ORGULLO DE FAMILIA
Por MAYBELL LEBRÓN
Noche a noche, sola en la cama enorme, con losojos abiertos fijos en el techo de sombra, me acecha tu presencia. ¡Vete! Ya todo acabó. Déjame en paz.
Y te veo en mis brazos como un fardo palpitante, deshecho. Ellos se habían ido, solo encontré tu mira-da implorante y las manos aferradas al marco de la puerta. En el pecho, dos agujeros, y la sangre espesa resbalando, resbalando. Abrazado a mí, te arrastré al dormitorio. La voz me salió ronca de miedo y desesperación: Voy a llamar al médico y a la patrulla. No te mueras, por favor. Y tú: No lo hagas, acabo de matar a un policía.
El sonido del reloj salpicaba el aire quieto mientras la mancha roja iba devorando la blancura de la camisa. Te vi encoger al oír mi grito ahogado. Acaricié tu frente: Tranquilo, te escucho. Susurraste: Nos descubrieron, tráfico de drogas.
Reculé. Miré tu cara contraída, grasienta de sudor. Las pupilas espiándome desde la rajadura de los párpados. El rechazo y la lástima me aguaron los ojos. Algo estalló muy adentro; dejé de funcionar. De pronto, ese desconocido. Nuestros hijos, hijos de un rostro de primera plana. Intenté olvidar, estrecharte entre mis brazos como antes. Ya no. Dolor, vergüenza, domingos al otro lado de la reja y tú dentro, pudriéndote. Desgraciado, todo fue un engaño. El rompecabezas iba tomando forma, se volvía insoluble: entregar-te o perdonar. Me faltaba coraje. ¡Dios mío! Droga, brazos acribillados, rostros enloquecidos. Eran hijos de otros padres, los dejabas morir de sobredosis o de sida y amanecían tirados en algún callejón. Te habían herido por lo que eras: un asesino, y yo, la estúpida amante, dormía a tu lado sin saberlo.
La saliva pegoteada en la garganta me impedía respirar. Vi mi rostro descompuesto en el espejo, con la boca incrédula y los brazos colgantes. Tu olor me subía a las narices con un cosquilleo dulzón: olor a parto o a muerte. Contemplé mis manos pringadas de sangre, de tu sangre; el cuerpo perforado de prolijos redondeles desbordando tu savia. Debía cegar esos ojos diabólicos para que los tuyos continuaran abiertos. Presioné los algodones sobre tu pecho para así contener la hemorragia. No quise huir del pasado como de un monstruo deforme y repelente. Ese amor era auténtico, no pudo ser chatarra. Nuestra casa, nuestros hijos, nuestro orgullo de familia.
No me mires pidiendo piedad. Tú me hundiste en la infamia de ese entorno repugnante. ¡Tengo derecho a vivir!
El galope desbocado en las sienes me llenaba el cerebro de destellos lacerantes; todo mi cuerpo latía en un temblor que se fue aquietando. Mi mente comenzó a funcionar: un minucioso horror como única salida. Y se lo dije.
No hay nada que esconder, ni la chaqueta llevabas puesta cuando te tiraron en la puerta; tampoco tenías armas. Haré pedazos la corbata manchada de sangre, así correrá en el inodoro. Es lo único que puede delatarte. Diré que estábamos viendo televisión. Yo sí es-taba allí. ¡Qué ironía! Pasaban “El Padrino”. Las balas quedaron dentro de tu cuerpo, no podrán encontrar marcas en la pared. Esos sicarios se llevaron hasta la manta en la que te trajeron envuelto. La vereda está sin manchas, cuidaron de no dejar huellas.
Perdías mucha sangre. Arranqué las compresas y el dulce fluir creció de nuevo. No dolía, ¿verdad? Comprendiste. Tu convulso “Gracias” lo atestigua. Quiero creer que estás arrepentido. Pediré perdón por los dos: me has hecho pecar con tu pecado. Palideciste… sentí tus labios temblar bajo los míos, el tenue soplo de tu aliento se fue apagando... apagando. Perdóname. Oí mis sollozos desgajando el silencio. Con la yema de los dedos presioné tus párpados aún dóciles, hasta borrar el fulgor opaco. Busqué a tientas el celular, llamé: Por favor, estoy desesperada. Unos desconocidos balearon a mi marido al atender la puerta. Está perdiendo mucha sangre. Apúrese, doctor.
Será nuestro secreto: tuyo y mío. Lloraré disfrazando mi espanto, sin mostrarles la hondura de mi pena ni mi asco por quererte. Seguirás siendo el digno señor Monte. Una foto en el living, siempre con flores. En la mesa: pobre papá, ¡tan bueno! Y yo, con los ojos en el plato, asintiendo. ¿Lo hago por ti, por ellos o por mí? Llevaré la máscara hasta que la muer-te me empuje a no sé dónde, con un único confidente, sin conocer SU respuesta. Y cuando ella llegue, seré apenas una ráfaga errante camino al cielo... o al infierno. Todo por tu culpa. Tu bajeza me salpica con su podredumbre. Por salvar a mis hijos de la deshonra quedaré manchada. Yo haré que puedan llevar la frente alta; firmarán tu apellido injustamente, el de la madre quedará relegado a los archivos.
No importa. Yo lo sé. La dignidad es mía.
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