriano Francisco F. Fernández (1842-1922), publicó en Asunción la novela breve “Zaida”, sentimental y ubicada en ambiente morisco, en 1874. Y en 1890, un español, Z. Albornoz y Montoya (¿?), editó en Asunción un conjunto de cuentos breves y sentimentales recogidos en 47 páginas con el título “Las últimas memorias de un loco”.


3.      La Generación del 900

Se denomina así a una brillante constelación de intelectuales nacidos entre 1867 y 1880 y que, con excepción de algunos, recibieron su educación en el país.

Escindidos al comienzo por cuestiones de interpretación histórica, manifiestas en la polémica entre Cecilio Báez (1862-1941) y su ex discípulo Juan E(miliano) O’Leary (1879-1969), entablada a través de la prensa en 1902, unen posteriormente sus talentos y saberes en la defensa jurídica y diplomática del Chaco.

Nacidos en medio de los escombros del viejo país, en hogares con padre ausente y madre que multiplicaba prodigiosamente esfuerzos y capacidades, sumidos en la pobreza y acumulando preguntas que no podían ser respondidas porque los hombres adultos habían desaparecido en las batallas, de la guerra pasada o de las asonadas y cuartelazos. Se educaron en las escasas escuelas reabiertas en los pueblos, sin cuadernos, cargando con la pizarra y algún delgado libro de lectura (que ni todos tenían), lograron, sin embargo, asimilar conocimientos y experiencias que les sirvieron de fundamento para la continuidad de sus estudios y alcanzar en ellos niveles de excelencia profesional puesta a prueba innumerables veces al servicio del país.

Formados la mayoría de ellos en el Colegio Nacional de la Capital (fundado en 1877) y en la Universidad Nacional de Asunción (fundada en 1889), donde impartían clases eminentes profesores extranjeros, principalmente españoles, se hicieron de conocimientos científicos de notables solidez y modernidad. Avidos de lecturas actualizadas, informados e inquietos, pero también hurgadores de archivos y de otros repositorios documentales, conocedores de lenguas extrajeras, realizaron todo cuanto la pobreza del medio se lo permitía.

“Antes que forjar pensamientos propios -dijo a su respecto Efraím Cardozo-, los guías intelectuales buscan ponerse al día en los progresos de la cultura europea, y aunque algunos lo hacen con el retraso de sus epígonos de España o del Río de la Plata, es siempre vivo el anhelo de actualizar o modernizar al Paraguay”.

El universo espiritual propio de la modernidad europea (francesa, inglesa, alemana), con su proteiforme propuesta filosófica y científica, tuvo entre los novecentistas una recepción inevitablemente parcial. La variedad de puntos de vista que suponía ese universo intelectual no alcanzó a ser asimilada de una manera global o generalizada por todos, pero fue considerable y valioso el provecho (la fecundación) cultural que se logró mediante la impregnación de los valores modernos.

De esta manera el novecentismo paraguayo acogió, casi simultáneamente corrientes tales como el positivismo, el empirismo, el utilitarismo, el pragmatismo, el materialismo mecanicista, el pensamiento social utópico (principalmente en su versión anarquista o ácrata), el eclecticismo, el espiritualismo nietzscheano y el pedagogismo krausista español. Esta acumulación de corrientes y puntos de vista, de presupuestos filosóficos y enfoques ideológicos, fue análoga a la conducta expresiva adoptada en el campo de la literatura, en el que no se suceden sino que se yuxtaponen las escuelas o modalidades estéticas.

Sin embargo, la espina dorsal del novecentismo, sobre la que se sostuvieron o pivotaron los dos ejes fundamentales de su pensamiento y su labor, fueron el positivismo, particularmente en su versión spenceriana, que privilegiaba el criterio evolucionista en el análisis de las sociedades, y la tradición idealista, que en el espíritu de los novecentistas no parecía representarles ninguna contradicción o contraposición.

El grupo fundamental del Novecentismo paraguayo, cuyo integrante más viejo fue Arsenio López Decoud, nacido en 1867, y el más joven Ignacio A. Pane, nacido en 1880, encontró solidaridad en intelectuales influyentes, como Cecilio Báez (1862-11941), el economista ruso Rodolfo Ritter (1864-1946) los españoles Rafael Barret (1876-1910), Viriato Díaz Pérez (1875-1958) y los argentinos Martín de Gotcoechea Menéndez (1977-1906) y José Rodríguez Alcalá (1883- 1959). Dentro del espíritu del Novecientos paraguayo, pero sin participar de sus tareas de reivindicación o de defensa de los derechos del país, la creación poética de Alejandro Guanes (1872-1925) rescató el universo emocional producido por la herencia histórica de la guerra pasada, de manera similar, en cierto modo, al expatriado Eloy Fariña Núñez (1885-1929), un poeta fundamental dentro del proceso del Modernismo paraguayo.

Los novecentistas cultivaron de preferencia el ensayo historiográfico y muchos de ellos desarrollaron, aunque brevemente, su vocación poética. Si bien no escribieron propiamente ficciones narrativas, tales como cuentos y novelas, si lo hicieron con anécdotas históricas más o menos similares a las “tradiciones” de Ricardo Palma, como las hechas por Blas Garay o F.R. Moreno.

Las figuras canónicas generalmente incluidas como miembros de la generación entre los escritores, son: Arsenio López Decoud, Manuel Domínguez, Manuel Gondra, Fulgencio R. Moreno, Blas Garay, Juan E. O’Leary, a las que es necesario agregar las de los poetas Alejandro Guanes y Eloy Fariña Núñez (7).

Esta notable generación fue, por razones históricas peculiares al proceso paraguayo e imposibles de enumerar aquí, la primera que, orgánicamente, asumió en el país, luego de la guerra, un papel creador en todos los dominios de la cultura. No sólo se manifestó consciente de su condición de élite intelectual, sino que tuvo una percepción definida de la magnitud de la tarea a la que se vio obligada a enfrentar.

Tal tarea fue objetivamente enorme, compleja y, de principio a fin, cargada de riesgos, incertidumbre y expuesta a malentendidos y distorsiones. La misma afectaba todas las dimensiones de la sociedad a la que pertenecían, cuyo estado general de pobreza, ignorancia y debilidad veían acrecentado, comparativamente al explosivo desarrollo que impulsaba a las del Río de la Plata, orgullosas de su riqueza agroexportadora y de su “europeísmo” cultural, progresos que los novecentistas ambicionaban para la suya. Consecuentemente, el signo que parece definir hoy con mayor énfasis la práctica política de esa generación fue la voluntad de cambio y modernización del país en el marco doctrinario del liberalismo anglonorteamericano.

En razón de estas y otras exigencias, el contenido fundamental del universo de pensamiento novecentista paraguayo correspondió al de la hispanoamericana anterior (la de 1864, a la que cronológicamente pertenece Cecilio Báez) y sólo parcialmente a la coetánea (la de 1894, la modernista-postmodernista, conforme a la periodización elaborada por José Juan Arrom para la hispanoamericana y a la del 98, para la española). Esta desviación podría explicarse, en parte, por el tipo de orientación intelectual recibida por influjo de sus maestros españoles (discípulos del krausismo y cercanos a la madrileña “Institución Libre de Enseñanza” y, en parte, por las circunstancias del contexto socio- cultural del país.


3.2.   La doble visión histórica

La ocupación intelectual casi obsesiva de la generación fue la historiografía. A ella dedicó con pasión, voluntad de lucidez y gran energía moral, junto con su talento, infatigable laboriosidad y método. Dos de las causas originarias de esta fatigante ocupación fueron, primero, su casi angustioso afán por explicarse de una manera moral y racionalmente satisfactoria los factores objetivos que dieron origen al estado de cosas que vivían y, segundo, la creciente amenaza para la paz y el futuro del país que implicaban las pretensiones de Bolivia sobre el territorio del Chaco. La práctica historiográfica que se impusieron fue, predominantemente ideológica más bien que científica, fenómeno que no debe parecer extraño si se considera el nivel epistemológico que tenía el discurso histórico en el conjunto de las ciencias sociales. Esa conducta teórico-metodológica explicaría, en parte muy considerable, la bifurcación en dos visiones antagónicas de su interpretación crítica de los hechos centrales del Paraguay independiente. Es sabido que la bifurcación aludida tuvo su manifestación detonante en la polémica Báez- O’Leary, de 1902, y cuya presión no ha cesado de influir en la auto comprensión paraguaya desde entonces.

Fuera de este dominio temático, la destreza de los novecentistas en el manejo de documentos de archivo relevantes para los fines de la defensa diplomática de los derechos paraguayos al Chaco, se demostró ser considerable, amplia y oportuna.

Pero no se agotó en estas labores el esfuerzo de construcción intelectual de estos hombres. Su pensamiento fue aplicado paralelamente a las disciplinas jurídicas y a la crítica social y política con admirable agudeza y sinceridad. En especial (y vinculada íntimamente a las preocupaciones internacionales del país) expuso en el exterior, en el seno de conferencias continentales, importantes tesis relativas a la conducta jurídica de los Estados entre sí, particularmente a través de dos de sus eminentes voceros: Báez y Gondra. Desgraciadamente, ni estos, ni la habilidad diplomática en el manejo de las negociaciones bilaterales, ni el extraordinario trabajo historiográfico con su masa documental con que enfrentó las alegaciones bolivianas pudieron impedir la guerra y sus consecuencias generalizadas para el desarrollo del país.


3.3.   Los autores

Cecilio Báez (1862-1941). A pesar de que cronológicamente escapa a la zona de fechas que corresponden a la Generación del Novecientos, la obra, el pensamiento y la acción política de este autor se encuentran asociadas indisolublemente al proyecto cultural de ésta. Trabajador extraordinario, formó parte del primer grupo de doctores egresados de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, en cuyo seno desarrolló una tarea pedagógica influyente y no superada en amplitud. De cada materia del plan de estudios, Báez proveyó de un manual para uso de los alumnos, además de regir la disciplina y la política internas de la institución como decano y varias veces como rector.

En la vida política, Báez asumió, por dos veces, responsabilidades no pequeñas al hacerse cargo provisoriamente de la Presidencia de la República, ayudando al Estado a salir de la anarquía, y en otras tantas al frente de la Cancillería nacional. Al término de la guerra del Chaco formó parte de la delegación que firmó con los representantes de Bolivia el Tratado de paz de 1938.

“Hombre erguido, de majestuosa presencia, siempre vestido de negro, la camisa blanca de pechera y cuello almidonados, tanto en invierno como en verano” -como lo describe uno de sus ex alumnos, Hugo Rodríguez Alcalá-, Báez fue un icono del Paraguay renacido de sus cenizas y un verdadero símbolo de su contextura moral y cultural.

Dejó una vasta obra, tan dilatada como prolija, en la esfera de la historiografía y del pensamiento social. Poco afecto a pulir sus frases, sus ensayos parecían estallar bajo presión de las citas eruditas y la densidad de sus referencias. Textos característicos del autor son, entre otros, el “Ensayo sobre el Dr. Francia y la Dictadura en Sudamérica” (1910), con el que se inicia el rescate de la figura del prócer de la Independencia, los "Cuadros históricos y descriptivos” (1906), el “Resumen de la historia del Paraguay” (1910) y muchos otros igualmente significativos de los intereses ideológicos y filosóficos del autor.

Arsenio López Decoud (1867-1945). Nacido en San Femando, hijo del hermano del Mariscal, Benigno López, y de doña Petrona Decoud, se expatrió siendo muy niño. A los 11 años, su madre lo llevó a París en donde prosiguió sus estudios y se impregnó del refinamiento de la cultura francesa, en la que formó su carácter. Debió viajar luego por otros países de Europa, como Italia e Inglaterra, aprendiendo sus lenguas y gozando de sus artes y literatura. De regreso en Buenos Aires, ingresó en la marina argentina, en 1886, de la que egresó con el despacho de teniente de fragata en 1890. En sus vacaciones decidió visitar el Paraguay por un tiempo, pero se quedó a vivir definitivamente, ocupando sus días en conocer gente, readaptarse a las costumbres y poner sus luces y su capacidad al servicio de su país, en el que ya había regresado a vivir un primo suyo, Enrique Solano López, el infatigable colector de cuanto libro, revista o documento anduviera por el mundo y se relacionara con el país, la guerra y sus padres, Francisco Solano y Elisa Alicia Lynch.

No tardó en ingresar al periodismo, escribiendo en las publicaciones en las que también colaboraban sus amigos, miembros todos de la generación a la que él pertenecía. Por breve tiempo, desplegó actividades políticas siendo electo diputado y luego senador. Poco después, luego del/“2 de Jara”/ -la “revolución” liderada por el coronel Albino Jara en julio de 1910-, “el Senado se purificó de mi persona” (como lo dijo con sorna irónica) y pasó a ocupar por nada más que un mes el cargo de intendente municipal de Asunción, en 1912.

Con Gualberto Cardús Huerta (1878-1949) concurrió como miembro de la delegación paraguaya a la Tercera Conferencia Internacional Americana, realizada en Río de Janeiro. En igual carácter lo hizo a las fiestas conmemorativas de la independencia argentina en 1910. Asistió posteriormente en 1917, en La Habana, al Congreso de Derecho Internacional y en 1918 se le nombro titular de la Legación paraguaya en La Paz, Bolivia.

Fundó una famosa revista, “Fígaro”, con dos épocas: 1918 y 1927, respectivamente, desde la que ejerció una crítica graciosa, por momentos mordaz y cáustica, de los personajes de la arena política, cuyos gestos, opiniones y lenguaje (“nuestra algarabía hispano- guaraní”, como lo definió) le sirvieron de motivo para desnudar las apetencias egoístas o cínicas, junto con la ignorancia, la vacuidad y el poco rigor ético, que “adornaban” a los políticos a quienes caricaturizaba.

Sucesivo admirador y contradictor de Báez, a quien dedicó en 1901 su ensayo “Sobre Feminismo”, fue diligente en la animación de cenáculos -como el de "La Colmena”, fundada por el recién llegado Viriato Díaz-Pérez en octubre de 1907 y que no pasó de su primera sesión en homenaje al poeta andaluz Salvador Rueda. En los años 40, los últimos de su vida, fue fundador y presidente del PEN Club del Paraguay y colaboró estrechamente con el Comité Paraguay-Francia durante la 2a Guerra Mundial. También prestó su colaboración a otras instituciones culturales como el Instituto Paraguayo y el Ateneo, en cuyas revistas aparecieron algunos breves textos suyos.

Quienes conocieron al escritor han destacado lo refinado y sutil de su espíritu, lo profundo y vasto de su cultura, su dominio de lenguas, lo fino y alerta de su sensibilidad estética. Y le reprocharon su diletantismo, su escasa constancia en la labor creadora. Él amaba, según propia confesión, “el ocio, la seda, las flores, las gemas raras, los vinos añejos, los perfumes sutiles, las palabras bellas, los hombres de corazón y las mujeres sin él”.

Bajo de estatura, con manos y pies pequeños, de tórax dilatado, erguido, “tenía todas las características físicas de los López”. Seguro de su persona, que daba la impresión de elegancia y de fuerza, “gastaba modales y gustos de gran señor”, como lo describió Carlos Zubizarreta.

Al final de su vida, postrado en su lecho de enfermo, se hizo una breve autocrítica en carta de despedida a J.E. O’Leary. En ella dijo: “...Me voy sin llevarme odios ni rencores. Creo haber hecho honor a mi raza. Pude haber hecho más, pero me faltaron varias cosas: talento, entre otras, y constancia. También me faltó ambición. La vida me fue fácil. Y viví ligeramente, despreocupado de todo gran problema. No he tenido enemigos, en realidad, ni lo he sido de nadie. He perdonado fácilmente y hasta he olvidado el mal que me han hecho y el que intentaron hacerme”. Y prosiguió: “Para hacer cosas grandes es necesario, creo, tener grandes pasiones. Yo no las he tenido. He sido más bien un indiferente. Nada ha conseguido entusiasmarme ni amargarme. Para hacer mi vida útil y brillante, me faltó la pasión”.

O’Leary, en su comentario a la carta, dijo: “.. .tuvo, a su modo, una pasión, la de la Patria, y una ambición, la de la Belleza. Era López ante todo y tenía el orgullo de serlo (...). Su ambición fue siempre ser trasunto de cultura y artífice de acendrada belleza. Lejos estuvo de ser un alma fría y egoísta. Participó de nuestras inquietudes y no esquivó responsabilidades. Tuvo sus horas de exaltación, bajó a la plebeya arena y se mezcló a la turbulencia popular”.

López Decoud poseyó condiciones brillantes para el ejercicio del arte literario. A pesar de no ser un escritor fecundo, lo hecho fue suficiente para asegurarle un lugar distinguido en la historia de la cultura para-guaya moderna. Sus preferencias estéticas lo inclinaron al trato con las expresiones artísticas vinculadas a las nuevas tendencias y que en Europa acabaron por confluir y confundirse en la eclosión de la vanguardia. Oscar Wilde (1854-1900), a quien estudió y tradujo, junto con Beaudelaire (1821-1867) y Anatole France (1844-1924), a quienes comentó, fueron sus guías privilegiados en la comprensión y el goce de la materia contemporánea.

La publicación de sus obras se inició en España, con “Sobre Feminismo” (1902), un ensayo en el que ya se anunció al notable escritor que luego será y que manifestó el interés que despertaron en él las nuevas preocupaciones sociales. En 1906, dio a conocer “El Tercer Congreso Panamericano”, una exposición informativa sobre ese evento. En 1909 publicó “Artes y Artistas”, un conjunto de breves textos impresionistas sobre aspectos de la obra de creadores europeos. En 1911 incluyó en el “Álbum Gráfico de la República del Paraguay” por él dirigida y coordinada, realizada en homenaje al centenario de la independencia nacional - su “Reseña geográfica del Paraguay”. En ese mismo año público en un folletón “La verdad sobre los intereses argentinos en el Paraguay”, una réplica al diario porteño “La Nación”. En 1915, editó el magnífico ensayo “Del destierro y de otras cosas” y el no menos hermoso texto sobre “Oscar Wilde”, complementado luego en 1923. Y en 1916 publicó sus ensayos sobre Alfred de Musset (1810-1857), Baudelaire y Verlaine (1868-1896).

Manuel Domínguez (1868-1935), fue hijo natural del héroe de la guerra, el coronel Matías Goiburú y de Concepción Domínguez. Nació en Pilar el 5 de junio y según Carlos Zubizarreta (VID. “Cien vidas paraguayas”, 2a. Ed. Asunción. Araverá, 1985), descendiente por línea materna “de una de las tantas ramas desconocidas de Irala”. Paso su infancia en Itaguá en casa de don Ignacio Ibarra, fundador de “La Democracia”, el combativo periódico de finales del siglo XIX. También allí inició el estudio de las primeras letras, concluidas en Asunción y proseguidas en el Colegio Nacional, del que egresó bachiller en 1890. Con una tesis sobre “La traición a la patria”, obtuvo el doctorado en Derecho en 1900 en la Universidad Nacional de Asunción, de la que al año siguiente será rector, repitiendo su anterior experiencia de habérsele nombrado profesor del colegio del que acababa de egresar.

Dueño de una ilustración amplísima y asistido por una inteligencia sagaz y ágil ingenio, desarrolló una carrera intelectual y pública sobresaliente. Ocupó una variedad de cátedras en el Colegio Nacional, que fue desde impartir lecciones de Historia del Paraguay hasta las de Zoología y Principios de Fisiología humana y de Higiene, abarcando luego las de Geometría Plana y el Espacio y ampliarse a las de Historia Romana y de la Edad Media. Sus lecciones, plenas de saber y de gracia, fueron seguidas por un auditorio subyugado que aplaudía sus “boutades”, dichas en la forma de comparaciones o distinciones inesperadas propias del picante gracejo popular. Su rica y sólida erudición, unida al dominio de la lengua, le facilitaron estrategias discursivas que producían en sus oyentes los deleites del encantamiento. Su habilidad oratoria alcanzó su culminación en la serie de conferencias sobre los derechos del Paraguay al Chaco, que expuso ante públicos multitudinarios. “Su sola aparición en la tribuna era un triunfo -dijo Justo Pastor Benítez (1895-1963)- : antes de sus frases incisivas y chispeantes, sus gestos obligaban a las manos a chocar”.

Su carrera política, como la de muchos novecentistas, fue breve y accidentada. Diputado en 1886, canciller en 1902 y vicepresidente de la República ese mismo año hizo renuncia del cargo para unirse (junto con López Decoud) a las tropas revolucionarias en el campamento de Villeta, en 1904. Allí se encontró con varios de sus amigos y con Rafael Barrett (1876-1910), que vino a cubrir el episodio enviado por un diario argentino. En 1911 ocupó, por algunos meses, la cartera de Justicia, Culto e Instrucción Pública en el Gobierno de facto de Albino Jara. “Pero su actividad principalísima -dijo Carlos R. Centurión (1902-1969)-, como hombre de estado, (la) desarrolló... en la cuestión de límites con Bolivia. Fue activo colaborador en las conferencias de Buenos Aires, en las que firmó el acuerdo Soler-Pinilla, en 1907. Sus trabajos nutren todos los esfuerzos realizados para solucionar el diferendo de límites, desde 1890. Fue delegado del Paraguay en las conferencias de Buenos Aires, en 1927 y 1928; fue miembro eminente de la Comisión Nacional de Límites (...) Manuel Domínguez fue el primer héroe civil de la contienda del Chaco”.

Como la mayoría de los componentes de su generación, Domínguez fue un empeñoso periodista. Colaboró en prácticamente todos los medios de prensa del país a lo largo de más de treinta años. Fundó en 1891 “El Tiempo” y dos años después, con Arsenio López Decoud y Fulgencio R. Moreno, “El Progreso”. En 1898 editó “La Nación” y poco después dirigió “La Unión”. Un emprendimiento memorable fue la publicación de la revista del Archivo Nacional, un proyecto notable de rescate de documentos existentes en ese riquísimo repositorio de fuentes, indispensables para el conocimiento de la historia del país.

Personalidad versátil, cultísima, manejaba la ironía con suprema destreza. En un medio tan pequeño como la Asunción de su tiempo, talento tan brillante como el suyo seducía e inquietaba al mismo tiempo. Sus rasgos de carácter, su peculiar sentido de la elegancia y el humor, originaron un vasto anecdotario que la gente se complacía en festejar y que aún hoy rodea su figura como un halo. “Era un ornato de nuestra ciudad -dijo J.P. Benítez-, no hemos tenido bohemio más chispeante ni maestro más cordial”. Y agregó: “Cruzaba las calles con un garbo que ofendía a los mediocres. Su talento era desafiante y merecía el homenaje de la envidia. Era de abrir paso al moreno elegante, de estatura más bien baja, de sombrero ladeado y zapatos de tacón alto, que iba eligiendo los sitios para pisar, con la máscula coquetería del que se sabe superior; la sonrisa picaresca en los labios y una frase intencionada que salía disparada como una saeta a la menor provocación (...) Era peligroso discutir con él. Se arremangaba el saco, se peinaba con los dedos los ensortijados cabellos y avanzaba. Antes de atacar advertía al adversario: “Lo voy a poner en féretro”.

Por su parte, Rafael Barrett dijo a su respecto: “Muy francés de talento y aficiones, algo lo distingue de Voltaire, aprendido de memoria, de Renán, a quien venera, de France, que le encanta; la ironía exótica nacida bajo este clima natural y prolífico. Los ojos negros, no del todo trasparentes, inquietan cuando ríen. El cabello encrespado arroja sobre la frente pálida el misterio de su sombrío oleaje. ¿Pasión? Quizás, pero pasión noble. Es imposible dejar de admirar su ingenio vigoroso y su erudición honda y hábil, y es también imposible dejar de amar su buen corazón, abierto siempre al amigo como un refugio hospitalario”.

El poeta español Salvador Rueda, dijo: “¡Qué puedo decir de este gran maestro de la prosa castellana y de la historia! Es el escritor más conciso que tiene hoy nuestra lengua, lo es más que Tácito y más intenso”.

Justo Pastor Benítez, por su parte, describió su estilo de este modo: “... buscaba afanosamente el ritmo como condición de belleza. Daba vueltas a la oración, cambiaba el adjetivo, sustituía sinónimos, cortaba sin piedad, castigaba el estilo para darle matices y cadencia, color y resonancia. Lo atormentaba el deseo de sintetizar”.

Además de sus textos históricos, en los que devolvió al conocimiento al verdadero fundador de Asunción, Juan de Salazar y Espinosa, y otras reivindicaciones de personajes y hechos, junto a sus testimonios documentales con los que fundamentó el derecho del Paraguay al territorio del Chaco, también desplegó su saber en estudios relativos a la guerra contra la Triple Alianza. Su fina sensibilidad estética le permitió expresar con justeza sus juicios acerca de obras y autores paraguayos, revelando con ellos su adscripción al modernismo y su alerta captación de los aires renovadores en la poesía hispanoamericana. De este autor se publicaron: “El alma de la raza”, Asunción, 1918: “El Paraguay, sus grandezas y sus glorias”, Buenos Aires, 1948: “Estudios Históricos y Literarios”, Asunción, 1957: “La traición a la Patria y otros ensayos”, Asunción, 1966, y estudios sobre temas constitucionales y educativos en la revista de la Facultad de Derecho.

Manuel Gondra (1871-1927). Nacido en Buenos Aires de padre argentino de ascendencia vasca, escogió la nacionalidad de su madre, doña Natividad Pereira, oriunda de Ypané, y desplegó durante toda su vida, silenciosa y austera, actividad política importante que lo llevó dos veces a la presidencia de la República y otras tantas derrocado, sin permitírsele cumplir su programa de gobierno. Educado como interno en el Colegio Nacional, realizó cursos, no más de tres años, en la Facultad de Derecho. Cultísimo, parecía saber por ciencia infusa, pues en su momento demostró poseer conocimientos nada ordinarios en distintas materias jurídicas, lingüísticas, históricas y sociales que le granjearon autoridad nunca desmentida ni negada. También en el campo de la literatura mostró su amplia erudición, agudeza crítica y gusto certero. Desgraciadamente para el desarrollo de las humanidades en el país, cayó muy pronto, apenas iniciada su tarea, en un silencio del que no emergerá más, sino con algunos breves y perfectos discursos.

Como sus compañeros de generación, colaboró en periódicos y en tareas pedagógicas. Absorbido por la vida política, se refugió en su riquísima biblioteca (hoy en la Universidad de Austin, en Texas) y en el Archivo Nacional, de donde extrajo, en parte, su vasto saber histórico aplicado a su trabajo de defensa del territorio chaqueño.

Barrett, al conocerlo, se sintió abrumado por la vastedad y profundidad de su saber, la precisión de sus juicios y la humildad generosa de sabio con la que honraba, con exquisita educación y cortesía, el interés de su interlocutor sobre sus cosas y las de su patria. “Fino, elegante, sensitivo, con distinción congénita y anticipados hilos de plata en la cuidada barba tenía la presencia de un clásico hidalgo español (...). Su ilustración era vastísima y prodigiosa su memoria. De ella podía extraer, como de fichero bien organizado, la cita oportuna para apoyo de cualquier planteo (...). La producción de Gondra ha sido escasa pero de gran valor. Le atormentaba perennemente un prurito de perfección formal...” (C. Zubizarreta, Op. cit., passim).

La mayoría de los intelectuales paraguayos lamentaron que talento tan luminoso como el de Gondra no haya persistido en el ejercicio de la literatura. Fue como una exhalación de luz y belleza que iluminó el umbral del modernismo paraguayo, pese a criticar al maestro y su pretensión de originalidad, como le achacó a Rubén Darío. Independientemente de su auto exilio de la literatura, Gondra sigue siendo una figura excepcional de la cultura paraguaya y un alto nombre de la diplomacia del país, a la que representó en 1924 con la Convención que lleva su nombre en la que propuso el arbitraje obligatorio entre las naciones americanas “como instrumento jurídico para eliminar del continente los peligros de una guerra”. Allí se dijo: “En un conflicto entre Estados puede el débil ser justo, puede serlo el fuerte. Pero la injusticia del uno está limitada por su impotencia, al paso que la del otro puede pretender llegar hasta donde llegue su fuerza. Por eso, no pudiendo hacer que el justo sea siempre fuerte, nos liemos empeñado en hacer que el fuerte sea siempre insto”.

“Hombres y letrados de América”, Buenos Aires, Guarania, 1942, compilación incompleta de los escritos de Gondra, hecha por N. González, es el único libro en el que pueden leerse los textos del gran escritor. Hay ediciones más modernas que salvan algunas omisiones y errores.

Fulgencio R. Moreno (1872-1933). Nació en Asunción y no en Tapuá. Su madre era descendiente de los Yegros y, por línea materna, Moreno era hermano de O‘Leary y, como él y la mayor parte de los miembros de su generación, se educó en el Colegio Nacional y luego en la Escuela de Comercio. No realizó más estudios académicos que éstos, pues abandonó al poco tiempo sus estudios de Derecho. Como Gondra se hizo de una cultura y saber en distintos campos del conocimiento, de los que el país se benefició, especialmente en su disputa con Bolivia. Se inició muy joven en el periodismo y dirigió la famosa “Revista del Instituto Paraguayo”, en la que publicó su estudio sobre Pedro Vicente Cañete. En su madurez colaboró asiduamente en diarios sudamericanos, en especial con “La Prensa”, de Buenos Aires, con artículos de notable rigor y lucidez, como los que después integraron su libro “La ciudad de Asunción” y otros que hasta hoy no han sido recogidos en libro.

Lleno de humor y vitalidad juvenil, escribió poemas burlescos con los que zumbaba a políticos y personajes de sociedad, antes de sumirse en la investigación documental de viejos papeles que organizaba con método seguro para escribir sus densos estudios en defensa del territorio del Chaco. La competencia intelectual con la que Moreno abordó ese problema, le permitió definir, con precisión y claridad, la tesis nacional en el litigio con Bolivia. Esto hizo decir, con ingenio, a J.P. Benítez que la musa de Moreno “era una cédula real y su oficio doctor en límites”.

Tal como sus demás compañeros de generación, Moreno inició su actividad política en 1900, ocupando cargos legislativos y en la administración del Estado, como ministro de Hacienda y embajador en varios países. Sus graves responsabilidades le impidieron dedicar el necesario tiempo y estudio a su vocación poética, que quedó trunca en los comienzos de su faena. En los interregnos de su labor investigadora, rescataba en prosa clara y ligera, aspectos o sucesos menudos del pasado, como el relato de las angustias del sacristán de Villarrica que se presentó ante Francia temiendo ser castigado. O su brevísimo texto, al mismo tiempo agudo y humorístico, que presentó como “Fragmento de una obra inconclusa” bajo el título de “Dialogo de los muertos” (como los de Luciano) y en el que intervienen el Supremo Dictador, su “Fiel de fechos” Policarpo Patiño y el comandante de Pilar, Juan José López.

Hay otros testimonios de la capacidad reflexiva de este autor, como el ensayo que título “Teoría del Hombre nacional”, que no tuvo oportunidad posterior acaso de profundizar filosóficamente, pero cuya lectura hoy permite inferir su visión categorizadora del tema que analizo brevemente.

Los libros de este autor, fuera de sus densos trabajos sobre la cuestión del Chaco y que el Ministerio de Relaciones Exteriores publicó en su momento -entre los cuales destaca la “Geografía Etnográfica del Chaco”, un monumento de erudición- son el “Estudio sobre la Independencia del Paraguay” (Asunción, 1911) y “La ciudad de la Asunción”, (Buenos Aires, 1926), considerados como ejemplares muestras de su criterio interpretativo y método histórico.

Blas Garay (1873-1898), nació en Asunción, siendo el mayor de tres hermanos. Huérfano de madre a los seis años, los niños quedaron al cuidado de la abuela, doña Nemesia García de Argaña, que estaba tullida y sumida en la pobreza. Apenas iniciados sus estudios debió interrumpirlos para trasladarse a Pirayú, en cuya escuela los prosiguió, revelando su notable inteligencia y constancia. Aprendió taquigrafía, entrando a servir como ayudante de su tío Ladislao Argaña, quien era jefe de la estación del ferrocarril, y percibiendo un pequeño salario, con el que contribuía al sostenimiento familiar. Con 14 años regresó a Asunción y pudo ingresar al Colegio Nacional. Tenía 23 años cuando alcanzó el doctorado en Derecho, habiendo hecho la carrera en nada más que tres años. Con su tesis (“La Junta Superior Gubernativa”), reveló la orientación de sus afanes y con qué enfoque abordaría en el futuro su investigación histórica. Su desbordante personalidad indujo al Gobierno a enviarlo a España a investigar en los archivos históricos cuanto documento hubiera relativo al Paraguay. Le designó para esto encargado de negocios en Madrid y secretario de Legación en París y Londres. Garay dedicó entonces catorce horas diarias a la compulsa de los documentos y contrató amanuenses para copiarlos. Miles de documentos de los archivos, de Indias y de Simancas, fueron explorados, seleccionados y organizados por el infatigable investigador, que dejaba exhaustos a sus colaboradores al final de cada jomada. El conjunto de los mismos fue remitido al Ministerio de Relaciones Exteriores para formar parte del fondo documentario indispensable a la labor diplomática ante las reclamaciones bolivianas al territorio del Chaco. En medio de esto, Garay encontró tiempo para escribir cuatro pequeños libros en los que expuso su visión de los hechos históricos relativos al país y establecer un punto de vista nacional sobre ellos, opuesto al que era corriente en la historiografía originada en autores rioplatenses y brasileños.

A su regreso al país y en posesión de una experiencia más rica en materia política e ideológica, fundó el diario “La Prensa” (1894) para contribuir con su crítica y sus capacidades a mejorar el estado moral del gobierno y las instituciones propias de la democracia. Sus campañas, llevadas con rigor y verdad, provocaron reacciones de defensa por parte de los afectados, una de las cuales le provocó la muerte a manos del hijo del ministro de Hacienda, Néstor Collar. La impresión que causaba en sus amigos esa suerte de torbellino intelectual que era Garay, se expresó con viva intensidad con la muerte trágica del escritor, en numerosas declaraciones que manifestaban estupor y dolor sinceros.

El doctor Ramón de Olascoaga, su ex maestro, sintetizó esa colectiva emoción calificando a Garay de “espíritu superior, espíritu genial”.

La obra de Blas Garay fue influyente para el desarrollo de los estudios históricos en el país. Su corta vida, sin embargo, le privó profundizar en su concepción y refinar su método pero aún así constituye una seria y objetiva contribución al conocimiento no sesgado del pasado nacional. Debe decirse lo mismo, y acaso más enfáticamente, respecto a sus trabajos crítico-políticos y éticos desarrollados en el periodismo, del cual dejó testimonios invalorables de agudeza, coraje y energía moral poco comunes.

Lo fundamental de su obra se encuentra en: “Compendio elemental de Historia del Paraguay”, Madrid, 1897: “El Comunismo de las Misiones de la Compañía de Jesús en el Paraguay” (prólogo al libro del P. del Techo), Madrid, 1897; “La Revolución de la independencia del Paraguay”, Madrid, 1897. Hay otras ediciones más recientes y otros textos del autor, como la selección de sus artículos de “La Prensa”, publicada por Julia Velilla Laconich de Arréllaga: “Paraguay 1899”, Asunción, 1894.

Juan E. O’Leary (1879-1969). Historiador y poeta, además de periodista y orador. Apasionado defensor de Solano López en su defensa épica de la soberanía nacional, encarnó como nadie la voz del Paraguay que renacía de sus cenizas. En 1902, contradijo la opinión de su maestro, Cecilio Báez, sobre el país y su caudillo durante la guerra pasada, y eso provocó una escisión generacional entre los entonces llamados “lopiztas” y “antilopiztas”. Elocuente y tenaz, dueño de un estilo vigoroso, no cejó en su empeño hasta ver cumplidos sus propósitos. En los inicios de su campaña reivindicatoria, ganó la compañía de Ignacio A. Pane y otros que lo secundaron en su labor con energía no menos intensa. Desde las páginas de “La Patria”, de Enrique Solano López, desarrolló un proceso de rescate moral de la conciencia del pueblo a través de artículos que recuperaban la memoria de sucesos guerreros signados por el heroísmo. En los años siguientes, escribió una sucesión de libros que influyeron en la paulatina formación de una recuperada conciencia de dignidad nacional. Fuera de estos trabajos O’Leary desarrolló su capacidad poética en múltiples tremas que afectaban su subjetividad y su visión del pasado americano, dejándose influir, eclécticamente, por representantes del romanticismo y del pre modernismo rioplatenses, como el uruguayo J. Zorrilla de San Martin y ciertos poetas brasileños postrománticos. Un profundo y desconsolado desgarramiento causado por la muerte de su hija, niña aún, le impulso a escribir “A la memoria de mi hija Rosita” (Barcelona, 1918), un largo poema elegiaco y otros asociados que contienen gran tensión emocional. El modernismo estilístico y constructivo realizará el poeta en la serie de sonetos de “Los Conquistadores” y otros textos recogidos luego en las “Canciones de Ultramar”, recopiladas por H. Sánchez Quell. Una breve obra de teatro “La Gasparina”, fue la contribución del autor, en 1923, a la escena paraguaya, a la que ya habían dado su parte Alejandro Guanes con “La cámara oscura” (1908), e Ignacio A. Pane con “La canción de las tijeras” (1917).

La serie de libros combativos se inició con “La Guerra de la Triple Alianza” (1911), publicado en el “Álbum gráfico de la República del Paraguay”, de Arsenio López Decoud. Lo sigue “Nuestra Epopeya” (1919) y en sucesivos años “El libro de los héroes” (un conjunto de vividos retratos y relatos de combatientes de la guerra, a quienes sacó del olvido). “Los legionarios” (relatos de fuerte patetismo y expresión ardiente acerca de quienes, siendo paraguayos, cooperaron con la Alianza), “El Mariscal Solano López”, “El Centauro de Ybycuí”, “El Paraguay en la unificación argentina”, “Ildefonso A. Bermejo, traidor, impostor y plagiario”, “Apostolado patriótico”, “La alianza de 1858 con Corrientes”, y una serie de folletos. No se han recogido sus artículos sobre asuntos de la campaña de la guerra del Chaco, en los que el autor desplegó su poder narrador y expositivo con su connatural energía. Estos artículos fueron reconocidos por el Pdte. Ayala y el General Estigarribia como valiosos estímulos para la moral de los soldados, pues les fortalecía en su orgullo patriótico y en su autoestima.

O’Leary, que había nacido en Asunción de padre argentino y madre paraguaya, se educó en la escuela de la Encamación y los prosiguió en el Colegio Nacional. Concluida su educación media, se marchó a Buenos Aires a estudiar medicina, pero no logró su propósito. De regreso a Asunción se matriculo en la Facultad de Derecho y en ella siguió las materias del currículo hasta el tercer curso, en que las dejo. Entro al periodismo y a la docencia, y ocupo cargos políticos. Luego de una larga vida, llena de peripecias y honrado por la significación moral de su vasta obra, murió en su ciudad natal el 31 de octubre de 1969 a los 90 años de edad.

Ignacio A. Pane (1880-1920). Nacido en Asunción, concluyó sus estudios universitarios a los 22 años. Hiperactivo, llenaba sus jornadas con la cátedra, el periodismo, y actividades asociadas a la política. En 1 W)2, desempeño por breve tiempo funciones en la Legación paraguaya en Santiago de Chile. Dos años después era magistrado judicial en Asunción. Multiplicaba su tiempo impartiendo cátedras de literatura, sociología y otras materias, además de escribir artículos sobre materia histórica. También fue parlamentario, y en tal carácter presentó un proyecto de ley que reducía a ocho horas la jomada laboral. Cuantos se ocuparon de este autor destacaron su laboriosidad, honestidad y modestia, su natural bondadoso, “de fáciles y fértiles entusiasmos”, su extroversión y don comunicativo. “Fue proteiforme e incansable hasta caer agotado.. . después de ilustrar con su palabra la cátedra, la prensa, la magistratura, el parlamento y la tribuna popular” (J.P. Benítez). “Descuidado en el vestir -dijo de él Natalicio González-, la corbata mal anudada, pequeño de cuerpo, tenía una cabeza admirable. Sonreía siempre... Su mirada, a través de los lentes... tenía el brillo extraño de las pupilas... Hablaba rápidamente, y su lenguaje no difería mayormente de su estilo escrito”. Bajo el seudónimo de “Matías Centella” compartió con 0‘Leary la polémica histórica que signó a su generación, y en ella exhibió su espíritu crítico y su erudición. A pesar de estar dotado para la creación poética, debió abandonarla por tareas poco asociadas al lirismo. Sin embargo, su herencia es apreciable, pero poco estudiada y bien vale la pena recogerla para profundizar en el conocimiento objetivo del proceso de la literatura en el país expresada en nuestras dos lenguas. Pane es el primero, hasta donde se sabe, que publicó un libro de poemas en nuestro país. Su título fue “Poesías”, y apareció en Asunción en 1900. Dos años después, editó “Beatriz”, un extenso poema cuyo título original “Del Infierno al Paraíso”, era clara alusión a Dante y a la destinataria, Beatriz Sardi. En 1904, publicó “Poesías Paraguayas”, la primera antología que vio la luz en el país, a la que siguió otra, “Cantos extranjeros al Paraguay”, en la que incluyó una variedad de poemas, algunos de los cuales tradujo. Pane fue precursor en la introducción de disciplinas científicas modernas, como la sociología, que dictó en la Universidad y de otras materias, ya tradicionales, como la retórica y poética, que enseñaba en el nivel medio. Tanto de la una como de la otra dejó manuales para uso en esos ámbitos. Fueron recogidos una selección de sus escritos sociológicos en “Ensayos paraguayos” (Jackson, Buenos Aires, 1945). En 1916, en la “Revista de la Escuela de Comercio”, fue incluido su “Diccionario de sociología” y en 1917 los “Apuntes de sociología”, con dos ediciones paraguaya y española. Un primer recuento generacional lo presentó en Santiago de Chile, “El Paraguai intelectual”, conferencia que se editó en folleto en 1903. El segundo, “Intelectualidad paraguaya”, se incluyó en el “Álbum Gráfico de la República del Paraguay” (1911). Intelectual brillante, de fuerte personalidad, su figura fue y es uno de los astros de primera magnitud de la constelación del 900 paraguayo.

Dos poetas fundamentales de este tiempo fueron Alejandro Guanes (1872-1925) y Eloy Fariña Núñez (1885-1921), representantes de dos modalidades del Modernismo. Guanes vivía aún en un clima postromántico contaminado de simbolismo, pero su expresión estilística (léxico cuidado con refinamiento, estructura poemática compleja y precisa), lo situaban en la nueva escuela. Su gran poema “Las Leyendas” es prueba de ello. Aun cuando su tono sea elegiaco, la estructura dinámica, cinematográfica, con la que está configurado, descripción de la casona en ruinas bajo un clima tormentoso cargado de presagios, descripción del interior de la misma, evocación de la familia que la habitó y visión espectral de los fantasmas que retornan del pasado guerrero, ante la sugestión de los relatos épicos los niños “van quedándose dormidos”, mientras el que recuerda se sume en su memoria, insomne, asistiendo en su imaginación a los dolores del pasado. El poema concluye con otra panorámica exterior en la que el viento “silba con las ramas que deshoja ¡con la estola de una cruz!”. Tal estructura revela, sin duda, el refinamiento formal, ya modernista, del poeta, que dejó de escribir muy pronto, acaso ganado por su fe teosófica, en la que también incurrió Fariña

Núñez (y Fortunato Toranzos Bardel (1883-1942), un modernista rico en lenguaje y de temas refinados). Fariña Núñez, que vivió expatriado en Buenos Aires, autor de cuentos de lúcida estructura y de ensayos filosóficos y lingüísticos, escribió un gran poema con título horaciano “Canto secular”, que López Decoud publicó en 1911. El poema, celebratorio del centenario de la independencia, es un vasto panóptico en el que el poeta incluyó descripciones de aspectos y sucesos de su país, tales como los recordaba. El poema fue recibido con aprobación y, desde entonces, no ha dejado de citarse a través de fragmentos significativos. Sin embargo, sus cuentos (“Las vértebras de Pan”, Buenos Aires, 1914), sus ensayos (“El jardín del silencio”, Asunción, 1925, “Cuestiones estéticas y mitos guaraníes”, Buenos Aires, 1926), lo fueron sólo por pocos y discretamente. Recogió sus poemas líricos en “Cármenes”, Buenos Aires, 1922, junto con “El Canto secular” y allí se encuentran algunos perfectos sonetos y las muestras de su impregnación en la cultura grecolatina.

Los intelectuales llegados al país al comienzo del siglo XX -Rafael Barrett (1876-1910), Viriato Díaz- Pérez (1875-1958), Rodolfo Ritter (1864-1946), Jean Paul Casabianca (¿1865-1960?), Martín de Goycoechea Menéndez (1877-1906), José Rodríguez Alcalá (1884-1958) entre otros-, tuvieron notable influencia en la fecundación del medio. Estos fueron humanistas, ideólogos, narradores, poetas, ensayistas, críticos avisados y penetrantes. Compartieron las preocupaciones sociales y políticas de los novecentistas y los acompañaron en el cultivo de sus temas y problemas preferidos. Alguno de ellos difundió las ideas modernas, contribuyendo en la formación de los jóvenes. La promoción, conocida como la de la revista “Crónica” (1913) acusó claramente el influjo de estos intelectuales en su afán de actualización estética.


NOTAS

3. Vide. “Colección de documentos...” p.

4. Un estado de las importaciones correspondientes al año 1784, “nos revela -dice Rafael Eladio Velázquez-la introducción de mercaderías por un monto de 189.000 pesos: las más variadas telas europeas, artículos de ropería, sombrerería y mercería, papel, herramientas, espejos, objetos de cobre chileno, cera, tintas, harina, vino y hasta candados y anteojos”.

5. Tradujo del francés la novela del poeta romántico Alfonso de Lamartine (1790-1869) “Graziella” y un conjunto de crónicas que fueron publicadas en y recogidas y editadas en un volumen casi un siglo después, además de copias satíricas en guaraní.

6. Vide: “Antología poética, 1867-1925”, Asunción, 1984.

7. No parecería abusivo incluir también aquí a dos narradores: la expatriada asuncena Ercilia López de Blomerg, Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez-Alcalá y Concepción Leyes de Chávez.




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EL CASTELLANO DEL NIÑO URBANO Y OTROS ESCRITOS

Por FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH

Colección ACADEMIA PARAGUAYA DE LA LENGUA ESPAÑOLA - TOMO XI

Editorial SERVILIBRO

Asunción – Paraguay, Febrero, 2014 (287 páginas)



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