PRIMERA PARTE
- I -
TRANCE DE CELOS Y POLÍTICA
Eleonora empapó bien el algodón, lo deslizó sobre el rostro mientras se miraba al espejo: pálida, anémica. Todo clamaba desde su boca pintada de rojo. No había manera de aplacar la furia que bailoteaba en sus manos y en sus pupilas y se manifestaba en un sesgo trepidante cuando abría la boca, aunque sólo pronunciara una sílaba.
Al trasponer el umbral de su casa, un cielo gris la enemistó con el ambiente y surgió en ella esa propensión malsana de sentirse huraña por el motivo más baladí. Hurgó en la cartera y comprobó que las cosas indispensables para ejecutar su plan estaban perfectamente resguardadas: el dinero, el revólver y los alfileres con cabecitas rosadas.
Sacudió la cabeza maquinalmente. Le habría gustado no estar haciendo este trayecto. Sabía que iba a cometer un desatino. Heriría a una mujer que tal vez fuera buena. Su propósito había sido madurado lentamente durante los últimos nueve meses, con placer y con saña al mismo tiempo. Necesitaba convertirse en su propia delatora y purgar luego esa culpa, evadirse de su entorno lleno de acontecimientos fortuitos.
Con Pablo, su marido, le iba bien. Bien, como a la mayoría de los matrimonios, sin pena ni gloria. Él pretendía que ella fuera una dulce ama de casa. Sin embargo, Eleonora rozaba el libertinaje: puro purísimo polvo enamorado, libido descontrolada, sobresalía profesionalmente, hacía alarde de independencia económica, e intelectual y espiritualmente era superior a sus compañeros de generación. Pero tenía el terrible defecto de convertirse en un puercoespín ante la mínima contrariedad. Era exactamente opuesta al ideal de mujer que Pablo se había forjado desde pequeño, influido por el modelo materno.
Tentada por un espíritu reflexivo de contadas ocasiones, Eleonora cerró el bolso grande, negro, pensando. Condujo lentamente su automóvil hasta el parque Carlos Antonio López, pensando. Ya en la cima de la loma, se detuvo, pensando, descendió y se sentó en el banco más próximo. Miró a los transeúntes y con parsimonia comenzó a sacarse el esmalte de las uñas, tan rojo como la pintura de sus labios, pensando. Esta maquinal sucesión de movimientos, la ayudaba a encaminar ideas y a aplacar la angustia que se había apoderado de su voluntad.
Salvaguardar la vida. Qué difícil. ¡Cuántas inflexiones! La lomada se extendía dócilmente ante su cuerpo que comenzaba a apaciguarse. Lapachos estallando. Qué terrible tener que soportar la luz inmemorial del parque, que antes era un cementerio, pero a esta hora final de la tarde parecía el mismo infierno.
¿El mismo infierno? Eleonora pensó que podemos conocer muchas ciudades del mundo, pero siempre hay una que escogemos y amamos: la que guarda historias de nuestras vidas y las de nuestros amigos, ésa que sigue mostrándonos el sentido de sus colores, aromas, sabores. Aquélla que añoramos desde la distancia como si se tratara de un ser humano, cuyas esquinas conocen nuestros deseos más recónditos, con la que hemos intercambiado rabias ante un basural, con la que hemos cantado al son de sus raudales en días de lluvias tropicales, y cuyos recovecos son parte de nuestra gran casa con su gente, que es nuestra familia, tiene nuestros gestos, comparte una manera de hablar y de sonreír.
Cada vez más enredada en sus inconexos vaivenes mentales, decidió regresar al centro. Al llegar a la calle Presidente Franco notó que se hallaba vacía. Quien habita Asunción del Paraguay con sus siete colinas empurpurándose al anochecer, vestida de verde durante todo el año y refugio de campesinos con ansiedad de metrópolis, no puede dejar de emocionarse una y otra vez al verlos llegar en barcos, en trenes o en carretas para ser prohijados en algún vecindario generoso, villa-urbe donde a veces la eternidad se torna una estampa que parece congregar, como fantasmas, a los pobladores de siglos pasados, y deja paso al tránsito desaforado, a las idas y corridas de los burócratas recién inaugurados, con la palabra democracia fácil en la boca, bien pegaditos a los enormes letreros luminosos Stroessner paz y progreso.
De súbito, Eleonora recordó a sus tres hijos y sintió un escozor en el estómago. Asoció la imagen con los entierros de angelitos en su pueblo natal. Toda esa gente viniendo desde parajes remotos con sus cruces y sus gemidos a cuestas, esos tiernos pedidos, tantos ruegos. ¡Por qué, por qué estas imágenes, si no era una sentimental barata! Pero se mortificaba. Remordimientos de conciencia aullaban en su piel, exigían por lo menos una, una sola explicación. Por qué lloró ayer en el trabajo, por qué empezó a lagrimear sin poder parar. Lo raro es que no se puso histérica. Estaba totalmente calmada y lagrimeando sin saber por qué, tal vez por la incertidumbre o la sorpresa de reconocer por primera vez el odio. Sintió lástima, después tristeza, afirmó que nunca más querría saber nada de los dos, de Julia y de Enrique, nada de traiciones, nada de coartadas para honrar los juegos clandestinos. ¿Estaría muy pasada de moda, demodé, como decía con asco su abuela cuando quería ser terriblemente ofensiva con alguien? ¡Al diablo! Somos seres civilizados, por qué llegar a tanto, por qué, por qué, ¡por qué!
¿Era mucho lo que se atrevía a perder, motivada por el deseo de la revancha? ¿Era mucho o poco? ¿Era tanta la vida y tan poca la muerte? ¿No se habían picoteado entre sí miles de pájaros antes de que ella naciera? ¿Tropas de insectos no habían pisoteado una y otra vez la hierba blandita del verano? Aún después de levantados todos los hombres y mujeres del universo, ¿no se habían afanado en intenso trajín en la búsqueda del momento del sueño, del descanso, del olvido, del fin de esa brava fuerza animal que nos tumba, nos contiene y redime?
-¡Lo haré, lo haré!
¿Lo haría? ¿Verdaderamente lo haría? ¿Aparecería en las páginas amarillas de los crímenes inexplicables, en los periódicos? ¿Docta, ilustrada y cultísima dama asesina a sangre fría a otra docta, ilustrada y cultísima dama?
¡Y todo por el recuerdo de unas tardes encendidas de sudor en los reservados de San Lorenzo! Todo por la nostalgia de unos revolcones que no podía olvidar.
La historia comenzó en el preciso momento en que se lió afectivamente con Julia y Enrique. Ambos eran novios que en apariencia confiaban ciegamente en su mutua lealtad. Junto a Eleonora, dictaban cátedras en la Universidad Católica. Supuestamente integraban un trío académico y amistoso. Se conocían al dedillo y demostraban admiración y aprecio recíprocos. O lo fingían muy bien. Eleonora se atormentaba porque Julia era indiferente a la apasionada relación que ella mantenía paralelamente con Enrique. Saberse la otra, le provocaba una rabia incontenible.
¿Cómo era posible que Julia ignorara la infidelidad de su pareja? Por eso planeaba destruir a su colega rival, por pusilánime y cínica, porque con tal de tener a un hombre y posesionarse de él tragaba los sinsabores, disculpaba las larguísimas horas de espera y los plantones, aceptaba sin cuestionamientos la hipocresía de Enrique. ¿Cómo quedaría Julia, tan lady, tan aficionada a las acuarelas de árboles florecidos, delgada y frágil en apariencia, cómo quedaría su estilizada figura con una bala en el centro de la cabeza?
Eleonora pensó un rato más y decidió posponer la embestida. Estacionó el auto sobre la calle Oliva y entró a la cafetería Capri. No había caso. Al observar el entorno meditó nuevamente sobre el romance interminable de la gente con la ciudad: la huelen, se enredan en su perfume de jazmines, primero se asustan de su ritmo céntrico hasta hacerse habitués de la calle Palma y parroquianos del Lido, donde un caldo de surubí endulza las horas melancólicas del recuerdo del valle.
Por fin, Eleonora se distrajo de las apreciaciones sobre la ciudad y volvió a centrarse en su casa, en sus hijos, en su marido. Pablo no estaba ajeno a la crónica del triángulo amoroso, pues Eleonora le contaba aplicadamente algunos detalles ficticios o reales, mientras días letárgicos que se amontonaban ponían su marca de distancia irreversible.
-Me siento mal -le dijo Pablo la noche anterior-. No tengo estímulos para continuar con la empresa de arquitectura y la comida de casa me parece insípida. Ni los niños me alientan como antes.
-Tal vez -replicó ella sin entusiasmo alguno- deberías concederte un poco de descanso.
-¿Adónde iría? El campo me abruma, las ciudades grandes me espantan y Buenos Aires está carísima. Mi fatiga no tiene ninguna relación con el trabajo. Todo se debe a que soy un insatisfecho nato. Ya no me atraes ni te atraigo y debo seguir contigo en el mismo sitio. ¿Por qué no nos separamos?
-Porque yo no podría seguir enseñando en la Universidad Católica -pretextó Eleonora, sulfurada-. Sabes que hay un veto para los divorciados. Me aplicarían el Canon 810. Tampoco me gustas ya, pero están nuestros hijos, por otra parte, que de ninguna manera deben hallar su casa desarticulada. Dormimos desde hace un año en habitaciones distintas. ¿No basta con eso?
-No. Quiero comenzar mi vida de nuevo, sin altibajos, mantenerme en una atmósfera de tranquilidad, tener una compañera que no me disguste y me ayude a tolerar el día que tengo por delante. ¡A atravesar el día, mejor dicho!
-¿Por qué hablas de aguantar, como si te dieras por muerto? Estoy harta de tu retahíla de amenazas.
¡Ah, cuántas veces ella misma había fantaseado con la idea de la muerte de su marido! La viudez le dispensaría una axiomática comodidad social. Espantó el recuerdo de Pablo y fijó una vez más su mirada en la calle, donde poco a poco los oficinistas apurados tomaban por asalto las veredas, tratando de adivinar desde lejos los números de los vehículos del transporte público que los llevarían hasta el más apartado suburbio, sorteando baches y cuerpos de animales, bicicletas y carritos llenos de arena o de verdura.
Asunción era de pronto ante la mirada angustiada de Eleonora una fiesta de estudiantes y niños bajo un cielo caliente, de mujeres indígenas que venden abalorios mientras dan de mamar a sus hijos y fuman un cigarrillo rubio. Asunción, como escapada de todos los mapas, también ahora la seduce con el pregón de las marchantes que pasan precozmente envejecidas, con el ruido de bocinazos porque sí, las campanadas de la Catedral dando las siete, el río que la envuelve y acaricia como a una novia nueva, un rayo cortando en dos el día.
En el momento en que dio inicio a su ritual de sorber parsimoniosamente el té con limón, como una tromba, se acercó Anudila:
-¡Profe, hace dos horas que la busco! El Movimiento corre peligro. Cayeron dos militantes y a Perla la pescaron in fraganti, en la guarida principal, con los dedos llenos de tinta del mimeógrafo. ¡No solamente la llevaron a ella al Departamento de Investigaciones de la Policía, sino que confiscaron todos los panfletos(1), desde el número cero!
Inspiró y espiró hondamente e invitó a su alumna a sentarse. Mientras lo hacía, advirtió que las palmas de sus manos estaban muy sudorosas y se pidió sosiego. Este trance era más grave que sus celos enfermizos. Anudila, con el atropellamiento propio de su juventud, podría echar a perder el proyecto. Eleonora ignoraba su afiliación. Dijo que debían precaverse y preguntó a la joven:
-¿Desde cuándo te has integrado a la Organización Paraguaya Revolucionaria?
La chica dudó un instante y explicó, con esfuerzo, que lo hizo desde la creación del Movimiento Primero de Mayo, pero que su esposo procuró mantenerla al margen de las situaciones peligrosas, abusando de la sobreprotección:
-¡También ha recalcado que ser curiosa es de mal gusto! ¿Puedes creerlo? ¡He tenido que reprimir este rasgo tan natural del carácter femenino! Mi capacidad de desplazamiento se halla restringida. Cada mes le entrego íntegramente a Luis mi sueldo de maestra, que él vuelve a depositar en la tesorería de la Organización Política, No te imaginas los trámites burocráticos que debo sortear para que me den unas manzanas. Mi bebita no se alimenta bien y sólo de vez en cuando me sobra tiempo para amamantarla.
Eleonora siempre fue poco expansiva. Cuando era pequeña, sus vecinos se preguntaban si era tímida o arrogante, aunque nadie podía tildarla de brusca. Llevaba impresa en el rostro una especie de preocupación muy auténtica hacia todo lo que la rodeaba, e inspiraba confianza cuando establecía un trato cercano. De todos modos, siempre buscaba aparentar indiferencia o lejanía ante el tema que se abordaba. Dijo:
-¿Por qué no evaluaste de antemano los riesgos a que te exponías? Debiste interrogarte sobre tus actitudes, para evitar quejas inútiles.
Y luego se abismó en la magnitud del nuevo problema. Guardó silencio durante varios minutos, midiendo a su interlocutora con una mirada escéptica que pretendía ocultar el agobio. En ese estado sus sentidos se agudizaban. Era como si acabara de despertarse abruptamente luego de permanecer adormilada durante varias horas. Pidió a su discípula que reiterara una descripción de los candentes sucesos, las relaciones de causa y efecto, y que además citara la lista de las personas detenidas por la policía.
La joven expuso su repertorio interferida por la congoja. Era una alumna aplicada y vivaz, aunque Eleonora había notado en ella cierto exceso de imaginación. También era propensa a la rebeldía, que la tornaba indisciplinada y opacaba su inteligencia. Estos hechos no serían inconvenientes si no fuera por las innatas dotes de liderazgo de la muchacha, cuyo poder de convicción fascinaba a sus amigos y los arrastraba hacia comportamientos arbitrarios.
-Espérame en la Facultad de Derecho, en la cantina -dijo Eleonora al tiempo que se levantaba y pagaba los cien guaraníes de la cuenta-. Allí hablaremos entre todos. O, mejor, vamos juntas.
1. [«planfleto» en el original (N. del E.)]
- II -
¡LA LUCHA EXIGE RENUNCIAMIENTOS!
La tensión que dominaba los límites de la Universidad Católica era insostenible. Trémulos jóvenes cuchicheaban, sin que coincidieran sus versiones sobre las personas atrapadas por la policía secreta, pese a que un par de semanas antes, sacándose un gran peso de la conciencia, un estudiante de Derecho que era oficial de policía, como sonámbulo, les avisó que sobrevendrían días aciagos.
Cuando Eleonora y Anudila bajaban las gradas que conducían al sector de la Facultad de Filosofía, se acercaron dos catedráticos de Estética de la Comunicación:
-Eleonora, te espera el Decano -dijo un hombre bajito-. Es urgente.
-Parece que hay gresca -susurró el acompañante.
Eleonora indicó a Anudila que la aguardara en el patio y que no se hiciera ver. Ésta, ensimismada, asintió con un movimiento de la cabeza y caminó con ademanes de peregrinante hacia el sitio propuesto. Quería estar en el reloj grande de una torre, asirse a sus manecillas, sujetar las horas, atrapar al tiempo de todos los tiempos en sus manos. Sintió que en vez de faltarle le sobraba el aliento, cuando chocó con sus compañeras de curso. Se quedaron petrificadas y pálidas. Anudila intentó esquivarlas, pero Gladys y Josefa formaron un cerco con los brazos abiertos en cruz y visibles muestras de alarma en sus rostros.
-Yo dejé a los niños en la casa de mi madre -manifestó Gladys encimando las palabras-. La profesora Julia está escondida en la oficina del profesor Enrique, y él, que nunca le ha contado que pertenece al Movimiento, ahora no sabe cómo explicarle cuán delicada es también su posición. Por eso nos pidió que fuéramos junto a Julia, para convencerla de que se retirara del lugar y se alojara apropiadamente.
-La tildan de cabecilla -titubeó la otra estudiante- y la han fichado además como influyente ideóloga del jefe, que como supongo sabes, Anudila, es tu marido. Luis Boggiani debe borrarse de la circulación. Lo hemos buscado en tu casa y en dos de los institutos en los que da clases, y nada. ¿Tú lo has visto?
Mirando el suelo, Anudila explicó que desde hacía una semana su marido no dormía en la casa. Supongo que está cumpliendo un castigo penitenciario. En un segundo, recreó en su mente la fachada de la famosa cárcel del pueblo de Luque, y la última noche en que estuvo con Luis, cuando cavaba un pozo en el que enterró una serie de documentos comprometedores, pidiéndole sigilo. Ni siquiera una esquela he recibido.
-¡Vaya, y es así que nos cuentas a nosotras! Ya sabes que con la picana eléctrica y el aparatito que ellos introducen en la vagina cantaremos lo que sea -ironizó Josefa.
-Investigaremos dónde se halla escondido Luis -sugirió Gladys, y luego, dirigiéndose a Anudila-: Tú cúbrenos las espaldas. Estaremos comunicadas.
-Eh -se apuró Anudila-, debajo de mi cama está empaquetado todo el material pedagógico, ya impreso, que debía distribuirse entre los maestros de las escuelas periféricas. Alguien tiene que rescatarlo de allí, porque no iré a dormir en casa, por si las moscas.
Apenas quedó sola, la joven consideró cada una de las adversidades a las que se exponía su bebita. Ningún familiar vivía en Asunción. Si fueran detenidos por la policía, ¿quién cuidaría a Belén? Estaba al tanto, sin embargo, de casos en que se permitió a los presos políticos conservar con ellos a sus hijos. Probablemente tendrían más consideración con una lactante. Se interrumpió y aguzó la vista sobre esa posible imagen, insistiendo en los pormenores, pues le parecía que ya nada podía turbarla. No. Desechó la ocurrencia. Únicamente una afortunada eventualidad podría asistirlos, y además, exhibirían su falta de agallas al clamar por la criatura. Dogmáticamente -se planteó- debemos sentimos preparados para confiar en los vecinos. Serán solidarios y prohijarán a Belén. Además, enseguida nuestros padres se harán cargo de ella, provisionalmente.
Eleonora regresó en ese momento e interrumpió bruscamente sus cavilaciones tocándola en el hombro. Sus ojos estaban enrojecidos y habló con un tonillo nervioso:
-SOS. No tengo a nadie que pueda ser mi colaboradora. Ambas estamos en apuros, así es que, aunque nos conozcamos poco, debemos ayudarnos. No queda otro remedio.
-¿Qué sucedió? -preguntó Anudila, intrigada.
-El decano lo sabe todo y me ha reprendido severamente por participar en empresas extraacadémicas. La policía anda también tras los pasos de Julia.
-¿Ya? Gladys y Josefa acaban de salir a buscarla.
-¡Cómo! -chilló Eleonora, desencajada-. El decano acaba de encargarme a mí esa misión.
-Es que el asunto es más peliagudo, complica a otros.
-Pase lo que pase -consignó Eleonora-, yo debo cumplir lo pactado con mi superior.
-Excúseme, profe, pero no es ocasión de respetar jerarquías. ¿Usted sabe dónde está Julia?
-Sí. En la oficina de Enrique, y es lo que más me incomoda -Eleonora frunció el ceño y después de pensar unos segundos, dijo-: Iba a acompañarte y a esperar en la calle mientras entrabas a alertar a Julia.
-¡Hubiéramos perdido mucho tiempo yendo juntas! -Es lo que menos interesa. Con Julia tengo un llo más grueso que no podrás asimilar con pocas palabras, así es que harás a partir de ahora lo que yo te diga.
-No, Eleonora. No puedo exponerme. Si usted, el decano, Gladys, Josefa y yo conocemos el escondite de Julia, bien pueden andar también sabuesos y cancerberos detrás de su pista. De hecho, lo están haciendo, por eso quieren que la pongamos en guardia. Si nos encuentran a todos juntos el desmembramiento será fatal.
-Tu análisis es bien atinado, pero más horrible que la desarticulación del Movimiento es...
-¿Qué?
-Lo que estaba a punto de hacerle a Julia.
-¿Qué?
-No lo tengo muy meditado, porque me esclavizaban las dudas, pero quería menospreciarla, decirle que era una idiota útil al aceptar ladinamente que su novio fuera mi amante. Bueno, aunque te conmociones, también queda matarla. ¡Sí, quería matarla! ¡Iba a matarla! Parece un novelón rosa, pero estoy trastornada.
-¡Oiga, no nos queda mucho que perder! -la interrumpió Anudila-. Este es un poblacho, nos conocemos todos, tarde o temprano nos detendrán.
Eleonora imploró a Anudila que no fuera pesimista.
-Es que quiero salvarme -dijo Anudila. Las lágrimas la ahogaban y prorrumpió en sollozos.
¡Había llorado antes por tonterías! Apretó con dureza los labios y trató de ganar fortaleza para interrumpir a la profesora, que recitaba:
-Compréndeme, he estado a punto de hacer una barbaridad. Tu oportuna presencia lo ha evitado. Te estoy agradecida. Fuiste providencial. Me hallaba fuera de mí, descentrada, en un estado tan patológico que...
Absorta en su particular incertidumbre, Anudila no alcanzaba a oírla. El temor la paralizaba. ¡Qué pánico! No era la policía la que originaba su consternación, sino sus mismos compañeros.
Mil veces la humillaron, sometiéndola a pruebas ingenuas e intrascendentes. Rememoró:
¡La-lucha-exige-todo-tipo-de-renunciamientos!
Con esta frase como cliché, no desaprovecharon ninguna oportunidad para burlarse de la universitaria burguesita.
-¡Eres muy joven para usar pelucas de diferentes tonalidades!
-Son tan prácticas. Evito peinarme.
-¿Y ese perfume francés?
-Un regalo de mi tía.
-¡Y también usas joyas! ¡La tuya sí que es una acción contrarrevolucionaria!
¿No son nimiedades las cosas que cuestionan? La revolución es para mí una alta mudanza, de adentro hacia afuera, y viceversa. Es un cambio personal y colectivo.
Apéate de tus tacones altos, ¡ponte el jean y la camisa arremangada! Si no modificas tus costumbres, nadie te apreciará, ni aceptarán que tus convicciones son sólidas. Tampoco creerán que tus ideales son firmes si continúas usando esos vulgares estampados de flores, y te pintas los ojos con sombras psicodélicas.
¡Están citando ejemplos anecdóticos! ¡No soy más ni menos por lo que me pongo o por lo que me saco!
- III -
ALCOBAS, MATERNIDAD Y REVOLUCIÓN
No quería seguir hablando con la profesora. Caerían en nuevas discusiones.
-¡Atiende lo que te digo!
El grito de Eleonora la sacó de su abstracción. Anudila la miró fijamente:
-Ay, profe, discúlpeme. Estaba haciendo turbulentos análisis sobre reglas contemporáneas y costumbres obligadas.
-¿Sobre qué?
-Pamplinas. Modas. Banderas. Insignias. Cada clan impone su onda.
-¿Quéeee?
-Si usted quiere ser aceptada, si busca reconocimiento de un sector de la comunidad, además de amoldarse sumisamente a sus cláusulas y luchar para no llamar la atención, debe usar con orgullo sus uniformes en boga.
Eleonora retrucó este argumento enalteciendo la pertenencia a un grupo, a un club, a un partido, a una empresa, a una iglesia, a una familia:
-Porque acrecientan la autoestima. Entonces disfrutas de tus valores sin falsa modestia, y te destacas, siendo un ejemplo para aquéllos que desdeñan el autogobierno de sus vidas.
¡Ah! El rebaño se desenvuelve tan cómodamente y sin conflictos. Sus adeptos reverencian los moldes prefijados porque ellos crean una seguridad externa. Protegen sus pertenencias y custodian sus bolsillos. Se comprometen únicamente con Egoísmo A Ultranza, el supremo rey.
-Eres nihilista.
-Admirable su agilidad mental para elegir mi etiqueta exacta.
-Entonces, anarquista.
-Profe, le he dicho que mi libertad no es de boca para afuera. Evito aburrirme. El peor castigo es que me identifiquen con una institución, la que sea. Antes de elaborar nuestra compleja organización social, el hombre primitivo creaba su mundo sin los prejuicios del conocimiento sacrosanto. Compartía con los demás sus dudas y sus aciertos. Buscaba el sentido de su existencia.
-Estás muy confundida.
-Puede ser. Pero no me convenceré ni con una pistola en el cuello. No seré de nada ni de nadie.
Enfurruñada, dijo que no participaría jamás en jornadas de beneficencia, en cenas pantagruélicas de ricos exhibicionistas de modelitos, automóviles y joyas, que luego reparten baratijas entre los pobres de La Chacarita. Pobres que no saben dónde colocar su humanidad cuando las gordas señoras sonríen abrazándolos, jactándose de sus donativos ante los flashes de los fotógrafos.
-¿Qué hay de malo en eso?
-Los problemas deben solucionarse de raíz.
-Bien, no te clasifico, pero te archivo. Mi diagnóstico es que eres una resentida congénita, y esta enfermedad se cura únicamente con un vertiginoso ascenso social.
-Sólo desde el resentimiento puedo buscar la transformación de una cosa en otra. Eleonora, nuestra discusión es inútil. Estamos en la cuerda floja. Todo es inseguro. Algo debemos hacer.
La profesora esquivó el planteamiento de Anudila y, persuasiva, indicó cuáles eran los antecedentes que impedían un acercamiento normal a Julia. Aclaró que lo que pretendía era una vía para recuperar a Enrique, aunque en realidad no lo había perdido, seguíamos viéndonos. Julia no me estorbaba, todo lo contrario, me permitía despistar a familiares y a amigos y dedicarme más holgadamente a los encuentros amorosos.
-¡Cállese! -reconvino Anudila-. ¡Qué estupidez! ¡Tonterías de boba mujer enamorada, cuando nosotros, casi todos cruzando el umbral de la adolescencia, nos manejamos dolorosamente en el anonimato!
-Querida mía -dijo Eleonora, sardónica-, creo intuir que tú también permaneces enclaustrada en tus problemas particulares.
La cara de Anudila se tornó blanca. Admitió que en un momento dramático como éste, cuando podían ser apresadas y muertas por los esbirros del déspota que gobernaba el país exactamente desde 1954, ambas anteponían el análisis fraccionado de sus afectos e incertidumbres, aunque allí, dialogantes, se estuvieran mirando fija e intensamente, intercambiándose las almas, grabando a fuego en la memoria cada detalle de sus fisonomías. Luego, fuera de sí, como si estuviera en una barricada, vociferó:
-¡Basta! Estamos traicionando al Movimiento, cuyos objetivos se concentran en plurales intereses, como la eliminación de las injusticias que afectan a nuestros compatriotas. Mientras los compañeros tienen como finalidad primera y última derrocar al tirano, nosotras nos debatimos en ridículos cuestionamientos propios de la viciada emotividad femenina.
Eleonora guardó silencio, pero Anudila oyó lo que pensaba: Creí falsamente que esta chica tan avispada defendería una posición transigente. ¿Por qué discrimina a las mujeres? ¿No acaba de alardear de que todos venimos solos y desnudos al mundo y solos y desnudos nos vamos de él, y que el resto es simple imposición cultural que nos somete, según la época que nos toca vivir?
Avisándole que le leía la mente, la joven dijo que se refería a millones de mujeres explotadas que se acostumbraron a sentirse inferiores, y más, a vanagloriarse y a gozar con esta condición, recibiendo dinero a cambio de unos mimos o de mecánicas aperturas de piernas.
-¿Rechazas a las prostitutas, que ejercen el oficio más antiguo y necesario de la Tierra?
-No.
-¿No?
-No veo cuál es la diferencia que existe entre una mujer que vende sus senos y la tibieza profunda de su vientre a hombres desconocidos, y la que vende su inteligencia al mafioso de turno.
-Entonces usas complejos de clase.
-¡Se equivoca! Lo que digo es que una señora inútil muy bien casada que solamente piensa en sí misma y finge orgasmos para seguir siendo mantenida por el marido papanatas, es una puta doblemente oportunista. Como tantas otras mujeres que haciéndose las débiles, paradójicamente retienen a la fuerza a sus cónyuges. Buenísimas cortesanas modernas, eso es lo que son.
Tontas señoras rebuznando, gordos señores legislando, pronunció mentalmente Eleonora, pero no dio su brazo a torcer. Contempló a su alumna durante un minuto que les pareció interminable, mientras permanecían quietas. Luego le advirtió que se extralimitaba y que no podía comparar el cerebro con las zonas pudendas. Anudila adujo que el cuerpo humano es una totalidad armoniosa. Que la noción de zona a ser resguardada y zona a ser exhibida la impusieron los que nos contaron el cuento de Adán y Eva cubriendo en ambos con una hoja de parra esa partecita admirablemente lúdica.
-Supongo que no incluyes a las feministas en esta categorización infame -dijo Eleonora.
Sin reclutarse en sus filas ni adherirse formalmente a las ideas que preconizaban, Anudila perdonaba en ellas ese afán colectivista, el reflejo del instinto gregario que tanto detestaba. Entendía, además, que la historia pasada y reciente del mundo no permitía otra alternativa que enrolarse primero en el feminismo para llegar a ser humanistas. Con bochorno, había observado desde niña el característico trotecillo orgulloso de la gente: pasaban frente a ella, con sus insignias de cofradías, asociaciones, cooperativas, cenáculos, clanes, sindicatos, ateneos, federaciones, comités.
-Como en el cotidiano trajín no hay originalidad, cada uno se aferra a la alternativa de enfilarse en la tribu -reflexionó en voz alta-, en la célula o la facción, en la banda o la pandilla. ¡Camarillas amorfas!
Excepcionalmente, empero, admiraba en el caso de las feministas, a quienes consideraba pioneras, los esfuerzos concretos que hacían para modificar el opresivo estado de una comunidad en crisis. Sus reivindicaciones se orientaban hacia la abolición de estructuras obsoletas, donde la milenaria dominación del hombre por el hombre, vamos, de la mujer por el hombre (¡oh, contradicción, oh adorado monstruo sometedor) las convertía en decididas amazonas de una sociedad regenerable.
Mansamente, aclaró:
-Las personas que trabajan con los instrumentos sutiles del feminismo, son meritorias. En cambio, fíjese con cuántos sofismas pueriles hablamos nosotras, ¡supuestamente tan instruidas y valientes! Yo filosofo en secreto sobre la responsabilidad maternal, y usted se extravía en tonterías de alcoba.
- IV -
CACERÍA DE LOS SUBVERSIVOS
Alrededor de profesora y alumna, ahora casi amigas debido al ímpetu arrollador de las experiencias compartidas, comenzó a urdirse un tejido de hechos relacionados. He aquí lo que sabía Eleonora: Cuatro años atrás había surgido en las universidades un grupo denominado Movimiento Independiente. Por lo común, sus integrantes se hallaban descontentos con sus vidas y con las que llevaban sus compatriotas. Tenían una confianza tranquila y firme en sus fuerzas para transmitir ideas revolucionarias al resto de la gente, fueran letrados o analfabetos. Pero tras ella, durante todo ese lapso, crecía una sensación de lejos, como si las voces anónimas de tanta gente doblegada no existieran sino en la imaginación de los más jóvenes.
Así habían organizado sus planes. Así habían trabajado, acuclillados en la oscuridad, contra la pared de los hábitos de la esclavitud y la ignorancia lenta y terrible de la población. A veces se desanimaba y la idea de distancia, de labor desprovista de sentido, la empujaba a una especie de hipnosis desde donde se veía atrapada, y a su entorno, empañado por la monotonía. Y qué monotonía, ociosa, inflexible, confusa.
Con tales altibajos había transcurrido Eleonora toda esa época, en una cadena de rabias y de sueños y de posibilidades supuestamente concretas. Hasta que sucedió lo de ayer, cuando Anudila la enfrentó con su carga de ansiedad y de miedo.
¿Cómo surgen los presagios? ¿Cómo podían adivinar ellas que muy pronto, cinco paraguayos se embarcarían, durante una mañana húmeda, muy húmeda y calurosa, en el puerto de Buenos Aires, rumbo al Paraguay? Los que vieron subir a César Brasi al barco tampoco podían intuir que ese hombre de aspecto rígido y pelo desordenado llevaba colgada en la mirada fría el infortunio de muchas personas.
Se fijaron en él cuando pasaba con su mujer elegante al lado, cargada de propósito, segura de sí. Esta observación era inevitable, porque su mentón se extendía, desafiante, pese a una manera leve de andar. Cuando subieron a la embarcación sus sombras se proyectaron hacia el agua, irregulares y danzarinas, mientras el viento perezoso de esa tarde movía los atuendos veraniegos. Posteriormente, en el pasillo, como si fueran ocupantes momentáneos de la nada, como ocurre siempre que se viaja en tercera clase, se miraron alertas las miradas, se miraron las manos, se miraron los pies, se miraron haciendo distinciones subjetivas, hasta empezar a cuchichear sobre temas consabidos en estas circunstancias: el clima, la grasa y la suciedad del sitio, las claraboyas rotas. El paisaje ocupó después la atención de los pasajeros, que se fueron tranquilizando, mecidos por el vaivén del barco. Así, hablando a media voz, confidenciando a ratos o comiendo un bocadillo, vieron desfilar con la parsimoniosa velocidad de la navegación, miríadas de aves, parcelas de tierra cultivadas en desorden, yacarés dormidos en las playas, árboles gigantescos, islas desoladas, casas que fueron, poblados pobres, barrancas a pique invadidas de musgo.
Por fin llegaron y el barco siguió su ruta. César Brasi y su grupo sólo tenían que cruzar el río que divide las ciudades de Posadas y Encarnación. Fue entonces cuando el joven, con las mandíbulas apretadas, se preguntó sobre sus ansias de descubrir nuevos planetas y remover los fundamentos del origen de las civilizaciones del mundo. Al fin y al cabo, cualquiera puede pasar por una racha desgraciada, estar sujeto al menor soplo del aire, convertirse de pronto en una pompa de jabón, y como ella, ser volátil y perecedera. Sonrió con temor. Sin darse cuenta se había transformado en un simple soldado capaz de disparar un fusil o manejar explosivos, aunque jamás entrevió la posibilidad de lanzarse a una verdadera guerra. Ir a matar o morir ¿qué honor reserva? ¿Acaso es conmovedoramente patriótico ser enterrado en una tumba común entre cientos de seres anónimos? Se sentía en el vacío y dispuesto a lanzarse en un paracaídas de cartón, sumergirse en profundidades marinas aunque estuviese en un país mediterráneo, convertir su cuerpo imponente, de anchos hombros y vientre plano, en una máquina futurista parecida a esos insectos ampliados microscópicamente y mostrados en fotografías con colores alucinantes, donde las formas de las patas, las arrugas de los ojos, las antenas, sugieren la invención de un floricultor que acaba de encontrar el quid de la Vida. La vida negándole el permiso para existir. La vida golpeándolo a gritos desde sus pensamientos anquilosados que, a pesar de todo, seguían escalando las cimas más altas. Atención: prohibido prohibir. Pero necesitaba prohibirse el terror. Nada ni nadie debían detenerlo.
Contuvo la respiración cuando dos oficiales se ocuparon de revisar fieramente sus equipajes. Inmediatamente, en un desliz incomprensible, Carolina, su esposa, reclamó: -¡Abran esta valija, todavía no ha sido chequeada! Un policía con aire de samurai inspeccionó el resto del equipaje, que contenía abundante material, los más vulnerables de todos: libros, papeles y cuadernos. Los guardias ya sospechaban de Brasi. Casi lo habían reconocido, pero de no mediar la incongruencia de su mujer, nada hubiera sucedido.
-Aquí hay un lote importante de cosas subversivas -avisó uno de los oficiales, y agregó-: Deténganlos a todos.
La caravana fue traída a Asunción. Apenas llegaron al cuartel de Investigaciones, se iniciaron los interrogatorios. César Brasi confesó que había hecho anteriores viajes hasta una estancia de San Pedro, donde, dijo, conspiraban contra el Gobierno. Así reveló la existencia de una Organización Paraguaya Revolucionaria con sus ramificaciones de movimientos independientes y estudiantiles.
-También están viniendo en barco, como repatriados, cinco camaradas -confesó aullando de dolor mientras un grotesco hombrón lo tiraba al suelo y quemaba sus testículos con el encendedor de gas-. ¡Traen gran cantidad de publicaciones marxistas, y nada más!
No conformes con tanta crueldad, dos policías lo pusieron nuevamente de pie. Le sujetaron las manos y le abrieron las piernas. Le clavaron aquí y allá con un cortaplumas, hasta que la sangre comenzó a manar e impregnó el ambiente. El otro policía siguió aplicando el fuego ya en todo el sexo, hasta dejarlo en cruz, chamuscado y gimiente:
-¡Eso, hijo de puta, eso, carajo! ¡Te gusta, eh, te gusta!
Luego de las delaciones bajo tortura, se realizó otro procedimiento de la llamada Fuerza Pública, en una casa de Lambaré. En el preciso instante en que la policía se acercaba al lugar marcado con un círculo en la libreta de direcciones de miembros de la organización guerrillera, otro combatiente, Mirco Rojas, se hallaba cocinando un puchero. Al divisar al grupo de oficiales vestidos de civil, pidió a gritos a sus hijos que se escondieran en la casa contigua.
Uno de los niños quedó rezagado, con la boquita temblorosa. No pudo digerir el susto, porque en un santiamén el mayor de todos lo arrastró tomándolo de los cabellos. Su padre se enfrentó entonces a punta de pistola con la policía. Aguantó el tiroteo y no se entregó sino cuando perdió el equilibrio y cayó al suelo, revuelto en sangre y polvareda. Unos segundos antes alcanzó a escuchar enloquecidos quiquiriquíes y ya no supo distinguir de qué animales provenían.
Los vecinos se abrazaban con el ánimo informe sobre un puente de madera. Una tormenta empezó a remolinear mientras el globo de un chico que lloraba a gritos se perdía sobre los tejados. Sebastián, el hermano menor de Mirco, empujó a los niños hacia un cobertizo donde podrían resguardarse. Tomó el arma de Mirco para seguir disparando, pero estaba descargada. Atormentado, escapó llevando en brazos al más pequeño de sus sobrinos.
Rezaba. Lloraba.
Lo rastrearon por toda la región y lo pillaron una semana después. Prendieron fuego a la casa en la que se escondió, en medio del jolgorio de los policías, que recibieron una dura sanción de sus superiores porque durante el incendio se quemaron muchos documentos, indicios fundamentales de la agrupación perseguida.
Una vez capturado Sebastián Rojas, nuevas señales condujeron a los sicarios al allanamiento de la casa de otro combatiente activo: Cirilo Fuentes. Lo asaltaron según el estilo impuesto, escabrosamente, y obtuvieron un diario personal que no sólo lo comprometía a él, sino a otros camaradas de causa. Un momento: entre las páginas del cuaderno, sin ninguna razón aparente, se había copiado un texto mítico de los indígenas del Paraguay: ¿Tienen hambre? Los niños que están jugando tienen un poco de hambre. Entonces (habló él): Entonces se fue y sacudió su cuerpo y encontró y tiró (a la manta) maíz y también camote y torta o pan de mandioca. Esto dio a sus hijos. Luego siguieron caminando; lejos fueron.
Acorralado, Cirilo intentó huir pero la trampa que le tendieron era condenatoria. Lo balearon alrededor de los pies: -¡Rendición o muerte!
Al ver que escapaba sin acusar espanto alguno, y que además les llevaba una delantera de ochenta a cien metros, le tiraron a matar y le dieron un refilón en la pierna y otro en el cráneo, por encima de la oreja. Cirilo cayó en medio de los pajonales. Amontonados datos sobre datos, la cacería se hizo inevitable. En una casa del barrio Herrera se ocultaba José Pedro de Castillo, a quien la mayoría de los detenidos consideraba el puntal del sistema de guerrillas de la Organización Paraguaya Revolucionaria. Los verdugos apilaban testimonios supuestamente fidedignos sobre sus andanzas. Comentaban que de Castillo ejerció un gran liderazgo en la época en que era estudiante universitario, y que incursionó en varias operaciones seudomilitares, además de ser entrenado como soldado del frente de batalla en Vietnam.
José Pedro también era poeta y todos lo reconocían por su expresión facial de absoluta serenidad. Era como un mago: siempre le creían las personas que a él le interesaba que le creyeran. Con el resto ni intentaba ser convincente. Elegía. Examinaba a los demás y daba la cara cuando surgía algún conflicto en el que se hallase afectado. A José Pedro sus compañeros lo consideraban un verdadero héroe.
-Éste fue el que sentó las bases del aparato político de la Organización Revolucionaria -afirmó uno de los estrategas de la policía, señalando el nombre con una regla, en una frondosa lista-. Es quien decreta todo lo que se debe hacer, con incuestionable autocracia. Vayan y procedan, con los pasos de rutina. ¡Vencer o morir!
- V -
LA CONDENA DEL DISIDENTE
Al separarse de Eleonora, Anudila tocó puertas y puertas, pero pocas se abrieron, y ninguna familia quiso hospedarla. Estaba agotadísima, con el corazón a punto de estallar, vacía y llena al mismo tiempo, como si hubiera recibido una lluvia de balas en las rodillas. Afortunadamente, una joven argentina con la que nunca había tenido un cambio de palabras, pero que solía saludarla agitando las manos en la Facultad, le permitió dormir dos noches seguidas en la sala de una tía muy lejana, que ni siquiera leía los periódicos. Poca información podía tener sobre los hechos que conmocionaban al país. Cuando entró a la casa, todo estaba en orden, o en prudente desorden. Por la ventana abierta se colaban las luces de la calle, y había alfombrillas por todas partes. A pesar de la experiencia sufrida unas horas antes, Anudila trató de comportarse como si no estuviera desencarrilada, porque la anciana la miraba curiosa desde su afilado perfil.
Por otra parte, también se sentía menesterosa. ¿Quién podría ayudar a Luis? ¿Dónde estaría? Los últimos datos que le habían pasado afirmaban que él recibió el consejo de presentarse a cumplir sus tareas docentes, como era habitual. Había sido separado abruptamente de la Organización merced a un alegato que lo había enfurecido. Sí. Anudila recordaba perfectamente la última conversación:
-¡Son unos miopes! ¡Tropiezan con la realidad! ¡Imagínate! Mira de lo que me acusan: ¡blandura e indisciplina!
La verdad: se había retirado él mismo meses atrás, sin anunciarle la decisión a Anudila. El panorama, invadido de rumores casi obscenos, era demasiado agitado para que lo hiciera.
La brecha que se extendía entre la pareja era enorme. Trabajaban y estudiaban de día y de noche. Se veían poco, conversaban menos y el tacto... ¿Dónde se hallaba oculto ese silencio ronco y oscilante, la sutil inmovilidad que como una nube negra ascendía hasta desenrollar las formas planas y volverlas acuosas, minerales, ensanchándolas con extrañas sombras kilométricas, apenas dos brazos y dos piernas bajo una lluvia rítmica?
En ocasiones cada vez más frecuentes Luis desaparecía semanas enteras para guardar reclusión en la Cárcel del Pueblo de la Organización.
En los últimos meses el matrimonio sólo se encontraba para ejecutar la modalidad de vigías, papel que intercambiaban cuando convenía a las maniobras planificadas. Por ejemplo, mientras salían a pintar leyendas en sus campañas contra el gobierno del Rubio, dos compañeros apostados en cada una de las esquinas avisaban con un silbido la presencia de la celular roja de la policía. ¡Fiuuu, fiuuu! ¡La caperucita!
El dueto debía lanzar entonces sus elementos de pintura sobre la muralla en la que estaban escribiendo o detrás de la más cercana, y convertirse en un par de enamorados que aprovechan la oscuridad para besarse.
Como el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones hacía borrar los eslóganes acusatorios con reiteradas manos de pintura, a veces simplemente con cal, la Organización Paraguaya Revolucionaria distribuyó una receta casera. De este modo Luis y Anudila confeccionaron ellos mismos largos y gruesos lápices de cera que utilizaron posteriormente para cumplir sus objetivos.
A Anudila le encantaba correr hasta los letreros de los portones que decían garaje. Borraba la G y la E. En vez de estas letras escribía primero la C y luego la O, y se sentaba en la vereda a mirar su carajo, tan perfecto. La vieja que nunca faltaba decía al pasar: ¡Son todos unos rebeldes sin causa! ¡Degenerados!
Precisamente en una de esas tantas noches de aventura, Luis se inspiró y dibujó con letras de molde la frase: ¡Hasta las putas subieron, carajo!, aludiendo al terrible aumento de precios de los artículos de primera necesidad de la canasta familiar. Ya tenían la celular policial encima cuando empezaba a anotar su carajo, pero no se amedrentó y continuó, cerrando el signo de admiración, aprovechando el justo lapso para lanzar el lápiz marrón a un basural, y estrujar a Anudila entre sus brazos.
Los soldados pasaron una y otra pintura sobre el texto, pero la cera, impertérrita, aguantó además los embates de la lluvia y del sol.
Cada vez que, al cruzar por allí, miraban su pequeña obra de arte político, grabada imperecederamente en la pared de la Asociación Cristiana de Jóvenes, sobre la calle Herrera, Luis y Anudila sonreían con graciosa complicidad.
Sin embargo, de otro talante eran los nuevos espías designados para controlar los actos de Luis, que seguía siendo uno de los líderes más respetados entre quienes idearon la doctrina de la Organización, y la fundaron. Hábil y agudo, orador de palabras concientizadoras y voz grave y vibrante, comenzaba a perder sus dones, evidenciaba signos de flaqueza, caía en contradicciones.
Cierta mañana lo eligieron para que colocara una granada debajo del automóvil de un militar, cuyos hijos debían ir al colegio con el chófer. Luis llegó solapadamente al sitio indicado, sobre la calle Mariscal Estigarribia, y depositó la bomba entre las ruedas delanteras, tal como se había previsto. Se alejó algo así como tres cuadras, e incomprensiblemente regresó al sitio unos minutos después y retiró el artefacto.
Raúl Montes, que era uno de sus guardianes de la Organización, le cerró furiosamente el paso en la calle Manduvirá:
-Luis -exclamó-, ¡sabías que lo que escondes bajo la campera es sólo una granada camuflayada! No tiene nada.
-No. No lo sabía -contestó Luis, avergonzado.
-Puedes ser ajusticiado por un desacato como éste.
Otras amenazas resultaron inútiles. Luis balbució unas excusas anodinas que se mezclaron con los ladridos de algunos perros vagabundos. Argumentó que la desobediencia a la orden se debió a que se trataba de dos criaturas inocentes que iban a morir sin razón alguna, que no estaba de acuerdo con algunas tácticas empleadas. Dijo que ni la guerra tácita podía justificar ante su conciencia, determinadas experiencias personales.
También se defendió informando que trabajaba por su cuenta, ya en abierta disidencia con los otros dirigentes, en la elaboración de proyectos inéditos, de estrategias menos frontales y más modernas, que podrían evitar inútiles sacrificios humanos.
-No seré yo uno de los chivos expiatorios de la Organización -bravuconeó Luis, aunque su voz, que al principio era firme, fue modificándose hasta convertirse en un runrún.
-Eso tendrás que demostrarlo ante el tribunal revolucionario que te juzgará -replicó Montes, agrandando la reducida conformación de su tórax-. Esta inspección se te hace porque detectamos una alteración en la estructura de tu personalidad. Un compañero irresoluto y pusilánime se convierte en elemento conflictivo. Podrías traicionarnos.
Se miraron durante unos minutos que parecieron larguísimos, con una inexplicable sensación en la boca y la garganta, una especie de salvaje resentimiento, el cosquilleo de un millar de hormigas, un estremecimiento milenario: el de dos camaradas que se aprecian y admiran pese a todas las diferencias sociales, éticas, religiosas o políticas.
Luego marcharon juntos hasta Luque, y en uno de los aguantaderos del Grupo fueron guiados por un barbudo panzón, escoltado por un jovencito rubio de ojos azules, de cuyo cinturón colgaba una pistola.
Ante cinco jefes de rango idéntico al suyo, Luis Boggiani expuso los fundamentos de su actual postura política. Dijo que lo movía una razón que no podía desatender. Que la insensibilidad revolucionaria bien podría ser la antítesis de la apertura a sentimientos positivos en algunos miembros de la policía, inclusive cuando se adecuaran a las normas de su contexto metodológico:
-Si todos los militantes de la Organización Paraguaya Revolucionaria somos buenos, los que no concuerdan con nosotros son malos. Ya no acepto esta premisa. El individuo es más importante que la estructura comunitaria, tiene más peso, más valor esencial y humano que la institución.
Los ojos de sus camaradas se clavaron en él.
-Estás enajenado -dijo Darío Abate moviendo la cabeza de derecha a izquierda.
Sin inmutarse, Luis prosiguió, esforzándose en conservar la ecuanimidad:
-Ubicado en el medio, observo el fundamentalismo teórico de los sectores en pugna, sus resultados y alcances en el terreno de las acciones y las necesidades, en lo más cotidiano.
-Sin embargo, prefieres permanecer neutral, egoísta e indiferente. El hambre y la opresión son de otros. ¡Son de otros! -dijo Milciades abriendo exageradamente la boca.
-Son de todos -dijo Luis levantándose de un salto.
Y se oyó decir, animoso y conciliador:
-Cuando entre todos pienso solo, evalúo cuáles pueden ser las inevitables secuelas de la tortura, de la violencia, la patológica, la derivada del ejercicio del poder omnímodo, la redentora, que pretendemos, y la meramente histriónica. Existe otra salida.
-¡No nos interesan tus teorizaciones! -gritó Darío Abate.
La sala era similar a un hervidero de gusanos luchando por su tajada de verdad. Las calaveras parecían transparentarse a través de las carnes, tan inconmensurable era la furia. Saltaban los pómulos, aullaban las bocas, inflaban y desinflaban sus abdómenes, sus párpados eran semejantes a alas de libélulas nocturnas, sus ojos desorbitados se hallaban a punto de saltar hacia algún infinito sin estrellas.
Luis mantuvo el temple. Era demasiado alto, demasiado orgulloso. Sería casi imposible que pudiera reconocer una derrota. Levantó los dos brazos y ordenó:
-¡Dejarán de gritar y me escucharán! Me escucharán porque también soy uno de los conductores de este proceso. Los cinco jueces se miraron. Se demoraron unos segundos y luego hicieron un gesto de asentimiento.
-Adelante, habla -dijo el mayor de todos.
-He analizado las tres caras de una misma moneda. Hay una que no se ve, la que está de canto, y representa al pueblo, al anónimo Juan, y a Petronita.
-¡Basta de cursilerías! -dijo Darío, iracundo-. Éste se mea cuando dos mendigos matan a una gallina para comérsela.
-En una cara -continuó Luis, impasible- están las fuerzas presuntamente inclaudicables de la revolución, y en la otra, los mecanismos coercitivos del Estado totalitario. La antiquísima señal de este enfrentamiento entronca con innumerables semejanzas históricas de rivalidad, desde la época romana.
-¡Que se calle! -propuso Milciades Pérez, al cabo de una pausa-. ¡Basta de pavadas!
Luis hizo caso omiso a la indicación, y aclaró:
-Realzando el antiguo conflicto, vemos los intereses inmediatos del pueblo, y por otro lado los mediatos del planeta, la persecución del racionalismo como fin, no como etapa, y el fanatismo. La persona que es absorbida por el conflicto pierde sus características peculiares de altruismo al quedar atrapada por cualquiera de los dientes del proceso.
-Está perturbado -observó Darío, y propuso que lo sacaran de la habitación, con un ademán de la cabeza dirigido a tres personas que montaban guardia en el corredor.
Enseguida discutieron sobre la regla que utilizarían para limpiarlo y evitar que siguiera causando perjuicios. Luis interrumpía la evolución normal, ya trazada, de las tareas destinadas a cambiar el país: bloqueaba las tácticas de la Organización y el desarrollo de las mismas. Su actitud podía incidir sobre otros ánimos. Era un riesgo intolerable, y concordaron en que no podían concederse ningún tipo de flexibilidad.
-Menos aún con él -dijo Darío Abate-. Sus neuronas están viciadas de cobardía. Ha pasado al bando de los que se apoyan en una supuesta seguridad individual e intentan proteger únicamente a sus allegados.
-Además repite frases incoherentes de las que ni él mismo comprende el auténtico significado -enfatizó otro-. Está demente.
La reunión fue larga y no faltó quien intentara defenderlo.
Una mujer bisbiseó con admirativa expresión que Luis sentó muchas de las bases importantes de la Organización Revolucionaria y captó para la misma a numerosos adeptos:
-Su capacidad de convocatoria y su carisma siempre fueron sorprendentes.
-Creo que sólo plantea la urgencia de una maniobra que en este momento sirva para despistar a la policía, y evitar un baño de sangre -dijo otra mujer, tímidamente-. Él me habló mucho del odio enceguecedor que campea en los sectores sociales enfrentados, y bloquea respuestas benignas, cuando éstas podrían facilitar ciertos cambios.
La otra joven dijo que leyó recientemente una crítica y espléndida tesis de Luis sobre la deidad política como ambición y prolongación del Yo:
-En el manuscrito hay una actitud positiva hacia la búsqueda del poder no sobre los otros, sino con los otros, a través de un mecanismo menos directo, pero, según afirma, más concreto y factible.
Todos ignoraron con gestos despectivos estas indicaciones. Sostuvieron que no había alternativa. Luis debía ser puesto rápidamente fuera de circulación.
-No podemos eliminarlo ahora mismo -afirmó José Pedro de Castillo-. Una posible investigación de su muerte pondría sobre aviso a la policía, que se movilizaría atando cabos.
Encargaron a otro de los jefes, de apellido Basualdo Tabares, que fuera a la casa de Luis y lo intimara a abandonar el Paraguay en un plazo no mayor de una semana.
- VI -
AMENAZA DE MUERTE
El calor sofocante hacía saltar venitas en la sien de Anudila. Su marido había desaparecido una vez más. Por otra parte, Basilio Basualdo, amigo de Luis, se hallaba refugiado en su casa, creándole incontables situaciones embarazosas.
Ya no sabía cómo comportarse. Abría un libro, lo dejaba en el suelo, buscaba otro, salía al patio, se duchaba cada media hora sin enjabonarse, se apoyaba en el borde del lavabo y vomitaba, se escrutaba con avidez en el espejo y el azogue le mostraba su piel descompuesta, sus rasgos desfigurados.
Era como sí estuviera mirando su muerte pecho a pecho.
Transcurrió una semana entera hasta que por fin los esposos se encontraron en el colegio en el que ambos enseñaban. Anudila se lanzó sobre Luis e interrogó ansiosamente:
-¿Dónde estuviste? Podrías haberme dejado alguna huella. Belén estuvo enferma varios días y no pude llevarla al médico. Tu padre me ha escrito una carta, preguntando si en el caso de que alguien cayera herido a medio metro de ti, y él lo hiciera también a una cuadra de distancia, y lo reconocieras, ¿a quién socorrerías primero?
-Por supuesto -saltó Luis-, le contestaste que ayudaría al que estuviera más próximo. Ya sé, ya sé, vociferó luego por teléfono que esa respuesta atentaba contra [52] los valores de Dios, Patria y Familia, y que ya se anda comentando que somos comunistas.
-¿Cómo lo sabes?
-Los conozco muy bien. Mi padre y mí esposa hilando brillantes conjeturas.
-Eso no es todo -se apresuró Anudila-. Basualdo está escondido en casa desde hace seis días.
-¿Cómo? ¿Qué? ¿Uno de los Basualdo Tavares?
-No. El primo, tu amigo abogado.
Impaciente, Luis mordisqueó la ramita que acababa de arrancar de uno de los grandes árboles que adornaban el jardín del Colegio Mundial.
-Debe salir de allí inmediatamente -urgió-. ¿Cómo has podido ser tan ingenua? ¡La policía puede estar buscándonos a nosotros también! ¿Nada le advertiste? ¡Él está en otro tema! Nos compromete y se compromete gravemente.
Luis se despidió de Anudila asegurando que a la noche iría a acompañarla en el dormitorio común, y que jugaría con Belén, a la que añoraba demasiado.
-Te esperaré -prometió ella- absolutamente liberada de mi feroz ego.
Apenas entró a la sala de su casa, Basualdo caminó hacia ella e intentó abrazarla.
-Espera -lo apartó Anudila suavemente-. Tengo una mala noticia. Luis te pide que dejes la casa ahora mismo, porque corres peligro. La policía puede llegar también aquí en cualquier momento y es bueno que lo sepas y te pongas a salvo.
Sólo transcurrieron dos horas, cuando llegó Luis, e inmediatamente sonó el timbre. Anudila abrió la puerta sin utilizar la mirilla:
-Buenas noches -saludó Edgardo Basualdo Tavares-, quiero hablar a solas con Luis.
Éste, accediendo a la sala desde la cocina, le pidió a su mujer que se retirara y se paró ante el joven, con evidente tensión.
Discutieron encimando las frases. La Organización conminaba a Luis a dejar la ciudad de Asunción en el más corto plazo:
-Si no lo haces, ya sabes lo que te ocurrirá. Tú mismo has escrito esta cláusula que define el castigo de los desertores.
-No abandonaré mi país -aseguró con furia Luis.
-Entonces te sacaremos a la fuerza de esta tierra, dentro de una semana -dijo Edgardo y se retiró dando un portazo.
Luis era un enamorado del fútbol. Sabía insertarse sin preámbulos en el universo de las cosas. También practicaba otros deportes porque su cuerpo atlético y perfecto se lo pedía. Pero también se atragantaba con cuanto material de lectura colmaba la biblioteca familiar, aprendiendo de memoria miles de fragmentos de los libros que le interesaban. Ahora, con la amenaza que acababa de recibir, pensó en la tragedia griega y se dijo que lo que debe ser que sea, creyendo y dudando paradójicamente de las normas mágicas, los mitos y la catarsis final que nos lleva a aceptar el consabido deber ser.
Un párrafo de las Cartas morales a Lucilio, de Séneca, ocupó su memoria martilleando que no es nada aún todo eso de que hemos dado prueba en actos o en palabras. Y que unos y otros no son sino engañosas prendas del espíritu, y viven enredadas en falaces ingredientes.
-¿Qué te ha dicho Edgardo? -lo interrumpió Anudila, haciéndose la desentendida.
-Nada, un mensaje, con su habitual autoritarismo(2) punitivo -contestó Luis encogiéndose de hombros, tratando de restarle trascendencia a la visita-. Esteee... ¿recuerdas ese texto de Séneca en el que dice que no es de la muerte de la que debemos esperar que ponga de manifiesto los progresos que realmente hemos hecho?
-¿Qué tiene que ver la muerte con lo que te acabo de preguntar?
-Nada, te digo. Es sólo que repentinamente se me vino a la cabeza esa frase, ésa, cuando dice que podemos aprestarnos sin temor alguno para aquel instante en el cual todos nos tendremos que enjuiciar sin ninguna trampa ni oropel, decidir si dijimos palabras valerosas, si realmente las sentimos, si eran pura simulación todos los conceptos audaces que pronunciamos contra la fortuna.
-No aguanto más -gritó Anudila-. Siempre te evades. Siempre sales con otra cosa. Siempre me mientes. ¡No confías en mí! Belén ya casi ni te conoce y me vienes con filosofías. Llegas a casa cuando se te antoja. ¡No soporto este estúpido simulacro de coexistencia!
Luis sintió que lo estrangulaban, que era una babosa gigante, que una lava horrible descendía por sus mejillas, que era un reptil asqueroso y putrefacto. Entonces decidió descargarse.
Se demoró un poco pensando cómo le explicaría a Anudila que ésta era la época propicia para confirmarle que permanecían inalterables la pasión y la ternura que, encastradas en sus combates, ella alimentaba en él. Como nunca antes, la hizo su confidente. Narró la forma en que enfrentó los últimos meses, debatiéndose entre la aplicación de sus ideales, las obligaciones laborales y la conmoción que le causaba la ruptura con la Organización, amén de su hogar abandonado.
En la escena actual, la amistad, el compañerismo, el doloroso recuento de comunes modelos de perfección, los impulsaron a abordar nuevamente el camino paralelo del amor. Se adoraban. Para siempre, en lo más misterioso de la eternidad, sus bocas guardarían el recuerdo del beso inigualable.
Se conocieron cuando todavía eran dos niños. Anudila lo idolatró desde entonces, lo escondió como un tesoro en su castillo de adolescente, y aguardó la ocasión de la cita definitiva.
Luis era cinco años más grande. Mientras él se hacía mocito, ella todavía luchaba por desprenderse de sus muñecas y libros de cuentos infantiles. Tenían quince y veinte años cuando el romance los envolvió en un baile.
-Yo te miraba porque siempre eras el abanderado de tu colegio -susurró Anudila, ponderativamente.
-Y para mí eras la nena más seductora del mundo.
Las calles rojas de la ciudad natal presenciaron el desarrollo de un idilio sin altibajos. El río Paraguay fue testigo de sus más puros juegos: remaban a la par, triunfalmente.
Nadaban, jugaban a bucear sin límites, se buscaban debajo del agua, corrían una vez que estaban en tierra para doblar-la-esquina, burlar en un recodo el control de los mayores y darse un beso tan fresco por dentro y tan caliente por fuera como las frutas tropicales de los patios de sus casas.
Durante varios años se escribieron cartas cuya intensidad romántica traspasaba el papel. Después, se casaron rodeados de música sacra, dulces y flores. Pausadamente fueron cimentando su unión. Pasó un año. Pasó otro. Ya embarcados en el Movimiento, y trabajando como profesores además de estudiar en la Universidad, planearon tener un hijo. ¡Cuánto tardó en venir!
En los primeros meses de vida conyugal, los parientes miraban la figura de Anudila e invariablemente preguntaban:
-¿Para cuándo el bebé?
Ella explicaba que se habían casado muy apurados, comentario que sugería todo tipo de perspicacia, pues el matrimonio de urgencia se debía generalmente a que la novia ya estaba embarazada. Luis y Anudila sonreían ante la errada interpretación aclarando cuáles eran los motivos de su apresurado enlace: un viaje de estudios de Anudila a Norteamérica, la probable separación que no podrían soportar en la condición en la que se hallaban, prisioneros de un sentimiento que se desbordaba cada vez más.
Años después, Luis llegó del trabajo con las manos ocultas detrás de la cintura. En una llevaba el sobre con el resultado de un análisis clínico, en la otra, un gran ramo de rosas rojas.
-El test de gravindex dio positivo -contó, emocionadísimo.
Se fundieron en un abrazo largo con el que aplastaron las flores y arrugaron el papel de la prueba.
El milagro los circundó durante nueve meses, los más pacíficos de sus vidas. Anudila bordaba sosegadamente, cantando coplas. Luis la acompañaba con la guitarra. Se miraban, se acariciaban y creaban un nivel de complementariedad favorecido por la atmósfera de tibia armonía de la espera del hijo.
Moderados naturalmente sus belicosos temperamentos, se adueñaron de un reino desconocido. Trocaron la impaciencia habitual y los exuberantes maratones, por largas sesiones de ajedrez y de go, en las que no se colocaban como adversarios sino como solícitos compañeros que descubren juntos el razonamiento metódico y el gozo del empate. Ensayaban a ser más perfectibles asimilando las mejores enseñanzas del entorno.
El día del nacimiento del bebé, cuando trasladaban a Anudila en su camilla, cruzando un largo corredor, Luis se acercó y la tocó. La palpó entera, como nunca, asombrado:
-¡Estás viva! -exclamó.
-Tengo hambre -fue todo lo que ella pudo decir, mientras su rostro expresaba inmensa satisfacción.
Contraviniendo las indicaciones terapéuticas, Luis corrió a comprar unos emparedados de lomito que comieron a hurtadillas en la habitación, entre risas y lágrimas.
-¿Cómo es la nena? ¿La has visto ya? -preguntó Anudila.
-Es divina y perfecta, pero no hay obra que carezca de fallas.
-¿Por qué me dices eso? -se conmovió Anudila.
-Belén nació con un traumatismo en el cráneo. Pero no es grave. Tuvo que hacer un inmenso esfuerzo la pobre. Su primera hazaña. Dicen que el nacimiento, su transcurso y su forma, determinan aspectos fundamentales de la vocación, definen qué cosa viene uno a hacer en este mundo. Belén será una heroína.
-¡Cuéntame toda la verdad! -suplicó Anudila, llorando.
-Al mal tiempo buena cara, mi gordita, mi goyita, mi goyi. La niña debe permanecer hospitalizada durante más días que los previstos. Necesita atenciones altamente especializadas, debido a la conmoción cerebral que sufrió.
-¡Pero por qué, por qué nos pasa esto a nosotros! ¡Por qué a nosotros!
-Nadie tiene la varita mágica de la seguridad.
-¡Por favor! ¿Se halla entera? ¿Nada le falta?
-Le sobra todo. Es preciosa. Es inmensa. Si no hubieras peleado como una leona para evitar que hicieran una cesárea, Belén no tendría ahora ninguna complicación de salud.
-¡Ah, me culpas!
-Sólo se confirma que eres testaruda.
-Caprichosa y mala... Yo solamente quería tener un parto normal.
-Y como siempre, tu propósito se cumplió. Ganaste, aunque afrontando una dificultad que pudo tener derivaciones impredecibles.
-¡No me asustes más!
-Sentido del humor, querida, alternado con los reproches. Casi morí yo también durante estos dos días de condenados trabajos de parto, obsesionándome con la posibilidad de que ambas desaparecieran.
-No digas más tonterías.
-Bueno. Ninguna obra deja de tener imperfecciones. Pero los defectos, inevitables como son, también son útiles.
-¿Qué utilidad pueden tener?
-Un dicho popular asegura que los defectos impiden a los tontos que pasen adelante, mientras en nada estorban a los ingeniosos. Yo preanuncio y te aseguro que Belén será bella por dentro y por fuera. Muy pronto la acurrucarás entre tus brazos. ¡El descubrimiento de la maravilla total te inducirá a la gloria! Podrán estrenar juntas, muy unidas, una magnífica ópera.
-¿Cuál?
-Ésa que narra el amoroso aprendizaje de ser madre y de ser hija.
-Dame un beso, mi vida. ¡Si pudiera adivinarte en tu misión de padre! ¿Serás generoso, sensible y solidario, o mejor, recíproco, con una hija mujer?
2. [«autoristarismo» en el original (N. del E.)]
- VII -
UN SUEÑO QUE SE SUEÑA EN OTRO SUEÑO
Un numeroso grupo de policías armados con metralletas, irrumpió con ejercitado mutismo en la vivienda de Mario Sarer. Éste se encontraba a punto de ser vencido por el sueño total, arrebujado en los brazos de Nené, que sostenía sobre su vientre engrandecido la mano derecha de su esposo. De vez en cuando también a él se le escapaba una suave presión sobre el cuerpo amado, que devolvía el arrumaco. Se creaba así, durante breves segundos, una coreografía de amadores cercanos a la enigmática revelación de la paternidad.
Los atacantes despertaron a la pareja. Los obligaron a punta de pistolas apretadas en sus nucas, a ubicarse parados y tiesos en un rincón del dormitorio.
-¡Ni una palabra, comunistas de mierda! -intimó un hombre de tez oscura, abriendo ampulosamente los brazos, mientras fijaba sus dedos en el gatillo del arma con un rápido, casi invisible temblor.
Los demás policías cavaban con furia en las tres primeras habitaciones, destrozando las baldosas. Gritaban improperios que cortaban demencialmente la noche.
De repente, uno de los excavadores vociferó:
-¡Aquí, aquí, mierda!
Se arremolinaron en ese sitio. Desenterraron papeles. Eran materiales gráficos de propaganda de la Organización Paraguaya Revolucionaria.
Posteriormente informaron que en la batida encontraron, además, equipos bélicos asombrosamente dispares, algunos de ellos del siglo XIX: libros, fusiles, escopetas, rifles, carabinas, trabucos, arcabuces, pedreñales, mosquetones, vainas y estuches antiguos de retacas y fusiles, palos y mazas.
En urgente inventario, clasificaron sus trofeos y los enumeraron: 2 revólveres, 5 ametralladoras, 1 culebrina, 1 puñal de gracia, 1 lanza, 1 pica, 1 chuzo, 1 guillotina, 5 piedras enormes, 7 hondas, 8 honditas, 1 ballesta, 1 dardo, 2 jabalinas, 1 tirachinos e incontables piezas de artillería. También anotaron sinnúmero de cachiporras, martillos, escopetas de aire comprimido, de viento y de chispa, mazos, bastones, rompecabezas, látigos, varas, escudos y más libros.
-¡Están armados hasta los dientes! -chilló un escribano improvisado-. Tienen armas blancas y con seguridad esconden en otro lugar cohetes teledirigidos, cañones pesados de largo alcance y torpedos. ¡Todo un parque de guerra!
-No te vueles -lo bloqueó un subteniente con facha de persona equilibrada.
Mientras los policías se concentraban en la pesquisa, Nené y Mario comenzaron a defenderse con los más primitivos impulsos. En forma inaudita, el joven burló el acecho del oficial que lo aprisionaba. Le torció el brazo y logró que soltara la pistola. La recogió con los pies y en un derroche de agilidad la lanzó hacia arriba, y la sostuvo firmemente en las manos. Apuntó a los que estaban en su cercanía.
-¡Si no sueltas ese juguete te haremos volar los sesos en menos que canta un gallo! -gritó el que comandaba el asalto-. ¡Ríndanse ahora mismo o se acaban para siempre!
Amparado por un extraordinario poder, Mario apretó la mano de Nené y la arrastró hacia una puerta del fondo de la vivienda, dando enormes zancadas hacia atrás, al mismo tiempo que continuaba amenazando con el arma a los asaltantes, paralizados por la sorpresa. Su mujer lo acompañó en la fuga con una rara calma que alentó a Mario a sentirse poseído por el personaje-adalid de su infancia, un coloso de historietas. La misma fuerza inconmensurable impulsaba sus gestos ahora.
En un santiamén alcanzaron el patio. Iluminada por un chispazo quizás imaginario que reverberó hacia el cielo, Nené miró las achiras que había plantado. ¡Gozaba tanto cuando les cantaba a las raíces, para que su fecundidad fuera inagotable!
Saltando murallas, cercos y alambrados con púas en los que iban dejando pedazos de carne y ropa, atravesaron las propiedades vecinas, pero no pudieron esquivar la ráfaga de ametralladora que hirió a Mario en la pierna izquierda.
Sin una sola queja, trastabillando, se apoyó en el hombro de Nené. Se contagiaron mutuamente de esa energía inexplicable que los ayudaba a salvarse. Así llegaron hasta el portón principal del Convento donde eran maestros. Confiaban plenamente en la protección que les brindarían sus compañeros y superiores.
Entretanto, José Pedro de Castillo, que tal como sospechaba la policía, utilizaba la casa de Mario y Nené Sarer como escondrijo, al verse acorralado hirió a un alto oficial de la policía. Sufrió, disparó, resistió sin desmayos.
Parecía invencible, pero el número de agresores era incalculable. Lo circunvalaron, clausurando todas sus salidas. Cuando ya era un pobre animal herido, el jefe policial amenazó con una solemnidad fuera de lugar:
-Te cercenaremos el pene. ¡Disfruta, comunista! Estás sitiado hasta el paroxismo. Te amputaremos los dedos de los pies. Trasquilaremos tu cabezota llena de pelos. Trozaremos tus miembros pedacito por pedacito. Te confinaremos en el fuego reservado a los pecadores. Te podaremos despacio, con la técnica que se utiliza para crear un bonsai, un remedo de árbol, atrofiado y ridículo. Cada herida conseguirá que pidas perdón a gritos, que te arrepientas de tu salvajismo y de tu brutalidad.
Los policías se apoyaron contra la pared y permanecieron allí como si se tomaran el tiempo necesario para liquidar a José Pedro. Y luego le dispararon cuarenta balazos, hasta convertirlo en una masa informe y sanguinolenta. El cerebro se desmenuzó y los fragmentos de seso se confundieron con las tripas y los ojos desorbitados, uno aquí, otro allá, con el hígado plagado de redondeces extrañas y con el pulmón que adquirió la apariencia de un ave prehistórica.
Con la nueva víctima cayó todo el archivo secreto de la Organización Paraguaya Revolucionaria.
Lo más insólito fue que ya herido José Pedro de Castillo, mientras los asesinos miraban cómo se desangraba aceleradamente, ya en el rapto de la expiración, uno de los uniformados se desahogó, para no ser menos, con ocho culatazos sobre su espalda.
Entre los jirones del pantalón buscaron los bolsillos y hurgaron allí impacientes y excitados. El más sádico de todos, el comisario Sandoval, que dirigía el operativo, tropezó en el interior de uno de ellos con un papel cuidadosamente doblado, en el que José Pedro había escrito una nota brevísima, probablemente en los instantes de extraordinaria clarividencia que antecedieron al asalto de su escondite.
El comisario deletreó torpemente cada sílaba:
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En la muerte ataviada
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con su dulce tibieza,
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exploro un sueño
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que me sueña
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en otros sueños.
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Alucinado, leyó una y otra vez en la hoja de cuaderno escolar. Recordó el único artículo que había leído hasta el final y con sumo interés, una tarde de franco en que fue a la peluquería. Ni falta que le hacía, si siempre debía usar el recorte cadete, que daba a su cabeza una apariencia más pelada de lo que era. Y lo envejecía, pero un militar y un policía tienen que ser bien machos.
El pelo largo es cosa de maricones, lo catequizaron desde que ingresó al cuartel. Por eso le fascinaba ir al Salón de Félix. Era el lugar en el que se instruía, recorriendo ágilmente cada foto y todos los titulares de las revistas de actualidad.
Tal vez lo que le sucedió aquella tarde fue una casualidad. O algo inaudito. Como siempre, se fijó exclusivamente en el título de la nota. Arriba de la página, con grandes letras de molde, se anunciaba: Mitos y supersticiones. Y un poco más abajo: Escritura automática, ¿ciencia esotérica o patraña copiada?
El peluquero terminó de rasurarlo. Cuadrándose ante su cliente con ensayada simpatía, dijo:
-A su orden, mi mariscal. Agradezco su preferencia.
El comisario resolvió quedarse a gastar el tiempo libre en el local, disfrutando el aire fresco del ambiente, gracias al especial aparato que producía frío y que él jamás podría instalar en su pequeña vivienda alquilada. El magro salario no alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de su familia. Otros camaradas, más astutos y ambiciosos, orientaban especulativamente su economía con diversos negociados, encubriendo o participando directamente en las acciones del vulgar mundillo paraguayo del hampa. El robo de automóviles y la incursión indirecta en el narcotráfico eran las actividades predilectas de estos servidores del orden, porque sus camufladas tareas les permitían recibir pingües ganancias.
Sandoval tenía otras razones importantes para instalarse en la peluquería hasta que se cerrara. Con este pasatiempo evitaba escuchar las quejas de su mujer. Su profesión, que no era en absoluto vocacional, limitaba las oportunidades de diversión.
Él quería ser aviador, piloto de LAP, el capitán de Líneas Aéreas Paraguayas, y recorrer el mundo. Pero como sus padres no tenían los recursos para alimentarlo, lo enviaron a la Escuela de Policía, donde aprendió a ser el hombre frustrado y sanguinario ante el que empequeñecían todos sus colegas del Departamento de Investigaciones de la Capital. La gente le hablaba con pavoroso respeto. Sus vecinos lo saludaban agachando el torso. Todos le huían, razón que lo impulsaba a buscar alivio en los establecimientos donde pagaba su dinero para recibir un servicio.
En las cafeterías, a las que iba a tomar un trago en muy contadas ocasiones, generalmente los viernes de tardecita, los mozos lo atendían simulando cortesía, pero él notaba en sus ademanes un retintín de insolencia. En las mesas cercanas, hombres y mujeres reunidos en amable tertulia, discutían temas baladíes o cuchicheaban sobre la invariable situación política del país, pero al darse cuenta de que él era policía, aunque estuviera vestido de civil para este caso excepcional, lo observaban fijamente, sostenían su mirada sin parpadear, lanzándole con actitudes evidentemente desdeñosas el mensaje de que aunque la mona se vista de seda, la mona mona se queda.
Ante las obvias muestras de desprecio, nada podía hacer el comisario para ocultar su rol de defensor del régimen coercitivo y perverso de Alfredo Stroessner. A un policía integrante de las fuerzas especializadas para aplastar a los subversivos, se lo distinguía inclusive en la oscuridad más negra, por su manera de caminar, de sentarse, de acosar a todo ser humano sospechoso que se hallara al alcance de su intuitiva vigilancia.
Las ostentaciones de desdén eran tan sistemáticas, que el comisario concluía su solitaria jornada dedicada ¡al placer! con un malestar clavado exactamente en el espinazo. Este dolor lacerante alimentaba con mayor énfasis sus ansias de venganza. Por eso le gustaba ir a la peluquería, donde generalmente había tranquilidad y no se fijaban en él debido a la prisa. Los clientes se sentaban en el alto sillón, se concentraban en el espejo, y cuando el corte de pelo concluía, se marchaban.
El comisario admiraba las ilustraciones de las revistas de moda. La crónica que llamó su atención explicaba uno de esos fenómenos citados como paranormales. Decía que algunos individuos comprobadamente ignorantes, de pronto se sienten impulsados a obedecer el mandato de realizar una escritura automática, que alguien muy sapiente les dicta párrafo por párrafo, sin que los escribas logren asimilar cuál es el significado de las ideas que brotan y se transmiten con signos que avizoran el porvenir. Era como si en sus cerebros resonara algo parecido al bramido del mar, o al rugido de un ventarrón que todo lo frota desde las profundidades de la tempestad.
La revista explicaba que muchos analfabetos experimentaron este estado alterado de conciencia. Nunca aprendieron a leer, pero en episodios de éxtasis como los citados, escribieron con la misma seguridad de doctores diplomados en la Sorbona con las más altas distinciones académicas.
Similar inspiración se apoderó del comisario Sandoval al observar el cadáver de José Pedro de Castillo, que yacía a sus pies, desfigurado. Algo inconcebible. Seguramente se hallaba bajo los efectos de la sugestión que le motivaba rememorar lo que había visto en el artículo sobre Parapsicología. Ahora lo asociaba con el segundo texto completo que leía desde que nació: el verso premonitorio de José Pedro de Castillo, este hombre muerto.
Desdobló otra vez el papel y fijó su atención en las letras, con la viva creencia de que a partir de esta contingencia siempre sería un iluminado:
-En la muerte ataviada con su dulce pureza -leyó sin darse cuenta pureza donde decía tibieza- exploro un sueño que me sueña en otros sueños.
Levantó la vista y vio a sus subalternos adosados contra la pared. Fue en ese instante cuando con ínfula e incontinencia verbal improvisó la siguiente parrafada:
-Si este pelotudo adivinó que con su muerte inventaría algo que nadie supiera hacer, o que jamás le sucedería a nadie, que yo sepa, como estar dormido y tener una alucinación en ese estado en que uno no decide ni piensa nada, quiere decir que es una especie de profeta, como los santos.
Al parecer, nadie se daba cuenta de la presencia de los demás. Cada uno permanecía enconchado, evitando mirar el cadáver de José Pedro y moviendo los pies para tratar de esquivar los hilos de sangre que se dispersaban por la habitación. Y Sandoval:
-Imagínense lo que es soñar que estamos soñando, y dentro de ese sueño hay otro sueño lleno de imágenes, un sueño que a su vez le está soñando al que duerme en vez de ser al revés.
¿Quién podía entenderlo? Ni siquiera podían escucharlo porque los aterrorizaba el peligro de sus propias muertes y el esfuerzo. Esfuerzo para concentrarse en la respiración. Esfuerzo para no ver lo que no podían dejar de ver. Esfuerzo para no recordar a sus parientes muertos por las mismas razones de este muerto. Y al mismo tiempo, la ocupación mental de repetir como una oración: «Todo esto está muy bien, muy bien, muy bien».
Mas ya no había manera de detener la verborragia del comisario Sandoval:
-Fíjense. Para completar, el sueño que te sueña no te permite ser el soñador, porque te está añadiendo otras miles de visiones en otros sueños que están en la misma dimensión del hecho que crees estar soñando. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. El sueño es el que te atrapa, se adueña de tus imágenes, las roba y te convierte en su soñante.
Boquiabiertos, los cómplices de la masacre esperaron que continuara sus deducciones. Con el torso inflado, el comisario concluyó su histriónica actuación.
-Sólo un privilegiado -dijo-, un tipo como éste, al que acabamos de rematar, podía ser el jefe supremo de la criminal Organización Primero de Mayo. Era el que urdía las sofisticadas tramas de la conspiración. Él lideraba la guerrilla. Ahora que lo enviamos al lugar donde debe estar, podemos mostrar la satisfacción del deber cumplido, muchachos.
- VIII -
PRISIONEROS, TORTURADOS Y ASESINADOS
Sonó el teléfono. La madre de Darío Abate se despertó exactamente cuando los policías del Dictador asesinaban a José Pedro de Castillo.
-Señora, disculpe que la despierte, comuníqueme urgentemente con Darío -seseó una voz desconocida.
-Él no está -contestó la mujer, malhumorada.
Los tiros se habían escuchado desde la casa de los padres de un amigo de Darío Abate, que, alertado, buscó a su camarada Milciades Pérez:
-Vamos a la casa de Mario y Nené, a ver si podemos enterarnos de algo.
En el barrio Herrera se cruzaron con dos celulares de la policía y con el automóvil del jefe de Investigaciones. Al verlos, el conductor titubeó, y luego aceleró la marcha. Esta ambivalencia hizo que los obligaran a detenerse. No opusieron reparos.
-¡Hijos de puta, comunistas de mierda -amenazó un policía-, les vamos a reventar a balazos! ¡Entreguen todo lo que tengan!
Milciades traía consigo un revólver, que entregó a sus captores.
La policía se ocupó de cotejar documentos minuciosamente, apretándoles las clavijas a los detenidos. Darío y Milciades vincularon a un tal Santo Martínez con la Organización Paraguaya Revolucionaria, para evadirse del grueso de los cargos que les incumbían y traspasar a Santo parte de los compromisos fundamentales. La jugarreta planificada tal vez inconscientemente por Darío y Milciades se divulgó, y de esta forma el inocente Santo Martínez fue situado como puntal de la dirigencia superior.
Surgían más y más nombres de jóvenes implicados en la lucha subversiva. Darío Abate, lastimado con procedimientos indescriptibles, con la misma cobardía exhibida cuando delató a Santo Martínez, se convirtió en el pico de oro. Cantó, cantó y cantó hechos reales y todo lo que le obligaron a inventar.
Primero trataron de sacar a luz las acciones urbanas. Luego, las fuerzas de la represión enviaron comisionados a Misiones. Decenas de campesinos, muchos de ellos sin ninguna diligencia política, fueron detenidos y se mantuvieron hacinados en las delegaciones de gobierno de Santa Rosa y San Juan. En esta última localidad habilitaron como antro de tortura una casa alejada del pueblo. Allí, la figura del comisario Sandoval se agigantó: nadie lograba superarlo en sus métodos de castigos físicos y psicológicos. Concluido el trabajito, lanzaba a su víctima en un retrete, para que falleciera entre los excrementos.
Después, una noche oscura y caliente, de encimados cansancios, en que ningún viento soplaba, un camión transportador de ganado condujo a Asunción a los campesinos que sobraron, registrados como temerarios, con acendradas posiciones ideológicas de izquierda e indómitas actitudes.
Los amontonaron en un cobertizo. En uno de los ángulos ardía una bujía de cera. Afuera brillaba intensamente la luna. En las miradas de los prisioneros parecían entrecruzarse memorias y fiebres antiguas. Conforme avanzaban las horas la impaciencia se hacía más ardiente. ¿Sufrir más? No podían. Exacerbados, parecían estar escuchando la sirena de un barco que parte, el silbato de un tren misterioso, empujando cada imaginación hacia periplos que los tiraban hacia fuera, fuera de ellos, de todos, gozosa y dolorosamente, mientras reverbera en el aire una faz lejana, el cuello de una chiquilla como un tallo gracioso, el deseo de confundirse con alguien, el corazón que no sabe mudarse, que no puede mudarse fácilmente, despierto, vivo, a punto de perderse en la última calma del olvido.
¡El desenlace! En ese silencio tan pesado la única pregunta era si amanecerían vivos. La mayoría había llegado a esa edad en que quizás fuera todavía posible engañar a los demás, pero era muy difícil engañarse a sí mismo.
Paulatinamente la policía fue liberando a algunos prisioneros, basándose en evaluaciones, caso por caso. Autoridades civiles y militares de alto rango anunciaron a voz de cuello:
-Son analfabetos, pero tendrán a partir de ahora una buena educación oficialista ¡para que nunca más ningún ladino oportunista los engañe! Ya no los tomarán por idiotas útiles.
Ofertaron, blandiendo sus sables, la concesión de tierras, de escuelas, de préstamos de dinero con bajos intereses y cómodas amortizaciones en cuotitas, además de otras ventajas:
-Ustedes, sencillos y pobres habitantes de zonas rurales, se harán acreedores de estos bienes luego del acto de contrición. Recuerden: aceptación de la culpa, propósito de enmienda y rectificación. Entonces serán excarcelados. Tendrán su redención si comprenden cómo hay que ganarla.
En el ínterin, durante dos días que transcurrieron como si fueran siglos, Mario y Nené Sarer intentaron convencer a los religiosos en cuya casa se refugiaron, para que no los entregaran a la policía. Pero atrapado por el pánico, en una decisión que se reprocharía toda su vida, el sacerdote Edgardo Frei ofreció a estas jóvenes almas como carne de cañón: comunicó a la comisaría más cercana que Mario y su esposa se encontraban en la capilla de las monjas de la Iglesia San Cristóbal.
Ambos fueron detenidos. Mario entró caminando dificultosamente en el local de Investigaciones de la Policía. ¡Vivía aún! Pero no transcurrió sino un lapso muy breve para que falleciera a causa de los martirios que le infligieron, sin tregua, durante las horas de sobrevivencia, los torturadores Carlos Almada Mirol, José Martínez y Lucilo Delibes, junto al mismísimo Castor Pedronel, Jefe de Investigaciones.
Nené dio a luz al hijo de Mario en la cárcel de Emboscada. El bebé comenzó a crecer en el triste corralón, junto a otros niños de padres asesinados o desaparecidos.
- IX -
EL ARDID DE SALVACIÓN
La asombrosa puesta de sol enrojecía las nubes, los tejados y la vegetación. Luis confundió las flores rojas del chivato con las de un árbol cuyo nombre no recordaba. ¿Estaría muy cerca la primavera? Subió las escaleras de dos en dos. Alertado por buenos amigos, supo que había llegado el momento crucial. Si no escapaban, los detendrían. No, la Organización ya estaba destruida. Era gente de la policía la que tendía el cerco, mientras en el otro rumbo de la ciudad sonaba alegremente una trivial caja de música. ¿O sería la vitrola del abuelo, repiqueteando en la memoria de la eternidad?
Había desaparecido la guardia de su puesto enfrente de la casa. ¿Dónde se habría escondido el hombre vestido de civil, encargado de anotar sus mínimos desplazamientos? Anudila y Luis llegaron a intercambiar bromas y galletitas con el espía, una vez que se acostumbraron a su expectante mirada doméstica.
-¡Anudila! -llamó al entrar al escritorio, y fue cuando la vio sentada con Belén en brazos. Tenía la mirada mojada.
-¿Qué sucedió?
-Nada. Esta tarde fui al departamento de una amiga a la que le sobra espacio.
-¿Quién?
-Zeneida, la profesora de Gimnasia del Colegio Mundial.
-¿Para qué?
-Para irme de aquí. Ya tengo la llave. Mañana nos mudaremos Belén y yo.
Alterado, Luis pidió aclaraciones y se inició un altercado lleno de quejas.
-No podemos continuar a la deriva -increpó Anudila.
El ambiente pareció recogerse en un aire raro, limpia fosforescencia que se fue apagando mientras Luis hundía los hombros, bajaba la cabeza, se sentía poseído, apenas un hombre-fantasma. Belén abrió los ojos y miró alternativamente a su padre y a su madre. Gimió, asustada. ¡Tenía sólo nueve meses!
Luis empujó la puerta de la cocina y se dio de narices con algunos muebles apilados. Clavó los ojos en el más lejano vacío. Allí, sin saber qué hacer, aturdido, pensó en el resguardo. Pero para qué. Ya no servía para nada.
Estaban enfadados y comenzaron a echarse las culpas recíprocamente. ¡Nadie ha ganado ni perdido!, se justificaba Anudila. ¡No puedes abandonarme ahora!, clamaba Luis. Y así.
Bien entrada la noche, se tendieron en la cama junto con la bebita. La noche avanzaba, inevitable, de color gris cerrado, como de plomo. Anudila y Belén estaban desnudas, cubiertas con una manta.
De pronto, golpearon imperiosamente a la puerta. Luis se levantó y acudió a abrirla. Cuatro matones lo apartaron a golpes, se introdujeron rápidamente a la sala e invadieron el dormitorio. Una vez allí tiraron al suelo la frazada que cubría a madre e hija. Belén mamaba plácidamente.
-¡Qué se destete ya esa comunistita! ¡Vístase! -le gritó un hombre de traje azul marino a Anudila, mientras de un empellón arrancaba a Belén de sus brazos.
Inspeccionaron todo frenéticamente. Luis cruzó los brazos y se mantuvo sereno. Anudila sintió que sus rodillas se entrechocaban y la boca se iba secando, mientras los matices inexistentes de un caleidoscopio vibrando en una puesta de sol teñían sus ojos de una emoción desconocida.
Cuando salieron, la última visión que guardó de su casa desarticulada, fue la de una montaña de libros en desorden, muebles destrozados, ¡y Belén! Belén, que lloraba a gritos, solitaria y azul de frío.
La llamativa capa roja de lana que se puso Anudila no impidió que el aire se colara y le recorriera el cuerpo. El viento helado hacía castañear sus dientes con brusquedad. Los apremiaron para subir a la parte de atrás del automóvil. Al acomodarse en el asiento, vieron a Eleonora Bermúdez que lloraba, acurrucada hacia la ventanilla derecha.
-¡Yo no conté nada! -mintió a sabiendas.
Luis apretó sus manos y la consoló:
-Cálmate. Tú u otro, ya no había remedio. La delación bajo tortura es irremediable.
Fueron introducidos a empujones en la oficina del comisario político. Un recluta limpiaba el lugar haciendo como que nada veía, oía ni olía. El repasador del piso aún tenía manchas de sangre. Era la toalla que Mario Sarer utilizó como torniquete para evitar el exceso de pérdida de sangre, ya agotado, en el proceso de la agonía, orillado por un aire deliciosamente terco, olas viniendo desde bien lejos, una música -cifra terrestre del recuerdo venidero, testimonio secreto de la conciencia de que eres equivalente a lo humano, de que eres todo, de que eres una voluntad para el asombro-, una música, sí, precisamente ese acorde, ése.
Todos sabían que estaban observando la toalla con la que Mariano intentó sobrevivir, pero el jefe subrayó la anécdota una vez más para intimidar a los que acababan de ser apresados.
Qué largas se hicieron las primeras horas en el caserón de la calle Presidente Franco. Anudila compartía una reducida celda con un sacerdote jesuita de apellido Caballos. En ese lugar sellado, donde hasta lo más insignificante se convertía en algo imantado por la soledad y el enigma, se dieron a conocer con susurros y gestos manuales. Desde su posición, en el suelo, el sacerdote le indicó que no debía moverse del lugar que le asignaron, y con un dedo sobre la boca pidió silencio. Cada tanto, un guardia abría intempestivamente la puerta y les daba una ojeada, advirtiéndoles que no debían tener ningún tipo de comunicación. Ateridos, escuchaban llantos y gritos interminables.
-La cámara de tortura, la tortura -suspiraba el sacerdote.
Anudila soportaba a duras penas la pestilencia que emanaba del cuerpo de su acompañante. Al notar que se inclinaba sobre el regazo, para vomitar, él explicó que pasaron días enteros sin higienizarme, y se están infectando las heridas porque estoy lleno de purulencias.
-Acompáñemeeee, camarada Berta -ordenó un hombre gordo desde la puerta.
Anudila miró fijamente al padre Caballos, sin inmutarse.
-¡A usted pues le hablo!
-¿A quién? -dijeron al unísono ambos prisioneros.
-A usted, doña Anudila No Sé Qué, alias Camarada Berta.
-Yo me llamo Anudila pero no tengo ningún seudónimo -insistió ella.
-¡Qué seudónimo ni qué ocho cuartos! ¡Venga!
La acarreó por pasillos tenebrosos y en algún lugar Anudila se cruzó con Blanca Olivetti, una compañera de la Facultad, que estaba en camisón, y tenía una expresión de espanto en el rostro. El bulto de su vientre indicaba que en cualquier momento ocurriría el parto. Anudila trató de infundirle esperanza con una mirada muy tierna. Comenzaba a aterrorizarse. ¡Estaban todos allí! ¡Todos sus amigos!
Entraron a un salón iluminado profusamente. Alrededor de una mesa ovalada se hallaban sentados ocho individuos de tétricos semblantes. Uno de ellos, rubio de ojos claros, apellidado Dodinoff, dijo afablemente:
-Siéntese, señora.
Encendió un cigarrillo, y en esa fracción de segundos Anudila concretó su ardid de salvación:
-¿Me invita uno, por favor? -musitó.
Desconcertado, el hombre le tendió el cigarrillo mientras ella cruzaba las piernas y le lanzaba una sugerente mirada, moviendo los párpados.
-¿Qué sucede? -agregó con un suspiro inocente capaz de despistar al más zorruno.
Pero estaban precavidos. No se dejaban manipular. Ella empujó con ademán que pretendió ser sensual una mata de sus relucientes cabellos y acusó incertidumbre con un ligero pucherito de los labios:
-No entiendo lo que pasa -dijo suavemente, lanzando a la cara de su interlocutor una bocanada de humo.
Después comentó:
-Ciertamente creo estar soñando que...
No pudo terminar la frase, pero armándose de coraje, exclamó otra:
-¡Qué horror, Dios mío!
Y cambió inmediatamente de actitud, al proponer, sonriendo:
-¡Inventemos alguna diversión para acortar la noche!
Los hombres la examinaron, desconcertados ante la incongruencia y el buen ánimo de la joven, que se empeñaba en fingirlo, recurriendo a todos los artilugios de la voz y las posturas de la cabeza, del hombro y de las piernas.
El hombre rubio le mostró una serie de documentos que la sindicaban como integrante de la Organización Paraguaya Revolucionaria.
-Mire -indicó con el dedo sobre el papel-, usted, camarada Berta, está fichada en el Grupo Ocho de tácticas pedagógicas de penetración cultural. Su clave es Tántalo, y su enlace es la camarada Efigenia.
-¡Pero qué me está diciendo! -brincó repitiendo los gatunos movimientos del tronco-. ¡Yo no sé nada! Y Tántalo es simplemente el título de mi primera obra literaria importante, aún en ciernes. Tántalo es el nombre de un pájaro zancudo de zonas tropicales, ¿no lo sabía?
Sus labios temblaban y ya empezaban a humedecerse sus ojos, pero describió minuciosamente el libro, diciendo que estaba escrito en un block escolar. Que era una situación. Tántalo.
-Tiene enfrente manjares deliciosos que no puede saborear. El ser humano parece ir buscando algo, y entre metas y objetivos que aparentemente alcanza, no se dirige hacia un lugar concreto, sino que huye de los que le van ofertando. Lo que le digo, ya muy pensado y antiguo, lo he garrapateado para repasar mi letra actual y para darme bríos, porque era muy vasalla de la máquina de escribir. ¿Entiende todo lo que le cuento?
-No.
-El manuscrito, para mí, constituye una tentación: es como si me dibujara, como si todos pudieran leerme a mí misma en cada trazo. Toda palabra que escribo es una completa descarga física. ¿Comprende?
-Los otros han confesado -dijo el hombre, indiferente ante la explicación de Anudila-. Es bueno que usted lo haga ahora, para eludir drásticos tratamientos. Sólo debe confirmar las declaraciones anteriores y escribir la propia y firmarla. Podemos atenuar el martirio con una personita tan delicada, y, además, intelectual, por lo que se ve.
-¡Seguro que no entiendo absolutamente nada de lo que dice! -contraatacó Anudila, gimoteando.
-Su marido ya ha dicho todo, evítese malos momentos -sugirió con voz pastosa el policía.
-¡No lo puedo creer! Solamente me convenceré si lo escucho de su propia boca -declamó haciendo gala de glamour, echando la cabeza hacia atrás y abriendo los labios a lo Marilyn Monroe.
Continuó un interminable tira y afloja que descolocó un tanto al inquisidor. Embrollado en la tragicomedia de Anudila, ordenó súbitamente al guardia que estaba en la puerta:
-Tráiganlo al príncipe consorte.
Minutos después Luis entró al cuarto y Anudila intentó lanzarse a sus brazos, pero cuatro manazas la detuvieron, como si fueran garfios.
-Parece que su esposa no es tan buenita como usted -dijo Dodinoff (3) con el ceño fruncido-. A ver si le ofrece una lección de cortesía y la persuade para que suelte todo tranquilamente.
-¡Qué me has hecho, Luis! -lloriqueó Anudila-. ¡No sabes los cuentos chinos que me acaban de contar! ¡Que tú y yo pertenecemos a una Organización sediciosa que planea derrocar por las armas al Gobierno de Stroessner, minando sus defensas! ¡Que estamos implicados hasta los tuétanos! ¡Que me llaman camarada Berta! ¡Que no sé qué estrategia educativa! ¡Que conspiramos permanentemente! ¡Que tú eres uno de los dirigentes rebeldes más turbulento y que has tenido problemas con los otros, debido a encontronazos ideológicos!
Luis la escrutó, desconcertado, y se le hizo la luz. Comenzó a hablarle como un padre, totalmente consustanciado con la obra teatral que ella estaba improvisando. Quizás podría salvarla:
-Cálmate, mi cielo. Pensaba esclarecerte las cosas alguna vez, pero por ahora era imposible, para preservar nuestra seguridad -dijo enrojeciendo mucho-. Lo que acaban de contarte es cierto. Eeeeh... en realidad creíamos que era recomendable asociarte a la Organización, pero estábamos entrenándote, aguardando que maduraras e incorporaras a tus costumbres un montón de perspectivas diferentes de gestión. También es verdad que creamos un nombre postizo para ti, el de Berta, pero no hubo tiempo para avisarte. Todo se cortó abruptamente al retirarme yo. Tuve que enfrentar otro tipo de problemas, por la presión a la que me sometieron.
Siguió un largo intercambio de parlamentos. Apoyados en ellos, los esposos se demostraron a sí mismos sus cualidades actorales. Fuera de sí, Anudila lloraba amargamente recriminándolo por su falta de confianza, por su deslealtad:
-¡Por qué te has callado! ¡Yo hubiera estado contigo en las malas, como siempre estuve en las buenas! Nada debe permanecer oculto ante una buena madre y esposa.
-Lo sé, mi amor -continuó Luis, grandilocuente, ubicado al otro lado de la sala, extendiendo los brazos como si quisiera ampararla con ellos.
En esta circunstancia los prisioneros no tenían el albedrío suficiente para discriminar dónde comenzaba la fantasía y dónde terminaba la realidad.
Los separaron. Estaban agotados. Primero, maniatado y a empellones, lo llevaron a Luis.
-Espere noticias -le dijo Dodinoff a Anudila.
Un oficial de policía apretó con rudeza el brazo izquierdo de Anudila y la condujo hasta otra dependencia del departamento de Investigaciones. Agobiada, un rato después se acostó en el piso. Al pasar por allí, la vio un oficial de alta graduación, padre de una alumna suya.
-¡Profesora Gonzaga! -se sorprendió.
Ella había estado una vez en la mansión de este señor, durante una fiesta escolar. Le contó a grandes rasgos sus peripecias, y el hombre intentó tranquilizarla, diciéndole que le enviaría cobertores, papel higiénico, un cepillo de dientes y un dentífrico.
-¿Y mi marido?
-La tendré al tanto de su situación -se despidió él.
Los minutos se transformaron en siglos. El recinto en el que se hallaba era contiguo al del jefe de la Sección Política, y por esta razón todos transitaban por allí, observándola como si fuera un descuidado animalito de zoológico. Esta incómoda circunstancia la ponía bastante paranoica. Bajaba la mirada y procuraba evitar el llanto que empujaba desde la garganta anudada.
Dos policías entraron y la contemplaron, curiosos. Uno de ellos la tomó de los cabellos y la llevó de esta manera hasta un baño ubicado al fondo del local. Arriba, en una improvisada terraza de madera, se hallaban apilados más de sesenta presos, que fijaron en ella sus ojos impotentes. Distinguió perfectamente a Miguel Ángel Pérez, su amigo de la Facultad, que luego de avistarla bajó la mirada con tristeza. Anudila continuó buscando otros rostros conocidos, pero un manotón del policía la lanzó contra la pared mohosa del baño.
-¡Deshágase de la ropa y báñese, comunista tarada! -gruñó.
Dieron la misma orden a una monjita que al sacarse la toca mostró la cabeza rasurada. Tiritaron juntas. Anudila iba paralizándose. El agua fría de la ducha la helaba, y, a su turno, la monja temblaba también, horrorizada no solamente debido a la baja temperatura sino por la ultrajante exposición de su desnudez ante los hombres prisioneros. Por su parte, ellos esquivaban la vista, demudados.
Luego, Anudila fue perdiendo la cuenta de los sucesos. Estaba embotada. La llevaban, la traían, la obligaban a escribir y firmar papeles y más papeles, le daban un culatazo al pasar. Desmejorada totalmente, ya no podía hacer trucos de coquetería. Cada vez más consternada, sentía cómo se le revolvía la bilis en el estómago vacío, mientras vislumbraba los rastros inclementes del suplicio en los cuerpos de los que pasaban a su lado.
Una madrugada trajeron a la celda de Luis a la madre de Armando Peralta, un repartidor de diarios que estaba aislado y se descontrolaba permanentemente. La mujer reconoció los alaridos de su hijo y comenzó a vociferar. Era su primer día, aún tenía fuerzas para envalentonarse y resistir.
A la hora de pasar la lista de detenidos los sacaron a todos al corredor.
-¡Presente! -dijo Luis al ser llamado, y luego se empinó intentando localizar a Anudila.
Desde lejos, ella lo saludó moviendo el tronco, con una mueca risueña que procuraba recomponer su destartalada figura. En ese momento Armando Peralta pidió socorro. Vivía en constante horror desde que lo apresaron. Tenía la certeza de que iban a matarlo pausadamente, arrancándole los dientes, como a tantos, achicharrándole las plantas de los pies, clavándole tijeretazos en las pupilas, horadándole los músculos con la picana, ahogándolo en la pileta llena de excrementos, introduciéndole un metal caliente en el ano. Había visto todas estas torturas. Estaba convencido de que le harían lo mismo.
Uno de los oficiales de guardia, al no poder contenerlo, lo amedrentó con una sencilla frase:
-En efecto, el siguiente que mataremos serás tú.
La crisis de Armando llegó entonces al paroxismo y comenzó a correr hacia la salida, seguido por su madre, que al intentar subir una grada de la escalera que conducía al zaguán, tropezó y cayó, como fulminada por un rayo. Nadie supo qué produjo su muerte: si el golpe que recibió en la cabeza, al aplastarse contra un ladrillo puntiagudo, o el ataque cardiaco que adujeron los médicos al servicio de la policía.
Ante tamaña tragedia, totalmente fuera de sí, Armando se tiró al suelo y empezó a flagelarse la frente contra una baldosa. Dos oficiales, los mismos que lo detuvieron en su intento de huida, lo ataron y comentaron entre carcajadas:
-¡Es para que se calme, nada más!
Pero amaneció muerto debido a la sobredosis de psicofármacos que lo forzaron a tragar los paramédicos, supuestamente para tranquilizarlo.
Eran las doce y cinco de la noche. El Jefe de Investigaciones, Castor Pedronel, viejo, obeso, sin cuello, de grotesca papada y mirada viborezna, citó a Anudila en su despacho. Le dijo que podía irse a su casa por orden superior,y que no sabía cuál sería el futuro de Luis.
-Una señora como yo no irá a estas horas a su casa, sola -pronunció Anudila levantando el mentón afectadamente, en un intento de ganar tiempo.
-El chófer la llevará en mi coche -dijo Pedronel, dando por terminada la reunión.
Cuando se dirigía hacia la calle, Anudila vio que ingresaban a otros prisioneros. Los miró de soslayo. Eran Eleonora y Enrique.
En el camino, bajo la lluvia, los trazos deformados de Asunción con sus relojes dormidos, la conmovieron tan profundamente que apretó los puños hasta hacerse sangrar las palmas de las manos con las uñas.
En la radio los Beatles cantaban Yesterday. Ya nada sería igual.
3. [«Dedinoff» en el original (N. del E.)]
- X -
¿IDEALISTAS ACTIVOS O TERRORISTAS?
Esmirriada, la chica mantuvo la mirada fija en el suelo durante los diez minutos que duró la entrevista con Anudila. No usaba calzado, y al echarle una ojeada cualquiera podía pensar que se había escapado de Biafra o que no cumplió aún doce años: huesos saltándole por aquí y por allá, cabellos larguísimos hablando de vientos y de sol. Sus senos parecían dos naranjitas arrugadas bajo el vestido.
El hombre que la trajo, apoyado todo el tiempo en el manubrio de su bicicleta, habló parcamente:
-Ella estuvo trabajando con las monjas en Italia. De entrada parece muy tímida, pero sabe hacer de todo.
Ambos se fueron sin que María dijera nada. Pero fue la elegida para ser la niñera de Belén. Otras cinco mujeres ya maduras fueron rechazadas.
-¿Por qué justamente ésta? -se quejó la suegra de Anudila, preocupada.
-No sé -repuso Anudila-. La única vez que me permitió mirarla a los ojos le vi tal hondura, un brillo tan extraño. Y además, ¡qué desvalida parece! Creo que será muy cariñosa con Belén.
-Es justamente lo contrario de lo que tú necesitas en la etapa de ambigüedad que te toca vivir. ¡Esa chica es apenas una criatura más! ¡Qué sentido de la competencia puede tener!
-Yo viajo mañana en avión -alegó Anudila, impertérrita-. Ella irá en barco. La esperaré en Asunción el viernes.
María llegó desde la ciudad de Concepción con el cuñado de Anudila. Éste se lamentó de su mala suerte. Habló pestes acerca de los modales de la nueva empleada doméstica.
-¡No fue capaz de ayudar con los bolsos! Ni que fuera una dama inglesa, trajo cuatro enormes valijas. Y por supuesto, no se dignó hacer un gesto de ayuda. Tuve que pagarles a dos changadores.
Arrinconada, con la cabeza y el cuerpo inclinados, la muchacha se asemejaba más a un animalito asustado que a una mujer, aunque ahora estaba calzada y con los cabellos recogidos.
-Entra y báñate -especificó Anudila-. Ésta será tu toalla.
-Tengo la mía -agradeció María débilmente.
-¿Qué traes en tantas valijas?
-Mis instrumentos de costura.
Por fin María miró de frente, con ojos grandes y melancólicos, más grandes y melancólicos de lo que aparentaron a primera vista. Mientras la muchacha se aseaba, Anudila comenzó a llorar. Si verdaderamente María estuvo en contacto con las religiosas italianas, tendría traumas parecidos a los suyos y sería complicado el trato. Evocó las exigencias monjeriles abortándole gerundios, e, inmediatamente, la tarde en que Sor Azucena le dio un coscorrón. ¡Compórtese Anudila! Era diciembre, hacía calor y la monja estaba realmente malhumorada, con el vientre que parecía más inflado que nunca y los bigotes que acentuaban su color negruzco, bañados por el sudor que luego resbalaba hasta la papada rechoncha. El grupo de alumnas internadas en el colegio María Salvadora, comenzó a rezar el segundo rosario. Mirta, la amiga del alma de Anudila, leía una novela de aventuras, como ya era su treta, a escondidas. El muestrario de puntos de bordado de Anudila estaba más incompleto que los de sus compañeras, porque -y sobre todo durante las ceremonias religiosas-, leía el diccionario. Cada palabra saltaba hacia adelante y hacia atrás confiriéndoles movimientos increíbles a los significados. ¡Era una verdadera tramposa! Había buscado un diccionario con el mismo tamaño, con idéntica forma a la de su misal, y lo había forrado con el mismo papel marrón, lustroso. ¡Cuántas aventuras se prodigaba mientras simulaba rezar o bordar! Era capaz de cometer todas las imprudencias posibles con tal de leer el diccionario y encontrarse con esos contenidos secretos que todo lo explicaban, corriendo desde la indiferencia, desde la nada a la nada, hacia articulaciones fabulosas, ritmos que la humanizaban, peldaños de una escalera que la conducían suavemente hacia los territorios indescriptibles del conocimiento de las cosas. ¡Oh, revelaciones que agigantaban su rebeldía!
Una puntada, otra. Fue ahí mismo que Carmen se pinchó el dedo y gritó, chupándoselo en medio de entre cortados lleneres de gracia l señor escontigo.
A Anudila también se le enmarañó en la lengua una jaculatoria. Estaba en primera fila y fingía orar y bordar en ese corredor cargado de suaves telas, bastidores, agujas, hilos de colores y libros de plegarias. Un segundo antes de que llegara a obsequiarles con su piadosa visita semanal la señora representante de la Asociación de Beneficencia San Bernardo, Anudila se rascó el pubis y Sor Azucena se levantó y la zarandeó ante todos. Apenas tuvo tiempo de recomponerse cuando comenzaron a distribuir tortas y camisas entre las artesanas huérfanas. Debido a su indigencia, tenían el deber de lavar hasta los pañitos higiénicos usados por las pupilas que pagaban pensión, durante los tres días de la regla.
-Sólo regreso al pueblo para las grandes ocasiones felices o tristes -dijo la señora caritativa y gimió-: Mi pobre marido.
-Ésta -canturreó Mirta por lo bajo- se quedó sin el muerto y con su pena. En cambio, la otra que la acompaña es una viuda feliz, feliz. Ni siquiera tiene que sufrir, porque su marido murió en un accidente, mientras se iba a algún lugar no recomendable con una adolescente más linda que una flor.
La primera noche de su estadía en Asunción, María insistió en dormir con Anudila:
-Tengo miedo de dormir sola, y su cama es grande. ¿Por qué es tan grande?
-Porque es una cama matrimonial.
-¿Y dónde está su marido?
-Está preso.
-¿Preso? ¿Por qué?
-En este lugar nunca se sabe bien por qué. Unos te dirán que por terrorista, otros, por idealista.
-¿Y cuándo va a regresar aquí?
-Quién sabe.
María cuidaba a Belén con celo de cancerbera, y al mismo tiempo transformaba la casa incorporando sus propias costumbres:
-Señora, el vecino de abajo me quiso meter en su pieza -contó una mañana.
-¿Quéee? ¿Qué hiciste?
-Corrí.
Esa noche, cuando Anudila regresó de la Universidad, halló estampitas con imágenes de santos distribuidas sobre las mesas y sillas, con velas ardiendo enfrente de cada una. Cerca de su cama, al lado del velador, vio una nota: «Me voy a la Iglesia a rezar, Dios y la Virgen Santísima cuidarán a tu hija». Corrió hacia la cuna de la niña y la halló dormida. Se recriminó largamente. ¡Cómo pudo dejar a Belén sola con María, suponiendo que había seguridad absoluta!
Durmió muy tarde, sin que María regresara. Como si leyera un folletín macabro, digno de integrar una antología de la crónica negra, pensó en el poder de lo fortuito, en la figura de María invadiendo su vida. Muchas cosas cambiaron. Había sábanas y manteles bordados, cortinas nuevas, comidas deliciosas. La niña engordaba, los pisos brillaban, los recados telefónicos estaban minuciosamente apuntados. Cada día, María elegía y planchaba la ropa que Anudila debía vestirse, insistía en ayudarla a peinarse, le traía el desayuno a la cama, narraba una y otra vez su recurrente pesadilla:
-Un varón me persigue en el campo, corre detrás de mí. Huyo. Corro a todo lo que dan mis flacas piernas, hasta que no aguanto más, choco con una piedra y caigo. En ese instante el varón se lanza sobre mi cintura, y allí me despierto. Clavada. Se borran las imágenes y me angustio porque quiero saber qué es lo que ocurre después.
Anudila se propuso esquivarla, y admitió que se había equivocado al seleccionar a María para el delicado cargo de niñera. Pasado cierto tiempo, la muchacha ya ni siquiera la dejaba quitarse el maquillaje a solas. Provista de crema, loción y algodón, la conminaba a reposar y con gestos suaves limpiaba su rostro mientras el sueño la tragaba. A cambio, exigía dedicación total a sus caprichos.
-Me inscribí para estudiar pintura -anunció plácidamente una siesta, al tiempo que cocinaba dulce de leche-. Son unos cursos muy económicos.
-Imposible -replicó Anudila-. ¡Con quién dejaremos a Belén!
-Con la vecina. Ya hablé con ella -contestó María con displicencia.
Y así lo hizo. Después también se anotó para estudiar danzas clásicas en un famoso Conservatorio. Y cuando todo el orden doméstico estaba controlado indiscutiblemente por ella, planificó su segunda etapa de ofensiva. En esa época Anudila ya había accedido a que María la llamara mamá, a que inquiriera acerca de todas sus salidas, a que protestara por nimiedades, a que la aventajara, en fin, en determinación y don de mando.
-¡Mamá, mamá! -voceó una mañana desde la ventana del tercer piso, cuando Anudila cruzaba la calle-. ¿Sabes que hoy tendremos una sorpresa en el almuerzo?
-¡Bueno! -dijo Anudila.
-¿Quieres saber qué?
-¡Si es una sorpresa no se cuenta!
-¡Belencita al horno! ¡Belencita al horno! -insistió María con voz cantarina-. ¡Belencita al horno, Belencita al horno!
Estremecida, Anudila detuvo la marcha y sintió cómo flaqueaban sus piernas. Subió a la casa y no se movió de allí durante tres días. Pero aun conservando el estado de dolorosa orfandad, una noche decidió volver a la Facultad. Este cambio de actitud era consecuencia de su voluntad de no perder la carrera, nada más, porque era incapaz de librarse de ese llamado interior, toc toc, el miedo, la inseguridad.
Al regresar, cuando abrió la puerta de la casa, María la enfrentó:
-¿Sabes, mamá? Toda la tarde estuve tratando de tirarla a Belencita por el water. Estiraba y estiraba la cadena del agua, pero como está muy grande no pudo pasar por el agujero.
Anudila le dio una sonora bofetada, que María correspondió con arañazos. Luego se encerró en el dormitorio con la niña, y no permitió que la muchacha se acercara a ellas. Aún así, con sigilo, ésta abrió la puerta en un descuido, entró y se puso en cuclillas pidiendo disculpas:
-¿No ves qué sana está Belén, y todas las ropitas que yo misma le coso, y como juega conmigo? ¡Si era una broma para asustarte, nada más, para que no nos dejaras siempre solas!
- XI -
QUIMERAS EN LA CELDA
Luis Boggiani permanecía de pie mirando las cuatro paredes oscuras y sucias con expresión serena, mientras cien mosquitos sobrevolaban su cabeza. Cerró los ojos. Respiró profundamente. Comenzó a frotarse las palmas de las manos para infundirse calor, no físico, calor interno, quemazón de la vida. Levantó la vista e hizo el gesto de comer un trozo de pan. Masticó. Metió la mano en el bolsillo y extrajo más pan, y una lata de sardinas, y un trozo de jamón, y uvas frescas, y mantequilla, y queso. Del otro bolsillo sacó botellas con jugos naturales de frutas. Era bueno y hasta maravilloso comer y beber de esta manera, torciendo el cuello hacia arriba, con la ansiedad y la sorpresa de ir reconociendo cada sabor, poco a poco. Inmóvil, abrió los ojos sin mirar nada. Luego se recostó sobre diez almohadas inmensas, blancas, de distintos tamaños, y siguió paladeando sus manjares. ¿Cuán hundidos estarían sus ojos? No, no era él quien planteaba esta pregunta, embelesado por el perfume que colmaba el ambiente, por el desvanecimiento paulatino de su alma ante suaves resplandores, este placer casto de jugar con tanto amor y este dolor, este dolor ajeno, mortífero. Este aroma que a toda razón escapa. Brisa, sólo brisa ya laberíntica en los pulmones, preludio de una dulce perdición. Enredado en las telas de seda -¡oh, lascivos anhelos!, ardor de los cinco sentidos y más, los labios creciendo, cada vez más grandes de tanto comer- se fue agachando hasta encontrar el piso húmedo y frío.
Así, pues, completamente satisfecho, anotó en un gran cartel los sonidos y movimientos amorosos de los patos, subdividiéndolos:
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LA PATA
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EL PATO
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1. Incitación
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1. Forma del celo
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2. Llamada de «coqueteo»
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2. Sacudida preliminar
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3. Llamada para el vuelo
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3. Limpieza aparente
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4. Preliminares del apareamiento
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4. Llamar la atención
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Observó su croquis y se entretuvo con los movimientos de abajo arriba de los patos, el sacudimiento acompañado de silbido, la incitación por el macho, la lucha de los machos por la pata y el epílogo del apareamiento. Y continuó, buscando otros animales, investigando sus conductas eróticas y estéticas, hasta que abruptamente abrieron la puerta de la celdilla. Sus dimensiones eran de un metro por un metro y medio. Un poco más de un metro cuadrado, justo para acostarse estirando las rodillas hacia el estómago.
-Buenos días, doctor Boggiani -dijo un policía con voz más educada que la habitual.
-Buenos días.
-¿Le gustaría tomar un cocido con leche, y galletas?
-Sí señor.
-Enseguida le traeré, pero tengo que pedirle un favor.
El policía explicó que estaba estudiando la carrera de Derecho en la Universidad Nacional, y que ya le faltaba muy poco, sólo la tesina. Pero no tenía tiempo para hacer el trabajo de campo, ni el marco teórico, ni para la redacción del material.
-Con tantos presos políticos hacemos jornada doble. Estamos durmiendo acá, inclusive.
-¿En qué puedo servirlo?
-Todos pues sabemos lo que es usted, su inteligencia, digo. Lo que quiero es ayudarle, y que a cambio usted me haga una pequeña ayudita. Mire, yo no tengo tiempo de hacer mi trabajo de la Facultad, y a usted no le cuesta nada, porque ya sabe todo. Entonces le propongo que me escriba y a cambio buscaré la forma de traerla a su esposa una noche y que hablen por unos minutos.
-¡Hecho!
El policía sonrió abriendo toda la boca. Le faltaban tres dientes. ¿Hay otro signo más fuerte del fracaso humano que la pérdida de los dientes? Pero este no era el asunto. El corazón de Luis comenzó a golpetear. Enseguida ya estaba con Anudila trotando a campo traviesa sobre un alazán, y la falda de ella se extendía, mecida por el viento. ¡Cuánto verde luminoso! Pero al rato volvió a concentrarse en el uniformado:
-Tráigame papel y lápiz, y una linterna, compañero, y ya empezamos.
-No, doctor. Cada noche, a las dos de la madrugada, cuando se hace el cambio de guardia, lo llevaré a la oficina. Allí tenemos máquinas de escribir, papel blanco y papel carbónico, de todo, de primera, y le podré traer algunos libros porque tiene que ir solamente incluida la bibliografía, porque de otra manera no vale. Yo sé que no necesita libros, pero hay que poner nomás que se leyó a otros autores.
-Métale nomás compañero.
El policía cerró la puerta entusiasmado y más entusiasmado se sintió Luis. ¡Lo dejarían escribir a su aire! Podría moverse en un sitio más amplio, sin ratas. Utilizaría durante unas cuantas horas nocturnas un mobiliario, austero, pero mobiliario al fin. Tal vez hubiera una ventana. Sí. Tal vez podría ver de nuevo la luz del día, en alguna ocasión. De todos modos, se conformaría con la luz de la bombilla eléctrica, porque los ojos le ardían y ya apenas podía respirar. Tenía que aprovechar tamaña oferta. Este policía era como su Arcángel Gabriel. ¿Todas las noches? De acuerdo, lo haría con tantísimo gusto. Él, Luis Boggiani, le enseñaría además al policía cómo dejar de ser corrupto y pasar a ser un hombre honrado y justo. Conversaría con él. ¡Qué bien le vendría poder hablar! Poder emitir sonidos, escuchar otra voz que no fuera la suya, cada día más debilitada.
Al policía le impresionó la respuesta afirmativa y rápida del doctor. ¿Quería decir que era realmente un hombre tan bueno como todos aseguraban, y tan sabio? Para los demás policías el doctor Boggiani era un genio, casi una autoridad en ese charco de miserias espantosas donde la mayoría de ellos no se sentían muy diferentes de los prisioneros. Pero bueno, las cosas se tenían que hacer por orden superior, y con algo había que sobrevivir, alimentar a los niños. Muchos de ellos ni siquiera intuían cómo es que fueron cimentando la creencia en que lo que hacían era correcto, cómo se fueron disipando los escrúpulos, ni por qué seguían allí, como autómatas, bandidos sacudiendo la cabeza para ahuyentar pensamientos pecaminosos, para no oír la voz de sus viejos maestros de escuelas campesinas, humildes y laboriosos.
-¿Cómo es tu nombre? -dijo Luis cuando el policía regresó con el cocido con leche.
-Mario. Me llamo Mario. Y acá le traigo doctor una frazada también, y un jarabe para el pecho, expectorante, dice, para que se cure. Después le voy a traer también una pomada para la sarna. Le pido disculpas por todo lo que está pasando.
Luis comenzó a tomar ávidamente el cocido mientras Mario le informaba que afuera aumentaban los conciliábulos y que Anudila, su mujer, siempre venía a averiguar acerca de su estado. Mario se sentía conmovido por la amabilidad del prisionero y hasta empezó a maquinar ilusionadamente cómo ponerlo a salvo una vez que terminara de escribirle su tesis. Él no se consideraba secuaz de los torturadores, había aprendido muchas reglas de urbanidad leyendo libros prestados. Este hombre podría huir fácilmente si le doy una mano, se decía al tiempo que miraba el imponente físico del doctor, malherido en estas difíciles circunstancias, sumido en un incesante espasmo. Todo ello agregado a la densidad de la atmósfera: el orín y la materia fecal malolientes.
-Yo mismo limpiaré este lugar mientras usted trabaja esta noche en la oficina -prometió-. Y veré la forma de que use un baño para higienizarse. Y ropa limpia.
-Gracias. Gracias.
Horas después, cuando salió por primera vez de su celda, luego de varios meses de reclusión, Luis se frotó los párpados. Le dolían. Pese a los ejercicios cotidianos de estiramiento y respiración yoga, sentía todo el cuerpo entumecido al caminar. Alguien lloraba a gritos. ¿De dónde venía ese llanto? ¿De arriba o de abajo? ¿Y los quejidos, encimados? ¿Y esa canción desde la radio a todo volumen? Un olor agridulce impregnaba el corredor. Un olor poderoso que se colaba por sus fosas nasales como una catedral de aire muerto.
- XII -
EL INTENTO DE VIOLACIÓN
Meses penosos dejaron su impronta en el carácter de Anudila. Fue expulsada de las instituciones en las que enseñaba, porque una circular del Ministerio había prohibido que ella y su esposo ejercieran la docencia en instituciones públicas y privadas del país.
Entró por última vez al amplio edificio escolar. Sus ciento veinte alumnos de Educación Idiomática formaron filas y uno a uno le entregaron un regalo y una esquela. Todos bajaban la cabeza. Por sus rostros corrían lágrimas llenas de risas y juegos, deletreos, páginas transformadas en gaviotas, cuentos de nunca acabar, campeonatos de natación en la piscina haciéndole cosquillas a la profe, largas líneas de afecto en la pizarra.
Con el dinero de la indemnización que pagó el Colegio Mundial por despido injustificado, Anudila compró telas, hilos, encajes y una máquina de coser eléctrica, y se dedicó a diseñar ropas y a confeccionarlas ella misma durante noches inacabables.
Qué sutiles texturas. La seda con sus reminiscencias. Salía a vender sus obras casa por casa, todas las tardes. Su nueva condición de separada del marido no podía darse a conocer ahora que Luis estaba preso. Nadie sabía nada sobre él, ni siquiera si alguna vez recuperaría la libertad, y no existía ninguna certeza de que continuara vivo.
Muchos de los detenidos fueron trasladados al Penal de Emboscada, que Anudila visitaba de vez en vez. Al encontrarse allí con sus ex compañeros, la asaltaba una tibia añoranza de Luis.
Conversaba con todos, pero la más posesiva era la profesora Eleonora, que siempre intentaba acapararla. En la segunda visita se acercó a su alumna, tocó sus cabellos, los separó de la oreja.
-¿Sabes lo que significa el albedrío? -interrogó con un resabio furtivo en la voz.
-Usted me dice ¿semiológicamente?
-No conceptualicemos, Anudila. Lo que te voy a contar es algo muy reservado.
-Sí, Eleonora.
-La Tierra debe ser el infierno de otro planeta.
-Eso está muy dicho. ¿Que le causa tanta congoja?
-El paroxismo de mi... no sé cómo denominar aquella inclinación muchas veces malsana hacia el profesor Enrique. Por primera vez en toda mi vida, me venció la ilusión, que es siempre cruel. Supuse que él era alguien con quien yo podría compartir sin presiones mutuas un plan de vida. Eso quería.
-¡Cómo! Usted ya estaba casada.
-Anudila, te ruego que no me tranques con formalismos absurdos. Yo creía que hacías de la autonomía una práctica permanente y sin altibajos. Tú eres mi paño de lágrimas en esta hora crucial. Las instituciones, y el matrimonio, son meras convenciones históricas, con fuertes raíces de orden económico. Cuando la pasión amorosa surge, virtualmente se corrompen los principios éticos más asentados. Además, los usos morales de cada época sólo responden a intereses bien oportunistas de los mandamases de turno.
-Bueno, si usted lo dice.
-No me condenes prejuiciosamente y escucha.
Se tumbaron en un camastro y Eleonora contó que desde que conoció a Enrique comenzó a notar que las casas y la gente con sus caminos, su rutina existencial, ya no la molestaban como antes, cuando únicamente la calmaba el aislamiento. Todos los acontecimientos sociales seguían influenciando en su comportamiento, pero ya sin interferir en el diálogo que por fin aprendía a gozar con otro ser humano.
-Me refiero -aclaró- al placer del charlismo, pero no del vano, en el que sólo cuenta una especie de esgrima verbal en el que cada hablador hace alarde de datos acumulados mecánicamente, sin ningún tipo de internalización crítica de los temas.
-Profe, está divagando -se apuró Anudila-. ¿Podemos conversar después?
-Sólo unos minutos. Concédeme esa gracia. Estoy muy mal. Apelo a tus sentimientos más humanitarios. Discúlpame. Todo acto de generosidad siempre es recompensado, y en esta vida, no en la otra.
-La otra vida no existe. Es un mito religioso.
-Olvida los postulados marxistas, por favor, Anudila. Mi comunicación con Enrique era auténtica, espontánea, un alimento nutriente para cada uno por separado y también para ambos, al unísono. Poder estar en el otro, con el otro en mí, fue una prueba sobrecogedora. Él no era alguien cualquiera.
-¡Ya lo sé!
-Tenía la suficiente intuición y sensibilidad para detectar que mis acciones no pretendían satisfacer simplemente al acoplamiento por angustia de soledad, o por la urgencia de completarme, al no guardar en mí los propios elementos de plenitud.
-¿Podría abreviar su relato?
Eleonora se desconcertó ante la incomprensión de Anudila. ¿Cómo podía actuar de esta forma, siendo una mujer con una vida difícil y a la que empujaron de cabeza hacia la adultez prematura?
-Oye, lo que deseo que comprendas es que la vibración espiritual y física que me embargaba, no la causaba Enrique por ser testigo de mi conversión amorosa, ni por las peculiaridades de su atractiva personalidad.
-¿Qué la impresionaba tanto, entonces? -dijo Anudila, conciliadora.
-No lo tengo bien discernido, pese a múltiples y reiterativos análisis. Algo similar es lo que deben sentir empíricamente los condenados al enamoramiento cuando se torna locura, que no es sino una forma de evasión. A mí ni siquiera me interesaba el cúmulo de complacencias que él sabía brindarme a través de expresiones concretas de cariño o actos epicúreos.
-¿Qué, entonces?
-Era el que apareció allí y al que no esperaba, pero ocupó sin quererlo esa geografía desnuda que yo habitaba. Y así, de repente, con todos los patios colmados, fue difícil prescindir de esa luz acogedora. Había descubierto un pequeño hueco triangular en medio de un muro rocoso alto, altísimo. Aprendí a ver el otro lado en sus dimensiones oscuras y claras. Otras formas. Un contacto tan fuerte con él, que permanecía cuando ya mi piel estaba fría, separada de la suya.
-Basta, profe -se turbó Anudila-. ¿No cree que está atrapada por una desaforada sentimentalidad?
-Por lo visto, eres muy inmadura emocional e intelectualmente para entender este compendio de sabiduría milenaria del erotismo.
-Ni una cosa ni otra -estalló Anudila-. Necesito actuar con rectitud y formalidad. Hay otras prioridades que debemos atender.
Ni ella misma digería lo que le pasaba, ese terrible peso ¿temporal?, esa necesidad insoportable de huir de su historia, de la gran Historia. Le costaba tanto darse permiso para sentir su propio sufrimiento. ¿Cómo hacer para escuchar los ajenos sin desmayarse? El impulso inicial siempre la obligaba a zafarse de la indiferencia liberadora, pero, ¡ay, camaradas, os comprendo pero ahora soy incapaz de seguiros! Qué indefinible tristeza, qué agobio, variaciones de lo mismo, levantarse con fe cada madrugada y desfallecer inexorablemente hasta recoger toda la noche en sus brazos. La noche, toda la noche infectándose con su carga de incertidumbre.
Moqueando, regresaba a Asunción en un ómnibus destartalado. Lloraba. Lloraba. ¡Cómo lloraba! Luis era un desaparecido más.
Continuó asistiendo a la Facultad. A pesar de haberse truncado el ejercicio de la docencia, no abandonó la carrera de Psicopedagogía. Una noche, al salir de la clase, fue abordada por cuatro hombres. Reconoció a uno de ellos, vestido de civil, como policía. Éste se acercó mucho, interceptó su paso y propuso:
-Sube al automóvil. Tenemos un mensaje de Luis.
Rápidamente Anudila se ubicó al lado del conductor, en el sitio que le indicaron. Los demás hombres se sentaron en la parte posterior del vehículo, que tomó el rumbo de San Lorenzo. En esta ciudad descendió uno de los que estaban en el asiento trasero y cruzó la calle hasta llegar al bar de la esquina. Regresó con dos pollos asados y varias latitas de cerveza.
Fueron bebiendo durante el camino que conducía a Caacupé.
-Le pagaremos una promesa a la Virgencita -farfulló un flaquito de anteojos y todos soltaron una gran risotada-. ¿Quieres cerveza?
La joven rechazó la bebida moviendo la cabeza de derecha a izquierda. Incrédula, pensó que la carretera mostraba en la reaparición de los hechos, que todo estaba en su lugar, casi inventado, hasta el paisaje oscuro, cada vez más oscuro.
Bajaron del vehículo cuando el conductor estacionó en un claro sobre el cerro de Caacupé, enfrente a la casa de campo de los Jagli, sobre la que circulaban rumores de que era habitada por espíritus en pena.
Enfilados, los hombres pidieron a Anudila que se acercara al precipicio. El conductor del vehículo, el mismo al que ella había conseguido identificar con precisión, sacó una pistola del bolsillo del chaleco y ordenó:
-Ahora colócate de espaldas.
Anudila obedeció.
-Retrocede un paso -instó el policía.
Tanteando con los talones en el pedregullo, ella lo hizo, con mucho cuidado.
-Detrás está el vacío -advirtió el que hablaba-. Tenemos dos balas preparadas para ti si no te desnudas en menos de cinco minutos.
Ella volteó la cabeza y observó en sombras, a lo lejos, el lago Ypacarai. ¡Cuántos recuerdos se juntaron en esa fracción de segundos!
-Ahora mismo comienza a desnudarte si quieres vivir. No estoy bromeando. Y ponte de cuatro, como una perrita mimada. ¡De raza!
En esa mismísima fracción de segundos, Anudila pensó en su noche de bodas, en el ritual esplendoroso, en esa fiesta en la que alguien, él, Luis, se apoderaba de su trozo vital, de sus horas, de sus caricias, de su vientre.
Se echó hacia adelante, de rodillas, y pidió clemencia con un llanto fácil que mojó su rostro y comenzó a deslizarse con calor de sangre por el cuello blanco, en el sendero entre los senos, hasta alcanzar el ombligo.
-Vamos -dijo entonces el que daba las órdenes. Parecía conmovido.
Transportaron a Anudila hasta el centro de Asunción, totalmente enmudecidos.
-Bájate -conminó el policía, y detuvo el automóvil al costado del Panteón Nacional de los Héroes.
Aletargada, Anudila caminó despacio hasta la calle Azara, donde subió al colectivo que la acercó a su casa. Al llegar, le pareció más vacía que nunca, aunque allí la esperaba su incondicional amiga periodista, Dora Petrocella. Hija de un militar asimilado, arriesgaba su propia vida y el cargo de su padre realizando esta visita. Le traía, además, galletas del cuartel y alimentos enlatados para que agregara al cesto que diariamente llevaba al Departamento de Investigaciones, con ropas y comida para Luis, por si estuviera vivo.
La suegra de Anudila también había venido a la capital, para ayudarla, y la acompañaba en la travesía que intentaba dar con algunos indicios del paradero de Luis. En cada oficina de jerarcas parientes o conocidos de los padres de Luis Boggiani, recibían idéntica respuesta negativa. Nada se podía hacer. Argüían asuntos de seguridad del Estado. El Gobierno debía darles un escarmiento y ejemplo de lo que se puede hacer y no.
La familia de Luis tuvo que usar sus influencias claves con el Arzobispo de Asunción para lograr la libertad del amado hijo.
Muchas lunas cruzaron el cielo de Anudila, hasta que un fúlgido presentimiento la obligó a bajar al jardín ese día lleno de matices. Apenas lo hizo, una camioneta se detuvo enfrente. Luis caminó hacia ella, dubitativo pero sonriente. Se fundieron en un abrazo intenso y largo. Una vez más lloraron juntos, sin poder esquivar la emoción del reencuentro.
-¡Estás vivo! -gritó Anudila, emocionada-. ¡Estás vivo! ¡Y tan pálido!
- XIII -
DE LA POLÍTICA AL REINO ESOTÉRICO
La provocación de la sospecha comenzó a enredar a la pareja. ¿Seguirían viviendo juntos? Luis recordó que la mayoría de los matrimonios de su generación se estaban divorciando debido a la represión política, que motivó tantos desajustes de personalidad, confusión y angustia.
El almanaque fue acomodando naturalmente el porvenir de ambos. A veces el agobio los vencía y otras la alegría de estar juntos a pesar de todo, tan parecidos y distintos, leyendo, discutiendo, aprendiendo a aprender, corriendo en el Jardín Botánico o cocinando unos huevos fritos con tomates saltados, los llevaba reconsiderar el lazo, esa unión tan peculiar, los ideales comunes, y a tomar conciencia de cuántos hechos compartidos los ataban entre sí. No podían aislar de sus vidas las situaciones en las que se conocieron, las miles de cartas que se escribieron (¿cómo no se incendiaban esos papeles con aquellos fuegos?), esa concentración interna permanente en ellos mismos, tan mismos que se purificaban en el trazado de una complicidad que finalmente se dirigía también hacia los demás. Porque el amor que se vive una vez nunca se acaba, menos cuando se han conjugado tanta tragedia y tanto gozo, alternativamente.
Además, el segundo bebé estaba a punto de nacer. No había forma de ocultar la prominencia del vientre de Anudila.
-¿Nuestro niño se ha portado bien? -era la pregunta obligada de Luis.
-Muy bien, aunque el útero agrandado presiona todos los órganos que le rodean -explicó Anudila con la mirada resplandeciente-. ¡Ah, por cierto, debo contarte algo muy sorprendente! ¡Me hice una ecografía! ¡Tendremos otra niña!
Ambos conservaban el hábito de cuchichear antes de dormir y al despertarse, mientras remoloneaban en la cama tibia. Luis elaboraba innumerables proyectos. Uno de ellos era la recreación de los hechos que protagonizó durante los meses de encarcelamiento.
-¡Cuán delgado y blanco regresaste a casa! -dijo Anudila con desagrado-. Para mí sería insoportable no ver nunca el sol ni las estrellas. Es como la ceguera.
-La acción ya la tengo pensada -declaró él interrumpiéndola-. Puede ser una serie televisiva que gire alrededor del conflicto real, que no es percibido por el grupo que intenta el golpe.
-¿Cuál?
-Los personajes pretenden trascender su limitada dimensión personal y convertirse en las figuras amadas y respetadas que nunca pudieron ser: el disfraz de la utopía. Detrás crece el verdadero conflicto, el olvido de la gran mayoría de los paraguayos, de la gente a la que se quiere utilizar.
-No lo plantees así. Nuestros amigos podrían molestarse por esa interpretación -aconsejó Anudila-. Creerán que te has convertido en un renegado. ¿Por qué no lo haces desde otra perspectiva?
-No -calculó Luis haciendo el gesto de espantar moscas-. Hemos constatado la miseria diaria de los campesinos y de los que viven en zonas marginales. Son la mayoría. En la prisión se prolonga este estado de cosas. Allí se ofrece un trato distinto a ricos y pobres. Allí es donde se demostró que todo el Movimiento Revolucionario no fue sino una puja de poder en la que poco contaba el postergado Juan.
-¿No hablas muy subjetivamente, desde tus heridas abiertas?
-Puede ser -convino Luis-, pero no renunciaré a mis planes reformistas. Hay que intentar el tránsito de nuevos caminos, más ecuménicos.
-¿Cómo?
-Trabajando para que los cambios positivos se extiendan a todo el orbe. Mientras, hay que desarrollar la acción sobre la óptica de un protagonista de la represión, que a su vez se halla rodeado de figuras menores, pusilánimes, en quienes la desesperación cunde ante la inseguridad.
Guardó silencio unos minutos y poco después explicó:
-La posibilidad de perder privilegios primero, y luego hasta la vida, hace que la lealtad se resquebraje por un lado y se fortifique por otro. Bueno, lo importante es recalcar el enmascaramiento de ciertas luchas adheridas a teorías totalitarias colectivistas: se sigue el camino contrario al del servicio público como vocación de una vida.
-¡Bah! ¿Quién te entenderá? Margaritas para los cerdos -fue la respuesta de su mujer.
Enseguida sintió lástima y le sugirió que abriera nuevamente su oficina de abogado, remarcándole que habiendo sido el mejor egresado de la Universidad Católica, y ostentando el codiciado «cinco absoluto», se debía de alguna manera a un destino profesional.
Ella intentaba olvidar el conflictivo pasado y sus intereses políticos. Él quería intervenir con firmeza en el campo de los problemas sociales, reemplazando el ardor anarquista por la consagración a eternos valores superiores. Así, se unió a un grupo filosófico, esotérico, que cultivaba el desarrollo de una auténtica espiritualidad, el cultivo de la inteligencia y el ascetismo.
Luis y Anudila habían admirado juntos tantas cosas, que no sabían cómo iban a embelesarse separados ante las maravillas del universo.
Sin apenas advertirlo, se fueron despidiendo. Había una parte de ellos que nunca amanecía. Habían sido vencidos por las dificultades, por tantas cosas sin oficio ni beneficio.
La separación del matrimonio marcaba su tam tam de tambores ocultos.
Qué dolor. Qué dolor inenarrable.
Con frecuencia, tal vez, Anudila evocaría los términos de Luis cuando dijeron adiós sin mirar su mesita de pino, sus cuadros, sus escritorios, sus libros amados, sus discos, las cunas de sus hijas, las tertulias mañaneras. Con las manos temblorosas abrieron la puerta de su casa y se despidieron. Él indicó, parpadeando bajo sus lentes:
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Hay un barco perdido en el mar de tus dudas.
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Deja que el vuelo entre por la puerta de atrás.
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SEGUNDA PARTE
- I -
LA PROVOCACIÓN DE LOS SÍMBOLOS
En mi cama nadie es como Tú. Enmicamanadieescomotú. ¿Dónde había escuchado antes la misma frase? Anudila detiene sus pasos. Fija sobre sus pies, como siempre que necesita esforzarse para localizar un recuerdo, se aprieta la frente con la mano derecha y se mantiene en posición hierática muchos segundos, quién sabe cuántos, porque un sentimiento de alerta la cerca y hace que pierda el dominio.
Así instala en el catálogo de su memoria la novela sobre el Quijote de la Mancha que Cervantes comenzó con la letra de una canción muy en boga en aquella época, y que contaba precisamente que En un lugar de la Mancha... Se entretiene inventando tonadillas, supuestamente del Siglo de Oro, mientras coteja diferentes propuestas de actividades que la distraigan. Comienza a bajar los cuadros colgados en las paredes y a limpiarlos con un paño de suave franela irlandesa. Da vueltas y vueltas en tal menester cuando suena el teléfono. La sobresalta.
No es una cuestión relevante. Han llamado a un número equivocado. Pero, ¿al de quién? Qué importa, se recrimina, al tiempo que interpreta el episodio como un síntoma de que algo no funciona bien en su cabeza. Por cierto, otros vestigios le indican la presencia de este mal esporádico, cada vez más asiduo en los últimos meses, hasta el punto de motivar una pausa casi total en sus labores cotidianas.
Durante gran parte del día tiene la absurda sensación de que se encuentra en un hotel. Es como si todos los habituales rincones fueran observados por primera vez. No halla en sus sitios establecidos la pasta de dientes ni el diccionario, hechos inadmisibles, dado su talante organizado. Sentencia con frecuencia que ocupa el mismo tiempo tirar la ropa sobre un mueble que colgarla en una percha y ubicarla en su lugar. ¡El orden es la libertad!
En mi cama nadie es como tú. Ya es el colmo que horas después siga persiguiéndola el verso, como si ella se hubiera impuesto inmortalizarlo. Algún oculto significado debe de tener ahora no sólo la persistencia del texto sino la nítida imagen de su cama cuando era niña.
Se aferra a otras alegorías que en nada la consuelan: varios aparatos eléctricos se estropearon cuando ella los tocó. ¿Estaría muy cargada de ondas negativas? Se le ocurre que inclusive un plato se rompió debido a la potencia de su mirada. O tal vez lo soñó, simplemente.
A la mañana siguiente coloca, visualizándola con esfuerzo, una sábana blanca sobre sus inquietudes. Se lanza a la calle tarareando una composición de Bach. Va tan entusiasmada, con esa alegría ficticia de quienes intentan levantar el temple a cualquier costo, que casi atropella a una anciana. Aprieta hasta el fondo los frenos del automóvil y en ese instante un chirriar de otros frenos agudiza aún más sus sentidos. Un accidente de tránsito. Como hormigas diligentes hacia allí arrumban los transeúntes, desatada la morbosidad de querer contemplar las desgracias ajenas.
Anudila aborrece las aglomeraciones. Escribe detrás de la hoja de su lista de compras que la tragedia de los otros suele ser fuente de felicidad de muchos, hasta que les toca el turno de verse envueltos por la calamidad y regocijar a su vez a los demás. ¡Ah, la manada!
Hace una maniobra tensando el cuerpo sobre el volante y elude el atascadero. Nada es casual, se dice, notando que con las mismas letras se forma la palabra causal, pero hasta lo eventual puede ser parte de una causalidad, y una razón, simple coincidencia. Nada revolucionario en mi imaginación, se mortifica, clausurando el pensamiento.
Entra al supermercado con el impulso recolector de sus más lejanos ancestros. Es víspera de feriado, y todos están comprando vituallas. Anudila saca del bolso su inseparable cuaderno al que le puso un rótulo en llamativo tono verde: Apuntes de cualquier asunto. Escribe varias frases con su letra que se va haciendo más grande mientras envejece. ¡No, crezco!, discute consigo misma e implora a su mente que se detenga un momento.
Examina a los compradores y los describe en el papel cuadriculado que asigna a las curiosidades: antes del consumo, la batalla apasionante de la compra. Contienda y cruzada. Jaleo profundo de la gordita ministra de Salud para atrapar el jamón serrano, luego de extasiarse ante los chacinados. Buen ejemplo para la dieta higiénica y beneficiosa de los habitantes del Paraguay. Lid. Querella entre el pescado y el pavo. Duda. Elección. Bestiario de objetos, chocolates y chiches chinos. Monomaquia. Zancadilla a la tarjeta de crédito. Pendencia. Reyerta con el bolsillo. Agonía de la billetera.
Continúa escribiendo por un lado y reflexionando por otro, cuando de pronto aflora la cazadora que tantos conflictos agrega a su personalidad. Al acecho, compite, se lanza maquinalmente sobre las presas escogidas, y, cada vez más ávida, carga en el carrito elementos superfluos que podrán entretenerla en el objetivo de darles uso.
Parece conmoverse al tropezar con un anuncio, llamativamente ubicado en el escaparate de la repostería:
¿EL ABURRIMIENTO LO EXTERMINARÁ?
SÁLVESE
DISQUE EL 449 921
ABSOLUTA DISCRECIÓN
Lee con curiosidad. Prosigue. Responde a los saludos que le dispensan dos señoras con aire avinagrado. Se detiene en la sección de verduras. Hace frío. No la tienta comer nada crudo ni verde. Lo notable es que percibe un movimiento dual en su intención: no quiere comprar lo que será inútil, pero siente el deseo de quebrantar la norma de austeridad.
-Está naciendo un dios cada minuto -le susurra intempestivamente al oído a una de las limpiadoras del local. Soy todo lo que me queda de mi madre.
La mujer la mira compasiva y sonriente. Luego dice que no la entiende. Pero Anudila ya se halla en otra parte del juego, filosofando: ¿Cómo será la memoria de mi memoria? ¿Y el olvido del recuerdo y el recuerdo del olvido, y amnesia y acordanza juntas? Se comienza con el sueño. Después viene el ensueño. Hasta llegar a la esperanza y por último a la verdad del hecho. Es cuando sucedemos.
-Señora, discúlpeme -tartamudea, intrigada, la dependienta-, pero si puedo ayudarla en algo lo haré con muchísimo gusto.
-No hace falta. ¿No ve que yo tengo ahora la piel de la serpiente del paraíso? Es un extravagante obsequio de mi padre. Hay que aceptar lo inevitable y esquivar lo inexorable.
-Sí, señora -asiente la mujer, entrando en confianza-. No me concentro en su explicación porque estoy muy cansada. Una vecina mía trató de suicidarse esta tarde, mezclando cerveza con game xane, que es un veneno para matar hormigas. Vengo del sanatorio. Su marido está allí gritando que ella es una boba, que por qué no se tiró del techo nomás. Me puse tan nerviosa. Excúseme.
-Siga, siga con su trabajo. Alguien me dijo que no acabamos en lo que aparentemente pasó y pasa. Nada se descompone sino para ser algo nuevo. De alguna forma, en todo lo que suceda estaremos presentes.
-Qué cosa más cierta. Permiso. Gracias, gracias.
Anudila vuelve sobre sus pasos. Parece hechizada. De nuevo frente al cartel que promete eliminar el aburrimiento, apunta los números que allí figuran. Como hipnotizada, se acerca a la caja registradora, paga, y corre hacia el teléfono público.
-¿Hola?
-Buenos días. Acabo de leer un aviso en el supermercado, y tuve una corazonada.
-A todos les ocurre lo mismo.
Anudila siente que se ahoga, y pregunta:
-¿De qué se trata?
-Debemos conversar personalmente.
-¿Es un método terapéutico?
-Sí y no.
-¿Podría anticiparme algunos datos?
-No. Si su interés es auténtico, venga ahora mismo a la calle Ayolas, 2020.
A mil por hora. Identifica la casa y toca el timbre. Dos mujeres muy sonrientes la atienden. Explican que en el Centro de Servicios Múltiples, que no debe confundirse con una agencia de viajes, se propone una novedosa gira hacia el autoconocimiento. Entra el jefe y habla de la subjetividad de las cualidades sensibles: La existencia del color, sonido, peso, calor, forma, sabor, olor y dolor, no se halla en los sujetos en que parecen estar, sino en el ser que los siente.
Anudila se calla, pues la cita le suena gastada y ridícula. «Hombrecillo mediocre», juzga en silencio. Por cierto, tiene la convicción de que lo sustantivo se modifica apenas mueve una silla, o cuando cruza el pasillo, desde el dormitorio hasta la otra habitación de su casa, donde hay más luz.
Ella sabe que la naturaleza es inconmensurable. La realidad cambia apenas se hamaca una hoja en su árbol.
De todos modos, no evita la excitación. Se halla imbuida de una especie de estigma: Todos-podemos-cambiar. Hace cuentas, suma, resta, con frenesí. Lo hará. Participará en la exótica peripecia. Las fotografías, los catálogos, las indicaciones que recibe sugieren que no debe renunciar a esta oportunidad. Confía inmediatamente a ciegas en los organizadores del singular programa denominado Exploración 2000.
Irá a un sitio absolutamente desconocido. Jamás sabrá cuál es la situación geográfica. Será una cobaya. Asimilará lo más indescifrable de la condición humana. Una tentativa más. Durante treinta días vivirá con noventa y nueve hombres y mujeres, quizás similares a ella. El juego le costará lo mismo que pagar sus vacaciones en unas islas paradisiacas, y en este caso tiene la seguridad de una recuperación emocional más o menos permanente. La oferta es tentadora. Se encascabela, confiando en las promesas. Rememorará nostálgicamente, ya anciana, la aventura que está a punto de iniciar.
Probablemente el refugio será indescriptible, con olores, ruidos y sonidos nunca presentidos. ¡Y otros sabores! Todo tendrá un color que ella desconocía, sucederá algo que la conmoverá hasta los tuétanos y será suficiente para titularse como exploradora de la savia vital.
Cuando regresa a su casa, emocionada, se dirige como sonámbula hacia la computadora y escribe una carta. Necesita contarle a alguien, por lo menos sutilmente, lo que le pasa:
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Asunción, 25 de febrero de 1995
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Querida Alicia:
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Este año nos veremos. Presiento o intuyo, huelo, sé que me irá todo mejor. Tengo una entereza, loca (la loca eres tú, no mi pujanza), tan positiva y alucinante, que ya no siento miedo.
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¿Recuerdas que siempre me persiguió fatalmente la dedicatoria de papá en el álbum de bautismo? ¿Recuerdas? Escribió en la primera página: Mira que te mira Dios, mira que te está mirando. Piensa que debes morir, y no sabes cuándo. Quizás olvido a propósito algunas palabras, pero cada noche, antes de dormir, me ataca su amenaza. Al despertar, allí está esperándome el pronunciamiento. ¡Si otro lo hubiera escrito, pero es el dictamen de mí Adorado progenitor! Punto y aparte. No he olvidado el consejo, pero decidí arrinconarlo y vivir cometiendo excesos, creándome defectos, ¡transgrediendo la prohibición! A todo ello, adiós. Hola, renacimiento. Alicia, hay un vuelo directo desde el infierno hasta más allá del paraíso. Te invito a hacer juntas un viaje interminable, a brindar con ostras y con el mejor champaña de la comarca, a olvidar la celulitis incipiente, a confiar en que cobraremos las deudas atrasadas, las facturas del amor que repartimos y había sido que no lo hicimos gratis. Qué tango, ¿no? Te beso mucho, mucho.
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Dobla la carta, la coloca en un sobre y comienza a empacar sin prisas.
- II -
LOS APOSENTOS DE IRALA
Ninguna oportunidad mejor que este viaje para sepultar al inolvidable Federico Rueda Gómez-Gavilán. Una huida perfecta. Mientras premedita la acción del destierro de su caprichoso fantasma sentimental, se depila las piernas y evoca la manera en que él destruyó su fe en la pareja.
Anudila fue testigo casual de la incertidumbre de Federico cuando se instaló en la histórica mansión capitalina cuyos espacios serían durante muchos años el imperio de sus trabajos culturales y sociales, de sus anhelos espirituales y de sus relaciones con mujeres de cualquier ralea.
El primer administrador de este lugar de recreo intelectual dispuso que las dependencias del segundo piso funcionaran como su vivienda, para controlar mejor lo que sucediera abajo: tertulias, conferencias, debates, mesas redondas y veladas literarias. Una vez que Federico ocupó el mismo cargo, adoptó espontáneamente las prácticas de su antecesor, sin percatarse de la existencia de los cimientos subterráneos que servían de apoyo arquitectónico a la residencia. Fue Anudila quien tropezó, en una de sus muchas exploraciones domésticas, con el ventanuco que conducía a una bodega clausurada, donde se amontonaban botellas, libros y manuscritos de una mujer llamada María Luisa.
En desordenada lectura de tres de sus diarios íntimos, Anudila advirtió que el ingeniero y los albañiles que construyeron el edificio centraron sus esfuerzos en dotarlo de la máxima tranquilidad. No omitieron puertas secretas en el plano original, ni pasadizos. Esa especie de gruta enmascaraba con simétricos detalles su compleja estructura, que se erigía poco a poco para satisfacción de su dueño original, Orestes Medardos. A la sazón el señor tenía setenta años y disfrutaba sin alardes de los pingües beneficios de sus negocios.
No conforme con la cantidad de cemento y vericuetos usados para su protección, Orestes ordenó que instalaran exóticas alarmas y elementos blindados en cada uno de los sitios que lo albergarían, además de rejas, cerraduras y alambres munidos de corriente eléctrica.
Aplicaba idéntico esfuerzo productivo en la defensa de su soltería. Pero no. Hay cosas de la vida que son imprevisibles. ¿Casualidad? ¿Trampa del destino? María Luisa, a quien sus familiares llamaban susurrando Tatú Lamuerte, porque había enviudado dos veces, sorteó sin inconvenientes los obstáculos del tan bien resguardado paraíso de Orestes. Al principio él se defendió asegurando que ni los constructores del Antiguo Egipto fueron hábiles para evitar saqueos de las tumbas. ¡Los ladrones las violaban igual! Experimentaba fuertes emociones leyendo la Historia de la Humanidad.
-Los persas, griegos, romanos, árabes, turcos y europeos -le advirtió a María Luisa- saquearon las tumbas egipcias, a su turno, en busca de tesoros y piezas curiosas. Encontrar un sitio rico e intacto es una rareza preservada solamente por el azar, como quedar oculto al ser cubierto por la edificación de otra obra, hecho que benefició a la tumba de Tutankamón, enterrada bajo casas de olvidados autores de sepulturas y sus sirvientes.
María Luisa lo miró con aire de inocencia y se burló:
-Tú serás mi Tutankamón y mi esclavito.
-¡Ja! Los recintos violados informan también sobre la modalidad del robo.
-Pero si yo -dijo ella más cándidamente aún- no te robaré nada. Tú me lo darás todo.
-La finalidad de resguardar una tumba -explicó Orestes, de mal talante- consistía en encubrir objetos de valor que, por razones religiosas, eran esenciales para la vida eterna. Yo sólo procuro que los años de mi vejez no se vean opacados por un asesinato. Estoy en paz. Ni ladrones ni mujeres profanarán mi soledad.
-Yo podré. Cierra tu puerta con loza de granito, y verás. Cavaré túneles para alcanzarte. Introdúcete en un sarcófago de piedra, que te perforaré. Ya no hay granito de Asuán. Yo sólo quiero echar luz sobre la oscuridad de tu lujuria, mi viejo.
Nadie tenía capacidad suficiente ni valor para salvarse del acoso de la tía. Sus técnicas de acercamiento al esquivo varón eran impecables.
-Jamás derribarás mis muros -proclamó Orestes-. Tampoco podrás modificar mi antiguo lema: ¡masturbación o dependencia!
-Más turbado te encontrarás cuando estemos realmente juntos -dijo ella, cargada de incontrolables fiebres.
Orestes escuchó distraídamente los pormenores de la relación de María Luisa con su primer marido. Mas luego, cual enredadera en verano, su curiosidad creció.
-¿Y después? -dijo como al descuido-. ¿Qué ocurrió después?
-¡Me chupeteaba aquí, y aquí, y aquí! ¡Y aquí!
-¡Era un sádico!
-¡A mí me encantaba!
-Qué escándalo. ¿No te dolía?
-Qué vas a pensar en dolores cuando las venas se ensanchan. Le pedía más, gritando ¡más! Mi voz se tornaba ronca, su boca parecía crecer inexplicablemente.
Orestes se preguntó cuánto tiempo más resistirían en su lugar los botones de la bragueta, y decidió encargar que los cambiaran por un cierre metálico, desconcertado ante la sabiduría con que esta mujer tan mayor despertaba en él fantasías que ninguna jovencita bien formada podía motivar.
-Me vestía despacio, despacio -prosiguió María Luisa, al notar la efervescencia de su víctima-. Mi marido se aseaba dando con el cepillo en un ojo, tanta era su avidez por seguir observándome. Luego, una blusa con mangas largas y cuello muy alto, una falda beatona ¡y a casa de mamá, para prolongar mi contento con su estupefacción! Ella requería: «¿Qué haces vestida así, con este calor?» Con ojos glaucos yo le contaba que mi cuerpo estaba lleno de moretones provocados por las ardorosas caricias de mi cónyuge. Muy herida, la pobre no podía decir ni mu, pues mis divertimentos se amparaban en el sagrado vínculo matrimonial.
-¿Qué tenía que ver tu madre en todo esto?
-¡Oh, mucho! Se trataba de una dulce venganza que prolongaba mi excitación. Mamá me había inculcado que nada había más sucio y pecaminoso que el sexo. Toma, trágate esto, gozaba yo. Abochornada, ella no se atrevía a mirarme.
-Se entiende -reflexionó Orestes en voz alta-. Es un perfecto caso de sadomasoquismo.
-¡Orestes! Otra vez empleas esos vocablos incomprensibles. Qué manía horrible de ponerles títulos a las cosas más simples. Mi segundo marido, que en paz descanse, apenas irrumpía yo en su laboratorio, solía alterar los preparados de las recetas que le encomendaban, cuando ni corta ni perezosa, yo bajaba la cortina de la farmacia. Entre esos olores tan particulares, ejecutábamos la Quinta Sinfonía de Pirandello.
-¡Pero si Pirandello es un escritor!
-Qué importancia tiene eso, querido. Con su música a otra parte. Los parroquianos tocaban el timbre como locos, aquejados de graves dolores de muelas, al tiempo que nosotros desafiábamos cuanta ley de gravedad nos circundaba. ¡Ah, cuando la barca se mece en el mar y hay tormenta, qué incitante es el peligro!
-Perversilla, ¿eh?
Las fábulas portátiles de María Luisa anularon poco a poco la resistencia de Orestes. Abatido, admitió que empezaba a resbalar por la pendiente de estos cantos eróticos que lo cautivaban con sus cuentos de sirenas antiguas.
Y se rindió.
Al convertirse en el tercer esposo de María Luisa, modificó forzosamente sus manías de solterón, y así como las ropas que usamos se lavan y se gastan, los tejidos del cuerpo, sus recovecos, se deterioran con el abuso de la energía. El combustible que él recibió en el tiempo del matrimonio fue escaso para su organismo baqueteado por las abstinencias. María Luisa enviudó una vez más e inexplicablemente decidió conservar a Orestes en la nostalgia como al último hombre de su vida.
La mole que ocupaba se transformó en una carga pesada para sus sentimientos. El desván, el corredor, los pasillos, las galerías, el vestíbulo, el patio, cada hueco, el piso, la bodega, la chimenea, la terraza, el tejado, hablaban de Orestes más enfáticamente que cuando él estaba a su lado. Resolvió implementar cambios para que su casa adquiriera un color más natural. Derrumbó habitaciones enteras y remodeló las áreas privadas convirtiéndolas en sitios confortables. Completó su diseño hogaril con un gran jardín interior y aisladas dependencias de servicio.
Borradas las señales arquitectónicas que simbolizaban la opción de Orestes por la soledad, María Luisa se dispuso a andar a buen paso, con la idea de incrustarse al presente en carne y mente. Sin embargo, recordaba al finado hasta en los silencios. Por eso, cuando un consorcio extranjero ofreció una importantísima suma de dinero por el inmueble, lo vendió y se mudó a un sitio adecuado para una persona que nunca volvería a tener compañero.
Conque al fin y al cabo la mansión pasó a funcionar como centro de esparcimiento colectivo, y fue en este mágico ambiente donde se inició la tempestuosa relación entre Federico Rueda Gómez-Gavilán y Anudila Gonzaga. La planta alta pasó a ser conocida como Los aposentos de Domingo Martínez de Irala, quien fuera el conquistador español que a más mujeres indígenas amó y que mejor contribuyó en el proceso de formación de la nación paraguaya.
- III -
¿DE QUE MES SON ESTOS IDUS?
Anudila apartó la mirada de la araña que caminaba sobre su mesita de luz y Marcela, la nueva criada, acercándose a su oído, gritó: «¡Usted señora parece querer ser picada por este bicho asqueroso!», y ella, Anudila, respondió: «No se meta en lo que no le importa. ¿No ve que estoy haciendo lo que me da la gana?» Giró de nuevo la cabeza para fijar los ojos en el pequeño insecto que se desplazaba a sus anchas, y fue cuando sonó insistentemente el timbre de la casa.
No oyó o no quiso hacerlo. Ese estado de abstracción la comunicaba misericordiosamente con una criatura cosmopolita diferente a ella: la esposaba al mundo y a sus innumerables habitantes. En realidad, la llegada de algún intruso interferiría brutalmente -así como cada actividad rutinaria necesaria, comer, bañarse o dormir- en su quehacer fundamental de búsqueda de una solución definitiva para sus problemas físicos. Porque sus dolencias no eran emocionales ni mentales, eran carnalidad absoluta. Lo que más la impacientaba era su propia impaciencia.
-Señora, viene la señora Lilian -anunció Marcela.
-Que pase.
Sabía, pues, que la mañana ya no sería suya. No respiraría ya el mismo aire intimista y relajado. En consecuencia, debía admitir que se acabó el recreo. No, comenzaría el verdadero recreo de la conversación jugosa. No, había comenzado bien temprano cuando declaró el día vacío, para nadie más que para sus pensamientos, para estar completamente sola y no hablar ni siquiera con sus hijas.
De todos modos, Diana, la más pequeña, ya había entrado antes a su escritorio. Se lanzó sobre el regazo de Anudila. La besó, la acarició. No parece que fuera ayer, meditó. ¿Quién podría devolverle el hoy de ayer, sino ella misma, aunque se hiciera trampa?
-¿Cuándo me llevarás al parque Anka, mamita?
-El fin de semana.
-¿Cuándo falta para el fin de semana, mamá?
-Ya entenderás. Yo sigo teniendo confusiones con el compás del espacio, prepotente buen padre que no respeta ni el mínimo ensueño.
-¡No te entiendo, mami!
-Vete a jugar con tu hermanita.
La sonrisa de Lilian era como una rendija que dejaba entrar mucha luz a los cuartos olvidados. Al llegar a la habitación de Anudila miró y preguntó por qué estaban los muebles cambiados de lugar.
-Porque me cansan -aclaró Anudila-. ¿Sabes que hace dos días regresó Francisco?
-¿Y te parece que sigue siendo una buena carta a la que apostar?
-¡Ay, Lilian, no compliques las cosas!
-Recuerda lo que opinábamos sobre esas chicas de cóctel. Adminístrate ahora que eres joven y puedes escoger.
-¡Estás pontificando! Estoy cansada de tanta autodomesticación.
-Bien sabes que detesto los sermones. Sólo apunto lo que tú misma opinas de las mujeres que se dan el lujo de ser frívolas.
-No sé a qué viene eso.
-A que estamos de acuerdo en que no eres una chica de cóctel.
-Me estás aconsejando que me venda mientras le salgo al paso al futuro. Que claudique.
-No. Sólo te digo que una buena manera de matar la ilusión, que es muy cruel, es pensar a fondo las cosas y aceptar lo menos posible como artículo de dogma. Es una cuestión de integridad, ¿entiendes?
¡Marchante! ¡Marchante! El grito de la vendedora de yuyos cortó la discusión. Salieron a la calle y observaron a la anciana yuyera que parecía haber tenido mala suerte toda su vida, como si en cada arruga se manifestara una sempiterna y mísera obligación de defender sus derechos.
Se entretuvieron seleccionando hierbas y nuevamente se trenzaron en desacuerdos, que no, que la salvia es para el estómago, te digo que para las adicciones, la cola de caballo es como una escobita para los intestinos, más bien limpia todo, no sólo eso, no te olvides de comprar el yaguarete ka'a para esos empachos que te agarran cada vez más seguiditos. ¿Y el cedrón y la manzanilla? ¡Tampoco mezcles tanto! Un poco de anís no me vendrá mal.
-A cien nomás todo, che marchante, comprá catú esta hierba buena, y éste sí que es para hacer gárgara, para que no te duela más la garganta, y un poco de borraja para tu catarro, que no te pasa luego, che dió.
Apenas terminó la sesión con la marchante, Lilian insistió en que se debe diferenciar entre lo trivial y lo esencial, y Anudila se irritó abiertamente. Como si nadie antes que ella hubiera tenido desgracias, algún vecino malhumorado, deudas insoslayables. Mucha gente era lo suficientemente rica y afortunada como para poder pasar el resto de sus días sin tener otra tarea que la de explotar a sus semejantes, pero también sabían sufrir por bagatelas. Tampoco podían escaparse de las mañanas heladas o del sol quemante. No era que Anudila se sintiese ingrata. Es que no estaba con ganas de escuchar sermones. Que estás chachareando, es como si me contaras de las generaciones literarias, y yo de eso nunca entendí un comino. Venga la generación del 40 y la del 60 con sus agotadoras búsquedas estilísticas. Hasta hace poco, para impresionar a cualquiera, decía que la dimensión estructural de tal y cual cosa era hueca, pero no sabía qué cuernos era eso del estructuralismo. Con Federico sé que es un hombre y que...
-No confundas las cosas. El pasado, todas las experiencias cuentan siempre. Y lo que no funciona debe obviarse sin otorgarle beneficio a la indecisión.
-¿Merendamos?
-¿Por qué cortas el tema?
-Por cansancio. Estoy agotada. Diana acaba de acomplejarme, bendita liliputiense, con ayer, mañana, después de ahora, si qué tiempo falta para alcanzar el fin de semana. Cuántos conceptos vagos en los idus de no sé qué meses.
El trajín doméstico dejó escuchar el vozarrón del jardinero:
-¡Apúrate Clemente, porque mi suegra y mi gato están enfermos!
Qué absurdo. Lo que dicen le parece de cuento a Anudila, que mira cómo se desdibuja una nube y se aleja del hueco de sus expectativas, del día, de esta hora que se pega a los brazos inútilmente quietos.
-Todo está por comenzar después del terremoto. No entiendes, Lilian. Nuestros giros idiomáticos son sólo un jeroglífico que no explicita nada. Es demasiado tarde. Los trenes pasaron con su eterno aullido dejando en su lugar las vías de siempre, inamovibles. Hace frío. Usted está enferma, señora. Todos estamos hartos de diálogos de sordos. Habla, habla, total, escuchan los ciegos.
-Comprendo. Seamos prácticas.
Ambas se aliviaron y Marcela trajo dos humeantes tazas de té. Con miel de abeja, claro.
-Hablemos -sugirió Lilian- de la novela que empezarás a escribir. Serás una verdadera escritora, analítica, aguda vigilante de la realidad.
-Vaya, qué penetración la tuya. No podría escribir dos cuartillas siquiera si no me fijara en mi entorno.
-De acuerdo. ¿Qué otra cosa sino una radiografía de lo cotidiano, de distintos hechos concretos, es una novela? Y hay tantas historias que esperan su tumo de ser contadas. ¿Qué ejes seleccionarías?
-No lo sé -admitió Anudila-. Tengo en mente a la mujer y sus roles en la historia de la humanidad. Suspenso... una gran jaula dorada y una bebita. Esa jaula sería su corralito, y luego ring durante el matrimonio. Una niñita, sí, una joven, una dama adulta-adusta, ¿ad-últera? Por último, una anciana. Los demás tratando de encerrarla más, pintando y despintando su jaula, o tratando de liberarla. Madre, hija y espíritu santo.
-Bueno, esa es la idea. Pero, ¿el argumento?
-Por Dios, no seas esquemática. Un día ella-ellas pescan que son las únicas que pueden encontrar el portentoso mecanismo para salir de la cárcel sin destruirla, o para quedarse en ella porque la contaminación ambiental no alcanza para vivir otra situación más gratificante que la de ese círculo reducido, en el que sin embargo cada una por lo menos puede intentar desentrañar las verdades de los tugurios antropomorfos.
-¿Tugurios antropomorfos? Rebuscadísimo, querida. A mí me gusta la sospechosa sencillez de una sintaxis. Y, además, ¿no está suficientemente gastado todo eso?
-Y bueno... Puede ser una antinovela. Uno para todos y Dios o yo para la vaca conversante. Comenzaría así. Eso. Una sátira sobre los novelistas y sus confesiones públicas. Una caricatura de la misma novela como género literario.
-Otros han hecho ya lo mismo -insistió Lilian.
-Sí, pero tendría cuidado. Siempre hay algo nuevo bajo el sol y la luna. Sólo en el Eclesiastés se ha dicho lo que ya no se puede contar. La mía sería una agresión al estilo narrativo. También puedo optar por ser más convencional, elegir como foco la vida de una familia campesina.
-No olvides que lo que debe surgir en nuestro país es la narrativa sobre el contexto urbano. No machaques. Y dale con el campo y los ranchos.
-En fin, puedo escoger una historia tradicional con desenlace complaciente para todos, se casaron y el rosa fue rosa y comieron lo que se les antojó. O algo como una rayuela, a lo Cortázar, un rompecabezas para que el lector trabaje como un orfebre, que cada uno arme sus piezas, que comience a leer por donde se le ocurra. Tendría en cuenta ciertas teorías literarias para desarrollar mi obra. Probaría que se puede hacer derroche de tecnicismo sin aburrir. Quizás podría ubicarme como cronista.
-¿Qué? ¿Con el recurso de la compilación?
-Como registradora, sí, de un hecho histórico. Seleccionaría las fábulas y habladurías arquetípicas y luego del rastreo de peripecias me ocuparía del ordenamiento y la transcripción del texto. Eso está de moda. Lo que no sé es si atender la pureza de la forma o la fuerza del contenido.
-No te pierdas en titubeos. Hay que empezar. Y no te acerques demasiado a esa narrativa desenfadada y algo porno, para aparentar que eres moderna.
-No. Mi novela será algo sutilmente intelectualoide -aventuró Anudila.
-Y sólo la leerán tus padres, con gran esfuerzo. Cuidado -dijo Lilian y se despidió-, cuidado, que la primera novela quiere tender a ser autobiográfica.
-Por favor, qué tontería. ¿A quién podría interesarle la historia de mi vida?
- IV -
¿SERÁ O NADA PASARÁ?
Federico no buscaba sorprenderse con nuevas amistades: venían a él atizadas por su don de gente y su generosidad sin afectación.
Asistía a comidas y vernisages integrándolos a su esquema de trabajo. Por ello, pese a su constante recriminación, porque detestaba su tendencia a la modorra, no se avergonzaba de la pérdida de tiempo que significaban noches tras noches de tragos y tertulias.
En ellas aprendió a recoger diferentes versiones sobre las actitudes de sus anfitriones paraguayos. Algunos le contaron que primero viven y de vez en cuando trabajan, en fin, unos pocos, porque a todos les gusta holgazanear.
En una de estas jornadas se acercó a un grupo que dialogaba sobre la represión gubernamental imperante, un tema obligatorio. Allí estaba Marta Laterra, una de las mujeres mejor educadas que había conocido en el país, y que prácticamente lo prohijó. Alta, rubia, de ojos azules, al lado de Federico se asemejaba a una afable compañera de juegos capaz de concederle todos los caprichos.
-¿No ha venido Anudila? -preguntó Marta.
-Hoy no he hablado con ella, pero ya es tarde, así que esta vez no debemos temer al ridículo. Ya sabes que con dos copas de vino ella empieza a dispararse.
-¿Y sientes pudor ajeno? En cambio, yo me divierto con sus irreverencias, mientras la agresión no se dirija a mí.
Una exquisita sensibilidad se escondía detrás de los razonamientos muchas veces irónicos de Marta. No era una típica ciudadana local. Los años de estudio y vagancia en París dejaron huellas visibles en su tranquila compostura. Soltera por decisión propia, estimaba sin subterfugios las buenas amistades masculinas.
-Acabo de regresar del Brasil -comentó-. El predominio de la violencia se está marcando más en esa sociedad. Las paredes se hallan ahora ensuciadas con leyendas obscenas.
-¿Cuál puede ser la causa, en un territorio tan inmenso?
-Sería harto aburrido entrar a hacer enumeraciones. Las raíces históricas del subdesarrollo son similares en toda América, pero hoy tanto Perú como Brasil nos sobresaltan al exhibir su pobreza casi como espectáculo. Es terrible. La calidad de vida se ha degradado a tal punto que...
-Los satisfactores -terció Mabel Bellarano- hacen agua por cientos de agujeros. Ideas sin desarrollar, educadores con bajísimos salarios y número excesivo de alumnos impiden la aplicación de un proyecto viable para un cambio radical.
-Satisfactorias -calculó Marta- debe ser una palabra portuguesa, ¿no?
-Dije «satisfactores».
Íntima amiga de Marta, arquitecta como ella y formada en Italia en cursos universitarios de post grado, Mabel tenía preocupaciones de corte sociológico y bregaba para que la educación de sus compueblanos estuviera principalmente orientada en función del individuo integrado a su comunidad, y adaptado con ciertas pinzas, para que surgiera una libre armonía entre arte, estética y ética ambiental, naturaleza y belleza interior.
-Dios mío, debo retirarme -dijo Marta mirando el reloj.
-Espera, que te llevo -ofreció Federico.
Ya en el automóvil, conociendo las habilidades de su amigo en el campo de la electrónica, Marta habló de ciertas fallas mecánicas del equipo de música con el que acompañaba la realización de sus planos profesionales. Solícito, una vez que llegaron, Federico entró con ella a la casa para revisar el artefacto. Mientras lo hacía, Marta hablaba como para sí, retornando la conversación de la fiesta. No era inusual que expresara en voz alta sus disquisiciones. Es más, sus allegados ya ni se fijaban en estos lapsus. La arquitecta estaba siempre predispuesta a ese estado que sus amigos bautizaron como «aeritis» crónica.
-Brasil se me viene encima como diez torres de Babel acostadas, meciéndose detrás de los árboles y los buzones relucientes con sus eslóganes: ¡Tome la iniciativa, escriba! Confíe en los Correos, los tiempos cambiaron. Y me empujaban, y el ómnibus parecía detenido en la villa miseria, allí, abajo. Me robaron el chal en la rodoviaria, llena de flores de plástico. ¡Flores de plástico hasta en el techo, en pleno trópico! Qué lugar. Invadido de vidrios de colores y luces espantosamente artificiales.
-Es aquí, en este circuito -dijo Federico-. Ya está.
-¿Te contó algo Anudila sobre un personaje sensacional que conocí en el nordeste?
-¿Un flirteo?
-¿Recuerdas lo de Neruda? Amo el amor de los marineros que besan y se van. Marrón es el nombre del tipo. Es una especie de guía de turismo, amable, que nos ha saqueado con gracia, con dientes blancos y piel oscura, brillante. Marrón.
Se despidieron.
-Llévale estas fotos a Anudila -propuso Marta-. Yo se las hice en una de nuestras excursiones al Chaco.
Presuroso, Federico cruzó la ciudad. Cuando llegó a su casa creyó percibir un olor que no era el suyo en la habitación. La recorrió con cautela, fue al vestidor, abrió puertas. Intuyó la presencia de Anudila y una rabia feroz lo invadió. Probablemente estuvo nuevamente aquí en su ausencia, revisando objetos y papeles de su exclusivo uso personal. No soportaba la falta de respeto a su privacidad.
Cuando más alterado estaba, surgió Anudila de debajo de la cama, arrastrándose como un reptil.
-¡Cómo te atreves! -exclamó Federico.
-Pasaba por aquí y entré a esperarte. ¿Qué tiene de malo?
-¿Por qué te metiste debajo de mi cama?
-Quería pillarte con alguien, sentir que la cama se movía sobre mí, salir y encararte -dijo ella sin asomo de rubor.
-¿Pero no te das cuenta que tu comportamiento es ilícito desde todo punto de vista? ¿Hasta dónde pretendes llegar?
-Hasta tus entrañas.
-Pues sí que has escogido el camino inadecuado.
-Yo sólo quiero -pronunció ella, ya compungida- alguien con quien compartir sin presiones mutuas un plan de vida.
-¿Y estás tan condenadamente perdida que haces exactamente lo contrario? Presionas y presionas. ¡Aunque te quiera más que a mi vida no estaré contigo si pretendes ser mi carcelera!
Anudila bajó las escaleras. El suelo no existía. En el vértigo de la conquista frustrada, se veía apenas como un rostro flotando rabioso en su interior.
Buscó en la cartera un cabello negro que encontró en el lavatorio de Federico. La prueba del delito: ¡Este cabello no es mío, es muchísimo más largo y de otra tonalidad! Este roñoso pelo pertenece a una cabeza ajena, a la reemplazante que como una víbora, sigilosa, irrumpe también en su dormitorio.
Graves pensamientos la llevan ahora a identificarse con una paloma rodeando al macho, sin intuir nada, envuelta en esa dulzura que gravita sobre la arqueología de la hembra, chiquita y asustada. De este modo su espíritu se adueña de una redención palpable, sinuosa, propia de las hazañas que sólo pueden concretarse en el futuro, arrastrando el capricho sobre el sendero terrible del calendario: ¿Será o nada pasará? ¿Lo inesperado en verdad se convertirá?
La embarga un gran malhumor, porque cree que ningún acto racional podrá ser más intenso que el alarido del momento: el que está sucediendo, siendo, inmediatamente, pasado. Pero con qué facilidad el testimonio de andaduras se evapora entre las llamas de cada única providencia. No en balde persiste el dicho de que cada mosca tiene su sombra.
- V -
HILANDO EL VÍNCULO
La fatiga se alía con el insomnio, y entre ambos, Federico no logra descubrir de dónde viene esa sombra mal colocada, de dónde los colores tenues. ¿Desde el cuadro de Soledad, que en años pasados ocupaba una pared de su dormitorio? Sí, se trataría de aquella anodina obra de arte, su visitante de la siesta. Esa muralla alta, escalable. Un aire que se asoma y sorprendentemente no aprieta ni refresca, desde el lienzo barato. Está allí, desmadejado, casi entre sus dedos, que buscan tensiones en la espalda. Pero por qué aúna tanto el recuerdo de este óleo figurativo y vulgar, con una época perfectamente identificada, cara para él, en la que un eromosoma parecía aprisionar a otros mientras registraba cuánta vida secreta tenía su cuerpo aún en los rincones desconocidos.
Es indudable que no se piensa con el cerebro, no se siente con el corazón. Se piensa y se siente también con el hígado, con el estómago, con huesos y arterias. Cada órgano se relaciona con asombrosa simplicidad al otro, y al otro, y al otro. Quieta la mañana, sin ninguna ansiedad, relaciona el insignificante cuadro con la nueva costumbre de aguardar a Anudila sin necesitarla. ¿Por qué no le rodea ningún apremio, y sin embargo, como una afiligranada gota de agua ella ya está a su lado, en la alegría revuelta que disfruta porque sabe que la verá enseguida, pese a las constantes peleas?
Le es grata esta forma de ir hilando el vínculo con una persona. No tiene que devanarse los sesos para bosquejar cómo había sido y cómo sería la vida de ella. Aunque planteara diversas conjeturas, nunca se alejaba de la certeza.
-¿Qué te gustaba hacer cuando eras niño? -era la averiguación preferida de Anudila.
Federico recogía al vuelo la curiosidad y consideraba normal que ella escarbara en su historia:
-Iba a la escuela, jugaba, almorzaba en la mesa la comida que mi madre preparaba, ayudaba a mi padre en los olivares.
-¿Y al crecer?
-Me enviaron como pupilo a un colegio religioso. Cuando ya era más grande cuidaba a los chicos pequeños del internado. Siempre me encargaban la atención del dormitorio de los meones.
-Y después vinieron los enamoramientos. Tú les ponías números a las mujeres. Mimosa I, o Carmen II, ¿verdad? Porque eran varias, ¿verdad?
-No sé por qué maquinas estos novelones, ni con qué intención consignas esa palabra clave con tonillo contradictorio, cuando todos sabemos que es una de las más representativas afirmaciones.
-¿Cuál? ¿Qué palabra?
-Dices «verdad» interrogativamente. La verdad es aseverativa, cierta.
-Disculpe a su descuajeringada alumna, señor licenciado. Esta ingenua e incompetente discípula controlará más su léxico, para no ser malinterpretada. No puedes negar tu pasado porque lo he leído todo y todito en tu diario, desde tu adolescencia hasta la semana pasada. No sólo eso. Tengo una fotocopia completa.
Él tiene la impresión de que Anudila compagina sus fábulas a veces para atormentarse, y otras, para su alivio y solaz.
-Federico -dice Anudila, adivinando su especulación, si no puedes convencerme, ¡confúndeme! Podemos debatir, sin embargo, sobre ese asunto de la verdad. Supongamos que nos desenvolvemos solamente con un ideograma, con esa imagen convencional que significa un ser o una idea, sin palabras o frases fijas que los representen... ¿Cómo se ubicaría allí, semánticamente, tu argumento sociolingüístico sobre la verdad?
-Mira que eres testaruda y pedante.
-O si planteamos la misma cuestión desde la perspectiva de Destutt de Tracy...
-¿Qué? ¡Quién es ése!
-Uno de los principales representantes de la doctrina filosófica centrada en el estudio del origen de las ideas.
-¡La maestrita Ciruela! ¡Todos a copiar! ¡Clase de Dictado! Te empeñas en soplarme lo que es la ideología, ese conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso, político, bla, bla, bla. Te has desatinado, tesoro, nada que ver con mi formulación sobre el uso equívoco, o ambiguo que le das a un vocablo. Con la verdad se afirma, no se consulta.
-¡Aaaaahhhhhhh!
Más visiones. Federico se arrima a catapultas verdosas, que en limpio recogimiento, le alcanzan la sombra de la tarde proyectándose hacia el cielo que acerca a su piel un sabor triste.
Con qué insólitos y fuertes colores sueña soles perrunos en este momento. El acantilado es una tentación, pero la vida lo llama serenamente. Desde su sitio, capta que todo es solamente repaso. Inmemoriales rastros. El sacerdote confesor y el desconcierto ante el pecado. Los curas y Franco en su España feroz.
-No es más que salirme del camino recto -se justificaba, sin mucha convicción-. Algo más complicado de lo que se considera una virtud. Algo evanescente, adherido a la fatalidad y a la suerte intrínsecas que cada uno lleva consigo.
Se entrecruzan en el pensamiento los primeros caracoles que asombraron su infancia, la mirada del perro, sus manos visitando ese lomo terso, o huyendo velozmente de los atajos peligrosos. Era simplemente inocencia. La inocencia, pasiva, anclada necesariamente en la ignorancia. Qué idiotismo feliz. La pureza fue, posteriormente, una conducta motivadora, gratificante.
Aquí, en el claroscuro del deslumbramiento a deshora suscitado por Anudila, se halla también el croquis de la madre con sus buenos consejos.
Decide acostarse sobre la alfombra, laxo, y mirar en la pared sus únicos sobrevivientes de humedad, manchas con la locura de estar completamente solas, formando caprichosos diseños como clavos calientes detrás de los espejos del infinito.
Precisamente en el espejo del baño, Anudila había dibujado con su lápiz de labios una frase que le está carcomiendo el cerebro:
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«Absurda plenitud sin concesiones, olvidos, ausencias, la facultad del ayer, un entresijo. La vida transcurre también cuando dormimos».
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Aterido, Federico palpa la voz sideral de los eones de su cuarto. Se mimetiza en circunloquios dispersos. Se hunde en un eclipse sólo suyo. En ínfimos residuos, todas las frustraciones indican sus ganas de conocer auténticamente a la mujer. Ha cargado con tan enigmático fénix desde la escuela primaria, y ahora piensa que cuatro alegorías lo resguardan: su nunca saciada curiosidad, los altos conciliábulos del erotismo, sus transfiguraciones lúdicas y el desconcierto de saberse en sí, por primera vez, deambulando por cada protoplasma de Anudila.
¡Pero por qué no llega todavía!
- VI -
LAS COSAS INDESCIFRABLES
Federico no pretendía un acomodamiento fácil. Era demasiado sensible y delicado en todo. Cada oportunidad de reconocer un aspecto diferente de la ciudad era un regalo de la vida. Esa mañana, lleno de bienaventuranza y con la seriedad juguetona que lo definía, ordenó papeles sobre su mesa de trabajo y salió a darse un recreo. Pidió naranjas en el puesto habitual. Entró en la despensa del coreano y compró unas pastillas de menta. Fue a una Casa de Cambios a mirar las cotizaciones del día y a conversar con una socia muy dicharachera. Luego se sentó en el Da Vinci, porque estaba a un paso y, además, en 15 de Agosto y Palma a esa hora no había casi nadie.
Se preguntó por qué recurría siempre a los sitios habituales. Sería porque en ellos está alguien que te reconoce, hay una mirada deferente, un gesto amable, el calor que ya no transmite la sábana, la exacta frase cariñosa que mezquinan los que te conocen desde más cerca. Queremos la troupe condescendiente, aunque sea prestada a través de las nimias rutinas, del intercambio de bienes y servicios.
Vio a Anudila recién cuando ella se sentaba a su lado, sin saludar.
-Persiguiéndome, como siempre -dijo.
-No. Por casualidad pasaba y te vi -replicó ella-. Debes tener la conciencia limpia.
-Nada de eso. Por lo menos podrías pedir permiso para compartir la mesa.
-Creí que te daría una sorpresa agradable.
-Ayer estuviste muy agresiva.
-Discúlpame. Los poblados nuestros son como tortas -prosiguió Anudila, sin inmutarse-. Los devoramos hasta que su sabor se torna empalagoso compañero. Después hay que buscar otras orillas, un refugio más seguro aún en sus precariedades. Porque, de todos modos, no nos pertenecen estas calles, sus semáforos y sus intermitencias coloridas.
-Pero qué cosas dices. ¿Qué te pasa?
-Nada. Me voy de viaje, a una exploración, pero antes quiero informarte que el paso libre es para los que saben dominar sus glándulas lacrimógenas. Para los que tienen reflejos rápidos. Para los que pueden pasar a cuarta en medio minuto, darle al cambio del auto sin que el motor se detenga.
-Incoherente. Estás incoherente -interrumpió Francisco.
-El azar es nuestro amo. Nosotros somos sus esclavos y su alimento. Está allí, inalterablemente quieto, idéntico a sí, mofándose de cada porción de aire que respiramos y a veces intentamos retener.
Federico procuró hacerse el tonto dirigiendo su mirada hacia las altas fachadas de los edificios con su aire art deco.
-La fuente de agua se ha llenado de polvo, en la plaza. Y de hierbas -rió Anudila frotándose las manos-. Una vez, hace mucho, mucho, cuando nosotros recién empezábamos... ¿Qué cosa, niña bonita?, podrías decir. ¿Quién puede delimitar el sitio exacto del principio? ¿Y el instante en que el hilo se suelta, fin, fin, se terminó, descansen?
Federico hizo caso omiso a Anudila que, obstinadamente, sacudió la cabeza y continuó monologando. Describió la casa de la tía Clementina, o sus restos, porque estaba siendo visitada por la piqueta, como tantos otros edificios, joyas de un encantador patrimonio histórico y cultural de la Nación.
-Además -enfatizó-, Rosenda y Rufino están muertos.
Rosenda y Rufino pertenecían a una noble familia de Concepción. Conformaban un clan que despreciaba los negocios y admiraba la tradición de la heredad, que es -aseguraban- cuando los nobles nacen, no se hacen, y son terratenientes. Siendo muy jóvenes, fueron enviados a Europa a realizar sus estudios universitarios, pero luego, cuando sus padres murieron y tuvieron que regresar a la ciudad natal, dilapidaron rápidamente su fortuna. Rosenda se convirtió en una pordiosera y fue perdiendo la noción de las cosas. Los chicos adolescentes entraban a violarla cada vez que se emborrachaban, por más que apestara su cuerpo sucio y anciano. Y Rufino, también en total decadencia pero tratando de conservar su hidalguía en el porte, iba vendiendo poco a poco sus muebles de estilo a los padres de Anudila, que así armaban una casa sobria y refinada al mismo tiempo.
Rufino no ignoraba que su título de doctor ya era inútil. Y nada se proponía demostrar, encerrado en el orgullo de sus méritos académicos. Con maestría había dominado el deporte hípico, pero ya no tenía caballos. Era un gran teólogo, pero se había convertido en ateo de tanto conocer todos los mundos y a sus criaturas. Anudila y sus hermanos se paraban en la vereda, enfrente al gran balcón de mármol de «Don Rufino» y escuchaban sus clases de inglés. Él les cobraba dos guaraníes por cada sesión de una hora.
Federico la miraba inquieto mientras Anudila se perdía en estas remembranzas.
-Mi maestra de primer grado se jubiló -prosiguió ella-. La avenida de eucaliptos se adoquinó. El reloj de la iglesia hace diez años que dejó de funcionar. El confesor ya no hace sus preguntas capciosas y la imagen de Jesús fue reemplazada por la de San Judas Tadeo. Sor Petrona cose, cose, hace muestrarios de puntos de bordados en el limbo. Todo está igual. No. No, nada permanece. ¿O algo quedó dentro del pozo tapiado? ¡Dejen que la niña duerma, que está con gripe, que tiene asma, que está enfermita!
Federico tomó las manos de Anudila entre las suyas y las apretó enternecido, como siempre que deseaba contenerla en sus estados de exaltación anímica.
Poco a poco la taquicardia de la muchacha cedió.
-Saldré a buscar a otro -dijo, altanera.
-Anudila, no repitas tus clásicas amenazas. Quédate sentadita, si ya estás aquí.
-No, no y no.
-No seas caprichosa. Luego nos iremos al cine a ver una película de Woody Allen.
Anudila sintió entonces, inequívocamente, que la libertad no existe. Las personas la inventan cuando sobra todo o falta demasiado. Y cada uno se encarrila dócilmente en su justo destino. Lo que ahora le ocurría nada tenía que ver con el sintomático proceso del recuerdo. No había un olor ni una marca en su cuerpo, sino lo que quedó hacia el otro rostro de su piel contando cosas por los poros. Como una llamita que está siempre encendida pero no quema, no hace daño, entibia. ¿Acaso podría explicar algo tan complejo con un léxico determinado que nunca sería suficiente, estaría irremediablemente ligado a los símbolos de nuestro lenguaje y la mayoría de las veces resultaría pobre? Porque ahora la turbación le abría el paso a una rara visión de lo que en su itinerario colocaba besos con huellas.
-Estás bien, cálmate -pidió Federico, cortésmente.
Por supuesto que se calmaría. Tuvo la certidumbre de que encontraría la maña para adormecer la ansiedad, que se impondría la voluntad para que no la afectara más, para que el cansancio agobiante desapareciera junto con la posición de inútil espera y la ambición de ser amada de la misma forma en que ella creía saber amar. Respiró hondo y se propuso aceptar los hechos como eran. Vería las figuras delineadas nítidamente. No daría lugar a la impaciencia, sino a una paz con misteriosos ribetes de pureza.
Se despidió de Federico sintiendo que otras voces hablaban a través de la suya, y sin renunciar a la idea de que el idilio le importaba más que todo, el idilio entendido exactamente como la unión entre un hombre y una mujer, con todos sus usos convencionales. Intuyó que no era imprescindible completar sus interrogantes con definiciones. ¿Para qué hacer indescifrables las cosas? Ya no le importaban las salidas conciliatorias. Posibles soluciones, no le interesaban, ni arreglos organizados minuciosamente. Pensaría en Federico sólo de manera razonable: casi todo el tiempo. Pero esta preciosa ocupación no la limitaría en el desempeño de sus trabajos corrientes, a los que, al contrario, les daría resistencia. ¡Lo sentiría siempre a su lado, aunque estuvieran alejados y en condiciones expuestas a la sanción de muchos! Empezó a creer que podía amarlo sin atormentarse, al constatar que no se amaba exclusivamente a sí misma.
- VII -
DE LA DENSA CARICIA A LA VIOLENCIA
Anudila y Federico se distanciaron. Él viajó a Bahía, al mar, y ella continuó preparando su gran viaje, tropezando consigo misma en los umbrales de los sueños, proponiéndose abandonar a su pareja, vete al infierno, no te quiero más y sal de mi vida. Era en febrero, verano encendido: una época de luz clarísima. Como suele ocurrir en estas circunstancias, Anudila hacía mil propósitos que luego no podía cumplir. Llamaba a otra gente que la mimara y la apoyara en su búsqueda de protección, se ocupaba de organizar actos que tuvieran trascendencia pública, cualquier tipo de hecho novedoso. Pero nada la tranquilizaba. La flecha de la veleta se movía según sus ilusiones. ¿Cuándo empezó su dolencia? Quería cifrarla, levantarse al amanecer y andar por el patio de su casa mirando simplemente cómo empieza a colorearse el silencioso índigo mientras los tejados se llenan de benévolas premoniciones. Y luego tomar el desayuno, leer unos cuantos poemas como método terapéutico, recibir a la maestra particular de canto de las niñas (¡con lo que ya le costaba que no se aburrieran en la escuela!).
Luego de cinco días Federico regresó a Asunción. Cuando sonó el teléfono Anudila sostuvo el ring en su pecho temblequeante. Sabía que era él. Cuando Marcela dio tres golpecitos a la puerta de su habitación, confirmó que era él.
-¡Hola Federico! ¡Dónde estás! -gritó emocionada.
-Eh... lejos todavía.
-¿Y por qué se te oye cerca y tan bien?
-No sé -mintió-. Después de almorzar salgo para allá.
Anudila titubeó. El fragmento de silencio delató la emoción de ambos.
-Y llegarás mañana. ¿A qué hora? Porque a la siesta hay un asado de los teatreros, en tu casa.
-Quizás lo alcance.
Anudila creyó lo que Federico le decía. Colgó el teléfono y pensó nuevamente en el tiempo que nos trae y nos lleva, nos devuelve y nos quita las cosas. La noche anterior intuyó que él regresaría a Asunción. Llamó a su casa al atardecer, en el exacto momento (luego lo comprobó) en que estacionaba su auto en el garaje.
-Cata, ¿llegó Federico?
-No.
-Cuando llegue me llamas. Conoces de memoria el número de casa. Doscientos cuatro ciento siete. Dos, cero, cuatro, uno, cero, siete. ¡No te olvides, Cata!
Media hora después llegó a la casa de Anudila su amigo Ángel, y decidieron dar una vuelta en auto por el centro de la ciudad.
-No conduzcas tan deprisa. Así te cuento cómo sabía la hora cuando era chica -pidió Anudila.
-Conduciré más despacio. Pero porque eres hermosa. Tendrías que saber quedarte sola y mirarte por dentro. Te bastaría con eso.
-¿Cómo?
-Deberías morar en una zona segura y propia.
-Tenía un álbum -siguió Anudila, obviando el comentario de su amigo-. Un álbum muy peculiar. Cuando lo abría dejaba sonar un vals pegadizo y algo melancólico. Me sentía angustiadísima al escucharlo, adelantándome a mi bautismo, a la primera comunión, al triciclo nuevo, al primer día de clases. Eran los meses en los que en el jardín, la sombra nos contaba qué hora era. Cambiaba en invierno y en verano. En otoño la sombra llegaba hasta el comienzo de la huerta, y así sabíamos que eran las cuatro en punto de la tarde sobre los repollos, mientras escuchábamos el trajinar de los aguateros, en la calle. Era mi primer reloj de sol, ¿te das cuenta?
-Ya sé que eres muy fantasiosa.
-¡Es verdad todo! Vivía allí un hombre que se hamacaba al andar mientras se hacía viejo, viejo. Bailaba sobre sus piernas cansadas y hablaba de dos lunas inexistentes en un lugar en el que él nunca estaba, y jamás estaría.
-Anudila, ¿tienes fiebre?
-No. Todo es cierto. El hombre se llamaba Santa Cruz y había descubierto maravillas que guardaba, o mejor, escondía en el bolso que colgaba de su hombro izquierdo, ese mundillo de canaletas con sus raíces y sus trompos enterrados, con los diminutos huevos de rana, siempre rojos, en sus orillas.
-¿A qué se dedicaba el señor?
-A eso, a lo que te estoy contando. Cojo como era, andaba y desandaba caminos con su saco de cualquier cosa, reclamando unas moneditas a cambio de sus piruetas. La cucaracha, la cucaraaachaaaa, ya no puede caminar, porque le fal-ta, porque le fal-taaaaa, la pa-ti-taaaaa de atrás. Tarareaba la misma letra incansablemente, mientras llenaba sus bolsillos de objetos inútiles.
-Algo relevante debe esconder esa historia, para que la narres porque sí, sin motivo alguno.
-Absolutamente nada. Nada importante. ¿Para qué? A veces su canción se interrumpía porque los chiquilines se reían. Se burlaban y lo rodeaban con jugarretas. Le tiraban palitos o piedras, lo asediaban con adivinanzas o le decían que era muy tarde, lo confundían gritándole que en el río había fiesta, campanas, pescadores sin canoas que podían saltar sobre el agua y capturar todos los peces que quisieran.
-Eso les ocurre normalmente a los vagabundos, creen que nada es mentira.
-Cuán convencional es tu análisis -replicó Anudila-. El grillo y Santa Cruz me conmovieron tanto.
-¿Qué grillo?
-El que Santa Cruz tenía en el bolsillo para que lo acompañara en sus cantos. Y una luciérnaga, para que le alumbrara el camino en los días oscuros. Ahora me arrepiento. Yo fui una de las niñas del barrio que lo tentaba simplemente porque era rengo y petiso.
¡Ay, las conversaciones sobre temas de la infancia también tienen sus funestas consecuencias!
Cuando Federico se duchó y decidió salir a buscarla esa misma noche, mientras narraba sus historias, Anudila lo presentía cerca, cada vez más cerca, devorando los kilómetros para llegar a su encuentro. Pero él ya estaba en la ciudad, entusiasmado con la sorpresa que le daría. Al no hallarla, y con los furiosos celos habituales, la buscó a Celia, una de sus compañeras de juegos exóticos, y recién al día siguiente urdió la estratagema de su reciente arribo.
Compartieron el almuerzo con actrices y actores, en la casa de Federico. Luego, los mutuos engaños. Y la discusión.
-De la densa caricia al desaire más violento -se quejó él-. Así se mueven algunas señoras. Con sorpresas gratísimas, con puñales sutiles y terribles alternancias.
-Tú -gritó Anudila mordiendo la sílabas-, tú eres el que me engaña, tú, que te dedicas a resolver importantes asuntos de interés general. Al diablo con los particulares y sus embrolladores problemas que no te pertenecen ni tienes por qué compartirlos. Esta es tu esquina y punto.
Federico se mantuvo quieto, como si mirara llover.
-Ah, son muchos los que como tú se levantan a la hora que se les antoja, y se sientan en sus amplios escritorios sin tener ni siquiera moscas que papar, siendo custodiados por un retrato que cuelga detrás del sillón giratorio. Un Papa, un general o un rey decimonónico en este fin de siglo, cualquier fulano como estandarte, ¿qué más da?
Nada. Ninguna respuesta. Enfurruñada, Anudila prosiguió su exposición como si declamara un libreto archiconocido.
-En fin, otros cuelgan horribles paisajes en sus salas. ¡Tú no lo harías! Claro, tampoco eres casado, no tienes una bonita y armoniosa foto que te presente con esposa e hijos. La reemplazas con esa sonrisa amuecada y amables buenas tardes tome asiento premeditadamente accesibles.
Por un momento Federico evidenció sus ganas de estallar. Se contuvo.
-¿Y después? -dijo caballerosamente.
-No rompéis el sistema, pues es bien sabido que las casas inmensas son habitadas por quienes tienen un ritmo parejo en sus labores, adelante con la organización, si el que arma los edificios no es el constructor, sino el albañil con su vianda a cuestas, métale mezclar arena y agua, pintura y clavos para que se llenen después esos espacios con cuadros elegantes para familias exquisitas, con estómagos protegidos.
-¡Vaya! Conque también eres una excelente resentida social.
-Estoy cansada -musitó Anudila, a punto de desplomarse-, ¿sabes? Las tormentas de agosto me anulan. Octubre me revienta. Marzo me rompe el hígado. Febrero sin ti me mata. ¡Y es cierto que saldré de viaje en pocos días!
-Pues arréglate contigo misma, porque bueno estoy yo para soportar desmadres.
-¡Cuando volvamos a vernos serás tú quien me suplique!
En la ronca noche el portazo se escuchó largamente.
- VIII -
LAS UCRONÍAS
Ángel, caraduramente y sin despecho evidente, le había susurrado que estaba linda, cuando Anudila dijo que le temblaban las piernas al recordar a Federico.
-En realidad -aseguró Anudila, con ganas de motivar celos- me dijo que era bella. Y agregó: Pero las mujeres hermosas son para los hombres sin imaginación, y es justamente lo que a mí me sobra. Por qué tanto miedo a las censuras. Te cuento todo y ya está.
-Muy bien. Ese ya está me encanta -dijo Federico, furioso-. No quiero verte más y ya está, acéptalo. Nadie es de nadie.
-Federico, el mundo está lleno de cretinos sueltos. Otros relojes son los tuyos, no conocen la espera ni el sonido de la ilusión cuando se rompe.
Anudila salió llorando, como tantas otras noches. Se hizo madrugada y siguió pensando en él como se recuerda a los muertos más queridos, con cierta leve ternura y sin ninguna expectativa de reencuentro. Mitigó su pena considerando que este nuevo paréntesis era alentador, con su vida de repente transformada en puerta abierta, confiada en un hombro en el que nunca antes pudo reclinarse.
Entró a su dormitorio y se sacó los zapatos. Observó sus pies, los dedos, y luego los zapatos, que le parecieron muy abandonados -como ella- sobre la alfombra, uno sobre el otro. Pensó muchas tonterías sobre los zapatos y sus diferentes estilos, pero enseguida otro pensamiento aplastó los zapatos. Miró los visillos del balcón, bien fruncidos. ¿Será que llegamos siempre tarde o demasiado temprano junto a la persona elegida, ésa que puede andar con nuestro mismo ritmo? En este caso, sin embargo, no fue una cuestión de destiempo. Sencillamente no pudo ser. No pudo ser, se desanimó, sintiendo que el alborozo, la esplendente alegría, se fueron haciendo humo a través de tantos años compartidos entre películas, libros, escritos, viajes y obras de teatro, luchando codo a codo por modificar la situación del país. Porque Federico era uno de los pocos extranjeros lleno de entereza. Mientras los demás empalidecían en sus escritorios, ululantes, con un valor soberano él abría las puertas de su centro cultural a todos los disidentes, a todos los que se oponían al gobierno de Stroessner.
Se ilusionó. Él vendrá, como otras veces, a dormir conmigo. Sí, él vendrá, vendrá. Pero aguardó estérilmente la presencia deseada.
Federico le había dicho en varias ocasiones que no valen la tristeza, ni el rencor, ni el lamento. Que debía conformarse con saber que podía amar ¡aunque de una forma horrible!
-Y eso debe bastarte -insistía.
-Eso debe bastarme -lloriqueaba Anudila-. Otra mirada limpia como la tuya encontrará mi voz perdida y la sabrá guardar con singular pasión, idéntica impaciencia.
La sobresaltó el timbre del teléfono. ¡Es él! ¡Es él! Saltó como un resorte sobre el aparato. Después de todo, ella nunca disimuló su obsesión fetichista por el teléfono.
-¿Sí?
-Te llamo, pero no recuerdo cómo es tu nombre. ¿Cómo es?
No respondió y colgó. La campanilla se dejó oír nuevamente:
-Tranquilízate, tranquilízate, tranquilízate.
Nerviosa, volvió a colgar. Tomó su cartera, se calzó los zapatos y salió. Vio a un hombre borracho, sentado a su puerta, pálido y solo.
-Nos falta siempre algo, linda señorita -dijo él-. Usted cuénteme lo que ve y yo le cuento lo que oigo.
Subió al automóvil y se dirigió a la casa de Lilian. Al llegar, agitada, le contó la anécdota.
-Ya escuchaste -replicó Lilian-. Tranquilízate. Tranquilízate. Tranquilízate. Quizá te sirva.
-¡No hagas bromas! Estoy mal, que es distinto a sentirme peor. Me duele este querer ir permanentemente más allá de lo posible.
-A mí -dijo Lilian- me molesta mucho más esa persecución del hubiera podido ser.
-Las ucronías. No me entiendes. Ángel sí lo hace. Me ha dicho que lo que necesito de los demás es poco, que todo lo tengo dentro de mí. Que me comprende cuando me pregunto si habrá algo más desafiante que hacer aquello que se puede. Sí, y sólo haciéndolo se puede hacer lo que no se puede, que no es más que lo posible vuelto del revés, dentro de uno mismo y más allá de uno mismo.
-Suena muy bonito -se burló Lilian-, pero poco digerible. Anudila, alguna vez, inevitablemente, tienes que doblar la esquina sin temor, sin mirar atrás. Bueno, basta. Hoy me desperté con el cuerpo todo dolorido.
-Fabuloso -se burló Anudila-. Si te despiertas a los cincuenta años sin sentir ningún dolor es porque estás muerta.
Lilian no entendía nada. La necesidad nos torna ridículos. ¿Pero quién entiende en este siglo idiota el romanticismo del XVIII? Esto es lo que se planteó Anudila cuando salió enojada de la casa de su amiga. ¡Es como querer cosas lindas sin tener dinero contante y sonante! Su desolación era tan intensa, que partía de la garganta y retornaba apresándola desde el exterior. Ya no le daba abasto. Luchaba contra la amargura procurando convencerse de que surgía sin razón alguna. Por casi nada. O por todo, aullando en su indumentaria.
-¡Ah, los genes! -se dijo.
Su abuela tampoco sabía esquivar la pesadumbre, que para ella era como estar parada desconsoladamente frente a los inquisidores en el Juicio Final. O como la malavisión de una enemiga constante, cruelmente vivaz. Porque hay tantas clases de tristeza. Pero cuánto más inútil que todas las demás, ésta, acostada en la espera de un hombre, con el oído pendiente de sus pisadas, en la primera etapa de la invalidez para suscitar el interés de alguien.
Inútil congoja -se quejó ante sí misma-. Tendrá que ver con mis tiroides. ¡Inútil congoja! Más absurda ahora, cuando ya no se trata de despertar afecto, el hábito de mi compañía, amor o como se llame. Se trata solamente de interés. Cómo hacerle comprender a Federico que más que la cercanía o el diálogo basado en nuestros sistemas culturales, quiero un amigo con quien compartir lo que me ofrece el día, lo que en él dejo como retribución. A pesar de ser loquita, caradura, sinvergüenza, irrespetuosa, llorona, pusilánime, ¡lo quiero! Más que sus piernas, su nariz, su cuello, su pecho con tantos pelos, su mano... más que encontrarme con su cuerpo en totalidad, busco ese instante en que el silencio construye un nido para acercarme a él. Algo tan delgado como un hilo, tan incomprensible como algunas intuiciones. Es esto más que otra cosa. No puedo darle una definición, mucho menos un nombre.
Descendió del automóvil y caminó sin rumbo fijo. Luego decidió entrar a desayunar en un café.
-¡Hola Anudila! -dijo un señor al pasar a su lado.
-Hola -respondió, seca. No quería conversar con nadie.
La mañana soleada y fresca comenzaba a enturbiarse. A medida que descendían las nubes grises sobre la ciudad, como se puede suponer, la tristeza de Anudila crecía. Sus ideaciones reclamaban la atención del sentido del oído, sobre todo. Pulsaciones ignoradas la agobiaban cada vez más. ¿Dónde estaría la explicación desnuda a tanto desencuentro? Le constaba que él también la amaba con desesperación. Que salía de su cauce aparentemente sobrio para llegar junto a ella y besarla con frenesí.
-¡Imbécil desmemoriado que ya no recuerdas cuánto hay entre nosotros! -musitó-. El te doy porque me das no funciona aquí. ¿Siempre tengo que pedir exactamente en la medida en que entrego?
No aguantó más y regresó a la casa de Federico. Su dedo buscó el timbre en la calle vacía. Enmudeció y la mano se plegó al aire indeciso de las diez del reloj. Tenía que apretar el botón y dio un giro rebelde sobre el dedo índice. No se animaba. Le parecía que todos los transeúntes se daban cuenta de que ella era una mujer somnolienta que buscaba a un hombre con su cara de todos los días. ¡Y se reían de ella!
Se propuso condenar a la mudez a su lengua, taponar la cerradura de la puerta por la que entraba y salía su cariño irresponsable hacia Federico, cariño tan absurdo que anhelaba regresar a los dieciséis años, virgen y sin fetos en su vientre.
Hizo todo lo que sabía hacer para volver a su estado normal, como cuando se ayuda a una persona que ha perdido el conocimiento. Sacó papel y lápiz de la cartera, y escribió:
Alguna voz sugiere historias sobre el ejercicio de la libertad. ¿Dónde empieza, dónde, dónde? Si salgo de este ángulo encontraré la huella y sabré exactamente cuál es el lugar, allí donde tu vida es solamente tuya, tan tuya pero tan tuya como para no aguardar que regreses, hasta que me consuma.
Dobló la hoja y la introdujo en un resquicio de la entrada a la casa de Federico. Se alejó del lugar muy despacio, sollozando, sin saber que en ese preciso momento él también lloraba por la misma causa.
- IX -
LAS FOTOGRAFÍAS ROTAS
Quiso que lloviera. Que hiciera frío. Mucho frío. Pero era noviembre. Antes de salir la miró: un rayo de sol dejaba muy claros sus cabellos.
-¿Crees que pasarás de grado?
-No sé.
Habla con alegría y madurez casi impropias para sus seis años. La imagen de Belén le devuelve a Anudila la suya en miniatura. Pero es Belén. Siente una ternura pesada como una bolsa de papas sobre la cabeza, aunque a veces la llame su error de destino.
-¿Qué te pasa en los ojos, mami?
-Están irritados. Leí mucho, durante toda la tarde.
Intentó escaparse de la mirada de su hija, surfista en todas las aguas de la Tierra. Impaciente, salió y recorrió la avenida España a cien kilómetros por hora, a ciento diez. Antes la confundían las marcas de automóviles. No lograba distinguir uno de otro. Ahora se entretiene en contar cuatro, doce Mercedes Benz nuevos, ocho Volvos en dos cuadras. ¿De dónde salen? ¿Son todos de contrabando? Otro BMW, dos Jaguar, más Mercedes, chapa de cuerpo diplomático, chapa de Fuerzas Armadas, chapa de función pública. Las máquinas cruzan veloces con sus cabezas adentro casi tan metálicas como cada caparazón. ¿Dónde se ocultan las famosas burreritas de las canciones? ¡Esta es la ciudad de Asunción en noviembre a las tres de la tarde! Se adentró en el barrio Las Carmelitas. ¿De dónde salen, de dónde, estos palacios desafiantes, burdas imitaciones de los franceses, estos jardines, estas frescas muchachas que riegan el césped? Basta. ¿No habrá algún entretenimiento más humano?
Sí, las caras de la gente. Retomó la avenida: en la parada 37 estaban todos serios, meditabundos. Aglomerados bajo el persistente calor, se asemejaban a un pesebre viviente con pastores y labradores agotados.
Empezó un aguacero. ¡Ah, si sólo llegara también un momento de cordura! Un momento sin Marx ni Freud marcándole su derrotero. Pasó una pareja aparentemente feliz, tan pegaditos ambos debajo del paraguas que les quedaba chico. Y unas señoras discutiendo, suegra y nuera, ¿o madre e hija?
No estoy, no estoy, no soy, se desesperó Anudila creyendo percibir que no era su vehículo el que se movía sino los árboles fantasmagóricos, los edificios y la gente. La noche anterior soñó que iba en un avión enorme, pero arriba del mismo, y el viento procuraba arrancarla del fuselaje. Se aferraba al metal serenamente, concentrando todas sus fuerzas en esa actividad. De repente, el avión comenzó a volar entre enormes rascacielos mientras ella gritaba: ¡Ahora nos matamos! Sus manos convertidas en garras arañaban el metal intentando retenerlo, retener su vida. Unos segundos después la nave se posaba suavemente en la terraza de uno de los rascacielos. Desde arriba, suspirando, aliviada, miró su ciudad pequeñita, muy abajo.
Luego, sin transición alguna, iban diez o más, cada uno con su caballo. De pronto ella y el suyo galoparon. Qué bien, antes jamás se sintió tan segura montando el animal, se notaba que éste había sido entrenado para tenerla como amazona. Un semáforo. Todos se detienen. Luego, verde: la ciudad es del grupo y galopan, galopan.
Se lo contará al doctor Carizonzo. Los rascacielos y el vuelo, el galope y la ciudad, sí, la independencia, que implica siempre un compromiso cuando estás entre los demás. El tercer sueño la mostraba esquiando en un río inmenso, y reía, reía, reía, cada vez se sentía más liviana. El cuarto sueño lo incluía a Federico. Y el quinto a él y a Celia. Y el sexto sólo a Celia.
Tengo que levantarme. Tengo que despertarme. Se embadurna la cara como para ir a un club nocturno, y así, enmascarada (¡no puedo más, no puedo más!) entra a su oficina del Centro Cultural Americano. No logra disimular el agobio. Sí, que pase. Hasta luego. Pero está extraña, señora, usted no está aquí. Sí, estoy aquí, qué te pasa a ti, le dice a su secretaria Marité.
-Primero el virus -dice un hombre que pasa y se sienta sin saludar-, usted me ayudará si yo le cuento.
Bailan palabras desnudas ante ella. Células epiteliales. Cromosomas. Él extiende ante su mirada dibujos prolijos, sístole, el virus primero, el vegetal después y por último la ameba, el animal.
-¿Y el virus de dónde salió?
-De un meteorito que encontró el ambiente, apto para...
-¿Cómo?
-Las condiciones. La temperatura.
Alteradísima, Anudila espeta:
-Usted no ha pensado que en una sociedad como la nuestra valen más las pruebas académicas que toda su riqueza supuesta de conocimientos, que todos sus experimentos. Póngase el cartelito y se suicida: autodidacta. No le sirve.
-Déjeme explicarle -insiste el hombre-, he averiguado desde chico, desde que conocí a un señor que amaestraba pulgas. Hay que hacer lo mismo para curar el cáncer.
-Le daré la dirección del Ministerio de Salud.
-Escúcheme, por favor. Usted es una mujer culta, de avanzada. Se le enseña al glóbulo blanco a comer células cancerígenas. Se trata de un proceso de reeducación de este glóbulo blanco.
Ella lo escuchaba con indiferencia, casi con desprecio. El hombre no tiene más remedio que salir, soberbio:
-Procure cultivar algunas virtudes, señora. Esfuércese en ser valiente.
El recuerdo del otro sueño la asalta al quedarse sola. Ella está en un bote, pero alguien la acompaña y le ofrece un paracaídas. ¿Cómo podía darle un paracaídas, si estaban en el agua? El ayudante le decía: «No tengas miedo, será desde unos metros nada más esta primera vez, fíjate qué cerca está el suelo, no tengas miedo», y le sujetaba correas en la espalda. Cuando iba a largarse, se despertó.
-¡Se va a morir si no come, señora! Mire qué delgada está.
Sólo quienes se enfermaron o murieron de amor pueden entenderla. Lo llamó a Federico pero él le contestó que alguna vez hay que decir nunca por última vez y en serio.
-Pero hija, qué rara eres. Te zambulles en un juego macabro y pendulista. Razón -emoción-emoción-razón. ¡Come! ¿No quieres comprarte un vestido nuevo? ¿Ese zapato rojo que vimos el lunes en la vidriera, con la cartera haciendo juego? ¿No quieres salir ahora de vacaciones?
-Lilian, nada se puede hacer -dijo Anudila-. Hace tres días volví a encontrarlos juntos en el dormitorio. Golpeé, y él me dijo qué quieres. Hablarte, le dije. Cuando abrió la puerta, pasé como una anguila y la encontré a Celia.
-¿Y?
-¿Qué haces de nuevo aquí?, le dije. Lo que tú tienes se llama complejo de usurpación, ¿sabías? Y sin dudar un minuto, haciendo esfuerzos para pensar que me encontraba en el teatro y que todo lo que allí pasaba tenía que ver conmigo sólo en la ficción, le dije palabrotas, de todo, masticando cada letra: maldita, calentona, perra, estúpida, buscona.
-¡Por favor!
-Ella me miraba fijamente, sin pestañear. Seguía hablándole a él como si yo no existiera. Entonces yo repetía sus frases, acezando y con la voz aflautada.
-Qué torpe.
-¡No vuelvas nunca más a esta casa! ¡Si no sales de aquí en cinco minutos no volverás nunca más! Él me expulsaba de nuestro dormitorio ¿te das cuenta? Elegía. Hay que saber perder, me decía yo. Empecé a juntar mis cosas, papeles, libros, fotos, y él exclamó: ¡Esa fotografía es mía! ¡Es mía!, grité yo. Y él las tomó, las tomó todas, y las fue rompiendo por la mitad y lanzando al suelo la parte que me pertenecía, mi cara, mi cuerpo entero a veces con un brazo suyo sobre mi espalda, y luego otra, y así. Hasta que nos pegamos. ¡Puto, puto y mil veces puto!, gritaba yo sin cesar. Y él: ¡Puta! ¡La puta eres tú!
- X -
EL TRÓPICO DE CAPRICORNIO
Tres meses por delante, ¡faltaban sólo tres para que se iniciara la Exploración 2000! Anudila Gonzaga fantaseaba. Por poco que fuera, se movería con una postura nueva. ¡Estaba llena de ilusiones! Tomó de las manos a sus dos hijas y las llevó a una tienda donde vendían mascotas. Cuando llegaron, las niñas armaron un zafarrancho en pocos minutos. Belén quería una pecera. Diana quería dos ratoncitos blancos, una cotorra, un perro salchicha, todo, todo. Se tiraba al piso y pataleaba, exigiendo entre quejidos y lágrimas sus animales predilectos. Finalmente negociaron y volvieron a la casa con un conejito blanco, peludo y tierno. ¡Era como si volaran, tan contentas se hallaban! Se afanaron durante toda la mañana con la lechuga y la zanahoria, con el agua y hasta con sus juguetes para entretener al nuevo amiguito.
Para esas fechas, Anudila había planeado también traer a su vivienda uno de los numerosos gatos de su amiga Josefina, escritora y amante de la naturaleza. Resolvió unificarlo todo e ir ese mismo día a visitarla. Colocaron juntas al gatito en una caja de cartón en la que improvisaron sendos agujeros para que pudiera respirar cómodamente.
A Marcela, la niñera, le molestaron los intrusos. Los observó con desdén y afirmó que no se ocuparía de atenderlos, son una carga más para mí, hay que lavar constantemente los recipientes de sus alimentos, y nunca se ha visto que se entendieran un conejo y un gato, para qué lo que hiciste eso señora, qué lo que tenés en tu cabeza, les malcriás a tus hijas.
¿Quién podría hacerla desistir de sus propósitos, y mucho menos de las decisiones ya tomadas? Allí estaban corriendo conejo y gato, Belén y Diana, y detrás, Anudila, espiándolas a hurtadillas, rindiendo homenaje a su propia infancia, feliz, feliz.
Salió al jardín y cortó el tallo más largo de su rosal. Trajo la rosa amarilla a su dormitorio y la puso en un búcaro con agua y un geniol, para que durara más tiempo. Deprisa la recostó sobre una pared blanca. ¡Qué aroma! El tallo era elegante. La rosa, preciosa.
Se arrodilló, inclinó luego el tronco hacia el suelo, con reverencia, y agradeció a la rosa su existencia. Suspiró oooooooommmmmm. Se irguió, juntó las manos y oró largamente. Luego se desnudó y repitió la ceremonia. Fue cuando entró Marcela y le preguntó qué estaba haciendo.
-Estoy adorando a mi rosa amarilla -contestó, y siguió con sus conjuros.
Meditó profundamente antes de dormir.
Cuando se despertó, Belén y Diana la miraban, implorantes. Todo sucedió sin que nadie lo advirtiera, durante las horas del sueño. El gato le mordió al conejo en una vena yugular. Anudila corrió y tomó al conejo en sus brazos, empezó a soplarle en el culito, como hacía desde pequeña con los pájaros recién nacidos que caían de sus nidos. Desesperada, puso el ventilador a toda marcha, más viento, más viento. Las niñas lloraban.
El conejo murió.
Lo envolvió con dulzura en un paño suave. Lo ubicó en un bolso y salió de su casa caminando. ¿A quién podría pedirle consuelo? Apretaba su equipaje como si quisiera infundirle nueva vida al cadáver del conejo. Muy cansada, llegó a la casa de Federico, pero él no estaba allí. Como desatinada, abandonó el bolso en la papelera de uno de los baños de la casa y salió. Igual que un ombligo, se sentía sola como la luna, perdida y sola. ¿A qué jugaba? Estaba harta de tantas desgracias.
Regresó a su casa y movilizó a las niñas, rápido, nos vamos a Concepción, junten sus ropas y zapatos, rápido, ¡Marcela, las valijas! Y ya estaban en el automóvil rumbo a la ruta transchaco, Belén y Diana convertidas en ovillos en el asiento posterior.
Resumiendo: durante el viaje conocieron el paraíso. Vieron garzas y cigüeñas, venados, zorros, carpinchos, ciervos, leones, tigres y una vegetación indescriptible. Paraban de rato en rato, se lanzaban sobre arenas sedosas, se sumergían en las mansas aguas de arroyuelos de la zona más subtropical del país.
Ya en Concepción, fueron agasajadas por los parientes y amigos. Anudila se encontró enseguida con Pablo Adolfo Álvarez Guerrero, director de cultura de la Municipalidad, y, según él, guardián perpetuo del palacete donde había nacido y vivido su amiga durante sus primeros cinco años. La casona se había convertido en el Teatro -y Museo de la ciudad, y en la misma habitación del parto de Anudila funcionaba la biblioteca pública Ruy Díaz de Guzmán.
-¿Sabes que mañana llega don Federico Rueda Gómez-Gavilán, en misión oficial a la ciudad? -contó Pablo.
Anudila por poco se desmaya. ¿Qué? ¿Cuándo? ¡Cómo! ¡Porqué! ¡Para qué!
Ella había venido a buscar paz. ¡Y con qué paz chocaba ahora! Pronto tuvo otro temple. Extremosa de entusiasmo llamó al cónsul del Brasil, Rodolfo Viñeras, un hombre polifacético que había rodado antes películas en Hollywood. Urdiría un programa capaz de impresionar al más despistado. Sí, ya vería Federico quién era ella en su reino. Rodolfo buscó en su casa un sombrero de su esposa, alemana y descendiente directa de Beethoven. Trazaron rápidamente un guión cinematográfico y prepararon la cámara de filmación con sus dispositivos. Instalaron una tienda de campaña en El Dorado, enfrente al puerto de Concepción.
-Para que no descubran la filmación usaremos el zoom -explicó Rodolfo-. Lo primero que harás es barrer la explanada del puerto, como una novia que espera a su novio desaparecido en el siglo pasado. Barrerás y barrerás.
-¿Y la gente? ¡Me mirarán! ¡Si te ocultas con la cámara no sabrán que es una filmación!
-¿Qué te importa la gente?
Rodolfo le mostró un pergamino antiguo en el que una pareja hacía el amor. Comentó que cuando los demás hablan mucho de la existencia de una persona, más energía superior recibe ésta. Que es como un semen con sus huellas ondulantes, edificios derrumbándose, cuerpos blandos mezclándose con la hierba humedecida, tatuajes de las vísceras.
-Estás más loco que una cabra -dijo Anudila.
-¿Quieres divertirte o quieres aburrirte? ¿Le daremos o no una lección a ese individuo mediocre que desprecia tamaño manjar, tus ojos como aceitunas del Olimpo, tus orejas perfectas, cada letra de tus palabras melodiosas, tus rodillas espléndidas, tus muslos, pilares de una democracia indescifrable?
-¡Cállate ya! Bueno, ¿qué más?
-¿Qué más qué? ¿Qué más me gusta de ti?
-¡No! Cómo sigue la filmación, qué haremos luego.
-Mañana correrás hasta la capilla de la isla Chaco -al otro lado del río, y en el momento en que el barco pite anunciando su arribo al puerto, harás sonar todas las campanas del campanario. Correrás por los prados con un vestido muy femenino y romántico, hasta la ribera.
-Okey.
-Ya instalada en uno de los botes con un ramo de flores, navegarás junto al barco cuando esté a punto de atracar. De pie, te apoyarás en los hombros del remero, para no caerte si es que las olas están bravas, y con el brazo libre lanzarás los pétalos de las flores al agua.
-No me animo. Es mucho circo.
-¡Qué va! ¡Es un argumento fabuloso! Tú te bajas antes de que amarren el barco y arriba compras un cántaro de cerámica a una de las mujeres que venden todo tipo de artesanías. Lo colocas en tu cintura derecha, a la usanza paraguaya, y desde allí saludas con nobleza. Recuerda, una mano abrazando el cántaro, y la otra saludando con un aire de suma distinción, ¿sí?
Planearon los siguientes pasos, ayudados por Pablo. Federico se dirigiría al Teatro-museo en primer lugar, acompañado de su comitiva. Luego participaría en un almuerzo, recorrería algunos sitios históricos y antes del atardecer tomaría el último vuelo del día rumbo a Asunción.
Todo se cumplió al pie de la letra. Casualmente, en el mismo barco, venía también la amiga de Anudila, Dora Petrocella, con sus dos hijos. Acodados en la baranda, ella, los niños, Federico y un amigo compatriota que lo acompañaba, observaron la escena estupefactos. Minutos después, ya en la calle, cuando el vehículo de la Municipalidad conducía a los ilustres huéspedes hacia el interior de la ciudad, Rodolfo y Anudila, montados en la enorme motocicleta de carrera del cónsul, los siguieron acelerando el motor, ¡brummm! ¡Bruuuuummmm! Volaban las cintas del sombrero de Anudila, que descendió en la vereda del Teatro y se plantó en la puerta principal.
Anonadado, y muy sujeto a su rol de anfitrión, Pablo quiso contenerla, pero ella ya estaba consustanciada con el personaje de reina:
-¡Esta es mi casa y tú eres un impostor! -gritó dirigiéndose a Federico.
Él se puso verde como una mosca verde.
Anudila y Rodolfo lo persiguieron durante toda su travesía. Le dijeron adiós con caras de inocencia en el aeropuerto, donde también lo despedían varias muchachas muy bellas, representantes de la gracia de las mujeres de esa ciudad a la que todos llamaban la sucursal del cielo, donde el sol era muy caliente y la tierra roja, roja y donde había un puente sobre el río cuyos lados terminaban en los bosques, porque no se hicieron nunca los caminos. Ese sitio fue bautizado como El puente del cariño. Exactamente por allí pasaba el trópico de Capricornio.
- XI -
INTERNADA EN EL PURGATORIO
-Oye, Lilian, Anudila está muy mal. Acabo de regresar de Concepción. Ponte en contacto con sus otras amigas y compañeros de trabajo.
Lilian pidió que le contara todo.
-No me reservaré ningún detalle, pero ahora tengo que hacer otras llamadas. Mientras, pasa tú el mensaje, rápido.
Federico dejó su maleta en el dormitorio y bajó las escaleras. Se sentó en el escritorio e hizo una lista. Comenzó a llamar por teléfono. A medida que cortaba cada comunicación, punteaba el nombre de la persona a la que había informado sobre la enfermedad de Anudila.
Durante una semana los rumores circularon por el mundillo artístico y periodístico de la ciudad. ¡Cómo se apiadaban de Federico, que luchaba por salvar a Anudila de la locura! Ni él mismo podía saber que su estratagema era impecable. No la salvaría a ella de nada, pero él se escabulliría de su amor atormentado, podría vivir su propia vida, se sacaría de encima este maldito apego, este apremio obsesivo, las ganas de tenderse a su lado y abrazarla todos los días, todos. ¿Cuándo podría estar en sí, hacer su propio trabajo, esa multiplicación del mundo que es el pensamiento filosófico? Cuando se separara de Anudila. Pero nunca lo lograba. Caía en el mismo precipicio. Caían juntos. Sólo la exclusión de ella por enfermedad mental podía liberarlo del yugo amoroso.
En el ínterin, las niñas y Anudila regresaron a Asunción. Qué mala espina, cuando entraban al garaje, vieron una culebra que serpenteaba delante del automóvil. Marcela las recibió muy preocupada, mirando insistentemente a Anudila, de soslayo, y susurrando preguntas en los oídos de Belén y Diana.
Anudila se asustó. Algo grave estaba sucediendo. Se sentía incómoda, encallada, como si debiera precaverse de algo turbio.
Dos horas después llegaron a su casa Liz Romero Alcázar y un psiquiatra.
-Te presento al doctor Carizonzo -dijo su compañera del periódico.
Con el gesto contraído, Anudila los invitó a sentarse.
Ambos le hablaron cariñosamente, explicando que muchas veces se necesita ayuda de los demás.
-¿Qué pasa? -preguntó Anudila cercando sus labios.
Liz le recordó que hay hechos lamentables que la gente quiere pasar por alto, pero están allí, formando una herida que no cicatriza si no se la atiende:
-Ha muerto tu hermana. La yanqui te despidió del Centro Cultural Americano. Te separaste de Federico. El periódico fue clausurado por el Gobierno. Te quedaste sin dos trabajos. Tienes un problema en el útero y no puedes continuar con los raspajes, sabes que deben extirparlo. Son muchas penas juntas.
El doctor Carizonzo recitó de memoria una explicación sobre la naturaleza de las mujeres y de sus cambios, sobre nuevos modelos para vivir de acuerdo con las mejores combinaciones de la inteligencia y la emoción.
Por último firmó la receta de un fármaco que la apaciguaría.
Durante los tres días siguientes, cada vez que tomaba el calmante, Anudila dormía profundamente y cuando se despertaba hacía disparates, se hallaba embotada, la lengua parecía trabarse porque sí, escribía incoherencias, cartas al Papa y al Presidente norteamericano, salía de la casa a caminar sin rumbo a altas horas de la noche. Sus más antiguos dioses la habían abandonado. No era ella. Ya no tenía nada con qué gobernarse, ni muertes ni renacimientos, ni el estoicismo que solía ser su último refugio contra el ambiente pacato y hostil en el que se desenvolvía.
Llegó la cuarta noche. Golpearon la puerta de su dormitorio. Golpearon insistentemente, y luego la derribaron. Anudila miró a su padre y al doctor Carizonzo sin pensar nada, sintiendo mucho.
-¿Por qué estás desnuda? -preguntó su padre.
-Porque estoy en mi dormitorio y no sabía que me atacarían.
-¿Quién te ataca?
-Acaban de entrar con violencia.
-Es porque no comes desde hace días.
-Es una práctica de ayuno y abstinencia que le dio muy buenos resultados a Jesucristo.
-¿Vio? -dijo Carizonzo-. En estos casos siempre hablan de Dios y esas cosas.
-Vístete -dijo el padre-. Vamos. Vamos a dar un paseo.
Anudila dijo que tenía sueño y se metió en su cama. Apagó la luz. Los dos hombres la encendieron de nuevo. Entró Marcela. Pretendió vestirla pero Anudila comenzó a defenderse con todas sus uñas. Luego, todos juntos, consiguieron colocarle una falda y una blusa. El padre la tomó de las piernas y el doctor Carizonzo de los brazos, y así, colgada como un cerdo al que se lleva al matadero, la condujeron hasta el automóvil del médico y la depositaron en el asiento posterior. Anudila lloraba y gritaba:
-¡Me empalizaron! ¡Me empalizaron!
Detuvieron el automóvil, el doctor Carizonzo, mientras el padre la sujetaba, le aplicó una inyección y al rato se quedó completamente dormida.
Toda la noche su cuerpo se sacudió como si le estuvieran haciendo un electroshock. Las convulsiones no cesaban. Temblaba con una rareza antinatural. ¿A quién estaba sirviendo de subsidio? Se preguntaba mil cosas, mantenía la coherencia aún dopada, se decía que la belleza era menos importante que la ternura, que ella debió ser simplemente tierna y no pelear tanto por la belleza, así su padre y el doctor y Federico no la hubieran condenado a este purgatorio. Había pretendido demasiado. Ya la habían encerrado como pupila en el colegio de monjas a los catorce años, ya había sido presa política a los veinte. ¿Qué otro castigo social recibiría? ¿Qué más? Sólo plegarias acudían a su pecho, canciones infantiles, capítulos enteros de sus clases de psicología sobre los desequilibrios nerviosos. ¿Cómo burlar la vigilancia de sus nuevos carceleros?
Cuando recuperó cierta lucidez, observó que se encontraba en una casa en construcción. Veinte obreros picaban las paredes y colocaban rejas en todas las ventanas. ¡Cuánto barullo! Sus oídos parecían a punto de estallar y sus pulmones ¡bum!, resonaban mientras ella pensaba en Confucio, gran padre, cómo era aquel tema, ése, cómo aguantar los embates inesperados de los monstruos, las coacciones, si no sabía quién era el contralor, apenas podía adivinar quién era ella todavía. ¡Quién mierda fija cada destino! ¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí! Daba patadas a todas las puertas que encontraba, pero ninguna se abría. Veía ir y venir a una mujer llamada María Auxiliadora que dirigía a las enfermeras bamboleando sus caderas, con unos calzones diminutos debajo de los pantalones transparentes, y a un tipo llamado Paniagua que procuraba sedarla con sonoras bofetadas, y a un chico con síndrome de Down que hacía garabatos en un corredor desangelado. Vio a una señora muy amable que se acercó y le contó que estaba allí para una cura de desintoxicación del alcoholismo, y a un viejito que recogía las colillas de cigarrillos del suelo y las volvía a fumar mirando hacia el infinito, siempre desnudo, con el sexo arrugado hamacándose de derecha a izquierda. Vio a dos enfermeras, una buena y otra mala. La mala era la que no le permitía leer el diario. Los malos eran todos, que querían que dibujara y pintara cosas y ella no quería pintar nada, quería salir de allí, sólo eso. La otra buena era la cocinera, una señora ya anciana de modales toscos que llenaba su plato como en un cuartel, bien cargado y nada más, sin una sonrisa, pero para Anudila era como su madre en esa jungla. A veces, al atardecer, aparecía Carizonzo y le hablaba. Cada noche su cuerpo temblaba más con las inyecciones. ¿De qué se estaría descargando? ¿Del numen? ¿De todo su numen? ¿De sus ritos ambrosíacos? ¿De su culto a Priapo? ¿O estaba soñando una sátira grotesca sobre los golpes que merecen los que llevan despierta la canción en sus labios? ¿O estaba haciendo su tesis de la Universidad sobre personas con discapacidades físicas, sensoriales, mentales, y su posible integración social, su rehabilitación?
No, no, no. Mentira. Ella estaba allí igual que los demás, por alguna causa. Como un desecho, apretada por los muros, perdida entre gentes desconocidas y abandonadas.
-¿Por qué me hacen esto? -le preguntó humildemente al cuarto día al doctor Carizonzo.
-Andabas muy excitada.
-¿O proclamaba a todos los vientos mis ganas de ser como quería ser, y por eso me toca esta condena, de rebote?
-Estás aquí para curarte.
-Déjeme ir a mi casa, por favor. No puedo ver tanta miseria, tanto desamparo, tanta gente horrible.
-¿Aquí? ¡Cómo dices eso! Todos estamos aquí para cuidarte.
-¡Para cuidarme de qué! No aguanto más los ruidos de la construcción. Las miradas de los albañiles. Y la profe Eleonora, que viene a visitarme. Por qué la dejan entrar.
-Todos están preocupados por tu salud. Hasta el Obispo de la diócesis de Caacupé ha venido a verte. Todos te quieren, Anudila.
-¡No me importa que me quieran! ¡Quiero irme a mi casal
Cada día, al despertarse, notaba su cuerpo incandescente. Al principio trajinaba con agilidad asombrosa, trasladaba botellas sucias desde un depósito hasta el patio, donde formaba diseños caprichosos con las mismas, cuadrados, circulares, triangulares, octogonales, piramidales. Hasta que se cansaba e ideaba argucias truculentas, como hacerle firmar al viejito Teodoro Riego un testamento en el que la declaraba su única heredera.
-Fírmame ya -le decía-, fírmame. Nos casaremos en el registro civil de la esquina y como eres viudo y no tienes hijos, ¿quieres que tus bienes le queden al Estado? ¡Lo robarán todo y no será de utilidad para nadie! En cambio yo tengo dos hijas, estoy sola en el mundo, y encima el médico dice que toda la vida deberé estar medicada y que nunca más podré volver a trabajar.
-¡Jo jo jo! -se reía don Teodoro, quedamente. Unos segundos después bajaba su mirada del cielo y la centraba derechito en los ojos de Anudila:
-Tú eres un racimo que madura y no necesitas mi dinero. Ten celo por el bien y no te confundirás.
-¡Es el bien lo que quiero casándome un rato con usted y asegurando mi bienestar futuro!
El señor Riego escuchaba estas razones con la atención respetuosa de quien está de vuelta de todo. Tenía la certidumbre de los dramas a los que inevitablemente debía estar sujeta una mujer sola, pero no daba el brazo a torcer:
-Te dio el Señor una lengua en recompensa, y con ella sobrevivirás. Tu alma tiene sed, mucha sed, pero no de riquezas. «Ved con vuestros ojos lo mucho que he penado y el mucho descanso que he encontrado para mí. Compartid la instrucción como una gran suma de dinero, que mucho oro adquiriréis con ella».
-¿Qué dice usted, don Riego, qué dice usted?
-Mírate, muchacha candorosa y bella. Mírate. Cito la Biblia: «Ejecutad vuestra obra antes del momento fijado, y él os dará a su tiempo vuestra recompensa.»
-¿Quién? Usted sabe muy bien que Dios es el Universo entero, y yo soy sólo una chispa de Él.
-Eres su hija predilecta.
Poco a poco los químicos fueron dejándola como a los demás internados, sin expresión en el rostro, con los labios inferiores colgantes, toda ausente. Sólo un árbol en el patio llamaba su atención. Era porque se encontraba pegadito a una ventana desde donde una niña le contaba anécdotas sorprendentes, y en el estado de minoridad al que la sometían, ella era su par, su amiguita con la que compartía una ingenua confianza. Se llamaba Clara, y era así, clara como su nombre. Como le había hablado tanto del vestido de novia de su hermana, que se casaría en setiembre, una mañana Anudila logró escaparse. Corrió a todo lo que daban sus flaquísimas piernas, giró en la esquina y entró a la casa que supuso era la correspondiente al ventanuco de la niña. ¡Era, era! Su amiga la llevó a ver el otro lado de sus historias, una escalera de madera, muy precaria, y bien arriba, la ventanita. Anudila subió y desde allí observó su propia vida actual. Desde este lugar filman cada uno de mis pasos, registran minuciosamente lo que hago, pensó e intentó una desesperada defensa:
-Me trajeron aquí, según dicen, porque giraba en el vértigo de la existencia, sin detenerme jamás.
-¿Qué te dijeron? -preguntó Clara.
-Que había cruzado el río Paraguay en un bote, lanzando pétalos de rosas al agua, que había barrido el puerto de Concepción, que me gustaba andar desnuda en mi casa y tomar sol de la misma forma, que adoraba de rodillas una rosa amarilla, que había matado a un conejito, y no sé cuántas cosas más que ahora no recuerdo.
-¿Y cuándo te irás a tu casa?
-Es lo que nunca sabré.
En ese instante entraron cuatro enfermeras que la sujetaron en medio de una batalla campal. Anudila luchó irresistiblemente pero sus contrincantes la superaban en cantidad y poderío. El poderío de sus uniformes de guardianas de la salud del semejante. Fue derrotada. La trasladaron a empujones hasta su dormitorio y ya no le permitieron pararse junto al árbol, ese árbol que era Clara, que era el mundo para ella, la reforma, el presente, la acumulación de la alegría, el árbol de Navidad. Clara, ¡Clara! Ella representaba a sus dos hijas, al descubrimiento y la conquista de todas las tierras. ¡Mi Belén, mi Diana, dónde están mis hijitas, cómo las amo, cómo!
Sucesión de días tristes ya casi sin saber quién era...
Una noche le dieron lo que denominaban «el franco» y salió de paseo con su madre. Cuando pasaban por el Teatro del Centro de Recreación Anudila descendió de un salto y su madre la siguió. ¡La conspiración, la conspiración!, cantó feliz Anudila, saltó al escenario y se mezcló con los actores y actrices.
Inmediatamente la devolvieron al Instituto y redoblaron sus dosis de medicamentos. Todo se iba oscureciendo, hasta el día en que llegó su amiga Josefina Plan y le dijo que [181] sujetara bien fuerte cada pastilla en el costado de la boca, e hiciera como si la tragara. Al tercer día Anudila parecía otra. Es decir, parecía ella.
Luego de catorce días regresó a su casa, con un montón de recetas de psicotrópicos. Se iniciaba el período de libertad condicionada.
- XII -
REZANDO SIN LITURGIAS
Lilian continuaba siendo la amiga íntima de Anudila. Tenía sus rarezas, entre ellas la de guardar los pasajes del transporte público, por cábala. Según en qué cartera o en el interior de qué cuaderno los iba olvidando, tiempo después determinaba lo que hizo durante cierta tarde o en una soleada mañana de abril.
Visitaba con frecuencia la casa de Anudila, con la intención de mimarla. Una vez, a punto de abordar su «pajarera», como ella la llamaba, encontró un boleto que equivalía al trayecto Luque-Asunción. Estaba arrugadísimo entre las páginas del libro «Arte como Alquimia», de Jack Gilbert.
Leyó que la mayor parte de los autores aspira al poema apropiado, no al importante, que la obra maestra se considera algo que se solía escribir antes, y los críticos, que son hombres eruditos y sedentarios, han impuesto una estética que insiste en que los valores fundamentales de la poesía deben ser los más accesibles a una vida sedentaria y erudita. Para estos señores un poema podría configurar una máquina de estilo, una construcción formal en la que el contenido resulta secundario. Lilian, dedicada totalmente a la poesía, no sabía si ponerse de acuerdo o no con esta teoría.
A poco de llegar a la casa de Anudila, observó que el jardín y el huerto florecían armoniosamente.
-¡Escucha! -casi gritó al saludar a su amiga-. Los críticos se parecen a visitantes de una iglesia, educados y entrenados en esos quehaceres. En este libro que estoy leyendo dice que tienen toda clase de consideraciones por la liturgia y están bien informados sobre cómo debe ser una verdadera cópula.
-¡Cúpula querrás decir!
-¡Eso, cúpula! Pero no se van a la iglesia precisamente a rezar. ¡Ja!
-Querida -dijo Anudila abrazando a su amiga-, tenía muchas ganas de verte. El tema que me angustiaba se irá clarificando. Me aconsejaron que me psicoanalizara, y aunque me duele en el alma gastar ese dinero que no me sobra, he ido, a ver si resuelvo mi tema con Federico.
Lilian se sorprendió de la vacilación de su voz. Hacía meses que hablaba aceleradamente y se excitaba con facilidad.
-Mi terapeuta aseguró que ante el alejamiento o pérdida de un objeto fuertemente catectizado...
-¿Qué quiere decir eso?
-La verdad es que yo también busqué la palabra en cinco diccionarios, inclusive en los de Psicología, y no la encontré.
-¿Qué intentará el pobre con tanta jerga?
-Él me explicó la cosa así: la libido tiene dos caminos a recorrer. Uno de retracción absoluta, en que se desprende del entorno y del objeto, y retorna al yo, donde se estanca. Pero como parte del objeto ha quedado en el yo, comienza el período de autoincrepaciones, que son en realidad amonestaciones al objeto abandonado-abandonante, o acciones autopunitivas que hasta pueden llevar al suicidio. Se quiere destruir al objeto amado y se pierde totalmente el interés no sólo por los demás objetos sino por todo el mundo exterior. La retracción de la libido conduce a situaciones sin objeto donde volcarse, hecho llamado «melancolía» y considerado una psicosis aguda, o sea, raramente curable, por lo menos hasta hoy.
-Qué barbaridad, así que andas enrollada en esos estereotipos.
-¡Escúchame! En un itinerario distinto la libido se desplaza hacia otro objeto con energía, y en este caso no hay duelo, o se sublima en objetos parciales y sustitutos, lenta y dolorosamente.
Lilian la escuchaba atentamente, aunque su expresión de espanto era una forma de intervenir. El rostro de Anudila presentaba hematomas, al punto de dejarla casi irreconocible.
-Y después de este discurso para gente iniciada en la ciencia freudiana, me explicarás qué te pasó -dijo, preocupada.
-Fue -respondió Anudila con aparente indiferencia- un torbellino que llegó a la siesta.
-¡No bromees, qué te pasó en la cara!
-¿Qué es poesía? ¿Qué es el teto? ¿Qué quiere decir te aroreo?
-¡Anudila!
-Lilian, cálmate.
-Eres tú la que pareces descentrada.
-Eso mismo me dijeron hoy. El teto, ¡je! ¿Está prohibido inventar palabras? Federico aseguró que el amor hay que demostrarlo sin comentarios. Que decir te amo nada significa. Para él, decir te amo suena igual que decir, por ejemplo,te aroreo.
-No me respondes. ¿Qué sucedió?
-Te estaba contando, déjame terminar. Alicia Campos Cervera, ya sabes quién es, mi amiga y compañera de trabajo en la redacción del periódico, me preguntó lo mismo. Le dije que me había golpeado contra la puerta. ¡La famosa excusa Dickens!,me contestó. Era lo previsible, que ante tu invasión y posesividad él huyera y se aferrara a una relación más flexible y dinámica, pero lo de ahora, hija, qué escándalo.
-¿Y?
-Me dijo que tenía que contar algo más veraz, como que mi hija me tiró una panera de plata a la cara. Le pregunté por qué tenía que ser de plata la panera, se enojó y salió dando un portazo, en contravención con sus exquisitas normas de urbanidad. Pero todo esto no viene a cuento ahora. Te cité porque dentro de pocos días iniciaré un largo viaje. Sola.
Lilian tuvo la seguridad de que debía convocar a los familiares más cercanos. El estado de caos emocional de la joven lo exigía. Sin notar el movimiento mental de su amiga, Anudila salió al jardín. Lilian la siguió mientras ella caminaba descalza sobre el pasto e iba regando sus plantas.
Mientras lo hacía, citaba que una estadística hecha por norteamericanos, aseguraba que el ochenta y cinco por ciento de las personas tienen accidentes de tránsito cerca de sus casas, digamos, en el espacio comprendido en dos kilómetros a la redonda. Que así sucede porque se sienten más seguros, más confiados en el entorno aledaño a su huevito seguro y cálido.
-Es -dijo Anudila- igual que cuando te urge orinar. Más cerca estás del inodoro, más ganas te invaden de hacer pipí. En realidad, ya te meas toda.
-¡Es verdad!
-Por supuesto. Y ya lo dijo Gandhi, que andaba con el bacín a cuestas, no hay mejor método para la desintoxicación.
Una arraigada obsesión obligaba a Anudila a sacar el tema a colación en cuanta oportunidad se presentaba. Aseguraba que los estreñidos lo retienen todo, que son oportunistas y tienen más desarrollado el egoísmo innato que caracteriza a la raza humana. Igual que los avaros con letra diminuta, apretada: ahorro de papel, ideas que creen sólo suyas y no desean compartir.
Tanto machacó con la cuestión que Federico también se vio enredado en ella.
-¿Cuántas veces al día defecas? -le preguntó un día Anudila.
-Nunca lo he registrado -dijo él, sorprendido-. ¿Por qué?
-¡Puedes estar lleno de toxinas! Comprimido. Sucios tus intestinos, perjudicas al espíritu que anida en ti. ¿Caminas por lo menos dos kilómetros?
-Juego tenis. Lo sabes.
-Está bien, pero no me digas que no usas ninguna escobita en el estómago.
-Supongo que debe realizar su función naturalmente. ¿Por qué debería forzarla?
-¡Para ser sano!
Las reconvenciones quedaron olvidadas. Semanas después, una noche de intenso frío, rarísima en Asunción, Federico la esperó con la bañera cargada de agua tibia.
-Estarás cansada. ¿Encontraste la copa con nata de leche, que te dejé en la cocina?
-Sí, gracias, me encanta que tengas ese gesto conmigo. ¡Eres como un padre cariñoso!
-Puse para ti sales en la bañera, calenté las toallas con la estufa, y la música que suena es para que te relajes.
Toda blandita, empezó a secarse luego de la inmersión en el agua, cuando vio la tarjeta blanca sobre el inodoro. Leyó: martes, 2 de abril, nada; miércoles, 3 de abril, una vez, grande; jueves, ¡tres veces!; viernes, una vez, poco; sábado, abundante, ¡de mañana y de tarde!; domingo, grandes progresos, ¡después de cada comida!
Alterada, lo increpó con un vocabulario inusual.
-Pero Anudila, qué tiene de raro.
-Es el colmo, anotas tus sesiones pornográficas como si fueran trofeos de caza. ¡No comprendo cómo puedes hacer el amor con otras pudiendo tenerme a mí cada vez que lo desees!
-¡Qué dices! ¡Qué dices! Siempre te prefiero a ti. Mucho más si estás buenita.
-Esta semana sólo lo hicimos ocho veces, y allí has anotado muchísimas veces más.
-¿De qué hablas?
-No te hagas el desentendido.
-¡Ah!
Atacado por la risa, alentó el dilema. Era mejor que confundiera sus apuntes con el registro de coitos. Sería bochornoso contarle que el archivo de sus deposiciones la tenía precisamente a ella como musa inspiradora.
- XIII -
EL REMANENTE DEL DELIRIO
En la última sesión, Anudila concluyó su perorata más rápido de lo habitual. El monólogo la hastiaba. Consultó el reloj y pensó que los sacerdotes escuchan confesiones desesperadas todos los días, sin cobrar nada por su trabajo. Respetan la sagrada obligación de mudez sobre las confidencias de sus fieles y además sugieren alternativas bien sencillas para esquivar la zozobra: con un padrenuestro y dos avemarías retorna la calma.
El consultorio rezumaba frialdad y mal gusto. Abrumada por la angustia, Anudila se enredaba en largos circunloquios, sintiéndose cada vez más utilizada. El orejas la incitaba a hablar de Federico todo el tiempo. El otro, incauto, nada podía saber sobre cuán expuesta estaba su historia vital ante los demás. Lo peor del caso es que la psicoanalizada tenía ahora la certeza de que habiendo ponderado con tal énfasis las maravillas de Federico...
Sí, su analista también se había enamorado perdidamente de él. Platónicamente, quizás. ¿Se inauguraba como homosexual, o ella, con sus relatos delirantes, lo iba seduciendo apenas como intermediaria del verdadero objeto amoroso?
-Hoy no hablaré de Federico -Anudila trató de afirmarse en su propósito.
Sentada enfrente al doctor Carizonzo, desembuchó de una sola vez sus preocupaciones:
-El contubernio se desarrolla en la oficina de al lado.
-¿En cuál oficina? ¿Aquí?
-No sea pesado. Los tratados secretos. El diario me pareció un pulpo rabioso, hoy, 16 de setiembre, anunciando que murió Jean Piaget. Comenzarán los recordatorios más elocuentes que nunca. Necesitaba morirse para que todas las revistas especializadas en educación buscaran la mano del redactor, a revisar los libros de Piaget, y el padre de la moderna psicología infantil comenzará a estar más vivo que nunca ahora que seguramente lo velan en Ginebra. El Doctor Honoris Causa de más de treinta universidades y con tantas distinciones académicas reposa en su cajón. A su lado, las letras color sangre del periódico cuentan de un supuesto depravado sexual que fue remitido a la cárcel de Tacumbú. Fue en el barrio Bernardino Caballero de esta capital. ¿No lo leyó?
-Anudila, ¿qué tiene que ver todo esto contigo?
-¿Quiere que le hable sólo de mí? Hay gente a la que nunca le pasa nada. Soy una de ellas. Miro vivir a los otros. Las letras se encienden alrededor de esta tristeza girando en torno a los autos con sus conductores, obedientes soldados, como hormiguitas sumisas, frenando, continuando, primera, stop, todos hacia la misma calle y de repente la mañana neblinosa, la tormenta de Santa Rosa, el frío retrasado. ¿Me entiende, doctor?
-¿Has tenido un accidente de tránsito?
-Por favor, ¿no sabe leer entre líneas? La calle Azara bañada en brumas, giramos, y no hay nadie a las once de la mañana, la calle está desierta, qué lunes imposible, no puede ser, ni un auto, verde, cruzamos, nadie y es lunes y son las once y dos minutos, y la letra salta dentro de la palabra. En la mañana de ayer se suicidó, no, dice se mató una joven de veintidós años en la vivienda ubicada, no, dice, en el interior de una vivienda ubicada en Intendente Domingo Robledo y Veteranos de la Guerra del Chaco. Mire que cada nombre de calle es para mí una clave. Ella se llamaba Isabel Guadalupe Brítez, tenía anorexia algunas veces, bulimia otras, soltera, oriunda de la Colonia La Niña. Informes de la policía señalan que la misma se disparó un balazo en la cabeza y que su deceso se produjo poco después. Problemas de carácter sentimental habrían sido la causa por la que Isabel Guadalupe adoptó tan drástica determinación. ¡Socorro! Estoy con diarrea, ¿puedo salir un minuto?
-No tienes nada. Siempre buscas una excusa para acortar el tiempo. Sigue.
-Yo no tengo nada y la hoja y la tinta negra. Otra noticia: el mismo, según refiere la denuncia, en compañía de otro sujeto...
-El mismo, ¿quién?
-El mismo, la misma, ¿no le gusta? Usted mismo, yo misma, nosotros mismos. Bueno, ellos mismos atacaron a un hombre cuyo nombre omitimos por razones obvias, en plena vía pública, golpeándolo en el bajo vientre y otras partes del cuerpo por lo que lo dejaron sin fuerza, circunstancia que fue aprovechada... ¡El cielo se torna plomizo!
-¿Qué ocurrió? ¿Lo estás inventando o figuraba en el diario?
-Circunstancia que fue aprovechada por los atacantes para arrastrarlo hasta la casa de uno de ellos, que es un abogado. Allí fue sometido sexualmente por ambos. Manifiesta también el denunciante que es mayor de edad, 34 años, que mientras uno le atajaba por el cuello el otro materializaba su propósito, y que, posteriormente, el segundo hombre también hizo lo propio. Dijo finalmente que después de todo se encontró en la calle tirado en la vereda siendo auxiliado por otros dos hombres que lo condujeron a un centro asistencial. Acompaña a la denuncia el correspondiente diagnóstico médico. Qué frío. Fue demasiado pronto para Isabel, veintidós años, homicidas somos todos, mientras en la columna siguiente el niño-cadáver es encontrado en el río. Su padre adujo, según versiones de la madre, que el chico salió como siempre con un pantalón azul y su camisa blanca de uniforme en dirección al colegio, y que es muy probable que a raíz del accidente automovilístico provocado por el padre en perjuicio de aquéllos, aquéllos optaron por hacer justicia con sus propias manos. Aunque el forense afirma que la muerte se produjo por la sencilla razón de paro cardiaco en minutos en que se estaba ahogando el niño. Todo el mundo sabe que la venganza estuvo presente en el cuerpo, con muy visibles señales de tortura, siendo arrojado luego a las aguas del río Paraguay. Si no se mueve de su silla, doctor, le vomitaré sobre los pantalones. Homicidas somos todos, ya lo hice, un segundo nada más. Qué rara fuerza, no lo puedo creer, un segundo y el otro muerto, todos muertos, por qué y qué sencillo.
-¿Estás planeando un asesinato?
-Sí, la muerte de mi propio amor. Sufro porque amo de mala manera. Porque no me siento digna de ser amada con una fuerza similar a la que yo destino al amor. Quiero que alguien me deje ser su creación, me contagie su potencia, se sumerja en mi noche, estrene para mí sus madrugadas. Alguien que me serpentee y me transite.
Cuando salió se dirigió con postura tenuemente marcial hacia la gran puerta de madera tallada por artesanos indígenas. Entró con la firme decisión de concretar una idea sostenida durante incontables noches de insomnio, en las que se avistó a sí misma desfilando lentamente hacia el atrio, con breves pasos de novia emocionada y audaz. En realidad, dedujo Anudila, el novio ni siquiera juega un rol ornamental, ataviado siempre con un traje negro, así es que en reiterativos ensueños lo descartó del espectáculo.
Ella sería la única emperatriz.
Todos admirarían su vestido confeccionado con delicadas ménsulas, nada llamativas, para no caer en la vulgaridad, que tanto la ofendía. Había observado casamientos en los que las novias a duras penas podían sostenerse dentro de sus atuendos cargados de pedrerías, firuletes y lentejuelas, tules y gasas, colas kilométricas que hacían que llegaran al atrio con la lengua afuera, desluciendo la belleza que generalmente se acrecienta en esa única ocasión, y se eterniza en los videos y en las fotos, para que después los amigos se aburran y los hijos pregunten:
-¿Tú de verdad eras ésa, mamá, o utilizaste una doble, como las famosas actrices de cine en las escenas peligrosas?
-Sin embargo, yo tenía una cintura de avispa -retrucaría la madre-, y los ojos almendrados así de grandes. Los sucesivos embarazos alteraron un poquito mi esbelta figura.
Esta era la composición de lugar que se hacía Anudila al caminar por el centro silencioso y alfombrado de la Iglesia más imponente del país. Estaba llena de flores naturales y otros adornos en los bordes de cada uno de los bancos. Grandes cintas colocadas con gracioso esmero cruzaban desde la cúpula hasta la entrada, porque probablemente en las horas siguientes un sacerdote muy altivo consagraría algún matrimonio. El único que vale, el religioso, como dice mi madre, pensó Anudila. Se detuvo unos segundos para calmar el tum tum del pecho y suavizar el jadeo.
Ahora que el templo estaba vacío tocaría el órgano para una audiencia privilegiada: la Virgen María, Dios y su único Hijo, Jesucristo, a quien Anudila consideraba el personaje más extraordinario y reformista de todos los tiempos.
Omitiendo pedir permiso a las autoridades eclesiásticas, porque sentía que su derecho de usufructo del templo era amplio, por ser la casa de todos, se acercó al órgano, pasó los dedos por la banqueta, para limpiarla, y se sentó con el torso erguido. Pulsó las teclas iniciales y un escalofrío placentero recorrió su nuca. No supo cuánto tiempo transcurrió, sumida en la dignidad de reconocerse por fin apta para desafiar usos tradicionales. Sí, de hacerlo apartada de liturgias y pompas, fuera de lugar y de hora.
En trance, como toda artista que ofrenda su talento, primero al universo solitario y neblinoso de su propia naturaleza, conflictiva y dispersa, Anudila tocó el órgano y dirigió conmovida la mirada hacia los objetos que la rodeaban. Ignoraba que, imantados por esta versión tan dulce y venerable de su Aleluya, comenzaban a caminar hacia ella en puntas de pie todos los fieles y el párroco, el sacristán, los sacerdotes, los restauradores de santos, y hasta Monseñor Tujaki y el obispo de la diócesis. Un momento antes se hallaban concentrados en una reunión con las autoridades de la Universidad Católica de Asunción, para delinear nuevos métodos de catequesis más acordes con la realidad vivencial de la población, y discutir acerca de los contenidos y las ilustraciones de los libros de religión. Hablaban también de una nueva edición en guaraní, e inclusive en varios dialectos indígenas.
-Debemos continuar -argumentaba un cura sociólogo-, sin agredir violentamente a los indígenas, con el proceso paulatino de transculturación.
-Sí -decía el Rector-. Son paraguayos. Deben mantener sus costumbres. Podemos tolerar que pervivan algunos de sus originales ritos, pero al mismo tiempo urge que asimilen la doctrina católica y la pongan en práctica. Hay que hacer oídos sordos a los antropólogos izquierdistas que insisten en que deben mantenerse en su hábitat sin modificar sus ancestrales celebraciones ligadas a la veneración del sol y de la luna. No. Deben integrarse a la comunidad y adaptarse a una vida menos salvaje y nómada. La civilización del mundo contemporáneo debe alcanzamos a todos. Y si hay etnias rebeldes, hay que persuadir discretamente a cada uno de sus integrantes para que reconozcan las ventajas de asimilarse a una cultura superior.
-Señor Rector -terció tímidamente otro joven sacerdote-. Ellos viven felices con sus propios códigos sociales y normas de convivencia. ¿Está sugiriendo que los traslademos a la ciudad, al cemento, a la competencia destructiva, cuando ellos disfrutan permanentemente de la cooperación múltiple, sin distinción de clases?
-¡Sacrilegio! -el decano de Filosofía se puso de pie, muy ofuscado-. Nosotros, como intelectuales al servicio de la Iglesia Católica, hemos estudiado y planificado cada una de nuestras acciones.
Fue entonces cuando la discusión se interrumpió abruptamente, porque la textura misma del Aleluya de Anudila se entremetió en la sala de reuniones y enlazó con su rara magia a los participantes, que en cohesión se dirigieron hacia el templo, e igual que los demás, entraron sigilosamente. Como estatuas, mudos y absortos, se mantuvieron a prudencial distancia, para no ser vistos por la ejecutante, que podría asustarse e interrumpir este inmortal llamado de la música.
Lo que Anudila creaba con las manos era un don sobrenatural. Nadie puede enseñar ni aprender algo así con técnicas precisas. Por eso estaban las monjas y los curas reinventando en amable contagio, el olvidado potencial para disfrutar algo diferente en medio de tantos sacrificios y mortificaciones con los que modelan sus existencias y buscan ganar puntos para la vida eterna. Por eso se paralizaron también los obreros de la calle, abriendo sus bocazas con asombro.
La presencia de las personas que la contemplaban no inmutó a Anudila. Mirando con arrogancia su instrumento musical, se despreocupó de averiguar si las múltiples observaciones dirigidas exclusivamente a ella eran ásperas o admirativas. O quizás el silencio total y la ausencia de aplausos, traslucían la honra, el endiosamiento espontáneo de una artista que domina los secretos del teclado y del pedal, de la caja, del fuelle, de la entonadora, de las partes más sofisticadas del instrumento, sabiendo coordinar su desenfreno místico, unificador de la gran melodía.
Divagando sobre la impresión que estaría causando en los inesperados oyentes, dedicó cada acorde al Espíritu Santo, al que exultaba por formar parte de la nunca bien comprendida Santísima Trinidad. Ahora sí estaba segura de que el hermetismo de su público terrenal era resultado de la magnífica sorpresa, de la fascinación que lograba conquistarlos.
Su expansiva y jovial manera de representar musicalmente el Aleluya, vibrando entera en cada nota, se expandió desde el atrio hasta el pórtico, y rozó el claustro, la galería, la nave, la torre, la cúpula, la bóveda de la iglesia Catedral. Llegó hasta el campanario, sacudió las fibras sensibles más reprimidas de los sacristanes, traspasó el sagrario y el presbiterio, invadió angelicalmente el iconostasio, se introdujo lánguidamente en la pila bautismal, saltó hacia el púlpito, se adhirió al atril desde donde los sacerdotes repetían una y otra vez sus soliloquios, hasta colarse subrepticiamente en el confesionario.
Anudila se levantó, caminó unos pasos y se arrodilló en el comulgatorio. ¡Dulce aleteo de la vanidad! Luego salió a la calle con la cabeza muy alta. El sol, esplendoroso, bañaba la plaza y la Chacarita. Contempló el paisaje, sin verlo, porque no podía interrumpir su meditación casi megalómana sobre la experiencia orgiástica que acababa de protagonizar, sin profanación alguna, sino todo lo contrario, porque había interpretado con soberbia precisión un gran clásico musical como el Aleluya, en versión netamente suya.
- XIV -
RECONVENCIONES PATERNALES
Al abrir la puerta de su habitación, lo primero que vio Anudila fue la cara larga de su padre.
-¿De dónde vienes? -preguntó él con fingida cortesía.
-¡Cómo! ¡Ahora tenemos al director de la GESTAPO en casa! ¿No recuerdas que todos los martes y jueves voy a mi terapia con el psicoanalista?
-Pero esos tratamientos son demasiado costosos, amén de que no los necesitas -replicó el papá de Anudila.
-¿Y qué importa? Todo es caro en este mundo, y casi siempre lo que pagamos en precio de oro se convierte en algo inservible, aunque tal vez suntuario. Las máquinas... ahora en menos que canta un gallo se vuelven obsoletas, tienes que descartarlas o malvenderlas a un pobre infeliz al que estafas, porque éste cree que adquiere una ganga: por fin incorporará la nueva tecnología a su casa ya atestada de objetos inútiles. De basuras. Todo es show. Todo es mentira.
-En el gran teatro del mundo -completa el padre la idea, filosofando para seguirle la corriente-, en el de Calderón o en el nuestro, cada uno cumple su papel sumisamente. Pero algunos lo hacen muy mal.
-¿Te refieres a mí?
-Cuando utilizas ese tonillo dulce con falsedad, saltan a mi memoria las frases con que pretendías dominarme desde chica. Muy triviales por cierto.
-¡Ah, yo creía que eran creaciones originales mías!
-No es ese el punto. Lo de tu psicoterapia se alarga demasiado. Es un abuso. Y tú no has cambiado para mejorar. No estás satisfecha con nada.
-No obstante, ahora me conozco, por lo menos parcialmente me acepto, puedo ser amable conmigo misma sin sentirme culpable.
-A lo que haces en esas sesiones le llamo sofisma, y de ambos lados, porque te prestas al juego cínicamente. Eres cómplice. No te atreves a informarte, a admitir que la ciencia en general, incluida la medicina, ha avanzado a pasos agigantados, y hay técnicas de autosuperación personal rápidas, sencillas y baratas.
-¡Papito! Sabes perfectamente que lo único que le hace bien a mi sistema nervioso, bien heredado del tuyo, son los ejercicios físicos.
-Hay un manual...
-Para estas cosas no hay recetas aplicables. Cada uno se pierde o se salva solo. Bien sabes que no sé mentir, o miento mal. He crecido así, autoritaria, despótica, dominante. Lo único que puedo hacer es limar las asperezas de mi marcada prepotencia. No sé qué hubiera sido de mí si fuera funcionaria pública y tuviera subordinados.
-El doctorcito que te atiende, que por cierto está a punto de ser rico gracias a tus continuas sesiones semanales, me ha pedido una cita y fui a conversar con él. Jamás habló en lenguaje cristiano. Sin apearse de su jerga psicoanalítica lanzó una avalancha de citas lacanianas, cuchicheando, como si estuviera haciéndome partícipe del gran soplo, del presagio divino.
-Sintetizando, muchacho, que el horno no está para bollos.
-Aseguró que no eres una psicótica clásica.
-¡Psicótica! ¿Qué quiso decir con ese desvarío? Está más loco que una perrita en celo por vez primera. La perrita no entiende lo que sucede. De pronto, azuzados por su olor, todos los perros la acechan, calentísimos. Perros de los más diversos tamaños, razas, colores y pelajes.
-Sales por la tangente.
-No. Ese estúpido sabe que soy una perfecta histérica. Por eso puedo ser muy creativa. Lo único que falta es que también me diagnostique como esquizofrénica.
-Otra vez te desvías del tema. ¿O es que te amilanas ante el informe clínico luego de tu interminable convalecencia(4)? Por cierto, el estúpido dice que ahora estás curada y que ha concluido el tratamiento.
-¡Ah, me ha dado el alta, conmiserativamente! Hasta hoy, que yo sepa, no se ha descubierto un remedio que cure a los maníaco depresivos. Existen sí, inconclusos experimentos en el campo de la neurocirugía. Esta enfermedad que automáticamente genera el desprecio de los demás, en vez de suscitar conmiseración, como el cáncer, por ejemplo, sólo puede domeñarse durante ciertos periodos de ausencias inexplicables de crisis internas, o provocadas desde el exterior. Yo me he autodiagnosticado antes de que el doctor Carizonzo y tú me llevaran a empujones al Instituto Médico Psicológico.
-No es así como dices.
-¡Es así! Soy una histérica positiva. Una neurótica, como todo el mundo, en este convulsionado planeta donde el hombre y la mujer, si no se devoran a sí mismos, desarrollan su antropofagia con la primera víctima propicia que hallan en el camino, o lo hacen indiscriminadamente.
-¡Ah, ya abordamos el terreno de la criminología!
-Por cierto, la nueva nomenclatura de neurosis es síndrome de estrés.
-Anudila, ¿quieres enterarte del informe del médico?
Ella dijo que no, no, no. Que su padre era muy ingenuo para no darse cuenta de que ella había utilizado a ese ¿profesional? debilucho y sin brillo como objeto de observación de la práctica psiquiátrica. Aseveró que el premio que nos tienen prometido si somos buenos y virtuosos, si cumplimos cabalmente los diez mandamientos bíblicos que nos impusieron hace varios siglos, o aquellos doscientos y más preceptos de Buda, y todas las leyes morales de cuantas religiones se profesan, son meras falacias:
-Una obra verdaderamente altruista y filantrópica debería realizarse sin aspaviento, en el anonimato. No hay razón alguna para exigir que el beneficiado actúe con reciprocidad. Nunca hay que recordar ni echar en cara los favores concedidos. Es una antiquísima regla de urbanidad, que se asocia con aquello de que lo que no se mama...
-Quieras o no saberlo, tu médico clínico, no el psiquiatra, dice que tú no tienes nada. Que eres más sana y fuerte que un toro. Y que tu provocación permanente no es sino un velo que tú te colocas para defenderte, atacando, porque eres débil, insegura, sensible, ¡demasiado buena y bocado al alcance de todos los lobos feroces que rondan la casa de tu abuelita!
-¡Cállate ya papá, por favor! Mi abuelita fue tu madre y está en cualquier lugar, menos en este planeta.
- XV -
EXÁMENES RECÍPROCOS
Agotadísima, Anudila siente vergüenza y amargura, al comprobar que las anécdotas vinculadas a Federico continúan minuciosamente registradas. Matar al animal que la habita, eso es lo que pretende hacer, pero ya la buscan para comenzar el viaje. Está sedada, insegura al fin y al cabo, con dos pastillas de lexotanil disueltas en el estómago. Sube al automóvil y mira melancólicamente el paisaje de la autopista que conduce al aeropuerto.
Ya entre nubes, acomodada en su butaca del avión, ambiciona posibles respuestas y constata la ausencia de preguntas. En este momento no quiere saber nada, nada, ni de los enigmas morales ni de las dogmáticas verdades de la ciencia. Sólo quiere olvidar la terca pasión que todavía la encadena a Federico.
Luego de muchas horas de vuelo se acerca al paradero definitivo. Según lo estipulado en el contrato que firmó para integrarse a la inusual tentativa, vendan sus ojos antes del aterrizaje.
Una vez liberada del antifaz se halla en un enorme galpón, mal iluminado. Arrastra los pies, se detiene, mareada por el intenso trajín de gente que se esfuerza en ubicar su equipaje. Hace lo mismo. El vértigo se acrecienta.
Floto, se dice, y su mirada tropieza con la de un hombre muy atractivo. Como siempre que nota el interés de un extraño hacia ella, trata de reconfortarse con la idea de su inocencia. Ella no ha hecho ningún gesto para llamar la atención. Ella no es provocativa, sólo que la acompaña el infortunio de parecerlo.
Él la escudriña sin cautela, y entonces Anudila se torna intrépida y también participa en el breve sondeo exploratorio que se genera entre personas desconocidas, con franqueza o hipocresía. Cada uno busca un momento en el que el otro se distrae para dibujar el cuerpo entero de la nueva presencia.
El hombre entrevé al ser femenino, gravitante. Anudila, la magnitud varonil del desconocido. ¿Qué voces serán las nuestras, al hablarnos?, se preguntan al unísono, distraída ya la visión múltiple, de inventario. ¿Serán las mismas de siempre o adquirirán cadencias ambiguas?
Inmersos en el gentío, moderan la recíproca inspección, e indefensos ante la necesidad de proseguir la tarea de vigías que acaban de establecer sin trama alguna. Ambos perciben que la circunvisión es paralela y acompasada, y que trasciende la simple curiosidad. También saben que es el inicio de un reconocimiento: el destino final de un penetrante repaso de la existencia.
Al amanecer, sorteando las cabezas que se interponen entre ellos, Anudila y el hombre dan con sus miradas. Se aguardaron durante toda la noche, con la paciencia de los condenados al misterio, reteniendo en la memoria la imagen todavía fragmentaria del encuentro.
Él trata de adivinarla desde su nacimiento. Baja los párpados y una sucesión vertiginosa de historias lo empuja a representarse mentalmente una película en blanco y negro. Imagina en secuencias que él filma, como director, una calurosa tarde de parto:
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En el ojo de la cámara ve cómo todos comienzan a inquietarse. ¿Habrá tormenta? Se trata de un impermeable silencio, en pleno otoño. Intenta cambiar su lente por una más moderna porque los actores se superponen.
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-Este achicharramiento, tanta calma, presagian mal tiempo, pero la lluvia será buen augurio, -dice la profesora de Filosofía.
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Carmen, la madre de Anudila, ni la oye. Está tan ocupada con la otra quietud, la del bebé que espera. Luego de portarlo durante nueve meses y conocer las volteretas incesantes dentro de su cuerpo, se toca el vientre y no advierte signos de vida.
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Lo que el hombre de la expedición rueda imaginariamente es una crónica sobre el embarazo de la madre de Anudila, algo que a ella le contaron mil veces, pero soslayando los giros idiomáticos tan propios de la forma de hablar de Carmen, y desde luego, sin poder reproducir esa gracia única que toda madre despliega para referirse a su criatura.
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Carmen se reconcentraba en su vientre con ansiedad, queriendo enlazar los latidos más sutiles. ¡Cuántas dudas atormentaban su sensible corazón, que se hacía más pequeño que el de la hija que ya era suya!
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Felizmente se produjo el alumbramiento. El hombre de la expedición, conmovido, cambió el encuadre.
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Quizás como anticipación a los roles que desempeñaría en el futuro, fue que la recién nacida comenzó a esconderse precozmente detrás de una y otra máscara.
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¿Estará fallando mi equipo de filmación? ¡Esto es absurdo!, pensó el hombre.
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Muchos años después Anudila seguiría siendo protagonista de este fenómeno de encubrimiento, para defenderse del demonio intransferible, ese ángel caído que no le permitía reposar. En la brega del antifaz, confundió accesorios, se vistió de esclava cuando el papel era de reina, y se cargó de oropeles cada vez que el libreto le exigía sumisión.
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¡Si hubiera sabido apuntar sus errores desde la distancia privilegiada del espectador indiferente!, se compadece de ella el improvisado cineasta.
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Suspende la filmación mental y sigue investigando a Anudila con una suave caída de ojos que le afina el semblante. Ella medita sobre lo agradable que es ser autodidacta. ¡Es la libertad! Pero, insiste, cuando aquél se enfrenta a una persona que se ha educado en buenos centros de enseñanza, se hace manifiesta la superioridad que otorga la orientación de buenos maestros. Si pudiera borrar la aflicción que siempre experimenta al pensar en lo que hubiera podido hacer o ser. Galimatías. Tiniebla que se convierte en materia más dura que la piedra.
La piedra es, justamente, el mineral que ejerce una atracción irresistible sobre el individuo cuyo nombre ignora Anudila. Cuando él toca una piedra, cualquiera, puede tomar por asalto biografías anticipadas de su devenir, y entiende por qué algo aparentemente inanimado comunica un poder extraordinario que parece dirigir su albedrío, adaptado a las disciplinas más duras.
Son imposiciones de mi libreto prehistórico -se autoexplica, sin perder de vista a Anudila-. Debo rechazar los contenidos de este argumento que me impusieron. Borronearlo. Tacharlo. Destrozar páginas enteras, hasta vencer en esta batalla del cambio de programación.
No sabe fingir. Anudila observa su lucha contra la mueca delatora, y la forma en que trata de acomodar una sonrisa entre los músculos faciales.
El innombrado relaja entonces los hombros. Trata de sincronizar la respiración. En el horizonte, los colores del atardecer estiran su mágico pensamiento hacia un rincón incontaminado. Se tiende sobre un colchón de frescos pétalos de rosas, y procura calmarse, calmarse, calmarse.
No puede. Se obliga:
Tengo que encontrar una fórmula y aplicarla sensata y metódicamente, para que me conduzca al descubrimiento de mi autora. ¡No! Mi madre, no. Mi creadora. ¿Dónde está? ¿Con quién? Y sobre todo, ¿qué hace? La merodearé, pese al insomnio creciente. Y se escabullirá cuando a mi vez esté a punto de escaparme del laberinto.
El muchacho conserva así al niño que fue. Se refugia en las curvas cerradas de sus recuerdos para volver con más vehemencia a la misma travesura del escondite. En ciertas parcelas de cansancio la madre se distrae y el hijo entrevé normas irreprimibles, quistes del aprendizaje de las cosas, cárceles del conocimiento. Si él supiera esquivarlos graciosamente y así ahuyentar al terror de ser único e irrepetible.
Mientras, Anudila sondea en su ánimo. ¿Cómo se llamará? Ella tiene por cierto que en el documento de identidad de toda persona figura un sustantivo con los apellidos, otorgados por los padres, pero que el auténtico nombre es el que algunos tienen la gloria de conocer, y es el bendito, el que le corresponde a cada uno por la forma en que lo modelaron en la etapa prenatal. Por la andadura, posteriormente, esta divina enunciación, única para cada mujer o varón, se inscribe definitivamente en el firmamento. Hay que buscarla.
-¿Él será Augusto o César? -curiosea sobre los posibles apelativos del hombre-. ¿Se llamará Pedro o Carlos, Juan o Mario, Bruno o Alcibiades, Aldo o Francisco, como Kafka?
Le ha puesto ya cien nombres de pila, cuarenta sobrenombres, veinte seudónimos, ochenta apellidos, catorce apodos. La convicción de que él hará honor a su propio nombre inaugura ese sábado de junio de 1994.
- XVI -
PRESCIENCIA DEL OTRO
-¡Sin prisa, sin prisa! -suena la voz desde un altoparlante.
Anudila sale de su ensimismamiento y se arma de coraje para interrogar con un gesto al hombre que camina a su lado.
-Es uno de los maestros -aclara él, con gentileza.
Al escuchar su voz por primera vez Anudila se sonroja. ¿Dónde la oyó en otra vida? Un placentero cosquilleo se adueña de sus piernas.
-¿Cómo se llama usted?
-Julián. ¿Y tú?
-Anudila.
-¡Ah! ¡Qué inquietante!
-¿Por qué?
-Es tu nombre intangible. Tu auxilio celestial.
-¿Es mi nombre sagrado?
-Efectivamente, por una contingencia sacrosanta. Eres la que anuda.
-¿Cómo? Eso suena horrible.
-Porque no te interesaste nunca en la etimología del vocablo con el que te llamaron desde niña. Dentro del apelativo Anudila hay otros, varios. Hay, por ejemplo, un sustantivo clave, que para los egipcios significa desastre.
-Te burlas. Mi nombre siempre me dio lástima. Quiero modificarlo en el registro civil.
-No lo hagas, porque es una de las pocas ocasiones en que el nombre que tus padres escogieron para ti coincide con el que está escrito en el octavo cielo, y solamente para denominarte a ti.
-¿Qué quiere decir, qué simboliza Anudila?
-Averigua tú misma. Te emocionarás. Lo que puedo asegurarte es que el hecho de que te reconozcas como Anudila, que gires la cabeza cuando alguien pronuncia tan inusual advocación, te compromete a luchar por la unión de tus semejantes, te obliga a urdir las hazañas inconclusas que figuran en tu trama sobrenatural.
-¡Qué fuerte suena lo que dices!
-Tu nombre te ofrece los dones que ambicionas para intervenir en los cambios de tu pueblo, ligando entre sí a los justos, prosiguiendo la lucha de los valientes, aunando a miles de inteligencias, para que muchos seamos mejores.
-¡Me asustas!
-Acéptalo. Tú eres capaz de enlazar las utopías colectivas y hacer que se concreten. Tú puedes movilizar a hombres y mujeres altruistas. Tú deberías amarrar al amor y proclamar que es el único camino que nos conduce a la felicidad.
-Oye, nos miran mal. No permiten que hablemos entre nosotros -lo ataja Anudila, electrizada.
-No te preocupes. ¿Me has comprendido fielmente? Tú eres la que...
-¿La que qué?
-La que anuda. La que podría anudarme y anidar en mi alma.
-Estás copiándolo a Platón.
-Para nada. Desanúdate, Anudila.
-No sé cómo hacerlo.
-Yo sé.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque me ocurre lo mismo.
-¿Igual, igual?
-Hasta el punto de darme cuenta de que tú sabes lo que estoy viendo y yo sé lo que piensas.
-Y viceversa. ¡Casi verso!
Les marcan un alto, y un hombre vestido con uniforme amarillo, anticuado, se acerca:
-Móderense. Llaman la atención de los demás.
Julián parece detenido en el umbral de una era sin cuentas. Sopla suavemente enviándole su aire a Anudila. Prueba a traspasarle ideas con la pulsión de todos sus sentidos:
-El apuro molesta a los demás, es una agresión para los desocupados.
Ella agacha dos veces la cabeza en señal afirmativa, y le devuelve:
-Metacomunicación.
-Metacomunicación -repite Julián, contento.
Es como si él se estuviera examinando, como si ella se viera los propios ojos desde adentro. Sus miradas se tornan idénticas, y la anatomía ocular parece estar perfectamente sincronizada para que sus vistas se fundan entre sí.
Julián reinicia la caminata y se interna una vez más en su película particular. Ha perdido varias secuencias, y debe dibujar nuevamente a los personajes.
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En la pantalla que plasma automáticamente, coloca un primer plano de Iluminada, la hermana de Anudila, a quien cerca minuto sobre minuto. Más que hermana, ella moldea los hechos pretendiendo ubicarse en el papel de amiga. Quiere seguir compartiendo las complicidades de antaño. ¿Lo ves?, dice al tiempo de ingerir un gran sorbo de mate dulce.
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Ya en tecnicolor, Julián ve ahora a Iluminada, y ésta a su vez lanza una ojeada a la misma película, pero la ve en tonalidad sepia. Ambos sienten los pasos de doña Tela, una vecina muy autoritaria, que cruza el comedor y se detiene ante la mesa en la que almuerzan las hermanas.
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¡Qué delgada era, qué bajita!, se enternece Julián, al notar que Anudila entra en la toma. La Anudila mujer, resoplando a su lado, le dice con un ligero vaivén de los hombros que efectivamente, era así, y bueno, y qué, y clausura sus elucubraciones, integra la platea: en el cuadro observa a Julián que se concentra en el episodio, y a Iluminada que mira su propio recuerdo en la obra cinematográfica que imagina Julián, y se distingue a sí misma escuchando a doña Tela que las previene:
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-¡No se mastica con la boca abierta! La nariz es para respirar y la boca para hablar y comer.
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De pronto Julián también es filmado. El plano lo muestra desde atrás, como público, haciéndose una idea de los sentimientos contradictorios que la severa amonestación sobre una regla de urbanidad habría suscitado en ambas niñas. Durante almuerzos y almuerzos procuraban introducir la comida en sus bocas manteniéndolas cerradas.
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Tela también las orientó sobre las pistas de reconocimiento de la virginidad:
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-Las jovencitas que caminan sin mantener las piernas juntas, demuestran que ya tuvieron relación con un hombre. ¿Notaron que Perlita, la recién casada, ahora casi corre como si tuviera sarna entre los muslos? ¡Los abre demasiado para andar!
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Desde entonces Anudila e Iluminada adoptaron la peculiar forma de caminar haciendo que se entrechocaran sus rodillas. Adiós elegancia. Algunos opinaban que eran niñas con discapacidad, y que aprendieron a disimularla.
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Tela era amiga íntima de Carmen, la madre de Iluminada y Anudila. Entraba y salía de la casa de la familia Gonzaga como si fuera suya. Influyó en las hermanas decisivamente. El día en que murió la abuela fue la primera en llegar al dormitorio:
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-¿Cómo ocurrió?
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Chocha, la cocinera, no ahorró adjetivos para contar el suceso:
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-Fue Anudila. A esta chiquilina no hay quien la pare. Como todos los días estaba sentada sobre el vientre de su abuela, y saltaba y saltaba gritando arre caballo, vamos abuela, arre caballo. Usted sabe que, aún siendo una mujer joven, doña Felicia sufría del corazón, y no habrá podido resistir tanto zarandeo. Empezó a salirle espuma por la boca. Ni así la nieta dejó de reír y de gritar. ¡Qué te pasa abuela, juega, juega, arre caballo! Doña Carmen todavía no sabe nada, Dentro de cinco minutos llegará de la escuela donde enseña.
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-Qué calamidad. Mataste a tu abuela.
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En la cocina, las muchachas preparaban pasteles y café para las llorosas visitas.
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Todos los niños fueron llevados a la casa de la familia vecina, y allí durmieron. Al despertarse vieron desde la ventana de la sala los coches que pasaban con la gente vestida de negro. ¿Por qué no les dan dinero? Iluminada rememora el último entierro de angelito, la caravana larga y el polvo, las mujeres rezando, cantando y llorando, arrastrando los pies, el cajoncito transportado a pulso y el dinero que ofrendaban los transeúntes y chóferes al paso.
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Esa tarde de nostalgias profundas, las hermanas Gonzaga hablaron de Tatín, su perro, reviviendo el día en el que un estanciero vino a buscarlo. Lo alzó y lo colocó en su camioneta. El perro aullaba de tristeza. Sus ladridos se mezclaban con el llanto de Anudila, echada en el suelo. Tenían que atajar a la niña y al perro porque cada uno quería correr hacia el otro.
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Transcurrió una semana, y desde el Chaco, Tatín regresó, luego de cruzar picadas y el río. ¡Toda la algarabía del barrio lo saludó esa madrugada! Anudila, la causante del problema -el médico diagnosticó que por su alergia no podía convivir con animales con pelos- voló al gallinero a tocar una hojita verde del árbol más alto, porque da suerte, y arrancó una flor del aire para su perro. ¿Por qué dirán que las flores del aire son parásitas?
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En el campo los días eran llanos y cualquier hecho nimio se convertía en acontecimiento notable. Trajinaban los carros con sus tambores de agua. El papá peinaba afectuosamente a sus hijas con dos coletas, antes del desayuno, y a escondidas colocaba en los bolsillos de sus guardapolvos blancos dos bombones Sueño de Vals. Fue el principio de una dulce camaradería.
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Nadie se explicó por qué el jueves bien temprano Anudila robó los caramelos del gran copón de vidrio del bar de su padre, mientras él se retiró un momento del lugar. Pero los volvió a colocar en el recipiente y tomó dinero de la caja. Esas hojitas de papel la atraían desde que había visto los trueques que la gente hacía con ellas. Aunque desconocía su valor, corrió hasta el almacén más cercano a su casa y compró caramelos. Quiero caramelos por esto. El despensero la miró asombrado y le preguntó para qué los quería, si los que vendía su padre eran iguales.
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Turbada, la niña caminó hasta la casa de doña Tela, cuyo esposo, un arquitecto boliviano, siempre estaba sin trabajo y desesperado. Fisgando por uno de los accesos a la casa, vio que doña Tela cosía a máquina un mantel. Con extremo sigilo introdujo los caramelos por debajo de la puerta.
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Cinco minutos después doña Tela llegó muy alterada a conversar con la madre de Anudila:
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-Las fechorías de tu hija son enrevesadas. Sólo un mago podrá conocer sus intenciones.
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Se esclareció que el robo no se ejecutó en el bar de los Gonzaga, porque ese tipo de caramelos allí no se vendían. Anudila comenzó a sentirse víctima de un terror idéntico al que la paralizó cuando el director del teatro infantil llegó una siesta a su casa. Palmoteó para hacerse anunciar, y ella salió corriendo a recibir al visitante. En el preciso momento en que le decía buenas tardes, se le cayó el lápiz labial ya rancio, que llevaba escondido desde hacía varias semanas entre las gomas del calzón. El colorete se deslizó hasta alcanzar el suelo, exactamente ante el rostro acusador de su dueño.
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¡Ya no podría pintarse los labios a escondidas! Nunca más pudo sustraer objetos ajenos, a pesar de las justificaciones de algunos compañeros de lucha, muy posteriormente:
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-Pero si no es robar. Es recuperar, recuperar.
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- XVII -
LECCIÓN DEL BAÑO
La noche arrastra culpas heredadas y vagos sones ya escuchados. La risa de una criatura corta el aire densísimo. Enseguida, el terror. Emoción consabida pero indefinible, es uno los más poderosos impulsos que mueve a los habitantes de la Tierra.
¿Cuál es la diferencia entre la vacilación y la firmeza? ¿Cómo se distingue lo metafísico de lo trivial? Días totales la han desvelado con estas preguntas. Anudila ha aprendido los nombres de cada continente y de las aguas que los lamen. Los ha recorrido aspirando sus aromas disímiles. Con la mirada hizo suyos a los árboles, jugó a la seducción con las nubes, en su piel vio crecer la pasión del viento, en la boca saboreó los placeres del fruto más acidulce.
Sin embargo, ningún elemento del entorno, animal, vegetal o mineral, aunque fuera apoteósicamente bello, logró desviarla de la crítica atención sobre sus recovecos internos. Allí, los fantasmas de los castigos recibidos por sus antecesoras se agigantaron sin censura, cada vez más potentes, mejor delineados en sus perfiles expiatorios. Tejieron su enredadera sobre su cuerpo en expansión, y se adueñaron de su aliento.
Ahora necesita hacer un esfuerzo extraordinario para atenuar este humor de aprensión y delito entremezclados. Uno, dos, nada mejor que una gimnasia mecánica. Olvidar que su madre está viva y la vigila aunque se halle a miles de kilómetros. Mueve los brazos como si fueran aspas de molino, y así la encuentra una muchacha que entra sin hacerse anunciar. Con sigilo, atraviesa el dormitorio portando un enorme cesto. Se dirige al tocador y deposita encima sales aromáticas, jabones, toallas, cremas diversas, perfumes, esponjas, esencias puras y naturales, cepillos para la piel y los cabellos, fluidos untuosos, discos y otros elementos que Anudila no logra identificar.
-¡Aprendizaje de la deliciosa lección del baño como cura y divertimento! -declama la joven, y le indica a Anudila que se desnude.
Sorprendida, ella lo hace, tratando de disimular el pudor. La intrusa explica que se llama Ana, y que es la encargada de la clase de purificación, que comienza con un masaje suave en la cabeza, para aflojar los músculos del cerebro:
-Este motor es incomparable, comando central cuya importancia los líricos han desplazado hacia el corazón -afirma.
Luego, con extraordinaria habilidad manual, recorre las plantas de los pies, alivia los tobillos de Anudila, se detiene estirando cada dedo, los presiona, mientras justifica su maniobra alegando que ningún mimo es suficiente para este puntal de la anatomía humana:
-Porque aquí hablan con elocuencia las terminaciones nerviosas, en un mapa donde cada punto doloroso señala el mal funcionamiento de una parte específica del cuerpo.
-¿Sientes molestia en este lugar? -pregunta y consigna-: Cada zona del pie vigila a su órgano equivalente. En este caso, puedo asegurar que tus pulmones se hallan congestionados. La verbena es santo remedio para el catarro.
Anudila está tan relajada, que la escucha sin seguir el hilo del discurso. Abandona sus manos en las de Ana, y advierte la frescura de la circulación de su sangre. Procura atender los consejos de la joven, que ahora insiste en la necesidad de silencio durante el masaje, cuya práctica debe ser periódica. Ni música durante el ritual, ¿eh? Sosiego propicio para una meditación liberada de las ataduras intelectuales.
-¿Qué? -la interrumpe Anudila, estupefacta-. Yo puedo meditar partiendo de una idea, hasta convertirla en pensamiento total, y concluir con un presagio.
Ana la mira, condescendiente, buscando nudos en su espalda. Piensa que nadie se halla libre de la tiranía de la cultura. Estamos llenos de códigos y fórmulas, algunos hasta el tope, otros, a los que denominamos mediocres, hasta un cuarto o un poco más del recipiente que los alberga, ¡uf, cuánta fatuidad! Por último están los que mantienen desocupada su caja teorética, y gozan de una gran ventaja sobre los letrados. Se los define como ignorantes, pero pueden dejar de serlo sin sufrir la carga de la información desmesurada de nuestros días. Susurra:
-Es tan difícil desaprender la erudición, modelo admirado que nos hace superiores, qué va, esa norma impuesta socialmente como medida del éxito entre los elegidos.
Anudila abre los ojos y la observa, inquisitiva.
-Sólo el que más sabe, reconoce la infinitud de la sabiduría -explica Ana-. Nunca podremos entender todas las cosas. Y la meditación, aunque te ocupe sólo cinco minutos, debe dirigirte al vacío. Únicamente en ese estado estarás despejada. Libre.
Enseguida, con obvia determinación, hace una reseña didáctica de la influencia positiva de la frotación de la piel. Ella considera que el adiestramiento va más allá del acto de amasar tendones y fibras:
-Cada fricción trasmite un mensaje eugenésico, y cuando sobo tu encarnadura deposito en ella energías cósmicas, además de las mías, de mi fatiga o mi fascinación por estar viva y vivísima. Además, en todo esto gravita un fenómeno emocional. Mucha gente no tiene contacto con otros, de ligamento a ligamento, de boca a boca. Hay millones que nunca se tocan.
-¿Que nunca nunca se tocan? -dice Anudila con la lengua enredada, semidormida.
-Sí. Millones que a nadie acarician. Millones a quienes nunca friegan sus cuellos. El roce de una mano sobre el hombro o la pierna es un alimento indispensable y benéfico, que aplaca las penas tanto como dormir diez horas seguidas.
Propone a Anudila que distienda sus miembros. Como si fuera un gato desperezándose. Y que recoja frutas supuestas de árboles muy altos, alzando los brazos y agachándose para cargar su botín en una cestilla azul. Luego, de rodillas, con manos y pies apoyados firmemente en el suelo, debe contornear la columna. Arriba, abajo, que cada torsión haga reconocer el estado de una vértebra, y de otra, y otra. Sugiere que aspire los efluvios de la aromaterapia, sándalo y rosa, manzana y albahaca, refinada emulsión intradérmica, mientras rema, adelante y atrás, cuarenta veces, en un lago imaginario cubierto de camalotes.
-¡Ahora sí, la melodía! -exclama Ana-. Es la más encantadora profilaxis, pero hay que consustanciarse con ella. Detesto a aquéllos que la utilizan como fondo de una actividad baladí. ¡Audición atenta y pulcra para la música!
Menciona que en general se considera el baño exclusivamente como un acto de higiene: la limpieza obligatoria y aséptica. Sin embargo, no hay que confundirlo con la mera diligencia de filtrar la suciedad. Apunta que aprecia sus cualidades desinfectantes, pues nos preserva de posibles enfermedades:
-Pero el aseo es sobre todo una ceremonia gratísima que desherrumbra el espíritu y suaviza las asperezas del temperamento.
Al pie de la letra, Anudila cumple los preceptos. Humedece sus pies con un pañito poroso, y comienza a enjabonarse con delectación. Ana destila sobre su cabeza un zumo de frutas y cepilla sus cabellos. Los espejos se empañan. Las neuronas se desobstruyen. La espuma enjuaga diáfanamente sus orejas, la ducha rasca su frente, la ablución de un néctar de resedá ventila sus venas. Se muda a una tina llena de leche de cabra, y una tersura nueva la descontamina. Se desprende la última piel áspera. Transparente, se acaricia con aceite de jojoba, entra al sauna. Siente cómo se va mojando, cada gotita resbaladiza. Se moja toda, moja su pubis. Tiembla. El recato se despolvorea, el sudor recorre suavemente su clítoris y, generoso, destapona su cobertura: la piel se abre y sube arrugándose mientras desde el ombligo llega un elixir de savia de manzanilla, limpiando sus recovecos, aclarando la cabecita enrojecida, que se enciende y titila. La nata, burbujeante, refina los poros del cuerpecillo carnoso. Cada vez más erecto, se agita al recibir un impecable chorro de emulsión oleaginosa, se balancea, palpita, se entrega entero al sobo de la esponja marina con infusiones de hierbas agrestes.
Jamás se sintió tan diáfana. Ya voluminosa y suculenta, sobresaliendo en la parte más alta de la vulva, su carne entre las carnes se vuelve jugosa y se acopla a la abertura inferior, más blanda. Los labios mayores se estremecen con el detalle de una pincelada de pócima de azahar. Vibran las ninfas: cada labio menor se sumerge en suero de venado nonato, y se convulsiona. El vestíbulo trepida, los bulbos se acicalan con una solución de jenjibre y desde el monte de venus chorrea esencia de jazmín. A punto de dejarse vencer por el placer, Anudila es sacudida por una lluvia de extracto de valeriana. Es como si la atravesara una centella. Trémula, flota en una especie de lechada que se infiltra lentamente en su orificio más íntimo, y lo amplía, se empotra en el conducto, vibra, profundiza la búsqueda, impregna su matriz de una sustancia gelatinosa que se adhiere a sus líquidos secretos. Crece el olor de madreselva junto a reminiscencias marinas. El busto se ensancha.
En la cúspide del estremecimiento, Anudila se enciende toda. Es el deleite. Se palpa los muslos. Estrena el sendero de la ingle. Tacto, tac-to, resuenan las sílabas. Es el recreo. Es el baño. Por último, la inmersión en agua con sales y aliños de raíces orientales. Una loción refrescante impregna el aire. Regresa entonces a la cámara del baño de vapor y acaba en un rápido enfriamiento con hielo triturado. Qué dicha.
- XVIII -
ESCRUTINIOS ONTOLÓGICOS
Van por un túnel blanquísimo. Cuando doblan hacia la derecha, se topan con una habitación blanca, muy luminosa. En ella hay cinco atriles dorados. Julián se detiene. Quiere contemplar a Anudila desde todos sus ángulos, pero ella ya se ha tendido sobre un enorme copo de algodón, y allí yace en actitud de espera, con llamativa displicencia.
En bandejas de plata, les alcanzan un sobre a cada uno. Los abren. Adentro, leen:
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Esta es la zona de leves escrutinios metafísicos.
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En el espacio vacío que sigue,
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figura lo que no se ha dicho nunca
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sobre las distintas razas que pueblan hasta hoy
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el Universo.
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De sobresalto en sobresalto, Julián desvela el contenido de una página y otra, y otra. Cada frase de Kant o de Shakespeare será siempre fascinante para aquél que la lea por primera vez. ¡Cuántos libros, desde entonces, desde antes, y qué escasas las citas dignas de ser señaladas con el pincel verde fosforescente! Él sabe que aquí las cosas se hallan impregnadas de magnetismo. En el fuego de la revelación con que se siente obsequiado, el joven ha olvidado su fobia hacia lo clandestino. Intuye que ha sido redimido y legitimado en los quilates de su genuina personalidad. Como una sombrilla, todo lo que antes consideraba peregrino se instala sobre su rostro formando una plácida aureola que le enciende las mejillas. Ahora está seguro de que puede comenzar una obra, la suya, aunque dude y piense que se trata de una aventura temeraria que no conduce a nada. Debe hacerlo. Un poco, nada más. Sobrevendrá el cansancio, al revés, más fatiga en las primeras etapas, y luego, paulatinamente, verá crecer su misión de la misma manera que un bordado va adquiriendo sus contornos precisos.
-Soy un encantador de cucarachas -le cuenta a Anudila.
Ella retruca:
-¿Y Dios entiende todos los idiomas? ¿Le será más fácil la misa en griego? ¿Le aburrirá el inglés?
-Quiero separarme un rato de ti -pide él.
-¡Por qué, si estamos tan bien juntos!
-Por favor Anudila, necesito tiempo.
-¿Tiempo para qué?
-Para pensar en ti.
Sonríen ante sus ocurrencias. Así alivianan la inquietud que sienten al participar en este rito del que ignoran sus códigos, y que los impulsa a perderse y a reunirse con frenesí, alternativamente, a sobrepasar sus expectativas, a concederse tácitos permisos para avanzar hacia lo más prohibido, a entender que hay mil formas de hacer las mismas cosas. Probando, equivocándose y rectificando, persistiendo en un quehacer, cada uno conquistará el instrumento que será mejor para sí, para sus cualidades, preferencias y necesidades.
-Pero la vocación también puede ser una trampa. Una trampa muy tentadora -dice Anudila.
-Sí, pero su hallazgo, su usufructo y ejercicio -afirma Julián- son los tesoros con los que alegramos la caminata.
-Hay gente que nunca sabe cuál es su llamamiento. ¿O su llamado?
-Porque clausuran su instinto. Desoyen la constante invitación de dioses y diablillos.
-Que es selectiva, ojo, no estamos conversando sobre una fiesta popular. Así que también es un don aceptar y asumir la quemadura que nos indica para qué estamos donde estamos.
-Ciertamente. La posibilidad de abrir el cuerpo a todas las posibilidades, a los arrebatos, a las voluntades escondidas, es la llama que enciende la inspiración.
-Creía que la inspiración no existe. El diccionario indica que es la ilustración sobrenatural que Dios comunica a la criatura. Pero ese estímulo creador no lo capta quienquiera.
-Ningún sursum corda, si no se despierta. ¡A veces hay que forzar la vigilia! Atrévete y verás.
Tardaron menos de veinte minutos para llegar a un descampado donde giraba el halo de nubes superpuestas y una danza de fuegos fatuos. En realidad ellos no sabían si eras fatuos, pero lo parecían. Se replegaron hacia el sur, para observar el espectáculo. Y, naturalmente, no entendieron lo que sucedía. Ese ambiente extrañísimo devoró sus últimas palabras, todo rumor de vocales y consonantes. Además, no había mucho que decir, y con la sensatez que produce la incertidumbre, se callaron. Les pidieron que se acostaran y se durmieran inmediatamente, que se dejaran envolver por las sombras, que toda voluntad esquivaran. ¡Y ante lo que surgiera de los cielos no alzaréis las miradas! Anudila y Julián se miraron igual, hasta que llegó la reconvención:
-¡Vuestra única casa es Hoy, ahora estáis solos y sin nombre, ni reino ni trono poseéis, como perdidos vagabundos dormiréis!
Una hora más tarde los despertaron con suavidad, pero enseguida se hallaron rodeados de voces y de gritos. Tres personas vestidas como ángeles les pasaron una sábana a cada uno, palparon los colchones y las almohadas, registraron centímetro a centímetro los brazos de los participantes e inspeccionaron sus lenguas:
-Porque si no se fregaron esta mañana con una toallita, estarán sucias. En la lengua se observa el estado de salud de la gente -aclararon.
La fisonomía de Julián seguía mostrando indiferencia, pero la mirada de Anudila se tornaba protocolar. Estaba fingiendo serenidad. ¡Cómo no se había dado cuenta antes! ¡Había caído en un engaño! Todo le resultaba amenazador, apocalíptico. Y algo zumbaba en su mente, algo que la afligía y la aislaba del entorno. Pero no tuvo más remedio que tenderse de nuevo sobre la improvisada cama. Cerró los ojos. Los apretó y apretó. El espacio palpitaba en sus vísceras y un olor de buganvillas, reflejos antiguos, quietud que danzaba, oleajes, vientos azotados por otros vientos, empezaron a marearla.
Se durmió. O pretendió hacerlo. O soñó. Soñó, seguramente, porque vio cuerpos transparentes, oyó silencios, sintió que le llovían encima huesos molidos por los siglos, diáfanas columnas etruscas. Se vio en la celda del Departamento de Investigaciones de la Policía de Asunción mientras el poniente huía hacia remotos lugares. Creyó, pensó, soñó que le ofrecían un caldo de sangre. Se puso a esculpir el aire con la figura de la muerte, una mujer, su guadaña. Una hermosa mujer, esbelta y alegre. Sus carcajadas siguieron resonando en el vacío cuando sintió la sacudida:
-¡Anudila! ¡Anudila!
-¡Oooh! ¿Qué sucedió? ¿Qué pasa?
-Hace dos minutos que te toco -dijo Julián.
-¿Hemos dormido?
-No, qué va. Dormir es como morir sabiendo que uno se está muriendo bien muerto. Sencillamente descansamos.
-¡Pero si yo tuve pesadillas, pesadillas terribles!
-No. Sólo nos estaban enseñando cuán omnisciente es la senda de la vida.
-Estás chiflado.
-No. Nos mostraban la manera de aprender a ver.
-A ver qué.
-Todo.
Anudila pensó que los hechos no tardarían en darle la razón. Todos estaban rematadamente locos. Era una conjura. No volvería a tumbarse en el suelo ni si la amenazaran con lancearla.
En ese instante pasó un vendedor de verduras. Julián se incorporó y la invitó a escoger zapallos, berenjenas, cebollas. Ahora todo estaba muy claro. No había una sola nube en la tersa elegancia del cielo.
-Tú escogerás cada vegetal.
Anudila se negó rotundamente. Explicó que él acababa de tocarle el punto débil, mi asignatura pendiente, que jamás supo cómo diferenciar una zanahoria sana de una podrida, ni tocándola una y otra vez, ni dándole vueltas entre las manos, ni sopesándola. ¿Cómo saber cuál es la diferencia entre un tomate rozagante y otro machucado? No. Era una prueba imposible:
-Yo soy Venus, la primera y la última, la sin rastro y sin cara. Soy la princesa bárbara que desteje su sino. Soy el eco palpitante de todas mis abuelas. Soy también Juana de Arco. Y la heroína secreta. Soy la galaxia que invade tus neuronas. Soy más que lo dicho, pero no me pidas que sepa cómo diferenciar una papa buena de otra mala.
No pudieron acercarse al vendedor porque comenzaron a sonar varias trompetas y los llamaron. El programa debía continuar. Anudila giró la cabeza hacia Julián y contemplaron absortos las ramas de los árboles sacudiéndose hacia arriba, como si cantaran victoria.
- XIX -
RECAPITULACIONES
En el pináculo de las instrucciones, las personas se ubican en lugares asignados previamente. Anudila, en la primera fila. Julián, muy atrás. No hay sillas. Cada uno debe entrar en un aparato de forma ovoide, transparente, y sujetarse al cuerpo una escafandra. A las plantas de los pies y las manos se adhieren objetos que molestan al principio, por la succión que ejercen, y horas después conducen a un estado que embriaga.
El edificio es de cristal. Se puede divisar el panorama de cielo claro en este momento del día, el follaje magnificente y el vuelo de los picaflores. Una mariposa azul va y viene, con delicados aleteos. Desde su silla giratoria que cuelga de la punta del techo piramidal, saluda un señor maduro de beatífico semblante:
-Bienvenidos. Todos vosotros creéis que estáis aquí por una eventualidad. Es una equivocación. Fuisteis escogidos. A partir de ahora, las fantasmagorías serán desechadas. Tendréis la noción de la maravilla. Soy el consejero Lozano y os ayudaré en el intento de perseverar, cada uno en su sed, cuanto esté a su alcance. Vuestra libertad es rotunda, incondicional. Usadla sin leyes y no midáis las horas.
Julián es arrastrado hacia un subterráneo muy oscuro. Pero se rebela. Cree estar seguro de que permanece en su máquina. Siente que Anudila se cuela en sus células y le dicta, en sutil alfabeto:
-Te guardaré la ausencia.
Mira hacia el cielo y ve que ella entra en la mariposa azul. Gira y la busca, en el aparato. Su vestido rojo parece estar allí, pero sus brazos se han convertido en frágiles membranas, y en su cabeza fulguran dos antenitas.
-No, son garabatos de mi fantasía, estoy alienado. ¡No! -se fastidia. Y en ese instante todo lo aprendido, los innumerables archivos, se desploman sobre su cuello.
-No te subleves -insinúa la mariposa azul, ahora posada en su hombro-. Déjate guiar por la temperatura del corazón. Acéptame, como bichito o mujer, mineral o flor. Yo te retengo en mí y te protejo.
-No entiendo el latín.
-Tonto. Si es sánscrito.
-Es un juego de azar. Perderemos todo o ganaremos.
-No. Comenzaremos una y otra vez, hasta deshacer el orden de las piezas. No estamos compitiendo, sino compartiendo.
-¿Puedo pedirte algo?
-Todo lo que quieras.
-La tuya es una cara muy linda. No conviene esconderla con el maquillaje.
-¡Gloria a la naturalidad, mi amo!
Julián reconoce que está soñando una vigilia ilusoria. El subterráneo es laberíntico. Las sombras se espesan. ¿Se dirige a un punto preciso o está huyendo? ¿Va o viene?
-No te tortures. Déjate llevar. Debes fluir.
-¿Quién habla?
-El maestro Lozano. Te enseñaré a ser un buen expedicionario.
-Ya que estamos aquí, lo acepto.
-No esquives el absurdo. Es el primer paso. ¿Quieres recuperar el sentido lineal de las horas?
-Ahora mismo sólo tengo ganas de orinar.
-Respuesta previsible. Es la tendencia atávica a minimizar lo extraordinario.
-¡Ah! Bien, ¿qué debo hacer?
-Un reconocimiento del momento que vives y del lugar en el que estás.
-¡Cómo!
-Primero, todo imaginativo. Nada más.
-Bien, prendo la mecha en todo mi cuerpo y puedo ir a donde usted ordene.
-Merodea cautelosamente, por aquí, por allá, sin perder la vivacidad y el ingenio. Incursiona en los más oscuros montes. Tantea.
-Sí, sí.
-Avanza un poco más.
-No me siento tan seguro. Es como si hubiera un lodazal.
-Sí, pero no te hundirás. Avanza hasta llegar al ciclo de la batida.
-¿Cómo salgo de aquí?
-Un tornillito, tú sabes, hazlo girar.
-¿En mi cabeza?
-Donde quieras. Sal de ahí. Acércate a la orilla de ese río. Es un río que como todos desembocará en su océano. Indaga sin prejuicios en el fondo de ese río.
-No es mi río.
-No importa. ¡Lánzate! ¡Ya!
-Me da frío.
-No te concentres en las sensaciones de la piel, sino en los ojos. El buceo te ayudará a auscultar una fulgurante cosmogonía. Investiga incluso en lo que aparece ante ti como intrascendente.
Bucea durante muchas horas, hasta que vuelve a escuchar la voz del consejero Lozano:
-¡Regresa! ¡Regresa ahora! Abre los ojos. Bájate de la entelequia.
-¿La entelequia?
-¡Sí! Pisa la tierra verdadera. Rastrea tus propias pisadas. Examínate hasta saber lo que es un descubrimiento.
-¿Cuándo, cómo podré saber lo que es un descubrimiento? Eso es muy tonto. Es como un examen escolar que nunca salvaré. No.
-Hazlo. Lo sabrás naturalmente cuando te internes en el alma central del vacío.
Entretanto, Anudila está en un valle con sembradíos extensos y arroyos cristalinos. La guía una mujer morena, que es agricultora.
-Esta es la planta de Chía -declara la anciana.
-¿Para qué sirve?
-No lo sabemos, pero ya la cultivaban nuestro abuelo, el bisabuelo, y la tatarabuela. Seguimos haciendo lo mismo. Ese gringo, que nos provee alimentación, tiene sus teorías acerca de la utilización de la planta de Chía.
El gringo se acerca:
-Ella -dice, señalando a la agricultora-, siembra, brinda los cuidados culturales a la planta, cosecha, pero desconoce sus aplicaciones. Esto sucede con frecuencia.
-Y usted -dice Anudila-, ¿sabe para qué sirve la Chía?
-Es una especie vegetal, Hesperaloe Funífera, o nocturna. La flor se abre a las dos de la noche. Entonces ocurre la polinización. Con esta planta nosotros producimos papeles especiales, de té, de filtro, papel moneda, de Biblia, que requiere hojas fuertes pero delicadas.
-¡Ah, la chía es la nieta del papiro! ¿Y chía? ¿Chilla?
Incentivada por su fácil credulidad, Anudila se sienta sobre el tronco de un árbol, totalmente cómplice de la agricultora. Vierten secretos. La mujer es quiromántica y vidente.
-Para que confíes en mí -enuncia, conmovida, apretando la mano de Anudila entre las suyas-, antes de pronosticarte el futuro te mostraré un fragmento de tu pasado. Es muy importante, porque ha marcado tu impronta de relacionamiento con el varón.
-¿Con quién?
-Con todos los hombres por igual. Los has colocado en una bolsa común y eres, desde aquel accidente, incapaz de establecer las diferencias entre uno y otro. Tú no conoces la entrega.
-¿Qué tipo de entrega?
-No sabes darte a otro ser. Menos a un hombre. Oye, cuando ocurrió aquello que te digo, era clara la evidencia de que transcurría un período maléfico de tu vida. Esa misma noche Mami y Chocha, la mucama y la cocinera de tu casa, cansadas de cocinar y lavar de lunes a sábado, se escondieron detrás de una pila de ladrillos. Tú saliste de tu casa, te apoyaste en el portón y viste, oteando en la oscuridad, las siluetas de los cuerpos en el suelo. ¿Por qué están acostados?, preguntaste.
-Eres una bruja.
-Lo soy. Una maga blanca.
-Yo sé cómo sigue esa historia.
-La niña se acercó y observó que Mami y Chocha estaban desnudas con dos hombres -concreta la ocultista-. Una, abrazada al otro, con las piernas entrecruzadas. Chocha, sentada a horcajadas sobre su acompañante. Al día siguiente comenzaron tus vacaciones.
-¡Sí! Entonces me llevaron en automóvil a Los Pajonales, donde cada verano me esperaba mi amiga Elena María Semidei. Allí le comenté lo que sucedió la noche anterior a la lavandera de la granja. Ella estaba usando una lejía muy fuerte para limpiar la ropa más sucia. Aletargada por el olor del recuelo, me informó escuetamente que así se hacen los hijos, así, como Mami y Chocha estaban haciéndolo.
-Efectivamente. Fue entonces cuando la lavandera alzó la amplia pollera y te mostró su sexo negrusco y feo. ¿Por qué está tan hinchado, y por qué tienes pelos allí?, le preguntaste. Te contó: «Por este lugar entra el asunto del hombre en tu cosa y te va a fabricar un hijo cuando seas grande»
-¡Fue así! ¡Fue así mismo!
-Guardaste silencio sobre tus recientes averiguaciones. Ni siquiera cuando Mami y Chocha te llevaban los domingos de tarde a sus ranchitos, abrías la boca. En realidad, intentabas por todos los medios monopolizar tu interés en dulces sonidos que ibas creando al compás de los días, para evadirte del aturdimiento que provocaban los locutores al farfullar pormenores de los partidos de fútbol desde las radios.
-¡Sí! La gente se sentaba en las veredas de sus casas y el aparato rugía con el máximo volumen. Me sentía morir.
-Ya lo creo. ¿Recuerdas lo que hiciste aquella vez con el viejo?
Anudila está con la mirada perdida en el horizonte. No tiene idea de lo que pasó.
-Acuérdate -insiste la médium-. Acuérdate cuando desde tu ventana, y en la penumbra cada vez más accesible, viste al herrero.
-No, no, no -dice Anudila sacudiendo la cabeza.
-Sin embargo, tuviste una desmesurada reacción.
-¿Por qué?
-¡Recapitula!
-¡No puedo!
-¡Mira hacia atrás, muy atrás! Rememora. El vecino abrazó y sentó a la vendedora de dulce de maní en la silla especial que él mismo había construido, con un agujero en el centro, para ejecutar el encuentro sexual cómodamente, según su peso y su estatura. ¡Recuerda! Le abrió las piernas a la chica, se arrodilló y blandió su pene, enorme, que a ti te pareció entonces un animal tenebroso a punto de estallar.
-¡Sí! -grita Anudila-. Recogí el ladrillo que sujetaba el postigo de la ventana, lo lancé hacia el viejo y di en el blanco.
-Le rompiste la cabeza. ¡Por qué lo hiciste, por qué!, inquirieron vecinos y parientes.
-Porque Vicenta, Vicenta...
Y nadie se enteraba de nada porque Anudila no sabía continuar la explicación y se largaba a gimotear.
Dos palmadas -aseveró la niñera-, y la chica se ha quedado bastante tranquila. Su agresividad es anormal, ahora no quiere que su padre vuelva a jugar truco con el pobre herrero.
Semanas después, Anudila encontró a Vicenta en un cumpleaños, donde oficiaba de guardiana del hijo menor de la familia Estrada. Anudila lucía un vestido rosa con volados y Chocha la vigilaba:
-No te ensucies, porque tu mamá me reta a mí y después la modista te hace solamente vestidos de entrecasa. No olvides que ahora tienes nada más que tres para las fiestas, y tu tía prometió regalarte otro si te portas como la gente.
Anudila ni escucha. Contiene las lágrimas. Se acerca a Vicenta, que la rehuye:
-¿Por qué hiciste eso, Vicenta, por qué?
-Porque me paga.
El jolgorio del cumpleaños culmina abruptamente. Entre tanto vocerío, predomina la exclamación destemplada de la dueña de casa:
-¡Chocha, Chocha! ¡La hija de los Gonzaga salió corriendo por el fondo del patio! ¡Chocha!
- XX -
MISTERIO DEL MISTERIO
Amanece. Es domingo y el Pináculo de las Instrucciones está desierto. Sus improvisados ocupantes tienen jornada de excursión. Anudila escoge una sala amplia y desierta para practicar técnicas de dicción y vocalización. Arma un reflector con el foco de cien voltios del laboratorio fotográfico y se dispone a ensayar una obra dramática. La dirigirá Olga Aguirre, una de sus compañeras de exploración, que además ha escrito el drama.
-¡Empieza! -grita Olga, sentada en su butaca de directora de teatro.
-Ella y la otra -suspira Anudila-. ¡Son una! Alguien tiene que morir sin hacer una mínima señal. La intrusa debe acercarse de contramano, sin intermediarios, sin inventarios, sin refrigerios ni gallinas desbocadas. Y la que se quede tendrá el derecho de exclamar que su alma está salvada. Qué le hace un susto al muerto. Complicadita y antigua tu sintaxis, querida.
-Ya identificarás la intención que subyace en esos giros. En el modo de decir se halla la clave. Suéltala con la interpretación profunda. Debes tomar por asalto al personaje. Es la única manera de que no se te escurra.
-¿Qué pasa si primero intento conocerlo, acercarme a él, intuir sus gestos, y luego procuro imitar su voz, cuando ya voy trazando su perfil?
-Craso error. Tienes que asaltar su presencia, ocupar su lugar con el vértigo de una chispa danzando en el aire, desfigurada, perdida en la eternidad. En la eternidad no hay símbolos. La eternidad es.
-¿Sólo es? Eso es ridículo.
-Es. Sin límites. Y allí están todos los personajes, los de los cuentos y los de la historia que suponemos transcurrió de verdad. En esa dimensión de la eternidad debes moverte cuando te posesionas de un personaje. Deja de ser quien crees ser, quien quieres ser. Eres tú sin serlo. Eres el otro, y eres quien puedes ser. La que va siendo.
-¿Por qué entreveras el género masculino con el femenino?
-No tiene importancia. Todos los fantasmas, es decir, los menganos y fulanas a ser representados, pueden convertirse en androides, en autómatas, en remedos creíbles de personas, si el actor o la actriz no los usurpan.
-Muy hermético para mi gusto.
Anudila procura, de todos modos, apresar y hacer suya a esa extraña dibujada por Olga. Apenas empieza a moverse, la tierra también se mueve.
(-Anudila, ¡cállate, que me desconcentras! -pide su hermana Iluminada.)
-¿Por qué te detienes? -reclama Olga.
-Se me ha mezclado el libreto.
-¡Sigue, sigue!
-Eso. Inventar la guerra -continúa Anudila, atendiendo el pedido-. Aunque fallen todas las seguridades. Para que los planes y los mañanas queden supeditados a lo fortuito del instante, a la incertidumbre y a la alegría de saber que nadie se preocupa del otro, que todos se aferran solamente a su mandato de sobrevivencia. Aniquilada la censura, seré quien soy, aunque peleando por una ínfima rodaja de libertad que corregiré con tinta negra cuando me huela la carne en algún segundo del pasado.
-¡Alto! No cambies más el libreto.
-¿Qué dije mal?
-Dijiste «cuando me huela la carne». Allí dice «cuando me duela la carne en algún segundo del pasado».
-Listo.
(-¡Por favor, por el amor de todos los santos, respeta mi trabajo! -ruega Iluminada, con una voz lejana y sin matices.)
-La máscara veneciana no me servirá. -continúa Anudila, haciendo caso omiso a la interrupción cósmica en la que su hermanita llegaba toda vestida de azul-. La máscara veneciana no, no me servirá para ubicarme entre los homúnculos de la cárcel. ¡Te veo, quédate! Me usas, soy un caleidoscopio donde almacenas tus venas reptantes, desatinadas.
(Iluminada implora a su hermana que deje de leer en voz alta los parlamentos. Le impiden concentrarse en sus prácticas de solfeo:
-¡Además nadie entenderá tales despropósitos!
-Y todos pensarán que eres manca -replica Anudila con desparpajo y ya en voz alta.)
-¿Por qué cambias el texto? -pregunta Olga, desconcertada.
-Cada nota disonante me hace pensar en las ruinas de Atenas. ¡Me mima la rima! ¡La rima me mima! Te falta conciencia -prosigue Anudila.
-Pero... ¿qué sucede? ¡Atiende el argumento!
-Olga, hay interferencias.
-¡Evádelas!
-No sé cómo. Es mi hermana, cuando ambas éramos adolescentes.
Como una sombra chinesca ante Anudila, en la misma habitación de este lugar del que jamás sabrá el nombre, Iluminada baja las manos de las teclas del piano y se dispone a hacer gimnasia japonesa, que le recomendaron para enfrentar las tensiones diarias. Su vida está jugada. Debe competir, mientras Anudila gasta su tiempo en simples devaneos con el teatro. La considera hueca, reiterativa y vanidosa. Iluminada alza la cabeza y dice:
-La mentira oficial de la Humanidad es la Literatura. Los ingenuos aceptan el engaño. Es una estafa grotesca.
-Lo único que tú conoces de Literatura -retruca Anudila- son esas pavadas de Chejov.
-Sí, son cuentos entretenidos.
-No llegan a la categoría de cuentos. Son relatos. Y en ellos, todo lo que hace la gente es comer y beber té. ¡El tedio multiplicado! Aunque, claro, te viene bien, eso forma parte de tu monotonía.
-¿Y la tuya, a ver?
-Soy una artista de la vida. La gasto, la quemaré hasta que la ceniza se torne evanescente. No acato los dictados de lo que ridículamente llamas sensatez.
-Pero soy yo la que debe curar tus golpes -protesta Iluminada, pronunciando las palabras como si la enfermaran-. Claro, es mi deber consolarte con juegos mezquinos, cubrirte de tu propia intemperie. ¡La protagonista, señores, se ha muerto de muerte natural! He aquí su equipaje. ¡Ha logrado alcanzarse en estado fetal y cuentan que era envidiosa y que usaba amuletos!
-¡Ay, miren quién habla de supersticiones! No soy yo la que lleva un atado de dientes de ajo en el bolso amarillo.
-¡Verás el sol de la esquina si me dejas sola! -ruge Iluminada y sale de la habitación dando un portazo.
Anudila sale también, seguida por Olga, que exhorta:
-¡Regresa, regresa aquí! ¡Estás haciendo una ensalada de espacio y tiempo! ¡Vuelve!
Pero ella se pierde de vista. Corre, corre, hasta llegar al claro de un bosque. Reclinada contra el tronco de un árbol, procura calmar su agitación, y, desdoblándose, se observa conduciendo un vehículo temerariamente, como si la persiguieran. Llega a la calle Tacuary. Sacude varias veces la cabeza. ¡No puede estar allá y acá!
Acá, ve que el auto de Federico se halla estacionado cerca de su garaje. Está oscureciendo. La más sencilla deducción deja caer su respuesta como un río insurgente que no quiere ir al mar: él está adentro con alguna mujer haciendo quién sabe qué. Cada flash del interior de la vivienda se convierte en una planicie llena de cicatrices. La sinrazón se lía en la llama de la furia.
-Estúpida, soy una estúpida -se increpa y salta a la vereda, desde donde llama mientras pulsa el timbre con todas sus fuerzas-: ¡Catalina, Catalina! ¡Lánzame la llave, por favor!
Cruza el inmenso jardín, sube las escaleras furtivamente. Apoya el oído en la puerta. Oye risas y jadeos. Comienza a temblar, y, totalmente descontrolada, golpea la puerta con el taco del zapato. Silencio. Otro coito que le aborto, brama mientras siente que se ahoga. Vuelve a hacer ruido dando puñetazos a la puerta. Un momento después, Federico la abre. Al encontrarse con Anudila, dice, azorado:
-¿Qué te pasa?
-Déjame entrar -exige, desfalleciente.
-No -se planta él-. Estoy haciendo algo que me gusta y no necesito tu intervención.
Ella comienza a caer y él la sujeta, asustado, apretándola contra su pecho y hablándole con dulzura.
Cuando la respiración retorna su ritmo normal, Federico afloja el abrazo y la escucha:
-Si no la sacas de aquí en cinco minutos nunca más me verás.
Él le dice que espere. Cierra la puerta. Se oye el trajín del lavabo. Cuando vuelve a salir, acompañado de su amante, hace como que no ve a nadie. Estupefacta, Anudila llora. ¡Con ella! ¡También con ella!
Celia Bogado era amiga de infancia de Anudila. No se habían criado juntas, pero sus madres y sus respectivas abuelas animaron en conjunto interminables reuniones en la ciudad natal. En vacaciones, Anudila e Iluminada viajaban a la capital y se hospedaban en la casa del padre de Celia, que era militar.
Autoritario como la mayoría de sus colegas, impuso en su hogar inflexibles normas disciplinarias que motivaron a Celia a luchar incluso consigo misma. Cuando no daba más, peleaba con su única hermana y con sus compañeras de clase. ¡Debía ser la mejor de todas! Favorecida por la naturaleza, era, si no bonita, atractiva, y albergaba en su figura cierto aire andrógino que hacía resaltar aún más su distinción.
Aprendió desde muy niña a controlarse y avanzar hacia el fin previsto. Cosía que era un primor. Muy coqueta, fue perdiendo esta predisposición heredada de su madre, y con el correr de los años adoptó una peculiar severidad en el peinado, los modales y el atuendo. Tiró los afeites y se despejó totalmente el rostro.
Había concluido sus estudios de administración general y se dedicaba a trabajos de auditoría empresarial, pero los números no la satisfacían. Queriendo rellenar espacios fue que buscó a Anudila Gonzaga. Pidió que la ubicara en algún quehacer artístico.
-¡Hagamos teatro! -propuso su amiga, entusiasmada, y agregó-: ¡Te presentaré a mi novio, que nos ayudará!
Esa misma tarde almorzaron juntos, en la casa de Federico, y durante varios días los tres se fueron al cine, al campo, bebieron a la mutua salud y felicidad. No había transcurrido una semana, cuando Anudila los pescó en el trance que acaba de reconstruir, sintiendo que le clavan cien cuchilladas en la espalda.
Olga la encuentra totalmente dormida. Averigua qué ha sucedido.
-Nada -aclara Anudila-. Tuve una pesadilla.
-Un tal Julián te ha buscado muchísimo. Parecía ansioso. ¿Lo conoces?
-Es del grupo.
-¿Sí? No lo vi antes. Será porque tiene ese aspecto pacífico de los que no cometen ningún exceso.
-Qué agilidad mental la tuya, querida.
-Conozco a mi pueblo. Al del justo medio.
-Dudo que estés refiriéndote a Julián.
-También hay viciosos felices que aparentan ser virtuosos. Vamos, Anudila, rápido. Debemos prepararnos. Nos llevarán a la «Tienda del Todo».
-¿Cómo lo sabes?
-Lo he leído en el programa. ¡Vamos!
Hacia allí se dirigían ya los bichitos de la imaginación de Julián, cuya mente había permanecido en reposo absoluto. Supo cuánto brío acababa de ganar el jovencito que habitaba en él. Deploraba su anterior inseguridad. ¡Qué feliz se sintió cuando divisó a las dos mujeres! Olga y Anudila venían marchando, un, dos, tres, un dos, tres.
- XXI -
LA TIENDA DEL TODO
En un aeropuerto, cada persona lleva adherida su circunstancia. Unos y otros se descifran según el vestuario, el tipo de rostro, el bolso de mano, la revista o el periódico que llevan bajo el brazo, el chicle que mascan o el cigarrillo que fuman.
-Cada uno trae consigo su propio cuento -dice Julián.
-¿Tendremos un vuelo largo? -inquiere Anudila.
En la pista se observa la luz vacilante del crepúsculo. Ambos están incómodos. Desean hablar a sus anchas. No pueden, no quieren disimular la empatía que campea entre ambos, pero se sienten observados. En este lugar neutro en el que todos son ciudadanos de Ninguna Parte, matan el tedio de la espera pensando en lo que harán cuando se admitan pasajeros comunes en los viajes extraterrestres. ¿Serán turistas espaciales, sabelotodos comandantes o tímidos aventureros?
Ya en el avión, que está mucho más caliente y confortable que la sala de espera del aeropuerto, Julián intenta ubicar a Anudila. Levanta la cabeza, se empina, mira aquí y allá, pero enseguida se contiene al percibir que es vigilado por ciento noventa y ocho ojos. Supone que aquí se reproduce en miniatura ese control social más amplio del que somos objeto desde que nacemos, y que condiciona inclusive nuestros mínimos actos. Detiene las ganas ineludibles de acariciarle el brazo a Anudila. Reprime la ansiedad de palparla entera. Tocar es ahora una palabra que le suena a instrumento musical bien afinado.
Lo que no puede evitar es saber coma por punto, exactamente lo que ella piensa mientras mira desde la ventanilla. Mira las nubes y reza oraciones simples y graciosas, y de pronto zangolotea con frases sin sentido. ¡Es que la escucha! ¡Es que el pensamiento de ella invade el suyo! Cada día es un año y cada año es un día perdido. Es un peso incontrolable y caprichoso, que depende de la lenta conjunción de las letras formando frases y luego ideas, con el instinto amoroso gestando símbolos inaplazables.
Así estaban las cosas. Inaplazables. No sólo se prolongaba la emoción de la esperanza, no sólo les costaba no estar sentados uno junto al otro, sino que se sentían castigados. Aunque no había modo de evitar la separación, esa dolorosa esclavitud de la distancia corporal, eran indóciles para aceptar la injusticia. No estaban juntos pero estaban la una en el otro y el otro en la una.
Al descender por la escalerilla del avión, Julián coincide con Anudila y sondea en su ánimo. Se halla apesadumbrada, igual que él. Uno no ama lo que no conoce, se dice. Y se repite: ¿Por qué la amo? ¡No puede ser! ¡Y es! Autoconfirma su amor al tiempo que Anudila le dice con sus cabellos que se despeinan:
-Yo también te amo.
-Entonces, ¿por qué te torturabas tanto recién, durante el vuelo?
Anudila mueve las cejas en señal de ignorancia.
En el ómnibus que los lleva a la Tienda de Todo, se encubren con meditaciones particulares. Su mutuo traspaso de información está bloqueado. Ni siquiera miran a su alrededor. Pero se encuentran nuevamente en la gran entrada del almacén, y sonríen, aliviados. La penumbra que los separaba se ha disipado.
Entran a un parque de diversiones. «La emoción más desenfrenada. Cometa hazañas por dos horas. Rebajas por ser lunes», reza un cartel.
Hacia allí se dirige Julián. Lo guían hasta un comedor. Él explica que no tiene interés en la gastronomía, pero lo animan diciéndole que comprenderá lo que es el impulso de supervivencia jugando la prueba del banquete. Accede al divisar a Anudila en la misma sección.
-¿Se ubicará en la platea o participará en el festín? pregunta el maitre.
-¿Cuál es la diferencia? -averigua Julián.
-En esencia, ninguna. Pero eso podrá comprobarlo cuando termine la función. Decídalo usted.
Mira a Anudila, que parece indecisa. Elige el rol del que espera y observa. Automáticamente comienza a sentir apetito. Con paso cadencioso, Anudila pasa frente a él, vestida de fiesta. Se sienta entre los comensales con un garbo que Julián no había advertido antes. Algunos sectores del público se lanzan sobre los manjares como si fueran los únicos invitados a la última cena. Llenan sus platos a tope y se atragantan masticando y bebiendo todo lo que tienen a su alcance. Cargan sus bocas ansiosas una y otra vez. Una y otra vez. Los ojos se van desorbitando. Eructan y prosiguen, en un estado de asombrosa concentración, como si no existiera nada más que el acto de deglutir. Y mientras continúan comiendo, con reiteración casi asquerosa, sueltan los cubiertos, toman las presas de carne con los dedos, se atiborran de salsas. Julián siente un escozor en el estómago. Es hambre. Pero se controla razonando sobre las macabras influencias ambientales, y se retira del lugar.
Llega a un depósito:
-Al buen tuntún verán el Almacén de las Profesiones -indica un señor gordo y calvo-. Pueden sondear sus vocaciones y adquirir el título que deseen.
Los trabajadores realizan su papel admirablemente, y en el marco perfecto, cada uno en su taller específico. Hay alfareros y músicos, agrimensores y zapateros, relojeros y periodistas, millonarios e inversionistas, ganaderos y agricultores, escritores, modistos y peluqueras, domadores de leones, joyeros, talabarteros, mozos de restaurantes, tapiceros, vendedores callejeros de baratijas, despenseros, técnicos especializados en los más diversos rubros, electricistas y plomeros, funcionarios internacionales, constructores, arquitectos, ingenieros, médicos, enfermeras, abogados, masajistas, marketineros e imagólogos.
Cada rol les confiere una facha inevitable, una forma particular de vestirse y de caminar, de mirar y de pasar la mano al saludar. Pero el más notable es un personaje que se dedica a recorrer hoteles.
Cómodamente sentado en una recepción u otra, adopta el aire del que espera a un huésped sin impacientarse. Suele iniciar amistades o contactos circunstanciales con los pasajeros proclives a llevarle la corriente. Sabe ubicarse subrepticiamente en el comedor a la hora del desayuno, cuando hay muchas personas y el control es menos estricto. También participa en los más curiosos rituales que se desarrollan en las dependencias de un hotel. Planifica a cuál dirigirse cada día, para que no lo pillen. Alterna su asistencia calculando el tiempo trascurrido desde la última vez que estuvo en uno de ellos. A veces no logra pasar desapercibido, y huye decorosamente, para evitar que lo despidan con malos modales. Si esto ocurriera, no podría acceder al lugar en futuras ocasiones, y, ¿de qué viviría, si una tras otra se le fueran cerrando las puertas de sus fuentes de alimento y distracción?
Aparte de estos inconvenientes, no le preocupa la forma de trabajo que ha escogido, tan encantadora, sin presiones de jefes, sin horarios, y generosa en sus resultados. Porque entretiene a gente hastiada que paga altas sumas para obtener alojamiento cómodo. Él come lo imprescindible y se halla todo el tiempo muy concentrado para burlar la vigilancia de los porteros, conserjes, recepcionistas, camareras, administradores, mucamas. También debe aguzar los sentidos para identificar sobre la marcha a aquellos espíritus proclives a la comunicación con desconocidos. ¡Oh, el suyo sí que es un trabajo duro y escasamente remunerado!, se contradice. El «ánima», esa sustancia que informa al cuerpo, es siempre, sin embargo, su mayor problema, nunca resuelto. No aprendió a manejar sus estados de ánimo. Pero lucha por encontrarle un sentido altruista a la existencia. Qué va, simplemente, un sentido.
Julián observa las escenas sin conmoverse. Luego lo conducen junto a los pacientes samaritanos que ayudan a sujetos que están en franca recuperación, luego de tratamientos médicos para equilibrarlos.
-No pretenden el centro justo ni nada que se le parezca -aclara el director de esta tienda-, pero ahora comienzan a percibir que es mucho más sencillo y placentero estar acostados en la tierra que moviéndose en la cuerda floja. De todos modos, siguen sin comprender por qué les atraía tanto el albur. ¡Y por qué les sigue atrayendo!
Al ocuparse de todo esto Julián no dejaba de pensar en Anudila. Quería hablar con ella, rememorar los dulces días pasados, breves, pero con el perfume de la atracción mutua. ¿Qué fue lo que hicieron? Juntos, nada todavía. Pero cuando llegaba la noche se detenían a recordarse. Se acompañaban.
Decidió abrir una puerta y se detuvo en el umbral, buscándola, como en cada minuto desde que se inició la exploración 2000. Se volvió una vez más hacia la sala contigua. Nada. ¿Dónde estaría? Amaba inclusive su ausencia, la amaba a ella por sí misma pero también amaba lo que ella era para él, un enigma adorable. Se encaminó aprisa hacia el exterior del recinto. Vio la noche más estrellada que nunca. Bella como Anudila, se dijo, bella como ella. ¿Volveremos a vernos?
Entretanto, falsamente divertida, Anudila miraba los reflejos del show sin ver nada, preguntándose por qué la conmovía tanto la boca de Julián. Su boca, ¿cómo acercarla a la suya? ¿Cómo dominar sus deseos? ¿Cómo acallarlos y volver a ser dueña de sus pasos y al dolor ser ajena? Porque el amor hiere. ¡Ojalá no hubiera venido! Ahora sólo quería saltar y cantar. ¡Ay amor, qué poder infinito y errante!
Al alba, coincidieron. El sol comenzaba a danzar sobre sus hombros. Sólo se saludaron, buenos días, sin preguntarse de dónde venían ni adónde iban.
- XXII -
LA IDENTIDAD DEL AMOR
-Escúchame -le cuenta Anudila a Julián-, ayer me hicieron un caprichoso test de identidad, y dije, sin conocer las reglas del juego, que quisiera ser como una paloma, blanca, suave, pacífica, tierna, tibia y silenciosa. Luego nombré al caballo y al zorro como los animales que, en ese orden, me atraían más, y argumenté mí elección con adjetivos que los caracterizan. ¿Sabes cuál fue el resultado? Que los demás me ven como si fuera un pájaro, libre, ágil, liviana, limpia, alegre y despierta, que quisiera ser intrépida y valiente como el caballo, pero que verdaderamente soy como un zorro, astuta, directa, agresiva, inteligente, cínica y sensible. Si me comprendes, genial, y si no, mejor.
Julián y Anudila se encuentran frente a frente en una habitación espaciosa. Se requieren años de ensayos para atraerse de este modo. A veces la gente elige apasionadamente y mal. En este caso la paciencia los prohija. Se aguardan. Equinoccios ancestrales parecen llenar el silencio y circundarlos. Casi se puede palpar la serenidad, que adopta una forma de luz difusa. Amparados en ella, sin la mediación de un propósito, se mueven hacia el encuentro. A medida que sus pies se acercan, atenúan su agitación. Un natural control de los impulsos induce a la vigilancia simultánea de sus intenciones. Y esta duda los paraliza durante tres minutos que se tornan muy largos.
Sus sensaciones se van transformando en emociones. Al acecho, como cazadores impíos, miden las analogías, su capacidad de resistencia. Es verdaderamente imposible detener la fuerza que los empuja a tocarse. Sólo evitan el salto con ese vestigio defensivo que aplican de memoria, habituados a no darse a los demás. Se resguardan así de posibles decepciones y continúan dueños de una supuesta privacidad en la que calzan todos los anhelos. Pero el miedo del otro les da miedo.
Julián toma la iniciativa, con un paso largo que lo sitúa a menos de medio metro de Anudila. Escucha y siente su respiración entrecortada, al mismo tiempo que ubica una venita que late desacompasadamente en la sien.
Ella huele su aliento y disfruta anticipadamente del sabor de su boca, que considera perfecta, con labios ni muy anchos ni demasiado finos y dientes de proporciones admirables. Él procura rescatar aquel coraje adolescente para sortear todo tipo de vallas, pero el pudor lo contiene. ¡No quiere repetirse!
Aprovecha el momento de indecisión y acerca el brazo a la mano de Anudila, que acoge la suya entrelazándola. Vuelan las otras manos, registrándose, y la caricia se torna presión que unifica sus líneas de la vida y del corazón. Se catan. Quieren seguir esas líneas de sus vidas hacia la dirección que escojan. Y volar.
Un viento pasajero deslava las copas de los árboles. Julián repasa su vida y la de Anudila a partir del día en que se conocieron. Duda. Aunque ella fuera la esperada, ¿cómo vencer al cronoscopio que con puntualidad anula proyectos y destroza metas?
Palidece. Muchas de sus angustias ya no tienen cura porque se enquistaron en el riñón. Además, será imposible despedirse de otras mujeres que lo alimentaron con su amable compañía.
Con un ademán encantador, Anudila le confía que la razón no es una virtud: Es sólo el motor de una nave de aguas mansas.
-Viajando en ella evitamos distinguirnos de los demás pasajeros. ¡La uniformidad es tan cómoda! Subyuga a los conformistas y troca su debilidad en poder cuando un hecho, por su práctica, se hace costumbre y se extiende en moda que, a su vez, halla amparo en lo ordinario.
Julián se sonroja. Siempre acude al orden de lo común para expandir su influencia sobre los demás, hasta romper los límites de lo imaginable.
-Así se establecen e imponen los usos -concluye Anudila-. Luego surgen las leyes, e inclusive las más repetidas normas creadas por un tic, determinan y regulan nuestros actos, definen una manera de interpretar la condición humana. Todo se basa en un sistema de creencias.
Julián asiente. Sí. Violentados por esas normas, incapaces de relacionarnos con el semejante, nos vemos empujados a remedar lo que alguien se atreve a hacer con anticipación. De este modo caemos en el pozo de la alteración biológica: nos enfermamos, nos rendimos y envejecemos. Sumisos, aceptamos los mandamientos en boga. La frustración se apodera del ánimo y del cuerpo como una sanguijuela. Es cuando empieza el pánico ante la mínima oportunidad de expresar nuestras dudas y certezas, de mostrar la belleza que a todos nos alcanza: hasta lo defectuoso puede ser hermoso.
¿Por qué, en su ciclo evolutivo, el ser humano suspende tan temprano los juegos? Es el interrogante más grande de Julián, para alimentar su culpa fundamental: la de no haber ejecutado ni un porcentaje reducido de sus planes.
-Claro que me he consolado -se justifica- con los proyectos que surgieron imprevistamente y me obligaron a torcer la dirección. Cuando era niño me propuse límites, fechas, cimas. Luego, indefenso y desanimado extendí mis plazos, con la secreta confianza de que en la juventud la suerte me acompañaría. Una vez más constaté que mis deseos eran postergados por la exigencia de responder a las demandas ajenas.
Sus cavilaciones se complicaban cada vez más, cuando Anudila, sin más vueltas, lo obligó a ubicarse en la realidad: ¡plaf!, lo abrazó. Y lo estrechó muy fuerte, ¡plaf!
- XXIII -
ETERNO DESTINO INSULAR
Nuevamente los reunieron a todos en el Pináculo de las Instrucciones. El consejero Lozano advirtió a los participantes que tendrían una jornada agotadora. Y, cosa de veras increíble, les pidió que se cubrieran las cabezas con unos capuchones negros, que se separaran cada uno a un metro de distancia de los otros, además de sostener un pañuelo en la mano derecha. Al ratito, aunque todos eran saludables, parecían haber entrado en un estado cataléptico. Quizás influenciara la mirra que acababan de quemar en un recipiente especial.
-Siempre hay riesgos. Uno se puede resbalar en la bañera y golpearse la nuca, nada más, y así morir -dijo Lozano-. Esta experiencia que viviremos trascenderá las intimidades. ¡Atención! Ahora recogeremos la parte de la historia nacional que más nos ha impresionado.
Aclaró que sólo tres de los presentes serían seleccionados para narrar un pasaje de la vida de su país, del pasado o del presente. Anudila fue una de las elegidas. Se tomó la cabeza entre las manos con dificultad, porque el capuchón le producía molestias. Sentía que su corazón se aceleraba. ¿Qué podría narrar? ¿La violencia de Eleonora ante el amor? ¿La muerte de Mariano Sarer, su compañero querido de la Universidad? Tal vez podría describir las mazmorras de Stroessner. O ir más lejos, hacia atrás.
-¡Es su turno, Anudila! -dijo Lozano.
Y ella, tímidamente primero:
-En el Paraguay el viento norte sopla tan fuerte que levanta las piedras de las calles. El que sopla durante todo el mes de agosto me transtorna, como la luna llena, porque estoy hecha casi toda de agua. Soy acuática y solar.
-¿A qué viene esa explicación personal? -la interrumpió el maestro Lozano-. Limítese a las cláusulas establecidas. Narre una historia general, por todos conocida en su país.
Anudila dijo que entonces contaría cosas sobre el personaje más famoso del Paraguay, un hombre cuya vida había ocupado a las malas lenguas en transmitir oralmente al principio, y luego por escrito en algunos libros de Historia Básica Paraguaya, todo tipo de atrocidades.
-Conozco todas sus andanzas. Se trata de la leyenda de un célebre gobernante, contradictorio como él solo, que podía ser benigno o tirano según su humor o los dictados de su irreversible misoginia.
-¿Es leyenda o algo verdadero? -corearon tres de los participantes.
-¿Cómo saberlo, si yo no estuve allí? Cuentan que cuando soplaba el viento norte... que se salvara quien pudiera. Este amo del feudo paraguayo, un primate omnipotente, había cerrado al resto del mundo las fronteras del país, delineando nuestro eterno destino insular. Cada vez que soplaba el viento norte ordenaba que ultimaran a sus detractores. Lo hacía pausadamente y con elegancia, como es norma en quienes ejercen un verdadero poder. Posteriormente sus hombres-esclavos presentaban ante el doctor, que atesoraba incontables títulos universitarios, los cuerpos ya putrefactos de los asesinados. Estas muertes no sólo servían como venganza, La mayoría de ellas aliviaba la intolerable fatiga que el pertinaz viento provocaba en la espalda del Dictador Supremo y Perpetuo, un viento pegajoso que levanta remolinos de polvo y todo lo ensucia.
-¡Anudila! -llamó al orden Lozano-. ¡Limítese a los hechos!
-Bien. El doctor del Paraguay quería tener los cadáveres a sus pies. Le gustaba examinarlos minuciosamente, quietos para siempre, en la perennidad de la última partida, imposibilitados para seguir urdiendo conspiraciones contra él. Conspiraban inclusive desde la cárcel, donde no se amedrentaban y escribían con su propia sangre consignas que atentaban contra su honorabilidad. Por eso los odiaba cada día más: los únicos habitantes del país a los que no lograba aterrorizar eran justamente los prisioneros, dignos patricios a los que mantenía en calabozos insalubres.
Lozano se acercó y le dijo al oído: «Sin tantos rumores, Anudila, sin alardear con el vocabulario».
Ya algo cortada ella prosiguió, sintiéndose perdida y a punto de abandonar el relato:
-En un estado de absurda enajenación y paradójicamente extasiado a la vez, el doctor Francia participaba personalmente en el martirio singular de sus enemigos, en el espectáculo de su destrucción, en el que él era el artífice imponderable. Su imaginación no aceptaba límites: le encantaba fantasear y convertirse durante esos episodios en las encarnaciones de Calígula, de Nerón, y de otros diablos que nacerían en el futuro. Además sabía leer las mentes humanas y las de las aves, de las víboras y de los insectos, de los microorganismos y sobre todo, de las mujeres, porque, según un convencimiento muy arraigado que no se cansaba de pregonar, los cerebros femeninos solamente estaban ocupados por un hueco rarísimo, que lo motivó a experimentar en las causas del fenómeno. ¡Eureka! Descubrió, abriendo el cráneo de una jovencita que lo había desairado, una masa gelatinosa y blancuzca, de espesa consistencia, muy movediza. Siguió su tarea con un bisturí desinfectado por su ama de llaves, doña Sebastiana. La anciana esterilizó el instrumento con agua hervida durante cuatro horas, porque el señor era extremadamente higiénico, en realidad, aséptico en todo. Hurgando aún más en la masa encefálica femenina, el señor de los señores encontró algo que lo maravilló y asustó al mismo tiempo. No habló con nadie sobre este secreto, pero desde entonces jamás se atrevió a mirar a los ojos a ninguna mujer.
Todos la escuchaban extasiados, pero el maestro Lozano se acercó nuevamente a su oído: «Menos literatura, señora, más realidad».
-Entre las demás ocupaciones favoritas del doctor -prosiguió Anudila, acongojada- figuraba el arte de adivinar el porvenir. Le fascinaba interpretar los roles de Hitler y Mussolini, muchos años antes de que ellos asolaran pueblos con sus perversidades. Por fortuna, pronto se cansaba de ellos, porque en el futuro había agujeros.
-¿Agujeros? -la interrumpieron algunos de los oyentes.
-Sí. Él explicaba que los hombres tienen una hoja de ruta o guión preestablecido llamado cariograma, que está lleno de hoyos o espacios de varias dimensiones, que ellos mismos deben ir llenando, tapando o encubriendo, según sus impulsos de autodeterminación, mientras los animales no tienen alternativa: sus parlamentos están ya escritos indeclinablemente desde el principio hasta el final. Él le contaba a doña Sebastiana que a este tema tan complicado los griegos le llamaban simplemente destino.
La platea se hallaba enmudecida, expectante.
-¿Y? -dijeron, ante el largo silencio de Anudila- ¡Queremos saber más sobre ese libreto ya trazado!
Pero ella dudaba. Se levantó la capucha y dirigió tímidamente la mirada hacia el consejero Lozano. Éste hizo un ademán de asentimiento con la cabeza.
Y Anudila continuó:
-Como el doctor no podía ni sabía, y sobre todo no quería controlar su curiosidad enfermiza, en el colmo de su afán investigativo, ordenó la construcción de un sobrio escondrijo, con un laboratorio excelentemente equipado. Era desde este puesto que gobernaba el país con mano de hierro. Un personaje más idéntico a él que él mismo, lo reemplazaba cotidianamente en las ceremonias oficiales. Su más cercano y obsecuente servidor, tampoco notaba el cambio. El doble era el que salía a recorrer las calles y las noches montado en un caballo, cubierto con una gran capa, anécdota que se ha convertido en mito con el transcurso de los años. El perpetuo y supremo gobernante, además de inaugurar el sistema político del caudillaje en el Paraguay, e imponerlo tan consistentemente, que persiste hasta nuestros días sin que nadie ose cuestionarlo como decimonónico y pernicioso, fue también un científico empedernido, un anacoreta renegado que supo condensar hasta en sus ajetreos más imperceptibles la gran sabiduría de su tiempo, y por supuesto, la atávica. Eso sí, cuando silbaba el viento norte, huía enloquecido de su ermita llena de enormes libros, de colecciones para bibliófilos, con encuadernaciones increíblemente lujosas, y recibía a sus víctimas en la Casa de Gobierno. En esos fugaces instantes de comunicación con los demás, rememoraba letra por letra las discusiones que había tenido con cada uno de sus muertos, sus ex compañeros, junto a quienes había idealizado con la vaguedad de los impulsos y sueños de la juventud, una patria libre y soberana. Luego, de tanto repetirlo, con seguridad porque las palabras tienen su poder de convocatoria, y con la boca se pide lo que se quiere, los mismos patriotas que siendo niños hacían girar juntos sus trompos en las plazas, se encontraron un día, ya hombres, herederos de una patria independiente. Todos habían luchado juntos, codo a codo, para dejar de ser una colonia de España.
Se hizo otra larga pausa que aprovechó Julián para retrucar lo que había contado Anudila:
-¡Cuántas falsedades! Te admiro, pero no puedes mentir así. El doctor Francia fue un socialista maravilloso que abrió las puertas de las escuelas a todos y defendió nuestra economía, nuestra riqueza, nuestra cultura. ¿En qué nos convertimos después? Dime, ¿dónde estamos? ¿Dónde quedó aquella Provincia Gigante de las Indias?
Lozano se acercó a Julián y le dio dos suaves palmaditas en el hombro:
-Tranquilízate. Entre verdad y mentira hay un solo paso.
-¡Yo dije que me referiría a una leyenda, aclaré que no vi nada de lo dicho! -gritó Anudila. al tiempo que los presentes batían las palmas demostrando estar muy satisfechos con su narración.
- XXIV -
HONOR SE PAGA CON SANGRE
El maestro Landara se detuvo un momento en el vestíbulo del Pináculo, y procuró calentarse las manos. Se sacó los anteojos y los tocó, pensando que eran inútiles. Que ver no era misión de los ojos, que esa necesidad desesperada y urgente de rodear los misterios del misterio podría ser una justificación de nuestra incompletud, y además, si no existieran los misterios, si todo cuanto nos rodeara estuviera ausente y recogido en otra dimensión, impenetrable, y esta exploración constituyera una farsa para ciegos, si él mismo no era acaso un hombre débil, qué consejero ni ocho cuartos, si no sabía qué símbolo buscaba, de quién o de qué se escondía a través de su propio deseo y del deber, de la responsabilidad de escapar de algo, de la propia biografía, de las enfermedades...
Después de todo, sólo un nacimiento y una muerte nos emocionan profunda y verdaderamente. ¿Qué es ese espacio entre ambos cataclismos, entre conciertos ordinarios y bautismos, bodas de oro y elecciones políticas fraudulentas, toallas ensuciándose, lavándose, vítores engañosos, sentimientos colectivos de terror o de alegría restallando hacia ¿dónde?
Cada vez más agachado, no sabía qué dirección tomar, alimentándose a sí mismo de preguntas falsas, finalmente falsas, si el experimento culminaba y en dos días más todos serían lo que eran, como eran: extranjeros entre ellos, con el ansia de estar solos. ¿Hay algo más acuciante que las ganas de estar solos? Sí, la soledad, el mejor estado, frente a frente con uno, consigo, que es como estar sitiado por hojas muertas, creyendo que se avanza hacia el futuro pero en verdad huyendo del pasado sin recordar las sendas, los atajos, el aroma escarchado del tedio.
-¡Maestro Landara!
Suspiró. No tenía por qué volver a la realidad. Eso que estaba pensando y sintiendo era real, su silueta reflejada en el espejo era real, él era real. Se puso firme y saludó con mucha cortesía a la mujer que venía a buscarlo.
Entraron al Pináculo y él se ubicó en el podio:
-Nuevamente haremos hoy un ensayo de regresión. Sólo una persona será escogida para describir la gran conmoción de su existencia. Ahora, nada del país ni de su historia. Sólo un hecho, un ejercicio de la memoria sentimental.
Anudila no podía creer lo que veía. Escogieron a una mujer para que fuera la relatora. Una mujer obesa. ¿Estaría teñida de oscuro su visión? ¡No podía ser ella! ¡Ella, con esos párpados caídos! ¡Ella aquí! Ella, con esa mirada que tienen todas las mujeres después del placer, de la luna de miel. ¿Cómo, por qué no la vio antes? Bueno, con tantos capuchones y rarezas, se conocían de a cuatro, de a cinco personas, en pequeños grupos, pero jamás se vieron todos sus cien figuras.
No podía ser Eleonora, pero allí estaba y era ella misma, más gorda, alta, erguida.
-No fue -dijo- lo que más me conmovió en la vida. Lo que voy a contar es lo único que se pegó a mis tuétanos y me convirtió en una boxeadora que golpea y espera su golpe, su tiniebla, la catástrofe. La víctima perfecta. Sucedió en una mañana de abril calurosa. El orden se invertía, todo el orden del pueblo.
Eleonora caminó hacia el centro del Pináculo. Todos parecían muy lejos unos de otros.
-Ella era la esposa -prosiguió- del médico del pueblo. Él estaba todo el día asistiendo a sus pobres enfermos. Ella, en su ventana, tejiendo. Cruzando la calle se encontraba la oficina del Registro Civil. En la ventana que se enfrentaba directamente a la de la esposa del médico, se sentaba en su escritorio un joven flacucho y tímido, que anotaba los nacimientos, los casamientos y las defunciones. Ella no podía hacer nada. Él tampoco. Tantas horas tejiendo y escribiendo, tantas horas mirándose rígidos, incapaces de intervenir en la tarea del otro, acariciándose las mejillas con besitos volados, quemándose sin prisa sus ánimas recoletas, humedeciéndose las miradas, cada día más mansas, y luego, una sonrisa. El big bang, comenzando de nuevo el universo, el resplandor de la calle, de las ventanas, de la letra de molde del funcionario, del tejido de la tejedora.
Eleonora se sentó lentamente en el suelo y cruzó las piernas. Sus modales eran delicados, muy delicados. Se miró las manos como si entre ellas sostuviera algo maravilloso, aquel episodio convertido en flor o en perfume.
-Todo ocurrió con la suavidad de los grandes sentimientos. Sin proponérselo se hicieron pararrayos de la tormenta del otro. No va a pasar nada, se decían, y tejía ella, y escribía él nombres y fechas, el río imperioso del destino, viejos pianos inservibles, teclas faltantes. La calma no podía durar mucho. Un chisme por aquí. Y empezaron a cantar, hablar, contar, decir. Se les retorcía el estómago, entraban en calor ante la soberana tragedia de dos enamorados que nunca podrían abrazarse.
Un silencio absoluto colmaba la sala. Anudila quería salir del Pináculo. Eleonora siempre le trajo mala suerte. ¿Desde cuándo empezó a ser supersticiosa?
-Y el romance llegó a oídos del médico. Fue la comidilla de los lugareños. Qué ultraje. Que lo llamaran cornudo al mejor servidor del bien público, a él que salvaba a tantos niños. A él, que impedía pestes, que franqueaba sus entrañas a tantos miserables. ¡Predestinado! ¡Él, predestinado! No podía salvar su honor sino de esa forma. Así lo exigió. Y así fue.
Todos estaban endurecidos en sus lugares y Eleonora se callaba. Los demás también. Pasó un minuto. Otro.
-Prosiga -la conminó Landara.
-Ocurrió así: ella estaba obligada a desagraviar públicamente a su marido, caminando arrodillada desde la iglesia del pueblo hasta su casa. Él la esperaría en la puerta y la dejaría entrar luego del acto público de contrición.
-¡Pero si sólo se habían mirado con el de la otra ventana! -gritó uno de los participantes del Pináculo.
-¡Shssss!
-Y todo se convirtió en una fiesta popular. No, en una procesión. Se juntaron los feligreses, llegaron las maestras con sus alumnos, las madres con sus hijos, el cura párroco, el sacristán, los monaguillos, los vendedores ambulantes, los tenderos, las mucamas. Ella oró ante el Sagrario y luego salió. Miró la plazoleta sin verla y se puso de rodillas. Comenzó a arrastrarse de ese modo, una rodilla hacia adelante, luego la otra. Una cuadra. A veces bajaba las manos y se apoyaba en ellas. Y continuaba. Poco a poco, con el pedregullo, sus rodillas comenzaron a sangrar. Hilillos de sangre quedaban adheridos a la tierra. Algunas mujeres beatonas se santiguaban. Otras tocaban esas huellas de líquido púrpura. Tres cuadras. Ella parecía tranquila todavía. Sólo miraba el suelo. Faltaban ocho cuadras para llegar a su casa. Siete cuadras. También las palmas de las manos comenzaron a sangrar, porque de pronto no pudo más y tuvo que andar de cuatro. Parecía un animal herido, un cuadrúpedo sin dueño. ¡Bandola!, gritó un hombre. Y los demás lo imitaron: ¡Malandrina, malandrina! Las mujeres se sumaron: ¡Zorra, zorra, meretriz! ¡Zorra, zorra, meretriz! «¡Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija!»
Extenuada, Eleonora se acostó en el suelo, boca abajo, sollozando. Y así, entre sollozos, tirada en el suelo:
-El pueblo jadeaba. Y coreaba: «¡Me meneo, subo y bajo, no me estoy quieta jamás!» Cuando llegaron a la casa el médico miró a su esposa desde muy arriba. Ella levantó hacia él la mirada implorante, juntó las manos y exclamó: ¡Perdón, perdón, perdón! Pero él replicó escupiéndole en la cara y con un portazo clausuró el espectáculo. Inconcebible. La hinchada pueblerina mudó su talante. Se acercaron a ella y la consolaron. Tres mujeres de la Comisión de Caridad la alzaron en una carreta y le limpiaron las heridas. La caravana se iba alejando con un trotecillo casi alegre, como si ningún ritual salvaje hubiera fijado su pauta inmemorial, la vuelta a empezar, ese juego macabro y maldito, ese mercantilismo de los cuerpos y los espíritus, la peor mezquindad, la posesión del otro.
- XXV -
LA BOTÁNICA OCULTA
Julián acaricia los cabellos de Anudila. Tiene la sensación de que es su familia, parte de un solo vientre inmenso que de una vez nos pare a todos. Comparte con ella el mismo planeta, el mismo siglo, la misma ciudad, el mismo barrio. No es que él y ella tuvieran la certeza de que volverían a estar juntos. Pero el hecho de estarlo en este momento les bastaba, ¡y cómo! Se conocían porque se pasaron la comida de piquito a piquito, temblorosos, porque se hicieron cómplices y les gustó convertirse en astrónomos de sus lenguas, frutas aciduladas, patio del corazón que crece con plantas mágicas, oculta botánica que ni Paracelso investigó.
Eran sus últimos minutos. Quién sabe dónde se celebraba el juicio sobre sus acciones. Eran sus últimos minutos para vivir o para olvidarse juntos. Algo estupefactos, se nombraron Adán, y Eva, se repitieron. Mi muñequita. Corazoncito.
Él se introdujo en ella como un gran mago, como un héroe, como un dios, como el Jesucristo de su devoción de niña y de adulta en el reino venidero. Se acariciaron las cicatrices. El mundo se curuvicaba sobre el lecho. Amorcito. Las cosas alrededor eran visibles, eran invisibles. Y flameaban. Cada uno llamaba a la puerta de la soledad del otro. Y ambas puertas se desllaveaban jugosas: una hendidura los iluminaba. Así, entrelazados, silencios, jadeos, gritos, susurros, masajitos por aquí, por allá, cariño mío, un cuchillo encendido horadando en la superficie de mi-su cuerpo nuestro, sembrando, cosechando, valseando, reencontraban sus sombras, respiraban dentro de sus bocas. Él no se mueve. Ella sí. Ella no se mueve, él sí. Los dos se balancean, pelvis y abdomen, tirabuzones, palíndromos perfectos, mordiscos en el dedo meñique del pie, se mastican, se abrigan, se frotan, se sepultan, sonambulean, gorgojean, del derecho y del revés son más que uno y uno solo, son ya todos y nadie, la burbuja en el aire de sus plexos solares. ¡Mi muy amado! Soy tu niño pequeño, aquí estoy, aquí estás. Soy tu niñita. Aquí, así, cerca, contigo, conmigo, así, así, qué rico, quiero mamar, más, ¡qué desparramo!
Se huelen, se lamen el sudor, ese sudor definitivo del jamás, del siempre, de la cuna, sí, se mecen. Él, pura fuente nutricia, ella, manantial del desierto, ¡ya! Surtideros espesos, miembro y miembro donándose sus leches, fracturados, de goma, sustanciosos, van hacia allí, se funden entre sí. ¿Es música gregoriana la que suspende el éter en ese abrazo perenne? Ese abrazo con sus dos jugos, con su crema, su memoria, su historia y su éxtasis, poesía mística en la danza prometida, más abiertos, más desnudos, alabándose sobre el oro de sus pieles, restaurados: acercan sus labios, se besan y comparten la hazaña, su pacto seminal, una brújula limpia, el propio nacimiento, yo soy tu cigoto, tú eres mi huevo, yo te nazco, me naces, nos nacemos.
-Atájate. ¡Aférrate a mí! -dice Julián.
-¿Dónde estamos? -pregunta Anudila.
-No sé. ¿Seguimos volando?
-¿Y si no podemos bajar?
-¡Planea, no te sueltes, sigue, profunda y clara, como eres!
-Amor.
-Nunca pensé que yo también podía parir.
-Te perdono tan alta traición. Pero devuélveme a mi lugar.
-Estás toda aquí. Este es tu lugar. El mío. Nuestro lugar.
-¡Es que no sé si vuelo o me zambullo!
-Qué importa, mi tesoro, qué importa.
Descienden, y al hacerlo ven todas las ciudades bombardeadas, Hiroshima, el holocausto de la Guerra Grande en Paraguay, la prehistoria del sol, una svástica sucia, los hippies fumándose sus porros, caravanas de refugiados, Moisés en la montaña, saltamontes, pimpollos victorianos, suturas en la pierna de un soldado, libros como sus duendes predilectos.
Unidos son el ave en la niebla, el ave que desconoce el camino.
Sienten hambre, más hambre de sus venas, reproducirse quieren, resbalarse en el otro, ya colmados cantar la penúltima letra de sus juegos, la evidencia de que nacieron sólo para juntarse así, de esta manera.
Se visten deprisa, azorados. Es la hora.
Hay un gran círculo formado por todos los participantes en la Exploración 2000. En el centro, una fogata. Se hallan entrelazados. Anudila y Julián ocupan sus lugares.
En la penumbra no se distinguen todos los rostros. Anudila recuerda el mito griego, los crueles tormentos de Tántalo, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía beber porque cuando lo intentaba la tierra absorbía el agua. Manzanas y peras colgaban de sus árboles, pero cuando él quería tomarlas el viento se las llevaba. Ésa era su obra, la que escribía cuando la encerraron en el Departamento de Investigaciones de la Policía, en el Paraguay. Querer y no poder. Tal vez poder y no querer. ¡Se sentía tan liviana y tan llena! Julián era Tántalo. Ella era Tántala. Volver a verse o no, he aquí el dilema.
El maestro Landara ordenó que se encendieran las luces y fue cuando se distinguieron, como en un ejercicio escolar de une con flecha, atravesándose sus rutas: Luis y Nené, Federico y Julián, Eleonora y Lilian, Federico y Anudila, Nené y Julián, Luis y Julián, Eleonora y Luis, Lilian y Nené, Federico y Luis, Eleonora y Anudila, Julián y Lilian, Federico y Eleonora, Luis y Anudila.
Se miraron.
Se miraron como sólo se miran los que se aman. Los que buscan sin acabar su búsqueda ni torturados ni moribundos.
De nuevo en el avión. ¿Adónde irán los demás? ¿De dónde serán? Anudila llora quedamente y piensa que es la que no fue y estaba siendo cuando sonaron de pronto las mismas melodías en el mundo y nos emparentamos casi iguales los altos y los bajos.
Duerme.
El avión corretea en la pista del aeropuerto de Asunción. Ella sabe que está sola una vez más. Observa el sol que va licuando el trópico y se pregunta si es posible aprender de los errores.