AMIGAS
Cuando la duda fue adquiriendo ribetes de certidumbre, Cecilia Gutiérrez decidió cambiar algunos hábitos. Comenzó a frecuentar un salón de belleza, el más conocido de la ciudad, y contrató a un educado masajista para que le sobara el cuerpo los días lunes y viernes. Se interiorizó en trucos femeninos, buscando una imagen que sin traicionarla esencialmente la tornara más apetecible para su indiferente marido.
No podía ubicar en su memoria la época determinada en que él empezó a mostrarse abúlico ante su presencia. Paulatinamente fue contestando con monosílabos a sus requerimientos. En escasas situaciones la miraba, y si lo hacía dejaba resbalar la vista sobre ella como si se tratara de un objeto inanimado.
Al principio, Cecilia atribuyó este comportamiento a los quehaceres naturales que agobian a un hombre de la categoría de su consorte. Empresario triunfador, amante de la buena vida, competitivo y audaz, era además buen mozo y rendía culto a los deportes de moda. Al paddle, sobre todo, hasta el extremo de construir una cancha propia en el terreno aledaño a la residencia familiar.
Con sus hijos, sí, su actitud seguía siendo deferente y nada había cambiado en el clima de camaradería, casi de complicidad, que campeaba desde que los trajeron al mundo. Pero una postura de desatino creciente alrededor de los temas domésticos antes tan discutidos por ambos en medio de pellizcos en las nalgas, indicaba claramente a Cecilia que algo terrible sacudía el territorio afectivo de su Carlos.
Se enredó en torno a vagas conjeturas. Luego, preguntas acuciantes la empujaron a buscar señas de aclaración en las más distraídas gesticulaciones del compañero, en el tono de su voz, en la cantidad de alimento que ingería. Lo observaba como si fuera un marciano. La camisa a rayas que se acababa de poner simbolizaba que al retirarse del escritorio no regresaría directamente a casa, como antes, cuando sus pensamientos la abarcaban mientras se dirigía hacia el calor de sus mimos. ¡Besos apasionados y no otra cosa eran aquellos!
-Hola mi dulce de leche -decía al abrazarla-. Tengo hambre de tu risa y de su dueña.
-¿Quién es la dueña?
-Tu boca.
Y el ritual adquiría dimensiones maravillosas, sin que ninguno de los dos percibiera, aparentemente, la repetición.
Él era sabio. Conocía los prolegómenos eróticos más sofisticados y acordes con las necesidades y fantasías de Cecilia. De memoria acomodaba su buen tiempo, adentrándose en el ánimo de su mujercita como un picaflor sin ansiedad, habituado a su perfume pero también con el afán de redescubrirlo en cada ocasión.
-¿Te gusta mi vestido nuevo?
-Ah, es nuevo. Me encanta lo que hay debajo, y más al fondo.
¡Era un experto en inventar frases amorosas! Filosofaba, y tenía la conciencia exacta de cómo y cuánto la excitaba su inteligencia, apoyada sin erudiciones en giros idiomáticos y susurros encantadores, en la imitación de las voces de ciertos animales y de elementos de la naturaleza. La simulación del trueno con técnicas guturales y temblores era evidencia de la cúspide de la pasión. El ronroneo del gato, un signo de ternura recién inaugurada. El brillo de la mirada silenciosa indicaba su seguridad de ser deseado.
Largas conversaciones que incluían asuntos baladíes anticipaban el instante del gozo. Para ello era tan propicia una caminata como una jornada de compras o las incursiones en el jardín, que cuidaban juntos.
¿Cuándo empezó a desdibujarse la armonía común? Cecilia tenía un espacio color humo en la memoria. La presionaba con fragmentos de situaciones compartidas, intentaba recordar la manera en que la mano de Carlos se posaba exactamente allí donde comienza la nuca femenina y termina la comprensión de la realidad, pero el manchón gris persistía. Solamente en el centro del corazón, que parecía ubicarse en los rincones más estratégicos de su anatomía, ese latido peculiar del cariño sujeto a la costumbre le sugería cuán fuerte era el tipo de intercambio que habían creado.
Al meditar sobre estos hechos una tibieza agradable parecía asaltar cada vena del tronco y las extremidades de Cecilia, y se intensificaba en la comisura de los labios con amago de llanto y en la ingle, asaltada por el conocido arroyito que manaba del interior de su vientre, algo pegajoso, muy asociado a los juegos que fueron inventando en pareja y a las rutas de mutuos hallazgos. En el colmo del frenesí, se acariciaba los senos y lo nombraba deseando que, allí donde se encontrara, sintiera el llamado.
Pero era respondida solamente por el movimiento sutil de las hojas de los árboles que custodiaban el dormitorio. Hasta la antigua fuerza de su pensamiento la traicionaba.
-Estás buscándome, mi cielo -decía él por teléfono, meses atrás-. Te tengo aquí, te escucho, y lo que nos sucede se llama metacomunicación.
Ella le explicaba que durante los cinco minutos anteriores se había concentrado intensamente en sus figuras, y que animada por un arrebato misterioso, repitiendo la palabra amor y sus nombres, Carlos y Cecilia, amor, Carlos, Cecilia, buscaba el encuentro a distancia. Cediendo a la provocación, al unísono, iniciaban así una sesión extravagante, mientras intercambiaban datos sobre lo que hacían llenando de jadeos el hilo conductor de su romance.
De pronto, él faltó durante una semana a dos almuerzos. Ya no hacía deportes en la casa, sino en el club.
-Estás muy atrasado -le reprendió Cecilia una noche-. ¿Ha surgido algún inconveniente?
-No, estuve jugando tenis.
-¡Cómo, con esta lluvia!
-En cancha cerrada.
Ni siquiera la llamaba querida. Sus respuestas eran cada vez más secas, cerrando toda posibilidad de insistencia. La imaginación calenturienta de Cecilia situaba la cancha cerrada en moteles [32]de lujo, en campos de flores silvestres, en barcos anclados en la bahía de Asunción e inclusive en el sofá de la oficina de Carlos.
A medida que él se tornaba lacónico y huidizo, ella desconfiaba de todas las mujeres. A cada una le adjudicaba una relación más o menos ardiente con su marido, según la indumentaria que usara, la manera de moverse, el pelo largo o corto, la facilidad de alguna para hacer amigos o la discreción de otra. No se salvaban adolescentes ni ancianas. Todas eran rivales, cazadoras de hombres ajenos, potenciales enemigas. Atormentada, también indicó a las mujeres del servicio doméstico que bajo ningún pretexto se acercaran al señor.
Fue de este modo que inició su loca carrera en pos de la transformación, y frecuentó baños de sauna, contrató a dos modistas de alta costura, se tiñó el pelo de rojo, abusó de mascarillas faciales y acudió a sectas de renovación espiritual.
Nada conseguía calmarla. Buscaba indicios de culpabilidad masculina debajo de los asientos, en los cajones de los escritorios, y cuando soñaba, una serie de manchas de rouge danzaban frenéticamente sobre el pecho de su adorado esposo, el único con el que estuvo desnuda, el primero y el último, el padre de sus hijos, la media naranja perfecta.
-Eres mío -intentó convencerlo varias veces-. Mi propio macho. No sabría compartirte con nada ni con nadie. Tampoco me gusta la competencia desleal.
Él encogía los hombros y parecía sordo.
La siesta en que la sospecha se convirtió en certeza, Cecilia pretendía iniciar un descanso de varias horas, con somnífero incluido. Sonó el teléfono. Levantó el auricular. Notó que Carlos había tomado antes el aparato, y con latidos a mil por hora, escuchó:
-Te rogué que no me llamaras a casa. Todo está arreglado.
-Es por mi butterfly -dijo la mujer con voz cantarina y acento extranjero.
-Tranquilízate, tesoro. No se necesita permiso del ministerio de Salud para trasladar a una mariposa.
-Podrían-problemas-poner-en-Buenos-Aires.
-Allí ya no habrá control, y como estaremos en mi departamento nadie nos molestará. ¿De veras no quieres desprenderte de tu mascota durante unos días? Mi secretaria estará feliz de cuidarla.
-¡Oh, no separarme jamás de mi divina butterfly!
-¿Es que la quieres más a ella que a mí?
-A los dos -contestó la otra con ahogo infantil-. A los dos igual. ¡No apretarme darling, elección imposible!
-Paso a buscarte a las tres -dijo Carlos, malhumorado, y colgó el aparato.
Azorada, Cecilia pulsó el timbre. Pidió una taza con café bien cargado, y cuando su marido entró al dormitorio la halló semidormida, con una sonrisa extraña flotándole alrededor. No se dio por aludido e informó escuetamente que viajaba a Santiago de Chile:
-Imprevistos de la oficina. Volveré dentro de una semana -se dulcificó ahora-. Que pases bien, querida. Llama a nuestro administrador si necesitas algo especial.
Ella movió la mano derecha suavemente, como si limpiara un espejo empañado con su aliento, e hizo un guiño de enamorada incorruptible.
Dejó que transcurrieran cinco minutos y se duchó para despejar la mente. Llamó a la agencia de viajes. Reservó un pasaje en el primer vuelo a Buenos Aires. Dispuso finos modelos de lencería en una valija. Escribió una lista detallada, marcando la organización hogareña, y salió rumbo al aeropuerto.
Ya entre nubes, elucubró sobre cómo sería la amante de Carlos: si rubia o morena, si alta o baja, si gorda o flaca, relajada o contraída, si jovencita o madura, dulce o agresiva, si tímida o audaz, inteligente o mediocre, lujuriosa o pasiva.
Al descender del avión, sintió una paz desconocida. Se dirigió al departamento y una vez allí, ambientó el dormitorio con luces tenues, se vistió un camisón negro y se tendió en el lecho regodeándose en el contacto con las sábanas de satén. Durmió hasta que escuchó el ruido de la puerta al abrirse y luego las risas sofocadas de Carlos y de la mujer. Se detuvieron en la sala y brindaron por la dicha de estar juntos, sin testigos.
Caminaron hacia la habitación.
-Este será nuestro reino durante una semana. Adelante, princesa -dijo Carlos con voz cargada de sensualidad.
La mujer se adelantó y la vio. Giró estupefacta, conteniendo el grito, y sólo tuvo tiempo de sostener en sus brazos el cuerpo de Carlos que se desplomaba.
-¿Cómo te llamas? -dijo Cecilia, admirada ante la mujer que parecía escapada de un cuento de hadas.
-Carmen -contestó ella, en una posición ridícula, aplastada por su amante, que seguía totalmente inanimado.
Cecilia dio un salto y la ayudó a liberarse del peso. Se amoldaron a la circunstancia, y sus miradas se cruzaron con una mezcla de curiosidad y temor.
La misma idea cruzó sus mentes. No debían pelearse: compartían el hombre. Carmen lo tomó de los pies y Cecilia de los brazos. Así, bamboleante, lo introdujeron en el ascensor, lo arrastraron hasta la salida del edificio y lo ubicaron en un taxi.
-Debieron movilizarlo en una ambulancia -las reprendió el médico, en la clínica-. El traqueteo del vehículo ha complicado su cuadro clínico.
-¿Qué tiene? -preguntaron ambas.
-Se trata de un amago de paro cardíaco, pero se recuperará en una semana o dos. Por ahora no podrán verlo pues lo internamos en terapia intensiva, por precaución. Señoras, descansen y manténganse al tanto de su estado llamando por teléfono una vez al día.
Minutos después, mientras limpiaba sus lentes, el médico se acercó al ventanal del consultorio. Vio que Carmen y Cecilia cruzaban la calle, y en sus pasos ágiles creyó adivinar un signo de alivio, el que se siente luego de una gran tormenta.
Deben ser muy amigas, se dijo, al tiempo que ocupaba el sillón del escritorio, aprestándose a completar la ficha del nuevo paciente.
LA ENTREVISTA
Los minutos transcurren implacables. Uno de los dos no llega todavía. Hasta que por fin, el encuentro. Un saludo como tantos. Pero no es así. La entrevista es una ceremonia que tiene cien variantes. Puede ser una tarea mecánica para el periodista, su simple rutina, «uno-más-que-dirá-lo-de-siempre», o puede ser una caja de Pandora, emocionante.
Las presunciones del entrevistado: «Se querrá erigir en juez, me tenderá trampas, querrá desenmascararme, me hará preguntas estúpidas».
Los prejuicios del entrevistador: «Acabaremos esto en diez minutos, de mediocres estoy harto». Lo que ninguno de los dos registra conscientemente es la despiadada observación de que simultáneamente son objeto. «Este pobre muerto de hambre -piensa el jerarca mientras analiza el look del escribiente: vaqueros gastados y championes, por ejemplo-, sólo puede copiar lo que le digo, ni me entiende».
Y el otro: «Viejo feo, no te sirven de nada la riqueza ni el título, y nadie te va a creer cuando el disparate que dices aparezca impreso en el papel». Mientras, en el ambiente flotan las sonrisas y gestos de cortesía.
También hay casos en que el periodista -si el entrevistado es un personaje famoso o querido- se queda boquiabierto y entontecido, sólo se le ocurren planteamientos bobalicones, interrogantes pueriles. O al revés, el que está sentado en el banquillo de los interpelados puede permanecer alelado ante el nombre del periodista.
Durante el transcurso de la entrevista siempre hay algo más que difícilmente puede registrarse en el escrito. E incluye miradas, gestos, ansiedades, nerviosismos, dudas, vaguedades, un clima afable o tenso, un compendio de entrelíneas. De la habilidad del sujeto que aporrea después la máquina de escribir depende que esto se pueda notar en el texto sin abusar de acotaciones.
Hay veces en que el personaje del momento se mantiene a la defensiva, y durante toda la conversación se empeña en demostrar que también es periodista, con título, aunque jamás haya pergeñado una frase en la cuartilla. Y en otros casos es el entrevistador el que se hace el sabelotodo y acribilla con insidiosos cuestionarios previa y colectivamente preparados, al pobre sujeto que se quema un poco menos que su interrogador. En fin, gajes del oficio que no incluyen las interjecciones y pedidos de socorro, ni las consecuencias de la publicación de la entrevista: «No dije nada de eso, me cambiaron todo». O: «Señor, yo primero selecciono el material que utilizaré, luego lo ordeno y después lo redacto, así que la entrevista puede empezar por el final y acabar por el comienzo». O: «Pero si fue una transcripción textual de lo charlado, fíjese más la próxima vez en lo que dice». «Usted alteró premeditadamente mis ideas, no era eso lo que quise expresar». «Si le salió así no tengo la culpa».
Son casos extremos. Porque están también las entrevistas corrientes, de preguntas complacientes y respuestas prefabricadas, notas informativas que son inevitables y pocos leen. Aparecen aunque uno no las busque, son una tentación en la carrera contra el tiempo, y todos se quedan contentos. El entrevistado inclusive llama para agradecer y deja de temblar cada vez que suena el teléfono y gentilmente le dicen: «Del diario... queremos hacerle una entrevista».
¿EL MUNDO EXISTÍA ANTES DE NUESTRO NACIMIENTO?
Los célebres personajes de Quino a veces nos despiertan de golpe y porrazo ante la realidad. En una de las tiras Mafalda lee el periódico en un banco de plaza y Miguelito observa extasiado el entorno. Luego, gira y dice: decime, Mafalda, ¿antes de nacer nosotros existía realmente el mundo? Nuestra amiga pone el labio arrugado como ella sólo sabe hacerlo, no en un puchero, sino perpleja, desconcertada, y contesta: ¡Mirá que sos tonto, Miguelito! ¡Claro que existía! Y aquí viene lo interesante. Él le pregunta: ¿Y para qué?
Para qué. Para qué. Apartándonos del egocentrismo infantil, de la pregunta ejemplificativa de Miguelito que es resumen de muchas posturas generales ante el mundo (¿para qué existiría el mundo sin mí?). notamos que, predispuestos como estamos a dar por establecido todo lo que nos antecedió, las normas y usos de nuestros mayores, somos poco afectos a poner en discusión o en debate temas aparentemente baladíes unidos a la razón misma de nuestra existencia.
Generalmente nos conformamos con la versión bíblica de cómo se originó el mundo. Nos imaginamos un sitio poblado de tinieblas, donde nada es. De pronto, como por arte de magia, ¡milagro!, se hace la luz. El primer día Dios creó... Después, en la escuela, nos hablan de Darwin y de varias teorías sobre la evolución de la especie. Los fatalistas nos advierten que todo ya está escrito: los griegos disfrazaron la amenaza del devenir con la teoría del destino, y hoy nos cuentan del Cariograma, instrumento moderno y supuestamente científico que evalúa y proyecta el perfil individual de una existencia, la síntesis de las actuaciones que tendremos, con unos pocos espacios en blanco que podremos llenar cada uno según el grado de autodeterminación que tengamos: pero los pasos básicos están marcados.
¿Estará prefijado que yo escriba ahora lo que pienso?
¿Para qué vivimos, entonces? ¿Para hacer esta comedia cotidiana de la que ya conocemos el final? ¿Para cumplir fielmente con el libreto? ¿Por qué no nos acostamos tranquilamente a dormir una larga siesta de veinticuatro horas si igual ocurrirá lo que debe suceder?
Lo mismo pasará. Gran misterio. Todos tenemos apego a la vida. Pocos sabemos, pese a todas las predicciones, lo que realmente sobrevendrá. Con los resultados de todas las encuestas previas, no podemos asegurar quién será el ganador de la presidencia de la República en las elecciones norteamericanas. ¿Y si hay menos ausentismo del calculado? ¿Si, por el contrario, fuerzas descontroladas de la naturaleza, una tormenta o aguacero largo, impide a los votantes salir de sus casas, por más decididos que estén? Conjeturas, meras conjeturas.
En el pasado, vivir era sinónimo, casi, de dificultades, peligros, dependencias. Hoy, el hombre medio tiene sinnúmero de posibilidades. Tantas, que atribuye más importancia al conocimiento de sus límites que al de sus potencialidades. Prácticamente, en apariencia, nadie es superior a nadie y nada es imposible: despreciamos la colaboración suprema del pasado, sus modelos globales y los esfuerzos geniales de personas que amaron el servicio al semejante. Creemos que este ámbito mundial técnica y socialmente evolucionado lo ha producido la naturaleza.
Muchas creaciones se fueron sumando para el establecimiento de nuestro hábitat actual, pero nos place seguir ignorando los orígenes de esta civilización.
Aparentemente contradictorias, estas ideas ratifican que nos hallarnos uniformados no sólo en lo externo sino en los hábitos más profundos. Las convicciones, todo lo que creernos es único, irrepetible, en la mayoría de los casos es simple remedo. ¿Y qué hay de malo después de todo, en la imitación? Cuestión de saber ejecutarla, más allá de que nos salga mejor o peor. Si yo tuviera que colocar al pie de estas disquisiciones los nombres de los autores que originalmente dijeron lo mismo que probablemente estoy repitiendo, no me alcanzaría todo el libro, comenzando por cada palabra con sus letras (autor: seguramente anónimo, viene del latín tal, o del... Bah, esta palabrita la saqué del diccionario).
Volviendo al punto de partida, ¿para qué existe el mundo? ¿Para qué, si todo ya fue hecho?
Sin embargo, ¡qué gusto da comer, saltar, jugar! Pareciera que cada experiencia es única, intransferible, aunque miles y miles hayan realizado antes lo mismo. Seguramente es porque este tiempo, cada día, cada minuto que transcurre, no existió jamás antes y nunca volverá a suceder.
Si fuera exactamente así como estoy planteando el problema, nadie pintaría un solo cuadro a partir de ahora, nadie escribiría libros que ya fueron escritos con otro ropaje, ningún compositor nos obsequiaría nuevas melodías, las madres esperarían la cómoda ocasión de hacer bebés con una maquinita. Es la voluntad de diferenciación, oculta la mayoría de las veces, el motor que impulsa nuestros actos más nimios. Se hace camino al andar: todavía quedan zonas inexploradas del universo, senderos que han quedado incontaminados tal vez para que nosotros, los habitantes tardíos del planeta Tierra, los recorramos con ojos nuevos, sin prejuicios.
Los cambios existen. Tal vez cuando nos relaten cómo fue la década del veinte, nos aferremos a suposiciones, a vagas perspectivas. Mas, cuando aludimos a la década del 60, a la del 70, contamos con los datos de la percepción, de la observación directa. Nosotros, personalmente hemos ido constatando cuáles fueron las diferentes transformaciones de nuestro ambiente. Así, cualquiera puede opinar que este fin de siglo se caracteriza por la duda y el inconformismo, pese a la concreción de los más locos sueños, a la agilización de nuestros pasos merced a una cada vez más sofisticada tecnología, al ocio práctico y creador accesible a la mayoría, a los logros inconmensurables de la cibernética.
La pena es que precisamente por eso hay más tiempo para pensar. Y ya sabemos que del pensamiento surgen como las moscas en verano, las inquietudes. Queremos saber más sobre las raíces de las plantas y los otros seres, sobre las causas y los efectos. El conocimiento es una especie de enemigo solapado que nos da una mano por delante y por atrás asusta con su espada.
¿Para qué existía el mundo antes de que nosotros naciéramos? ¿Para qué seguirá existiendo cuando muramos? Con seguridad, tenemos nuestra respuesta provisoria, y sabemos que para todos el mundo comienza con su propio nacimiento, y el fin del mundo no es precisamente la catástrofe colectiva sino ese momento de soledad y silencio, que llega por separado para cada uno: el de la muerte inevitable, por lo menos hasta ahora. ¡Quién pudiera ser eterno y saber con certeza para qué existe el mundo!
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