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PEPA KOSTIANOVSKY
  WALDEMAR - Por PEPA KOSTIANOVSKY - Domingo, 02 de Enero de 2022


WALDEMAR - Por PEPA KOSTIANOVSKY - Domingo, 02 de Enero de 2022

WALDEMAR


 Por PEPA KOSTIANOVSKY

Del volumen “Desde el otoño” en su tercera edición, este relato rescata una anécdota singular con bastante humor, a pesar del drama ocurrido en Europa, precisamente con un personaje muy especial, por entonces cónsul en Bélgica, que comete un homicidio y es indultado por el rey Balduino por obra y gracia de una campaña liderada por el padre de Pepa, quien había regresado a las lides periodísticas desde la revista Ñandé.

Mi padre y mis hermanos habían dejado los remates para iniciarse en el negocio inmobiliario. La abuela Olga se había ganado el derecho de quedarse en casa y pasaba los días leyendo, escuchando noticieros, charlando con sus viejos amigos y disfrutando del inmenso amor que mereció de sus hijos y sus nietos.

Papá les había jurado, tanto a ella como a mi madre, no volver a meterse en política. De manera que, a pesar de la dictadura, la familia estaba relativamente tranquila.

Pero hay virus que no se eliminan. Quedan siempre latentes en la sangre.

Fue durante los años en que Adolfo estuvo ausente, el 59 y el 60, cuando se involucró nuevamente en una aventura periodística y sacó con unos amigos la revista Ñandé.

Más que la promesa familiar de “portarse bien”, lo sujetaba su socio, que era un timorato. De manera que se las arregló para producir algo medianamente divertido, sin recurrir al caudaloso manantial de la política.

Ñandé revivió historias truculentas, como las del parricida Gastón Gadín, la niña mártir Lida Rosa y otras cursilerías que se consumían con avidez.

Hasta que se dio nuestro máximo destaque internacional: “el caso Waldemar”.

Waldemar Morínigo era cónsul del Paraguay en Bélgica. Por aquella época alguien podía ligar un consulado y quedarse de por vida. En este caso particular, no creo que por aquí hubiera mucha gente enterada de que teníamos a alguien en Bélgica rascándose los cataplines y cobrando sueldo de cónsul.

Morínigo se había casado con una belga, que le resultó algo ligera de cascos. En concreto, le coronó la testa con un soberbio par de cuernos. El paraguayito sospechaba y decidió controlar personalmente en qué gastaba el tiempo la gringa. Se escondió en la parte trasera del automóvil, llevando –por si acaso– una pistola bien cargada.

La mujer salió manejando y a las pocas cuadras detuvo el coche para que subiera su amigo, con quien se entreveró en un apasionado abrazo. En ese momento, del asiento trasero emergió Waldemar y vació el arma. Los mató en el acto.

Dadas las circunstancias, el jurando lo encontró culpable de homicidio doble, con premeditación y alevosía. Lo condenaron a 25 años de cárcel.

Ya a mi papá se le ocurrió montar una “operación rescate”. Nada de misiones tipo Entebbe, no. Él era de los que llevan “pluma por espada”. Escribió una carta dirigida al mismísimo Balduino, en la que le explicaba que la nuestra era una sociedad en que “las manchas del honor no es con jabón que se lavan”. Que ante la herida sufrida en su dignidad, Waldemar no podría jamás andar con la cabeza alta. Y que cometió el crimen obligado por nuestra “cultura”.

A la gente le encantó tan arrebatadora defensa de nuestra “hombría” nacional. Hasta el arzobispo firmó el rogatorio. No recuerdo que haya habido una sola voz que se alzara para rechazar aquella ignominia. Nunca le pregunté a Mercedes Sandoval, que por entonces se desgañitaba juntando firmas para que las mujeres pudiéramos votar, lo que pensaba de todo aquello.

Lo increíble es que funcionó. El Rey indultó a Waldemar, quien volvió a Asunción, donde fue recibido en el aeropuerto por una multitud que lo ovacionaba como a un héroe.

Por entonces, papá había sufrido un accidente y se había fracturado un hombro (ahora se me ocurre que debió haber sido ocasionado por las maldiciones de alguna feminista impotente).

Llevaba un yeso que le inmovilizaba el torso y un brazo, en cabestrillo, en posición particularmente incómoda.

Demás está decir que la primera escala del recién llegado fue mi casa, adonde vino a dar las gracias al artífice de su impunidad.

En ese momento, estaba de visita en médico de papá, el doctor Juan Daniel, quien miraba espantado cómo aquel gigante –Waldemar era enorme y obeso– alzaba en andas a su paciente momificado y pálido de vergüenza, mientras los fotógrafos de prensa disparaban sus flashes. Mamá intentaba rescatarlo del interminable abrazo. Y yo no podía creer que tenía en mi propia sala a un auténtico asesino.

Sospecho que mi padre era perfectamente consciente de los alcances de su irresponsabilidad. La pagó estoicamente. Sufrió las visitas diarias de Waldemar durante toda su convalecencia. Y no sé cómo hizo luego para sacárselo de encima.


Fuente: www.lanacion.com.py

Domingo, 02 de Enero de 2022



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