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NILA LÓPEZ (+)
  ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!, 2012 - Narrativa de NILA LÓPEZ


¡SOCORRO! ¡SOCORRO!, 2012 - Narrativa de NILA LÓPEZ

¡SOCORRO! ¡SOCORRO!

Narrativa de NILA LÓPEZ

Editorial SERVILIBRO

COLECCIÓN BIBLIOTECA PARA JÓVENES

Seleccionada y editada por: NILA LÓPEZ

Diagramación: MARÍA JOSÉ DEL PUERTO

Asunción, Agosto

2012 (89 páginas)

ISBN: 978-99953-0-442-3

Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98




Deliciosas, profundas, juguetonas, las páginas que siguen nos atraen con sus misteriosas combinaciones de palabras. Un libro actual también puede hacer frente a la pobreza y la desigualdad. Queremos mejorar la equidad de la comunicación humana, por eso contamos historias con toda la intensidad de nuestros recuerdos. Esta colección de Biblioteca para Jóvenes de SERVILIBRO, tiene un fuerte valor testimonial que con seguridad encariñará a los lectores: podrán conocer muchas cosas variadas del Paraguay y su gente, acercarse a los símbolos de una identidad que nos define. ¡Y con nosotros, los escritores, seguir persiguiendo sueños!

NILA LÓPEZ



PRESENTACIÓN

 

Libros como un naufragio

de dos ventanas antiguas

donde el sol es celeste

y la gente y sus miedos

tienen ojos de fuego,

cuyo otoño en colores

es la luz del destino.

 

Un tren, la brisa leve,

me recuerdan que hay flores,

hojas, plantas,

fotos en cuyos sueños

las noches son de amor

y ya no hay techos.

Tampoco hay vencedores:

sólo una fuente,

gotitas de una nube,

migajas del corazón,

baldosas, bosques, palomas,

una pizarra vacía,

una silla sin sentido

y en algún aula una niña

ventilando su alegría.


 

CAPITULO UNO

ADELANTADOS DEL RÍO PARAGUAY


Era yo una niña muy cabezuda aunque también había momentos en que me ponía contemplativa y me daba permiso para que mi fantasía volara. ¡Es que era un tiempo! Para todo necesitabas que te dijeran sí o no. Te sentías presa y en esa circunstancia a veces te enfrentabas con el miedo. Aterrorizada, tenías que recurrir a inventar los juegos más rápidos y locos, antes de que te pillaran, porque era una forma de escaparte de la vigilancia, que era infinita. Hasta fantasmas veía espiándome y todo esto hacía que me considerara poquita cosa, como una chica sin seso y muy cobarde. Me protegía murmurando: "¡Socorro! ¡Socorro!" Sin embargo, en el fondo de mí misma quería ser la capitana de todos los cruceros. Tenía ganas de andar desnu­da tal como vine y tal como me iré un día. Dejar un recuer­do exacto y puro de lo que mi cabeza calculaba que era yo: una chica llena de virtudes, hacendosa, paciente, como de ésas del "Libro de las virtudes". Hubiera querido entregar todo lo que tengo y lo que soy a quien pudiera devolverme mi tiempo atrás: "¡Socorro! ¡Socorro!"

De todos modos, no había forma de esquivar otros aspectos de mi diminuta personalidad: las maldades me atraían muchísimo, como ponerle un hilo a un pedazo de chicle ya mascado, derramarle agua a un agujero de patio baldío y ver unos segundos después cómo salía del interior la araña pollito, negra y horrible, que para mí era sumamen­te atractiva y misteriosa.

Eran cosas que hacía en secreto, como no queriendo compartir tales estas actividades que pondrían en evidencia lo truculenta que también era, lo extrañamente curiosa.

Por otra parte, me encantaba escribir historias ya como dramaturga, medio copiando a los autores de mi predilección. Luego les hacía aprender los parlamentos a mis hermanos, que refunfuñando aceptaban mi propuesta de puro aburridos que andaban. Con la ayuda de mamá prepa­rábamos los disfraces.

Encima del alambre de tender la ropa entre todos colocábamos varias sábanas grandes que hacían de telón. Armábamos unos reflectores con latas vacías de aceite "Cocinero" y procedíamos a invitar a los chicos del barrio, que debían pagar dos guaraníes por participar en la función. Algunos no tenían el dinero, entonces les abríamos una libreta de deudas, iguales a las de almacén. Si no nos pagaban en quince días escribíamos una hoja de demanda a los morosos. Hacíamos circular páginas y páginas de esta acusación "legal" nombrando a nuestros amiguitos como fascinerosos y deshonestos.

La respuesta no se hacía esperar: varios de los padres de los asistentes a nuestro teatrillo venían a hablar con mi madre y decían calamidades de nuestro comportamiento: que éramos unos mercantilistas y además que enseñábamos cosas tontas a sus hijos, que en nada podrían aplicar ni en la escuela ni en el futuro.

Indignados, nosotros -yo- escribíamos otra nota esta vez ya a los padres, dándoles unas lecciones infantiles de filosofía práctica, donde les hablábamos de la ética aunque no sabíamos para nada qué significaba eso.

De vuelta se acercaba el vecindario a casa, pero esta vez ya armados con más argumentos feísimos sobre nosotros, asegurando que estábamos endemoniados y que queríamos pervertir a la comunidad. "¡Socorro! ¡Socorro!" Más enojados aún decidimos visitar casa por casa de nuestros espectadores y hablar con la familia sin ánimo de ofenderlos, explicándoles que era purísimo arte lo que ha­cíamos y que eso no se conseguía en cualquier parte, sólo en nuestra casa, porque allí teníamos ideas que éramos capaces de transmitir a nuestros compañeros de la misma edad.

Mas siempre salíamos de esos encuentros con la ca­beza gacha y no faltaba de repente uno que otro escobazo: ¡Socorro! ¡Socorro!"

¿Cómo podía ser eso? En vez de estar agradecidos y felicitarnos por la noble iniciativa, nos acusaban y calum­niaban, hasta llegar a prohibir a sus hijos que asistieran a nuestros actos.

Así, de esta forma tan lamentable terminaron los ex­perimentos y no tuvimos otra alternativa que hacernos los payasos en las esquinas, donde normalmente solíamos reu­nirnos todos de tardecita. ¡Qué desilusión! Yo gritaba: "¡So­corro! ¡Socorro!" Y los demás coreaban: "¡Socorro! ¡Soco­rro!", aunque no sabían por qué me imitaban.

Es que con mis hermanos ya éramos unos adelanta­dos del Río Paraguay. Sabios naturalmente porque había­mos aprendido a cruzar a nado el río, lanzándonos desde el puerto de Concepción y dejándonos llevar por la corriente hasta avistar las costas de "El Dorado", que era una espe­cie de club para pobres al que la gente asistía con un poco de comida y se daba unos chapuzones, sin excluir algunos bailongos de los más simples, porque les faltaba música va­riada y siempre tenían que dar los mismos pasos, que por suerte no eran los de la cachaca que todavía no existía.

Así pasaba el tiempo, a veces monótono y otras veces alegre, como en las fiestas populares, en las que nos hartá­bamos de comer tanta chipa, y nos veíamos repaquetes como si estuviéramos en los monasterios de España.

La vida en este espacio pequeño tenía sus matices opulentos, cuando la Municipalidad ofrecía banquetes para personas seleccionadas por sus profesiones o por su rique­za. Mas eso sólo ocurría el día de la fundación de la ciudad. A mí me importaba muy poco lo que sucedía a mi alrede­dor: trepada en la rama de mi árbol predilecto, leía cuanto caía en mis manos y soñaba que algún día sería una escrito­ra famosa con muchos libros que leerían los padres de mis amiguitos que me despreciaban por querer hacer teatro en serio.

Sí, me regeneraría y ya no tendría que gritar: "¡Soco­rro! ¡Socorro!" para defenderme. Algo improbable, porque eran las dos palabras que más me gustaba gritar por lo que fuera, pero nadie me daba bolilla, mientras yo seguía in­sistiendo a voz en cuello, como si intuyera lo que ocurriría en el mañana, cuando por mi forma de ser rara y pretender una libertad absoluta, lograrían que recibiera castigos in­merecidos: "¡Socorro! ¡Socorro!" ¿Por qué no me dejaban en paz para hacer lo que yo quería y crear juegos nuevos y divertidos?

"¡Socorro! ¡Socorro!" Nadie me dejaba ser como yo era, o como yo creía que era: valiente, imaginativa y... bue­no, algo pendenciera, pero sin molestar, sin andar matando gatos callejeros. Sea como sea, a nadie satisfacía mi con­ducta hasta que llegó el momento en que tuve que asistir a la escuela y entonces las situaciones cambiaron, porque estaba segurísima de que me las sabía todas y me burla­ba de los maestros mirándolos fijamente como si estuviera pendiente de sus clases encajonadas en aburridas asigna­turas, mientras en mi falda tenía un libro que leía a ratos y volvía a mirar a la maestra como si la atendiera y de vuelta regresaba a mi libro y así durante toda la clase, en una al­ternancia que en vez de cansarme me entretenía, porque

sí que eran pesadas las matemáticas, por ejemplo. Aunque después aprendí a respetarla, a entender que los números tenían claves infinitas, que podía equiparar a las letras y se­guir un derrotero misterioso que en realidad no me llevaba u ninguna parte porque todavía me faltaban instrumentos varios, los del conocimiento, por ejemplo.

Buscaba en el diccionario la palabra "Conocimiento" y su definición me hacía pedir: "¡Socorro! ¡Socorro!". Es que era muy chica y me quería hacer la grande, como sucede con la sinceridad de los niños, que en su estado de pureza lo hacen todo con espontaneidad y con sólo mirar la naturaleza se llenan de orgullo fatuo, pretendiendo que allí se esconde "algo" y que se es superior al saber los nombres de todas las plantas y bichitos. Bueno, los niños de unos años atrás conocían estos temas, porque hoy los jóvenes se hallan adictos a su celular. "¡Socorro! ¡Socorro!"

Es difícil enumerar todo lo que hace una chica cuando cree que el cosmos le pertenece y ríe locamente ante cualquier cosa, y corre y salta, hasta que la frenan y ella se esconde en el baño para desahogarse: "¡Socorro! ¡Socorro!" Mi abuela me enseñaba los nombres de las hierbas. Yo la adoraba, pero se murió de un ataque cardíaco justo cuando yo estaba saltando sobre su panza, jugando arre arre caballito. Le empezó a salir espuma por la boca y se quedó muda. Dejó de sonreír. Yo empecé a gritar: ¡Abuela, abuela!

Entraron las empleadas y me acusaron de haber matado a mi abuela. "¡Socorro! ¡Socorro!" Me asusté y creí que era verdad que yo la había matado y lloré mucho. Lloré más cuando esa tarde la vi en un cajón y a mi madre desmelenada en un sillón con un vestido negro. Me sorprendió porque ella era siempre muy coqueta y usaba ropas con estampados de flores. Esta vez, lloraba desconsoladamente. Me asusté y tuve miedo. "¡Socorro! ¡Socorro!"

No sabía lo que era la muerte y también ignoraba que mi abuela jamás volvería, ni me correría por el patio con una ramita de ciprés para que durmiera la siesta con ella y dejara de hacer barullo. Tristeza sí sentía, eso sí: un nudo en la garganta. "¡Socorro! ¡Socorro!"

Nos llevaron a mí y a mi hermanito a la casa de los vecinos y yo miré subrepticiamente desde la ventana y vi cómo pasaban por la calle autos y gente detrás del cajón. Pensé que nada sería igual.

Esa noche no dormimos en casa y sentí soledad, de­solación. "¡Socorro! ¡Socorro!" Estaba segurísima de haber matado a mi abuela sin querer hacerlo.

Pasó el tiempo y comencé nuevamente a ser alegre, a corretear de aquí para allá, dibujando mapas terráqueos, flores y animales. Así fue hasta los nueve años. Estaba convencida de que todos me querían y yo los quería a todos. Me ayudaban y me enseñaban temas nuevos con amor. Me sentía aliviada, impaciente por saber más y más sobre el planeta, inquieta y traviesa.

Por otro lado, "¡Socorro! ¡Socorro!", a los diez años tuve que cuidar a mis hermanitos más pequeños, porque se iba a enseñar Literatura y mi papá se iba a trabajar como administrador de una empresa. Me daba rabia que pese a dejarnos al cuidado de dos personas mayores, me dieran a mí esa responsabilidad.

Les hacía dormir mal pronto y de mala manera, en vez de hacerles shssss shsss casi les golpeaba el pecho, porque ya quería irme a jugar o a leer, ya, ya.

Enseguida me sentía culpable y volvía con el terror de haberlos matado. Los miraba si estaban dormidos y si respiraban. "¡Socorro! ¡Socorro!". Había aprendido lo que es la muerte parloteando con los grandes. A veces me sentía deprimida y muy sola, doblemente abandonada.

Me comparaba con mis amiguitas y me sentía inferior, desvalorizada. Suponía que mi mamá no me amaba, porque mientras las otras madres se quedaban en sus casas y cocinaban para sus hijos, mamá no cocinaba para nosotros e invitábamos a nuestros compañeritos a comer la comida hecha por la cocinera. Pensaba que era diferente a todas porque ella no sabía cocinar, o si sabía, no tenía tiempo para demostrarlo. Quería que mis padres se quedaran más tiempo en nuestra casa, estar con ellos. Cuando regresaban ponían la radio y nos ayudaban a hacer las tareas escolares, pero no jugaban. Exigían que cumpliéramos con nuestras tareas del "conocimiento". Me angustiaba. Me quejaba.

Cada uno de nosotros tenía sus propios problemas, según la edad. Yo era la segunda hija, pero actuaba como la mayor debido a mi fuerte temperamento, o quizás ellos sencillamente me ubicaban en ese lugar porque sí. Eso me resentía. Me preguntaba por qué mi mamá tenía ocho hijos y no una sola hija: yo. Me desesperaba porque no me hicieran dormir a mí sino a los más chiquitos: "¡Socorro! ¡Socorro!"

Otra cosa: no podía evitar aislarme en los recreos de la escuela. Quería estar sola para recordar lo que había leído. Se me mezclaban las oraciones. Pensaba que lo único que podía divertirme era la palabra. Cada letra, cada sílaba, cada palabra. ¡Qué hermosura! ¡Las cosas que descubría! Pero mi mamá era superior, ella había guardado más palabras en su vida, y siempre me corregía la pronunciación. Era muy mimada por ella, que también estaba orgullosa de tener una hija como yo porque desconocía mis fechorías.

En aquella época tenía la certeza de que el mundo era maravilloso, que las frutas eran deliciosas, que el cielo es­taba muy cerca y era feliz, a pesar de que las monjas me re­clamaban: "¡A practicar deportes con tus compañeras, o vas a tener malos pensamientos allí sentada sin ningún motivo bajo tan ardiente sol!" Ellas me inspiraban sentimientos de que eran malas y locas. Y las rechazaba porque me frustra­ban en todo: "¡Socorro! ¡Socorro!"

Era muy terca y orgullosa y quería quedarme en mi si­tio a disfrutar de mi melancolía, pero no me dejaban: "¡So­corro! ¡Socorro!" Eran soberbias y prepotentes, aunque fomentaban mis cualidades artísticas, pero no me bastaba para perdonarlas. Estar cantando, recitando y bailando clá­sico todo el día me cansaba. El piano, más. Sólo quería leer y escribir y las monjas omnipotentes me perseguían consi­guiendo que me pusiera cada vez más obsesiva, desprecián­dolas porque no tenían en cuenta mi personalidad: "¡So­corro! ¡Socorro!" Eran egoístas y me daban rabia, bronca, aunque también me brindaran aplausos.

El día en que pillé que nada lo hacían a propósito, no que se les escapaba un mal gesto como a cualquiera, me tranquilicé. ¡Eran Humanas! Sí, así, con mayúsculas, porque ya empezaban los robots a pulular por nuestro espacio terrícola.


CAPITULO 2

¿FANTASÍA O REALIDAD?


Me fui poniendo observadora a más no poder. Quería penetrar en lo que se ocultaba detrás de cada mirada, de cada gesto. Escudriñaba a las personas haciéndome la dis­traída, observando todo lo que sucedía desde el frente, por los costados (creo que por mis orejas) y desde atrás. Era un poder que no sabía explicármelo porque allí no tenía ningún orificio. De todos modos, este descubrimiento me empujó a desarrollar planes de detective. Circulaba entre mis amigas, compañeras y profesoras. Calculaba hasta lo que pensaban más recónditamente. Este fenómeno me hacía reaccionar con algún tipo de agresión cuando "adivinaba" que tenían una idea maldita sobre mis actitudes. Inmediatamente maquinaba planes para que ellas supieran que yo sabía. ¿Que sabía qué? Que sabía todo, porque así de soberbia y orgullosa estaba de mis supuestos poderes para conocer el mundo y a sus habitantes. Lo más insólito es que nunca perdí esta habilidad, pero jamás le conté a nadie lo que me pasaba. Así como antes reaccionaba, ahora me callo y dejo que el agua corra porque en caso contrario mi cora­zón estallaría.

Cuando una persona dice: "Se me parte el corazón", real­mente eso está ocurriendo hasta que llega el momento en que la herida se cicatriza sola, cuando la pena pasa. "¡Socorro! ¡Socorro!" A mí se me ha rajado tantas veces el corazón, a diferencia de los demás, que soy consciente de cada rajadura e intento amainarla acariciándome el pe­cho, mirando puestas de sol, aguardando que lleguen los ángeles a socorrerme. Yo quería darles vida propia a estas visiones. Decidí llamarlas así, visiones, porque no estaba completamente segura de si lo que veía era fantasía o realidad.

¿Y qué es la fantasía? Me preguntaba. Algo así como un parque de diversiones donde giras en la calesita y ganas todos los premios. O algo mucho más intenso, como una noche con sol.

Y la realidad. Esto era muy duro para mí, me costaba entenderla. Me parecía que cada ser humano tenía una sola realidad que era suya, y que con tantos habitantes en el planeta se iban acumulando distintas realidades. Cada uno tenía la suya. Todo según cada mirada particular. Qué locura. ¿Cómo el verde iba a ser rojo para algunos, azul, para otros o simplemente blanco? ¿Cómo? "¡Socorro! ¡Socorro!" ¡Si el verde nos conmueve cuando llega después del invierno! Pero por lo visto no sucede con todos. A algunos les gusta la mañana soleada y otros aman las finas líneas que del cielo caen como lluvia que limpiará todas las rutas, hasta las de la memoria. Así es la vida. Era lo que yo suponía. Pero indagando me di cuenta de que la realidad y la fantasía se juntan con decisión cuando bailas una canción, cuando la naturaleza está en silencio y esperas el pío pío de pollitos recién nacidos, o cuando caminas descalzo y sientes bajo tus pies cómo tiembla la hierba, cuando la ternura te acaricia desde el último pelito hasta los pies y cuando la ilusión hace una ronda.

¡Así es la vida! Como un baño caliente o frío, como un espíritu burlón que se apodera de ti y haces y dices lo que se te viene donde sea, sin que te importe lo que los demás digan, sin que te interese que te juzguen. Tú eres tú y te reafirmas en eso. Comprendes gloriosamente que nadie más se te parece.

Me atraían los espejos. En ellos me parecía encon­trarme a mí misma y a la otra que hurgaba en mis escritos predilectos. Llena de amor apoyaba mi cabecita en la almo­hada: ¿Seré también yo ésa? me interrogaba, preocupada. "Socorro! ¡Socorro!"

¿Por qué tendría que ser así? Debería alegrarme al observar esa luz ámbar que colmaba el ambiente. También aparecía el espejo para hacerme compañía. Mirábamos después cómo el atardecer se traga al día y la noche nos acerca viejas historias de brujas que acumulan manuscritos antiguos y pócimas para curarlo todo.

Como ven, nada es tan negativo para que tenga que esconderme detrás del ropero muerta de miedo, orando, hablando sola o ahogándome en supersticiones. ¿Por qué?

Si me había zambullido entre inmensas olas de mares de muchos sitios, y había saltado con ellas desde el amanecer hasta que el rielar de la luna se asomaba. "¡Albricias! ¡Al­bricias!"

Esas brujas de cuartos atestados de pócimas y libros regiamente encuadernados, me empujaban a escribir en un papel varias líneas sobre instantes fugaces de felicidad a rememorar el último viaje entren desde el Ferrocarril Central hasta Areguá, tomando mate dulce con coco en el camino. ¡Ay, qué placer! Rememoro esos momentos de paz absoluta en que me mantenía en una habitación aromática, y los perfumes me acercaban melodías e intuía que no había tiempo que perder. Y pasaba una golondrina y su vuelo me hacía notar que me puse las medias al revés, que no me peiné, que ya no tenía que hilar y coser jamás. Encendiendo muchas velas a mi alrededor y diciendo amén, amén, amén, me envolvían sensaciones dulces, y empezaba a tocar los muebles y todas mis cosas. No me importaba llenarme de polvo porque me llenaba de ternura y de dicha. ¿Qué me importaba que durara sólo un minuto? Ya las tenía en mi piel, en mis ojos, en mis piernas, y caminaba en un viaje en el que veía mansiones de cristal y pequeños ranchos de gente pobre y buena. ¿Qué más se puede pedir? ¡Oh, yo nunca me contentaba! Era y soy una insatisfecha nata. Quiero que la vida sea eterna y la muerte sea mentira. Luego de descansar un rato y otro rato y otro rato más, por un extraño fenómeno cuyas causas desconozco, me acepté a mí misma, así, tal como soy, sin picharme por eso. ¿De quién más podrías hablar sino de ti misma, si los chismes no te gustan? "¡Socorro! ¡Socorro!" Los que hablaban de temas baladíes me producían una especie de malestar en el estómago y después quería vomitar. Y lo hacía. ¿Acaso no era yo también chismosa al contarles a los demás en libros y libros todo lo que me pasaba? No sé, tendré que indagar acerca de la respuesta, porque eso se me pasaba cuando me servían mi comida predilecta y entonces yo me hallaba de nuevo, dibujaba peces, me hacía un masaje en los pies con aromaterapia, y me quedaba callada y romántica, paladeando el sabor de la soledad.

"¡Socorro! ¡Socorro!" Un día se murió la única per­sona que sabía alejar mis miedos y me llenaba de besos y abrazos y chocolates con frases claras sobre cómo compor­tarme en esos tiempos. Era papá un sacerdote del amor, un sueño que se convierte en verdad. Ahora es la sangre que circula en mi cuerpo. ¡Sigue estando en mí!

Así iban pasando los meses y yo: "¡Socorro! ¡Soco­rro! ", crecía cada vez más fastidiada porque todos deseaban enseñarme cosas que no quería entender o ya las sabía de memoria. Deseaba aprender las cosas por mí misma, según un modelo de investigación simple que era mirar y mirar lo que sucedía a mi alrededor, y sacar conclusiones y anotar­las, casi siempre en verso. La poesía era entonces para mí una forma de encapsular la existencia, ser la socia de un prado lleno de flores que hablan diciendo lo hermosos que son los colores, y que yo podía ser una jardinera nunca vista que toca la tierra con sus manos, hasta el fondo, hasta la raíz más apoyada en su sitio, y atesorar ese momento de fusión con las plantas para que en mi espíritu se haga perdurable un gran palacio que, al habitarlo, me sostenga unida a la ar­monía. Que yo sea parte de la naturaleza misma, una fusión de especies amorosas que dan luz hasta a lo más desierto.

¿Ven? También pasaban cosas divinas en mi existencia. No puedo negarlo. Era partícipe del ritmo total del universo. Era la hormiga y el sapito, tenía amigos que pasara lo que pasara me abrazaban y si estaba triste me daban ánimo con palabras y también con gritos salvajes.

Esta manera de ser hacía que muchas personas me miraran como si fuera extraña y me juzgaran, a lo que yo respondía bajando la mirada y me portaba bien por unos cuantos días. Pero tenía una técnica: por ejemplo, en vez de bordar delante de Sor Petrona y rezar el rosario, enviaba mensajes a mis compañeras con letras bordadas, que ellas me respondían de la misma forma. Así fuimos haciendo un muestrario largo de letras y palabras bordadas. En las exposiciones de fin de año, bien almidonados, sólo presentábamos arbolitos y casas, muy decorativos.

-¡Por qué tan poco! -clamaban las maestras.

- Es que las agujas siempre nos pinchan el dedo - contestábamos con voz frágil. Después nos juntábamos de nuevo para leer nuestras cartas bordadas y comparar quién era más diestra para escribir a sus novios con ese método. Bueno, es un decir. Por cada chico que pasaba y nos saludaba, decíamos: "Es mi novio".

-Trato hecho- contestábamos todas-.Y ji ji ji, nos reíamos cuando el muchachito pasaba cerca de nuestra compañera y le decía: "adiós". Eso ya era una hazaña, un compendio del mejor diccionario encerrado en una sola palabra, mágica como el tiempo.


CAPITULO CUATRO

EL MARAVILLOSO INFINITO


Un día nos pidieron en el colegio que hiciéramos mu­ñecas de trapo, para agilizar las manos y ver quién las hacía más lindas. Nos pusimos en obra y compramos hilos, agu­jas, telas, algodones, botoncitos y todo lo que pudiera servir para ponerles bocas, ojos, zapatitos, maquillaje, cabello, sin excluir adornos como el raso, la organza y collares de per­las.

A todas les pareció el disparate más grande jamás es­cuchado. Y además, después teníamos que hacer una expo­sición de nuestras obras. Sin embargo, a mí me encantó la idea, esta reminiscencia de cuando éramos chicas y adorá­bamos a nuestras muñecas y les poníamos nombres.

- La mía está en forma -dijo Paola.

– Parece una bruja -repliqué.

Y ella:

- Tú no sabes nada de brujas.

- Es lo que tú eres.

- Las brujas eran mujeres de la antigüedad que sabían arcanos secretos, eran conocedoras de las plantas y con ellas curaban, eran sabias y...

- ¡Qué bobada! -exclamó Carla.

- Escúchenme -prosiguió Paola, más terca aún-. Las brujas sabían quiénes eran sus ancestros, qué había ocurrido antes de que se inventara el mundo...

- ¿Qué?

- Todo era oscuridad, había tinieblas y no existían ni el agua ni el fuego. Nada, Ellas sabían que el tiempo y la existencia no estaban señalados por ningún calendario, hasta que surgió un creador y como no había tierra ni luna, el Gran Padre empezó a gritar llamando a la gente. Nadie respondió.

- ¿Y entonces? -comenzamos a interesarnos.

- Donde todo estaba vacío el creador, o la creadora, eso no lo sé muy bien, pero iluminaron ese lugar vacío.

- ¡Pudo ser una mujer, dices!

- Sí, una diosa, por ejemplo, con ojos brillantes, que vino de arriba y se sintió muy sola.

-¿Y?

- Empezó su obra de construir un sitio bello donde reinaran en paz las flores, los animales y los seres de las profundidades del mar. Hizo la lluvia, hizo la brisa, hizo la tierra, hizo los mares, hizo el lucero. Todo sagrado. Hizo montañas, les dio aromitas y con la fuerza de los chispazos hizo los fuegos, hizo a los ángeles. La oscuridad de siempre se acabó. Y ahora me voy -dijo Marilda, pero no se movió de su lugar y observó una a una a sus compañeras, para lue­go, suspirando, cambiar de posición, dibujar una ventana en la arena y mirar a través de ella con expresión maravillada, como si allí estuvieran enterrados todos los tesoros.

- ¿Qué te pasa? -le preguntamos.

- Nada. Estoy mirando el maravilloso infinito.

- ¿Y qué ves?

- Todo lo imaginable. Todo aquello que anhelas e in­sistes en conseguirlo, entonces se hace real. Veo cometas del fondo del mar, veo la luna y el sol. Las veo a ustedes, veo caballos al galope, veo barcos, veo carretas con su po­bre gente caminando detrás, veo senderos que se pierden en bosques monumentales.

Recién en ese momento Marilda se quedó silenciosa, como si le hubieran hechazado de verdad. Se levantó y estiró los brazos, hasta que los bajó con un movimiento rapidísimo y se alejó caminando sola, muy sola. Su figura fue perdiéndose en el rumbo serpenteante que la dirigía ha­cia su casa.

Nosotras nos quedamos pensativas y unos minutos después Gloria gritó:

- ¡Lo más hermoso es que vio caballos!

- ¡Sí! -la apoyó Camila-. ¿Por qué no nos dedicamos a galopar?

- Pero si no tenemos caballos -dijo Paola.

- Mi papá es socio del Club Hípico -insistió.

- ¿Y el nos conseguirá los caballos?

- Los más briosos, blancos, gigantes.

- ¡Hagámoslo ya!

En la siguiente semana Paola apareció con la noticia de que el consejo directivo había aprobado la solicitud de su padre, y que desde ese mismo instante podíamos irnos al

hípico y comenzar a montar a caballos con la guía de un entrenador.

- ¡Gracias, Paola! -dijo Clara.

Vino la mamá de Perla y nos subimos todas en su au­tomóvil. Teníamos piel de gallina por la emoción que nos embargaba. Un caballo observado desde la distancia es un animal fabuloso. ¡Pero montado! Lo hicimos una a una, con alegría tan desbocada como fue el galope primero. Al montarnos al lomo y aferrarnos a la montura y saltar y apretarnos al caballo y asegurar nuestros pies en el estribo y luego descubrir que existe el trotecillo liviano, entendimos cómo funcionan las riendas. Poco a poco también nos dimos cuenta de que lo importante es la habilidad del jinete y la obediencia del caballo. Pero nada se puede hacer en una sola vez, sin práctica, por lo tanto nos dedicamos varias semanas a lo que considerábamos algo extraordinario.

Aprendimos que el jinete debe estar erguido sobre la montura, pero a esas cosas de saltos sobre vallas no nos atrevimos. Por último, dos de las amigas decidieron dedi­carse seriamente a esta actividad y las demás nos limitamos a acariciarles los lomos a los caballos.

Así pasa en la vida. Unos se quedan, otros se van, hasta que encuentran el deporte que les atrae y les conviene. ¡Es tan importante tener algo que hacer, que te energice, que te ponga tranquilita y puedas ser buena con todos los que te rodean!


CAPITULO OCHO

EL LENGUAJE DE LA IMAGINACIÓN


Ahora sabía perfectamente que hay ciclos marcados. La noche en que celebramos mis catorce años, mamá estaba enseñando Literatura, y aprovechamos para bailar. Yo lo hice una sola vez: era una danza parecida al carnavalito boliviano y se llamaba "A go go".

A la mañana siguiente, como reprimenda, fui internada en el colegio en el cual era alumna. Durante un año dejé de ver a mis hermanitos. No salí a la calle ni me llevaron a casa para compartir una comida.

Cuando entré al largo dormitorio de las pupilas y acomodé mis ropas, cuadernos y libros, me temblaron las piernas. "¡Socorro! ¡Socorro!" Me di cuenta de que era un confinamiento, pero ni se me pasó por la cabeza que sería el primero de muchos encierros que tendría. Miré las paredes con manchas de humedad y los catrecillos, las ventanas cerradas, todo el lugar espartano y supe que ya nada sería igual, que mis lágrimas se distribuirían tristes sobre el mundo. Ya no sería la niña ingenua sino una persona cargada de desconfianzas y temor que evitaría demostrar.

Después, haciendo los deberes en aulas que tenían grandes ventanales que daban a la calle, miraba, miraba las persianas y lloraba a mares, presintiendo lo que ocurría afuera, añorando a mi familia y a mis amigos, sin poder consolarme con quienes compartían conmigo esa situación que para una niña como yo era el purísimo infierno con todas sus manifestaciones.

Cuando tuve la primera menstruación y se me manchó el camisón una de las monjas me llamó "puerca" y me dio una bofetada. ¿Por qué nadie me contó que un día me pasaría eso? Me encerré en el baño a llorar amargamente.

Todo era llanto. Uno sobre otro. Uno tras otro. "¡Socorro! ¡Socorro!"

También me secuestraron mi diario personal, que estaba escribiendo en un barato cuaderno de cien hojas. ¿Qué podía saber yo de cuánta revolución había en mis hormonas? Lloraba. Lloraba. "¡Socorro! ¡Socorro!" Tenía un presentimiento de que mi vida sería difícil y complicada, que mis sueños infantiles, leves y dulces, se enterrarían en algún lugar del firmamento desde el que me recordarían, pero sólo eso.

Y qué es el recuerdo sino una forma vaga de consuelo. El rumor de mis compañeras me agotaba. Comprendí que tenía una misión con la que debía comprometerme: el lenguaje y la imaginación. De este modo fui recopilando lo que había escrito desde que aprendí a leer, mis primeros poemas: "¡La luna que alumbra la noche y el sol que alumbra el día!" O: "Me asomo a la ventana y digo: ¡Oh, prodigio de Dios!" Dejaron de importarme las banalidades del recogimiento y que las monjas pretendieran convertirme en una eximia pianista. Recobraba, poco a poco, mi personalidad valiente, lo que no disminuía el sufrimiento de la soledad. Era una soledad interna, muy mía, así ganada. Era la soledad en compañía. Era saberme única y también parte de un todo.






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