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MAYBELL LEBRÓN
  OCASO SIN SOL - Cuento de MAYBELL LEBRÓN


OCASO SIN SOL - Cuento de MAYBELL LEBRÓN

OCASO SIN SOL

Cuento de MAYBELL LEBRÓN


OCASO SIN SOL

La cucaracha tanteó el borde de la manta con olor a orines y mugre. En su afanoso trajín, la luz de una rendija jugaba con destellos de bronce pulido y patas ganchudas. Escaló la colina palpitante. El viejo la oyó venir. Las oía todas las noches. Las esperaba con un escalofrío, impotente. Desbordaban las junturas de la pared como diabólicas hojas de otoño con antenas oscilantes, por debajo de la puerta desvencijada. Las hubiera podido ver sin esas nubes azuladas en sus ojos cansados. Mundo de rumores: oír, tocar, oler. Vendaval de sensaciones resbalando al silencioso pozo del olvido. ¿Tome hoy mi remedio? ¿Me cortaron el pelo? No sé. No importa. Te voy a contar cuando me condecoraron en la guerra.

Escudriña la espesura. Allá están. El uniforme no calza con los rostros aindiados. Comen. Los dedos engrasados, las narices morenas y agresivas enredadas en un idioma extraño. El da la orden en una lengua que tampoco los otros entienden. El sol se divierte sobre el metal, alegrando el repiqueteo de las ametralladoras y el olor a pólvora. Los ojos rasgados, redondos de asombro, y el bocado de charque como ultima ofrenda de la vida.

Dos muertos y tres prisioneros bolivianos. Para su pelotón, sangre ajena en la ropa y algunos rasguños en la piel. En el parte del día figura su nombre: Merito al valor.

Tres hombres humillados y dos destrozados. Dedos con grasa del "avío", aferrados como garfios al acero, inútil en aquel almuerzo sin final. Último minuto donde el estruendo y la guerra se borran. Bruma con olor a sangre; besos perdidos en el tiempo; momento presentido develado en ese umbral sin fronteras conocidas, de imposible retorno.

En el camastro, las cucarachas se pasean dejando un rastro de hediondez y soledad. Siente el trajinar en sus cabellos ralos, la pata puntiaguda se aferra al frágil sostén, se inclina, cae sobre la frente y escapa de la mano temblona.

Allá arriba, se agitan alas tricolores. De guantes blancos, incómodo, aferra el mástil con orgullo. La cruz de bronce con las espadas cruzadas pende de la cinta sobre el pecho heroico. ¿Dónde estará ahora? Miles de soldados desfilando sobre el asfalto recalentado por el sol. Están de vuelta. Vencedores. Gala en los uniformes y en los caballos de lustrados cascos. La Avenida Colombia rebosa de gente y de vítores.

Redescubrió los pechos de Antonia, su vientre plano urgiéndolo, la llama quemante de los cañadones del Chaco aplacada entre sus muslos resbaladizos; la mirada curiosa, impertinente, de Pedro y Cristaldo, interrogando a ese papá desconocido. Hizo el balance: Mujer, hijos, rancho, chacra. Todo intacto. Te quiero, Antonia.

Otro acero saja la tierra seca. La herida pujante de vida ofrece sus labios deformes, generosos, ávidos de semilla...

¡Mierda! Sale tanteando las paredes del rancho, el marco de la puerta, el hueco de las arañas, el horcón de la esquina, una lagartija escurriéndose bajo sus dedos. Brochazos de su mundo en sombras. El chorro tibio salpica sus pies descalzos. Mete en la bragueta el miembro goteante, escuálido. Vuelve a la cama.

Estaba linda. La cara lavada y flores en el pelo. Llevó el cajón. Cavó la tierra. Esta vez nada brotaría. Sentado en un raigón, frente a las flores marchitas, espera el milagro. ¿Sabes que la overa tuvo cría? Que a Pedro lo encontré escondido, llorando? ¿Que no me animo a cambiar las sabanas donde dormimos juntos? Dolió. Dolió mucho.

Se quedó solo. Arrugado como su tierra gastada. Se perdieron sus muchachos tras un polvo cansado de forcejear contra las ventanillas del ómnibus. Buenos Aires. Algunas cartas. Silencio.

Sintió al cielo crujir y derrumbarse. Destellos insolentes girando a su alrededor y un suave perderse en la nada. Olor a medicamentos, roces almidonados. -¿Qué tal, abuelo? Se palpó el cuerpo. Tenía puesto un camisón. ¿Acaso soy mujer? Lo vistieron. -Vamos, ya está bien. -¿Adónde me llevan? -No te preocupes, te vamos a cuidar y vas a tener amigos:

Cocido recalentado, sillas de madera para los cuerpos achacosos. Uno, mirada al recién llegado con expresión hosca y triste, los cabellos sin peine. Otro, de ojillos vivaces, ajenos a esa piel apergaminada, y el hueco de careta, sin un solo diente, aferrado tercamente a la sonrisa. Le habló: -Yo estuve en Boquerón, fue mi bautismo de fuego. -A mí me condecoraron en Toledo. Te voy a contar. -¡Nangana! Tenemos que estar aquí porque la jubilación, si la cobras, no alcanza ni para comer. Que nos jodamos. Aquí nos vamos a morir, y a nadie le importa.

Va y se acuesta. Tira un pedo bajo la manta. Huele a poroto. Las manos huesudas dibujan arabescos en la oscuridad: empuñan fusiles, escarban la huerta. Un gusano cae del techo y se le enrosca entre los dedos. Perdido en su noche, la pieza rebosa de sonidos: los grillos se empeñan en serruchar tristezas con monótona estridencia. El pesado andar de una rata hace alto para roer un olvidado mendrugo de pan.

Lo oscuro se vuelve lechoso, se mueve en espirales desvaídas. Surgen volutas doradas salpicadas de risas. Su pelo, su boca, su aroma; los muchachos.

-¿Por qué me traen al Hospital si estoy sano? -Para que veas. Te vamos a extirpar esas cataratas, no tengas miedo, abuelo. -¿Miedo?. No, si aquí me cuidan.

Siente la aguja hundirse en el brazo. La protesta queda trunca. Lazos transparentes lo arrastran a un espacio sin límites ni fondo. Guiños de fuegos fatuos agujerean la telaraña pegajosa.

Negro. Todo negro. Sus dedos, nudosos como raíces de sequía, atónitos sobre el parche fofo. -¿Retiro el vendaje, doctor? -Con cuidado. Disminuyan la luz. Puede dañar la retina.

Negro. Todo negro. Olor a desinfectantes. Un antiguo resplandor atisba desde el ángulo desprendido del apósito, alborotando luces.

Se alza el telón. Distingue el escenario entre desgarrones de niebla: Huecos asombrados llenos de sonrisas, nombres con rostro, ropas de colores. – ¿Ve algo, abuelo? Un gemido. -Eá, si, veo. Al volver puso semblante a las voces. Martín, igualito al imaginado. Cirilo, una cara diferente, hasta tenía el pelo rubio. Debía recomponer las imágenes. Cuando se vio en el espejo prestado, el también era otro. Se tuvo que amigar de nuevo.

Por fin conoce el mundo en que había vivido. La casa: piezas corridas, tipo pabellón, y corredores de paredes descascaradas, corno Llagas sin curar. Sigue hacia el fondo y descubre un hueco de arañas. Sonríe. Alrededor, el amplio terreno arbolado y algunos canteros con plantas de adorno. Hombres y mujeres del personal, sin mucho entusiasmo, trajinan y hacen lo que pueden con los magros suministros. La comida le sabe mejor si puede reconocerla.

Compró una repisa de madera y una valijita con llave. En la repisa, la estampa de la Virgen de Caacupé, el candelerito de barro, y la foto de cuando volvió del Chaco, todavía de uniforme, con Antonia y los chicos, sentados en un banco de la Plaza Uruguaya. En la valija: su ropa -casi nada-, un cinto que ahora le daba dos vueltas, pan, sardinas, caramelos.

Sol en la cara. Abre de a poco los parpados, gozando, los agresivos colores de un grueso croto, o de un chivato en flor. Al ver un colibrí entre la bruma veloz de esas alas tornasoladas hundir su largo pico en el aromado copón de una rosa, suspendido en el aire como, una joya ingrávida, se le cierra la garganta de emoción. Más tarde, como antes, puede dialogar con las estrellas.

De noche, su fino oído descubre insectos y alimañas, aun antes de verlos. No los mata. Se da el gusto de ser benévolo. Le vuelve la alegría.

-Tiene visita, Don Ramón. -¿Visita? -repite, incrédulo.

El hombre canoso -un desconocido-, se acerca a pasos lentos. En sus labios, la sonrisa de Antonia.

-¿Pedro, pikó, sos?

-Claro, papá. Lo que me costó encontrarte. Me casé y volvimos al Paraguay. La tierra estira. Te vengo a buscar.

De cuando en cuando va de visita al HOGAR DEL VETERANO DE LA GUERRA DEL CHACO. Pregunta por los que faltan. Siempre la misma respuesta. En un banco, bajo el chivato, comenta: -Te equivocaste, Fermín. No voy a morir aquí.

-Naumbrena, por suertudo nomás -y en sus ojos, un opaco resplandor de resignada envidia.


MAYBELL LEBRÓN

Agosto - 2001.


Fuente:
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - Paraguay
Octubre 2001. (166 pp.)
 
 

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