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NILA LÓPEZ (+)
  SEÑALES: UNA INTRAHISTORIA, 2001 - Cuentos de NILA LÓPEZ


SEÑALES: UNA INTRAHISTORIA, 2001 - Cuentos de NILA LÓPEZ

SEÑALES: UNA INTRAHISTORIA

Cuentos de  NILA LÓPEZ
 
 
Edición digital:
 
Alicante :
 
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de
 
Asunción (Paraguay),
 
Editorial Coraje, 1995.



 


¡Oh,
 
mi propio camino
 
es tan oscuro!
 
Sin embargo,
 
entreveo señales
 
que otros iluminan.
 
N. L.

 
A Carmen González Ferreiro
 
y Laureano López Giménez
 

ACENTOS

Cuando estamos en el cuerpo de nuestra progenitora nos domina la sensación táctil. Flotamos. Todo es caricia. Poco a poco, la tecla auditiva se anima, y el mundo comienza a rodar.

El vientre de mamá es a ratos un tambor, más tarde imita a la flauta dulce, o late con las pulsaciones estremecedoras de un canto gregoriano. En la disposición culminante del nacimiento, aparte del esfuerzo que hacemos para atravesar el estrecho túnel que nos lleva de una vida hacia otra, paladeamos el primer asombro de oír la palpitación de la existencia terrenal.

¡Ah! ¡Qué deliciosos sonidos guturales! Con ellos expresamos nuestros sentimientos y emociones mientras somos bebés, hasta saltar de la letra a la sílaba, y llegar a la palabra. Es cuando inauguramos un universo que irá definiendo nuestro destino. Con la palabra nos hacemos. Por la palabra somos. En ella el crecimiento material se funde con lo más exquisito del espíritu. La palabra nos marca. La palabra dibuja nuestra presencia en la historia del cosmos.

En algún tramo del viaje hacia el verbo constatamos que el signo no es sustancioso tan sólo por lo que representa. Aprendemos cuánta trascendencia tiene la manera en que hablamos: el cómo de una oración abrirá o cerrará puertas, expondrá nuestra debilidad o fortaleza, imprimirá al carácter un rasgo identificatorio. Nada nos hace tan únicos como el modo en que hablamos. Y esta particular pronunciación de las palabras, se arrima libre, desenvuelta, al acento colectivo, a esa cadencia de la voz que cada pueblo salvaguarda y lega a sucesivas generaciones. Ondas, inflexiones atávicas. La maravilla de perdurar diciendo, murmurando, gritando en múltiples, peculiares tonos planetarios.

Así, al «yegar» a la Argentina, probablemente nos comuniquemos al principio con un ligero tartamudeo, indicador del susto que provoca la ampulosa modulación de sus habitantes. Ellos, a su vez, observarán con cierta irritación nuestra tendencia a extender las vocales. Cantito, que le llaman. Canto de latinoamericanos empeñados en desordenar el castellano, en aprehenderlo y, quizás, someterlo a los caprichosos dictados de nuestras urgencias regionales y culturas autóctonas.

Si por casualidad entramos a uno de los grandes almacenes de España, El Corte Inglés o cualquiera del mismo estilo, ahí sí quedaremos absolutamente petrificados. La entonación de las dependientas nos parecerá dura. Y más: áspera. No eran así las monjas y curas españoles de mi infancia, recordaremos, lengüicortos, hasta que alguien nos pregunte con engolada fonética qué estamos haciendo allí. De la misma forma, al utilizar el teléfono, del otro lado contestarán enérgicamente: «Dígame». «Holaaaaaaa», insistiremos, con fingida humildad. Un «sí» declamatorio nos incitará a ser jactanciosos o a soltar el aparato, amilanados.

Algunos hablantes se expresan con un timbre gangoso, pero resultan graciosos al cargar la pronunciación en determinadas vocales. Así pues, aguantamos su prosodia, los admitimos como semejantes y virtualmente los convertimos en interlocutores. Otra gente haría una gran contribución a la Humanidad guardando silencio. Y hay modulaciones que son bálsamos. La aptitud de nuestro lenguaje, lo que declaramos y lo que nos confiesan, puede llegar a conmover el diapasón del ánimo. Y el ánimo... es el alma.
 
 
 
MONÓLOGO DEL EXILIADO
 
 
 
Es difícil ser una persona de verdad, me dijo mi padre cuando yo era muy pequeñín. Un ser humano: qué pesado compromiso. Dicen que la consigna paterna nos marca a fuego, y la recomendación de mi familia ha sido, desde siempre: Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, piensa que debes morir y no sabes cuándo.
 

Seguramente es por eso que siempre he sentido vigilados mis pasos. Exactamente como si alguien estuviera filmando cada uno de mis actos. Igual que muchos, luchaba por lograr la construcción de un país fuerte y unido, pero no creía que la vida pudiera ser más interesante purificada por el sufrimiento.

Jamás imaginé, por eso, un destino signado por el dolor y el sentimiento de derrota. Aprendí a gozar de nuestra vía láctea, a enternecerme frente a cada ladrillo de las construcciones coloniales que todavía quedaban en el Paraguay, a disfrutar la conversación con acento cantado, ese guaraní tan nuestro, tan único, esta manera de comunicarnos, sencilla y sin alardes, la modestia de nuestras costumbres.

¡Ah, cómo sabré yo que la patria es mucho más que un trazado geográfico! La patria es aquel jazmín, mucho más que su blancura y su aroma, es el olor de la guayaba y de tantas frutas silvestres, es la lluvia furiosa del trópico, la mesa compartida entre vecinos y el color del crepúsculo enfrente de tu casa o en la ribera del río.

Sabía que existían otros sitios, naciones mucho más desarrolladas que la nuestra, llenas de oportunidades, con siglos de civilización. Pero era mi suelo el que a mí me gustaba. No el suelo por sí mismo, porque, allí donde edificamos un barrio, una ciudad... ¿qué sucedería si nadie los habitara? Mi país era y es sobre todo su gente, mis conciudadanos dándole luz, perfiles característicos, pasión.

Qué iba a creer yo en otro tiempo que mi propia vida pudiera depender de los caprichos de unos cuantos elegidos, de la arbitrariedad de un señor o de un sistema, y que el porvenir de la mayoría también fuera manejable, antojadizamente, con un gesto o una simple frase. Otra cosa me habían enseñado en la escuelita, otra cosa me había contado el catecismo. Entonces, rechazaba el poder, los juegos de su entorno, y valoraba solamente el poder del conocimiento. Pobre iluso.

Melancolía, rabia, tormento, han reemplazado en innumerables ocasiones a aquellas ideas altruistas. Casi llegué a amar otros lugares y, a veces, confundido y desesperado, luché por sentirlos parte de mi ruta, sucedáneos de la patria lejana... Aunque de tanto en tanto era capaz de reconocer que por lo menos bajo otra vía láctea lograba perder el terror de ser cazado en una esquina.

Nunca fui un nacionalista a ultranza. Hombre del Planeta, quería ser parte integrante de nuestro universo, pero se me rompían estas teorías cuando un piadoso visitante traía un poco de tierra del campo paraguayo con olor a aguacero en una latita de betún. Entonces no lloraba, aullaba como un perro.

Nadie ajeno a esta experiencia podrá comprenderme profundamente. Me tratarán de emotivo... He llegado inclusive a arrepentirme de haber nacido, y como en un círculo interminable, volver a levantarme, hacerle un hueco a la esperanza del regreso. Por eso, entiéndanme, no es que no quisiera vivir en otro país. La impotencia mayor es saber que no hay posibilidad de elección. Saber que está cerrada la puerta de tu propio país. La puerta de tu historia. No poder decidir mi retorno, nada podía compararse con esta desgracia.

Ni siquiera me importaban ya la juventud perdida, la salud aniquilada. Tenía apenas 28 años y estaba por casarme cuando ocurrió la tragedia. ¿Para qué contarles? Todos conocen las cámaras de tortura del Paraguay y saben del miedo que se huele en el aire mucho antes de pasar por ellas. No hace falta ni hablarles del largo tiempo que estuve preso sin proceso alguno, del aire y del sol que nunca más fueron míos a discreción, de la ausencia del alimento mínimo para sobrevivir, de la soledad y el silencio infinitos.

Pero antes, muchísimo tiempo antes, ya había sentido el peso del marginamiento. Hasta los mismos parientes me miraban como si apestara, los amigos íntimos me huían. Era el miedo. Podían contaminarse. Podían ir conmigo hacia ese territorio del exilio que comienza aquí mismo también mucho antes de que te expulsen como si fueras una piedra liviana que vuela azotada por mil vientos.

Qué sensación física tan extraña. En barco, en avión o en ómnibus, es como si una catapulta te llevara al infierno. Un desecho de todos los desechos. Fui el innombrable, el paria, el sin casa. Fui también desde entonces, lo que no quise ser.

El exiliado.

En la jaula, la recordaba.

Confiaba en que saldría de allí alguna vez y nos casaríamos y tendríamos hijos y lucharíamos por legarles una sociedad digna y rica en valores espirituales y materiales. Durante esos años de apresamiento, mi familia se desperdigó. Y cuando hice la huelga de hambre... tampoco vale la pena hablar del récord mundial que tengo... Más de sesenta días de huelga de hambre y la muerte clínica.

Pero los milagros ocurren, sólo que a medias, por eso ahora, ya anciano, sin haber tenido mujer ni hijos y luego de andar solo y perdido tratando de curarme, no he logrado la recuperación. Me duele que piensen que estoy borracho porque hablo con esta torpeza, porque me muevo con muletas, porque no escucho bien. Sí, son las consecuencias. Nada ni nadie pueden devolverme, ni yo mismo siquiera, aquellas antiguas ilusiones, pero estoy vivo. Después de todo, es un milagro, ¿verdad?

De pronto, de nuevo en Paraguay cruzando estas esquinas que ya no reconozco, sin medallas, con dificultades horribles para subirme al colectivo, con el triunfo, con el éxito más glorioso del reencuentro con lo que es mío, uso el derecho de pisar mi tierra y aquí estar. Aquí estar y reconocer que soy capaz de perdonar, aunque ¡nunca! olvidar. Eso es imposible. Cicatrices, marcas de mis muñecas esposadas, mi pulmón reducido a su mínima expresión, simulacros de fusilamiento, llagas interiores testimonian que algo sucedió, que hubo un error en el guión de mi existencia, un libreto en el que mi intervención ha sido mínima sólo porque un déspota y sus secuaces así lo determinaron.

Pero no he sobrevivido sólo físicamente. También lo he hecho ante amenazas, chantajes y promesas de que me convertiría en cadáver enseguida, ante todo tipo de estratagemas, inclusive ante las que la peligrosa nostalgia me proponía, lejos ya de todo y de todos.

Hoy, aquí, en Paraguay, mi patria, por primera vez luego de tantos años, anoche no soñé que venían esos hombres -los mismos que con otros disfraces nos siguen cercando- a buscarme entre gritos y golpes, y allí, en el momento en que me iban a aprehender, me despertaba sudando...

Hoy, a pesar de todo, me siento como Ulises llegando a Ítaca, aunque sé que me costará mucho borrar de mí la imagen del exiliado. Hay cosas que no se pueden explicar sino desde la justicia y la libertad. Ojalá algún día no muy lejano ellas nos amparen en plenitud, y puedan también regresar a vivir en nuestra patria los miles y miles de exiliados que se mueren de hambre y añoranza en Argentina y otros pueblos, lejos, adonde se dirigieron a buscar trabajo y paz, su Ítaca, sin hallarla.
 
 

¿Y LAS QUE NOS QUEDAMOS?
 
 
El incilio. ¿Será que esta palabra existe en el diccionario? No sé. La inventó un escritor paraguayo para designar la situación inexplicable del autoexilio. Y yo, que soy mujer, la voz de muchas, digo que el incilio seguramente es más que eso. Es quedarte en tu patria y saber que poco a poco dejas de pertenecerte y de ser parte de una sociedad. Es estar y no estar. Querer y no poder. Llorar la ausencia de los hermanos, maridos, novios, madres, amigos que se alejaron...

Primero es solamente una llamada telefónica. Hay una voz llorosa, casi iracunda. No da pie al diálogo: «Por qué no habla también usted de las que nos quedamos, no solamente sin pan sino sin nuestros hermanos, padres, maridos? No puede saber cuántas horas duran las noches. No, no sabe, no podrá creer que hay mañanas en que las almohadas amanecen, como nosotras, completamente mojadas. No sabe lo que es el insomnio. No conoce la incertidumbre. ¿Usted podría reconocer el itinerario increíble de las cartas clandestinas?»

-Pero...

-Noooo. No se imagina lo que significa esperar un día y otro simplemente un comentario. Lo vi y me dijo... Una notita, una esquela escrita en la servilleta de papel de un bar en el camino. No sabe lo que es no tener cómo responder a las preguntas de los hijos. No sabe que a veces es más sencillo responder que papá se fue al cielo con Dios y con los justos o cualquier otra cosa piadosa, no sabe...

-Déjeme decirle que...

-¿Por qué no habla de eso? ¿Por qué se calla? Usted piensa, por lo visto, que la tortura es sólo el castigo físico. No piensa en la tortura mental que envejece y mata en menos tiempo que la picana eléctrica o la pileta. ¿No se atreve a contar, tal vez, cuántas mujeres nos hemos quedado completamente solas, abandonadas no por desamor, pero sin nadie que nos tienda una mano, marchitándonos de añoranza, delirando, planeando viajar para reunirnos con nuestros parientes sin que jamás podamos concretar nuestros deseos?

-La entiendo y quiero decirle...
-¡No entiende nada! Para nosotras, quedarnos ha sido peor. Ustedes no pueden ni siquiera sensibilizarse ante estos dramas, porque no los conocen. Hay que sufrir en carne propia este destino para entender que tu país no es un pedazo de tierra solamente sino la gente a la que se ama, tu familia. Te despojan de lo más tuyo, de lo más sublime.

¡Bum! Me pareció que así sonaba el teléfono al cortarse. Durante varios minutos me quedé pensando en si había sido una falla del sistema o producto de la emoción del momento, del dolor, la rabia, el resentimiento.

Son cientos de casos de paraguayas que generan bastante más que un nudo en la garganta. Hechos patéticos que de ninguna manera pueden reflejarse fielmente en el papel. Historias que nos llaman a gritos a la rendición de cuentas.

«Fue más cómodo quedarse».

 Atardece y el café se enfría después de la discusión larga. Somos ocho. Gente que ha regresado después de largos años, y los que nunca hemos vivido fuera del Paraguay.
-Claro -dice la intelectual recién estrenada-, bien fácil es decir que adentro han sufrido más toda la represión, pero para nosotras ha sido muy duro adaptarnos a diferentes ambientes, estar separadas de todo lo nuestro.

-Felices de ustedes que pudieron viajar y buscar otros rumbos -se burla tímidamente la otra-, porque la verdad es...

-Nada de nada. Aquí cualquier vecino te pasa un plato de comida y te tiende una sábana limpia. Muy cómodo ha sido callarse y quedarse, sin hacer nada, como el monito ése que ni oye, ni ve ni habla. A qué precio vivieron libres mientras el gobierno destrozaba a sus conciudadanos y allá, lejos, nos empeñábamos en una revolución, sin tener más armas que nuestras propias ideas y nuestra voluntad de resistir, organizando conferencias, distribuyendo panfletos, gritando que Paraguay también existe en cuanto foro internacional se realizaba.

-Disculpáme-querida-pero-a-mí-me-parece-muy-parcial-tu-interpretación-de-los-hechos-y-además-pecás-de-soberbia.

Porque las comparaciones -interrumpe otra de las presentes a la chica de lenguaje encimado- las comparaciones que hacés no tienen ni pie ni cabeza, son ridículas, inaceptables. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Acaso se puede cuantificar el sufrimiento y decir que el tuyo fue mayor porque te fuiste y el mío se redujo porque me quedé con el miedo y la esperanza de perderlo alguna vez?

-¡Ay, se ponen demasiado filosóficas! No es para pelearse, y menos todavía porque todas siguen siendo opositoras.

¿Opositoras a qué? ¿Decís, contreras? ¿Decís, de qué se opina para que yo diga lo contrario? No, no, no. Esto va mucho más lejos que la cuestión política, que la cuestión partidaria. Esto que estamos tratando tiene que ver con lo estrictamente humano. Si el hombre inventó formas, usos sociales, conveniencias, sistemas de organización, administración de no sé qué, ese ya es otro cantar. Vos callate. ¿No te jode que estas extranjerizadas vengan a hablarnos tan irrespetuosamente?

-¡Extranjera será tu abuela, porque yo soy paraguaya y a mucha honra!

-A ver, moción de orden, no se habló de extranjera sino de extranjerizada y...

-¡Cerrá el pico! Qué personas civilizadas ni qué ocho cuartos. Los puntos sobre las íes. Estas pajaronas no saben lo que significa un pyragüe espiándote hasta cuando te sonás la nariz, y sin haber hecho absolutamente nada malo. No saben de la policía que golpea, patea, rompe la puerta de tu casa y te lleva presa sin orden judicial. ¡Ahora protestan por las tumbas clandestinas! ¡Aquí estuvimos muriéndonos de muchas cosas, muriéndonos vivas sin que en sus paneles, conferencias, mesas redondas internacionales se enteraran!

Lo que sigue es absolutamente irreproducible. Se llega a ver hasta normal este fenómeno de conversaciones explosivas después de tantos años de silencio obligado. ¿Pero no les parece que no vale la pena discutir sobre el tema de quién fue más valiente o más cobarde, más cómoda o más...? Cada una tiene una cuota que... Para qué les voy a contar. El pago se ha hecho por adelantado, con reajustes cada tres meses e hipotecas imposibles de enumerar aquí. No, no estoy hablando en sentido figurado. En esto sí que no hay simbolismo alguno.
 

 
LA OTRA CARA

Pocos conocen el fenómeno de desarraigo que también padecen numerosas mujeres paraguayas. Han tenido la fortuna (¿?) de acompañar a sus maridos exiliados, y en países vecinos o más lejanos se han educado sus hijos. Adoptaron costumbres ajenas a las nuestras, se identificaron con otras maneras de vivir, ¡y es al revés! Ahora es el regreso el que les resulta intolerable.

Si no me creen, pregúntenle a algunos señores que hoy ocupan puestos importantes en el gobierno del país y tienen que hacer malabarismos para viajar un fin de semana y poder reunirse con sus familiares.

El regreso es duro para la mayoría. Existen otras razones también. Los esposos o compañeros no consiguen trabajo así como así. Cuesta reubicarse. Sé de una familia que volvió al país mucho antes de la caída de Stroessner. Él, un intelectual, periodista brillante, de gran oficio, le dijo a su señora: «No lleves nada, preparales a los chicos y allá comenzaremos a armar de nuevo nuestra casa». Precavida, como somos la mayoría de las mujeres paraguayas, ella cargó en sus valijas, a escondidas, un balde de hojalata y otros humildes bártulos, pensando reemplazarlos por nuevos y mejores. Pasaron los años. Y pasaron. Menos mal que la mujer trajo sus pequeños enseres domésticos. Tal vez la sobrevivan.
 
 
DESPEDIDA AL MIEDO

Nos conocemos bien. La nuestra es una relación extraña y perdurable. Te has instalado en mí como si desde antes de nacer te estuviera esperando. Estamos tan compenetrados, que este principio de separación se ha convertido en una batalla.

Probablemente adoptes una actitud conciliatoria con los demás, como una especie de pulpo. Totalmente incorporado a nuestros usos. Persistente.

Nos hemos habituado tanto a tu presencia, que no puedo imaginarme cómo serán nuestros días alejados de tu influjo. Tú y yo hemos andado juntos de norte a sur, inevitablemente. Estuviste a mi lado en las buenas y en las malas. Sigues estando, tal vez por la fuerza de la costumbre, pero antes se me hacía casi imposible cuestionarte.

Te aprendí de memoria. Adiviné tus pasos. Todavía te siento venir y permanecer a mi lado. Me eres necesario. Tú me contienes. Tú eres el único capaz de ponerle freno a mi rebeldía. Cómo quisiera que tu partida no me duela.
Ambos sabemos que aún siendo yo una especie de esclava tuya, debemos separarnos. Pero cómo cuesta. Es difícil pensar que tengo derecho a otro designio, que tú no eres irremplazable. ¿Cómo impedirte que sigas envolviéndome con esa sutileza tan tuya? ¿Aparecerás alguna vez en el futuro, de improviso, como sólo tú sabes hacerlo? ¿O seré yo la que te llame desesperadamente para usarte una vez más como arma defensiva? ¿Qué haré cuando ya no te tenga junto a mí para justificar mis errores?

Trampa, pecado... ¿Quién me tapará los ojos de ahora en más? ¿Quién me mantendrá en el molde, quietecita y expectante? Nadie como tú me ha ayudado a hacer esa letra prolija, diría que hipócrita, revestida de adornos imposibles. ¿Y si aún queriendo tanto que desaparezcas para siempre, empiezo antes de tiempo a lamentar tu ausencia? No. No quisiera buscarte, contaminarme nuevamente, dejarme poseer por ti, así, salvajemente, en medio de angustias, amores, soledades.

Ya no puedo distinguir si eres mi huésped o mi inquilino. ¿Tendré que seguir pagando mi rescate? ¿Me liberaré sola o tú mismo me ayudarás acelerando esta máquina trepidante que es mi cuerpo cuando estás en él?

¡Ah, cómo me conoces! Consigues que el corazón apure su servicio. Puedes llegar a hacerme temblar descontroladamente las rodillas. Cuesta admitirlo, pero es así, así mismo. O era así. Igual que una enfermedad siniestra. Me perseguías también en los sitios más hermosos. Te recordaba, lejos de Asunción. Tus señales permanecían en mi mirada. ¡Cuánto he callado por ti!

Será porque no has evitado ninguna ocasión de manifestarte. Manipulaciones, argucias, intrigas... ¡Qué poco de mí ha quedado en mí! La verdad, fuiste un clavo. Mi cielorraso. Las pocas veces que he intentado volar, detuviste con saña mi impulso. Seguramente fui valiente al no permitir sin embargo, que me cortaras las alas. Intactas las siento. Bueno, algo atrofiadas, pero puedo aprender lentamente a moverlas, aunque para ello deba realizar trabajos forzados.

Claudel decía que los Santos han resuelto la cuestión de una vez por todas: dejan el mundo donde está y encuentran más sencillo mudarse inmediatamente a lo eterno. Es una alternativa que no me gusta. Sería una forma de rehuirte. No lo haré. No caeré nuevamente en tus garras. Estoy aprendiendo en qué punto reside mi vulnerabilidad ante ti. Y tengo condiscípulos que hablan de liberación sin muchos firuletes: rompen con ganas las barreras de su inmemorial esclavitud.

Ya sé que esta carta no constituye totalmente una despedida. La tomarás como advertencia. Insistirás, sin duda. No importa. Sólo deseo que mi declaración de propósitos, incluidas las preguntas y recriminaciones, sirva para que ambos entendamos que ha llegado el tiempo del desacoplamiento. Ya no te tengo miedo, miedo. Entonces, ¿para qué seguir juntos? Compréndeme.

No te voy a olvidar. Y como último rasgo solidario, te aviso: cuídate, miedo. Hay planes premeditados y espontáneos para borrarte de estas latitudes. Cuídate. Cuando vengas a casa, podremos hablar más tranquilamente del tema. Pero no vengas pronto. O ven. Ven, que ahora siento la caricia del aire, es la brisa, es distinta, ¡qué aura!
 
 
«LO QUE PUDE SER»
¡Es de raza! ¿Hablarán del perro? No. Soy yo. Se refieren a mí, aunque me dejan con la duda. No me clasifican, simplemente apuntan una condición basada en su esperanzado deseo, en su hambre de trascendencia. A través de mí, por mí, conmigo, se cumplirán sus sueños truncos, los de ellos y los de sus abuelos.

Depositaría de todos los fracasos pasados y futuros promisorios, ¿cómo hacer honor a tanta expectativa? ¿Cómo redimir a mis antecesores dejando constancia de buena aplicación para ser lo que ellos no pudieron ser?

Estoy adiestrada para obviar el anonimato. Pavlov era un tonto al lado de mis maestros y vecinos. Premio y castigo. Frío y placer. Paz y combates. En medio, el susto, el horror ante la indiferencia, el camino que... ¿elijo o me elige?

Miro a la gente que pasa. Me miro. Hurgo en reconditeces prohibidas. ¡Tengo miedo de traicionarles! Estudio la lección, rindo bien los exámenes, me someto al test vocacional a regañadientes, porque sé desde cuántos meses atrás la decisión está tomada. Los otros diagnosticaron que iba a ser la más brillante médica, la más polémica abogada, la mejor administradora de empresas, la psicóloga de moda, la política más respetada. ¡Me matan si les digo que sólo quiero ser trapecista en el circo!

Entonces, sumisamente, acomodo proyectos de vida, inconscientes a veces, planeados en otras ocasiones. Soy astuta y descubro que no son necesarios muchos años para que yo también diga:

«Lo que no pude ser me obligó al matrimonio, a la maternidad... «O: «Los hijos que no vinieron me posibilitaron la adquisición de esta remunerativa profesión». Alguien me sopla algo acerca de la proyección del hacer en el ser. E investigo. ¿Será que lo que no pude ser puede significar también lo que no pude hacer? Y voy más lejos: ¿si por ahí, sin embargo, se tratara de lo que no supe hacer? ¡Qué complicado!

Empiezo a jugar una carrera desesperada con las horas. Escucho el disco de inglés mientras me baño, almuerzo de pie, leo en los semáforos, respiro sólo cuando la fuerza de mi ambición me deja un pequeño, miserable resquicio para la pausa.

Muy condescendiente, la pausa se alía conmigo. Sabe de mi angustia. Picanea allí donde mi capacidad de logro resiste todavía un poco más, antes del desmayo.

¡Y llego a los veinte! Claro, lo estipulado -ceremonias y esas cosas- me impulsa a formar esta imagen desdoblada. Me ven y me veo. ¿Se equivocan ellos o yo?

Forzando situaciones, llego a una conclusión reconfortante: si busco conseguir este objeto a plazo fijo, y nada pasa, la impotencia me desequilibrará. Mejor, me quedo aquí. Los límites propuestos generan frustraciones dolorosas.

Pero entre el dejarme ir y el accionar voluntarioso hay un rebelde juez inesperado, hay una tentación irrefrenable, hay alguien desconocido haciéndome señas y advertencias justo antes de verme enloquecer amarrada al sueño, estironeada por la realidad.

Yo resisto. Estoy en el combate, en la línea de fuego. Todavía quiero dar la respuesta exacta. Sé lo que esperan de mí. No puedo desfallecer. ¿Y los imponderables? ¡Ay, me lastima el azar!

Y celebro los treinta. La mitad de las previsiones se cumplieron. ¿Dónde escondo los déficits? Pobre consuelo el mío: hice otras cosas que no figuraban en el programa. Fui rebelde a destiempo, fui conformista, fui negligente, fui pasiva, fui complaciente...

¡No te tortures más! Fuiste talentosa, creativa, trabajadora, generosa, reformista.

Soy todas estas cosas y apenas sé cocinar un bife con huevo. «El-cuerpo-ya-no-me-da, no sé si me entendés, quise tanto bailar y hoy que lo hago, cuando nadie me critica ni piensa que quiero exhibir mis caderas bien formadas, intento ese salto, en mi cabeza sale perfecto, me lanzo...»
Es el momento de buscar excusas, la oportunidad de culpar a los demás, a la vida, por lo que me negó: fue el destino.

¡Y llego a los cuarenta! Todo está clarísimo. Soy una persona madura. Mis movimientos son reflexivos. La máscara de clorofila me ayuda cada día a proteger lo más preciado: ¡oh, juventud, divino tesoro! Sé muy bien cuánto pesa lo aparentemente fortuito de cada condicionamiento externo. Ya no podré ser cantante porque mis cuerdas vocales nunca se ejercitaron. No podré ser miss linda del país porque permití la invasión de celulitis. Y además, soy abuela... ¿Por qué pretender más?

¡Y festejo los cincuenta! Me aplasta la tranquilidad. No soporto mi comportamiento aniñado, esta especie de regreso a la inocencia. La furia por competir ha desaparecido. Vieja zorra, pillé que el papel de cada uno es absolutamente circunstancial, según qué tipo de organización social, cultural, política y económica te ampara o desampara. Sólo me preocupa lo que no pude ser, pero muy vagamente, por razones de honorabilidad.

¡Y llego a los sesenta! Ya no puedo ni siquiera fantasear con la fama, el poder y la gloria. Hay a pesar de estas carencias, algún testimonio, por allí, de mi paso por el mundo. ¡Qué dura sigue mi carne! «Me gusta tu olor, como hace treinta años, me siguen gustando tus besos y dormir contigo cada noche aunque se nos cuele uno de nuestros nietos. No me importa que la calle que cruza enfrente a la casa donde nací, no lleve mi nombre».

¡Y llego a los setenta! Por fin, tengo lugar, tiempo y ganas de hacer estrictamente lo que quiero. ¡Lo que yo quiero hacer! Soy todas las que no fui, las que pude ser y soy también la que seré. ¿Seré esta misma?

Tarde de domingo. Tengo ganas de irme al circo a ver la actuación de una trapecista muy joven cuyo máximo anhelo es ser oficinista, porque es menos riesgoso...
 
 
 

AMIGAS

     Cuando la duda fue adquiriendo ribetes de certidumbre, Cecilia Gutiérrez decidió cambiar algunos hábitos. Comenzó a frecuentar un salón de belleza, el más conocido de la ciudad, y contrató a un educado masajista para que le sobara el cuerpo los días lunes y viernes. Se interiorizó en trucos femeninos, buscando una imagen que sin traicionarla esencialmente la tornara más apetecible para su indiferente marido.

     No podía ubicar en su memoria la época determinada en que él empezó a mostrarse abúlico ante su presencia. Paulatinamente fue contestando con monosílabos a sus requerimientos. En escasas situaciones la miraba, y si lo hacía dejaba resbalar la vista sobre ella como si se tratara de un objeto inanimado.

     Al principio, Cecilia atribuyó este comportamiento a los quehaceres naturales que agobian a un hombre de la categoría de su consorte. Empresario triunfador, amante de la buena vida, competitivo y audaz, era además buen mozo y rendía culto a los deportes de moda. Al paddle, sobre todo, hasta el extremo de construir una cancha propia en el terreno aledaño a la residencia familiar.

     Con sus hijos, sí, su actitud seguía siendo deferente y nada había cambiado en el clima de camaradería, casi de complicidad, que campeaba desde que los trajeron al mundo. Pero una postura de desatino creciente alrededor de los temas domésticos antes tan discutidos por ambos en medio de pellizcos en las nalgas, indicaba claramente a Cecilia que algo terrible sacudía el territorio afectivo de su Carlos.

     Se enredó en torno a vagas conjeturas. Luego, preguntas acuciantes la empujaron a buscar señas de aclaración en las más distraídas gesticulaciones del compañero, en el tono de su voz, en la cantidad de alimento que ingería. Lo observaba como si fuera un marciano. La camisa a rayas que se acababa de poner simbolizaba que al retirarse del escritorio no regresaría directamente a casa, como antes, cuando sus pensamientos la abarcaban mientras se dirigía hacia el calor de sus mimos. ¡Besos apasionados y no otra cosa eran aquellos!

     -Hola mi dulce de leche -decía al abrazarla-. Tengo hambre de tu risa y de su dueña.

     -¿Quién es la dueña?

     -Tu boca.

     Y el ritual adquiría dimensiones maravillosas, sin que ninguno de los dos percibiera, aparentemente, la repetición.

     Él era sabio. Conocía los prolegómenos eróticos más sofisticados y acordes con las necesidades y fantasías de Cecilia. De memoria acomodaba su buen tiempo, adentrándose en el ánimo de su mujercita como un picaflor sin ansiedad, habituado a su perfume pero también con el afán de redescubrirlo en cada ocasión.

     -¿Te gusta mi vestido nuevo?

     -Ah, es nuevo. Me encanta lo que hay debajo, y más al fondo.

     ¡Era un experto en inventar frases amorosas! Filosofaba, y tenía la conciencia exacta de cómo y cuánto la excitaba su inteligencia, apoyada sin erudiciones en giros idiomáticos y susurros encantadores, en la imitación de las voces de ciertos animales y de elementos de la naturaleza. La simulación del trueno con técnicas guturales y temblores era evidencia de la cúspide de la pasión. El ronroneo del gato, un signo de ternura recién inaugurada. El brillo de la mirada silenciosa indicaba su seguridad de ser deseado.

     Largas conversaciones que incluían asuntos baladíes anticipaban el instante del gozo. Para ello era tan propicia una caminata como una jornada de compras o las incursiones en el jardín, que cuidaban juntos.

     ¿Cuándo empezó a desdibujarse la armonía común? Cecilia tenía un espacio color humo en la memoria. La presionaba con fragmentos de situaciones compartidas, intentaba recordar la manera en que la mano de Carlos se posaba exactamente allí donde comienza la nuca femenina y termina la comprensión de la realidad, pero el manchón gris persistía. Solamente en el centro del corazón, que parecía ubicarse en los rincones más estratégicos de su anatomía, ese latido peculiar del cariño sujeto a la costumbre le sugería cuán fuerte era el tipo de intercambio que habían creado.

     Al meditar sobre estos hechos una tibieza agradable parecía asaltar cada vena del tronco y las extremidades de Cecilia, y se intensificaba en la comisura de los labios con amago de llanto y en la ingle, asaltada por el conocido arroyito que manaba del interior de su vientre, algo pegajoso, muy asociado a los juegos que fueron inventando en pareja y a las rutas de mutuos hallazgos. En el colmo del frenesí, se acariciaba los senos y lo nombraba deseando que, allí donde se encontrara, sintiera el llamado.

     Pero era respondida solamente por el movimiento sutil de las hojas de los árboles que custodiaban el dormitorio. Hasta la antigua fuerza de su pensamiento la traicionaba.

     -Estás buscándome, mi cielo -decía él por teléfono, meses atrás-. Te tengo aquí, te escucho, y lo que nos sucede se llama metacomunicación.

     Ella le explicaba que durante los cinco minutos anteriores se había concentrado intensamente en sus figuras, y que animada por un arrebato misterioso, repitiendo la palabra amor y sus nombres, Carlos y Cecilia, amor, Carlos, Cecilia, buscaba el encuentro a distancia. Cediendo a la provocación, al unísono, iniciaban así una sesión extravagante, mientras intercambiaban datos sobre lo que hacían llenando de jadeos el hilo conductor de su romance.

     De pronto, él faltó durante una semana a dos almuerzos. Ya no hacía deportes en la casa, sino en el club.

     -Estás muy atrasado -le reprendió Cecilia una noche-. ¿Ha surgido algún inconveniente?

     -No, estuve jugando tenis.

     -¡Cómo, con esta lluvia!

     -En cancha cerrada.

     Ni siquiera la llamaba querida. Sus respuestas eran cada vez más secas, cerrando toda posibilidad de insistencia. La imaginación calenturienta de Cecilia situaba la cancha cerrada en moteles de lujo, en campos de flores silvestres, en barcos anclados en la bahía de Asunción e inclusive en el sofá de la oficina de Carlos.

     A medida que él se tornaba lacónico y huidizo, ella desconfiaba de todas las mujeres. A cada una le adjudicaba una relación más o menos ardiente con su marido, según la indumentaria que usara, la manera de moverse, el pelo largo o corto, la facilidad de alguna para hacer amigos o la discreción de otra. No se salvaban adolescentes ni ancianas. Todas eran rivales, cazadoras de hombres ajenos, potenciales enemigas. Atormentada, también indicó a las mujeres del servicio doméstico que bajo ningún pretexto se acercaran al señor.

     Fue de este modo que inició su loca carrera en pos de la transformación, y frecuentó baños de sauna, contrató a dos modistas de alta costura, se tiñó el pelo de rojo, abusó de mascarillas faciales y acudió a sectas de renovación espiritual.

     Nada conseguía calmarla. Buscaba indicios de culpabilidad masculina debajo de los asientos, en los cajones de los escritorios, y cuando soñaba, una serie de manchas de rouge danzaban frenéticamente sobre el pecho de su adorado esposo, el único con el que estuvo desnuda, el primero y el último, el padre de sus hijos, la media naranja perfecta.

     -Eres mío -intentó convencerlo varias veces-. Mi propio macho. No sabría compartirte con nada ni con nadie. Tampoco me gusta la competencia desleal.

     Él encogía los hombros y parecía sordo.

     La siesta en que la sospecha se convirtió en certeza, Cecilia pretendía iniciar un descanso de varias horas, con somnífero incluido. Sonó el teléfono. Levantó el auricular. Notó que Carlos había tomado antes el aparato, y con latidos a mil por hora, escuchó:

     -Te rogué que no me llamaras a casa. Todo está arreglado.

     -Es por mi butterfly -dijo la mujer con voz cantarina y acento extranjero.

     -Tranquilízate, tesoro. No se necesita permiso del ministerio de Salud para trasladar a una mariposa.

     -Podrían-problemas-poner-en-Buenos-Aires.

     -Allí ya no habrá control, y como estaremos en mi departamento nadie nos molestará. ¿De veras no quieres desprenderte de tu mascota durante unos días? Mi secretaria estará feliz de cuidarla.

     -¡Oh, no separarme jamás de mi divina butterfly!

     -¿Es que la quieres más a ella que a mí?

     -A los dos -contestó la otra con ahogo infantil-. A los dos igual. ¡No apretarme darling, elección imposible!

     -Paso a buscarte a las tres -dijo Carlos, malhumorado, y colgó el aparato.

     Azorada, Cecilia pulsó el timbre. Pidió una taza con café bien cargado, y cuando su marido entró al dormitorio la halló semidormida, con una sonrisa extraña flotándole alrededor. No se dio por aludido e informó escuetamente que viajaba a Santiago de Chile:

     -Imprevistos de la oficina. Volveré dentro de una semana -se dulcificó ahora-. Que pases bien, querida. Llama a nuestro administrador si necesitas algo especial.

     Ella movió la mano derecha suavemente, como si limpiara un espejo empañado con su aliento, e hizo un guiño de enamorada incorruptible.

     Dejó que transcurrieran cinco minutos y se duchó para despejar la mente. Llamó a la agencia de viajes. Reservó un pasaje en el primer vuelo a Buenos Aires. Dispuso finos modelos de lencería en una valija. Escribió una lista detallada, marcando la organización hogareña, y salió rumbo al aeropuerto.

     Ya entre nubes, elucubró sobre cómo sería la amante de Carlos: si rubia o morena, si alta o baja, si gorda o flaca, relajada o contraída, si jovencita o madura, dulce o agresiva, si tímida o audaz, inteligente o mediocre, lujuriosa o pasiva.

     Al descender del avión, sintió una paz desconocida. Se dirigió al departamento y una vez allí, ambientó el dormitorio con luces tenues, se vistió un camisón negro y se tendió en el lecho regodeándose en el contacto con las sábanas de satén. Durmió hasta que escuchó el ruido de la puerta al abrirse y luego las risas sofocadas de Carlos y de la mujer. Se detuvieron en la sala y brindaron por la dicha de estar juntos, sin testigos.

     Caminaron hacia la habitación.

     -Este será nuestro reino durante una semana. Adelante, princesa -dijo Carlos con voz cargada de sensualidad.

     La mujer se adelantó y la vio. Giró estupefacta, conteniendo el grito, y sólo tuvo tiempo de sostener en sus brazos el cuerpo de Carlos que se desplomaba.

     -¿Cómo te llamas? -dijo Cecilia, admirada ante la mujer que parecía escapada de un cuento de hadas.

     -Carmen -contestó ella, en una posición ridícula, aplastada por su amante, que seguía totalmente inanimado.

     Cecilia dio un salto y la ayudó a liberarse del peso. Se amoldaron a la circunstancia, y sus miradas se cruzaron con una mezcla de curiosidad y temor.

     La misma idea cruzó sus mentes. No debían pelearse: compartían el hombre. Carmen lo tomó de los pies y Cecilia de los brazos. Así, bamboleante, lo introdujeron en el ascensor, lo arrastraron hasta la salida del edificio y lo ubicaron en un taxi.

     -Debieron movilizarlo en una ambulancia -las reprendió el médico, en la clínica-. El traqueteo del vehículo ha complicado su cuadro clínico.

     -¿Qué tiene? -preguntaron ambas.

     -Se trata de un amago de paro cardíaco, pero se recuperará en una semana o dos. Por ahora no podrán verlo pues lo internamos en terapia intensiva, por precaución. Señoras, descansen y manténganse al tanto de su estado llamando por teléfono una vez al día.

     Minutos después, mientras limpiaba sus lentes, el médico se acercó al ventanal del consultorio. Vio que Carmen y Cecilia cruzaban la calle, y en sus pasos ágiles creyó adivinar un signo de alivio, el que se siente luego de una gran tormenta.

     Deben ser muy amigas, se dijo, al tiempo que ocupaba el sillón del escritorio, aprestándose a completar la ficha del nuevo paciente.


 

LA ENTREVISTA

     Los minutos transcurren implacables. Uno de los dos no llega todavía. Hasta que por fin, el encuentro. Un saludo como tantos. Pero no es así. La entrevista es una ceremonia que tiene cien variantes. Puede ser una tarea mecánica para el periodista, su simple rutina, «uno-más-que-dirá-lo-de-siempre», o puede ser una caja de Pandora, emocionante.

     Las presunciones del entrevistado: «Se querrá erigir en juez, me tenderá trampas, querrá desenmascararme, me hará preguntas estúpidas».

     Los prejuicios del entrevistador: «Acabaremos esto en diez minutos, de mediocres estoy harto». Lo que ninguno de los dos registra conscientemente es la despiadada observación de que simultáneamente son objeto. «Este pobre muerto de hambre -piensa el jerarca mientras analiza el look del escribiente: vaqueros gastados y championes, por ejemplo-, sólo puede copiar lo que le digo, ni me entiende».

     Y el otro: «Viejo feo, no te sirven de nada la riqueza ni el título, y nadie te va a creer cuando el disparate que dices aparezca impreso en el papel». Mientras, en el ambiente flotan las sonrisas y gestos de cortesía.

     También hay casos en que el periodista -si el entrevistado es un personaje famoso o querido- se queda boquiabierto y entontecido, sólo se le ocurren planteamientos bobalicones, interrogantes pueriles. O al revés, el que está sentado en el banquillo de los interpelados puede permanecer alelado ante el nombre del periodista.

     Durante el transcurso de la entrevista siempre hay algo más que difícilmente puede registrarse en el escrito. E incluye miradas, gestos, ansiedades, nerviosismos, dudas, vaguedades, un clima afable o tenso, un compendio de entrelíneas. De la habilidad del sujeto que aporrea después la máquina de escribir depende que esto se pueda notar en el texto sin abusar de acotaciones.

     Hay veces en que el personaje del momento se mantiene a la defensiva, y durante toda la conversación se empeña en demostrar que también es periodista, con título, aunque jamás haya pergeñado una frase en la cuartilla. Y en otros casos es el entrevistador el que se hace el sabelotodo y acribilla con insidiosos cuestionarios previa y colectivamente preparados, al pobre sujeto que se quema un poco menos que su interrogador. En fin, gajes del oficio que no incluyen las interjecciones y pedidos de socorro, ni las consecuencias de la publicación de la entrevista: «No dije nada de eso, me cambiaron todo». O: «Señor, yo primero selecciono el material que utilizaré, luego lo ordeno y después lo redacto, así que la entrevista puede empezar por el final y acabar por el comienzo». O: «Pero si fue una transcripción textual de lo charlado, fíjese más la próxima vez en lo que dice». «Usted alteró premeditadamente mis ideas, no era eso lo que quise expresar». «Si le salió así no tengo la culpa».

Son casos extremos. Porque están también las entrevistas corrientes, de preguntas complacientes y respuestas prefabricadas, notas informativas que son inevitables y pocos leen. Aparecen aunque uno no las busque, son una tentación en la carrera contra el tiempo, y todos se quedan contentos. El entrevistado inclusive llama para agradecer y deja de temblar cada vez que suena el teléfono y gentilmente le dicen: «Del diario... queremos hacerle una entrevista».


 

¿EL MUNDO EXISTÍA ANTES DE NUESTRO NACIMIENTO?

     Los célebres personajes de Quino a veces nos despiertan de golpe y porrazo ante la realidad. En una de las tiras Mafalda lee el periódico en un banco de plaza y Miguelito observa extasiado el entorno. Luego, gira y dice: decime, Mafalda, ¿antes de nacer nosotros existía realmente el mundo? Nuestra amiga pone el labio arrugado como ella sólo sabe hacerlo, no en un puchero, sino perpleja, desconcertada, y contesta: ¡Mirá que sos tonto, Miguelito! ¡Claro que existía! Y aquí viene lo interesante. Él le pregunta: ¿Y para qué?

     Para qué. Para qué. Apartándonos del egocentrismo infantil, de la pregunta ejemplificativa de Miguelito que es resumen de muchas posturas generales ante el mundo (¿para qué existiría el mundo sin mí?). notamos que, predispuestos como estamos a dar por establecido todo lo que nos antecedió, las normas y usos de nuestros mayores, somos poco afectos a poner en discusión o en debate temas aparentemente baladíes unidos a la razón misma de nuestra existencia.

     Generalmente nos conformamos con la versión bíblica de cómo se originó el mundo. Nos imaginamos un sitio poblado de tinieblas, donde nada es. De pronto, como por arte de magia, ¡milagro!, se hace la luz. El primer día Dios creó... Después, en la escuela, nos hablan de Darwin y de varias teorías sobre la evolución de la especie. Los fatalistas nos advierten que todo ya está escrito: los griegos disfrazaron la amenaza del devenir con la teoría del destino, y hoy nos cuentan del Cariograma, instrumento moderno y supuestamente científico que evalúa y proyecta el perfil individual de una existencia, la síntesis de las actuaciones que tendremos, con unos pocos espacios en blanco que podremos llenar cada uno según el grado de autodeterminación que tengamos: pero los pasos básicos están marcados.

     ¿Estará prefijado que yo escriba ahora lo que pienso?

     ¿Para qué vivimos, entonces? ¿Para hacer esta comedia cotidiana de la que ya conocemos el final? ¿Para cumplir fielmente con el libreto? ¿Por qué no nos acostamos tranquilamente a dormir una larga siesta de veinticuatro horas si igual ocurrirá lo que debe suceder?

     Lo mismo pasará. Gran misterio. Todos tenemos apego a la vida. Pocos sabemos, pese a todas las predicciones, lo que realmente sobrevendrá. Con los resultados de todas las encuestas previas, no podemos asegurar quién será el ganador de la presidencia de la República en las elecciones norteamericanas. ¿Y si hay menos ausentismo del calculado? ¿Si, por el contrario, fuerzas descontroladas de la naturaleza, una tormenta o aguacero largo, impide a los votantes salir de sus casas, por más decididos que estén? Conjeturas, meras conjeturas.

     En el pasado, vivir era sinónimo, casi, de dificultades, peligros, dependencias. Hoy, el hombre medio tiene sinnúmero de posibilidades. Tantas, que atribuye más importancia al conocimiento de sus límites que al de sus potencialidades. Prácticamente, en apariencia, nadie es superior a nadie y nada es imposible: despreciamos la colaboración suprema del pasado, sus modelos globales y los esfuerzos geniales de personas que amaron el servicio al semejante. Creemos que este ámbito mundial técnica y socialmente evolucionado lo ha producido la naturaleza.

     Muchas creaciones se fueron sumando para el establecimiento de nuestro hábitat actual, pero nos place seguir ignorando los orígenes de esta civilización.

     Aparentemente contradictorias, estas ideas ratifican que nos hallarnos uniformados no sólo en lo externo sino en los hábitos más profundos. Las convicciones, todo lo que creernos es único, irrepetible, en la mayoría de los casos es simple remedo. ¿Y qué hay de malo después de todo, en la imitación? Cuestión de saber ejecutarla, más allá de que nos salga mejor o peor. Si yo tuviera que colocar al pie de estas disquisiciones los nombres de los autores que originalmente dijeron lo mismo que probablemente estoy repitiendo, no me alcanzaría todo el libro, comenzando por cada palabra con sus letras (autor: seguramente anónimo, viene del latín tal, o del... Bah, esta palabrita la saqué del diccionario).

     Volviendo al punto de partida, ¿para qué existe el mundo? ¿Para qué, si todo ya fue hecho?

     Sin embargo, ¡qué gusto da comer, saltar, jugar! Pareciera que cada experiencia es única, intransferible, aunque miles y miles hayan realizado antes lo mismo. Seguramente es porque este tiempo, cada día, cada minuto que transcurre, no existió jamás antes y nunca volverá a suceder.

     Si fuera exactamente así como estoy planteando el problema, nadie pintaría un solo cuadro a partir de ahora, nadie escribiría libros que ya fueron escritos con otro ropaje, ningún compositor nos obsequiaría nuevas melodías, las madres esperarían la cómoda ocasión de hacer bebés con una maquinita. Es la voluntad de diferenciación, oculta la mayoría de las veces, el motor que impulsa nuestros actos más nimios. Se hace camino al andar: todavía quedan zonas inexploradas del universo, senderos que han quedado incontaminados tal vez para que nosotros, los habitantes tardíos del planeta Tierra, los recorramos con ojos nuevos, sin prejuicios.

     Los cambios existen. Tal vez cuando nos relaten cómo fue la década del veinte, nos aferremos a suposiciones, a vagas perspectivas. Mas, cuando aludimos a la década del 60, a la del 70, contamos con los datos de la percepción, de la observación directa. Nosotros, personalmente hemos ido constatando cuáles fueron las diferentes transformaciones de nuestro ambiente. Así, cualquiera puede opinar que este fin de siglo se caracteriza por la duda y el inconformismo, pese a la concreción de los más locos sueños, a la agilización de nuestros pasos merced a una cada vez más sofisticada tecnología, al ocio práctico y creador accesible a la mayoría, a los logros inconmensurables de la cibernética.

     La pena es que precisamente por eso hay más tiempo para pensar. Y ya sabemos que del pensamiento surgen como las moscas en verano, las inquietudes. Queremos saber más sobre las raíces de las plantas y los otros seres, sobre las causas y los efectos. El conocimiento es una especie de enemigo solapado que nos da una mano por delante y por atrás asusta con su espada.

     ¿Para qué existía el mundo antes de que nosotros naciéramos? ¿Para qué seguirá existiendo cuando muramos? Con seguridad, tenemos nuestra respuesta provisoria, y sabemos que para todos el mundo comienza con su propio nacimiento, y el fin del mundo no es precisamente la catástrofe colectiva sino ese momento de soledad y silencio, que llega por separado para cada uno: el de la muerte inevitable, por lo menos hasta ahora. ¡Quién pudiera ser eterno y saber con certeza para qué existe el mundo!


 

CRISIS

     -Señor, ¿me da un paquetito de manzanilla?

     -No hay.

     -¿Por qué?

     -La crisis.

     En la calle, en el mercado, en una fiesta, la respuesta obligada a la más inocente pregunta es: la crisis. Basta que la mencionen para que la inseguridad se adueñe de nuestro comportamiento. A veces intentamos disimularla u ocultarla, y en algunos estados de madurez comprendemos que la crisis es un cambio considerable que acaece en una enfermedad, ya para mejorarse, ya para agravarse. Es un momento culminante que indica mutación, compromiso, peligro, malestar y miseria.

     A la crisis la culpamos de todo. De ser la causante de lo que falta y de lo que sobra, mientras en su nombre se crean esloganes increíbles. A propósito, dicen que slogan es una palabra escocesa que significa grito de guerra.

     Sin embargo, alrededor de la crisis los hombres se juntan para decir eufemísticamente que a pesar de todo hay que buscar la felicidad. Los insatisfechos con tan poca cosa hablan de plenitud. Pero como estos asuntos son muy abstractos, algunos se dedican simplemente a ponerle tapones al vacío misterioso que se siente.

     Los más atrevidos aseguran que en el ideograma chino crisis quiere decir oportunidad y riesgo. Argumentan que es en períodos de crisis cuando en la historia de la humanidad se crean las grandes fortunas. Por lo tanto, hay que tener más esperanza y audacia que nunca. No hay que fastidiarse cuando a la mañana se encuentra el automóvil sostenido por una pila de ladrillos y sin las ruedas delanteras. El que tiene menos posibilidades puede silbar el da-da-da mientras espera un colectivo que no llega nunca. No hay que reclamar nada si un sujeto privilegiado que tiene la sartén por el mango exige con tono enérgico: «O lo tomas o lo dejas, nadie te obliga».

     Es que cuando la crisis anda desatada por la zona, el mínimo de libertad indispensable para respirar, se pudre. En su nombre se fantasea sobre los alcances de la moral, la política, la religión.

     También es por su culpa que no se puede elegir. O las alternativas son inquietantemente fascistas. O sí o sí, o no o no. Quedarse con lo poco (casi nada) que se tiene, o quedarse desnudo, así como uno es realmente cuando viene al mundo: un ser destinado a la soledad.


 

EL DOBLE MONÓLOGO

     ¡Es tan maleducada esta criatura! ¿Quién habla? La madre, o el padre, quizás sin percatarse que se acusan a sí mismos.

     Existe una fuerte tendencia a descargar esta responsabilidad -la de la educación- en los progenitores.

     Otro adjetivo con el que frecuentemente solemos calificar a quien da muestras de deficiente formación es: ¡Salvaje!

     Cuando tratamos de salvaje a otro con ánimo de ofenderlo, nombramos a nuestros antecesores, cuya diligente actividad ha hecho lo que hoy somos. «La cantidad -dice Sir James George Frazer- de conocimientos nuevos que una generación, y con más razón un hombre solo, pueden añadir al acervo general es pequeña, y arguye estupidez o picardía, además de ingratitud, ignorar el montón y jactarse de los pocos granos que puede haber sido privilegio nuestro el añadir. En verdad que ahora hay poco peligro en menospreciar las contribuciones que los tiempos modernos y aún la antigüedad clásica han hecho al avance general de nuestra raza. Pero cuando rebasamos estos límites, el caso es diferente; desprecio y ridículo o aborrecimiento y denuncia son con demasiada frecuencia el único reconocimiento concedido al salvaje y sus modos de ser. Sin embargo, de los bienhechores a quienes estamos obligados por gratitud a conmemorar, muchos de ellos, quizás los más, fueron salvajes».

     ¿Cuánto y de qué calidad es nuestro entendimiento? ¿No será que a medida que vamos elaborando más complejos sistemas simbólicos y un ámbito computarizado, menos y menos nos comunicamos verdaderamente los unos con los otros?

     Hace algún tiempo varios periodistas le preguntaron al ministro Enzo Debernardi sobre los resultados de una reunión en la que se realizó el diagnóstico de la economía nacional. Él dijo que tal reunión fue inexistente:

     -Si la hubo, fue secreta -aclaró.

     En el diario leímos al día siguiente:

     -Ministro, ¿se evaluó la economía? ¿Hubo reunión?

     -Sí, la hubo, fue secreta.

     ¿Para qué y por qué hablamos?

     ¡Debes comportarte así porque así lo han hecho tus abuelos y así lo hacen tus padres! Ellos nos ayudan a perpetuar lo establecido.

     Octavio Paz se refiere a la Tradición explicando que no es continuidad sino ruptura, y de ahí que no sea inexacto llamar a la tradición moderna: tradición de la ruptura. La Revolución Francesa sigue siendo nuestro modelo: la historia es cambio violento y ese cambio se llama progreso. Lo que distingue a la modernidad es la crítica: lo nuevo se opone a lo antiguo y esa oposición es la continuidad de la tradición.

     El mismo autor apunta que la obra del primitivo nos fascina porque «la situación que revela es análoga, en cierto modo, a la nuestra: el tiempo sin intermediarios, el agujero temporal sin fechas. [45]No tanto el vacío como la presencia de lo desconocido inmediato y brutal. Durante milenios lo desconocido tuvo un nombre, muchos nombres: dioses, cifras, ideas, sistemas...».

     Como un reloj que atrasa y adelanta sin que podamos percibir exactamente en qué lugar está la falla de su mecanismo, así nos desenvolvemos en el plano de la comunicación, algo fundamental para la vida. «Peleamos para preservar nuestra alma -dice Paz- hablamos para que el otro la reconozca y para reconocernos en la suya, distinta a la nuestra. Los poderosos conciben la historia como un espejo, ven en el rostro deshecho de los otros -humillados, vencidos o convertidos- el esplendor del suyo propio. Es el diálogo de las máscaras, ese doble monólogo del ofensor y del ofendido. La revuelta es la crítica de las máscaras, el comienzo del verdadero diálogo. También es la invención del propio rostro».

     Nos enseñaron que debemos hablar cuando nuestras palabras sean tan dulces como el silencio. Quiere decir que cuando hablo lo que digo debe tener tanto significado como a veces tiene el silencio (puede expresar tanto en ciertos momentos entre enamorados, puede ser tan terrible en medio de una discusión furiosa, puede...).

     Puesta a enumerar consejos de esta laya, anoto también el que sugiere que no es sólo cuestión de tener cosas que decir, sino decirlas lo mejor posible, y lo que enseña la Torá: Dios nos puso dos orejas y una sola boca para escuchar más y hablar menos, y cuando hablamos, nuestras palabras siempre tienen que ser más importantes que el silencio.

     ¿Entendemos las preguntas y respuestas?

     Todas estas citas y recuentos están ligadas al aspecto de la comunicación. ¿Por qué aludo precisamente al valor del silencio. ¿Eran menos desarrollados que nosotros, parlantes, aquellos hombres primitivos que apenas se conducían con sonidos guturales? ¿O sus vidas también estaban rodeadas de «signos», sólo que dentro de otras pruebas?

     Cuando Juan Jacobo Rousseau expuso su plan de reforma del individuo por la educación y de la sociedad por la política, quizás no previó en qué terreno tan propicio iría a desembocar, aunque posteriormente y hasta hoy se haya hecho acreedor de las más acervas críticas. Decía él que el hombre primitivo vivía feliz e inocente y que la ciencia sólo le ha proporcionado satisfacciones sensuales, ha estimulado el egoísmo y ha organizado la explotación social (Discurso sobre las ciencias y las artes). Posteriormente, en el Discurso sobre la desigualdad humana, estableció una oposición radical entre cultura y naturaleza. El retorno a la naturaleza no significa para Rousseau retorno al estado salvaje de la humanidad sino la restauración de la espontaneidad y de la integridad de las fuerzas espirituales. Liberar al hombre y a la sociedad de cuanto hay de artificioso, de superfluo, de mecánico para que la interioridad triunfe sobre la exterioridad, el sentimiento sobre la inteligencia, la conciencia sobre la ciencia. Sólo así se vence el amor propio y se ama al yo profundo, a la humanidad que está en cada uno de nosotros, por encima de todas las desigualdades, se ama la libertad, a la que ningún hombre puede renunciar y de la que no debe ser privado.

     Numerosos filósofos y educadores embanderaron estas ideas y pocas veces se deslizaron fuera del reino de la utopía. Hoy, habiendo superado teóricamente la concepción platónica del alma, seguimos en ayunas sobre muchísimos elementos de su modo de operan. El cuerpo, que la contiene, rechaza pragmáticamente su existencia y tendemos a encasillar todos los desajustes en ese comando formidable que es el cerebro, y del que tanto ignoramos.

     Preguntamos por un lado, respondemos por otro, nos aferramos a señas vagas para luchar contra la incomprensión. Un diálogo de sordos define nuestras costumbres mientras nos aturden contándonos maravillas sobre los sentidos, y sobre el tercer ojo, cuando no sabemos ver más allá de nuestras narices.

     Aunados, ciencia, religión, política, todo el cosmos cultural de nuestro siglo, en la era de las comunicaciones, no han conseguido explicar concretamente cuál es la historia clave de los desencuentros humanos.


 

HISTORIA DE UN ROBO

     Honorio es un niño casi como todos. Trabaja en la calle. Ahora, que tiene 12 años, está un poco cansado. No recuerda cuáles han sido los múltiples mandados que le impuso la vida, un día como canillita, otro, como lustrabotas... Alguna vez también lo obligaron a pedir limosna. Ni se da cuenta de lo que le pasa, acepta su destino.

     Por lo tanto (sólo nos preocupa e interesa lo que conocemos) no se hace más preguntas de las estrictamente indispensables. Pasa por alto el problema mundial del narcotráfico, la mortal enfermedad de SIDA para laque, igual que ocurre con el cáncer, aparecen remedios nuevos cada día mientras la gente continúa muriéndose.

     Menos aún le interesan las luchas internas de los partidos políticos paraguayos y ciertos vocablos muy en boga, como bestialidad o fascismo. ¿Corrupción? Cada vez que escucha esa palabra le suena al trabalenguas de la escuela y nada más. Repite su erre con erre carreta y se queda pensando... Ni le viene ni le va que el pasaje en tranvía cueste 80 guaraníes, total, no se subirá. Y que el pan con bromato sea tóxico... es casi lo único que puede comer.

     Nunca podrá juntar, por ahora, los 6.300 para el pantalón, 6.390 para el mocasín, 4.600 para la camisa y 4.690 guaraníes para el guardapolvo. Su uniforme escolar... El mejor se imagina vestido de soldado, peleando en alguna guerra parecida a ésa que ve en la tele del bar.

     La lente no puede captar todo lo que a Pedrito le resulta indiferente. Puede, sí, describir sus ojos agrandados ante los primeros anuncios de carnaval. Ya vendrán diligentes obreros a colocar luces de colores, y una noche cualquiera su calle, la de todas las tardes al acecho de monedas salvadoras, se vestirá de música. Hadas, reinas y princesas enmascaradas desfilarán en carrozas semi auténticas, y bailarán las comparsas siguiendo el ritmo de los tambores.

     Honorio ayudará a todos. Será su ocasión de jugar gratis. La ciudad entera se convertirá en el tren eléctrico que nunca tuvo, y algún payaso despistado le contará con su mejor carcajada que mañana es otro día. Como siempre, el disfraz será guardado prolijamente hasta que llegue otra oportunidad de lucirlo.

     Esos ojazos, los de Honorio, le mostrarán al payaso su pregunta obstinada: ¿Y si todo fuera mentira? Es pequeño, no sabe tantas cosas, mas de repente, algo comienza a preocuparle. ¿Cuándo fue, que de golpe y porrazo le robaron su infancia?


 

ADIVINANZA

     Con justa razón varias personas se han apresurado recientemente a aclarar casos de homonimia. Tener el mismo nombre que un ladrón moviliza la zona más reprimida del subconsciente: el miedo de provocar rechazo en los demás.

     Basta que la fábrica de rumores comience a funcionar, y que justo, justo, un grupo de compañeros de trabajo no haya leído la aclaración publicada en los periódicos, para que el mote de delincuente nada común se le adjudique al homónimo y circule como reguero de pólvora.

     El peligro despide su olor peculiar. La pólvora puede ser únicamente sinónimo de muerte, pero las asociaciones que se crean con las palabras peligro y temor, son infinitas: se disparan simplemente de ese hecho fortuito de la coincidencia de nombres de personas cuyas actividades son diametralmente opuestas. A partir de aquí la memoria inicia un proceso de pugna incontrolable entre recuerdo y olvido.

     Emociones y sentimientos que parecían apagados nos sacuden. La indiferencia y la comodidad ceden paso a la necesidad de pensar, de expresarse y de actuar. Los fantasmas odiosos reviven con las listas de soplones que día a día se dan a conocer, con la comprobación de una escuela de tortura que ha habilitado para la práctica a muchos de nuestros conciudadanos, con la constatación del número de personas que en el Paraguay han sido apresadas por las razones más baladíes -la mayoría de las veces solamente para preservar la seguridad del señor feudal y sus acólitos-, y, lo que es peor, con las pruebas contundentes de paraguayos que han desaparecido del mapa por haber luchado contra un gobierno corrupto y sanguinario.

     Nos marca el ejercicio ininterrumpido de falta de respeto y de solidaridad hacia el prójimo: no [50]compartir su dolor, no hacer nada para socorrerlo, es como un escupitajo hacia uno mismo. Lo anormal se ve como normal, y viceversa. Lo malo se tolera, se deja pasar, se acepta, y, por último, confundidos principios, valores y hasta elementales normas de convivencia, inclusive se aplaude.

     ¿Es posible que necesitemos tener un enfermo de cáncer en la familia, para comprender por fin la gravedad de este problema? ¿Esperaremos que nuestros hijos sean sacados de la circulación humana, debido a su idealismo, para defender la obligación que tenemos de ser libres? ¿Tienen que encarcelarnos a cada uno de nosotros, para que así, a patadas y a tortura limpia, aprendamos a no avalar con nuestro silencio los hechos delictivos más indignos?

     Los tiranos y el sistema que ellos representan, han destruido a miles de compatriotas y son también responsables del desastre ecológico que puede sobrevenir. No hace falta que reitere la inmensa cantidad de negociados que se han realizado usando y abusando de nuestra pródiga naturaleza.

     Todo esto es poco. La culpa más horrible es la de haberse constituido en amos de la muerte. Han asesinado a muchos en cuerpo y alma, y han aniquilado las conciencias. Han matado en dos generaciones la oportunidad de soñar y de hacer el bien sin mirar a quién. Como los ladrones que entran a las casas con el material que deja dormidos a los habitantes para proceder al desvalijamiento, nos han anestesiado. Han impedido que reaccionáramos con legítima ira, que asumiéramos la defensa de los desvalidos y de los prisioneros.

     Perdonar es divino. Hay que perdonar. Mas el perdón no siempre excluye castigos ejemplares. Debemos ser bondadosos, generosos, pero no estúpidos.

     Supongamos que un feroz tigre se ha comido a veinticinco animalitos. Lo encerraremos para posibilitar la supervivencia de los demás animales que todavía están vivos. Si con ferocidad el tigre se ensaña y sigue devorando manos y pies de los que se acercan a su jaula, tendremos que apartarlo definitivamente del lugar. Si transcurrido el tiempo, ya viejecito y sin aliento, el tigre tantea el regreso, seguido de cerca de muchos tigrecitos con sus mismos instintos y ya entrenados con similares mañas y recursos de fuerza... ¿cuál será la actitud de los otros animales? ¿Defensiva o agresiva?

     El miedo y el peligro son los dos signos que impulsan, en reflejo condicionado, al movimiento de ataque. Cuentan que los humanos, en otras épocas, eran mucho más inteligentes y astutos que los animales, y que sabían protegerse sin disparar una sola flecha...


 

ATENTI, FUNCIONARIOS PÚBLICOS

     Una disposición del Poder Ejecutivo prohibió a los funcionarios públicos participar en actos proselitistas en horas de trabajo. Revisemos los probables casos que se presentarán:

     Si es que es el tío del amigo de la vecina el que nos consiguió el carguito, será nuestro deber retribuirle tan amable atención -sobre todo teniendo en cuenta que éramos carpinteros y de la noche a la mañana nos convertimos en jefes de computación de la sección Registros y Afines-. A hacer hurras, entonces, a como dé lugar.

     ¿Cómo justificar la ausencia en el puesto de trabajo? Las opciones son variadas:

     "Estuve con permiso.

     "Fue mi día libre.

     "Llovió y no hubo colectivo.

     "Usufructué mis vacaciones.

     "Se clausuró la ruta.

     "Mi abuela se murió.

     "Se pinchó la rueda de mi auto.

     "El bebé tuvo diarrea.

     "Mi vecino me pidió un favor y no pude llegar a hora.

     "Nde, ocurrió un accidente de tránsito horrible. No hubo agua y no podía venir sucio.

     "Demasiado me dolía la muela.

     "Se me rompió la llave de la puerta en la cerradura, y no pude salir de casa.

     "Por último, el curandero correligionario y coimero puede proveer un certificado en el que conste la grave dolencia que nos aquejó durante tres días (porque los dos posteriores a la asamblea del partido fueron destinados a espantar la resaca).

     Si es que la participación política debe explicitarse sí o sí en el mismo sitio de trabajo -léase en el Ministerio, en ANDE, Antelco, Corposana, IBR, etc.-, las excusas ante quien intente controlarnos, aunque sea solapadamente, deben ser:

     "Ellos me pasaron nomás este papelito.

     "Yo no sabía nada luego.

     "Fue una reunión de evaluación nomás.

     "Pero si solamente estamos programando las nuevas actividades.

     "Si me fui al baño... qué mitin.

     "Estábamos hablando del último partido de fútbol nomás.

     "Esos eran unos(1) técnicos extranjeros que nos dieron instrucciones para poder mejorar el servicio al público.

     "Ahí anotamos solamente lo que se necesita para la matula de la excursión.

     "Nos reunimos para juntar la plata para comprar la lotería.

     "Ese señor co era mi cobrador.

     "¿Esas chicas que tenían un plano en su mano? Nooo, si esas son mis primas que vinieron recién de la Argentina.

     Y la lista podría ir hasta el infinito. Ahora, la pregunta fundamental en este caso es: ¿Quién controlará a quién? Pero hay otra: ¿Quién delatará a quién?


 

BUENOS EJEMPLOS

     El estudiante escucha la frase y es como si mil hormigas salvajes le recorrieran el cuerpo. Debes imitar los buenos actos. ¡La moralina de siempre! ¡Consejos y más consejos, los viejos no tienen nada mejor para entretenerse! Un natural movimiento de rebeldía lo aturde. ¿Por qué miserable razón no me dejan descubrir el mundo por mis propios medios?

     Y hacia allá corre algo desordenadamente con su lanza imaginaria, acosado por la energía desbordante de la juventud. Todo le pertenece. Quedan tirados en el camino cinco o seis «momias idiotas» que osaron desafiarle. Fragante omnipotencia le circunda, pequeño dios, oficiante de los milagros más absurdos.

     Vale la pena alquilar balcones para ver tamaña expresión sorprendida cuando él advierte [54]cuán injustos son los que se niegan a aceptar calladamente sus caprichos. Nadie más inocente y virtuoso. ¿Cómo no sentir ternura? Así, malherido, cuando regresa de una batalla terrible, parece verdaderamente indefenso.

     Pero apenas se recupera, prepara nuevos dardos, carga en los hombros esa pizca de desprecio que le queda tan graciosa, y decide seguir aprendiendo las cosas por su cuenta. Se golpea la cabeza contra la pared, una y otra vez.

     Algunos nunca escarmientan. Se exponen para ser crucificados sencillamente porque no les gusta ser-parte-del-rebaño. Y aunque los caminos conocidos conduzcan a Roma, buscan precisamente el que no desemboca en ninguna parte.

     ¡Qué obstinación! Vamos por aquí. «No, voy solita hacia allá». Pero si el trecho se hace más largo. «No me importa, soy original. ¡Pasarás hambre! «Reconocerán mi valor». «¡Tendrás frío!» «Lo soportaré».

     Ningún sermón, por más hermosas y alentadoras que sean las palabras, podrá reemplazar al ejemplo vivo de una conducta que integre armoniosamente salud, cultura, trabajo, afectividad desarrollada.

     ¿Por qué, entonces, tendemos a imitar los malos hábitos, cosas que ya sabemos han destrozado muchas vidas? ¿Para probarnos a nosotros mismos? ¿Por un exceso de confianza, o al revés? Nadie dará hoy una sola explicación a esta tendencia que tiene el hombre de distinguirse de los demás y destruirse al mismo tiempo.


 

CENSURA, QUE TE CENSUREN

     La tarde se muere, los alumnos salen del colegio y el hígado comienza a doler. Cuando llega la noche la dictadura de la fealdad se hace más patética. Un espejo de sombras se alimenta de la ansiedad y las tensiones que fueron acumulando durante el día los que allí se miraron.

     Es la hora propicia para la murmuración. Son más evidentes nuestros vicios y defectos. Los reproches tienen el camino abierto. Quien quiera puede desaprobar las conductas ajenas. Todo está en su sitio porque casi nada existe de verdad.

     Es el tiempo de la censura, que a veces se confunde con la crítica. Nada que ver. La censura es tuerta.

     Pero aquellos a los que condenaron, tienen hoy sus nombres escritos con letras de molde.

     La alegría y el humor tienen una cárcel dorada cuando reina la censura. Todo está guardado. Se habla en sentido figurado. La invasión de metáforas abruma y los osados justifican el silencio y la pasividad aduciendo que el escándalo es pueril frente a la verdadera rebeldía.

     Les cambiamos los nombres a las cosas. En vez de decir no, a secas, tartamudeamos pue-de-ser. Y si por casualidad nos dicen que nada está prohibido, que sólo se prohíbe prohibir, sentimos una loca nostalgia de la censura.

     Añoramos los límites. Necesitamos que alguien nos cuente qué tenemos que hacer con los pulmones libres. Extrañamos el pasado, la contención, la decencia. Reconocemos que respirábamos con horror, que vivíamos mal, que todo nos oprimía, que estábamos desganados, que no teníamos iniciativa, pero un atisbo de prurito moralista nos tiende la trampa: «Sí -susurramos tímidamente-, todo era mortecino, nos faltaban tantas cosas, pero no veíamos los gestos horribles que hoy nos amenazan».

     Es la definición de «horrible» la que nos turba. Aparecen los impulsos sofocados, la discusión y el desacuerdo se legalizan, la sociedad está viva, pero hay algo que suena fuera de compás.

     ¿Cómo admitir la muerte de las normas? Ellas, que todo lo ordenaban, que simplificaban nuestras acciones, que moderaban nuestra conducta, que facilitaban nuestro desplazamiento...

     Sin pautas orientadoras todo el mundo hace lo que se le da la gana. Y se supone que entonces el terreno es fértil para las insinuaciones, la malevolencia, la pérdida de las buenas maneras. Algo o alguien, desde el fondo oculto del escenario, tiene que seguir rigiendo nuestros actos, porque así ha sido siempre. «Y no es conformismo -opinan los eruditos-, es aceptación del Poder, de la necesidad de gobierno, y de todos modos, la sociedad tiene una respuesta elástica y flexible para lo que la ofende y la hiere».

     ¿Y para aquello que intenta destruirla? Más acá de las leyes o los preceptos, a veces hay que aplaudir como autómatas lo que no merece sino repulsa. Es el precio. Hay que adaptarse. La subsistencia obliga a esta servidumbre.

     ¡La vida no es una linda palabrita casi abstracta en los textos de grandes eruditos! Esta arveja y este pequeño botón forman parte del alimento y la camisa indispensables. Y también son imprescindibles el aire, la luz, la posibilidad permanente de decir no o sí, individual o colectivamente, a un sacerdote, a un jefe de la oficina, a una maestra, a un director de teatro, al dueño de un periódico, al líder de un partido y hasta a la propia madre.

     Si ella y sus antecesores aceptan que la mentira, la lujuria, los gestos soeces, la corrupción, la inflexibilidad, tienen consecuencias nefastas, veremos los hechos con una óptica similar. Quizás hasta podamos curarnos, aunque no logremos una salud perfecta.

     Entonces, espontáneamente, como hacen algunos animales con las pulgas, empezaremos a desembarazarnos de la censura. No tendremos urgencia en tirar las colillas que fuimos acumulando. Y las metáforas estarán condenadas a soportar interminablemente la furia de los verborrágicos.


 

CORECO Y OTROS JUEGOS

     Música porque sí, música vana/ como la vana música del grillo... Los versos de Conrado Nalé Roxlo me acercan al juego, esa actividad que los adultos miramos a veces despectivamente, excepto cuando se trata de la práctica metódica de algún deporte.

     Recuerdo una clasificación, y no sé si ya estará vieja: Ejercicio (trompo, bolita, yo-yo), símbolo (escuela, muñeca, doctor, almacén), regla (tuka'e, arroz con leche, estatua, pasará-pasará), construcción (trenes de carreteles, etc.).

     Con qué placer, con qué gracia los hemos abordado desplegando gran energía psíquica en los planos intelectuales y afectivos. Hemos creado nuestras propias leyes de juego y a través de ellas encaramos mil temas ligados a nuestro ámbito cotidiano: eran los entretenimientos de funciones especiales, sociales, familiares, imitativas.

     Nuestros hijos retoman hoy algunos juegos tradicionales, inventan otros influenciados por sus nuevos intereses y los de sus grupos. Entre los más chiquitos todavía juegan «Pobre gatito»: están sentados y uno es el pobre gatito. Maúlla frente a un jugador, hace muecas, cambia de expresión, incita a sonreír. El jugador debe dar una palmada sobre la cabeza del gatito y decir tres veces «Pobre gatito», sin sonreír. Si lo hace, pasa a ser el nuevo gatito. Parece muy simple. Sin embargo, ellos gozan y agregan cláusulas, sus propios ingredientes.

     Salen de un pasatiempo para entrar en otros: el rompecabezas, el ludo, el ajedrez, el cine mudo, la campanita, el perro y el hueso, el coreco, la búsqueda del tesoro y tantos más. «Qué fastidio, cómo gritan, ya no sé cómo hacer para sosegarlos», dice la abuela despistada y otra más informada le replica: «Son sanos, y lo que hacen es también símbolo de inteligencia, no sólo se divierten».

     ¿No sólo se divierten? Exacto. Ya ha pasado mucho tiempo desde que los métodos educacionales incorporaron el juego como precioso vehículo del aprendizaje. Pero más allá de un fin utilitario, resplandece su poder de comunicación, algo que la gente grande, todos, echamos en falta cada día más, como la planta en el desierto necesita agua.


 

DOS GRUPOS DE EXTRAÑOS SERES

     Había una vez en un lejano país dos grupos de extraños seres. Ellas se llamaban mujeres y se dedicaban a leer historias denominadas del corazón. Generalmente, éstas eran escritas por el otro grupo -cuyos integrantes eran conocidos como hombres, y se ocupaban principalmente de un ritual llamado fútbol.

     Dadivosos, impulsaban a sus contrincantes a compartir con ellos su manía: la de mirar, entre miles, cómo corren detrás de un objeto redondo unos pocos congéneres suyos.

     La vida transcurría plácida y feliz. Todos conocían las reglas de juego. Sabían que un cuento de amor, que se podía ver en una caja cuadrada luminosa o se podía leer en un librito o en una revista con fotografías, debía empezar con dificultades, continuar con tristeza y terminar con alegría. Advertían que el domingo o una noche de la semana debían dirigirse hacia una gran manzana con graderías, sentarse allí y gritar mientras en el centro varios «elegidos» competían por alcanzar la bola e introducirla en un sitio específico.

     La paz era un hecho diario. Era tanta, que a veces resultaba hasta monótona. Así que los miembros de esta secta comenzaron a asistir a la peluquería, a cocinar, a jugar a las cartas, a bailar, a dormir y hasta a trabajar y estudiar. Se organizaron bien y distribuyeron las actividades. Lo hicieron de una manera muy sencilla e irresponsablemente lúcida.

     Trajeron una torta y la cortaron en pedazotes, pedazos y pedacitos. Los más rápidos se quedaron con las porciones grandes, los astutos con las medianas, los cómodos con las pequeñas y... los tontos se sentaron a mirar melancólicamente desde la vereda de enfrente.

     Pero un día la torta se acabó y los rápidos se desesperaron, los astutos se preocuparon, los cómodos se quejaron y los tontos se violentaron porque antes por lo menos les regalaban las migajas.

     Entonces el sol comenzó a brillar menos. Faltó un papelito con el que se podía comprar todo lo apetecible. La cara larga se institucionalizó. El miedo se convirtió en un nuevo órgano dentro del estómago.

     Y estos extraños seres tuvieron que mudarse a otro país. Hasta hoy nadie sabe en qué región geográfica se hallan asentados. Sin colorín colorado, este cuento tiene sujeto su final a la imaginación de los futbolistas y los usureros.


 

EL AZAR, LA VIDA Y LA MUERTE

     Hace una semana un amigo, refiriéndose al entierro de una persona, un poco distraídamente me dijo: «Fueron a entregar el cuerpo». E inmediatamente se corrigió: «A enterrar». Notó que se trataba de un error involuntario, de esos que nos hacen pensar en que la lengua moviéndose dentro de la boca a veces se va para otro lado, y nos trabamos o tartamudeamos sin relacionar el hecho con cosas que operan más allá de lo puramente verbal.

     Probablemente cuando él me dijo «entregar» el cuerpo, estaba sintiendo esa condición de préstamo implícita en determinadas culturas, con respecto a la vida. ¿Nos prestan por un rato, un tiempo arbitrario, a la existencia terrena? Y luego, ¿devuelven nuestra vida cumplido su cielo de desarrollo y su finalidad histórica?

     El misterio de la creación y de la evolución humana. Olores, aromas, el monaguillo recorriendo el pasillo central e invadiendo el recinto con el humo del incienso. Desde lejos, algún sacerdote recitaba: «Esta vida no nos pertenece, es de Dios». ¡Cuán espantada buscaba entonces, antes, al dueño inexorable de mi vida! Mientras, las maestras me repetían en la escuela que el valor de la misma se mide por el cuidado de la salud...

     Prácticos y metafísicos son los peatones suicidas.

     Un nuevo juego de la muerte se practica en las carreteras. La apuesta es la misma vida: dos personas se vendan los ojos y se sitúan en curvas. Gana el que más tiempo aguanta en el centro de la calzada. Es algo parecido al juego de los conductores suicidas que sembraron el terror en las autopistas: cronometraban cuánto tiempo resistían dos conductores circulando a gran velocidad por dirección prohibida.

     Muchos se estarán preguntando qué sucede con los que nada saben del tema, circulan por ahí y repentinamente se ven involucrados en el juego mortal. Sí, pueden morir o matar, con toda la inocencia del caso. Pero el azar tiene la misma incidencia en este caso para los provocadores de la muerte y para aquellos a quienes les llega imprevistamente...

     Sin embargo, hay maneras y maneras de burlarle a la muerte. La más segura: encerrarse en una pieza oscura sin saber lo que pasa fuera de ella.

     ¿Y si viene un huracán que hace volar la habitación, o cae una bomba sobre el techo, o entra un visitante inesperado y agresivo?

     Está el otro caso de los excesos que se pueden evitar (la gula y los vicios en general), todo un camino de santidad... ¿Y si aparece un mal desconocido e incurable?

     Si alguien tiene una explicación concreta y sencilla, incuestionable, hermosa y pura de tan lógica, y el tiempo libre para dedicarse a estas pavaditas espirituales... lo espero, a ver si podemos inaugurar un emocionante juego con apuestas.

     A propósito, un poema náhuatl dice: «¡Hemos sido prestados el uno al otro por tan poco tiempo!»


 

EL CARRETILLERO

     Todo comenzó un día cualquiera sitiado por la desesperanza. Anastasio Pereira, como otros excombatientes, había agotado sus recursos intentando conseguir alguna ocupación, por más humilde e insalubre que fuera.

     Viejo pero muy lúdico, él era inteligente, sabía leer y escribir. ¿A quién sino a su «compí» de siempre, a Barreto, se le iba a ocurrir semejante idea? «La única solución es que vengas conmigo al mercado, ya estamos censados, ya nos respetan, ya somos cerca de mil».

     «Pero -dijo tímidamente Pereira- ¿te parece pío que es con mi fuerza bruta que yo puedo hacer todavía algo por mi gente, por mi país? «No importa -replicó Barrero-, en la trinchera no te preocupabas de por qué y para qué estabas allí luchando por tu patria».

     Yo no sé -se entristeció don Anastasio- si acarrear bolsas bajo el sol de la siesta puede ser una contribución para el país. ¿Acaso le voy a defender a alguien así? Para mí, un hombre nunca puede ser comparado con una mula. Yo pienso, yo siento.

     -Tenés fuerza también. Tenés fuerza todavía. Si no podés hacer otra cosa, si ya golpeaste montones de puertas que no se abrieron o se cerraron con violencia contra tu cara, no te vas a quedar en la calle todo el día. Por lo menos no es algo tan humillante como cuidar autos, porque ahí sí, estás parado únicamente, y la gente te da una limosna por conmiseración. Aquí cobrarás lo justo, a cambio de tu trabajo. Y la paga es al instante. Cincuenta, cien que van sumando.

     -Bueno...

     Mientras esperaban el ómnibus, don Anastasio se preguntaba si ésa no era una claudicación. ¿Puede un hombre culto -se decía- ser carretillero? ¡Él había leído libros!

     Y con la carretilla, empuñó sus mangos con rabia. Se resistió un poco... Para él esto significaba convertirse en el buey de la carreta. Pero, como suele suceder, don Anastasio se fue acostumbrando, y llegó a sentirse parte de ese mundo donde las arrobas se determinan «a ojo» y los olores marean al principio hasta que ya uno mismo los busca, se vuelven casi necesarios.

     La changa cotidiana, hecha de sudores, le fue endureciendo los delicados músculos. Aprendió a gritar y hasta a atropellar todo lo que encontraba enfrente, acuciado por el ritmo de ese trajín, contagiado, en fin, de la brusquedad imperante en ese laberinto de gente y mercancía.

     Nada lo detenía. Ni el frío en las madrugadas de julio.

     A veces, exhausto, convertía su ganapán en cama e intentaba dormir. Pero siempre soñaba que transportaba cajones y cajones perseguido por una música endiablada, cada vez más rápido, derribando a su paso a miles de soldados.

     No transcurrió mucho tiempo para que Anastasio Pereira descubriera la trampa: ésta también era una guerra. Aquí no había sargentos, tenientes, capitanes, comandantes... Aquí había gente igual que él, gente sin rótulos, gente peleando para salvar el día.


 

EL CASAMIENTO

     Entre impaciente y curiosa, la gente espera la entrada triunfal. Todos se hallan ataviados con sus mejores galas: las niñas, cintas en el pelo, y las madres sobre tacones finos. Algunas personas tienen el regalo en los brazos (populares o no, las bodas tienen tanta relación con esa ofrenda solidaria que contribuye a la instalación del nuevo hogar).

     Tan-tan-ta-tan... Del brazo de su padrino, ella, de largo, de blanco, de tules, sonrisa tensa, ingresa lentamente a la iglesia del Salesianito por el pasillo central. Todos nos paramos a admirarla.

     Un casamiento sigue siendo «la fiesta» especial. El momento de soñar con el que tendremos o el de deplorar agnósticamente su invalidez como contrato público.

     ¡El casamiento! De él nos han hablado nuestras abuelas y nuestros padres nos han mostrado lo que es. Lo hemos visto en las películas, leído en las novelas, nos ha atrapado su versión en el teatro, y quizás hasta hemos sido capaces de entrar en ese círculo.

     Así, tan emocionante como es la ceremonia, el cucharón y la cocina al día siguiente se encargan de explicitar cuál es la realidad. Y un tiempo después los pañales, las tentaciones del entorno, muestran el riesgo terrible que significa paralelamente a la oportunidad única de estar contentos entre dos.

     Se lo relaciona con el amor. Esta conjunción efectivamente en la mayoría de los casos se da, en términos convencionales o no y partiendo de las diferentes concepciones que los hombres tenemos del antiguo tema erótico.

     Viejo es el dicho de que los que están adentro quieren salir y los que están afuera quieren entrar. Todos los días se repiten anécdotas, algunas más que grotescas, sobre el mismo asunto. Valgan sólo dos ejemplos chistosos: Un poeta estableció en su testamento, que, al morir, todos sus bienes pasasen a su esposa con la condición de que se volviera a casar inmediatamente, «para que por lo menos haya un hombre que deplore mi muerte». «Dos amigos conversan, uno dice que lo mejor de los domingos es la siesta, el otro le contesta que cómo es eso, si él nunca duerme la siesta, a lo que le responde: «Yo no, pero mi esposa sí».

     Ironías sobre la cuestión están interminablemente anotadas, y en el humor relativo gira una extraña amargura. Como si no se hubiera podido encontrar el acuerdo que dé satisfacciones y descarte ansiedades y preguntas a las que siempre se les cambian las respuestas.

     ¿Por qué llevan a tantas crisis inexplicables la mayoría de las relaciones entre un hombre y una mujer? Otro ejemplo muy simple y casi tonto: Irving le dice a Kathy: «¿Qué hiciste en las últimas seis semanas?». «Si te digo que salí con otro, ¿te enojarías? ¿O me felicitarías por mi honestidad? ¿O me encontrarías atractiva porque otro hombre se fijó en mí?» La siguiente tira muestra a los dos mirando hacia adelante inexpresivamente mientras ella dice: «Odio los silencios acusadores».

     También se podría hablar de teorías e insistir con que el amor tiene por fundamento un instinto dirigido a la reproducción de la especie y nada más. Pero con qué tenacidad desde que nacimos nos dijeron que lo más importante es el amor. Por eso como locos desatinados nos lanzamos a buscarlo. Y etcétera. ¿Cuánta gente repite como un estribillo: «siempre/ nunca?»

     La escritora Carmen Martín Gaite dice: «Es curioso comprobar cómo hoy, que se tacha de anticuada la fidelidad y que la capacidad de preferir, de aguantar y de apostar por una carta elegida deliberadamente son negocios desprestigiadísimos, se añoren, sin embargo, las raíces resultantes de tal tesón. En el fondo, no es cuestión de instituciones, ni de títulos, ni de modas. Partiendo de la base de que cualquier relación, por breve que sea, si es humana y no maquinal ha de crear conflictos y ataduras, es claro que el que no se comprometa y viva escurriendo perpetuamente el bulto ni recibirá nada ni dejará raíces en nadie, y para eso más le valdría vivir solo y aceptar la soledad sin más sucedáneos, hacerle cara en serio de una vez. Que no es tan fácil. O se asumen las ataduras o se asume la soledad. No creo que haya más alternativas».

     Liz Taylor (no se fijen en que ella se ha casado tantas veces y nunca le resultó beneficiosa la empresa), con cincuenta años cumplidos, acaba de recibir un homenaje muy especial. Se ha dado su nombre a una nueva receta de cocina: Pollo a la Elizabeth Taylor, una creación de Nick Grippo. Esta es la receta, que ojalá les sirva en sus primeros entrenamientos de esposas: filetes de pechuga de pollo sin huesos, rellenos de queso gruyere cocinados en una salsa de vino blanco, ajos, cebollas verdes, mantequilla y aceite de oliva. ¡Suerte!


 

EL GRAN TEATRO DE LA CALLE

     El viernes pasado a las 18:45 frente a una conocida tienda de la calle Palma, la gente se aglomeró. Hay espectáculos que son gratuitos, y la vía pública enseña cada cosa.

     En un automóvil venía una pareja. Repentinamente una mujer se puso delante del vehículo y así detuvo su marcha. Gritó, contó su historia, acusó al hombre de traicionarla. Dijo que era su marido. El vehículo aceleró un poquito, ella se tiró al suelo como si hubiera sido atropellada, se levantó, siguió el show. Se movió, intentó introducir la mano por la ventanilla y los dedos quedaron atrapados al levantarse el vidrio, porque el hombre quiso protegerse de esta manera. Intervino la policía, y ambos, la mujer y su defensor, se sentaron en la parte posterior del coche, alejándose del lugar en medio de silbidos y comentarios de los espectadores. Algunos hasta aplaudieron.

     ¿Por qué lo hicieron? Improvisados moralistas, con su pulla también castigaban la supuesta deslealtad del hombre que se atrevía a estar con otra mujer. Y premiaban la valentía de su dueña. En virtud de un documento que une en matrimonio a dos personas, parece ser que éstas pasan a pertenecerse una a la otra, igual que una cacerola es objeto de uso privado del ama de casa y su cocinera.

     En improvisado debate dos grupos en pugna adujeron que el varón probablemente nunca más miraría a su mujer, o que la situación creada le serviría de escarmiento ejemplar para observar en el futuro la conducta adecuada. Bien: la mala mujer era la preciosa jovencita asustada que acompañaba al hombre-esclavo. La gritona estaba en su derecho a propiciar escándalos, no era como otras que se callaban o apenas sugerían en la intimidad de sus hogares cuáles eran las circunstancias negativas de su vida conyugal. ¿Y si la otra era una compañera de universidad del hombre, su secretaria, una amiga de infancia, socia de trabajo? ¿La habían humillado en vano? Cada uno blandió sus conjeturas: juzgó, condenó, perdonó.

     Un anciano de expresión afable se acercó a las vendedoras de chipa y les contó que en el difícil y cotidiano ejercicio de soportarse(2) a uno mismo también hay que aprender a aguantar a los otros artistas del circo. 

2      [«Sorportarse» en el original (N. del. E.)] 
 


EL INVENTO: ¿MILAGRO O TESÓN?

     Benjamín Franklin inventó el pararrayos. Gutenberg inventó la imprenta hacia 1436. Fulanito inventó... Los primeros libros escolares nos hacían repetir mecánicamente una serie de nombres de gente genial que había creado cosas importantes, generando el desarrollo de la humanidad en diversas áreas.

     Cuando el entendimiento fue envolviéndonos con sus cláusulas y símbolos, supimos agregar: ¡Inventé un juego, vení que te cuento y te muestro!

     También era habitual que, siendo más chicos, le dijéramos a mamá o a la niñera que estábamos cansados de Caperucita y Cenicienta: «Invéntame una historia, saca un cuento de tu cabeza».

     Entré inesperadamente al denso territorio de las invenciones al leer hace poco que se realizaban planes para crear una asociación de inventores. Puesta a analizar el hecho con regocijo, y retornando de alguna manera a una época menos prejuiciosa, la de la infancia, a la que me refería, pensé: ¿Inventores acá, en el Paraguay? ¿Inventores de verdad? ¿Señores con líquidos mágicos, aparatitos extraños, ojos alucinados, manos extrañas? ¿Gente capaz de descubrir algo nuevo, diferente, nunca visto? Precisamente la palabra inventar viene del latín invenire, encontrar. ¿Pero uno encuentra milagrosamente o a través de múltiples, tenaces búsquedas, derrotas e inicios de nuevas pruebas, cotejos de alternativas y voluntad invencible?

     Entre los sinónimos figuran: fabricar, forjar, fraguar, hallar. Y no se excluyen los sinónimos idear e imaginar, cuando se trata de crear por medio de la imaginación. Pero el diccionario es demasiado frío al lado del hecho concreto. Porque podemos imaginar tanto, sin aportar nada. La imaginación en su gracioso o tremendo desplazamiento puede llevarnos hasta cielos desconocidos... aunque si queremos darle al invento un carácter de realidad, no basta. Conozco a personas que tienen ideas verdaderamente innovadoras, sus planes son inagotables, pero jamás los concretan. Lo que fuera, un bordado, una comida, un papel garabateado.

     Entretanto, muchos de los que se consideran inventores, están en la casa de la calle Luna, hoy llamada Venezuela. ¿Será por equivocación, esperarán todavía comprensión? Más acá de la rima nada premeditada y sin ánimo de burla, sigo: quizás no exista acto más supremo que el de la creación, cuando explotan energías en desuso, estimuladas precisamente por el afán de seguir soñando en un mundo que con sus «cálculos» nos separa cada día más del río interior en el que navegamos. El primer paso no es difícil: hay que explorarlo, hacerle trampas a su curso, vadearlo, leer el secreto mensaje del agua en el agua. Lo demás, vendrá con la insistencia.

     Quizás no consigamos fabricar un robot que pueda transformar nuestros más recónditos deseos en realidades, pero podremos inventar algo pequeño y esencial que nos ayude en el siempre desconocido camino de la vida.


 

EL CIANURO Y EL ROMANTICISMO

     En una localidad norteamericana hallaron rastros de cianuro en las cañerías conductoras de agua para la población. El pánico se extendió cuando surgieron llamadas telefónicas avisando que otras cañerías también estaban contaminadas con gas nervioso y sulfuro.

     Si se tratara simplemente de la aplicación de un macabro sentido del humor, estos sucesos no serían ejemplificativos del deterioro humano que padecen diferentes sociedades actuales, sean desarrolladas o no.

     Hace poquísimo tiempo también se informaba que en los Estados Unidos de América se vendieron muñecas que al hablar decían: Mata a tu mamá.

     Se podrá alegar que son casos aislados de psicóticos. Pero también es real que todas las conductas individuales reflejan características y tensiones presentes en el entorno general.

     Así, por medio de nuevas artes o filosofías, interpretaciones de la historia o formas de crítica, se produce un fenómeno de contagio: lo que ocurre en un pequeño sector se traslada a las masas.

     La hipótesis de que si unos pocos tienen determinados comportamientos, los imitaremos todos, suena absurda. Pero tales situaciones se relacionan estrechamente con un clima universal cada vez más lapidario de la conciencia humana.

     Cuanto más exploraba la neurosis, más confirmaba la escritora Anaïs Nin que se trata de una forma moderna de romanticismo. La sed de perfección tiene origen similar a la obstinación por vivir lo imaginado. Si ello resulta ilusorio se produce un rechazo de la realidad y la fuerza creadora se convierte en fuerza destructora.

     ¿Qué tienen en común la cañería contaminada y la neurosis como versión del mito del romanticismo? La desolación. Destruimos porque queremos vengarnos de nuestros invisibles enemigos.

     Nadie puede dejar de llorar a gritos cuando aclara que no es víctima de otras personas sino de sí mismo. Los locos del cianuro y quienes grabaron la voz que incita a matar desde el cuerpo de una muñeca siempre hallarán argumentos que justifiquen su ansiedad por exterminar todo signo de vitalidad.


 

ZAPATOS

     Igual que el cepillo de dientes, los zapatos, casi sin que lo percibamos, ocupan un lugar muy importante en nuestra rutina y son más que una respuesta a los imperativos de la civilización.

     Sin lugar a dudas, el zapato es un compañero fiel. Expone nuestra prosperidad o nuestra indigencia. Insinúa matices de nuestro estado de ánimo. ¿Quién no eligió inopinadamente alguna vez unas pantuflas rotosas al levantarse con el pie izquierdo? Se puede prescindir de la corbata, otro signo de nuestro tiempo y hasta de alguna que otra prenda íntima. Pero en el absurdo trajín diario no se puede crecer, andar, correr, saltar, figurar, sin el zapato.

     No es cierto que él es el primer complemento indispensable del vestuario. Qué va. Cualquier cosa que nos coloquemos en el cuerpo será añadidura, apenas remiendo y remedo precario de la base esencial que nos sostiene: el calzado.

     Resumimos el uso de los diversos tipos de calzados, curiosamente, por continentes. El africano mostrará la tendencia al uso de sandalias, el americano al mocasín, el asiático a la bota, el oceánico a los pies desnudos, y el europeo al zapato. Luego de analizar esta especial clasificación, deducimos que los pies descalzos son también una forma de decir algo: una elección por la libertad primigenia. Y que zapato y mocasín no son la misma cosa, pues este último es simplemente una pieza de cuero cortada de tal manera que sirva como suela y cubra al mismo tiempo al pie. Se asegura que la bota y el zapato son ya propios de culturas más elevadas.

     Las sandalias son las cenicientas. Tienen la forma más sencilla y pueden consistir en piezas de hoja o corteza, tejido, cuero o madera, ¡y hasta pueden convertirse en zuecos!

     Generalmente el zapato no tiene nada que ver con Zapata de Mendoza ni con un zapatazo ni con el zapateado, aunque se puede zapatear con él, según explican los psicoanalistas. La zapatilla también es cosa aparte, por su ligereza equiparable solamente a las actitudes de ciertas damas vanidosas.

     Sin embargo, el zapato tiene un origen incierto, probablemente onomatopéyico, y se define como el elemento que cubre el pie hasta el tobillo, con planta de suela o de goma y el resto de piel, paño, fieltro o cuero. J. Selgas, dice: «Así como así, la vida es un tris y hay que tener algo sobre qué caerse muerto, que no hemos de estar siempre como tres en un zapato». Evitemos acomodarnos en un espacio muy reducido y vernos en estrechez o penuria. El mundo y la vida son algo más que un miserable, diminuto calzado. Y eso que en estas lides de vérselas con la tierra, el zapato rima perfectamente con el pie. Aunque haya un callo o un juanete, él se acomodará inexorablemente a su dueño. ¿Cómo no ha de hacerlo, si es su continente?

     Celebérrimas citas confieren un valor didáctico a nuestro tema: Meter en un zapato a alguien (intimidarle o dominarle); no llegarle una persona a otra a su zapato «ser muy inferior a ella en general, o en la cualidad de que se trata»; saber alguien dónde le aprieta el zapato «conocer bien las circunstancias que le rodean, sus problemas y conveniencias y actuar de acuerdo con ellas».

     Históricamente, el propósito de vestir los pies se remonta a la era neolítica. Los arqueólogos han hallado agujas de hueso, hormas de piedra y otras herramientas de dicha época, que se adaptaban muy bien a la fabricación del calzado. Después vinieron los egipcios, los asirios, los fenicios y hebreos, los medos y caldeos. Los griegos sobresalieron con un calzado dependiente del tipo de actividad que desarrollaban y de su condición social.

     El calzado etrusco fue adoptado por los romanos. En la Edad Media comenzaron los ornamentos: elegantes recipientes del pie, en seda bordada. ¡Y se inventó el tacón! En el siglo XVIII empezaron a usarse las botas, para la caza o la equitación. El gusto por la sofisticación se inicia en el 1900, cuando las modas tuvieron mayor influencia en el campo de la zapatería, y cambió la actitud de los consumidores. El estilo llegó a ser el factor más importante de las ventas. Suave y liviano, tosco y durable, cariñoso o torturador, para una sola vez o para todo el año, para la playa y para la fiesta, para la noche y para la madrugada y hasta para la muerte.

     Detengámonos un instante. Pensemos. ¿Qué es lo primero que buscamos al despertarnos? ¿Qué es lo último que nos sacamos? ¿Somos sus prisioneros o el zapato es un sumiso esclavo nuestro? ¿Quién gasta a quién? Todo lo que nos pongamos para lucir o para proteger nuestros pies indica -en su forma, en su color, en su tiempo-, lo que la parte superior del organismo se esfuerza en disimular. De la misma manera que las manos tienen su peculiar lenguaje para contar lo que su dueño ha hecho y hace, el zapato, ocultador del que mueve el cuerpo hacia la nada o hacia una parte del todo, dice cosas. Aún cuando se lo procura disfrazar con el betún. Aún cuando tiene señales de barro. Inclusive cuando lo hemos abandonado durante un largo tiempo para ensayar otra fórmula, otro trabajo, otra relación, otro mundo.


 

EL RONQUIDO, ESA PEQUEÑEZ

     Nos hemos acostumbrado a oír sin inmutarnos sonidos y ruidos que nos acechan.

     Algunos no nos molestan demasiado, pero existen casos graves. Por ejemplo, una señora abandonó a su marido porque no toleraba el ñan ñan que hacía al masticar la comida. Un adolescente tuvo que ir al psiquiatra porque le martirizaba el murmullo del silencio y tenía que borrarlo escuchando música permanentemente.

     El ronquido encaja perfectamente en el marco de los fragores sin ninguna armonía, aunque parece ser que hay gente a la que adormece y lo necesita de barullo de fondo, como ese susurro bisbiseante típico para hacer dormir a los niños.

     Pero en la generalidad de los casos hay un roncador y una persona que sufre a causa de ello. ¿Que este acto es incontrolable? No tanto. Los fumadores a la fuerza tienen que roncar. Podrían dejar sus malos hábitos, a riesgo de ser atacados una noche, porque la gente que siempre soporta los ronquidos de la persona con la que duerme puede llegar a desarrollar un sentimiento de dulce venganza.

     Estudiosos de la materia han comprobado que los individuos afectados por los ronquidos de sus compañeros utilizan numerosos métodos para evitar esta molestia. Chasquean con la lengua o los dedos, aplican al que ronca cachetes más o menos fuertes, según el grado de sufrimiento, o le dan la vuelta al durmiente para que se calle por un rato. También les ronronean o canturrean, les dicen: chisss, ¡bum! ¡paf! ¡plum! Lo que ocurre es que él o ella vuelve a reincidir y el pobre que aguanta pasa el tiempo sin dormir, probando, insistiendo, buscando nuevas alternativas.

     Un perito encargado del laboratorio de diagnóstico de enfermedades del sueño en una renombrada [75]Facultad de Medicina apunta entre sus conclusiones que los gordos, las mujeres y las personas maduras duermen menos y peor que los flacos, los hombres y las personas jóvenes. Dice también que la falta de sueño o el exceso de sueño por dormir poco, es culpable de accidentes laborales y afecta negativamente a la vida familiar, social y profesional.

     Se podrá alegar que la crítica al ronquido es síntoma de intolerancia hacia las actitudes -porque es una actitud además de una especie de gruñido horrible e insoportable- que no pueden ser controladas por la voluntad. Pero no es así. Es posible que sea un problema de las vías respiratorias que se debe curar, por respeto al derecho a dormir y descansar que tenemos todos los seres humanos.

     El desarrollo de este tema puede parecer bastante banal. En realidad la referencia al ronquido es un pretexto para señalar de qué manera gravitan las pequeñeces, casi sin que las percibamos racionalmente, como elementos dañinos de las relaciones personales.

     ¡Ah! Si el que ronca se encapricha y sigue igual, hay una solución fantástica: que se mude a otro dormitorio.


 

EL SEDUCTOR PONCIO PILATO

     Papeles, cables, artefactos... Cuánta munificencia pueden contener cuando de persona a persona a veces es complicadísimo lograr algún entendimiento. La historia que recoge nuestra época muestra con elocuencia el fenómeno del extrañamiento y la violencia. Informes basados en minuciosas investigaciones señalan causas diversas, sin que podamos interpretarlas más allá de lo racional.

     Si observáramos los gestos mínimos, lo más cotidiano, incluyendo todo lo anodino, las bellezas ocultas, lo que consideramos bueno o malo, veríamos cientos de hechos que también forman parte radical de la memoria del planeta. Lastimosamente, sólo los escritores de ficción y los divagadores de café suelen documentarla.

     ¿Quién les presta oídos? ¿Hay acaso lugar para lo que no sea práctico, urgente y necesario? Lo que no encaja en esa rutina de cosas importantes, pasa a definirse como charlatanería, la máxima afición de los ociosos.

     Sin embargo, fuera de agenda, la vida tiene ribetes insospechados, y hay otros nombres para las situaciones que de tan conocidas se aceptan como normales.

     Por ejemplo: Poncio Pilato fue el mayor seductor de la historia de la humanidad. ¡Por favor, qué aseveración más temeraria! Podemos creer que fue una figura muy polémica, que su quehacer ha trascendido por ese momento de relación con un personaje verdaderamente inigualable, como fue Cristo... y nada más. No obstante, nadie dejó tantos descendientes, por lo tanto fue el mayor seductor: miles de pequeños Poncios contemporáneos piden urgentemente la palangana cuando tienen que comprometerse.


 

EL SUICIDIO

     En alguna plaza de la ciudad hay retreta. ¿Pero cuántos la ven y escuchan la música? Cada uno enfrascado en sus pensamientos, olvida el entorno. Hasta ahora se nos hace difícil averiguar cuánto incide lo social sobre lo particular, o si, al contrario, es el individuo el que desde su sitio solitario modifica su realidad y la de los demás. ¿O todo está revuelto en un gran caldero de luchas desiguales?

     Decimos: el mundo está lleno de gente que va a la guerra o se mata por un pedazo de pan, lleno de borrachos y delincuentes, de enfermos y de niños desnutridos. Sin embargo, también está habitado por gente voluntariosa y sana, alegre y triunfadora.

     No se trata de colocar los datos en una balanza, porque no somos máquinas. Sentimos y crecemos con el ritmo de nuestro tiempo, con nuestras emociones y sentimientos. Y alrededor, las grandes minorías...

     Entre ellas figuran los suicidas. Son pocos, pero son. Otrora, tales incidentes nos parecían propios de las fiestas de fin de año y de la soledad rascándoles las costillas a los usuarios del subterráneo de Nueva York o de cualquier otra ciudad populosa. Ahora, los casos de suicidio se registran en las páginas policiales de los diarios, perdidos entre las crónicas sobre delitos comunes. El de matarse o intentarlo, es uno, el primero.

     Atentar contra la vida es homicidio. El peor, porque uno mata o quiere matar lo que más conoce y ama: su cuerpo, su continente vital.

     ¿Pero estamos nosotros, los que seguimos tan campantes, en condiciones de juzgar un acto tan obsecuente y vil... o tan heroico? Nosotros, los que pululamos pacientes, acomodaticios, conformes con el sueldito y el seguro social. Nosotros, que no nos cuestionamos la existencia, que la aceptamos con los brazos abiertos, con el viento golpeándonos sensualmente en el rostro, tan en éxtasis que no percibimos el desamor o la injusticia que padece el vecino, el amigo, la esposa o el hijo.

     ¿Será que antes sencillamente no se daban a conocer los casos de suicidio o es que realmente aumentaron en los últimos años en nuestro país? ¿Y dónde comenzará la gran cadena del mal? ¿En los problemas económicos? ¿En los desequilibrios mentales? ¿En el sufrimiento que provoca el abandono de un ser querido?

     Muchos de los suicidios tienen a jóvenes como protagonistas. Y a mujeres. Una joven se lanzó desde el último piso de un edificio, cerca de donde se realizaba una fiesta deportiva. Primero se despidió de sus amigos en medio de la algarabía y en presencia de los mozos del Zodiac, con una sonrisa. Tenía poco más de treinta años. Buscó el fatal desenlace en forma premeditada. Y no simplemente para llamar la atención como hacen muchos expertos del chantaje afectivo. -Si te vas me mato- o tomando apenas la dosis justa de pastillas para crear el susto correspondiente.

     Más allá de las connotaciones de tipo moral que giran alrededor del suicidio, están las puras, formalmente humanas. Nadie que se suicidó ha vuelto para contarnos cómo es la experiencia y por qué se la realiza. Es toda una provocación para la duda, y para seguir, estupefactos, llenos de preguntas sin contestación, en un planeta también habitado también por signos que somos incapaces de descifrar.


EN EL PAÍS DE LAS NARANJAS

     Es difícil sustraerse de la maravillada emoción que despierta la lectura de «Mi último suspiro», del famoso cineasta Luis Buñuel. Más aún cuando dice que en alguna parte, entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre.

     Pero de repente, encontramos una frase suya, textual: «Steinbeck no sería nada sin los cañones americanos. Y meto en el mismo saco a Dos Passos y Hemingway. ¿Quién les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía?».

     La pregunta es lógica: ¿Qué pasa también con Buñuel? ¿Por qué siempre hay que citar a este país para hablar de lo-que-no-puede-ser? Es verdad, tal vez no sea desprecio sino afirmación de una realidad que está allí y... hazte de fama y échate a soñar...

     La única ocurrencia que tuvimos en medio de la rabia -y atendiendo a que Buñuel también habla mucho de lo fortuito que en este caso nos hizo paraguayos- fue pensar cuánto tema le daría a él nada más que un fragmento de nuestra surrealista vida. Que no pase nunca casi nada... visible, ¿no está acaso más allá de lo real?

     Él podría subirse, por ejemplo, a un tranvía Nº 5 y seguir su itinerario desde la Iglesia Las Mercedes, por la calle de los chalecitos. Pasear luego la mirada por la avenida España con sus viejos caserones y una que otra construcción moderna, fijarse en los árboles de naranja hay(3) bordeando las veredas... ¡Cuánto podría decir del sopor absoluto que se siente a las cuatro de la tarde en medio del traqueteo del vetusto vehículo, al acercarse a la estación del ferrocarril que desde lejos parece una estampita de otro siglo!

     Y cuánto más podría sugerir si viera a los soldaditos que compendian en sus desatinados gestos el amor callejero, en medio de las muchachas y los viejos fotógrafos, los vendedores ambulantes, las chiperas y los chiquilines de la Plaza Uruguaya. Después, en la zona principal de Asunción, vería que Palma es un racimo humano apagado y versátil al mismo tiempo: afuera los mestizos, adentro los orientales en un práctico y económico encuentro racial.

     Bien podría preguntarse por qué no nos atropellamos, por qué caminamos lentamente, por qué tenemos estas caras serias, casi meditabundas, por qué somos, sin embargo, tan naturalmente gentiles con el primero que pasa.

     Si por casualidad alguien tuviera el atrevimiento de interrumpir su pacífico paseo en el tranvía, para contarle al señor Buñuel que esa calma chicha que se observa es sólo la engañosa fachada del paisaje, y que es normal que andemos buscando camorra, que hagamos poco y no dejemos tampoco hacer nada a los otros, que ya es un hábito sacarnos mutuamente los trapitos al viento, es probable que tan distinguido visitante no se sorprenda mucho, y con una enigmática sonrisa nos conteste: «Eso ocurre en cualquier parte, ¿no han visto mis películas? Es cuestión de escarbar en la supuesta urbanidad de la gente de las grandes ciudades para encontrar que tienen las mismas mezquindades que crecen y se reproducen en las aldeas.

3.- [«Hái» en el original (N. del. E.)]


 

GALILEO Y LA DECADENCIA

     El término «decadente» ya no se limita a la definición del artista que funda la belleza en el refinamiento de la sociedad, ni al principio de debilidad o ruina. En la jerga contemporánea es decadente lo que ya no nos sirve como patrón. Es decadente la tergiversación de valores. Es decadente lo que no funciona dentro de un esquema evolutivo.

     Un ejemplo concreto: el Caso Galileo. Copérnico, Giordano Bruno y Galileo, en el Renacimiento, defendieron la teoría heliocéntrica, hoy considerada correcta: el Sol es el centro del sistema y la Tierra es la que gira alrededor de él, en contra de las apariencias. Pues si nos detenemos a mirar nos parece que el Sol es el que gira y se mueve arriba de nuestras maravillosas cabezas egocéntricas.

     Durante toda la Edad Media, según la teoría de Ptolomeo, esto era así, efectivamente: la Tierra era la que estaba en el centro del Universo y los planetas y todos los demás cuerpos celestes giraban alrededor de ella.

     Ya los griegos habían propuesto muchos años antes la teoría contraria, que retomaron Copérnico, Giordano Bruno y Galileo. Al segundo, el tribunal de la Inquisición lo mató en la hoguera. Con Copérnico no pasó nada, porque se calló y no armó líos. Pero Galileo, para escapar a la condena, tuvo que retractarse por escrito sobre lo que había afirmado en 1632. Entonces firmó el papelito diciendo que la Tierra no se movía, para no contradecir a la Iglesia, ergo, para que no lo quemaran vivo. Cuando salió del tribunal pegó una patada en el suelo, exclamando: Y a pesar de todo, se mueve.

     Buena lección. Por lo visto, desde fechas inmemoriales hasta los científicos debían ser condescendientes y «transar». Entonces se trataba de no morir. Ahora se transa para no perder un mendrugo...

     Aquí tenemos la novedad: varios siglos después, el Papa dice que la posición científica de la Iglesia en el Siglo XVII provenía de una lectura de la Biblia culturalmente influida. Y cuenta que designó en 1979 una comisión para estudiar el caso Galileo. Todavía no tienen el informe. La demora y la eternidad de los procesos judiciales no son problemas locales solamente. ¿Qué querrán comprobar, demostrar o rectificar, cuando hoy todos sabemos que la Tierra se mueve más de la cuenta?

     Un grupo de científicos, incluidos treinta y tres ganadores del Premio Nobel, hace un esfuerzo que dura casi cuatro años para reconciliar a la iglesia con el legado de Galileo. Por lo visto hay gente a la que ni muerta se tolera y perdona el haber sido diferente, el haber contribuido eficazmente para el desarrollo científico y cultural de la humanidad.

     El Pontífice destaca que ha formado «un grupo interdisciplinario de investigación para realizar un cuidadoso estudio de toda la cuestión».

     ¿Qué cuestión, a esta altura de la historia? Algunos observadores del Vaticano han especulado con que Juan Pablo podría «rehabilitar oficialmente a Galileo»(4).

     ¡Por Dios! Cuando crecemos nos olvidamos que también podemos ignorar algunas cosas. Negamos que el mundo es «ancho y ajeno». Es chiquitito y nuestro, nuestro, nuestro. Así de estúpidos nos hacemos, tan decadentes andamos.

4.- A fines de 1995 el Vaticano admitió que Galileo tenía razón. 


 

HAY VIDAS QUE NO SON TALES

     Hace ya varios años se publicitó desde Cáceres, España, un suceso que aparentemente no pasó de ser anécdota... Un «lío de faldas» llevó a un vecino de la localidad de Plasencia a una aventura que inició simulando su propia muerte en un accidente de tráfico, para fugarse con su amante, y terminó con el regreso al hogar familiar, [83]pretendiendo haber sido secuestrado y golpeado por unos desconocidos. Esto no sería nada -¡cuántos varones abandonan a sus familias porque sí, con el deseo de lanzar al aire una canita!-, no sería nada si no fuera porque Rafael Giménez García, el protagonista del enredo, le confirió adornos espectaculares.

     ¡Cuántos hombres y mujeres quisieran dejar en el río no sólo su automóvil, y desaparecer! Borrarse para siempre, no precisamente de la vida, sino de un lugar determinado con su larga serie de condicionamientos, con su pasado, presente y lo que de alguna manera se entrevé que llegará. ¿Quién no desea urdir, en ciertas circunstancias, una fuga breve o duradera? ¿Quién no intenta un borrón y cuenta nueva?

Muy pocos están conformes con lo que les toca andar, pero también poquísimos deciden aceptar que su rutina es enfermante, más aún, asesina de los sueños secretos o confesados. Y si por ahí alguien se atreve a la aventura de una experiencia que no conduce a nada... todo el mundo se cree con derecho a condenarlo.

     A veces me pregunto qué habrá pasado con el hombrecito español. ¿Estará aún hoy expiando su culpa, soportando las recriminaciones de su familia, añorando tortuosamente a la joven con la que planeó un futuro completamente nuevo, sin rastros del ayer, sin temores? En realidad, lo que me encantaría saber es si volvió porque es más cómodo quedarse con lo viejo y conocido que se tiene, o porque no quiso que los otros supieran que de verdad, de verdad, estaba por fin más vivo que nunca.


 

INVASIONES

     Un espacio crítico tiende a establecer límites de comunicación entre los seres humanos. Cada cultura manifiesta singulares características al tomar distancia, y pareciera que también hay una influencia climática. Los nórdicos, por ejemplo, consideran que es mucha cercanía conversar manteniendo una separación prudencial de un metro. En cambio, los tropicales latinoamericanos hablamos unos con otros a punto de aplicar la respiración boca a boca.

     No obstante, nosotros también necesitamos muchas veces definir ciertos círculos de soledad, fijar alejamientos paralelos a las aproximaciones. Y sea cual fuere nuestra nacionalidad, podemos sentirnos invadidos en numerosas situaciones: en el trabajo, cuando nos llenan de cosas inútiles el escritorio, en el dormitorio de la casa, cuando entran sin permiso o somos interrumpidos en medio del descanso, la lectura u otro entretenimiento, en la calle, cuando...

     Cada uno puede confeccionar su propia lista de invasiones, que quedarán como pequeñas anécdotas caseras si las equiparamos a aquéllas que se dan de un país a otro, utilizando tanques blindados, aviones, metralletas y toda la gama sofisticada de armamentos actuales.

     A lo largo de la historia planetaria, hemos visto cómo se sucedían intentos hegemónicos, competencias entre pueblos y tribus, luchas denodadas por la expansión del poder, grandes devorando a los chicos, una y otra cultura imponiéndose sobre las más débiles o jóvenes. Lo que no imaginábamos es que proseguiría ese instinto primitivo afín al desconcierto que acompaña a la inexperiencia.

     Creíamos que el ensayo y el error eran válidos como fuentes de aprendizaje, que nuestra civilización podía haberse curado de espanto con algunos hechos que sobrepasan la siempre limitada capacidad de comprensión que tenemos.

     En el caso de la invasión de Panamá por fuerzas estadounidenses, así sea Noriega el más temible bucanero moderno o el famoso canal un elemento estratégico de imponderable soporte económico -las justificaciones pueden ser miles, comenzando por una comunidad que sufre y casi tiene perdida su identidad-, hay mucho que condenar.

     El Gobierno norteamericano puede decir que existe un concierto de naciones, que no podemos permanecer indiferentes ante las vicisitudes de nuestros vecinos y amigos. Puede argumentar también que actúa con generosidad, protegiendo, salvando a los menos favorecidos por sus anteriores procesos de colonización. Puede ignorar como antes las voces de protesta, los reclamos.

     Puede. Lo que no puede ni podrá explicar jamás en términos de rendición de cuentas es por qué diablos se empeña tanto en mandar a la gente a matar y a morir.


 

LA COMPRA

     El recorrido de almacenes, despensas, mercados, tiendas, galerías, se inició temprano.

     En todos los sitios había más mujeres que varones, empeñadas en la tarea de llenar la canasta familiar o adquirir algún artículo suntuario, con suerte. Excepto para unos pocos, las frutas, la carne, la ropa, las verduras, son un lujo. Al pretender adquirir algo considerado de primera necesidad, no hay ninguna relación entre el debe y el haber.

     Salieron de sus casas con intención de aprovisionarse de alimentos y enseres para la higiene, nada más. Pero luego los costos gravitaban. Incrédulos, los consumidores iban transformándose. Se tornaban pálidos. Miraban recelosamente a los demás, como si ese mismo forzoso no hacer nada significara intención de robo o algo peor, como el asesinato de la señorita que cargó alevosamente su carrito y además pagó y salió del súper con la mercadería.

     ¿Sería una extraterrestre? Otras conjeturas menos amables rondaban las mentes ansiosas al unísono: Tendrá amantes... Será una delincuente común, nena de papá traficante de drogas, prostituta, degenerada, hija de contrabandista.

     Las estanterías colmadas, continuaban como estaban, repletas. Era como si el demonio se hubiera introducido en cada cuerpo paralizándole e impidiendo la adquisición del jabón y del queso.

     Muchos daban vueltas como alrededor de la noria, no precisamente indecisos, sino asustados.

     En medio de esta catástrofe colectiva sobresalía una señora que probablemente acababa de enviudar. Totalmente vestida de negro. Negros los zapatos y las medias, negra la falda, negra la blusa, negra la tricota y los ojos tristes.

     Se acercó al mostrador. Juntó billete sobre billete. Fue la única, silenciosa compradora. Evidentemente, sus sueños y sus recuerdos ya no eran de este mundo. Se alejó con seis flores de plástico y raso, diminutas, que mañana domingo adornarán el panteón de su amado difunto.


 

LA OTRA

     Mucho se ha hablado de doble, triple, y cuádruple personalidad, en fin, de una multitud de seres que nos habitan simultáneamente y confieren perfiles dispares al comportamiento. El fenómeno ha sido estudiado científicamente, y en un plano más sensacionalista, se ha aplicado en obras de ficción y en creaciones cinematográficas.

     De una manera más simple, anecdótica y personal, admití ayer que trabajo como una condenada. ¿Para qué y por qué? Cada uno de nosotros tiene sus particulares argumentos ante el exceso de trabajo: ambiciones desmedidas, la plata que no alcanza para los gastos fijos, escapismo, necesidad instintiva de productividad o altos ideales que se canalizan a través de su aplicación en labores concretas.

     Esta confesión pública quizás tenga paralelismos con muchas otras vidas. ¿Qué busco trabajando horas y horas? ¿Es mi irrefrenable deseo de éxito personal? ¿Quiero ejercer en forma permanente cierta influencia social sobre mis conciudadanos por un exacerbado deseo de reformar mi medio? ¿Necesito justificar mis acciones cumpliendo con el precepto de ganar el pan con el sudor de mi frente?

     Luego de variados razonamientos, concluí que trabajo a veces brutalmente, exponiendo mi cuerpo a un desgaste inútil, sin mantenimiento periódico, por temor a identificarme. Porque siento terror de encontrarme conmigo, conocerme y amarme, apreciarme con mis virtudes y mi predisposición para el error, con mis maldades y bondades, mis zonas oscuras y mis aspectos luminosos.

     Entonces, trabajando a veces veinte horas al día, me lanzo a una carrera desesperada, huyendo de la otra, pequeña y vulnerable, reflexiva y despierta, cauta y solidaria, ansiosa de caminar sin prisa y llenarse de verdes y amarillos, de sonidos antiguos, de tiernos contactos también con los demás. Y, cuando bajo la ducha o en esos segundos que anteceden al momento de dormir, ella me toca suavemente la espalda, quiere hablarme, sugerirme un sueño hermoso y gratificante... la rechazo. Temo que me convenza. Que me repita cuán estéril es mi lucha o me cuente el cuento del hombre que no tenía camisa y era feliz.

     No se imaginan, sin embargo, las ganas que tengo de encontrarme con ella, con la otra que soy yo misma, que me duele por desconocida (siempre descartamos lo que no conocemos, por la suma de prejuicios que vamos acumulando), y sentarnos tranquilamente como dos buenas amigas a tomar un café, a contarnos nuestras cosas, y que ella me reconvenga: «No seas tan competitiva ni tan agresiva ni tan ansiosa ni pretendas ganarle al tiempo ese concurso». Y yo le recrimine: «Sos muy pancha, muy campesina, muy cursi y sentimental, y después de todo, que somos una y somos diferentes, que de esas distancias está armada nuestra existencia, y nos aceptemos, por fin, y toleremos nuestros mundos ajenos, separados, nuestras costumbres disímiles, nuestros gustos contrapuestos. ¡Ay, qué lindo sería!

     Tal vez esta tarde, luego de mi descarado desahogo impreso, pueda buscarla en un espejo o en una puesta chaqueña de sol, y me quede calladita por una vez, y la escuche. Tendrá tantas cosas que contarme...


 

LA PRISIÓN DEL SILENCIO

     Saber callarse es de sabios. Distintas filosofías se han dedicado a exaltar el valor de la prudencia. A las niñas nos enseñaron a ser recatadas y discretas. Los asmáticos desprecian la verborragia porque deben ahorrar aire para canalizar sus energías en otros menesteres.

     El silencio es oro, dice una máxima, o en los hospitales: el silencio es salud. Los paraguayos nos hemos acostumbrado a apreciar incalculablemente esta mudez. Somos parcos por naturaleza. Somos monosilábicos. Nos encanta responder a una larga perorata con un simple sí o con un no. Y hasta cuando se dirigen directamente a nosotros, como en el chiste, contestamos: «¿Yo, doctor?», no habiendo en el consultorio sino alguna que otra mosca desatinada.

     Será el largo ejercicio de la sumisión. Será la predisposición innata para acatar la orden furiosa de ¡cállate!

     No te metas en líos, aconsejaba la abuela y la imitaba el hijo. Cierra el pico. Te voy a llenar la boca de tierra si vuelves a decir ese disparate. A buen entendedor pocas palabras.

     Claro, también están los que adoran el diálogo, sobre todo cuando pueden escuchar con paciencia y lograr que los escuchen, ser convencidos y convencer, gritar cuando es necesario, cantar cuando se tienen ganas, silbar...

     Cómo nos anima una conversación bien llevada. Es un verdadero placer. Más cuando se combinan la gracia y la Inteligencia, el poder del conocimiento, la certidumbre de que nadie posee una sola verdad, de que podemos cometer errores y rectificarnos.

     El silencio puede llevarnos por ríos capaces de concluir en el puerto del descubrimiento. Pero quien intenta permanecer mucho tiempo en este mutismo se torna su prisionero. Avaro, aspira el aroma del mundo, olvidando el mecanismo de la espiración, que nos impulsa a dar.

     Cuanto más cerca estamos del todo y de la nada, más osadamente penetra la palabra en nuestras vidas, más quiere reflejarlas.


 

PIROLATRÍA

     ¡Cuántos personajes representamos involuntariamente cuando se produce el espectáculo gratuito de un incendio! Con toda la carga ancestral de la fábula bípeda, en forma soterrada somos Nerón tocando su lira mientras las llamas envuelven a Roma.

     Reemplazamos la música por una afonía mórbida, un desmayo, una carcajada histérica... ¿Presentimos que es destruyendo como podemos empezar a construir? Al emperador Nerón le desagradaba esa ciudad irregular con sus tortuosas calles: quería la gloria de fundar otra y darle su nombre. Nosotros nos limitamos a ser mirones ignotos pero protagonistas, al final, del espectáculo.

     En ese encuentro multitudinario surge el show fuera de programa cuando un policía aplica su cachiporra gritando «retrocedan», y los pícaros hombres aprovechan el apretujamiento. Ululan sirenas dispares de los camiones de los bomberos, de las ambulancias y del auto de la Cruz Roja. Suenan dos y tres clases de pitadas alertadoras y acuciantes. Se mezclan el fuego, el humo y el agua en una magistral danza sobre la urbe.

     Aunque nadie esté encerrado en el edificio que se incendia ni se evidencia peligro de muerte a primera vista, todos corren, se ajetrean, ponen caras desesperadas. Sobre todo los dueños de casas o negocios aledaños al sitio en llamas. Es cruel decirlo, pero la gente se divierte. Es el circo imprevisto. Es el jovenzuelo que ha sido pillado robando en la boutique de al lado, aprovechando la barahúnda. Es el bombero intrépido que por primera vez brinda entrecortadas declaraciones para la radio y la televisión. Es el periodista menos valiente que micrófono en mano hace bandera subiéndose a la larga escalera metálica de los bomberos, una vez que el fuego ya se está apagando.

     Fuego-juego. Los contenidos de los sistemas mágicorreligiosos están muy ligados a creencias sobre el poder y la fuerza de la naturaleza. En la leyenda griega, Prometeo trajo el fuego a la tierra: ¡encendía su antorcha en el carro del sol! En muchas religiones antiguas el fuego era el medio al que se apelaba para transmitir las ofrendas a la deidad, o a las almas de los muertos. En otros casos se adoraba al fuego mismo y con frecuencia este ritual tenía que ver con la adoración del astro rey, que difícilmente puede distinguirse de la del fuego.

     ¿Será por eso que todos vamos en tropel cuando nos cuentan que en una calle el negocio de turno se está carbonizando?

     Desde remotas épocas nos han fascinado las llamas azules de los fuegos fatuos. ¡Cuánto corrimos creyendo que nos indicaban el lugar de la plata enterrada!, y no constituían sino un curioso fenómeno de combustión espontánea de ciertos gases que se desprenden de sustancias animales o vegetales en estado de descomposición, al tomar contacto con el aire.

     También nos tentaron procazmente las luces de bengala y los cohetes, los fuegos artificiales y aquellos buscados en el silencio cómplice con un velado afán piromaníaco. ¿Quién dijo que las ventajas de la llama se limitan a calentar, cocer alimentos, hacer salir de los bosques a los animales de caza, movilizar a las joyas de la tecnología contemporánea?

     Frente a un incendio sabemos que aunque el homenaje al fuego ha desaparecido prácticamente, su simbolismo perdura. Si no fuera así, ¿por qué marcharíamos apasionadamente hacia las Ramas, respondiendo a un antiguo e inexplicable llamado?



LA TRAMPA DEL CUERPO

     ¡Plaf! como una bolsa de papas que revienta de puro llena... Es el cuerpo abandonado. Ya no es simple alerta. El organismo ha llegado al límite. ¡Cómo lo castigamos!

     Mientras, gran número de hombres y mujeres se autoidolatran centrando las máximas atenciones en el cuidado de su recipiente. Es otra forma de castigo.

     Largos, delgados, esculturales, ¡sin una gota de grasa! Así es como tú sueñas, ¿y quién no? tener los muslos... ¡jum! Aunque vayan enfundados en los jeans, están expuestos a los ojos del mundo. Es la era del bikini. La microminifalda domina el imperio de la moda. ¡Y no hay forma de ocultar unos muslotes que parecen dos salchichones! De manera que, ¡empieza hoy mismo a poner remedio al problema!

     Difícil es resistirse a sugerencias o imposiciones costumbristas con las que nos bombardean, aunque intuyamos que hay algo más que la materia perecedera, una disposición energética para la transmigración.

     El culto al cuerpo estético es la onda, la moda, ¿el estilo de hoy? Algo impactante. Algo casi convincente.

     Reiterados mensajes nos proponen salud, belleza, elasticidad, eterna juventud, triunfo, con sauna y baño turco, masajes terapéuticos y reductores, la asistencia del cirujano plástico «in», las vendas filas con gel anticelulítico, o lo que sea, ginmasias y el ballet que modificará la mirada y el molde.

     Nuestra figura se convierte paulatinamente en un verdadero santuario de la vanidad.

     ¡Brazos sin flaccidez! Diez minutos: ¡ganemos firmeza y buena forma! ¡Acrobacia facial, antiarrugas!

     Sutilezas, astucias, hierbas, relax. La super equilibrada dieta de mil calorías para alcanzar el verano sin un gramo extra, aunque para ello tengamos que arrastrarnos mientras el día nos saluda desde lejos, y pasa.

     Caminatas, trotes, y también el deporte que acerca a lo más granado del club social. El que juega tenis pertenece a esa clase de gente con clase.

     Nos convertimos en satisfechos esclavos de las circunstancias y de nosotros mismos, de lo mejor que tenemos, de nuestros cuerpos, que nos contienen, que nos guardan en su compleja totalidad.

     Qué terror, cada mañana, ante la balanza, inmóvil dominadora que acecha desde su sitial de honor. ¡Agujita, no subas, no subas!

     Y agua para la piel. Hasta aguacharse condenadamente: más de diez litros por día son suficientes para odiar la bebida más deliciosa de la tierra.

     En vez de poner a nuestro servicio cada elemento de la naturaleza, nos dejamos atrapar y luego observamos con envidia el salto a la cuerda de los demás, esa innata apetencia de actividad.

     Nos resentimos cuando un campesino que no tiene espacio ni dinero para brindar lujosas atenciones a su físico, pasa atléticamente por la calle, ante nuestra humanidad plagada de fatiga, como consecuencia del sacrificio que hacemos para lograr lo que natura nos negó, o lo que no supimos conservar en armonía y equilibrio, en un lento proceso que se extiende desde el nacimiento, durante todos los períodos de la existencia. El movimiento cotidiano, simple, a través de cada una de sus tareas, de sol a sol... le da gratis a «este pobre infeliz» una silueta sin asomo de panza.

     También podemos tener en casa sofisticados aparatos, un minigimnasio con máquinas ideales para abúlicos, que hacen solas la mitad del trabajo. El esfuerzo es mínimo. Nos pondremos a punto muy cómodamente usando mancuernas, pesas, remos, espaldares, cinturones con sobrecarga, bicicleta fija que coordina andaduras de piernas y brazos, zapatos de hierro (usarlos hasta que lastimen, descansar y seguir), tobilleras, extensores, muñequeras, barras con resortes... Sólo es cuestión de elegir los aparatos que correspondan a cada parte del cuerpo que se quiera mejorar: para abdomen y cintura, piernas y glúteos, para un busto firme o una postura perfecta.

     El costo económico es lo menos relevante. ¿Cuánto puede valer una obsesión? ¿Qué precio puede tener el desmesurado tanteo de metamorfosear el cuerpo para responder a las exigencias [95]de un modelo prefabricado en torno al que giran incontables millones de dólares? Y dolores.

     Nuestra materia es única, irrepetible. ¿Por qué poner en práctica recetas generales, por qué abusar de ellas ciegamente, en vez de recoger lo mejor que plantean?

     Si pudiéramos adaptar cada consejo a nuestras particulares condiciones, no someternos a fórmulas agotadoras, y respirar profunda y espontáneamente, sin coacción en ningún movimiento.

     Si pudiéramos reencontrar el placer del contacto íntimo con el cuerpo, con el ritmo que él nos pide en silencio, después de tanto camino recorrido sin separarnos jamás, con lo mucho que nos conocemos, con cada venita que forma parte de nuestra historia personal. ¡Qué fantástico sería! Escucharíamos los latidos del corazón y sentiríamos lo que nos pide con su sístole y diástole. Cuánto más bellos, fuertes y sanos seríamos, desde dentro, hacia el exterior que nos acerca a los otros cuerpos.


 

LAS VIEJAS QUE NOS ESPERAN

     Con todas sus arrugas y deseos postergados, rezan las tres ancianitas eternizando sus expresiones y sus mantillas negras.

     La imagen es sobrecogedora: veo en ellas desencadenado el futuro de todas las mujeres que aún podemos considerarnos jóvenes. Veo la historia de la mujer, de la que en alguna época creía y demostraba que no sólo se lucha por una misma, que los ideales no sirven para nada mientras no son llevados a la acción. Son como cuchillos a los que les falta el mango, inútiles.

     En este encaje retrospectivo, veo a nuestras abuelas, a las que no sabían nada de escritorios ni de intelectualizaciones: amaban, sufrían, gozaban, trabajaban. Y quizá podían transmitir su entereza a sus hijas, nuestras madres, advirtiéndoles con el ejemplo que no hicieran una ética del aburrimiento, que se enfrentaran al poder de los hombres no desde la vereda de enfrente, como víctimas, con quejas y lamentos, sino a su lado, en el lecho, con su ternura y su pasión... a su lado, en la calle, con argumentos razonables, con pruebas contundentes de la injusticia.

Me pregunto qué pensarán ellas -estas viejas que también nos esperan a nosotras en algún sitio de la vida- de las jóvenes que nunca-acaban-de-acabar-lo-que-no-comenzaron, de las mujeres peleadoras, que no tienen nada que decir, pero lo dicen igual, muy mal y del modo más tonto que pueden.

     Para algunos la estampa que describo representará sólo a unas pobres beatas asustadas, a las que a falta de esperanza les queda sólo el recurso de las jaculatorias. Mujeres que pensaron que su función en el mundo era nada más que la de parir hijos. Mujeres que se resignaron a ser usadas como animales de carga. Mujeres que se limitaron a aceptar que ser dignas implicaba ser obedientes con sus padres, con sus esposos y con los preceptos de la Iglesia.

     ¿Qué ocurriría si muy a lo Julio Verne decidiéramos destruir todas las barreras de tiempo y espacio? ¡Cuán revolucionarias habrán sido estas añosas damas para sus antecesoras! Y cuando nos llegue el turno de observar lo que en el 2030, por ejemplo, hagan las mujeres de la edad que hoy tenemos nosotras...

     Entonces nuestras hijas y nietas -tal vez con sombreros reemplazando a las mantillas- ya sabrán que las reivindicaciones femeninas no se logran con cacareos ni con pancartas. Que no basta con el derecho al voto y el acceso a profesiones consideradas prestigiosas. Que no son suficientes los entusiasmos aislados, los fragmentos circunstanciales de la vida, porque lo que hace al ser humano más íntegro y trascendente, al final de cuentas, es la totalidad de su conducta.


 

LOS AMOS DE LAS IDEAS

     Son comerciantes frustrados, porque cuán engorroso es vender algo tan inmaterial e impreciso como una idea.

     Los dueños-padres de las ideas están en todas partes. No necesitan títulos ni cargos laborales específicos. Pululan en las oficinas, en los comedores, en las esquinas más diversas, y al menor descuido te intimidan asegurando enfáticamente: La idea fue mía.

     ¡Oh, un inventor de arquetipos! ¿En qué fábrica se procesan sus geniales creaciones? Son capaces de patentar inclusive una imagen relacionada a la forma de prolongar la vida útil del fósforo. Siempre pendientes del soplo de su inspiración, hurgan en novedades exóticas para presentarlas como hijas de su talento, autoconvencidos de su intrínseco ingenio. Cada chispita de pensamiento original asociada a algún boom actual es fruto de su esfuerzo individual, proyección de su maravillosa e inigualable energía intelectual.

     ¡No pretendan robarles sus paradigmas! Estas representaciones mentales, valen cuanto pesan. Caras y sublimes son sus quimeras: se pagan hasta con el honor. En realidad no tienen costo, éste no se puede objetivar. ¿Cómo ponerle precio a un concepto, a una noción o a una creencia?

     Platón y Aristóteles fueron verdaderos magos para usar la intuición y el juicio. Han transcurrido siglos y todavía son muchísimos los que se apropian de sus descubrimientos pretendiendo vendérselos al mejor postor. Estos griegos ocurrentes y visionarios son prototipos simbolizados en algún abuelo, en un viejo vagabundo o en toda una colectividad que con sus usos y costumbres van derribando mitos y erigiendo nuevos tabúes. Uno de ellos, predilecto de nuestra época, es el tabú del conocimiento.

     Así, alguien bien informado parece cultísimo y hasta sabio. Esa máquina archivadora de frases y hechos no deja de tener su importancia en este planeta de desmemoriados, donde el señor doctor o el licenciado merecen el máximo respeto no sólo por sus valores personales, por su conducta, sino porque se han atragantado con las letras de los libros. Algunos las han puesto a su servicio y al de los demás, y otros tantos abusan de tal condición para mostrarnos obcecadamente su maravillosa superioridad.

     Pareciera que Marco Polo, Cristóbal Colón y otros dignos aventureros, todos, los históricos y los de ficción, hubieran revivido para introducirse en el hígado de los poseedores de ideas, a quienes fastidian bailándoles una rumba en el organismo.

     No tienen, pues, otra opción: nos molestan a nosotros. Y si, cohibidos, nos atrevemos a replicarles: «Será tuya la idea pero otro la puso en práctica y eso es lo que vale», ¡sálvese quien pueda! Parece ser que la idea está alejadísima de la acción.

     También puede suceder que, entusiasmados, le contemos a un dueño-padre-amo de ideas algo magnífico que vislumbramos durante toda la noche [99]pasada en vela atando cabos, revisando recuerdos y cuadernos. En medio del relato, en el punto culminante, justo cuando expongamos lo fundamental... ¡zas! nuestro interlocutor hará un suave ademán, mirará de soslayo, sonreirá irónicamente y sentenciará: «Hace veinte años que vengo pensando y diciendo lo mismo». Si es más humilde, simplemente alegará: «Elemental, elemental, eso se sabe desde que el mundo es mundo».

     La única manera de combatirlo, y de salvarnos de su soberbia, es la conversión. ¡No! En él nada se transmutará. La metamorfosis debe ser nuestra. Nos uniremos a la cofradía de los antojadizos que proclaman: «La luz del sol brilla en el universo desde mi nacimiento». El único riesgo es que sospechen de la inutilidad de nuestro propósito. ¡Es imposible capturar la forma! Ella es infinita, utópica, irreal, poética. Y hay algo más deplorable: todavía no se ha inventado el antídoto para el aburrimiento.


 

LUCES Y SOMBRAS DE UN ROL SUPERIOR

     Profundo y sutil al mismo tiempo es el nudo que vincula a los hijos y a sus progenitores. El contacto unificador se acentúa con la madre, figura suprema de la cosmogonía sentimental de los terráqueos. Al concebir a su prole, las mujeres fundan una revolución positiva y altruista, que automáticamente las convierte en heroínas, aunque asuman el desempeño de este papel exclusivamente desde la función biológica.

     Por algún misterioso designio de la naturaleza, la primera palabra que pronuncian los bebés es mamá, generalmente en todos los idiomas. Apenas nacemos, una gran conspiración nos hace sus víctimas.

     Las primeras palabras que nos enseñan a leer y escribir son Eva y mamá. Los versos que encienden de ilusiones nuestra infancia están dedicados a la madre y a la maestra. Y mamá es también nuestra primera maestra, la que nos da el beso inicial, la que nos obsequia la vida.

     -Sin mí, no existirías -reclama la madre al adolescente.

     La deuda se acrecienta con los años. Y la culpa también. Cotidianamente, la madre se encargará de hacernos depositarios de sus más íntimas frustraciones. Al mismo tiempo, únicamente a sus hijos dedicará las oraciones más dulces sin temor al rechazo. Ningún amor que se comparte con otro puede equipararse, en su expresiva autenticidad, a aquel que en línea recta se desplaza desde el centro emotivo de una madre hacia el hijo.

     La misión tan ingénita y animal de la procreación, se transforma mediante históricos procesos culturales, en una prodigiosa experiencia admirada por todos. Millones de mujeres, entonces, se ven obligadas a completarse con el embarazo, con el parto y con el ejercicio de la maternidad, aunque posteriormente sufran la carga de la fortuita decisión como un error de sus destinos.

     La sociedad, la tribu, imponen con sus normas y usos anquilosados, la creencia de que la soledad conduce a la infelicidad, que Dios, Patria y Familia son los fundamentos de la existencia de un ser humano bueno, que una mujer sólo se define totalmente a sí misma proyectando su propia vida en la creación de otros seres humanos.

     Al renunciar al desarrollo de una profesión, o simplemente al ensayo de ser libre, con un futuro abierto, la mujer se perpetúa a veces servilmente en el quehacer de madre. Iza la bandera del sacrificio y se enfila con las víctimas que nunca ambicionarán su propio horizonte infinito.

     Estas mujeres fracasadas, producto de un sistema socioeconómico que les impide el acceso a la escolarización formal y al disfrute de los valores espirituales e intelectuales de todos los tiempos, son las que detallan de buena fe que acopian vástagos para que las ayuden en la capuera. Son también las fanáticas religiosas que bajando los ojos aseguran: Tendré todos los hijos que Dios me mande. Son aquéllas que esclavizan a sus pequeños y observan a escondidas el trabajo que hacen en una esquina peligrosa, como vendedores de chicles o limpiadores de automóviles. Son las que, motivadas por la ignorancia o la desidia, rechazan la urgente necesidad planetaria de un control efectivo de la natalidad.

     Sin discusión, la maternidad es un intento sublime de generosidad práctica. Al mismo tiempo, genera una de las emociones más fuertes y compensadoras que puede gozar una mujer madura. Porque un armónico estado físico y psíquico es exigencia ineludible para aceptar el cumplimiento de una responsabilidad inmensa de la que jamás podrá evadirse. Quien opta por convertirse en mamá debe saber que lo será hasta la muerte. Que así haya cumplido ochenta años, tendrá que seguir velando por la salud, la educación, la seguridad de sus descendientes. Se comprometerá a dejarles una herencia material y espiritual. Luchará permanentemente contra la instintiva omnipotencia: ¡Mi hijo!, y renunciará a poseerlo, por el simple hecho de haberlo tenido durante un tiempo en su vientre. Olvidará el toma y daca, dejará de exigir que el hijo devuelva las atenciones que recibió.

     Una madre ejemplar no usará al hijo para retener a su pareja, ni para otro fin que tenga connotaciones de chantaje. Distinguirá que ha sido un asombroso vehículo para prolongar el milagro de la existencia humana. Apreciará que en la crianza de los hijos valen más los hechos que todos los sabios y antiguos consejos. ¡Cuántos apremios y obligaciones sobre los frágiles hombros femeninos!

     Esquivando las sombras, entramos al universo de las que son madres respondiendo al llamado de una verdadera vocación, apartada de dogmas e imperativos tradicionales. Ser madre, así, es un privilegio. Es el júbilo misterioso de traducirse en hacedora de una obra fundamental. La madre es protagonista de un extraordinario fenómeno. Crece junto al hijo. A medida que lo conoce, lo ama. La convivencia la impulsa a moldearse junto a él.

     Sólo una madre sabe cuándo es anormal la respiración de su niño. Sólo ella es capaz de intuir, aun dormida, que la temperatura del cuerpo del bebé ha subido durante las horas de la madrugada. ¡Y cruzó un ratoncito por la habitación! Ese cuerpo de su cuerpo ha empezado a gatear. A dar los primeros pasitos. A emitir sonidos ininteligibles... Aun cuando la independencia de madre e hijo adopte sus perfiles precisos, habrá siempre unos brazos extendidos hacia ese refugio único, siempre tibio: el regazo de su mamá. Un hilo invisible y atemporal encontrará reunidos a la madre anciana con su hijo también ya canoso.

     Sólo el paso del tiempo puede enseñarnos a florecer como madres. Ningún manual puede reemplazar a la experiencia. Quizás, sí, las abuelas tengan la ciencia y el derecho de revelarnos en qué momento, de qué manera, con justa nobleza se exclama: ¡Misión cumplida!, cuando una mujer que se comprometió a explorar la sagradaaventura de la maternidad, logró que la devoción y el amor se multiplicaran en el honor y la dicha de sus hijos.


MAÑANA ES LUNES

     Alicia, la que sueña con su país de las maravillas, se levantará hoy y, multiplicada, entrará en el cuerpo de muchas, adoptará sus ganas, sus usos domingueros, sus abulias. Se dirá que no es día de solemnidades, se contemplará en el espejo para comprobar que del otro lado su mejilla derecha es la izquierda(5). Mientras desayuna, buscará en el periódico la anécdota sorpresiva, el horóscopo, la crónica social. Punto.

     Mañana harán paro los maestros, pidiendo lo mismo que las empleadas domésticas: sueldo mínimo.

     En realidad -pensará Alicia, agobiada-, solicitan poco. Jubilación automática, escalafón inmediato, seguro social para los miembros de sus familias.

     Hecha un lío, planeará su ayuda, aunque sea prohibiéndoles a los chicos que asistan a clases. Si el presidente alude carencia de fondos del Estado para hacer efectiva la solución inmediata a las reivindicaciones del magisterio nacional y el ministro de economía afirma que no hay dificultades monetarias ¿quién de los dos está más seguro de lo que dice?

     Entretanto, el subsecretario de Industria del ministerio respectivo y de Comercio, menciona la falta total de fondos que sirvan como financiamiento para la reactivación industrial en nuestro país: el parque manufacturero se encuentra obsoleto.

     ¿De qué manera digerirá todo esto la gente común, como Alicia, como yo, como usted? ¿Se aferrará a su empleíto?, ¿seguirá con las pequeñas estafas cotidianas?, ¿buscará guerra donde nadie está en plan belicoso?, ¿tomará una pastilla para dormir y olvidar?

     ¡Por favor, que es domingo! Alicia intentará borrar las preocupaciones. Mentalmente, se convertirá en detractora de todos los que arman líos por nada, de los que en vez de poner el hombro se aplican a cuestionar con agresividad las buenas obras de este Gobierno mediante el cual por fin podemos expresarnos libremente los paraguayos, en camino hacia la verdadera democracia.

     Tranquilizada, saldrá a dar un paseo y observará el esplendor de la naturaleza. ¡Qué lástima! Lo único que no podrá sacarse de la cabeza es la tenaz prevención de que mañana es lunes.

5.- [«Izquiera» en el original (N. del. E.)]



NIÑOS

     Las miradas de los niños que hoy pueblan nuestro planeta nos dicen que su influencia en el destino universal será decisiva. En apenas unos años de su existencia, el mundo se transforma con un vértigo que no han experimentado nuestros antepasados, durante siglos y siglos.

     Una niñita escucha con los ojos encendidos a su abuela, que recita himnos y oraciones a los dioses de Mesopotamia: cantan al amor divino con un sentimiento religioso que expresa admiración y agradecimiento. Muchos textos de la Biblia -historias, salmos- corresponden a pasajes de estos himnos antiquísimos. Mil años antes de Jesús se oraba en Mesopotamia, en Egipto, en Canaán.

     «¡Yo te llamo, padre mío Amón!/ Estoy en medio de pueblos numerosos que no conozco./ Todas las naciones se han unido contra mí./ ...He llegado hasta aquí por orden de tu boca, oh Amón./ No he traspasado tus deseos».

     Tanto en un Kibbutz, en Israel, como en una perdida calleja cairota, niños absolutamente concentrados en sus pensamientos, niños que casi nunca ríen, nos cuentan que están haciendo otro planeta con los elementos que les brinda su tiempo, pero ya a su imagen y semejanza.

     El Corán es como un viejo cuento que miles de parlantes repiten varias veces al día. Los coptos organizan sus rituales muy cerca de las ceremonias del islamismo y del cristianismo. Los judíos ortodoxos se aferran a sus ancestrales hábitos. Entre ellos, los niños celebran a su manera el milagro de seguir vivos.

     El conflicto árabe-israelí tiene raíces profundamente religiosas. Por ejemplo, los grupos cerrados de musulmanes, chiítas, que se encuentran en Irán, Siria, Irak, algunos en Israel y pocos en El Líbano, son los que fueron deportados de Israel a la frontera del Líbano. El extremismo es una realidad peligrosa que acecha con su manto negro de fanatismo religioso. En el nombre de Dios, como en cualquier otra guerra, miles de seres humanos juegan a matar y morir.

     Mientras, la mayor parte de los niños crecen sin conocer un juguete. Sus padres no tienen dinero ni tiempo para comprarlos, ocupados en conseguir un poco de comida aunque sea tres veces por semana. Sus hijos se foguean en el trabajo prácticamente desde que nacen. Y si a pesar de todo, juegan con lo que encuentran al paso o con la luz de su imaginación, lo hacen segregados de la vida real de los hombres y mujeres que trabajan.

     Qué curiosa la similitud -apunta James Hillman, analista junguiano-, que presenta este ámbito del ser el de la niñez, con el ámbito del manicomio (unos siglos atrás y aún hoy), donde el loco era considerado un niño, un pupilo bajo la tutela del Estado o el ojo guardián del médico que cuidaba paternalmente a sus hijos, los insanos, como de su familia. Qué extraordinaria esta confusión del loco con el niño, de la enfermedad mental con la niñez.

     «Niño», «niñez», son términos que no designan una realidad efectiva sino un modo de existencia, percepción y emoción que hoy insistimos en adjudicarles a los niños reales.

     ¿Quién de nosotros, adultos conformes con el color gris de nuestra civilización, se atreve a dar salida al niño que conserva en su interior, bien o mal? Si lo hiciéramos, comprenderíamos mejor a las criaturas que traemos al mundo y a las que crecen en el vecindario, seríamos más solidarios, evitaríamos la omnipotencia(6) de pensar y creer que les vamos a dejar un mundo hecho a nuestra medida, por nosotros creado.

     Este es un hábitat que nosotros heredamos, ciertamente, con su estructura preestablecida y con escasas posibilidades de intervención. En cambio, los niños de hoy tendrán en poco tiempo tantas revoluciones como nuestros antecesores no se atrevieron a soñar durante siglos.

     Los modelos que nos ofreció la generación anterior, son similares a los que ahora ofrecemos a nuestros niños. Somos responsables del pasado, pero es hora de dejar de gritar triunfalmente que les estamos construyendo el futuro. Ese futuro no lo transitaremos nosotros, y ya será el presente de las vidas adultas de estos niños que ahora se dedican a diseñar pacientemente sus nidos posibles.

     Atención: miles de niños nos observan y en sus ojos resplandece la mirada divina.

6. [«Imnipotencia» en el original (N. del. E.)]



DEL DIARIO DE UNA ANCIANA CRÍTICA

     Estábamos tan ocupados en importantísimos asuntos propios de nuestra vida adulta y preocupados por lo que pudiera suceder...

     Esta actitud era muy bien vista por nuestros congéneres, y los especialistas en boga calificaban nuestras caras aburridas como un signo de madurez. A mayor seriedad y adustez, más respeto como premio.

     Si a estos valores del comportamiento agregábamos cierta facha contraída, un natural desaliño demostrativo del desprecio hacia las superficialidades de los afeites, y si además éramos un tanto panzones, pelados y canosos (se entenderá que aludo a ambos sexos), ya teníamos un sitio social bien ganado.

     Una sonrisa afable de vez en cuando nos era permitida, pero la moda era la irritación a flor de piel, cierta severidad en los ademanes y una mirada que ni por asomo expresara.

     En esta secta de respetables personas mayores tampoco era bien admitida la belleza, símbolo inequívoco de frivolidad, y quien se afanara en perseguirla podía ser acusado de cabeza hueca. Así es que los feos y huraños ocupaban cargos privilegiados, y ya ni se diferenciaba entre el temor o la veneración que suscitaban. No me incluyo entre ellos sólo porque jamás conseguí un puesto de verdadera jerarquía, y no niego que, contagiada por los hábitos en boga, mil veces también ladré en vez de recurrir a sonidos reconocibles como humanos.

     Todo esto hubiera dejado de registrarse en mis cuadernos como algo llamativo, si no fuera [108]por esa obstinación en la negatividad que nos ha llevado hasta lo inimaginable. Sí, ha hecho que rechazáramos a los niños: probablemente su alegría y vitalidad eran bofetadas muy dolorosas.

     En esos tiempos, desde luego, los varones se ocupaban poco de sus hijos. Se los veía reunidos aquí y allá, en fiestas o en el trabajo, solos entre grandes, excepto algún que otro domingo en los primeros años de recién casados.

     Y las mujeres... Si alguna osaba insinuar tímidamente que el nene... y hoy no tengo con quién dejarle... El hecho de ser mujeres con hijos-en-edad-de-crecimiento nos excluía inmediatamente de los grupos de vanguardia, y si aún así intentábamos acercarnos, provocadoramente, con nuestro niño de la mano, la sanción moral era inapelable. ¡Quién podía soportar el «desclasamiento»!

     Todas terminábamos dejando al niño en casa, dominadas por la vergüenza y la culpa. Oh, pecado, con marido o sin él, tener un hijo en plena revolución de la productividad femenina.

     Hoy, desde mi mecedora, no puedo evitar que se me atenace un poco la garganta cuando observo a mi nieta alzar en brazos a su tercer bebé, orgullosa y eufórica, como hacía mi abuela. ¿O estaré trasponiendo los tiempos?



NO HABLO DE USTED, HABLO DE SU VECINO

     Nuestro hombre no era de esos que llamamos del montón, pero tampoco era demasiado original. Agregaba a su simpleza una curiosidad natural. Acumulaba energía hablando poco y mirando mucho, leyendo desde Patoruzú hasta Visión (Lacan permanecía inexplorado), y oyendo también lo que no debía.

     Su rutina, de pacífico ritmo, un día se alteró. Antropofagia. Autoantropofagia. Comenzó a devorarse a sí mismo a través de una técnica rarísima.

     Puntualmente a las seis comenzaba su cielo de información con el único noticiario televisivo de la hora del desayuno más tres radios que lo enloquecían con indigestos datos sobre el dólar tarambana, guerras, revoluciones, golpes de Estado. Paralelamente leía dos, tres y hasta cuatro diarios, para que nada escapara a su control personal de los sucesos.

     Consecuencia: a las ocho de la mañana su itinerario estaba poblado de dudas y planes inconcretos. En el automóvil seguía escuchando dos radios, la del vehículo y una portátil a la que era aficionado -por no hablar de vicio-. Durante la mañana, con las demás joyitas tecnológicas -teléfonos, fax, secretarias automáticas y comentarios del último partido de fútbol y sobre los partidos, los otros- terminaba convertido él mismo en una perestroika destartalada.

     Volaba a su casa al mediodía para ver el noticioso y aguardar la entrega de las revistas y los vespertinos. La siesta fue sacrificada. Colirios para la vista. Regreso al trabajo.

     Hasta el oscurecer, entre timbres, timbrazos y cafecitos, con un subrayador amarillísimo marcaba los derroteros informativos que mejor podían servirle para elaborar nuevas estrategias de mercadeo. O simplemente para convencerse de que las cosas están cambiando, ya van a cambiar, ¡cambian!

     Empecinado como él solo, guardaba algunos recortes en un portafolios negro, apuntaba pavaditas en su agenda negra y nuevamente rumbo al televisor. Entendía la mitad menos un cuarto de cada cosa, pero quedaba satisfecho, por lo menos hasta la hora de última edición informativa, cuando ya en ese estado indefinible entre el sueño y la vigilia tenía repentina conciencia de que era sujeto y objeto de un experimento único practicado con la raza humana.

     Esta capacidad de ser receptáculo indefenso de todo lo comunicable a través de la prensa, o mejor, de la «nueva cultura», podía cuantificarse al fin. Bajo las sábanas, el hombre comenzaba a sentir un ligero temblor en los pies que aumentaba gradualmente su vibración y se extendía hacia las zonas superiores del cuerpo. Flotando entre formas oníricas, se veía a sí mismo sin vísceras, totalmente vacío de órganos, abruptamente reemplazados por letras que formaban palabras e inclusive ideas, con una ensalada de discursos y jerarquías. Fue de esta forma que se comió a sí mismo.

     Ayer su esposa me dijo que no sabía si llorar por él, sentir piedad o llamarse a comprensivo silencio. ¿Qué? ¿Usted también se siente aludido? Si no hablo de usted, hablo de su vecino.



NOS MIENTEN PORQUE MENTIMOS

     «No preguntaré a Kathy sobre sus amores» piensa la madre en el cuadro de la historieta. La hija, a su vez, piensa: «No diré a mamá por qué vino sin avisar. Ambas están sentadas una al lado de la otra y miran fijamente al frente. «No rezongaré sobre el desorden reinante aquí», se dice a sí misma la madre en la siguiente tira. Y Kathy: «No le diré nada sobre su llamada de anoche».

     En los siguientes cuadros se sonríen entre dientes y la madre habla: «La conversación decae cuando nos autocontrolamos, ¿verdad?»

     Ninguna de las dos miente. Porque para nuestros códigos de comunicación, el silencio no es mentira, aunque los legalistas puedan afirmar que existe la mentira por omisión.

     Parece ser que en épocas anteriores la verdad no estaba sujeta a tantas interpretaciones filosóficas, morales, psicológicas, políticas ni domésticas. Entre verdad y mentira los límites estaban bien claros, y no se conceptualizaba mucho sobre el significado de ambas palabras. La verdad era verdad y la mentira, mentira.

     El tiempo pasó y Perurimá nos enseñó que enredado en su lengua podía transformar la fantasía en mentirilla pícara, con afán utilitario. Entre fabulaciones, al final, la burla no podía ser interpretada como mentira. Claro que también se suele denominar mentira a la manchita blanca que a veces se forma en las uñas.

     Mucho se utiliza esta palabra. ¡Mentira! Con qué facilidad es el recurso defensivo primero, el que está más a mano.

Una lista de excusas universales, típicas, incluye las siguientes mentiras: «Tengo dolor de cabeza». «Tengo que trabajar hasta muy tarde». «No quise herirte». «Fue sólo una broma». «No espero nada a cambio». «Sólo quería ayudar». «Por supuesto que me importa» y... «Nunca miento».

     «A veces es inevitable mentir», es la justificación más común, junto con «a veces es necesario».

     La verdad (definida en el diccionario como conformidad de lo que se dice con lo que existe) es que cuesta reconocer que mentimos porque nos mienten. Y, lo que es más dramático, nos mienten porque mentimos. Se me ocurre un trabalenguas que servirá como ejercicio no sólo para la lengua, sino para nuestra pobre alma. Si lo repetimos, quizás dejemos de ser tan mentirosos.

     Miento porque me mienten y me mienten porque miento. Mintiendo miento y me mienten. Y me mienten mintiendo los que mienten.



RUMORES, SÓLO RUMORES

     Se prolonga el sopor de la siesta.

     Me dijeron que dicen que comentan... El rumor podría ser bien graficado partiendo del movimiento de las pelotas de ping-pong. ¿Pero de dónde nace? ¿Podría establecerse una psicología del rumor? Algunos piensan que sí (y éste es un ejemplo de la forma natural que tenemos de protegernos, de escudarnos, cuando es mucho más fácil decir «yo pienso que...»).

     Algunas de las causas del rumor podrían ser: la inquietud, la confusión, el deseo latente de que se realice el objeto del rumor, la búsqueda de novedad, rabia, resentimiento... Estos sentimientos, emociones y estados, también tienen sus orígenes debajo de un naranjito, un lugar en el que parece haber muy poco que hacer precisamente porque todo está por hacerse, o lo que se ha hecho y se hace está demasiado oculto por una atávica inquisición.

Es menos problemático sentarse debajo del arbolito a esperar que los otros se movilicen, a mirar sus acciones, buenas o malas, y ocuparse de cosas benéficas, de rifas y atuendos de primavera, o cuando ya no queda ninguna alternativa de acción personal, comenzar a tocar los dormidos resortes de la fe, confiar en una supuesta salvación del alma a través de la visión de imágenes de la Virgen aquí y allá. ¿Qué más da que haya fracasado la cumbre entre los gobernantes de China y EE.UU., qué nos afecta a nosotros, superprotegidos en el paraíso de los naranjos, donde el tiempo duerme en viejos relojes patriarcales y todavía podemos decir «nos vemos mañana a la tardecita», sin horarios, sin compromisos, pudiendo ir o no a la cita?

     Una de las causas cercanas del rumor, es la desocupación, cuyas razones a su vez son la concentración de la riqueza, la mala estructura de la economía, la falta de políticas crediticias cambiarias y de comercio exterior adecuadas a la realidad, el estrecho mercado interno, la expansión del contrabando y sobre todo la anemia. Tomemos hierro. Es la mejor receta contra la haraganería y la única manera de evitar el rumor. ¿Quién anda diciendo por ahí que no hay más parrilladas porque las vacas se van todas al Brasil? Puro rumor...



SEXO Y POLÍTICA

     Los más sonados escándalos políticos de la última década y de ésta se asocian a un tufillo de sábanas que se exhibieron ante numeroso público antes de llegar a la lavandería. Expertos en la materia fueron europeos y norteamericanos, pero los japoneses no se quedaron atrás y los latinoamericanos, dignos remedones, iniciamos también nuestro peregrinaje por alcobas que se hicieron famosas en la prensa.

     Más timoratos o pudorosos, los paraguayos nos limitamos a hablar del acoso sexual que ejercen ciertos líderes políticos sobre sus compañeras de trabajo. En vez de adjuntar a nuestras acusaciones las pruebas del delito (como hacen los ingleses, que exhiben fotografías de su duquesita con los senos al aire, cosa que, por otra parte, es habitual en la mayoría de las mujeres europeas), entrevistamos en televisión al político acusado dándole la oportunidad de defenderse en compañía de su esposa y de su numerosa prole.

     Hay otros tantos casos que no se publicitan a través de los medios convencionales de comunicación, pero sí por medio del chisme callejero, que es la información más requerida por los nativos de estas tierras. Basta que soltemos el rumor maligno acerca de la persona a la que deseamos dañar, y en una semana la liquidamos. Su nombre comienza a estar de boca en boca. Ya ni sabemos si es tan cierto que aquí nadie gana ni pierde reputación.

     Ese fulano es homosexual. Listo. Nadie lo desmiente. El mote lo acompañará así tenga un harén de preciosas damiselas. Decir que alguien es comunista no asusta hoy a nadie, pero, por ejemplo, afirmar que una mujer ejerce la prostitución de bajo o alto vuelo es requemante, y aunque se haga monja de clausura, se mantendrá signada por la denominación que el vulgo ha popularizado.

     El blanco preferido de calumnias o de legítimas acusaciones, son los políticos, nuevas estrellas que reemplazaron en notoriedad a artistas del espectáculo y a deportistas. Atendiendo que el desempeño de este rol tiene un carácter fundamentalmente público, los señores y señoras que optaron por el liderazgo social deben rendir cuentas de sus quehaceres y abstenerse de actividades sexuales o intereses relacionados con este menester. Deben sacrificarse por el pueblo que los votará. Deben ofrecerle la virginidad o, por lo menos, esconderse bien. Utilizar argumentos asociados a valores morales o éticos sería naïf.

     Hace pocos días un sondeo planteaba a la gente qué hacer en caso de que su hijo, su marido o su novio fueran heterosexuales. Los encuestados entraban en pánico inmediatamente, con sólo escuchar la cola de la palabra: hetero... sexual. El término sexual los desquiciaba y el reportero insistía pausadamente: he-tero-se-xual. No había caso. De inmediato, todos, negros y blancos, altos y bajos, ricos y pobres, gordas y flacas, respondían:

     -Lo mato.

     -Lo dejo.

     -Dios mío, me suicido.

     Sólo una madre afligida atinó a contestar:

     -Lo llevo al médico.

     Tanto el sexo como la política ponen en jaque nuestro inestable equilibrio social.



SOBRE CIUDADES

     A veces, de tanto andar y desandar las mismas calles, pasamos por alto los cambios graduales que en ellas suceden. Tal vez el mangal ya no esté, o en lugar de la humilde placa del dentista -que otrora rezaría «sacamuelas»- se levante un ostentoso letrero anunciando: Centro Especializado en Rehabilitación Bucal. Así, con todas sus mayúsculas.

La ciudad crece. Nosotros la conformamos y ella nos conforma. Gran ciudad, gran soledad. Variados son los dichos populares que buscan identificar o promocionar algún rasgo saliente de nuestras ciudades. En el colmo del orgullo: «De Madrid al cielo, y allí un agujero para ver Madrid».

     El slogan de Asunción la define como madre de ciudades. Concepción, la muy noble y muy ilustre... repetíamos desde chiquitos todos los concepcioneros, al mismo tiempo que mirábamos asustados la forma terrible en que nuestra ciudad se iba aislando y empobreciendo cada vez más.

     El desarrollo material de los pueblos produce al mismo tiempo grandeza y degradación -basta con observar rascacielos con paredes espejadas irguiéndose al lado de mansiones coloniales que van desapareciendo, víctimas de la picota-. Pero nada sería cada hábitat sin la energía, el calor y los matices característicos de sus pobladores.

     ¿Qué sucedería si todos los habitantes de Asunción emigráramos debido a una peste, a una revolución o algún mal peor? Si un fantasma «palmeara» indiscretamente un sábado se preguntaría con justa razón por qué nunca detuvo la mirada en esa escultura de mujer núbil, allá, arriba del edificio que fuera confitería o farmacia... Un momento después buscaría azorado a la ciega meditabunda que pedía limosna, e iría recobrando a sus personajes queridos y a sus monstruos, a sus plazas, a sus estatuas, hasta ver girar su ciudad en un caleidoscopio.

     Los colores se esfumarían, chispas saltarían, los edificios se desintegrarían lentamente como en las películas del lejano Oeste, y allí donde estaban las viviendas de lata y cartón, sobre la Chacarita, aparecerían repentinamente. estalactitas de un tiempo sólo guardado en la memoria. ¿Si ocurriera?

     Es tan frágil la línea que divide a la realidad y el sueño. El sueño está siempre más arriba, en la cima de la montaña, a la que a veces accedemos.

     Es la dicha fugaz. La objetividad nos detiene y afirma en la llanura, desde donde, cuando vemos nubes brillantes en la cordillera, recogemos nuestros bártulos y volvemos a casa.



EL AGUINALDO

     La lechera iba gozosa en la fábula, planeando lo que haría con el producto de su mercancía, cuando de tanto entusiasmo se le cayó el cántaro y al suelo fueron a parar sus ilusiones.

     «Plan aguinaldo», ofertan. Miles y miles de sugerencias sobre cómo gastar, perdón, invertir mejor el dinero. Claro que esto es para quienes cobran lo que se considera un premio inesperado y no un derecho. A ver... desde hace diez años me falta una heladera, desde hace cinco una bicicleta, desde hace tres que sueño con una cocina nueva... y las entelequias pueden sumar hasta el infinito.

     ¿Necesidades? Conozco a una señora que quiso planificar muy bien sus compras. Con seis meses de anticipación preparó su lista, la dividió en objetos imprescindibles, en carencias que debían subsanarse urgentemente y en lujos sibaritas desechables. Incluyó también en su presupuesto un rubro de acceso a gangas. ¡Todavía creía en las liquidaciones de los comerciantes, tan generosos! Jamás se le ocurriría pensar que es una forma de desembarazarse de las lacras del sobrestock, esos saldos que la gente no lleva ni de regalo.

     Así fueron pasando los meses, cada vez más y más rápido, mientras la mujer fantaseaba con bengalas y la casa reparada, dos o tres agregados a su vestuario, una lancha... de juguete, a pilas, para el nene. Colocaba al lado de cada palabra primorosamente escrita, cierta cantidad promedio: el posible costo de la fecha. Y su aguinaldo, por supuesto, iba a permanecer inalterable.

     Al llegar diciembre, tan previsora ella, incluyó en su agenda una tarde entera, con permiso en el trabajo, para recorrer tiendas y averiguar los precios de sus ambiciones. Aunque anote diez definiciones de inflación y explique todos los detalles concernientes a la pérdida del valor de la moneda, jamás podrán entender lo que sintió esta señora al regresar a su casa con el fraude aplastando el fin de su inocencia. Aún no había cobrado y olvidó algo crucial: las deudas que fue acumulando durante el año sumaban... cinco aguinaldos.



RECETA IMPOSIBLE PARA PADRES MODERNOS

     Es peor el remedio que la enfermedad, dicho popular que en este caso se aplica porque... ¿hay algo más terrible que no poder dar amor al que se ama?

     Esta es una historia con nombre y apellido, de esas tantas que existen en el mundo, y a cuya protagonista llamamos equis zeta para preservar el «buen nombre» ¡qué cuesta tanto edificar! Letra por letra, palabra por palabra, mes tras mes y año tras año para que después lo destruyan con un chismecito de barrio...

     Equis Zeta creció como una niña normal. Recibió a su tiempo los mimos indispensables de sus padres, que entre una y otra ocupación le dieron palmaditas en la cabeza, además de comprarle todo lo que necesitaba: ropas, alimentos, útiles escolares. ¡Ah! También la llevaban al parque y al cine de vez en cuando, y se sacaban fotografías juntos, para la posterioridad.

     Como se esperaba, después de tantos cuidados Equiz Zeta se convirtió en una buena esposa y madre, en una brillante profesional. Tenía tanto trabajo que casi no le quedaba tiempo para atender la casa. Por suerte, su éxito también le permitía pagar a dos empleadas domésticas que la asistían. Sus hijos estaban siempre impecables: bien vestidos, iban a los mejores colegios y todos los ponderaban. Eran un prodigio estos chicos. ¡Llamaban la atención! Eran tan libres, tan independientes, tan creativos, que gritaban cuando se les antojaba, lloraban a gritos en la vía pública, no paraban hasta ver satisfechos sus mínimos caprichos. ¡El mundo les pertenecía!

     Claro, como papá y mamá trabajaban como locos, casi no había un momento para detenerse a examinar las extravagancias de sus pequeñuelos. Eran muy responsables con las vidas de sus hijos. Hasta contrataron una maestra particular para que siempre tuvieran excelente en aplicación. ¡Hola mi amor! ¡Chau mi amor! Así se saludaban y despedían en los contados segundos de encuentro diario. Eran padres tan perfectos que la mamá se ocupaba de la salud y el papá de la educación. Cada uno cumplía con su deber y se dividían los compromisos porque sus respectivas agendas estaban repletas.

     Los chicos de Equis Zeta, lastimosamente, no se parecían mucho a sus progenitores. Habían copiado los modales de cuanta gente fue contratada para atenderlos, y eran amenazantes u obsecuentes según los escenarios. ¿La obediencia? ¡A quién podían obedecer, si los padres nunca exigieron nada! Estos niños sí que eran las flores más preciadas de un jardín original, sin jardinero. El fresco rocío los humedecía y en el verano se resecaban.

     En uno de esos veranos tropicales uno de los chicos tuvo una enfermedad rarísima. Diligentes, los padres recorrieron farmacopeas, psicoanalistas, payeseras, parapsicólogos, pediatras, espiritistas, yuyeras, sacerdotes... Venga jarabe por aquí, tome su remedio mi amor, teléfonos sonando diez veces cada hora. ¿Cómo está el nene? ¿Sigue gritando? ¿Le tomó la temperatura? A ver, hágale tragar una de las pastillas de la caja celeste, y no lo deje salir del dormitorio. Ya lo veremos a nuestro regreso, a la noche. Sí señora, ¿pero qué hacemos si se escapa? ¡Cómo se va a escapar si lo llavean!

     Así andaban las cosas cuando al final del largo peregrinaje, a través de consultorios de médicos y adivinos, los padres recibieron el diagnóstico final. La enfermedad no era tan rara: falta de amor. ¡Y la receta era imposible de cumplir!



CAPRICHOSA OPINIÓN

     En la contratapa de un diario local cuatro grandes titulares anunciaban: «Tanos y aborígenes en versión criolla»; «Penta graduado mide a un colegial»; «¿Indigestión porcina para el Kelito?»; «El azul puede quedar blanco o viceversa». Así, seguiditos, para desorientar al más experto investigador de deportes.

     Otro tipo de prensa de páginas algo más amarillas describía también recientemente la historia de dos hombres que se trenzaron en una feroz lucha de mordiscos, hecho que parece ser aleccionador, pues en ningún momento utilizaron armas ni golpes de puños: se limitaron a ejercitar las mandíbulas, como una buena forma de luchar por una mujer y ejemplo para los demás hombres que matan, clavan y se pelean con cualquier tipo de armas.

     El siguiente reportaje aludía a los antecedentes de un hombre que mató a otro encajándole siete puñaladas: en su haber se cuenta también la violación de una demente, a la que luego empasteló con bosta de vaca.

     Estas informaciones alimentan cotidianamente el morboso imaginario de miles de personas, conglomeradas en torno a las noticias que a su vez comentan juzgando, criticando, enjuiciando o aplaudiendo.

     Ellos, yo, tú, él, nosotros que calificamos, interpretamos, conjeturamos sobre las tragedias y la fortuna de los demás, conformamos ¡la opinión pública!

     Voluble como ella sola, ordinariamente influenciable, multifacética e imprevisible, la opinión pública es capaz de crear héroes en un solo día y tomarse un año o una hora de tiempo, según su humor, para decapitarlos.

     Frecuentemente espera que le den en bandeja y en un plato de rápida digestión los ingredientes ya cocinados. El criterio que prima está centrado en la anécdota circunstancial, en el novedoso chanchullo o en un escándalo esnobista. El análisis de todo lo que pasa detrás del escenario es tarea para los eruditos. Que mediten y diluciden qué es falso y qué es verdadero mientras la horda trama su pueril e inconsciente dictamen.

     Los integrantes de este primitivo tribunal son los que te excluyen de la participación comunitaria o te catapultan hacia el éxito, así como en las derrotas usan sus bocas populares y mueven abusivamente sus célebres lenguas.

     ¡Ah! No conocen ni aplican la higiene del cuerpo y de su entraña. Sólo con el recogimiento en una isla olvidada por los mapas geográficos, se logra evadir este grotesco e insoportable hedor. ¡Precaución! El contagio del pernicioso mal es rápido y cómodo. La dolencia es incurable y su única ventaja reside en la capacidad ilimitada de destruir los más atávicos sueños de los demás.



¿ADÓNDE SE FUERON LAS MARGARITAS?

     Doña Sebastiana siempre fue muy respetada en su barrio. Menuda, diligente, andaba por allí repartiendo ayuditas a sus vecinas, cambiando uno que otro pañal, calentando el agua de la pava... Su don no era tan simple: aparecía en el momento exacto donde su presencia era requerida, sin que nadie la llamara. Su intuición y su buena voluntad eran sobrenaturales.

     Esta vocacional predisposición para inmiscuirse en la vida de la gente sin importunar, era algo muy creativo: ella decidió los nombres de prácticamente tres generaciones.

     Juntaba calendarios para tener siempre a mano el Santoral. Compraba el Almanaque Bristol, y a veces hasta el Almanaque Mundial, para averiguar las etimologías de los nombres y darse así unos aires de sabia o adivina. Su única recompensa: el pequeño hecho de que la consideraran una especie de intermediaria del destino.

     «Porque el nombre tiene peso y marca la vida de las personas, para su tristeza o su felicidad», se ufanaba mientras repartía a los Gutiérrez, con tres varoncitos seguidos, Luis, Pedro y Juan. Y los Rodríguez aceptaban sin rechistar que sus -hijas mujeres se llamaran, según el orden de nacimiento, Isabel, Josefina, Graciela, Bernarda y Rosita. ¡Ah, cómo le encantaban los nombres de flores para las mujeres! Margarita, era uno de sus preferidos. Aunque también se inclinaba por las combinaciones: María Selva, Lucrecia Lucía, María Elida, Digna Dejesús.

     Era rebuscada con los varones, digamos que un poco antigua... Favorecía a las mujeres, llamándolas con sencillez Juana o Luisa, Delia o Catalina. A los hombres se obstinaba en complicarles la firma del futuro: Leopoldo, Hilario, Severiano, Obdulio, Hermógenes, Nemesio, Calixto, Aniceto... En otras ocasiones tenía la ocurrencia de simplificarlo todo y hasta el capricho de no respetar el Santoral. A la sazón, optaba por Felipe, Francisco, Rufino. Aunque no le duraba mucho. En un descuido se inclinaba nuevamente hacia Gumersindo o Constantino.

     Un día su privilegiado comando de nombres se interrumpió violentamente. En los años 40 algún inoportuno y anónimo rival vio casualmente las películas francesas de la época, e introdujo sin consulta alguna el inentendible pero sonoro Haldée.

     Impertérrita, Sebastiana comenzó su campaña en defensa de Julia y de Juana. Cuando ya empezaba a serenarse y respirar porque la nueva ola retiraba su plantel invasor, ¡ay!, con el boom de Hollywood las películas norteamericanas se impusieron amenazantes. Los pomposos bautismos crearon bastante dificultad ortográfica al secretario de la casa parroquial. Ya era posible que las niñas se llamaran Marilyn López, Elizabeth González, Roxana y Giovanna Pérez.

     «No importa doña Sebastiana, tranquilícese, siempre estamos un grupo que le hacemos caso». Muchos eran los argumentos que se esgrimían con la intención de consolarla. «Si no es tan importante, al fin y al cabo, el nombre que se le pone a la gente».

     -Doña Sebastiana, en Europa, por ejemplo, al primogénito no se le llama como el padre, sino como el abuelo muerto, y entre los judíos hay una regla especial: el primer hijo varón nacido apenas muerto el abuelo paterno, debe llevar su nombre, y en Rusia el segundo nombre quiere decir hijo de fulano, ya que si el padre se llama Vladimir el hijo es nombrado Alexis Vladimirovich y luego viene su apellido.

     Ahora, vieja y achacosa, hasta un poco resignada, ha claudicado. Ha visto la televisión. ¡Quién lo creería! Reparte «Marianas» entre todas las nuevas criaturas de la orilla del río. El Santoral está lleno de grasa en la cocina casi abandonada porque doña Sebastiana no tiene tiempo para nada desde que gasta sus últimos días mirando, mirando telenovelas.



¿ARMAS PARA LOS TIEMPOS QUE CORREN?

     Igualitos a los de verdad. Tan parecidos, que te va ganando un miedo torpe, oscuro, extraño. Un miedo que primero despista, es simple desasosiego, aleteo de picaflor tímido en algún lugar del pecho, y poco a poco se convierte en enredadera que se extiende con la humedad. Crece, crece inadvertidamente en un principio, invadiendo regiones inexploradas del cuerpo. Luego trepa hasta convertirse en monstruo.

Es un pulpo negro que enlaza, aprieta.

     Miedo cotidiano, vago en sus primeras incursiones, duro e inexorable al asentarse con sus rígidos patrones en la sangre, las venitas, las venas, el cabello (que se va poniendo duro y parado mientras la piel de gallina nos remonta a la niñez, a esa manera simple de explicar que se nos derramó agua salus en las piernas).

     Igualitos a los de verdad. Así dice la publicidad. Así me dice el chico que vende frutas en la esquina: «Peras, peras legítimas, auténticas manzanas».

     ¿Será cierto que hasta las frutas están falsificadas?

     Igualitos a los de verdad. Con sus fotografías, aquí, en la revista infantil. A toda página. A todo color. Nada de pandorgas. Estos juguetes tienen otro encanto porque nos permiten ser como los grandes, soñar con aventuras y desvalores, personificar al mafioso de la otra cuadra, ¡matar! Sí, matar.

     Igualitos a los de verdad. Una promoción inocente para tentar a niños... ¿inocentes? Metralletas, revólveres, igualitos a los de verdad. Armas con cargadores y seguros, para ir aprendiendo, que a tiros se anda mejor desde que se descubrió cuán equivocado estaba Cristo al aconsejar que entregáramos la otra mejilla al adversario.

     Por las dudas, esta noche me compraré en sueños un chaleco antibalas, y me consolaré porque ya soy grande y mi papá jamás me compró un arma de juguete ni tuvo él una de verdad...



¿COMISIÓN GARROTE?

     Un grupo numeroso de personas recluidas en el Penal de Tacumbú denunció la existencia de una «comisión garrote» integrada por presidiarios condenados a treinta años de cárcel. Una forma de pasar bien, en esa circunstancia, es el cumplimiento de un rol de vigilancia y castigo, que supuestamente les otorgó el director de la penitenciaría.

     La fábrica de rumores comenzó a funcionar lanzando cinco muertos por la chimenea, y más. Se habló de amotinamiento, de peligro inminente para los reclusos y para la población en general en el caso de que algunos de ellos, delincuentes comunes, se escaparan.

     Muy elocuentes fueron las anécdotas de las disputas y quejas sobre las medidas disciplinarias, que incluyen la tortura, según quienes dieron la cara para referirse a estos tenebrosos asuntos. Entretanto, en los alrededores del penal, familiares de los presos manifestaban también su dolor, su inquietud y preocupación ante lo que sucedía, reclamando seguridad para sus seres queridos.

     Patéticos dramas de la vida real desfilaron ante los paraguayos, hoy sacudidos por otros graves problemas generados por las inundaciones de los ríos -aunque no se ha declarado aún el estado de catástrofe-, la inminente llegada del cólera y otros archiconocidos, como el desempleo y la carencia de una educación que sirva realmente para sobrevivir en dignas condiciones.

     Achacamos la culpa de casi todos nuestros males, precisamente, a esa falta de educación que no abarca solamente el proceso de escolarización formal y el acceso a los bienes de la cultura universal, sino nuestras formas de comportamiento individual y colectivo, nuestras costumbres familiares, hábitos sociales profundamente incorporados.

     Entre estos últimos predomina nuestra facilidad para el olvido, nuestra inconstancia y natural predisposición para conmovernos un rato con las desgracias ajenas y pasar a otra página más livianita si es que las aguas comienzan a subir turbias.

     En el transcurso de «la película» del penal, llegaban autoridades de la magistratura judicial y hacían declaraciones. Paralelamente se entrevistaba a un hombre que yacía corriéndole sangre por la cara, el pecho y los brazos.

     En medio del griterío, nadie parecía tener el sentido común de pedir que se asistiera al herido o se lo trasladara directamente a la enfermería o a un sitio donde pudieran socorrerlo...

     Quizás el corte que él tenía era superficial, pero si su tiempo de coagulación sanguínea fuera muy lento, o si, clavado por un cuchillo, la punta hubiera llegado a un órgano de vital importancia... No, no, preguntarse estas cosas es un lujo. Casi siempre salimos de los vericuetos en los que nos enredamos justificándonos con la famosa frase de «fue una desgracia con suerte» y lo mucho que Dios nos ayuda a cambio de ser tan pobres e ignorantes.

     El mismo día que ocurría la insurrección de «Tacumbú», en grandes titulares se comentaba que las maestras percibieron una vez más sus salarios con cheques, y apuradas, debieron recurrir al cambista que les cobra un tanto por ciento para darles dinero en efectivo.

     Un mes antes les habían prometido que en el futuro cobrarían dinero contante y sonante, como lo hicieron en esa oportunidad. Pero, ¿quién se acuerda? Decirnos y desdecirnos, hacer y deshacer es una ley natural.

     ¿No nos harán falta unas viejas maestras «palmeta», una comisión Garrote Nacional, que nos zurren como a los niños díscolos y haraganes que no hacen sus tareas? Estoy harta de que me cuenten con rostros bobalicones y complacientes, la excusa de que así-no-más-luego-somos-nosotros.


 

¿CÓMO DEFENDERNOS DE LA DEMOCRACIA?

     Un enemigo desconocido nos acecha. Avanza y no sabemos cómo reaccionar ante sus bravuconadas. No tiene forma definida, pero en breves manifestaciones indica que cada día será menos abstracto.

     Resuena su nombre: democracia. Y su potestad, que nunca ha pasado de ser una alegoría, crece como un monstruo en la siesta invadida de presagios. ¡Es el gobierno del pueblo!

     ¿Es el pueblo? ¿Los ministros? ¿Las maestras? ¿El verdulero de la esquina? ¿Yo soy el pueblo? Y si el pueblo somos todos y cada uno de nosotros, ¿quiere decir que ya estamos gobernándonos? ¡De esta manera! En el ensayo de la transición, y con la técnica fuera de moda de la creación colectiva. Con escasos auspicios para el día del estreno.

     Estamos confundidos como en un movimiento de palabras cruzadas o como en el escondite, donde el desencuentro es lo que vale. ¡Ya cualquiera puede expresar lo que se le antoja y recoger vítores y aplausos por más disparatado y reiterativo que sea su discurso! Tenemos vía libre para hacer lo que deseemos, o por lo menos lo que podamos. ¡Libertad! ¡Hurra!

     Somos todos iguales: el haragán y el sacrificado estudiante, el virtuoso y el vicioso. Nos protege la cada vez más grande democracia con su ejército de muletillas, capitaneado por una ex guerrera que tuvo un grave accidente en sus años juveniles y quedó prácticamente desfigurada: doña Participación, animosa, sí, con buena voluntad, ganas de mucho bla, bla, pero lamentablemente con la olla vacía justo a la hora del desayuno.

     Si la democracia no se rodeara de otros demonios de su calaña, el peligro sería mínimo. Ni siquiera sentiríamos esta vaga incertidumbre ante su avance inminente. ¡Buscábamos la uniformidad! y la tenemos, enmascarando su guadaña con graciosas frasecitas de ciclos cambiantes en el mundo entero. El que se crea único, que se muerda la lengua. El que amague acentuar sus rasgos distintivos, que se ate la mano derecha y aprenda de una vez por todas que a alguien hay que robarle las ideas. No existe una receta válida para que la gente se defienda de la democracia. Ni siquiera para que la defienda, por si le asaltaren las ganas.


 

¿DE QUIÉN ES ESTE UNIVERSO?

     Alguien que todavía no se siente de vuelta de nada y quiere vivir a tope todas las emociones sin desbarajustarse, dice que los primeros 25 años de existencia son de formación, los siguientes 25 de producción, y todo el resto del cielo vital (la mejor edad, a partir de los cincuenta) es para disfrutar, con serenidad, las pequeñas y enormes cosas de cada día.

     Quizás este criterio se invalide en parte con el avance científico contemporáneo: ha habido un aumento de la edad promedio de vida pero a la vez hay miles de historias de jubilados que son atacados por la depresión. La actividad también es fuente de salud, energía más energía da energía. Claro, sin castigar a nuestros cuerpos hasta hacer que revienten, ¡plaf! y al hospital o al cementerio.

     Hay un tiempo para todo. La naturaleza nos habla con sus respuestas: nacemos, crecemos, nos reproducimos -a veces- y también tenemos que morirnos aunque no lo creamos. Lo que me disgusta es la manera arbitraria en que clasificamos el valor y el rendimiento posible de la gente según sus edades.

     Me parece ofensivo y terrible que «archivemos» a la gente madura y llamemos viejos a los de cincuenta. Me irrita cada anuncio en los diarios pidiendo profesional para tal o cual trabajo, poniendo el límite: «Hasta 35 años». La gente de mi generación y yo estamos usufructuando este injusto beneficio, y de alguna manera nos hacemos cómplices de la falta de equidad, amparados en un asunto natural (ese lapso biológico cuestionable). Alguna vez también pasaremos la barrera de los 35. De igual manera, no por jóvenes somos tarambanas, pero...

     Un poco ser o no ser, poder vivir y dejar vivir. Qué fácil sería todo así, sin el rezo efebocrático (el mundo es de los jóvenes) ni la muletilla gerontocrática (sólo los años nos hacen sabios). La edad mejor es la que cada uno tiene en el presente, con tanto por conocer y toda la experiencia acumulada, mientras rotan incesantemente los astros.



¿LA FUERZA GREGARIA O LA SOLEDAD?

     El apellido. Qué bien suena, junto al nombre que nos eligieron nuestros padres. Formamos así parte de una familia, y a medida que crecemos, nos reconocemos como miembros de una comunidad, desde ese pequeño mundo de la casa hasta el barrio, el país, esta tierra.

     Posiblemente el hecho más conmovedor es que existen personas que nos admiten en sus vidas, y el círculo afectivo define perfiles de nuestra personalidad: abuelos, papás, tíos, hermanos, amigos, parejas. Seguimos creciendo. «Soy la hija de don Jaime». Poco a poco, aprendemos a deletrear nuestra individualidad, si no caemos en el prototípico: «Soy la esposa del señor o el doctor o el licenciado Mengano». Las señas de identidad se van apilando en el tramo del conocimiento, el que vamos haciendo despacio, solos, y con los otros.

     ¿En qué momento el instinto (o el espíritu, como quieren llamarlo algunos) gregario pone: su marca de fuego? ¿Cuándo asumimos que integramos una nación con sus peculiares rasgos? ¿Cuándo nos afiliamos a un partido político, nos asociamos a un club o a un sindicato? ¿O todo empieza en ese momento en que nos llevan de la mano a la iglesia, y empezamos a repetir interminables letanías, sin comprenderlas, primero, hasta llegar a hacerlas nuestras, confiriéndoles un sentido?

     ¿O la idea de pertenencia a un grupo o una clase comienza con la primera insignia escolar, con el canto patriótico del himno? Cuando me hablaron por primera vez del árbol genealógico, supuse que se trataba de un vanidoso juego, un estado de valores, resonancia social de tiempos que se fueron. Los años, la experiencia, los atávicos gestos, esta manera de caminar y aquella otra de sonreír, me indicaron cuánto influenciaron los bisabuelos en las decisiones presentes. ¡No estamos solos! ¡No nos tenemos sólo a nosotros mismos para personificar lo que somos! Qué gran descubrimiento, qué gran consuelo para los momentos de desolación.

     Luchando, todavía me pregunto si es más fácil remar destrozando embarcaciones en el camino, por falta de maestros guías, o si el quehacer colectivo -con sus choques y conflictos diferentes- supone, merced al intercambio, más posibilidad de elección, más libertad. Un dilema eterno que han solucionado prácticamente las hormigas en su trajín: una a una, enfiladas o dispersas, siempre construyen una fantástica aldea.



¿NADIE SE VA A MORIR PORQUE YO VIVA?

     La fotografía recorrió el mundo de cabo a rabo. Los enormes tanques chinos y, enfrente, la diminuta figura del joven Wang, 19 años, condenado a muerte por tratar de convencer a los militares chinos para que no realizaran una masacre.

     Símbolo de la desgracia que acarrea el absolutismo, Wang soñó que su cuerpo haciendo gestos de disuasión, de auxilio, podía servir de algo. ¿Qué energía suprema, energía misteriosa en defensa de la vida y la libertad lo impulsó al acto suicida? ¿Y vale la pena una muerte más difundida que todas las miles y miles de la China de hoy, para detenernos en esta loca carrera hacia la destrucción? Ir a matar y morir ya no es malo.

     Así el planeta se limpia de paso de la sobrepoblación. Así las generaciones futuras aprenden que para hacer realidad los ideales, todo vale. En defensa de la tierra mucho más. En defensa del pueblo. En defensa de la igualdad (¿igualdad?). En defensa de la justicia. Total, también hay mucha gente que se muere al cohete, por no atender al cruzar la calle o por atorarse con una espina de pescado.

     Mato para que no me maten, dicen muchos mientras racionalizan el contenido del mandamiento bíblico: No matarás. Matar es pecado. Pero alguien tiene que morir, por lo visto, para que otros vivan. ¿Nadie se va a morir porque yo viva? ¿Y si yo muero para salvar a los demás, pero luego mueren todos igual?

     Un dolor casi incomprensible se acuesta conmigo cada noche desde que esa fotografía invadió las primeras planas de miles de periódicos. ¿Es posible que pese a todas las experiencias negativas los terrícolas sigamos empeñados en el absurdo de seguir muriendo y matando supuestamente para preservar la paz?



¿POR QUÉ CONDENAR LA BRUJERÍA?

     «Dijo que era vendedora de diversas mercaderías como por ejemplo vinos, cañitas, aristócratas, etc.». No, no es una parte de la película mexicana que se exhibió ayer en el barrio. Es la transcripción de las declaraciones de una mujer acusada de brujería.

     Una ilusión para adormecer las penurias cotidianas... ¡Fantástico!

     Sin embargo, denuncian a la mujer y utilizan términos bárbaramente irrespetuosos como «práctica ilegal de la medicina». Para completar, la policía la despoja de sus documentos.

     Brujería, curanderismo y charlatanería. ¿No leerá las cartas también? ¿Y las manos? ¿De qué color será su bola de cristal? ¿Tendrá imaginación como para bautizar cada madrugada con nombres esotéricos a sus yuyitos?

     El que pagó por su magia y no la consiguió, es el que debería ser juzgado. Por no tener la suficiente fe. Por no continuar alimentando sus sueños con la misma esperanza con que acudió a requerir los servicios de «la bruja». Y si es capaz de repudiar estas actividades, ¿cómo es que se dio el lujo de ser embromado?

     ¡Cuánta impaciencia! Estos menesteres tienen sus secretos, sus sequías y diluvios, remansos y tormentas. Y sobre todo, su tiempo. Es como cuando le hacemos una promesa a la Virgencita de Caacupé, y conservamos la suficiente entereza y buen estado de ánimo para esperar uno y otro 8 de diciembre. Más tarde o más temprano hay que saldar la cuenta porque se nos concede la fortuna del milagro.

     Es cuestión ultraterrena. Y punto. Hay que entender cuáles son los vericuetos patológicos de la razón, y a partir de ellos realizar arduos ejercicios apoyados en el «Manual de credulidades infalibles para subsistir en sociedades contemporáneas».

     La práctica se complementa con una dieta inspirada en actitudes ingenuas, que son el soporte de una apertura mental y emocional capaz de hacer frente a las más increíbles represiones.

     Todo acto estrictamente voluntario que persigue un fin acomodaticio, depende de las influencias externas con predominancia de elementos derivados de cada peculiar estado ontogenético, dice el manual. Hay unas líneas borrosas y por eso no se entiende bien la sugerencia, pero en resumen, el destino está expuesto a malabarísticos «pases existenciales».

     Como desayuno, nada tan sustancioso como media hora de ensueños. Luego dos horas de descanso. A media mañana se puede atender lo que dice el horóscopo del día. El almuerzo debería estar sazonado con la lectura de una fotonovela argentina. A la tarde es leve el nueve y amanece con el trece para cuanta telenovela rosa se prefiera.

     A las siete hay que bañarse, a las ocho descansar y a las nueve suspirar. Una receta infalible.

     Que, por supuesto, y para paliar su frustración ante la inoperancia de la brujería, se la recomendamos al sufrido señor víctima de tan dramática y alevosa estafa.



¿RESENTIMIENTO SOCIAL?

     No elegimos dónde nacer. Incontenible, el destino nos lanza a la aventura, en principio, probablemente no buscada de la existencia. Nos ubicamos entonces en un hogar, llamémoslo así, constituido o no, sin posibilidad alguna de elección. Cuestión de suerte o de infortunio, como se dice: podemos tener padres honrados y cultos, o un poco sinvergüenzas e ignorantes. ¿Pueden culparnos de ello, o de que seamos gordos o flacos, lindos o feos, graciosos o antipáticos, inteligentes o mediocres, voluntariosos o abúlicos?

     Cada circunstancia está irremediablemente ligada a la familia que nos toca, a la comunidad en la que ella se desenvuelve, a la sociedad ubicada en una nación, en este planeta.

     Las pautas de aceptación o rechazo de una persona, en atención a sus virtudes o defectos, van cambiando a medida que se transforma también el ropaje de las civilizaciones. Así, era digno de admiración que nuestros antecedentes nos honraran con un aristocrático legado, una mediana o gran fortuna económica o un título nobiliario. Después, la democracia y otras razones más determinantes, motivaron que fuera enfáticamente atendido el poder autónomo de realización del individuo.

     «¡Se hizo solo!», dicen maravillados. O: «Bah es sólo la hija de don fulano o el esposo de la señora tal», con gesto despectivo. En vez de que nos honren quienes nos preceden en el árbol genealógico, pasamos a honrarlos nosotros utilizando el potencial de la posibilidad de realizar hazañas, como seres imbuidos de futuro, solos, y, por supuesto, con las ventajas o dificultades que presenta cada situación particular de historia de vida.

     Vocaciones frustradas, truncos proyectos, sueños fracasados... el camino se puede cerrar o, al contrario, acicatearnos con sus desgracias, empujarnos a buscar y encontrar algún tipo de gloria, por más pequeña que sea: la de sentirnos espiritualmente bien, por ejemplo, o evolucionar intelectualmente de manera positiva, o cumplir el antiguo ideal de tener una bicicleta propia.

     Puede explicarse así, perfectamente, que tenemos derecho a guardar, sin sentirnos avergonzados o humillados por eso, la secreta alegría del agradecimiento a los hados que nos favorecen, o un legítimo resentimiento social.

     Resentimiento social. Frase muy en boga últimamente para agredir a quien manifiesta disconformidad con los cánones establecidos. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a pensar que se trata más bien de un elogio, pues sólo aquel a quien disgusta su sociedad, por sus limitaciones, contradicciones, pobreza moral y material, es capaz de lanzarse a la lucha por modificarla.



CÓMO USAR LOS CUBIERTOS

     Cuando pretendemos desmeritar a alguien que de alguna manera nos inspira antipatía, usamos la irónica frase: «¿Ya aprendió a usar los cubiertos?» Para comer, en realidad ni siquiera se necesita un proceso de aprendizaje, y hay algunos que comen más de la cuenta.

     No es ocioso rememorar que con verdadera originalidad e inteligencia práctica quienes nos precedieron en la historia del mundo recurrieron al cuenco de sus manos para beber, a sus dedos para trozar los alimentos y llevarlos a la boca.

     Hoy nos limitamos a utilizar variados tipos de materiales para ayudarnos a consumir frutas, verduras, carnes, líquidos diversos: un niño diferencia bien los cubiertos que corresponden al pescado y al bife de lomito, o las copas para el agua y el vino, hasta llegar a otras exquisiteces distintivas, cosas por demás simples y fáciles de incorporar a los hábitos de urbanidad.

     Lo que no se puede lograr de un día a otro es la manera de ser, algo que va muchísimo más allá de las posturas circunstanciales y la aplicación para ser una persona educada. Muchas veces pensamos que somos cultísimos porque hemos «tragado» un montón de libros o porque tenemos algún título colgado en la pared. Sin embargo, parece ser que cuando más profundamente un individuo aprehende el universo, menos se ciñe a situaciones impuestas, y en más ocasiones busca ser creativo. Volviendo al tema de los cubiertos, que a esta altura del papel ya se ha convertido en un problemón, ¿qué pasará con tanta gente que ha leído famosos manuales de buenas costumbres y no sabe ni puede salirse de las normas de etiqueta allí indicadas? Es trágico. ¿Se resignarán al comprobar que todo es cuestión de moda? ¿Qué dogma los sostendrá ahora que los franceses imponen el esnobismo de beber champagne en un vulgar vaso de whisky?



¿BUSCA PAREJA?

     «Por favor, señora, ¿me puede dar la dirección y el teléfono de la abogada que tiene un consultorio sentimental? La del reportaje que publicó usted». Sería inútil apuntar aquí las innumerables llamadas telefónicas que recibí.

     Es previsible, sobre todo cuando se ponen de resalto valores personales del entrevistado, que los lectores se interesen en comunicarse con el mismo. También es normal que habiendo tantas mujeres casaderas camino a la soltería irremediable, anhelen encontrar un compañero, sobre-todo-en-este-país-en-el-que-hay-tan-pocos-hombres. Remanida frase. «Quiero tener pareja, pero no puedo salir ahora del país y aquí los pocos que quedan están todos ocupados».

     ¡Asombro! Exceptuando a dos o tres mujeres, todos los llamados recibidos eran y son -porque siguen llamándome- de varones. Varones, sí. Machos solitarios o cansados de experimentar aquí y allá sin encontrar su media naranja.

     ¿Serán unos incapaces a los que nadie mira, gente que no tiene virtudes, que no tiene nada que aportar? No. Hablan normalmente. Inclusive hay algunos con voces sugerentes, muy masculinas, que se expresan con seriedad y parecen muy seguros.

     Si hubiera tenido tiempo me habría lanzado a preguntarles qué hacen, por qué no toman la decisión de buscar solos a una mujer que les atraiga, cuáles son sus dificultades para hacerlo. Pero me hubiera puesto a ejercer el rol, yo también, deconsultora sentimental, pensando en una gran cantidad de amigas y conocidas a las que les vendría muy bien facilitarse la tarea de «la pesca».

     El llamativo hecho, sin embargo, me ha ocupado más tiempo del que hubiera deseado. El miedo de amar es quizás el más atroz porque nos compromete a compartir, a dar, a recibir, que son operaciones muy complejas. Tan cómodo es equivocarse y triunfar, sufrir y gozar en soledad, contar con uno mismo para todo, no rendir cuentas de nuestras acciones sino a la silenciosa almohada... Lo que nunca me atreví a imaginar es que los hombres paraguayos también buscan desesperadamente esa «mitad» que muchos pierden en competencias estériles en las que nada se gana ni se pierde.


 

¿USTED SABE COCINAR?

     Cada vez con más frecuencia escuchamos decir a la gente: «Yo no sé cocinar». Y el tono suena orgulloso, como si de esta manera se demostrara poseer una virtud. Como si fuera una especie de alegato en defensa de las cosas trascendentes que se están realizando, y que, según parece, son irreconciliables con actividades cotidianas que no reportan la aprobación de los demás.

     La aprobación en el sentido admirativo. No saber cocinar puede ser el argumento un tanto ingenuo que justifica lo inteligente que uno es, lo interesado que está en desarrollar roles descollantes o lo ocupado que se tiene el tiempo en tareas realmente productivas.

     ¿Por qué en algunos casos consideramos peyorativamente algunos actos humanos que no por modestos o menos difíciles o riesgosos dejan de ser creativos? Aunque esto no ocurre solamente en nuestra sociedad. Los investigadores del tema afirman que para una mejor organización en el mundo contemporáneo las especializaciones cumplen una función importantísima. Distribuyen los recursos humanos y las capacidades de manera a obtener resultados operacionales concretos, redundando al final en beneficio de una vida más armónica y atractiva.

     Así, el zapatero a sus zapatos y el médico a sus enfermos, el ama de casa a lavar pañales y a fregar pisos. Todito en su lugar y todos también contentos y tranquilos. Vale la pena preguntarse si el ideólogo de turno tendrá, en medio de la urgencia que plantea un incendio, el tino de prever una solución inmediata al problema mientras se espera a los bomberos. Digamos que pueda recurrir a una frazada y dar golpes con ella o aferrarse al extinguidor -si existe-; la cuestión es si podrá abandonar en ese momento su escritorio y pasar a la acción.

     No tratamos de desmeritar aquí aquellas ocupaciones de corte más intelectual que otras, sino de, justamente, darles el valor que les corresponde. Aficionados a los rotulitos, nos encasillamos con asombrosa facilidad, limitando de esta manera nuestros pasos, precisamente cuando la simultaneidad de los cambios y las nuevas propuestas exigen mayor flexibilidad, mejor apertura emocional y mental, amplias posibilidades de información.

     Nadie que tenga cierto criterio capaz de avizorar el porvenir, y con los datos de este presente, puede necesitar jactarse de no saber cocinar, lavar o planchar.

     Cuantas más habilidades ejercitemos, por pequeñas y humildes que parezcan, estaremos contribuyendo positivamente a la búsqueda de respuestas originales que nos ayuden a sobrevivir. No es falso esto de «quien mucho abarca poco aprieta». Pero no deja de tener valor aquello de quien siempre intenta algo consigue.


 

EL CHISTE DEL MOMENTO

     ¿Ya conocen todavía el chiste de la guillotina? Conversación más frecuente no existe en nuestro país. Suelta la palabra, como en el juego del teléfono cortado, puede llegar alterada hasta los siguientes oídos, pero el trasfondo permanece. De paso, mientras nos introducimos de lleno en la narración, nos reímos un poco también de nosotros mismos, que fuimos capaces de soportar durante tantos años a dirigentes del país que nos inspiraban una mezcla confusa de lástima y miedo, y motivaban las chanzas más procaces e inocentes.

     Quizás el chiste haya sido utilizado en nuestro país sobre todo en los últimos años, no sólo como un mecanismo de escape... Los chistes que aludían a personajes de la política local, con sus chivos expiatorios (¡no se burla uno así nomás del principal!), mostraban resquicios de indignación. Esa agudeza, esa forma de fantasear y adornar las frases sin cambiar el fondo esencial de cada anécdota, era la tímida expresión de un pueblo en cólera que no tenía otra alternativa. Su supuesta ignorancia lo limitaba (¿!).

     Tomarse del pelo los unos a los otros también tiene su gracia; está la filosofía del «¡pipuu!»:

     -¿Por qué subió la chipa a 150?

     -Porque subió la nafta.

     O la respuesta preferida de todos ante la más mínima queja:

     -Es que subió el dólar.

     Hay que diferenciar muy bien el chiste del chisme. Este último puede mostrar también la habilidad del narrador para captar las murmuraciones del ambiente, las patrañas de moda, y hacer el cuento a su manera, agregándole más y más enredos o inventando directamente lo que luego se convertirá en famosa habladuría. El lío cobra vida a partir de aquí, por sí mismo. Sálvese quien pueda de esa maraña.

     En cambio, la ingeniosidad del chiste logra desatar sin vueltas el fenómeno de la comunicación. Con seguridad, lo poco que podíamos hacer era burlarnos de nuestros opresores. Más que desahogo, el chiste cumple su función distensora.

     Inclusive entre los anteriores ocupantes del Palacio de López se escuchaba cotidianamente, entre sus máximos y sus mínimos propietarios: «¿Sabés cuál es el último chiste?» Las carcajadas retumbaban en los vetustos salones...

     La tradición oral va modificando el texto una y otra vez, prevaleciendo, sin embargo, la idea esencial de cada chiste. Uno por uno, también, van siendo guardados en esa imprecisa memoria colectiva que muy fácilmente se convierte en desmemoria en nuestro país, según cambian los vientos.

     Una muestra que sintetiza en parte la manera en que se van estructurando nuestros chistes locales, es la siguiente:

     Descubren quién es el autor de los más repetidos chistes sobre un conocido personaje, el que con más énfasis ha sido depositario de las burlas de la población antes de que apareciera un muy educado señor que compartió las glorias con su compañero de causa.

     El protagonista encara al inventor de los chistes:

     -Por qué se toma conmigo y sólo conmigo, qué le he hecho yo, ¡por qué se ensaña así!

     -No señor, yo no me ensaño.

     -Le he faltado al respeto alguna vez, ha sufrido por mi causa... Explíqueme por qué sólo fabrica chistes sobre mi persona.

     -Yo no quiero faltarle al respeto, señor, lo que pasa es que usted me inspira tanto humor. Los chistes sobre usted me salen del alma.

     -Confiando en su buena fe, le voy a pedir que termine con esas historias. Cuénteme un chiste, un solo chiste, en el que yo no esté involucrado.

     -Sí, señor. Su esposa está embarazada.

     Nadie desconoce el chiste del Mentholatum. Se van Mario Abdo, el cuatrinomio completo y unos cuantos amigos -once en total- en un avión. Es un viaje agradable, pero el avión se va a caer, se está cayendo, y sólo hay diez paracaídas.

     -¡Hay que saltar, qué vamos a hacer, si somos diez nomás! -grita el más vivaracho.

     -Tírense nomás ustedes, yo voy a encontrar la forma de sobrevivir -dice Mario Abdo-.

     Ahora caminan todos, perdidos en la selva: «Pobre Mario, dio su vida por nosotros», dicen. Siguen caminando y lo encuentran a unos cien metros del lugar en el que cayeron. Está tirado allí. Tiene el puño super apretado. Le abren la mano y adentro encuentran mentholatum, para caídas y golpes.

     Así de simples eran aquellos chistes. Como el del DC 10. Entra el protagonista al avión y ¡bum! se golpea la cabeza. Qué estruendo. Mira hacia arriba y lee DC 10. Entonces se da nueve golpes más en la cabeza.

     Están los semi procaces. ¿Qué hacés Fulanito para tener tanto éxito con las mujeres? «Entro en la casa de cada mujer gritando, dando patadas, destrozando muebles, en suma, haciéndome sentir como bien macho que soy». Esa tarde el protagonista entra a su casa atropelladamente, resoplando, injuriando, rompiendo muebles y cristalería. Desde el dormitorio, su mujer («¡se equivocó de nombre, no es el mío!») susurra dulcemente: «¿Sos vos, Fulanito, mi amor?».

     Otro, que no es pícaro, pero muestra el afán de competir que existe entre los nuevos ricos. Ya otra vez Mengano se compró el último modelo de avión. El protagonista, furioso, hace pedir un catálogo de aviones para comprarse uno mejor. De Estados Unidos le llega el de más reciente publicación. Mira, elige. Hace el pedido. «No me va a basurear Mengano, le voy a ganar con mi avión». Como no sabe leer inglés, hace mal el pedido. Así que cuando recibe en Asunción su nuevo juguetito que cuesta varios ceros en dólares, después del primer numerito, exclama: «¡Qué lo que hicieron! ¡Yo les pedí un avión con aire acondicionado y me mandan uno con ventilador!» Lo que él estaba recibiendo era un helicóptero.

     Hablando de ventilador, está uno que ha trascendido nuestras fronteras inclusive, y es uno de los pocos chistes conocidos contados públicamente sobre nuestro ex gobernante:

     Muere el presidente Stroessner del Paraguay y va al cielo. Luego muere la esposa y va al cielo. La recibe San Pedro en una enorme recepción.

     -¡San Pedro! ¡Qué cantidad de relojes hay aquí!

     -Sí, son testimonio del paso de cada presidente del mundo, por este lugar, sin ninguna discriminación. Cada uno de ellos tiene su reloj.

     -Pero estarán clasificados, porque algunos andan rapidísimo y otros muy lentamente.

     -Sí. Los que andan despacio pertenecen a los grandes presidentes, a los que han amado a sus pueblos y han tenido en cuenta los intereses populares, a los verdaderos demócratas.

     -¿De quién es ese que parece a punto de detenerse, de tan despacito que anda?

     -Es de Lincoln.

     -¿Y el otro que anda tan rápido?

     -¡Ah, ése es de Mussolini!

     -¿Y ése que parece a punto de volar?

     -¡Es del temible Hitler!

     -¿Me puede mostrar el reloj de mi marido?

     -Perdóneme buena señora, ése es el único que no está aquí. Lo ha llevado Jesús a su habitación para usarlo como ventilador.

     Otros chistes ya más recientes hallaron un coprotagonista de excepción, el célebre Ñandeyára Taxi o embutido: «¿No sabés sobre qué entró Jesús en Jerusalén? ¡Pobre burrito, el ministro de Educación!

     Los últimos chistes, después del 2 y el 3 de febrero de 1989.

     Entre los preferidos se encuentra la guillotina. Bueno, les dice el magnánimo presidente a los ex ministros y al secretario privado: Utilizaremos a pedido de la población un método que tiene siglos: la guillotina. Si funciona, mueren, si no funciona, se salvan y quedan libres merced a los designios de Dios.

     Va el primero. ¿Con capucha o sin capucha? Con capucha. ¿Boca arriba o boca abajo? Boca abajo. El verdugo acciona la guillotina, no pasa nada, está trancada. Se salva. Viene el segundo ex ministro. Preguntas rituales. Se cumplen los últimos pedidos del reo. Se salva. Igual situación se produce en el tercer caso, hasta que le llega el turno al secretario privado del ex presidente. ¿Con capucha o sin ella? Sin capucha. ¿Boca arriba o boca abajo? Boca arriba. Se coloca. De repente, grita: «Esperen, esperen, ya sé lo que está fallando en la guillotina!» Y les muestra cuál es el mecanismo defectuoso.

     Se han hecho muy populares otros chistes calentitos, como este: Llega preso M. A. a la Caballería y pide una escoba. «No se apure, que usted también tendrá su tarea de presidiario». «Es que -contesta el hombre- mi general siempre decía que hay barrer con la Caballería». Otro: El mismo M. A. está cruzando en un bote el río Paraná, para escaparse de los de la Marina que lo quieren apresar. «¡Su esposa, don Mario!», le gritan desde la orilla paraguaya. «Mi pobre esposa» -dice don Mario- y retorna ante el imprevisto recuerdo. Cuando llega a tierra le colocan las esposas y lo llevan detenido.

Mayor prudencia

     Algunos le denominaron a éste Mayor Prudencia, pero el público está acostumbrado a contar el chiste con el nombre de Sigilo. Gracias a unos pesitos -dicen- lo van a «soltar» a M. Abdo. «Salga usted a las doce de la noche, pero con cuidado, con el mayor sigilo». Al día siguiente lo encuentran a M. A. en su mismo lugar de siempre. «¿Qué pasó, por qué no se escapó usted? Es que le estuve buscando toda la noche al Mayor Sigilo y no lo encontré, nadie lo conoce».

     Difícil realizar un trabajo completo de recopilación. A veces cuesta, además, distinguir la ficción de la realidad. Lo cierto es que hemos podido observar cuánto desprecio sienten los paraguayos hacia sus mandatarios mediocres. Uno de los chistes muy festejados es el que asegura que gran parte de los ex jerarcas hoy detenidos saldrán en libertad urgentemente, esta semana, porque comenzaron las clases y es mejor que ellos también empiecen de una buena vez a ir a la escuela.

El efecto de transgresión

     La psicoanalista Mara Vachetta Boggino explica muy bien cómo funciona el chiste.

     Ejemplo: La señora tiene en brazos a su gatito y lo acaricia. Una curiosa le pregunta: «¿araña?» «No, gato», dice la dueña. La palabra araña designa al animal y también a la agresión por las uñas. El efecto chistoso se da cuando la palabra se usa en un sentido inesperado. Todos entendemos que la curiosa quiere saber si el gato ataca con las uñas, en cambio la dueña lo usa en el sentido de animal (idad).

     Toda palabra es polisémica, es decir, remite a muchos sentidos, y la relación entre la palabra y el sentido es bastante lábil. «Si digo que la relación entre la palabra y el sentido es lábil, quiero decir que no hay razón de llamar a la vaca, vaca, o perro al perro. Ya vemos que los ingleses llaman dog a este último animal».

     La palabra permanece, su sentido se desliza y este desplazamiento es tan repentino que nos reímos.

     El chiste siempre tiene que ver con un sentimiento de liberación, pues como vemos la palabra no se ata a un solo significado. A veces no queremos decir algo pues se trata de un deseo prohibido o es de mal gusto o es tabú, y enviamos a otra palabra para que lo reemplace. Por ejemplo:

     Durante un examen el profesor, cansado de los disparates que dice el alumno, le pide al chico de la cantina: «Joven, tráigame un atado de heno», a lo que el alumno responde: «A mí tráigame un café». Como vemos, al pedir el atado de heno el profesor sugiere que el alumno es un burro. El alumno, al pedir café, sugiere que el burro es el profesor.

     Otro ejemplo: El juez le dice al marido cornudo: «¿Tiene pruebas convincentes de que su mujer le engaña?» «¡Ah -dice el desgraciado-, no sólo con Vicente, con Pascual también».

     Para los psicoanalistas, la comprensión de la estructura del chiste no es un simple entretenimiento. Ellos tienen una premisa general que es que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. En un psicoanálisis no importa tanto lo que la persona quiere decir sino aquello que dice a pesar de sí, lo que es desconocido aún para él.

     De ahí la importancia de los olvidos, los lapsus, las equivocaciones orales y los actos fallidos para la comprensión de los síntomas del paciente.

     «Freud enseña que todas estas formaciones inconscientes (lapsus, actos fallidos, olvidos) tienen el mismo funcionamiento que un chiste. El deseo, que no se puede expresar, se desliza hacia otros sentidos gracias a esta cualidad de la palabra: se realiza a través de estas fallas de la palabra... De ahí el efecto de transgresión que nos dan los chistes.


 

¿Y LOS OTROS?

     Es como si ocurrieran en otro país, en otro planeta... Los grandes problemas. Si nos referimos al Paraguay, podremos ver que es actualísimo hablar de la suba de precios de los panificados, de los fideos, de la energía eléctrica. Hablar de lo que sobra: del agua que invade rancheríos y otras zonas con perfil diferente. Son cosas que nos atañen, sí.

     Pero las vemos un poco lejanas, como esas noticias que la radio, urgentemente nos lanza y las recogemos en medio de la prisa cotidiana. A otro menester, no hay tiempo de meditar todo, todo lo que pasa.

     ¡Nos ocurre a nosotros! Sí, es cierto, bueno, habrá que ajustarse el cinturón y... ¿Y los otros? Es como una enfermedad terrible, como la muerte misma: no comprendemos estos fenómenos hasta que nos suceden a nosotros, hasta que también nuestra casa se inunda. De lo abstracto a lo concreto hay así, un solo paso, aunque no se llegue a la sensibilidad social, mucho menos a la acción colectiva. Es el dolor individual, es el grito de ¡por qué a mí! Nada más. Es la impotencia.

     Consuelo, sí, probablemente podamos dar. Unos consejitos: Isch, no es nada chamigo, tranquilízate, ya pasará, después de la tormenta siempre brilla el sol...

     ¿Y esto cómo se digiere? El ánimo no se levanta sólo con una sonrisa o un gesto de cortesía. El buen humor no es un estado que gratuitamente nos otorga la naturaleza, ni un don. Tiene que ver con toda una disciplina de existencia, con muchos años de ejercicio mental, físico, espiritual, y con lo que de este afán se interrelaciona permanentemente con el medio. No estamos solos. Nos necesitamos.

     ¿Podemos comenzar a conjugar de manera práctica y yendo un poco más allá de la gramática?: Yo te necesito, tú me ayudas. Y más a nuestro estilo: vos me necesitás, yo te ayudo; nosotros nos necesitamos ¡ayudémonos!

     Si esto no funciona, envíen breves sugerencias a vuelta de correo. Ah, mejor, adjunten medio kilo de yerba o de café. ¡Qué frío hace!


 

¡AH, LOS VALSES VIENESES!

     Antes del 2 y 3 de febrero había, por supuesto, muchos temas intocables. Después de la histórica revolución fueron disminuyendo los viejos silencios y surgieron nuevos, pocos, pero tabúes al fin.

     Veamos uno que se ha podido tocar, con pinzas, sí, delicadamente: el tema de los militares. Recuerdo que en su programa En Tránsito, en radio Cáritas, Juanita Carracella abordaba el asunto con sus entrevistados dándole participación a la audiencia. Varias personas formulaban preguntas pertinentes o hacían acotaciones, cuando llamó una señora para quejarse: «Por qué no tocan valses vieneses, que caracterizaban a esa radio, yo hace muchos años que no estoy en el país y he vuelto para participar aquí con estos aires que soplan, busco en el dial y no encuentro mis valses vieneses».

     Pueden imaginarse el espacio en blanco al otro lado del micrófono. ¿Estaba la señora desconsolada [151]sólo porque hacía rato no vivía en nuestro país y desconocía nuestra ansiedad de información veraz, de discusión? ¿O representaba a un gran sector de la población, ése que aún hoy sigue protestando «porque ya no saben más qué decir, hablan sólo de política y de política escriben como si allí se terminara el mundo y la vida no estuviera hecha de otras situaciones, chiquitas pero importantes por más que salga un dictador y entre un nuevo presidente?».

     Y la otra posición: «Ya son muchos nuestros problemas, para seguir escuchando sobre crisis, fraudes y falta de conciencia; a ver qué hay en la FM para levantar un poco el ánimo».

     Hoy dicen que va a sonar la campana anunciando que terminó el recreo. ¿Qué recreo? A la clase es que entramos, a estudiar algunas cosas por primera vez. Cosas buenas y malas de siempre, que no es fácil tampoco hacer trampa.

     Campana para el recreo. Eso necesitamos después de tanto tiempo de agachar la cabeza, cuchichear y mirar hacia los costados a ver quién era el soplón de turno. Queremos que suene la campana para salir al patio a hablar de las muchas cosas que no hemos podido decir con la cara descubierta.

     Y que por lo menos allí, en el patio, no se metan con nosotros los maestros -palmeta, ni nos reten ni nos traten de alarmistas porque vemos que el río crece y se inundan las casitas o porque las temperaturas son de 40 grados Celsius a la sombra, o porque se señala con nombre y apellido a los delincuentes y se exige proceso y condena.

     Si realmente podemos crear sin exasperante lentitud un verdadero clima de libertad, claro que dará gusto no sólo oír, sino también bailar los valses vieneses, las polcas, un buen rock, ¡y revivir el agogó!



¡HAGAMOS EL AMOR!

     Profetas del desastre universal aseguran que la causa nada secreta de nuestras enfermedades y miserias, es el desconocimiento de los valores de la nobleza y la generosidad, tan afines a los sentimientos, a las emociones positivas que hacen que nos encontremos bien y podamos dar y recibir amor.

     Los muy cínicos cuentan con expresión cándida que las pestes -el SIDA, por ejemplo- equilibran nuestra especie. Así mueren millones de pobres de una sola vez.

     Lo mismo ocurre con las guerras, que además de liberarnos en poco tiempo de molestos seres humanos que acrecientan la superpoblación del planeta, aseguran el comercio de sofisticados armamentos, abultan las cuentas bancarias de los empresarios del sector bélico, que ocupan importante mano de obra y redistribuyen la riqueza entre los privilegiados sobrevivientes.

     Así de sencillo. Si usted mata porque sí, es un delincuente, pero si mata a muchos en una guerra, es un héroe y ni se da cuenta de la colaboración que presta a los grandes negocios. Ni «comisión» le pagan, apenas unas medallas y una magra jubilación como excombatiente. Arréglese como pueda sin la pierna que le cortaron y discúlpeme que no le tenga lástima. Sólo le hubiera aplaudido si fuera desertor y me contara cómo hacía el amor en un yuyal con su mujer, mientras sus camaradas marchaban hacia el frente de batalla.

     Exactamente ahora los países con guerras civiles o conflictos internos son: Azerbaiyán- [153]Armenia, Tayikistán, Georgia, ex repúblicas yugoslavas (Bosnia-Herzegovina, Croacia, Serbia, Montenegro), sur de El Líbano (milicias musulmanas de Hizbullah y palestinas contra el ejército de ocupación israelí). También se incluyen Somalia y Sudán.

     Los países en los que actúan movimientos guerrilleros son: Perú (Sendero Luminoso, Movimiento Revolucionario Tupac Amarú), Colombia (Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar), Guatemala (Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca) y Filipinas (New People's Army).

     Los países desarrollados con problemas de violencia interna son: Gran Bretaña (Ejército Republicano Irlandés) y España (E.T.A. y grupos más pequeños nacionalistas y de extrema izquierda).

     Los países que recientemente terminaron guerras civiles o internas y viven en precarias situaciones de paz son: Angola, Etiopía, Afganistán, Cambodia y El Salvador. Quizás hay zonas misteriosas del mundo en las que ya se está realizando el juicio final y los reporteros, ocupados en promocionar los conflictos más notables, ni lo olfatean.

     Las Naciones Unidas siguen tomando serias medidas y elaborando estrategias. Especialistas, politólogos, eficientes señores empleados públicos de los servicios diplomáticos se ajetrean en pasillos de oficinas y palacios de gobierno. Entretanto, en algún descampado mueren miles o inocentes civiles que fueron a hacer las compras son masacrados en pleno centro de una ciudad. Esta es la forma en que se desenvuelve nuestra civilización del siglo XX.

     Mientras siguen los estudios de los analistas y los trámites burocráticos, mientras suena el teléfono rojo en la Casa Blanca de Washington para pasar un informe y recibir nuevas órdenes, mientras en los siete países más industrializados del mundo discuten sobre nuestro destino, mientras las guerras entran a nuestros dormitorios desde la televisión, en vivo y en directo, haciéndonos un poco cómplices del hecho... por favor, por favor, hagamos una tregua, ¡hagamos el amor!


 

¡HONOR A LAS ARRUGAS!

     Diez años atrás, si nuestra indumentaria presentaba la mínima arruga, éramos desaliñados ante los ojos de los demás. Nos daban a entender obviamente que también éramos sucios. Después vino la moda de la ropa arrugada a propósito, de esas que se lavan y aunque se tiendan prolijamente y se planchen con dedicación, siguen manteniendo el motivo del diseño original, las arrugas, tan prácticas y manejables. Nos ahorran tiempo, siempre estamos regios, nadie nos mira de soslayo y todos se enteran de que tenemos dinero en el bolsillo, porque, ojo, las arrugas a propósito cuestan caras, sobre todo si fueron creadas en suave algodón.

     Hay otras arrugas menos adaptables, como las que se graban en una obra de arte en cartulina que aún no pudimos llevar a la casa que enmarca cuadros, o en los papeles de regalos que guardamos para envolver otros que empaquetaremos en casa, en los cuadernos de deberes de nuestros nietecitos...

     Pero la más fastidiosa de todas las arrugas es esa que de un día para otro se estrena justo en la comisura de la boca. Es rara, pero existe y compite seriamente con los finos hilitos, dos o tres, que se alinean arriba del labio superior. También son de cuidado los canalillos que definen nuestro ánimo justo en el entrecejo, y las arrugas horizontales [155]de la frente, tres o cuatro más según la cantidad de parejas que tendremos, no, qué digo, según el número de hijos o algo por el estilo.

     Las dos arrugas más odiosas -las tengo bien catalogadas- son las que entre nariz y boca forman esa especie de triángulo de la amargura.

     ¡Cuántas mujeres amanecen y se colocan frente al espejo para realizar la investigación más importante del día! Una más, que ahora ha profundizado su huella, ¡y las famosas patitas de gallo, insidiosas, insistentes, incalculables... intransferibles! Guárdenos Dios de ellas, perdónenos nuestros pecados, ayúdenos a juntar el buen dinero para recurrir al mejor cirujano estético del país, dénos las horas necesarias para el reposo sano, que no hay en realidad otro método, Virgen Santa, más que el sueño y la buena alimentación para enfrentar en glorioso combate a esta peste de la edad, este castigo del cielo, este atentado impúdico contra la belleza y las buenas costumbres.

     En tamaña preocupación nos embarcamos miles de personas (se incluyen hombres en la loca carrera). Las industrias de cremas y aceites para retardar el envejecimiento prosperan por doquier, viejas recetas se desempolvan y habemos cada vez menos incautos, al mismo tiempo. El bisturí no borra milagrosamente las arrugas de un rostro. Lo estira, lo acomoda, hasta ennoblece ciertos rasgos y tal vez atenúa la agresividad de un perfil con la limadura de un hueso de la nariz, pero un surco ya formado, no desaparece. O al fin de cuentas, quizás desaparezca.

     Lo que me encantaría clarificar es si existe la forma de borrar las arrugas del espíritu, las mías y las ajenas, y si es posible que llegue muy pronto una moda que pondere las arrugas en la cara, que las vea coquetas y apetecibles... Hay gente que consigue ser honorable a costa de sus arrugas, de su respetable edad. ¿Será posible que con arrugas o sin ellas podamos obtener reconocimiento por nuestras buenas acciones? O más bien, ¿será posible que dejemos de prestarles tanta trascendencia a las estúpidas, insoportables arrugas?


 

¡NO SÉ!

     No le gasha soca a la javie calo, decían unos niños cuando su mamá les instaba a reflexionar sobre sus acciones, con la perorata de que las mismas siempre tienen una consecuencia positiva o negativa. Si invierten las sílabas de cada palabra descubrirán la oración correcta: No le hagas caso a la vieja loca, que ejemplifica muy bien el sentimiento instintivo de rechazo que surge ante los consejos atinados o no que padres, amigos o maestros blanden casi como escudo protector. Esta resistencia surge una y otra vez en el proceso de enseñanza-aprendizaje que se da en la casa, en el aula o en el sitio de trabajo.

     Sólo amamos lo que conocemos, y por ende nuestros amores son fragmentarios, y nuestros conocimientos, parciales. Saber o no saber, ¡qué dura es la diferencia!

     Y como todas las cosas tienen dos o varias caras, el desconocimiento de un tema nos ubica en diversas situaciones y perspectivas. Ya no es como decía aquel viejo líder del coloradismo, que hay que ser café o leche, que no se puede ser café con leche. Ahora valen el café solo, la leche, el café y la leche, la leche y el café, y cualquier otra mescolanza que se quiera agregar. ¡Los tiempos cambian!

     Cuando decimos «No sé», podemos actuar con sumo desparpajo haciendo gala de nuestra ignorancia, o sencillamente prevenirnos por temor a una equivocación garrafal. La otra posición es la de negar que no se sabe algo, negar y negar hasta desconcertar.

     Algo que nos sucede frecuentemente entre paraguayos, que somos duros como piedras para decir «no sé», lo representa el siguiente diálogo.

     -Buenas tardes, señor, ¿sabe dónde queda la calle Ayolas?

     -Ehhh... me parece que se tiene que ir dos cuadras y después doblar a la derecha y desviar después del árbol hacia la izquierda, y allí sí que hay una casa blanca con verja verde y seguramente su perpendicular ya es esa calle...

     -¿Dos cuadras hacia acá o hacia allá?

     -Este... por qué no tantea por los dos lados señora, porque sabe que yo no soy de aquí.

     Si el que intervino como preguntón no es compatriota, se interrogará a sí mismo sobre el profundo significado de la comunicación humana, y, hecho un lío, remitirá sus dudas al análisis de lo que acaba de sucederle: ¿Por qué me hizo perder el tiempo? ¿Por qué no me dijo desde un principio simplemente no sé dónde queda la calle Ayolas? ¿Se estaría divirtiendo el hombre? ¿Habrá querido burlarse de mí? ¿Será éste su pasatiempo favorito? ¿O es que los ciudadanos de este caluroso país mediterráneo son todos campesinos disfrazados de piratas urbanos?

     Pero hay algo todavía peor: un deporte muy practicado en la bella nación guaraní es la fabulación. En vez de decir no sé cuando la circunstancia lo exige, nos lanzamos a una cháchara que hasta trae a colación el logaritmo no sé qué de la chum bam bom glu glu glu de la mecánica cuántica. Y para justificar el invento nombramos sin falta al investigador de una muy prestigiosa universidad norteamericana. Cómo no, norteamericana tiene que ser.

     Por un lado, es vergonzoso pasar la vida repitiendo cuarenta veces al día, y con angustia y complejo de inferioridad, esas dos palabritas tan breves, y por otro, no sería inconveniente que casi, casi -como el preso nuestro que se cosió la boca cuando hacía huelga de hambre-, nos plantáramos una especie de bozal-cartel ante la boca, que rezara, en períodos de veda, la clásica frasecita defensiva: ¡No sé!



GRABE LAS LLAMADAS TELEFÓNICAS

     La realidad sociológica, económica... la realidad total está en las secciones de clasificados de los diarios. Para qué recurrir a sesudos análisis de especialistas enterrados en sus escritorios, si en medio de la agenda de trabajos, negocios e inversiones, licitaciones, mensuras, asambleas, edictos, sucesiones, está todo. Aquí, en la lancha pescadora debajo de la que se miente: regalo.

     No hay trueque que falte, apostador que sobre. Recorriendo perezosamente las líneas vemos los subterfugios, los anuncios encubridores de otras actividades, los préstamos hipotecarios cargados de lágrimas y muertes.

     Masajes y fumigaciones campean entre créditos, dinero en efectivo, remates, compras, ventas, autos, licuadoras, letreros, residencias, electricistas, plomeros... ¡Lo que quiera! Estancias, campos, montes, granjas, profesores, ordenanzas, costureras, la lámpara de Aladino, la danza de Inmobiliarias, el terrenito soñado, el árbol propio y el coche mau. Hasta jóvenes de ambos sexos.

     Luego, fulminante, el anuncio: «Grabe las llamadas de su esposa o/y empleada a través de un aparato alemán de fácil manejo».

     En este rincón gráfico se cuenta sin prisa la historia del mundo, la de la cafetera, el botón, la buscona y el desconfiado. Los cuentos de nunca acabar. Las manzanas prohibidas.

     ¿Se le ocurre preguntarse por qué no se oferta el aparato-teléfono-grabador-espía-policía también para que las confiadas esposas controlen si sus ejecutivos maridos están en reunión de directorio? En realidad no hace falta ninguna sofisticación tecnológica, si en la misma sección de clasificados la mujer puede encontrar un patrón, un marido nuevo, un jovencito. O... un curso por correspondencia para ser detective del sol y de la luna.



¡OH, FAMA!

     Ejércitos y solitarios individuos han sudado la gota gorda en búsqueda de la fama, el poder y la gloria. En la lucha, unos han muerto sin obtener recompensa y otros debieron contentarse con la mala fama.

     Casi nadie logra evadir esa tentación luminosa de una cuota de eternidad que puede ser satisfecha con la paternidad, en la prolongación de un apellido o con el desarrollo de una obra original en cualquiera de las áreas que nuestra civilización valora.

     Pero no siempre tenemos la fuerza y la constancia que llevan hacia el éxito. Las contingencias influyen para que un proyecto se desmorone a pesar del gran esfuerzo realizado. Caprichos del destino.

     Los que disputan para ser candidatos a presidentes de la República, se convierten en celebridades, pero a qué costo. Después de todas las acusaciones mutuas, sus nombres aparecen para siempre embarrados, sean falsos o verdaderos los actos delictivos que se atribuyen. Allí donde menos se piense, en el coro de adulones de turno o en la fiesta patronal a la que asistirán como protagonistas, varios de los asistentes pondrán en duda su honorabilidad.

     ¿No es más sencillo y fácil, entonces, seguir la larga siesta, siempre cómoda? ¿Por qué quien llega al escalón número tres sueña con el quinto? ¿Por qué el que se hace rico también aspira a que se conozcan sus ideas y pretende influir sobre las conciencias ajenas, y hasta añora el arbolito que plantó en el pueblo de su infancia? ¿Por qué se quiere más, se quiere todo, aunque a cambio la reputación, a veces en aras de las fantasías de los envidiosos, quede al ras del suelo?

     Esta es una pregunta de difícil contestación. Surgen nuevos apetitos existenciales, la competencia con los otros cede el paso a una lucha con uno mismo, uno-único, y hasta el más turulato se plantea el consabido por qué no yo, por qué, si la cantante Madonna tiene millones de consumidores en todo el mundo con una fórmula tan simplista como la del ataque a los viejos principios y tabúes de Occidente.

     Aquí el mercado es chico, ni vale la pena aspirar a la fama, dirán. Sin embargo, el movimiento sicológico que nos impulsa a desear la aceptación y el reconocimiento no se fija en variables estadísticas ni en oportunidades que derivan del lugar de nacimiento, la época y los usos imperantes. Ese anhelo de admiración y amor es la clave de la conducta del hombre y la mujer contemporáneos, que como en ninguna otra etapa del desarrollo del Planeta se embarcan en mil guerras queriendo ser algo, queriendo ser alguien. Y en esta brega muchas veces consiguen exactamente lo contrario de lo que pretenden. ¿Se acuerdan? Soñaban con una legión de amigos, con el afecto desinteresado, con el aplauso, y hoy se ven cercados por escépticos o por enemigos. Después conocerán también la soledad del poder y el precio de la fama.


 
 
 
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