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PEPA KOSTIANOVSKY

LAS RENUNCIAS - Por PEPA KOSTIANOVSKY - Domingo, 08 de Agosto de 2021

LAS RENUNCIAS

Esta semana, publicamos este relato publicado en el volumen “Queridas Monstruos” que fuera llevado al teatro adaptado y dirigido por Toni Carmona en 1981, protagonizado por Edda de los Ríos.

Más de una vez he estado a punto de dejarme ganar por la vida.

Es difícil resistir a la tentación. Pero han pasado cuatro años y permanezco invicta.

Confieso que a menudo me siento flaquear ante la combinación de una copa de vino y un disco cómplice, o la maldita estocada de una escena curso en el televisor, o el simple roce de una camisa suave, o la caricia en la nuca de mi propio cabello recién lavado. Hay entonces como una corriente de sensualidad que le lleva a buscar el estuche de maquillaje y cubrirme las ojeras, darme un toque de rimmel y algo de color en las mejillas.

Es agradable comprobar en el espejo que aun conservo mis jubilados encantos.

Pero, dura muy poco.

Enseguida, me lavo la cara, me recojo el cabello y –para disimular– me punto los labios de un rosa intrascendente, me perfumo con una lavanda inofensiva y me pongo el vestido de seda marrón, para lograr la imagen prolija asexuada que corresponde.

La adopté cuando estrené públicamente mi condición de esposa abandonada, en mi primera salida posterior a que Julio se mandara a mudar. A pesar de todo.

A pesar de que formábamos la pareja perfecta. Tanto que hasta nos parecíamos.

Compartíamos gustos y puntos de vista, desde la afición a determinada literatura hasta el odio a las cebollas.

A pesar de que consciente de que escondía un resabio machista entre sus faldones de mundaneidad, y yo también, ¿por qué negarlo? –me cuidé siempre de no hacerle sombra, de que fuera él quien descollara.

A pesar de que todo estaba en orden.

El elemento discordante fue una chiquilina de vaqueros ajustados y cerebro de chorlito, a quien su paso por el probatorio le sirvió para sorberle los sesos a dos o tres compañeritos y un profesor. Precisamente Julio.

Y Julio dejó nuestro envidiado hogar para mudarse con su Lolita a un departamento piojoso.

Se llevó la ropa, sus dibujos de Livio, algunos libros, sus discos de jazz y la navaja escocesa que usaba como cortapapeles. Le recordé que yo se la había regalado. Y estuvo a punto de dejarla.

Me tomó dos meses entender que se había ido, que yo no era ya la mitad de una pareja perfecta, sino una más entre las esposas abandonadas.

A Helena le dio trabajo convencerme de que saliera de mi claustro. En realidad no sé si lo hizo porque me tenía pena o porque buscaba compañía. Aun hoy sigo sospechando que está feliz de haber encontrado con quien compartir su resignada soltería.

Aquella noche cedía ante su insistencia. No sé cómo junté ánimos para recogerme el pelo en un aspirado moño y ponerme un camisero que, por los kilos perdidos, me colgaba como una mortaja. Por primera vez en años, salí de casa sin el halo de Chanel que solía anticipar mi presencia. Y sin más afeite que el lápiz rosa de Helena que ella misma me pasó por los labios.

Al verlos abrazados en el hall del teatro estuve a punto de salir corriendo.

Lo hubiera hecho, de no se porque me frenó la mirada de Julio, que no pudo disimular el espanto que le causaba mi imagen mustia. Yo me había transformado. Era su culpa.

En estos cuatro años he sentido muchas veces la tentación de volver a ser la de antes.

Bastaría con soltarme el pelo, comprar un par de vestidos, algo de maquillaje, perfume.

No tardaría mucho en atraer alguna compañía más halagadora que la de mi fiel Helena.

Pero Julio quedaría liberado.

Y si renuncio a tanto, a todo, en pocas palabras, a la vida, es por no privarme de este placer entre dulce y amargo, triunfante, de venganza, que siento ante su culpa.

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