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DIRMA PARDO DE CARUGATI (+)

  CUENTOS DE TIERRA CALIENTE, 1999 - Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI


CUENTOS DE TIERRA CALIENTE, 1999 - Cuentos de DIRMA PARDO DE CARUGATI
CUENTOS DE TIERRA CALIENTE
 
 
Edición digital: Alicante :
 
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
 
Intercontinental, 1999.

 
 

 
A MANERA DE PRÓLOGO
 
Quien haya leído ya narraciones de Dirma Pardo Carugati -por ejemplo los notables cuentos de La víspera y el día (1992)- no experimentará un asombro inesperado ante un estilo tan natural, tan pulido, tan transparente y la estructura magistral de Cuentos de tierra caliente. Estos últimos relatos son tan excelentes como los del libro antes mencionado. Entre las varias formas con que se manifiesta el talento literario de Dirma Pardo, hay una que prestigia el volumen de 1992 y que también contiene su obra posterior. Me refiero al arte nada común de convertir en cuentos muy de nuestro tiempo temas milenarios. Por ejemplo el tema del regreso al hogar después de una guerra -el caso de Ulises u Odiseo narrado en La Odisea, o los amores nada edificantes del rey David y Betsabé en Samuel, 11-23, o el hallar inspiración para un relato como «La sentencia» nada menos que en William Shakespeare: y estos logros se llevan a cabo en el arte de Dirma Pardo sin un mínimo de alarde de erudición, algo que no sucede en uno de sus más venerados maestros, a saber, Jorge Luis Borges.
 
Detengámonos en los amores pecaminosos del rey poeta y Betsabé según nos los cuenta Samuel. ¿Qué hace Dirma para dramatizar una historia semejante en el siglo XX? Pues elige dos personajes tan universalmente famosos que ella no necesita darles sus verdaderos nombres. El rey de Israel se metamorfosea en un presidente norteamericano en plena campaña electoral y la hermosa Betsabé se transforma en una mujer no menos bella, la actriz más célebre de su tiempo.
 
Y estos amores del presidente asesinado en 1963 se cuentan como algo que está pasando en los Estados Unidos. ¡Qué convincente este relato titulado «David and Betsy»! Vemos a Kennedy rodeado de sus ayudantes más adictos, que no vacilan en actuar como cómplices en el adulterio. Las escenas son tan vívidas como imágenes de un buen film.
 
Lo más impresionante del relato es el suicidio de esta Betsabé del siglo XX. Un suicidio en cuya evocación no se cargan las tintas, sin «giros poéticos» para deslumbrar al lector, giros que a menudo, más que deslumbrar, distraen la atención; un suceso narrado con naturalidad y engañadora sencillez y, no obstante, auténticamente poético.
 
En «La sentencia» -este relato es de los de Tierra caliente- un juez muy justiciero, insobornable, se encuentra estupefacto ante un crimen cuyo autor ha confesado su culpabilidad y en cuyo expediente abundan claras razones condenatorias, no puede aceptar, sin embargo, los testimonios que abrumadoramente acusan al encausado. Él ha dado muerte a su tío, segundo esposo de su madre viuda. El juez pasa la noche en vela la víspera de la sentencia. Una intuición que a sí mismo no puede explicarse, le hace sospechar un enigma. Y a altas horas de la noche acude a su biblioteca, pero a un anaquel en que los volúmenes no son de obras jurídicas. Y en la tragedia del príncipe Hamlet halla la inspiración que descifra el intuido enigma: el asesino ha vengado la muerte de su propio padre. Su tío fue otro Claudius. Su madre otra Gertrude.
 
Otro relato de Tierra caliente es el ya aludido, el que se inspira en La Odisea de Homero. El hijo de Laertes, el Ulises u Odiseo fecundo en ardides, el de la esposa fidelísima asediada por audaces pretendientes merced a los ardides literarios de Dirma Pardo, se convierte en Eliseo Lahaye; la guerra de Troya, en la de la Triple Alianza contra el Paraguay; Penélope en Petronila y Telémaco en Teófilo. Odiseo regresa a Ítaca, tras largos años de ausencia en que conoció a su enamorada ninfa Calipso, la cual lo retuvo diez años en la isla de Ogigia, y luego conoció a la divina Circe, y a Nausícaa en la isla de los feacios... Odiseo, gran guerrero, no era precisamente un marido fiel.
 
El regreso de Eliseo a Itauguá es menos feliz que el de Odiseo a Ítaca. Cierto es que el héroe paraguayo no necesita llevar a cabo una matanza de pretendientes como el héroe homérico. El lector verá por qué se asegura esto de la no felicidad del retorno al pueblecito paraguayo.
 
Lo que sí debe destacarse aquí es la ingeniosidad de Dirma Pardo en el hallazgo de «similitudes» entre detalles del poema épico y lo que ella narra en unas páginas sobre el melancólico retorno y el encuentro con Petronila. Entre paréntesis, Itauguá se pronuncia usualmente como Itaguá, nombre así más parecido a Ítaca.
 
Nuestra autora, en 1995, obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Cuentos del Club Centenario. El relato galardonado se titula La casa de las tres piedras. ¡Qué complejidad la del relato! Podría decirse que es toda una novela condensada al máximo. Esta obra revela otra faceta del arte narrativo en Dirma Pardo: la capacidad de crear todo un mundo asentado sobre poco espacio, sin que la dicha complejidad induzca a la menor confusión en la mente del lector.
 
Y es que Dirma Pardo sabe cómo debe escribirse un cuento; comprende a fondo la necesidad insustituible una firme estructura y atiende esta necesidad con el mismo rigor con que un buen sonetista ha de trazar los dos cuartetos y los dos tercetos con las rimas requeridas.
 
Lo esencial para ella no son ringorrangos estilísticos sino un argumento interesante y un poner en resalto lo que constituye el esencial contenido de una narración. Y esto merced a un estilo que debe transmitir los sentimientos, las emociones, el dramatismo -o la comicidad- de un sucedido ficticio o no del todo ficticio.
 
Entre los galardones más importantes que ha merecido nuestra autora figura el premio otorgado en el Concurso Latinoamericano Mujeres Profesionales de Chile, por el cuento «Ingratitud». Solamente hubo diez premios en la patria de Gabriela Mistral, Marta Jara, Isabel Allende, etc.
 
Solamente diez autoras latinoamericanas fueron premiadas. Ocho de nacionalidad chilena y dos de nacionalidad paraguaya. Sus nombres son Dirma Pardo Carugati y Yula Riquelme de Molinas.
 
Estas dos escritoras honran el Taller Cuento Breve de Asunción, en el que se destacan como las más originales en la inventiva.
 
 
 
 
 
 


A PRIMERA VISTA


«...aquel sol que ciega y quema,
 
aquella brisa cargada con todos
 
los aromas de Tierra Caliente...».
 
Ramón del Valle-Inclán
 
Sonata de Estío.


Caluroso y seco como pocos, el verano del 91 castigó con fuego y polvo aquella zona inhóspita, en la que, como un esqueleto descarnado por los cuervos, se erguía la torre perforadora cercana a la precaria casa.
 
Desde allí, hasta donde llegaba la vista, todo era monótono, una sabana grisácea en la que el camino de tierra, resquebrajado y ardiente, era una cicatriz en el pastizal agostado. De trecho en trecho, algunos cocoteros, únicos sobrevivientes de la sequía, se destacaban solitarios en el paisaje desolado.
 
El calor sofocante que sigue al mediodía obligaba a buscar refugio a la sombra. Los patrones dormían en la casa, tras las cortinas de arpillera; los peones y los perros descansaban bajo un cobertizo improvisado con hojas secas de palma. Era la hora en la que ni hormigas ni lagartijas se atreven a salir de sus guaridas a desafiar la arena caldeada.
 
No habría brisa, ni canto de pájaros, ni un murmullo. El mundo parecía aletargado.
 
Ahora, aterida de frío, en una noche oscura, lejos del que fue su hogar, Dinga recuerda aquella tórrida siesta de febrero y se pregunta si la llegada de aquel hombre y todo lo que sucedió después no fue sólo un delirio febril.
 
Sin embargo, todo ocurrió en realidad; así lo tenía dispuesto su destino. Hoy, ella es libre como el viento y él está preso por tráfico de autos robados. Pero ella, en su simpleza, sólo puede imaginarlo tal como lo vio por primera vez.
 
Aquella siesta, parecida a otras tantas, todos descansaban somnolientos y perezosos, con los ojos semicerrados a causa del resplandor de la resolana, cuando de pronto, como una aparición irreal entre los engañosos reverberos del horizonte, en medio de la polvareda, llegó el auto con ese hombre...
 
La madre, que se había echado a dormir en una vieja y rotosa reposera, fue la primera en darse cuenta de que un vehículo se acercaba. Primero levantó la cabeza, alerta, para escuchar mejor, luego despertó al capataz. Entonces, también los otros empezaron a oír el jadeo convulsivo de un motor atorado
 
Un polvoriento convertible rojo se detuvo frente a la tranquera abierta. El fulgor del sol sobre el cristal del parabrisas irradiaba destellos enceguecedores.
 
Los hijos de los peones pronto rodearon el automóvil desconocido; no había muchas oportunidades de ver uno de cerca, aunque en los últimos tiempos, de tanto en tanto, cual visiones fugaces, vehículos de todos los colores pasaban velozmente, siempre con rumbo al norte.
 
Ante la presencia del extraño, los perros empezaron a ladrar, más por diversión que por bravura; eso solían hacer con las liebres y las comadrejas. Conciliador, el capataz los aquietó y se acercó al forastero, a preguntar qué se le ofrecía.
 
Desde cierta distancia, Dinga, curiosa pero tímida, miraba con atención.
 
Cuando él abrió la portezuela, lo primero que ella vio fueron sus botas. Eran unas botas de cuero bruñido, de media caña, de las que usan los uniformados.
 
«¿Puede alguien enamorarse de un hombre sólo por el encanto de sus botas?
 
Algo así me sucedió, porque fui recorriendo con la vista, de abajo para arriba, la figura del recién llegado y, cuando alcancé la altura de sus ojos pardos, ya estaba desde antes irremediablemente enamorada.
 
Mamá, desconfiada como siempre, lo miraba con recelo. Sólo un trotamundos o un fugitivo habría acertado a pasar por este paraje perdido donde vivimos por la obstinación del patrón que sigue buscando petróleo».
 
Pero el extraño sólo quería agua y estaba dispuesto a pagarla. Venía de lejos y se iba lejos, sin embargo, no parecía estar extraviado ni demostraba tener prisa.
 
Hizo varias veces el trayecto desde el brocal del pozo artesiano al automóvil, mientras Dinga, arrobada, no podía dejar de mirarlo.
 
Era muy alto, sus pantalones de mezclilla ceñidos a sus largas piernas destacaban su estatura y un grueso cinturón con hebilla de bronce -cuya dureza ella después conocería- le marcaba la cintura estrecha. En el pecho, la camisa entreabierta dejaba asomar una maraña de vello ensortijado donde brillaban gruesas gotas de sudor. Su cara, agradable y joven, mostraba, no obstante, el flagelo de la intemperie. Sus cabellos, despeinados por todos los vientos, se habían teñido del color de los caminos.
 
En un balde de latón cargó el agua y la vertió en el radiador candente. Con un chistido intenso, el líquido empezó a hervir a borbotones, hasta que se aplacó la furia del metal sediento.
 
El hombre bebió el último sorbo del cubo, luego de recargar su cantimplora. Agradeció al capataz con un apretón de manos y empezó, lentamente, a dirigirse a la salida.
 
«Pasó a mi lado y se detuvo. Por fin parecía verme. Me observó por un momento, no sé si con simpatía o por pura curiosidad. Yo sabía que era fea; muchas veces habían dicho frente a mí que de todos los hijos que había tenido mi madre -de distintos padres, desde luego- yo era la menos favorecida por la naturaleza.
 
El forastero segurito pensaba lo mismo, pero, tal vez por lástima, extendió la mano y, sin atreverse a una caricia, me palmeó compasivamente la cabeza.
 
Todo mi cuerpo vibró al contacto de su mano. Era el instante preciso: ahora o, quien sabe, nunca. Y tomé la decisión».
 
La madre de Dinga se dio cuenta de todo... Se adelantó unos pasos pero no intentó detenerla; sabía que sería inútil. Los hermanos se inquietaron. El mayor la miró con reproche. Pero nadie hizo nada; parecía que todos habían comprendido que aquello que fatídicamente habría de ocurrir alguna vez, finalmente, estaba sucediendo.
 
«Aunque yo no hablaba su idioma y tal vez él no comprendiera el mío, le supliqué al viajero que me llevara consigo.
 
Él titubeó. No sé si estaba sorprendido o cavilaba sobre la posibilidad de hacerse cargo de mí. Pero mis ojos implorantes le urgían a decidirse».
 
Desconcertado, el hombre miró a la madre; ella fingió indiferencia oteando la lejanía. Se dirigió al capataz con un gesto interrogante, y éste, con un guiño cómplice, le contestó: «Puede servir de compañía».
 
«Él nada más me hizo una seña y empezó a dirigirse al automóvil. Yo caminé a la par. Abrió la portezuela y sin ninguna cortesía me dijo: «Cuidado con el tapizado; lo tengo que entregar sin un rasguño». Pero yo no me iba a ofender por eso. Me acomodé a su lado, resuelta a seguirlo hasta la muerte».
 
Echó una última mirada a la casa donde había nacido, miro a su madre y a sus hermanos, pero no sintió remordimientos ni tristeza. Y se alegraba de que los patrones no la vieran partir, total nunca les importó bastante.
 
«Ahora tenía un nuevo patrón, haría lo que él quisiera, iría donde él me llevara y no me incomodaría aunque tuviese que dormir en el suelo, junto a sus botas. Sólo quería estar con él. «La vida será distinta», pensé. Y por supuesto que lo fue.
 
No recuerdo exactamente cuánto tiempo duró nuestro absurdo deambular. Ignoraba por qué hacíamos varias veces el mismo trayecto pero con diferentes vehículos.
 
Aquella primera vez, cuando por fin llegamos donde debía quedarse el convertible rojo, me di cuenta de que, para nosotros, ese no era un punto de llegada.
 
Cuando subimos al jeep que nos dieron para el regreso, mi amo, ceñudo, escupiendo maldiciones me dijo: «Nosotros no tenemos amigos», mientras contaba su dinero con disgusto, «vos sós la única que nunca pide nada».
 
Y volvimos hacia el sur y luego volvimos a empezar...».
 
Vagaban por caminos que llevaban a poblados pequeños o a dilatadas planicies desiertas. Paraban en gasolineras o en algún motel de mala muerte si el clima lo exigía. Otras [23] noches se acostaban sobre la tierra aún caliente, cara al cielo, mirando el silencioso titileo de millones de estrellas. Entonces, ella se apoyaba en él, con la cabeza sobre sus piernas, y él hablaba largamente, como si confesara su vida, sin esperar respuestas, tal cual como si sólo hablara para escucharse a sí mismo, hasta que se quedaban dormidos. Despertaban cuando el sol empezaba a empujar la noche. Entonces recomenzaban la nómada aventura
 
«Tengo muchos recuerdos, buenos y de los otros, a veces el hallazgo de un riacho nos deparaba gozosos chapuzones o silenciosa pesca, por el mero gusto de atrapar a los esquivos peces. También intentábamos cazar mariposas o atrapar pajaritos desprevenidos en los matorrales.
 
Un día, de un escondrijo del coche sacó una pistola y me apuntó riendo. No me gustaban esas bromas: muchas veces había visto entre la peonada cómo funcionaban las armas. Sabía que me hallaba indefensa, y aunque retrocedí por instinto, hubiera sido en vano tratar de defenderme. Entonces, lentamente, él giró hacia su izquierda, apuntó el promontorio de un hormiguero y disparó con un ojo cerrado. «No hay que perder la puntería», comentó satisfecho, a manera de explicación.
 
Era en esos momentos cuando yo veía en sus ojos ese brillo que no me gustaba, que me daba miedo. No obstante, yo no me podía quejar: una sola vez desobedecí una orden y sentí sobre mi espalda el chasquido de su cinturón. El dolor y la tristeza me tuvieron mal un tiempo, pero pronto aprendí a conocer su humor variable y procuraba no irritarlo. Yo no pedía mucho para ser feliz. Aquel día cuando resolví irme con él ya había quedado establecida nuestra relación: «Yo lo amo y él es el amo». Eso bastaba para mí. Lastimosamente, no era suficiente para él.
 
Lo comprendí una noche, cuando regresábamos de una entrega. Una lluvia terca nos obligó a pernoctar en un parador del camino. Estábamos en el cuarto, después de la cena, y yo lo notaba serio y silencioso. Él lustraba cuidadosamente sus botas -que, dicho sea de paso, nunca me dejó limpiarlas-. De pronto, se incorporó, miró su reloj pulsera, quedó un momento inmóvil y luego, con decisión, tomó el teléfono y marcó unos números. Esta vez no eran negocios. (De todos modos, luego habría de lamentar haber hecho esa llamada delatora). Hablaba suavemente, susurraba, pero también escuchaba. Su semblante había cambiado, animado por una sonrisa que ya casi había olvidado. Yo fingía dormir, asustada por malos pensamientos.
 
Cuando terminó su conversación, con una alegría que no le conocía, me alzó en sus brazos y me estrujaba mientras repetía: «Nos vamos a casa, Dinga, ¡a casa!».
 
A la mañana siguiente había terminado la lluvia. Y empezó nuestro viaje, esta vez con rumbo fijo.
 
Con pena me di cuenta de que llegaba el otoño, con un viento fresco que traveseaba con las hojas caídas».
 
Llegaron a un pueblo y a medida que se internaban en él, crecía el bullicio. Ella nunca había estado en una ciudad, en cambio el conductor conocía muy bien sus callejuelas; pronto llegó donde quería. Se detuvieron ante una casa de altas rejas. Una mujer joven salió corriendo con los brazos extendidos.
 
Apenas tuvo tiempo mi patrón de bajar del jeep y ponerse de pie, que ya estaban abrazados, besándose y besándose. Yo no entendía si reían o lloraban o hacían las dos cosas a la vez.
 
De pronto, la mujer me vio. Allí estaba yo, como una tonta, sin saber qué hacer.
 
-¡Dios mío, qué fea! ¿De dónde salió esa vagabunda? -exclamó.
 
-Déjala, es inofensiva. Puede dormir en la cocina -dijo él.
 
Esa noche, mientras oía las risas de placer en el cuarto contiguo, mientras imaginaba a los amantes en un abrazo interminablemente renovado, mientras escuchaba las tiernas palabras para mí desconocidas, tomé las botas y las destrocé cuanto pude, con los dientes y con las garras.
 
Salí a la calle, justo cuando llegaban los policías que habrían de arrestar a mi último dueño.
 
«Tienen razón -me dije, solo soy una perra vagabunda y ya no quiero tener más amos».
 
Corrí hacia la esquina, donde otros perros ladraban.


 
 
 
 

EL ALMACÉN CAMBIÓ DE NOMBRE

«los viejos dormimos poco, casi nunca.
 
A veces apenas dormitamos; pero sin
 
dejar de pensar. Eso es lo único que me
 
queda por hacer».
 
Juan Rulfo
 
Pedro Páramo

 
 
 Ante la puerta de su almacén, lentamente se hamaca don Alí, en un vaivén acompasado que a cada balanceo hace rezongar el mimbre reseco de la mecedora.
 
La camiseta, en la que los años fueron tejiendo agujeros, se le pega al cuerpo sudoroso y el tendero intenta refrescarse agitando un abanico de palma ante su cara barbuda.
 
Va y viene la pantalla, en sentido contrario al oscilar del sillón, como si fuera un movimiento autónomo, ajeno a la voluntad del hombre que lo causa.
 
Así anda el pobre viejo desde que se quedó solo, la vista extraviada en lontananza, mirando sin ver nada, como si la melancolía lo hubiera enmarañado en nebulosos laberintos. Si algún lugareño lo saluda, contesta con un gruñido, que no se sabe si es una palabra en su idioma o es nada más que un ronco carraspeo, para indicar que está vivo.
 
De allí a allá, el sillón aplasta la tierra colorada; de aquí a acá, la pantalla mueve el aire caliente de la tarde.
 
Varios usos aprendió Alí a dar a ese abanico, que igual le servía para espantar un moscardón cargoso, como para darle un pícaro palmetazo en las asentaderas a Damiana, cuando ésta acertaba a pasar por ahí, escoba en mano.
 
-¡Pero, patrón, qué zafado! -fingía protestar la mujer, aunque en el fondo parecía gustar de esa torpe y mísera muestra de cariño.
 
La verdad es que nadie sabía si don Alí la quería o no a la Damiana. «Nunca le dio su lugar», decían las murmuraciones. Pero sí le había dado cuatro hijos en cinco años, cuatro chiquillos que inequívocamente tenían la piel morena de su madre y los vivarachos ojos claros de su presunto padre.
 
Tampoco nadie podía saber con certeza si realmente era don Alí el progenitor de los hijos de Damiana, pero lo daban por seguro, puesto que él, aunque sin mucho trato, los toleraba de vez en cuando en su casa y, sobre todo, porque ella no tenía hombre que se le conociera, pese a que era joven y bien formada.
 
Muy pocos recuerdan ya cómo y cuándo llegó don Alí, ni por qué resolvió quedarse.
 
En aquellos años, el hombre iba y venía con los destartalados autobuses de la línea, compartiendo asiento con alguna vendedora de gallinas o de yuyos medicinales, con transpirados jornaleros y soldaditos con licencia. Se hospedaba en la única posada que ostentaba el letrero de «Hotel» y empezaba a recorrer los alrededores con una valijita de cartón prensado. Vendía de todo: cortes de seda floreada para los vestidos domingueros, perfumes, peines y peinetas, abalorios, chucherías, betún, cordones para zapatos y el almanaque Bristol, que era una especie de oráculo para los lugareños.
 
Por esos parajes nadie se preocupaba por saber qué diferencia había entre sirios, árabes o libaneses y para evitarse complicaciones Alí era conocido como «el turco».
 
El turco tenía mucha clientela por ser un precursor de los créditos a largos plazos, que por aquella época eran «a sola palabra» y sin intereses.
 
Los viajes mensuales se fueron convirtiendo en quincenales, hasta que acabó instalándose «formalmente» en una casita de paredes revocadas, pintadas de azul, con salón de ventas al frente, en el que abrió una tienda-almacén de ramos generales. Tiempo después, cuando fue conociendo mejor el idioma del país, Alí hizo pintar en la fachada las palabras «Bella Aurora», porque así se llamaba la mujer amada que lo esperaba en Tabríz.
 
Por una u otra razón, lo cierto es que resolvió quedarse por un tiempo en ese pueblo amistoso.
 
Era un pueblo con nombre de santo. Nadie le supo explicar bien al joven Alí qué milagro había hecho el bendito para llegar a ser el patrono, cuyo martirio y muerte eran conmemorados con un día feriado, con tal entusiasmo y alboroto de bailes y petardos, que más parecían celebraciones jubilosas que honras fúnebres.
 
Pero el prócer local era, sin duda, un guitarrista que un día se largó «allende los mares» y deslumbró al mundo con sus facciones aindiadas, su vestimenta exótica y, por supuesto, con sus dedos prodigiosos que arrancaban increíbles arpegios de un hermoso instrumento de cuerdas al que abrazaba como a un cuerpo de mujer.
 
Todos en el pueblo, aun los que no lo habían conocido ni habían escuchado jamás sus interpretaciones, estaban empeñados en la repatriación de los restos del músico, pues el pródigo hijo de esa tierra había fallecido en suelo extraño, en no muy claras circunstancias.
 
Al turco Alí le habían pedido en varias oportunidades una contribución para la campaña de recuperación de las veneradas reliquias. Pero él, no por tacaño, decía, sino porque era un hombre práctico, se había negado siempre y, más que nada, porque él también tenía una campaña: la de su propia repatriación. Y ese sí que era un compromiso.
 
Recordaba don Alí que él aún no había cumplido veinte años cuando dejó la casa paterna, alentado por unos amigos que habían venido a América a hacer fortuna, al parecer con éxito y sin mucho sacrificio. Sólo una condición le puso su padre: le hizo jurar que por lo menos una vez en su vida iría a La Meca, a besar la negra piedra de la Caaba.
 
En realidad, en América las cosas no fueron tan sencillas. Alí no llegó a poseer grandes riquezas; era dueño, sí, de un buen pasar, llevaba una vida tranquila, sin apremios, pero nunca había olvidado su promesa.
 
Apenas se instaló, al dejar el comercio ambulante, puso todos los billetes que había ido ahorrando en un transparente y panzudo botellón. No era hombre de confiar en bancos y papeles, pero tampoco era tonto y sabía convertir sus dineritos en moneda fuerte que siempre se estaba revalorizando.
 
A simple vista se llenaba la vasija, adorno y recordatorio, y se iba acortando la distancia, acercando el Haram del juramento.
 
-Cuidado con la botella -le decía a Damiana, cuando ella limpiaba.
 
Damiana comenzó yendo a la tienda del turco por unas horas para lavarle la ropa. Luego fue quedándose más tiempo para cocinarle alguna cosa y, finalmente, se acomodó en el cuartito del fondo y se quedó «para todo servicio».
 
Diligente e inquieta como una hormiga, desde entonces se ocupó de todo en la casa: criaba a sus hijos como podía y hasta sabía administrar el negocio, porque cuando el señor iba a la capital por diligencias, ella despachaba mercaderías. En esos casos, ya lo sabían los parroquianos, no había fiado, ni rebaja, ni «yapa», que eran atribuciones del dueño, quien los concedía a su antojo.
 
Fiel como un perro que se conforma con ser parte de las pertenencias del amo, Damiana no tenía exigencias ni ambiciones. Alí había hecho de ella una leal sirvienta, que ni comía a su mesa ni dormía en su cama. A veces, en broma, la llamaba «Luz Nocturna» recordando a la esclava de su tocayo Alí Babá, la que -según el cuento- era capaz de dar la vida por su señor.
 
Damiana nunca tuvo tiempo para preguntarse si le gustaba esa vida, pero parecía contenta, sobre todo cuando reía a carcajadas a causa de los furtivos pellizcos del patrón.
 
Era cierto, nunca se había imaginado tener otra existencia. Nunca, hasta que llegó, en una ruidosa motocicleta, un cliente nuevo, que no había sido visto antes por el pueblo.
 
El hombre joven dijo que buscaba un repuesto que, claro, no tenía don Alí. Miraba todo, pero más miraba a la muchacha, ella tampoco ocultaba su curiosidad.
 
Cuando ya salía de la tienda, el extraño se acercó a Damiana y en voz baja la invitó al baile de la noche siguiente, en el Palacete Municipal, baile que durante días se había estado anunciado por altavoces.
 
Esa víspera, por primera vez, la ingenua mujer tuvo dificultades para conciliar el sueño.
 
A la mañana siguiente hizo su trabajo como siempre y luego llevó a sus hijos a casa de su madre -que era donde casi siempre estaban- y empezó a planchar el más nuevo vestido que tenía, regalo navideño del señor Alí.
 
El patrón miraba los preparativos, daba vueltas como un animal antes de echarse adormir, hasta que no pudo contenerse y preguntó:
 
-¿Te vas a la fiesta, Damiana?
 
-Sí, señor. Me invitaron y si no me necesita, como es feriado, quiero irme, patrón.
 
-Yo también pensaba ir... -dijo el turco sin terminar la frase. Ella levantó los hombros y siguió planchando. Él también pareció dar por concluido el tema, pero en realidad no estaba terminado el caso; apenas comenzaba, como se comprobó después cuando se reconstruyeron los hechos.
 
Damiana y el joven forastero bailaban, pegaditas las caras y juntitos los cuerpos. Cada tanto él le hablaba al oído y ella lanzaba una espontánea carcajada, inaudible en el fragor de la música electrónica, pero expresiva, como todo lo que ella hacía, sin cálculo y sin medida.
 
Sentado junto a una mesita ubicada en primera fila [36] sobre la pista de baile, don Alí, ante un vaso de caña blanca, con frecuencia recargado, miraba a los bailarines con indescifrable semblante.
 
Pero Damiana bailó y rió más de lo conveniente y Alí bebió más de lo tolerable.
 
Justo cuando los jóvenes se movían, en una de esas danzas de moda en las que la pareja más que bailar se contonea frente a frente prometiéndose con la mirada quién sabe qué placeres, el turco furioso irrumpió en el ruedo. Tomó de un brazo a Damiana, la apartó a un costado e intentó con los puños cerrados castigar al seductor.
 
Nada más recordaba Alí cuando amaneció en su cama, contuso, dolorido, con la boca pastosa, luego de haber sufrido vívidamente horribles pesadillas. Primero soñó con Damiana que bailaba la danza de los siete velos, haciendo sonar los cascabeles que adornaban sus brazos y tobillos. Luego vio venir a un joven sheik, parecido a Rodolfo Valentino, que raptó a la mujer huyendo en un camello veloz como un caballo. Pero resultó ser el «rockero» el captor que la llevaba a horcajadas en el asiento posterior de la motocicleta. «Menos mal que fue sólo un sueño», se decía.
 
No tenía noción de cuánto tiempo había dormido y trataba de recordar cómo se acostó y cómo ordenó sus ropas y zapatos.
 
No encontró a Damiana por ningún lado. En la cocina le sorprendió ver el fuego encendido Y sobre él la pava humeante que, supuso, ella dejó para el mate.
 
Abrió la tienda. Todo estaba tranquilo, silencioso, como ocurre después de los feriados. Ya el sol bajaba, a punto del ocaso, de modo que Alí entró a buscar su sillón, pues necesitaba pensar en muchas cosas.
 
En ese mismo momento oyó el rugir de la motocicleta e inmediatamente vio entrar de nuevo al forastero. Pero esta vez el visitante lo amenazaba con un arma. En tono burlón, sin dejar de apuntar al sorprendido Alí, le dijo:
 
-Me contaron que tenés una botellita que a mí me interesa mucho. No te hagas el valiente porque ya sos hombre muerto. ¡Traéme la damajuana! -ordenó.
 
El pobre tendero estaba anonadado. Eran muchas emociones juntas: reconocía al hombre que desde el día anterior odiaba; se encontraba indefenso ante él y, lo peor, comprendía que tuvo que ser Damiana -a quien creyó tan fiel- la que le contó al intruso la existencia del botellón de sus ahorros.
 
-¡Vamos, vamos, de prisa! -urgía el asaltante-. Total ya no te servirá de nada ese dinero.
 
Inesperadamente, de la trastienda apareció Damiana, con una palangana entre ambas manos y, sin decir «agua va», arrojó el hirviente contenido al maleante.
 
Con un aullido y una maldición, entre el susto y el dolor, el forajido cayó al suelo retorciéndose; había soltado el revólver para cubrirse el rostro con las manos, lo que aprovechó Damiana para dar un puntapié al arma y mandarla debajo del mostrador.
 
-¡Pronto, patrón! -decía la muchacha al ver que el asaltante se había dado un golpe y estaba medio desvanecido. Tomó un cinturón de cuero de los que pendían en un exhibidor y amarró juntas las muñecas del bandido, mientras don Alí hacía lo mismo con los tobillos.
 
Damiana fue corriendo a buscar ayuda, dando voces por el barrio. Casi juntos llegaron el coche policial y la ambulancia del centro de salud que, afortunadamente, ese día tenía combustible.
 
Autoridades y paramédicos se abrieron paso entre la multitud de mirones.
 
El asaltante frustrado no parecía estar muy grave, pero se hallaba totalmente empapado, tenía el rostro enrojecido y el corte en la cabeza sangraba.
 
Todos estaban allí: el intendente, el párroco, el juez de paz, los vecinos solidarios y curiosos. Todos querían ver al comerciante asaltado, que posaba ante el fotógrafo de un diario, con su damajuana-alcancía entre los brazos.
 
«La vida es tan frágil como un recipiente de vidrio -anotaba el cronista policial en su libreta- y esta vez, por pura suerte, ambos se salvaron», apuntaba para el epígrafe, orgulloso de su hallazgo literario.
 
-¿Qué piensa hacer en el futuro? -interrogaba el corresponsal del diario capitalino.
 
-No sé. No sé -decía el entrevistado-. Tal vez amplíe mi negocio y voy a comprar una caja fuerte.
 
Pero, bromas aparte, algo había cambiado en Alí con la proximidad que había tenido con la muerte. Al ver al cura pensó en los hijos de Damiana que no habían sido bautizados ni tenían su apellido. Al saludar al intendente (que también presidía el mentado comité repatriador) ya no le pareció tan absurda la campaña.
 
Cuando por fin todos se fueron a sus casas y terminó el jaleo, recordó que aún no había dado las gracias a Damiana.
 
La encontró en la cocina, sentada junto al fuego de agonizantes tizones, brillosos los Ojos, laxos los brazos sobre la falda arrugada.
 
-Ven, Damiana -murmuró, tomándole de la mano-. En verdad, eres «Luz Nocturna», yo siempre te lo dije.
 
La llevó a su dormitorio. Puso un disco en su antiguo gramófono, a manera de fondo musical, y por primera vez en todos estos años desde que la conocía, la atrajo hacia su pecho en un abrazo.
 
Un vals vienés sonaba en la radiola y Alí, con una reverencia, se inclinó ante Damiana y la invitó:
 
-¿Me permite este baile, señorita?
 

***
 

Ha caído la tarde y el viejo Alí, absorto en sus recuerdos, no vio llegar la oscuridad. Sin prisa lleva su sillón adentro y enciende las luces de la tienda.
 
En el frente, empiezan a revolotear los insectos atraídos por los nuevos tubos de neón que anuncian el definitivo nombre del almacén: «Luz Nocturna».

 
 
 
 
 
 
 

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*. A manera de prólogo (Hugo Rodríguez-Alcalá)/A primera vista/ El almacén cambió de nombre/ La casa de las tres piedras/ La muerte anticipada/ La sentencia/ El final de la odisea/ Regreso al futuro/ Pacto de caballeros/ Siesta de verano/ Sobre la cuentística de Dirma Pardo (Osvaldo González Real)
 


 
 
 


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