GENERAL
JOSÉ EDUVIGIS DÍAZ
Conferencia de
SILVANO MOSQUEIRA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
GALERÍA PARAGUAYA
BUENOS AIRES - ARGENTINA
TALLERES S. OSTWALD & CIA.,
PASEO COLÓN 539
1900 (29 páginas)
GENERAL JOSÉ EDUVIGIS DÍAZ
Leído en la velada celebrada en el Centro Paraguayo el 14 de Mayo de 1899
Señores:
La Comisión Directiva del Centro Paraguayo, de que tengo el honor de formar parte, me ha dispensado la señalada distinción de designarme para que en su nombre manifieste los sentimientos que la han impulsado a adquirir el cuadro que representa la efigie del general José Eduvigis Díaz: y con motivo de su colocación en un lugar preferente de este salón y la coincidencia del acto con el festejo del aniversario de la revolución del 14 de Mayo de 1811, me ha encomendado, igualmente, la misión, para mí, más que ardua, de decir algunas palabras que sean algo así como la apología del héroe, o el elogio póstumo de sus virtudes como ciudadano, como militar, como el paladín de una causa que compendiaba la más alta aspiración de la patria paraguaya, en una hora suprema de su existencia.
Pasando en revista los numerosos compatriotas que podrían, con más ventajas que yo, desempeñar airosamente un cometido de tal magnitud, he debido presentar mis excusas irrevocables a la digna Comisión Directiva, porque entre los elementos componentes del Centro Paraguayo existen, felizmente, ciudadanos que, comparados a mí, son lumbreras de las ciencias, maestros consumados del arte y de la palabra, verdaderas eminencias y notabilidades; pero sea que por la premura del tiempo no se haya podido explorar todos los ánimos, sea que por cualquier otra circunstancia que no es del caso averiguar; no se haya podido hacer un cambio en la designación de la persona investida de tan honrosa como patriótica representación; es lo cierto que me he visto en la completa imposibilidad de eludirme de este, compromiso, que acepte convencido de; mi insuficiencia notoria para cumplirlo debidamente y más bien como testimonio de acatamiento a las disposiciones emanadas de la corporación que tiene a su cargo el gobierno de nuestra meritoria asociación.
Hechas estas aclaraciones, creo excusado solicitar para mí la benevolencia del auditorio, tanto más cuanto que; dado el carácter íntimo de nuestra fiesta, huelga toda insinuación en el sentido de que toda imperfección sea disculpada y solo sea tenida en cuenta la bondad del pensamiento que me sirve de móvil en este acto.
La personalidad del. General Díaz es digna de ser estudiada en sus tres fases principales: de ciudadano, militar y defensor inquebrantable de su patria en momentos en que ésta veía relampaguear sobre su cabeza la espada siniestra de la muerte, del exterminio cruel, esgrimida por manos de hermanos, algunos de ellos protegidos nuestros en las horas de nuestra prepotencia como nación, como pueblo de existencia consolidada y con la conciencia plena de su misión ante el mundo y la civilización.
No se puede decir quo el general Díaz, como ciudadano, fue un apóstol o un mártir de las públicas libertades, o el tribuno político que con los relámpagos de su elocuencia, haya arrastrado en pos de si a las multitudes, ávidas de libertad y de justicia. Tampoco fue el soldado de la idea, que empuñando en su diestra el noble acero con que se libran batallas incruentas en el mundo moral, haya derrumbado instituciones seculares que reconocían por base la ignorancia y eran un obstáculo para el imperio de la razón en sus múltiples manifestaciones.
Nada de esto le corresponde, en rigor, al contrario, mirada su figura a través de las exigencias de nuestros días, en que toda abstención es indisculpable cobardía, en que toda contemporización corre el riesgo de ser vergonzosa claudicación, en que una hora de abandono de los derechos cívicos puede costar años enteros de ignominia; mirada su figura bajo ese prisma, decía, no sería extraño que ofreciera algunos lunares algunas sombras u obscuridades que en nada, sin embargo, afectarían la magna proporción del conjunto.
El estado psicológico de la opinión en los comienzos de su actuación en la vida pública no era, ciertamente, el mas a propósito para que surgieran esos caracteres templados al calor de las lides políticas, donde el ciudadano de alma y de corazón puede igualmente conquistar palmas imperecederas que conduzcan su nombre a un puesto culminante de la historia.
No se concibe un General Díaz revolucionario, por ejemplo, o un Díaz tribuno, periodista o parlamentario de combate, presentando batallas encarnizadas allí donde haya un error que enmendar, una injusticia que corregir, o una prevaricación que castigar.
Para apreciar debidamente esta faz de su vida, no debernos juzgarla con el criterio con que generalmente miramos los acontecimientos del pasado. Debemos transportarnos al medio ambiente donde su acción se desenvolvía, y considerar las tendencias y preocupaciones dominantes del espíritu público en aquel periodo de nuestra existencia nacional, en que todo fue anormal en nuestra patria. No debemos llevar nuestra exigencia hasta el punto de pretender que él solo, sin más guía ni compañero que la clarividencia de su patriotismo, hubiese colocado sobre su frente la palma del martirio, lanzando el grito de reacción que seguramente hubiera caído en el vacío:
No pretendamos, pues, reivindicar para el General Díaz la gloria de triunfos políticos en que quizás ni soñó, y reconociendo que en los varios puestos que desempeño fue irreprochable en su proceder y se distinguió por una integridad a toda prueba, pasemos por alto esta página de su vida, culpando solo a la época el que no le haya permitido adornarla con hechos memorables, de que puedan recoger saludables enseñanzas las generaciones.
Ya tendremos ocasión de resarcirnos con creces de esta infecundidad, cuando estudiemos la faz más saliente de su vida, con la que paso a la posteridad atrayendo sobre si todas las miradas.
Fuera mi deseo, señores, presentaros un estudio completo de la vida militar del General Díaz, Para que a su vista pudierais, apreciar con toda su magnificencia la figura imponente de este héroe, ante el cual el mundo debe parar su atención cuando, descorrido el velo de la impostura, brille la verdad en la historia americana.
Hubiera querido trazaros una por una sus brillantes fojas de servicios, no empañadas por ningún acto desleal, por un solo hecho de pusilanimidad; pero la limitación del tiempo, por un lado, y la escasez de los elementos de información de que he tenido que echar mano, por otro, me inhabilitan en absoluto a pensar siquiera en ofreceros un trabajo de tales proporciones.
Debo, pues, a pesar mío, renunciar al honor de ser el biógrafo del ilustre hijo de Pirayú, dejando que de esta tarea se encarguen cerebros de más empuje que el mío.
Pero ya que no me es dado aspirar a una gloria tan alta, séame permitido, a lo menos, la satisfacción patriótica de saludar su busto venerable con algunas palabras que, si bien no llevan el sello de la elocuencia olímpica, tienen, no obstante, el merito de brotar de un corazón que vive, puede decirse, solo de los recuerdos de la patria distante.
No soy de los que piensan que el general José Eduvigis Díaz fue el único héroe y el único prócer de la Nación paraguaya, como paradójicamente afirma un paraguayo distinguido, a quien casi un cuarto de siglo de ausencia forzada de la patria, no ha tenido el poder de apagar ni debilitar el fuego de sus sentimientos patrióticos.
Si esta afirmación que casi me atrevería a calificar de temeraria, tuviera el consenso de la opinión nacional, paréceme que las cenizas de tantos otros verdaderos héroes, muertos en la gran catástrofe al píe de su bandera, sin dar las espaldas al enemigo, protestarían airadas desde sus tumbas ignoradas, y sus protestas resonando con eco fatídico en nuestras conciencias, serían como el grito de maldición que lanzarían sobre nosotros.
No fue el general Díaz el único héroe y el único prócer de la Nación Paraguaya. Fue, sí, el más afortunado, el que naciendo con una estrella privilegiada, tuvo a su cargo la realización de acciones memorables que dejaron un lampo de luz inextinguible en los anales bélicos de nuestra patria. Y antes que todo eso fue el general a quien cupo el altísimo honor de conquistar para su patria la esplendida victoria de Curupayty; victoria indiscutida e indiscutible, que dejo para siempre sepultado el honor despedazado de los que, en su orgullo insolente se habían creído con derecho a ejercer el tutelaje sobre todas las naciones de esta parte de América.
La sola victoria de esa gran batalla -la más famosa- librada sobre el suelo americano hubiera bastado para dar notoriedad, renombre al más oscuro general; y si a esto se agrega que Díaz entonces ya había lustrado su nombre con hechos sorprendentes de valor y de audacia, que dieron una medida del temple de su alma, se comprenderá hasta que punto aquella victoria había influido para dar realce a su personalidad y aumentar su fama como guerrero.
No es mi ánimo achicar la figura del general Díaz, -sino reducirla - a su justa proporción y, sobre todo, no dejar pasar sin observación lo que; si contase por lo menos con la sanción del silencio, constituiría una soberana injusticia histórica.
Por otra parte, el general Díaz no necesita de ese exclusivismo para que su descollante personalidad se imponga a la consideración de sus compatriotas, y quizás si el pudiese hablar desde su tumba, sería el primero en protestar contra ese menoscabo de la gloria de sus invictos compañeros.
Sin desconocer los meritos que legítimamente corresponden a otros adalides de nuestra epopeya nacional, tan valientes y patriotas como él; bien se puede afirmar que el general Díaz es el tipo, la encarnación genuina del héroe y que su solo hombre bastara para llenar todas las páginas de nuestra historia.
Pasarán épocas y edades, hombres y acontecimientos; todo se derrumbara, caerá bajo la acción destructora del tiempo; pero mientras existan corazones paraguayos amantes de las glorias de sus antepasados, los hechos y los recuerdos del general Díaz servirán, como perenne testimonio de nuestra capacidad para acometer empresas de grandes alientos, y sonarán en nuestros oídos como la palabra de animación para no desmayar en la demanda y velar solícitos por los destinos de la patria.
¡Qué imponente, qué gallarda se nos presenta, mirada a la luz de los recuerdos, la marcial apostura de Díaz montado en su corcel de guerra, llevando al frente de sus tropas en pleno día, a la luz del sol, aquellas cargas formidables que dejaban atónitos a los que en su petulante vanidad se proclamaban, pomposamente, como los heraldos de una civilización empapada en sangre fratricida!
¡Cuántas veces en las horas de meditación y patriótico recogimiento que consagramos a buscar solución a los problemas que han de despejar el horizonte del porvenir nacional, su sombra amada, evocada cariñosamente, ha venido a reanimar nuestras casi amortiguadas esperanzas, diciéndonos que la Nación caballeresca que tanto el defendiera con su pujante espada, no morirá y que sobre nosotros, nacidos entre la hoguera del incendio de la patria o entre sus ruinas todavía humeantes y clamando al cielo justiciera reparación, pesa el deber de levantarnos a la altura de la misión histórica que nos corresponde, trabajando con la fe de los apóstoles, por devolver al pabellón tricolor los atributos de respetabilidad, de influencia y prestigio internacional que, con estremecimiento del mundo americano, perdiera tan ruidosamente en los campos de batalla!.
Quisiera escribir en estrofas inmortales que nuestros conciudadanos, en las horas de peligro para la existencia de la República, entonarán como un canto épico que los ha de conducir a la victoria, todo cuanto se desprende de una ligera consideración sobre la acción del general Díaz frente a los ejércitos de la Triple Alianza.
Mas, no habiendo recibido el don de la inspiración celeste, siendo profano en el arte de hablar el lenguaje de los dioses, no me restan sino los pobres recursos de la prosa, incapaces por si solos de traducir en toda su amplitud, todo cuanto de grande y noble se agita en fondo de nuestros corazones.
"El general Díaz era el adalid que por fervorosa y simpática intuición reunía en su persona los venturosos días de la República y del pueblo paraguayo", dice D. Juan Silvano Godoy, en el precioso opúsculo dedicado al estudio de la vida del vencedor de Curupayty.
Era, efectivamente, un adalid digno de pasar a la posteridad con los contornos del héroe, como el prototipo del valor, como el símbolo de suprema arrogancia de un pueblo para quien la idea y el sentimiento de patria tienen el poder y la fuerza de una verdadera religión.
El general Díaz retando cuotidianamente el poder colosal de la Alianza; arrojándole el guante cada día, cada hora de aquel período febril de su existencia consagrado por entero al castigo de la soberbia; es algo, señores que enaltece tanto el honor y la gloria de nuestra bandera, que solo a su recuerdo santo, al rememorar esos hechos prodigiosos debiéramos sentirnos con capacidad de escalar el cielo, derribar montañas o cambiar el curso de los ríos; si todo eso fuera necesario para engrandecer la patria e impedir que ella sucumba al peso de sus desgracias.
¿Quién puede disputarnos ventajosamente el honor de ser considerados como el pueblo de más empuje de América? ¿Quién puede ostentar en sus blasones los timbres que ilustran las páginas de la historia de Díaz?
El día que surja entre nosotros el cerebro privilegiado que, como una centella venida de lo alto, ha de destrozar, con el fuego de su palabra inspirada, tantas reputaciones que circulan por ahí, conducidas en alas de la mentira, buscando el aplauso inconsciente de la opinión imparcial; el día que una cabeza de pensador y de patriota conciba el alegato autorizado de nuestra causa ante el mundo y la civilización; ese día, señores, el nombre de José Eduvigis Díaz veremos resplandecer como la portada de esa obra de vindicación, que nos servirá como el pergamino con que reclamaremos el puesto de respetuosa consideración a que creemos tener derecho ante el concepto universal.
¿Qué podre decir ya, señores, que no sea pálido ante la magnificencia del varón eximio, que fue el brazo derecho de aquel republicano de verdad que tuvo osado pensamiento de "arrojar al otro lado del Atlántico la única testa coronada que mancillaba la democracia americana?.'' ¿Cómo podría yo daros siquiera una idea imperfecta de la talla gigantesca del poderoso valido y lugarteniente de aquel Mariscal famoso, que en su noble ambición de asegurar la grandeza de su patria destruyendo los planes de los que contra ella atentaban, “se ostentara tan grande y audaz hasta provocar la sospecha de que soñaba iluminar su frente con los resplandores de una diadema imperial?”.
¿Qué diré que no sea una sombra apenas perceptible de su gran figura?
¿Y de qué apoteosis no lo creeremos digno a este Bayardo de nuestra epopeya, que con la bandera tricolor en la mano nunca tembló ante los peligros y parecía el rayo de la guerra quo sólo buscaba enemigos de la patria que destruir?
El pueblo paraguayo, en los días consagrados a rememorar los grandes acontecimientos del pasado, debiera congregarse al pie del monumento levantado por la gratitud nacional para perpetuar el recuerdo y las obras del invicto jefe del batallón 40, y pedirle inspiración para retemplar su patriotismo y conservar incólume la herencia de honor que ha recibido de sus antepasados; herencia cuya conservación será, al mismo tiempo, como el seguro de su propia soberanía.
Los niños de nuestras escuelas y colegios, los mandatarios y ciudadanos todos que tuviesen un momento de duda acerca del porvenir grandioso reservado a nuestra nacionalidad, debieran, en las horas de abatimiento, depositar coronas de laureles y siemprevivas sobre su tumba, los primeros para que en sus tiernos corazones sólo hallen cabida ideales de patriotismo sentimientos de valor caballeresco, y los últimos para pedirle que les infunda brío, entusiasmo, fe para no caer en cobarde claudicación.
Nada de esto sucede por hoy; porque en la República del Paraguay, es justo aunque doloroso decirlo, no existe una piedra levantada por mano de la posteridad para honrar la memoria de aquel a quien con su solo empuje, su audacia y temeridad increíbles, le ha cabido la insigne gloria de tener en jaque, durante dos años, a los ejércitos coaligados de tres naciones reputadas como las más valientes y de mayor prestigio militar de América.
El Centro Paraguayo, aunque en forma modestísima, ha querido salvar en parte aquella omisión que salpica nuestros rostros; y con este motivo engalana su sala de lectura con este cuadro, en cuyo fondo se destaca la noble imagen del vencedor de los vencedores de Maipo, Sarandí e Ituzaingo.
Aquí si bien se encuentra en suelo extranjero, podemos decir que este busto está en su puesto, por cuanto le sirven de sostén y de guardián ciudadanos tan celosos como el que más por el honor y el lustre del nombre paraguayo.
Aquí, cada vez que sintamos ansias de beber las brisas de la patria, vendremos a recrear, antes que la vista, el espíritu en su contemplación; y siempre que veamos vacilar la nave de la patria conducida por pilotos inexpertos que no se aperciben de la tempestad próxima o remota, que nos amenaza, vendremos a pedirle que con sus miradas de águila imponga la calma a los agitados elementos…
Esta es la obra del Centro Paraguayo, obra modestísima, es cierto, pero no por eso menos honrosa para nuestra simpática institución, obra que lleva en si el sello de la inspiración patriótica y pone de relieve la belleza de la misión que desempeñamos sosteniendo esta sociedad, donde, como en el regazo de una madre amorosa, venimos periódicamente a buscar lenitivo a nuestros dolores y a consolarnos pensando que aún existe y es nuestro -¡si, eternamente nuestro!- aquel tesoro de amor infinito que llamamos patria y de la cual con tanta impiedad nos ha arrojado lejos, muy lejos la tormenta de la vida.
Día llegará en que, disponiendo de más amplio campo de acción, tendremos oportunidad de tributar a la memoria del general Díaz una apoteosis más en concordancia con la elevación de sus meritos corno defensor abnegado de su patria, como la personificación del heroísmo paraguayo, como la expresión ms alta del civismo, de la audacia, del valor temerario; de ese valor que es la más preciada herencia que al inmolarse ante el altar de la patria, pudiera legarnos aquella generación cuyo recuerdo perdurara en el espacio y el tiempo, resistiendo la acción demoledora de los siglos.
Mientras llegue ese día, resignémonos a rendir nuestro culto patriótico ante esta efigie, obra del esfuerzo colectivo de los paraguayos de esta capital, y trabajemos, estudiemos para que pronto luzca para nosotros el ansiado día del retorno a los lares queridos.
SEÑORES:
Pronto la América festejará alborozada el primer centenario de los acontecimientos de que surgieron ante el mundo 18 nuevas nacionalidades, con derecho a una existencia soberana y con personería bastante para colaborar en la labor sin término del progreso universal; y al paso que vamos, no es aventurado suponer que no será muy lúcido el papel que desempeñara el nombre paraguayo en aquel certamen secular del patriotismo americano.
Nada importaría que sólo nos faltaran elementos materiales de riqueza que ostentar, si en otro orden de grandeza pudiésemos demostrar que tenemos asegurado un puesto de distinción que nadie osaránoslo disputar, pero lo que contrista, lo que llena el alma de pesadumbre es el temor de que acaso, siguiendo en el estado de inacción en que nos encontramos, aquellas manifestaciones del civismo de un continente nos sorprendan sin monumento siquiera que atestigüe nuestra admiración y gratitud por los que tanto se esforzaron por legarnos una patria que amar y respetar. Asoma al rostro el carmín de la vergüenza sólo al considerar que un observador imparcial pueda entonces, buscando un testimonio tangible de nuestro pasado de gloria, pasear sus miradas por el vasto territorio del Paraguay sin descubrir ni el pedestal de una estatua conmemorativa de tantos hechos de honor como registra nuestra historia; y si tal cosa llegase a suceder creo firmemente, señores, que habrá llegado también la oportunidad de que declaremos en alto que somos indignos del honor de llevar el nombre paraguayo.
¿Cómo conjurar este peligro de oprobio que nos amenaza?
¿Cómo evitar que nuestra generación pase a la posteridad con la nota de inútil, que merecería si no dejase un testimonio de su consagración, de sus desvelos por los intereses bien entendidos de la República?
La respuesta Salta espontanea, señores, pidiendo a gritos por lo menos dos monumentos conmemorativos de dos acontecimientos igualmente memorables de nuestra historia: la revolución de la Independencia y la guerra con la Triple Alianza.
Como entidad representativa del primero el nombre del capitán Pedro Juan Caballero, inscripto en el mármol o el bronce, será saludado por las aclamaciones del pueblo paraguayo; y en tanto que nuevas investigaciones y el estudio tranquilo, desapasionado de los hombres y los acontecimientos arroje suficiente luz que nos habilite a determinar con precisión a quién corresponde en más alto grado el honor de la defensa homérica de la Nación Paraguaya con motivo del conato de destrucción de que fue víctima propiciatoria, podemos desde luego señalar al general Díaz como uno de los más preclaros varones, digno de ser inmortalizado por el arte, como el modelo acabado del patriota incorruptible, que se distinguió por su consagración absoluta a la cusa de su patria y por la elevación y el vuelo de sus concepciones guerreras.
SEÑORES:
Los pueblos que olvidan a sus héroes no merecen el honor de tenerlos, y las generaciones que miran con desdén los grandes hechos de sus antepasados, son dignas de todos los vilipendios, hasta del de ser despojados del derecho de tener una bandera.
Inspirado por estas convicciones y con la mente fija en los destinos superiores de nuestra patria, quisiera, señores, en este momento tener el poder de transmitiros todo el fuego de mi pasión patriótica, todo el entusiasmo que me anima, para encareceros, como un deber impuesto por la gratitud y un alto sentimiento de conservación nacional, la necesidad de honrar cuanto antes, de una manera digna y duradera, la memoria bendecida del gran general americano José Eduvigis Díaz, el guerrero genial que en Curupayty sepultó el orgullo militar de tres naciones y cuya figura luminosa brillará soberana y será por el mundo enaltecida, “mientras el valor heroico y el sentimiento de la patria sean la virtud sagrada del linaje humano”.
SILVANO MOSQUEIRA
Buenos Aires, Mayo 14 de 1899.