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SARA KARLIK
  PRELUDIO CON FUGA - Autora: SARA KARLIK - Año 1992


PRELUDIO CON FUGA - Autora: SARA KARLIK - Año 1992

PRELUDIO CON FUGA


Autora: SARA KARLIK


Año: 1992



ÍNDICE

   - I -

  • La tuca loca
  • El llanero solitario
  • Una verdadera burla
  • Desecho
  • Los libros no muerden
  • El viejo
  • Para que deje de atraer la muerte
  • Después de antes

♦   - II -

  • Preludio con fuga
  • Ella no puede saber
  • Exceso absurdo
  • Una tía de glorieta
  • Síntoma
  • Cambio de folio
  • De a pedazos
  • Extremos y una mesa

   - III -

  • El día en que el crepúsculo chocó contra el hongo ascendente
  • Mucha espera para otro domingo
  • Temblores
  • En posición de trapo
  • Evasión temporal
  • Puro ocio
  • El juicio
  • Velando velas

♦   - IV -

  • Trueno abortado
  • La magia se llama yo
  • Luz roja para una calle
  • Qué más cuento quieren
  • Confusión de prioridades
  • En sepia y en opaco
  • Desencuentro
  • Por tiempo acumulado


♦    - I -

La tuca loca

No siempre fue así. Algo corrida de mente quizás, o fuera de formas aceptadas por tradiciones en uso.

Bastó que a algún sobrado se le ocurriera llamarla de ese modo, invención que no pensó en la fugacidad del momento, pero que alguien recordaría para marcarla como animal obligado.

La conocí cuando todavía era sólo «la Tuca», flaca, alargada, sin salientes demasiado visibles, un poco por aquí, más por allá para conformar una anatomía bastante corriente. Sólo sus ojos, sí, ojos cavados en esas órbitas que más parecían pozos mágicos, de esos que abundan en los parques de diversiones y dan ganas de tirar cuerdas para pescar la suerte. El resto, pestañas, cejas, le hacían juego.

En general era fácil hacerle el juego a la Tuca para luego, sin darse cuenta, caer en el suyo.

Se balanceaba como si siguiera algún truco del viento, llevando un ritmo en cada miembro, haciéndolo resaltar.

Siempre de allegada donde le calzara mejor, decía no tener familia. Era más bien para que no se ubicara su origen en un conventillo habitado por gente de paso, «sólo un trampolín», decían, gente que siguió quedándose, de bisabuelo para abajo.


Pero, a quién podía importarle todo eso.

La vida no va para atrás; se planta en seco para que la tomen en cuenta y tiene el reloj listo, sin atrasos ni adelantos. Los que no se percatan la dejan pasar y después viene el arrepentimiento.

Con la Tuca ocurría igual.

Siempre me pregunté si algún pájaro de mal agüero cruzó el aire cuando la vi por primera vez, dejándome caer un regalo en medio de la cabeza como risa del diablo.

Quizás.

Me agarró un enamoramiento involuntario, y todo por culpa de esos ojos vueltos hacia adentro que dejaban ver lo guardado. Porque era así, de pocas palabras, tan pocas y sin relación alguna que no podían juntarse y formar sentido.

Me casé con ella por esas cosas que le enseñan a uno cuando es bien nacido, de hacerlo todo con sello y firma para dejar en el papel las decisiones y leerlas de nuevo en momentos de duda.

Así compré la casa; así también la vendí porque no era mujer de cuatro paredes ni del mismo colchón para el resto de sus días. Gustaba de salidas sin aviso o permiso, u horas de llegada o toma de costumbre por repeticiones aburridas.

Sí, así decía.

¿Si la quería? Claro, pero la tuve a medias, sin seguridad de día o noche. A veces se ausentaba durante todo un cambio de luna y volvía, sí, pero extraña, cerrada de boca.

«Los lobos no aúllan a puertas cerradas», decía.

Después, quedaba tendida en la cama como si estuviera profundamente dormida, pero con los ojos entreabiertos.

Creo que sólo le faltaban alas para echar a volar, porque no era un ser corriente.

Respiraba su propio aire, que no era igual al de los demás. Dormía a ventanas abiertas como con miedo de que  se le cortara el espacio y no fuese a ver el borde tantas veces temido donde se estrellan los ojos.

Llegué a aceptar esas noches largas que terminaban sin que ella apareciera, a dejarla entrar con olores que no eran los míos, a conformarme con sus órbitas porque los ojos tenían reflejos de otros.

«Cuando me canse me iré», solía decir, sin precisar adónde. Entonces el temor era mío, porque quién iba a preocuparse de esa poca cosa de mujer que cada día se veía más ligera de contorno y más profunda de ojos.

Llegó una noche más loca que nunca. Llevaba varias borracheras juntas encima. Quise abrazarla porque quedaba tan poco de ella. Me empujó con rabia. «¡Me tienes harta con tus abrazos, con tu silencio!». «¡Grita, patalea o ándate al mismo diablo!», dijo, poniéndose a juntar sus cosas.

Pero a mí nadie me ha abandonado en toda mi vida.

No lo hubiera podido soportar.

Así que, en uno de esos regresos esporádicos, cerré puertas y ventanas para obligarla a quedarse.

No era pájaro para jaula, se me ocurre.

Quedó el nombre corriendo vientos que llenaron bocas.

Es todo lo que quedó de ella.

Lo de «loca» lo agregué yo, no un sobrado, como dije, para explicar su desaparición y evitar esos rumores extraños que hacían latir sospechas.

Me pasé días enteros en encierro voluntario, chocando con las paredes, dándome golpes contra ellas para castigarme por haberla soportado, por haberla tomado en serio, por dejar que entrara de cuerpo entero en el lugar donde se guardan los sentimientos.

¿Que la maté?

No, no fui yo. Fue su extravío por la aventura y los espacios.

Yo sólo cambié de lugar la ventana.


    


El llanero solitario

Hablaba como si caminara sobre piedras, con la dificultad de quien apura palabras para calzarlas con el tiempo, un tiempo corto y presionante que sólo conseguía agravar el recorrido por el empedrado, volviendo dobles las letras del abecedario; un verdadero purgar o expurgar tan indeciso como el mismo quiebre de palabras, a pesar de los puentes dobles.

No se le conocían otras gravedades de carácter o comportamiento, por más que Agustina Caldera afirmaba que no había paciencia (aunque se hiciera alarde de aguante) para sus intimidades, las que tropezaban, igual que su vocabulario, hasta terminar en un temblor que no llevaba a parte alguna.

«Porque el oficio es el oficio y el negocio está ligado al oficio», insistía. «La hora se paga y si una no entrega lo convenido se empieza a hablar de crédito y se termina por perder prestigio».

Y ella lo tenía, a distancias redondas y cuadradas.

Esas luces rojas, sembradas -a expreso pedido de clientes ansiosos- en pueblos que ni siquiera podían considerarse como tales, eran testimonio suficiente.

Pero Rigoberto Menchaca era el patrón y, aunque Agustina trató de corregir con su oficio ese estremecimiento  íntimo que Rigoberto padecía, recurriendo (para ayudarlo) a baños de hojas de parra antes del comienzo y después del término de la sacudida -que más bien parecía un estertor-, no lo pudo conseguir. Insinuó a Rigoberto que probara con Lula, la jorobada (atracción especial para casos también especiales), quien, para tapar la giba, permanecía siempre acostada boca arriba, en posición de espera, cumpliendo con el horario establecido, flexibilizándolo si fuera necesario; una verdadera yerbatera sin necesidad de elixires, capaz de curar lo incurable por esas ondas extrañas que parecían provenir de su giba.

Propuso también que visitara a Marciana entre madrugada y amanecer, el horario justo en que, de tan inspirada, se le iba el ojo derecho hacia adentro. Los que habían experimentado ese instante de corta duración no dejaban de hablar de su suerte, pues eso coincidía con que lo otro se le venía hacia afuera en una conjunción difícil de explicar.

Agustina Caldera sugirió, por último, intentarlo con Felicia, dado su conocimiento de las idas y vueltas del cuerpo en busca de recovecos donde calzar mejor la fantasía, sobre todo después del exceso de aquella noche de San Juan en la que se produjo una verdadera procesión de visitantes -que ella tomó como un auténtico acto religioso-, quedando con un trémulo muchas veces inmanejable que Agustina explicaba como «estado de gracia», pero que algunos visitantes encontraban difícil de ajustar con «el estado» que ellos traían.

Pero Rigoberto Menchaca no era hombre de convencer así no más, por su calidad de patrón y supuesto experto en la materia.

Además, Agustina aspiraba (por antigüedad y buen comportamiento) a ocupar el lado de la cama de Rigoberto, vacante desde la huida de Rosario, huida que inició el mencionado estremecimiento que le sobrevenía a Rigoberto justo cuando estaba en trance, invocando el amparo de dioses  especializados, según contaban. Fue una huida a galope cerrado de caballo, pues al hombre no le cupo duda de que fue una jugada del Llanero Solitario, quien había impregnado sus sueños en épocas de antes y, para ratificar lo que decía, mostró el antifaz que el héroe dejó caer en el apuro.

Pero la de Agustina era una ilusión descabellada, pues Rigoberto insistía en que el Llanero Solitario era hombre recto y que su aventura no era más que un escape para seguir probando su bondad, la que culminaría con la restitución intacta de Rosario.

La preocupación por el temblor se hizo cada vez mayor al resaltar otras partes de Rigoberto, azotadas por el remezón. La cabeza se le iba a un lado en un gesto involuntario, las orejas, totalmente independientes, jugaban subidas y bajadas sin ninguna coordinación y un hombro se le quedó en posición de avanzada mientras el otro se retiró tímidamente, dándole un aspecto de monstruo desilusionado.

La mente de Agustina trabajaba al mismo pulso que su cuerpo, y sabía que el tiempo corría descuentos que iban alterando, no solamente la pasión -que ella llamaba «descontrolada»- sino también la envoltura de esa pasión.

Algunos clientes preferían a Lula, la jorobada, o a Marciana, la del ojo arremangado, con tal de sentir, en la oscuridad encubridora, la respuesta de un cuerpo joven.

Hasta el carácter se le estaba llenando de estrías y era fácil caer en los hundimientos invisibles con sólo presionar asuntos de edad.

Agustina Caldera trató de cubrir el arrebato de su ojo izquierdo, manifestado de la noche a la mañana con tal intensidad que movía la luz roja de la entrada, prendiéndola y apagándola, desorientando a visitantes que venían de lejos y regresaban sin acercarse si la mirada coincidía con la luz apagada.

A medida que aumentaba el problema de Agustina, disminuían los clientes.

«Se le está descontrolando la caldera», cundía la burla.

En cambio, Rigoberto Menchaca experimentaba una franca recuperación, retrocediendo su castañeteo casi generalizado hasta centrarse solamente en el sexo.

Entonces hizo caso a Agustina y probó curas con Lula y con Marciana, y fue tal su entusiasmo que incorporó al plantel a adolescentes varones con quienes también hizo el intento, terminando con Agustina «para darle una lección».

Al día siguiente, Agustina no pudo salir de su habitación, pues necesitaba «reponerse de la batalla» con Rigoberto, como confidenció a Lula, abriendo apenas la puerta. Lula quedó espantada por la visión de puerta entreabierta. No era Agustina la que se escondía a medias, sino Rosario, la presa del Llanero Solitario. O por lo menos eso le pareció -recordando historias de Rigoberto-, pues no era la Agustina de siempre.

Tampoco era posible que tantas cosas extrañas y confusas estuvieran pasando, sobre todo en relación con el comportamiento de Rigoberto. Parecía más joven, como si algún viento de paso se hubiera llevado el exceso de años o hubiera hecho un tratamiento para rejuvenecer en vez del habitual tratamiento para adelgazar.

Forzó un ropero, largamente cerrado, del que no se conservaba llave (o ésta había perdido su condición, de puro oxidada), llenando la habitación de revistas pasadas de moda, con recuadros de colores, también anticuados, todas del Llanero Solitario en su escalada contra vicios y malhechores. Pero el héroe tenía escrito encima, a mano y con tinta, «Rigoberto». Algunos recuadros llevaban, inclusive, pegadas su fotografía.

El ruido del ropero, al abrirse y dejar caer el contenido apretujado, atrajo a moradores habituales y ocasionales. Un disfraz del Llanero Solitario, encogido como si echara de menos la falta de cuerpo, yacía junto a las revistas como aparición fantasmal.

Rigoberto Menchaca se calzó el disfraz y, al grito de «¡Jai jo, Silver!», se lanzó por la ventana, desapareciendo con el caballo, siempre alerta, perforando el silencio oscuro.

«Déjenlo», dijo Agustina, «ya volverá; he perdido la cuenta del tiempo que llevo aceptando su juego, confiada en que de pronto pegue el estirón y crezca. Hasta creo llamarme Rosario, todo porque le gustaba el nombre. Lo había leído en alguna revista y era la heroína que permanecía siempre joven. No tiene remedio. Nunca lo hubo».

Rigoberto Menchaca no regresó.

«Los juegos no se repiten», murmuraba Agustina como consuelo o quizás alivio. «Les ataca la monotonía o el cansancio y terminan enfermándose de abandono o melancolía».

Después, cuando Agustina se recuperó de tanto ajetreo confuso, decidió seguir en el negocio, conservando el rubro.

Algunas cosas debía cambiar.

Empezó por desprenderse de persecuciones de tranco largo y enervante.

Subida sobre una escalera, borró parte del nombre del local, dejando solamente «El Solitario», un acierto festejado por quienes dejaban de serlo apenas traspasaban el umbral.



 


Una verdadera burla

Inocencio Cabrera dijo a Eulogia Arévalo que como concubina estaba bien, pero que no lo pusiera en esos líos de firmas y papeles ni de horarios o gente extraña que hace preguntas -como si su falta fuera grande- para después llenar una libreta y dejarlo con el papel sellado en la mano y a él sellado en el papel, todo ello una cuestión inentendible que le daba vuelta la cabeza hasta hacerle sentir que caía lo poco que había adentro. Le pidió que fuera más comprensiva y dejara las cosas como estaban, porque uno ya se había acostumbrado y cambiarlas de un día para otro era como empezar a aprender asuntos nuevos y a sentirse diferente, casi como cuando vino el encargado de eso que llaman «alfabetización», que cuesta pronunciar y más aún escribir, pues parece ensañamiento de letras. Y dijo que eso de teñirse los dedos cada vez que debía formalizar algo era como para tener vergüenza, y él no la tenía porque no le dijeron que era para avergonzarse, y harto que le costó con el de la alfabetización alinear ese ejército para formar palabras que las veía por primera vez o de tratar de leerlas, cosa que nunca pudo hacer, y no se siente infeliz por eso. Pero lo de ahora es diferente, un juego que le quieren obligar a jugar, una trampa para que caiga, a lo que se resistió a «silla sentada», como dijo, explicando que sólo a la fuerza  lo iban a levantar para ir a «legalizar» su situación, que no es fuera de lo natural vivir con quien uno quiera, cabalgar caballo libre y cambiarlo de tanto en tanto para darle descanso, porque hasta esa consideración tiene Inocencio Cabrera, sin necesidad de que se lo recuerden, y ella está contenta, bien se puede ver, más ancha de lo que hubiera imaginado, más aún que Bernarda Rivas, conviviente de Rogelio Monges con quien comparte tierra y camino y esa acequia que brilla al final del terreno. Pero estaba ese pedazo indeciso que se debatía entre línea y línea y los dos quisieron cultivarlo, lo que era mejor hacerlo por las buenas, porque Eulogia y Bernarda le habían echado el ojo como cosa propia y era cuestión de ponerle precio para hacer correr al diablo y todo quedara claro, más importante aún que esa molestia de Eulogia cuando la llamaban «concubina». Así que Inocencio y Rogelio bajaron un domingo a Loma Verde, ese poblado para hombres solos, decididos a poner nombre al pedazo «en veremos» por un precio justo de amigos desinteresados. Pero de Loma Verde se regresaba pesado de cuerpo y cabeza en día domingo, casi un fardo con actitud de hombre, y llegaron a lo de Rogelio para encontrar juntas a Eulogia y Bernarda cuando que cada cual tenía su casa. A Inocencio se le torció un ojo, de pura sospecha, y el ojo era difícil que se equivocara; no podía volverlo a su lugar mientras la cosa no se aclarara, y tanto perfume y pintura como si Eulogia hubiera caído de cara al barro, y se le levantó a Inocencio el único cabello blanco de su cabeza renegrida, y él bien sabía que la combinación con el ojo torcido era presagio en el que no quería ni pensar. Así que lo primero que hizo fue mandar a Eulogia a la casa a esperar la decisión de hombres, y con Bernarda fue igual, pues desapareció detrás de la cortina de cretona antes de que se lo dijeran, dejando dos vasos sobre la mesa, junto a la botella, como únicos testigos de la negociación. Pero no se habló del terreno ni de nombre, sino que siguió molestando a Inocencio la visita de Eulogia   a hogar ajeno. Rogelio empezó a hincharse como solía sucederle cuando la ofensa le llegaba a la mente y «éste no es ningún lugar de mala vida para que no dejes llegar a tu mujer», dijo. Pero Inocencio no alcanzaba a hincharse ante molestias de esa naturaleza, más bien caía en un encendido lento que se iba desparramando, tomándose su tiempo hasta que era mecha al rojo vivo y él, que no se movía sin cuchillo en su sitio, alargó la mano y el resto fue obra de la «combinación de cabello y ojo», según afirmó; pero Rogelio pudo alcanzar su pieza a pesar de los tajos desordenados en su cuerpo y, sacando el suyo del alero, le dio por donde pudo a Inocencio, por más que el ataque de Inocencio no fue con intención de terminarlo y él no estaba en peligro inminente para caer en la necesidad de la defensa. Pero ya Inocencio estaba rendido, sin posibilidad de erizar el cabello o torcer el ojo, más bien sin ninguna posibilidad. Entonces Rogelio lo alumbró con su linterna, asustándose de lo tieso que estaba, un puro pedazo de silencio encogido, y se enojó por no poder continuar con el asunto del terreno, y se siguió enojando, pues lo dejaba con tanto que arreglar: Eulogia, sola por un lado, y él por el otro, que a veces no se las puede ni con la propia, y encima el terreno en conflicto. Y llamó al comisario de turno, aún con el enojo puesto, para explicarle las rarezas de Inocencio, sin dejar detalle por contar «para que usted esté al tanto y no le lleguen falsedades, porque bien se sabe por acá que no mediaban antecedentes enojosos entre nosotros ni nada por el estilo, y pregunte donde más guste, no había quien nos igualara como vecinos y eso arrastra envidia, y la envidia crece como yuyo en estos parajes de gente de sentimiento terroso, así mismo comisario, como le cuento para que usted sepa y, para que usted vea, en el terreno sin dueño pondré a Inocencio, sin nada a cambio, y, si usted manda, me ocupo también de la Eulogia, porque para eso están los amigos, comisario». Y Rogelio no entendió la actitud del comisario ni eso de «labrar un acta» como si fuera tierra cualquiera y él un vulgar labrador, ni  lo de «medir el espacio con el cuerpo adentro», y menos aún que lo metieran en la parte de atrás de un vehículo de paso lento como si la combustión no le diera fuerza, nada que ver con ninguno de sus caballos, y lo llevaran a «cumplir pena» cerca de Loma Verde, pero lejos de todo lo conocido, sin importarle esas dos mujeres solas que quedaban desperdiciadas de hombre, de orgullo, de nada de qué regodearse, «porque la tierra sola, comisario, no llena cama ni ensancha vientres». Y se arrepintió en seco, porque al comisario se le torció un ojo y levantó todo el cabello como erizo de mal humor, y ahí mismo entendió Rogelio Monges que, cuando se pierde, se pierde de la mitad para adelante, porque lo anterior es casi anticipo de deuda y ocurre sin preaviso, una burla de comienzo a fin que lo despoja de mujer y caballo, de tierra y amigo; una verdadera burla.



 


Desecho

Erasmo no recuerda cuándo comenzó a pasear el dolor.

Como fotos pegadas en el recuerdo cruel de la niñez, ve sobresalir sus orejas inmensas que llegan a moverse con el viento, orejas con laberintos profundos hasta donde llega inclusive lo que no se quiere escuchar. Todos sus sentidos permeables en extremo como si se hubieran ensañado, la nariz prolongando su perfil y la boca, imitación de cánones de belleza africanos, despliega el labio inferior con la apariencia de plato.

Tampoco los ojos han sido olvidados por la vara del hada madrina al revés, y los gruesos vidrios hacen adivinar, en el fondo, unos puntos oscuros.

Ese era Erasmo, quien completaba su figura con piernas arqueadas, sin haber jamás rozado el vientre de un caballo, y los brazos demasiado largos colgando de los costados como si se los hubieran agregado a último momento por descuido o equivocación.

El vientre, hinchado por tantos menjunjes auténticos o falsos recetados por hombres de blanco o comadres de bola de cristal -que sólo aumentaron su desproporcionado contorno-, y el dolor de ser débil, completaban su desgraciado cuerpo.

Erasmo era bueno, con esa bondad de excusa para tapar el resto.

Su risa buena se había vuelto tonta; lo mismo pasó con sus modales, con su actitud, hasta que sencillamente olvidaron su presencia; aunque él se encargaba de que no fuera así, y rondaba los grupos, golpeando las manos sólo para que lo vieran y por ahí alguien lo notara.

Pero se cansó de ser payaso alegre y juguetón y la pena empezó a invadirlo, a trepar por sus miembros desgarbados hasta calarse en lo profundo de su pecho y de esa forma llegar al corazón.

Fue una pena que había aceptado trabajosamente, como si no la entendiera, y los ojos se le doblaron hacia afuera hasta casi volverse oblicuos.

En eso llegó el circo, con su música desentonada que más parecía ruido, pero era alegre y todo el pueblo empezó a seguir los carros adornados. Los animales, cabizbajos sin mayor entusiasmo, en jaulas o llevando encima las primeras figuras, iban cortando la calle principal mientras los autos se detenían y todas las ventanas lanzaban sus postigos hacia afuera como programados de antemano.

Fue entonces.

Cuando el circo estuvo montado y la carpa, semejando un hongo inmenso, pudo verse desde cualquier punto del pueblo, la curiosidad, una curiosidad punzante que le hizo olvidar otras cosas, llevó la voluntad de Erasmo hasta la puerta misma de la carpa.

Sus ojos doblados sonrieron, y tuvo que repetir la sonrisa para sentirla propia, porque ya la había olvidado.

El tiempo se cansó de esperarlo y siguió transcurriendo mientras Erasmo, deseando por primera vez no ser visto hasta haber incorporado el circo en su mente, mirar y mirar hasta que el recuerdo fuera capaz de imitarlo tantas veces como quisiera, sin necesidad de tenerlo presente, sintió   una mano apoyarse en su hombro, una mano grande, pero no pesada y, aunque sorprendido, le gustó el calor del contacto.

La mano lo llevó adentro y eso colmó su felicidad.

Le preguntó esa misma mano si quería ayudarlo y, sin darse cuenta, se encontró llevando baldes, juntando pienso, mirando de cerca a las fieras hasta sentir un olor especial agrandar aún más las entradas de la nariz. Y eso le dio gusto.

Le permitieron ver la función y, completamente fuera de sí de puro gozo, regresó a su casa.

Al día siguiente se presentó muy temprano, como si hubiera sido contratado, y realizó el mismo trabajo y volvió a ver la función, pero también le dieron una moneda que llenó la palma de su mano y le fue difícil entender por qué le estaban pagando.

«Preguntaré mañana», se dijo, mientras caminaba el regreso.

Y preguntó, pero no obtuvo respuesta, sólo sonrisas y palmadas en el hombro.

Trabajaba con ganas, con fuerza, sintiendo cada parte de su cuerpo; y ya no le molestaba tanto.

Los payasos le hacían gracia con todo lo que necesitaban ponerse encima para parecerlo.

En cambio, no se le había ocurrido...

Esa noche, al término de la función, le dieron dos monedas, y eso lo puso triste, sin entender demasiado.

La pena le volvió a bajar los ojos y se agrandó al sentir la mano envolviendo su cabello, hasta quedar apoyada como la primera vez en el hombro.

Y el calor derritió el sentimiento guardado en los puntos que eran tapados por círculos de vidrio que le permitían ver.

La carpa inmensa dejó en la tierra un círculo igual al que había cubierto durante esos días, protegido del sol, húmedo. En los bordes, los gusanos, indecisos, corrían de uno a otro lado tanteando la diferencia, comparando el efecto sobre ellos.

Cuando el lomo del último animal se hubo perdido en la curva de la colina más alejada, Erasmo continuó todavía parado. Luego, levantando la pierna, empujó tierra adentro su rabia junto al grupo de gusanos que desapareció, como el circo.

Pero no fue un sueño.

Tampoco pesadilla.

Estaba despierto, muy despierto, y todo había sucedido.

Además, tenía el recuerdo al que podía echar mano un caso de duda, y las monedas, y los ojos que podían cambiar de posición y se calentaban por el efecto de la mano, de aquella mano, y las orejas que no le pesaban tanto, y la risa que no aparecía sola, sino cuando él la llamaba.

Corrió como tampoco recordaba haberlo hecho antes porque necesitaba mirarse en un espejo, uno de los muchos que molestaban su paso y era imposible evitar.

Se vio de cuerpo entero, después de mucho tiempo.

La figura repetida lo miró desafiante y Erasmo hizo la mismo, porque había perdido el miedo.

Era tanto lo que fue creciendo con el tiempo que rehusó la compañía de su imagen, la que no le pareció tan «mal hecha» como le decían. Y por fin, desecho del temor que lo encogía de norte a sur, reparó en sus dientes blancos y decidió mostrarlos, disimulando los labios de plato en un gesto que fijó después de mucha dedicación.

El circo revolvió su mente por mucho tiempo, entibiando el sentimiento hasta tal punto que, a veces, cree que se mueve la cima de la colina, desprendiendo trozos que se vuelven payasos.

O corre a abrir ventanas si alguna música quiebra el silencio de la calle...

Entonces siente otra vez el calor de la mano y también la presión en el hombro, y piensa que puede volver a repetirse, y nada más importa.



 


Los libros no muerden

Se sacó el vestido, deslizándose en la cama al lado del extraño. Estaba cansada, tenía sueño. Además, se le había corrida la media; todo por apurarse y terminar con el asunto. A esa hora ya le daba igual: cojo, negro, blanco o combinado. Aunque la verdad es que en cualquier momento le daba igual, pero había algunos mejores que otros.

En el cielo raso antiguo, de tela pintada con cal -cortado en cuatro por un marco de madera lustrada-, parece repercutir el movimiento, y la tela se hincha y deshincha, prolongando el efecto en la lámpara. Eso le da la pauta de si el otro está en su apogeo o ya ha terminado. Se viste, apresuradamente. Es el último de la noche. En las medias oscuras se nota aún más la corrida, pero tienen que ser oscuras. El soplo de la madrugada fresca y húmeda le muerde el rostro recalentado por el encierro y las luces.

Ya tendría que estar acostumbrada.

Entrecierra los ojos, pero no puede evitar el escozor que la hace lagrimear sin desearlo; absorbe el exceso que busca descender por la nariz mientras camina, hundiendo a fondo el taco en el pavimento. Los tacos y ella nacieron para caminar juntos. Con el taconeo, afirma lo que aún pueda quedar de seguridad dentro de ella después de ese desgaste  de cuerpo y fuerza que le dejan una sensación de asco y le quitan el apetito.

También inclina hacia un lado el extremo de la boca, en un gesto despectivo. «Agarrá 'lo libro' que no muerden», recuerda que le decía su madre, mezclando idiomas, formando uno a su medida, porque, según ella, entre el italiano y el español no había diferencia alguna. Por eso nunca lo aprendió como era debido, y entre ella y la abuela se disputaban la maestría de la nueva lengua inventada; el oído se le fue llenando de sonidos mediocres, y hablar de libros en medio de zapatillas desgastadas -que iban arrastrando la suciedad del pasaje de donde pendían ventanas adornadas por mujeres que hablaban de la misma forma, agregando gritos para acercarse unas a otras mientras enormes pechos se apoyaban en el alféizar- era más de lo que podía soportar.

Por eso salía, se había acostumbrado a hacerlo, quería... Quizás por no poder aguantarlo, por el rechazo, la frase le jugaba en el laberinto como queriendo adentrarla en la realidad; y ella sólo quería alejarse, poner distancia para ser igual a las demás.

Y los nombres, por favor, ¡qué nombres! Con decir «tía» no era suficiente. Era necesario agregar Assunta, Santuzza, Annunziata. Quería engañarlas acentuando la «i» de tía, arrastrando la palabra para que no se escuchara el resto. Pero parecían iluminarse con la frase completa dicha en la forma corriente, con toda la fuerza del golpe del conjunto.

Los pasajes del conventillo, cruzados por alambres aéreos, eran la mejor propaganda de detergentes. A veces había que esquivar el agua colgante para poder alcanzar la calle.

Se formaban pequeños charcos que perdían transparencia por el polvo que iban desprendiendo las sábanas y frazadas sacudidas en las alturas.

Una sensación de alivio le recorría el cuerpo apenas traspasaba el umbral.

Entonces, todo se volvía distinto. Eso de los libros a lo mejor no quiso aceptarlo, porque traía tantas cosas pegadas... Pero recorrer las calles, sola, levantando un eco producido por un par de piernas largas que se juntan con tacos altos y remueven todo el cuerpo, eso sí que no, deja de llamar la atención.

Estaba recostado contra la pared, con una pierna doblada, prendiendo y desprendiendo un botón de la camisa. Ella pensó que, de hacer frío, seguro que llevaría bufanda. Era de ese tipo. Al pasar ella, bajó la pierna y enderezó el cuerpo.

Sólo faltó que moviera los cuernos de animal preparado frente a la presa. La esperaba todos los días, en la misma posición, hasta que se le hizo familiar, casi conocido, y empezó a gastar en ella, a hablarle como hubiera querido que los suyos hablaran, a llevarla, a traerla, a...

Le exigen que lleve medias, como si fuera parte de un uniforme. Lo peor son esas noches heladas y el viento que se empecina en subir por el punto corrido.

«Te rebotan los huesos», empezó a decirle. Ella sabía, se daba cuenta; pero, comer a desgano y encima con asco...

Se cansaba con los tacos tan altos, y las piernas delgadas fueron buscando apoyo en las rodillas, rozándoselas al caminar. No podía decirse que era una mezcla de años y cansancio; más bien años desembolsados en pares que se iban en forma rápida y no precisamente «por el bien de la causa» o «por una causa justa», como solía escuchar. Hubiera querido que así fuese.

Empezaron a asignarle «casos especiales», de esos que ni la oscuridad era capaz de ocultar, que aún en la penumbra resaltaban por olores y alientos, carnes sobrantes, contornos sin ubicación precisa.

Se dio cuenta de la categoría de los niveles: había pasado a ser «de segunda». Sus cualidades anteriores no fueron anotadas en libro alguno para que pudieran trascender el desgaste. Se preguntó cómo se formaban las hojas de vida, eso que llamaban currículum y que prefiere no usar, porque ya bastante tuvo con los idiomas entrelazados en el pasaje.

Él sigue parado, con la pierna apoyada contra la pared y el cigarrillo, sin prender, moviéndose al ritmo de las palabras que tiene preparadas; pero la voz es pastosa y los botones de la camisa están prendidos, aunque el otoño recién está paseando las primeras hojas por la vereda. Es por si acaso, especialmente después de ese resfrío obstinado que terminó marcándole un lado de los pulmones. Pero tiene que hacerlo, porque de eso vive y ella lo comprende. Hay otras cosas que no entiende, sobre todo cuando se le empaña el aire y se adentra en una niebla espesa que se prolonga y le causa ahogos, y cree que no va a llegar al otro lado, donde se ve viajando en trineo, sin sentir frío, envuelta en ropas finas que alguien le compró, porque a ese alguien ella le importa. Despierta cuando el sueño y el trineo chocan, y los ojos se le abren demasiado y se asusta. «No sea que hayas agarrado la enfermedad», le dicen. Los horarios se le hacen difíciles, cada vez le gusta más y más dormir por las noches, como debe ser, pero ahora confunde las horas y quisiera dormir todo el día.

Esquiva los charcos del pasaje y los ojos alcanzan a reír, porque siente en el cabello recién peinado una gota enorme que cae de arriba y le aplasta el rizo marcado con esfuerzo. Siente frío en la cabeza, pero camina, sigue caminando, se da vuelta y mira, pero ya la niebla va destiñendo caras y contornos y no escucha, no puede escuchar, aunque por algún lado cree percibir «...lo libro...», pero nada más.


 



El viejo

El viejo acerca y aleja esos velos que se empeñan en caer sobre sus ojos, restregándolos en círculo para que al final nada cambie.

Cualquier ruido lo sobresalta, cualquier penumbra anticipada, cualquier cambio. Es como si lo permanente se desgajara porque ya no tiene espacio; sólo pedazos de esquinas que se tuercen para mostrar comienzos de tierra oscura y un pasillo estrecho.

«Son divagaciones tránsfugas que anidan mi mente cansada por tiempos que quieren detenerse y la presionan, quizás porque ya es tiempo», piensa. «Hay que defender la duda como única reserva porque aumenta la vida, de algún modo, hasta que la vida deja de ser un modo para sencillamente dejar de serlo. Señor, dame fuerzas para ser perseverante e implacable con la duda, no permitir que forme nudos que se vuelvan verdaderos tumores y se extiendan hasta transformar el cuerpo en un ombligo y uno se hunda en su propio pozo, por más que no creo en retrocesos para no encontrarme de pronto, cara a cara, con un nudo ciego y no sepa qué hacer con él», ríe a encía limpia.

«Hasta las papillas son ciegas», continúa; «un montón de restos que parecen haber sido masticados por alguien».

Una mujer lo alimenta a medias cucharas y le seca los labios.

«Más rápido, mujer, o tienes miedo de que los huesos se me atraviesen».

Se llama Norma, pero el viejo la llama «mujer», porque todavía no ha aprendido su nombre, como también le costó aprender los de las anteriores. Son tránsfugas que sólo duran algunas papillas, sin darle tiempo para llegar a conocerlas por nombre o voz.

«Hemos cambiado tres en los últimos quince días», dice Mercedes.

«¿Qué quieres que haga si las muy tontas no saben hablar? Sólo cumplen un horario mirando todos los relojes del cuarto y, si les pregunto algo, no salen del «sí» o del «no», como si de pronto se les hubiera encogido la lengua. No las necesito».

«Son tus manos que ya no son firmes», le dice Mercedes, «y las mías están contagiándose».

Viven solos.

Se acompañan con gente de ventanas en días de sol, de esas que cuelgan en vez de plantas o flores y no pierden nada de lo que ocurre con otras personas.

Hay un gran patio, árboles y juegos de niños allá abajo, di un cuadrado con un perímetro de torres asfixiadas por el mismo contacto», dice el viejo. Todo marcha mejor cuando el tiempo se pone sensible y gotea días que se vuelven interminables. Es esa estación que no quiere nombrar para que no descargue su tristeza y se lleve a los más débiles, un complejo que arrastra año tras año.

Todos lo llaman «el viejo», como si hubiera sido así desde antes. A veces jadea como veleta que mueve el viento y cae en una tos fina que se escapa hacia adentro y vuelve violácea su cara, igual que esos niños que lloran llevándose la respiración con el llanto.

No es tan viejo como debiera para que lo llamen así.

«Viejo, ¿me prestas unos mangos?», le decían cuando era joven. Y él prestaba, y con cada préstamo desaparecía un amigo, pero le fue quedando lo de «viejo». Era la época del cabello negro, los bigotes negros, las afeitadas de dos veces al día, «porque estoy en constante erupción», afirmaba.

Siempre tuvo mala memoria para los nombres.

Recordaba sólo el último.

«Sí», piensa ahora con esa memoria retroactiva, «hubo una Mariana, una Pilar, una Margarita; no, ésa era la dama de las camelias».

«Eres idéntico a Armando», le decía Mariana. Pero lo fue cansando con esa fijación de llamarlo así cuando su nombre, Marcelo, no estaba nada mal para ser dicho en voz baja; por lo menos era propio.

«Eran como estas papillas andantes. No salían del «sí» o del «no» o, por último, del «lógico» o «por supuesto», pero servían para las «efervescencias volcánicas».

Después vino la «relegación, la cuarentena», cómo rió con la desvergüenza de los años jóvenes cuando agarró aquello, sin acordarse si medió un «sí», un «no» o un «por supuesto», o si el nombre era conocido o uno nuevo en proceso de aprendizaje.

«Te crees Tarzán y te cuelgas de cualquier liana», le dijo el médico; «sólo que ésta estaba en mal estado y te caíste».

Se le formaron ojeras convexas y los ojos se escondieron en ellas por algún tiempo.

«Los dientes los perdí por culpa del juego», ríe.

«¿Quién puede estar interesado en ganar dientes?», dice algún nieto, de mala gana.

«¡Qué inocencia!», recuerda el viejo. «Eran juegos a trompada perdida, porque siempre perdía».

«Es la primera vez que lo reconoces», contesta el nieto. «Antes me costaba menos arreglar los recuerdos, porque no eran tan claros. Ahora los estoy viendo y podría poner nombre a cada diente que me falta».

Mercedes no presta atención.

Lo hizo durante demasiado tiempo, aprendiendo las tonterías de Marcelo de memoria, olvidando la suya por falta de lugar.

Es de edad, pero no vieja. Conserva una sonrisa. No la retira del todo, como para disimular el peso de lo que dice, pero no habla mucho porque «me falta el interés», dice.

A veces se detiene ante el espejo y se observa en pasado. Era linda entonces. Acumuló miradas que ampliaban sus caderas, sus pechos, los detalles de su rostro.

Le faltaron las de Marcelo, quien la tenía a su lado sin verla, una presencia ocupando una silla, rellenando huecos para que todo se viera entero.

Ahora «el viejo» come papillas y ella lo acompaña, porque le da igual. «Se hace más fácil», explica, acostumbrada a dar explicaciones. Sólo que ella no necesita que se la den en la boca, y es la primera ventaja que le lleva en tantos años.

El tiempo está triste. «Va a llover», dice, cerrando la ventana junto con lo que vive allá afuera, a pesar de los estornudos del clima. Pasa los dedos inciertos por las imágenes del vidrio. Dibuja lo que ve, pero no tardará en borrarse porque los vidrios se empañan cuando tienen calor». Se da vuelta. Norma sigue insistiendo. «El viejo se duerme con mucha facilidad», dice.

Mercedes se acerca. «Está bien», aparta a Norma, cubre las piernas del viejo con la manta a cuadros y toma la otra, la gris que a él no le gusta, y se cubre los hombros para esperar que despierte, porque ahora la ve, y debe estar en el sillón frente a él para evitar que se sobresalte.



 


Para que deje de atraer la muerte

Dicen que dijo que era un hacedor de verdades, cuando lo cierto era que configuraba cuadros mentales y los asentaba en palabras con tal fuerza que cualquier duda, viva o embalsamada, corría hacia extremos de desaparición ante miradas que más parecían ojos resucitados.

Así era Justo Hurtado, en receso de profesiones adquiridas al paso para después convertirse en «mago del futuro» según su propia lengua, bastante vapuleada en verdad por vientos de tonada extraña. Pero era su lengua y el derecho de posesión le hacía cargar en ella fardos de difícil origen o explicación, como cuando ambientaba historias en «vísceras de mal humor», según su decir para darle mayor realidad.

Manifestaba estar satisfecho con su suerte y la soledad era parte de su suerte, la que consideraba necesaria para escuchar a sus anchas los reflejos de la noche, es decir, el despertar nocturno de tanto ruido de voladores y de rastreros que predican al viento con quejidos de ultratumba.

Era fácil caer en sus embustes de frases anchas y largas que él parecía enrollar de alguna parte del aire, donde descargaba sacos de memoria recuperada o alucinaciones de tiempo indefinido, los que dejaba caer como carga de artillería y todos se contagiaban del contento de participar de la misma batalla.

De pronto no parecía humano el tal Justo Hurtado, o cuando menos llevaba cabeza de repuesto para albergar tanta cosa junta sin tropezar con contradicciones y descuartizar la atención de un solo juego de dedos, como se hace con los bichos para saber si siempre fueron bichos o bien algún malentendido hecho hombre. Pero en este punto no insistía, para no tentar cuestiones de sentimientos.

Tenía arte Justo Hurtado para armar truculencias, sin arrimarse a lo perverso.

«Son delirios de hombre solo», se decía, por más que nadie se animaba a prestar su nombre para avalar la frase. Sólo se decía.

Era lugar de andar con cuidado, agachándose o alzándose cuando fuera necesario para protegerse de golpes de vientos mal intencionados.

Pero cuando se empezó a barajar un muerto, a correrlo de boca en boca, a aparejarlo con algún cuento de Justo Hurtado que escapaba a exageraciones de su imaginación, la gente comenzó a ponerse seria y a buscar rastro de la muerte para encontrar al muerto.

Se trataba de un pueblo de tradición derecha, después de todo. O era un manipulador de embustes y había caído en la atracción de su propio delirio, o en verdad un muerto andaba por algún lado y era preciso ubicarlo antes de que la desgracia deambule sin meta fija. Era obligación.

«No tiene sentido remover la vida de uno», dijo en alguna ocasión como anuncio de entrometimientos.

Al comienzo pareció repulsiva la idea de perseguir a un muerto. Algunas cabezas bajas evitaban el pronunciamiento en favor o en contra de la redada.

Belisario Garmendia, el enterrador de oficio, quien sólo sabía que levantando y metiendo la pala en la tierra se ahondaba el pozo, «tal vez haya que poner algunas trampas», dijo, sin merecer respuesta, al igual que cuando afirmó con gran seriedad: «es injusto pasarse la vida bajo tierra», mientras echaba palabras para cerrar un hoyo.

El aire se ponía cada vez más pesado. Casi no soplaba. Los ánimos aletargados descuidaban faenas. Una especie de tregua o de huelga no conocida afectó horarios, por lo general de amanecida, causando un abandono extraño, un retaceo de fuerzas como reservándolas para otros trajines, rastreos de huellas o algo más.

Algunos animales buscaron refugio en los establos, otros cerca de los fogones. Los loros y canarios dejaron de molestar con imitaciones o trinos de otros días. Algún grito falso, de esos anónimos que restriegan la oscuridad de afuera, producía calofríos confusos, internos y lejanos a un tiempo.

Se hacía aconsejable, sin embargo, no aventurarse y mantener cierta cautela. «Hay que evitar cualquier acción disparatada. Con los muertos uno nunca puede saber», afirmaron.

Justo Hurtado quería permanecer ajeno a actividades que pululaban cuerpos que habían perdido la vitalidad acostumbrada. Las puertas dejaron de cerrarse y era normal ver sillas y hombres metidos en ellas, como atisbando lo que pudiera acontecer, alargando el tiempo para no ser engañados, cuidando de espantar el sueño para rechazar sospechas de cualquier tipo.

Pero el aguante tenía su tiempo, su duración, y maduraba más rápido que cualquier fruto por no tener estación propia.

No era cuestión de leyendas, sino el término de la tranquilidad, culpa de la lengua liberada de Justo Hurtado.

Una cruz apareció plantada en su terreno, precisamente frente a la puerta. De inmediato, Belisario Garmendia trajo su pala y probó de remover la tierra, seguro de algún descubrimiento. Pero la pala se resistió a entrar. Entonces intentó sacar la cruz; parecía clavada a alguna piedra.

El miedo actuó sobre la lengua y el silencio se hizo igual de pesado que el aire. El riesgo de lo callado o de algún desliz de boca saturada acabó con cualquier intento  de comunicación. La realidad se volvió inquietante. La cruz cambiaba de sitio durante la noche; sin embargo, no había mano que pudiera sacarla. Resintieron la ausencia de las historias fabricadas por Justo.

«Es preferible vivir en susto imaginado», alguien aventuró.

Entonces se sugirió la conveniencia de una muerte, natural o prevista, para calmar el espanto que se había desatado.

«Son necesidades de los cielos», se aceptó como designio, confabulación, armaje inapelable. Se pensó en la justicia del sorteo, dejando de lado a mujeres y niños, pero cada mujer encerró a su hombre por temor a un futuro solitario.

Se señaló a viejos que más parecían remedos fantasmales, pero no hubo quien quisiera levantar la mano contra la memoria del lugar.

Se llamó a confesión de enfermedades; el cura resultó ser el más aquejado, pero era de mal agüero quedarse sin sacerdote.

La desesperación cundió como la peor de las armas.

Se miraban con ganas de provocar la muerte, haciendo, a la vez, juegos de exorcismo para contener voluntades que pudieran ser más fuertes. Todos se volvieron enemigos, sin que hubiera separación de bandos.

Se imponía un pronunciamiento.

«Hay que mandar un emisario a la capital para que plantee el problema», sugirió el mismo alcalde para no ensañarse en la enemistad, pues eran todos conocidos.

«No hay tiempo para esperas de ida y vuelta», contestó Belisario Garmendia.

La pala inquietaba sus manos con sonido de tierra removida «y muerto a tus cuarteles», como decía, en plena faena, cuando el muerto no era de su agrado.

Fue cuando, en plena elaboración de algún entuerto, se percataron de la ausencia de Justo Hurtado, así como de las cruces.

«Debe de andar muerto por algún lado», se dijo, queriendo poner término al asunto.

Pero Belisario Garmendia no quedó convencido.

Él era «hombre de testimonio de ojos».

Pasó la noche cavando cuanta tierra le pareció recién revuelta, sin que fuera obra de su pala. Siguió cavando hasta empecinarse con el lugar donde había aparecido la primera cruz. «Puede ser», dijo, con voz de pecho agitado por el esfuerzo. Fue lo último que dijo antes de llenar el hoyo con su cuerpo, cayendo sobre la pala, desparramando la sobrecarga del corazón.

Justo Hurtado no regresó.

No había ido lejos. Sólo más allá del alcance del celo de Belisario, el embuste organizado para que deje de atraer la muerte con su pala amaestrada.



 


Después de antes

Te he dicho que no me llames, que el teléfono está arreglado, que los números saltan y se acomodan a su gusto en signos que no les corresponden, que la sospecha corre para pescar el contacto porque todos son puntos de contacto, y yo no puedo marcar porque se me corren del mismo modo, o me tiemblan los dedos hasta no caber en los números y cerrar salidas o entradas, y no queda otra cosa que apretarse, apretarse en esa isla para no hundirse.

Te he dicho que no me llames, que dos pueden ser uno, es cierto, pero eso era antes, cuando todo se hacía posible porque el problema de números no comunicantes era desconocido, cuando las palabras eran sólo eso, un aglutinamiento de letras para decir lo justo y necesario, un significado aún no adulterado.

Se te daba por hablar a medias y me habías entrenado en ese crucigrama aéreo. Recogía trozos sueltos de ideas apenas enunciadas que, después de algunas piruetas de malabarista sin oficio, las iba insertando a mi antojo en mi entendimiento encuadrado por eso que estaba sintiendo y que también sucedió antes.

Te he dicho que cuando la calle se extiende entre un antes y un después forma un declive para descargar todo  lo que queda en el medio; y sin medio es difícil llegar a algo...

La verdad es que todo fue confuso, hasta intrigante, obra de un espiritista o de simple empecinamiento de eso que llaman destino.

Quizás fue un acceso de locura en medio de tantos cuerdos, o pudo ser lo contrario.

Suele suceder cuando la razón cuelga como un trapo sucio y es sacudida por los que aún creen poder salvarse.

Si cuando la cosa se pone brava nos jorobamos todos.

Sólo que no llegamos al total convencimiento y se entra en esa espera que supone un cambio, y el cambio también se abanica para mostrar que no somos más que una punta de ilusos de barba crecida por la espera.

Porque en eso estarás de acuerdo, a pesar de que ya no busco la confirmación de lo que creo como antes...

Eso de antes y después se me ha pegado como un virus cualquiera.

Hay días en que me levanto antes o después y me siento antes o después, sin darme cuenta.

«No hay otros paraísos que los paraísos perdidos», dijo el poeta, y estoy segura de que lo habrá dicho antes. No sé si me entiendes.

Es más grave aún cuando las partes pueden temblar independientemente, como si el miedo buscara todas las salidas posibles, miedo atropellado por otros.

«Escucha», dijiste, y fue todo lo que escuché antes del sonido de ocupado. Después quedé secamente adherida al negro inerte del aparato mudo. Caí con todo el peso de antes, de después y de lo que todavía puede seguir a eso. Caí.

Hubiera querido gritar que no te preocupes, tratar de que los dedos respondan, pero ya habían decidido su propia independencia «sin derramamiento de sangre».

Te he dicho que cuando antes llega a después ya es muy tarde.

Parecías no tomarlo demasiado en serio, alejando cualquier signo interrogante con una sonrisa, sin darte cuenta de que a veces las sonrisas duelen por su misma estupidez.

No obstante, te he seguido acompañando en ese ajedrez que nunca aprendí, por un rechazo visceral a esas figuras muertas que aún quieren seguir siendo movidas.

Quisiera hacer un paquete con mis sentimientos y tirarlos desde un puente a algún río que tenga la fuerza de arrastrarlo antes de que...

Me has dejado con la manía de querer unir extremos, juntar puntos, armar cualquier cosa que haga comprensible lo que no entiendo.

Quizás sea mejor no comprender.

Pero está ese manotazo de rabia, una garra que tortura; pero no, no hablemos de eso.

Todo pudo haberse aclarado si el teléfono... Era una época en que estos aparatos enmudecían en los momentos menos oportunos.

Te he dicho cosas que no hubiera querido decírtelas, sólo por sentir tu proximidad, tu calor, sentirte nada más.

Entonces dijiste que los sentimientos hay que dejarlos para después, y sigo pensando por qué no hemos llegado a ese después, quedándome con el arrepentimiento propio del que no insiste ni presiona, o no inquiere o demanda por último.

Me he quedado también con esa terrible ignorancia que cierra mi boca cuando me preguntan: «¿qué pasó?», «¿por qué?», «¿dónde está?», «¿cómo fue?».

Me doy cuenta de que nada sé, que nunca lo he sabido, que no fui pieza, sino sólo parte ajustable, prescindible, reemplazable a lo mejor.

Creo que lo de antes fue una alucinación.

Los lugares se llenan con tu imagen mientras el recuerdo te supone como eras.

Temo el encadenamiento de suposiciones que te hagan desvanecer como un sueño que no se recuerda, donde siguen flotando pequeños puntos que explotan el vacío. Temo...

No, no me estoy volviendo loca.

Es un aprendizaje también obligado, algo que no se sabe antes ni se olvida después.

No es un juego de memoria.

Es sólo juego que se va perdiendo hasta que no queda memoria.

Te he dicho... ¿Qué te he dicho?

Te lo habré dicho antes, no, tampoco.

Es mejor que lo dejemos así.





 

♦   - II -

Preludio con fuga

Lo que pasa con Aurelia es que ella lo sabe todo, y lo cuenta con detalles, hasta aquello que no sabe, y las escalas del piano no parecen escalas, sino inventos de sus dedos que suben y bajan casi como duendes del sonido mientras mi boca saliva abierta, desencajada, y ella sigue al ritmo de la cabeza de la profesora que juega verticalmente con el espacio, aprobándola. Luego, Aurelia se levanta, recta, sin perder el aire condescendiente, casi sin pedir permiso, y deja el taburete aún tibio de ella.

Es mi turno.

Camino los dos pasos desde donde estoy sentada y con fortuna llego a acomodarme, pero ella se ha llevado el embrujo y queda la atmósfera simple, banal, monótona, que no puedo cambiar con mis dedos endurecidos.

Hasta la cara de la profesora cambia.

Ya no cierra los ojos en total abstracción como con Aurelia. Son dos focos que reprueban antes de que por fin me anime.

Pienso en lo que dice Aurelia: «cuando entro en un lugar, lo hago con todo el cuerpo», pero no me sirve de gran ayuda. Siento que me encojo, que las paredes hacen lo mismo y estoy a punto de ser aplanada. «Será más fácil salir; no necesitaré que la puerta esté totalmente abierta».

Traspiro la media hora de clase. Hago trizas a Czerny, a octavas y terceras, y la izquierda y la derecha están  en distintos bandos con las teclas en una fuga imposible de aprehender.

La verdad es que me gustan más los preludios.

Pero, ¿dónde se ha visto un preludio sin su correspondiente fuga?

«La posición, cuida la posición. Pareces un tero a punto de volar con esos dedos tan tiesos», dice la profesora.

Se me nubla el teclado, las negras ocupan el lugar de las blancas y yo estoy en el medio. Nunca tuve nada contra el color negro. «¡Dos por cuatro, dos por cuatro!», insiste, marcando el compás con el taco del zapato, pero estoy tan confundida que pienso en la maestra de todos los días, la otra, y digo: «ocho», pero ella no entiende y sigue ahora golpeando con las manos «¡dos por cuatro, dos por cuatro!», en medio del salón largo, eco también largo y yo indefensa, una culpable sin causa en un banquillo ajustable. «Un momento», digo con un hilo de voz sin enhebrar, y me deslizo para subir el taburete que parece haber descendido, o quizás el piano es muy alto. La miro por un costado y veo más largos los pelos de su barbilla y más ojos detrás de los lentes, una profesora multiplicada, mientras yo estoy por padecer una trasmutación ineludible para esperar la noche anónima bajo el piano y salir sin que las trenzas se me enreden en las piernas.

Pero no hay imaginación que funcione.

Siento los dedos pegajosos, la falda hecha una masa con los muslos acalorados. Alguien golpea la puerta, porque a todo esto la cosa es a puerta cerrada, como cualquier tortura. La secretaria entra con la taza de café. «Déjela sobre el piano», dice la torturadora. Se me va la lengua por un sorbo, pero eso de que es mala educación comer o beber sin ofrecer a quien está con uno, como me enseñaron, es mentira. Me quedo con la boca seca como trapo estrujado. Está a punto de tomar el lápiz y calificarme (porque cada clase se califica). Ojalá tome el café antes y fume un cigarrillo para entonarse. «Seguirás estudiando la misma   lección», sentencia, sin caer en cuenta de que eso ya lo dijo la clase anterior, y la otra de antes y la de más allá, que los mismos sonidos ya me producen náusea, pero mueve la cabeza afirmativamente, como siempre lo he hecho porque también me lo enseñaron y no es que hubiera aprendido, pues de lo contrario no estaría repitiendo esa lección que resulta tan cara porque está en un punto muerto irremediable.

Entonces empecé a decir en mi casa que la profesora no ponía interés al enseñar, que no quería cambiarme la lección, y eso de no cambiarme la lección era grave, más grave que si hubiera insinuado que no quería seguir con el estudio del piano, prueba fehaciente de su inclinación por Aurelia, a quien cambiaba la lección cada semana.

Así fue como de un día para otro, sin algún preludio, de los que me gustaban ni fuga para escaparme, me encontré cara a cara, mejor dicho, costado a costado, con Carlos Aníbal, mi nuevo profesor. Del calor de la cara roja y la traspiración excesiva pasé al frío en pleno verano con 15 grados de edad, palpitaciones internas y externas y calambres en el corazón.

Queriendo vencer de entrada mi timidez, quise llamarlo el primer día por su nombre, pero, ni bien dije «Carlos», el resto quedó atorado. Me obligué a toser, pero no hubo caso.

La primera clase fue caótica y la vergüenza tiñó de rojo hasta las paredes.

Mi madre dijo que, evidentemente, la profesora no servía al observar mi dedicación en la casa, que excedía la paciencia y bondad de los oídos del resto de la familia. También comentó que, si seguía de ese modo, era probable que llegara al Teatro Municipal.

Pero no era eso lo que quería, sino complacer a Carlos Aníbal, lograr que me viera, que dijera que era la mejor, que mi talento único, mi posición la más perfecta, y mis manos herencia de alguna diosa musical. Pero él sólo tenía ojos para Margarita, blanca, transparente, a punto del desmayo,  tocando igual que un cisne con el cuello apenas inclinado y los brazos batiendo el aire, redondeando arpegios sin esfuerzo, la espalda recta, sentada en la mitad del taburete como debía ser. Yo tenía 15 años redondos de arriba, de abajo, de cintura, de piernas, con ganas de que me metieran en alguna máquina moldeadora para sacarme parecida a Margarita.

Cuando al término de una clase dijo que había hecho un gran progreso, levanté los ojos acostumbrados a estar bajos y me animé a mirarlo. No sé qué esperaba. Tal vez que me viera, no solamente de dedos y manos. «Hasta el próximo jueves», sonrió, pero el jueves siguiente hice fuerza por enfermarme, y lo logré. Después simulé un acceso de melancolía para luego agregar un desgano que fue tomado como «cosas de la edad». Pero el asunto se alargó y todos estuvieron de acuerdo en que me había enfermado de tanto estudiar, lo que registré para agregar más jueves de inasistencia.

Así fui fugándome de a poco, con un preludio compuesto para la ocasión.

Cuando hago memoria y recuerdo que Margarita lo dejó colgado de una corchea, no puedo menos que soltar la carcajada.

Éramos golondrinas buscando cada cual su propia primavera.

Carlos Aníbal lo sabía, porque jugaba a ser golondrina sabiendo que ya le habían pasado muchos veranos.

Nosotras también lo sabíamos, pero en muchas partes, estaba escrito lo del «atractivo del hombre maduro».

Ahora somos todas maduras, pero nadie nos pone el adjetivo y el tiempo no se detiene. Sólo nos permite dar vuelta la cabeza y echar una mirada hacia atrás por esas cosas tan necesarias del momento, y volver a enderezarla para seguir andando.



 


Ella no puede saber

Tenía cara de acomodadora de cine, de esas caras largamente amargadas de tiempo que pasa de largo, de películas que se ven sin mirar, sin temblores internos, de imágenes alejadas por un rechazo del presente, cara de entierro no consumado.

La vi primero detrás de la ventanilla, vendiendo entradas con sólo su torso a la vista, preguntando lo necesario, respondiendo con gestos, sacando los papelillos doblados del tablero y entregarlos sin levantar los ojos. Parecía un robot accionado por alguna vibración de vida. Después, cuando el tablero quedó semivacío, me asustó su imagen iluminada detrás de la linterna en el momento de tomar los papelillos para ubicar, en forma ordenada, a un grupo anónimo con un interés común momentáneo, manos extendidas con el apremio del apuro presionando a la mujer que daba muestras de impaciencia por el atropello unificado.

La luz empezó a retirarse, como esas de gas de antes, y las siluetas fueron marcándose cada vez menos hasta perderse en la oscuridad.

El resplandor de la pantalla jugó claroscuros hasta que el silencio ocupó el teatro después de algunos cuchicheos que fueron silenciados por otros más fuertes.

El noticiario centró la cámara -después de una vuelta efectista- y aparecieron lugares alejados y gente poblando esos lugares con tenidas diferentes por oposición de estaciones, lo que produce cierta incredulidad o sonrisas a distancia cuando en la pantalla el frío hace estragos mientras en la platea se piensa que al aire acondicionado lo están regateando para reducir costos.

La mujer ha desaparecido con la luz, como si el gas la hubiera llevado a ceder terreno.

No sé por qué me fue difícil concentrarme en la trama tonta, excelentemente actuada por Jerry Lewis con un esfuerzo histriónico por rescatar lo salvable y así llegar al anuncio «Fin», con el apoyo de los espectadores.

Algunas risas espontáneas y otras forzadas -como para aliviar culpas al no sentirse tocados por el humor- saltaban de alguna esquina, o del centro, o del costado, en un confuso «ping-pong» de lugar y sonido.

Yo estaba en lo mío -en uno de esos días en que el sentimiento amanece más a flor de piel-, preocupado por la mujer sin expresión, sin ganas, que hacía su trabajo para terminar y sacárselo de encima hasta la próxima función.

No tenía un ápice de interés.

De haber sido tonta y muda, nada hubiera cambiado.

Es sólo mi deseo de profundizar en esas cárceles individuales rodeadas por un cuerpo, de querer constatar la presencia silenciosa o secreta del alma. Porque debe de tenerla, no me cabe duda, y es la constitución misma, el compuesto de esa masa impalpable, recipiente de tantas cosas donde encuentran acogida espontánea -una verdadera fundición de secretos que entran en forma gratuita-, lo que me intriga.

De pronto ella desciende el pasillo en declive seguida de algún retrasado. Taconea con eco, acomoda a la persona y regresa, inclinada, a ascender el pasillo con cierto esfuerzo.

Me levanto y salgo.

La busco en el primer golpe de luz, olvidando que los ojos deben primero acostumbrarse. No la encuentro. El controlador de boletos parece un San Bernardo. Debe de ser el peso de tantos años acumulados en la misma posición. «¿Dónde está la acomodadora?», le pregunto. Se pone los anteojos para contestar, me mira: «¿para qué la necesita?, ¿no encuentra su asiento?», lo que me molesta en extremo por esos recuerdos de antes, cuando recibía preguntas a cambio de otras porque no se tenía edad adecuada, arrastrando dudas que crecen con uno mismo a pesar de haber encontrado las respuestas. Así que no le contesto y me acerco a la salida, mirando hacia uno y otro lado de la calle. El hombre, molesto por la falta de interlocutor, dice: «fue a tomar un café al bar de la esquina», levantando la voz.

Camino hasta el lugar. Está sentada en un rincón. Me acerco. Levanta los ojos, asustada al sentir mi presencia. Acerco una silla y me siento, sin autorización, sin que medie palabra alguna. Ella no se opone, como si todo le diera igual, prolongando la actitud de claustro en el encierro detrás de la ventanilla.

No es fea, sólo crispada, sin asomo de curiosidad, como si una sequedad de otoño la estuviera trepando. Tiene los ojos cargados y las bolsas parecen recipientes de noches vividas en penumbra. No sé qué decir o cómo justificar mi presencia. Me noto ridículo. Tengo unas ganas intensas de decirle, de contarle, que todo comenzó al comprar la entrada, que me produjo pena y rechazo al mismo tiempo, que la sentí como pájaro enjaulado y yo culpable por ese aire libre con la forma cortada de mi cuerpo, pero tan solo como ella, pues por eso compré la entrada, para sentarme en compañía, una compañía ausente, empeñada hasta el alma en reír en primera persona; por eso volví a salir para buscarla, para que la soledad fuera en plural, y ahora, ¿qué le digo?, porque no soy dado a las palabras.

De nuevo me hundo en lo que hubiera podido hacer o decir y me levanto con aire de «disculpe», porque no puedo, se me corta la garganta con esas palpitaciones a tambor batiente y me retiro, retrocediendo, para que no vea cómo se me mueven las piernas dentro del pantalón, porque ella no puede saber que todo comenzó con ese encierro por equivocación: «por fin lo agarramos», dijeron. Y no hubo documento que les hiciera cambiar, porque no podían regresar sin presa, sin haber cumplido, y me sacudieron las ganas de cualquier cosa, me dejaron con la indiferencia metida adentro, todo gratuito, equivocación que duró once meses, y encima, cuando lo largan, uno dice «gracias». Pero ella no puede saber que trato, en un intento desesperado, de que «diga algo, por misericordia», «ábrete, Sésamo», «Mambrú se fue a la guerra», cualquier rotunda estupidez que se le ocurra, porque dos pares de ojos que se encuentran y no se conocen de antes no llevan nada adentro que reemplace la palabra, ese hilo que engancha bocas y acaba con el telón helado, «me llamo Claudia», «y yo Roberto» podría ser y bastar, pero rápido, sin pérdida de tiempo, porque uno espera que el otro lo haga primero, apúrate para impedir que salga por esa puerta y enmudezca para siempre, y tú, tú quizás quedarás también para siempre con el arrepentimiento, tu ventanilla y tu linterna.



 


Exceso absurdo

«Es absurdo», dijo la mujer, regando por cuarta vez la planta. Estaba parada al lado de la ventana, en ese pedazo interior que puede llevar muy lejos, casi una proyección, un desdoblar de cuerpo y alma, un irse sin querer, un vaivén sujeto al deseo.

No quedaba en claro si era absurdo regar tantas veces la misma planta o dejar libre la voluntad despeñándose por el alféizar como único obstáculo.

La mujer dio vuelta. Estaba sola.

«Todo toma su tiempo, pero al tiempo a veces hay que canjearlo por la costumbre, y eso también lleva tiempo», siguió pensando en voz alta.

Antes estaba sola con él, engañando, engañándose, moviendo los mismos hechos tantas veces revueltos en ese enfrentamiento diario que podía comenzar con el aviso del despertador.

No recuerda cómo iban echando mano, al mismo tiempo o por turno, de espacios pasados llenos de reclamos, como aporte individual a ese estado que llaman matrimonio.

Acudieron sin presión, sin arreglos familiares, casi enamorados, llevando ruidos de una guerra anunciada, huyendo de espíritus malignos, de esos que se dejan encerrados pensando   que así no podrán escapar, sin darse cuenta de que los llevaban puestos.

Llegaron de noche a esa casa grande, vacía, acompañados por la abuela en el carro de dos caballos.

Era otra costumbre aceptada por respeto, por ignorancia, por timidez, porque así debía ser.

Siempre se preguntaron si el resto hubiera sido diferente con un comienzo distinto.

Si no hubieran tomado determinadas calles, o llegado de noche...

Se sintieron solos, con esa soledad que inquieta cuando es de a dos, que molesta gestos o retrae inicios.

Creyeron que era normal y también encontraron natural la presencia de la abuela, al día siguiente, para constatar el vínculo.

Después fue una repetición del acto del matrimonio, una suma llevada por la costumbre con faltas que no supieron que lo eran.

Se aguantó el tiempo en medio de aconteceres externos, extraños, y el propio fue disfrazándose hasta perderse, y cada vez fue más necesaria la búsqueda exterior para apoyar la huida, una huida que iba volviéndose constante.

«Las noches pesan más que los días», dice la mujer.

Noches de sábanas que amanecían en su lugar, sin conocer un desorden de lucha.

Los hijos no llegaron por falta de lucha y ninguno los echó de menos.

El tiempo se estiró, igual que las telas que son medidas en las tiendas, y se acumuló por dejadez, produciendo en el fondo una resaca informe.

Ella retomó de pronto el hilo de pensar, que estaba enredado, y empezó a estirarlo y dejó de ser hilo, y vio un espejo y escenas de su vida pasaron como película en cámara lenta para que la viera con detenimiento.

«Los otros eran más importantes que nosotros. Eso no fue bueno».

Era tarde.

No de noche, precisamente. Sólo tarde.

Vio de lejos esa soledad que la dejaba independiente, pero no se asustó.

Llevaban cuarenta años de mutuo conocimiento.

Recogió todo su coraje para poder animarse.

Ahora está ahí, regando en exceso las plantas, diciendo que es absurdo.

«Cómo se te ocurre, después de cuarenta años», le dijeron los otros, los de afuera».

«Justamente», dice ella. «Es absurdo, como cualquier exceso», y sigue regando hasta que desborda el agua y se escurre el exceso buscando el escape.



 


Una tía de glorieta

Hoy volvió a llamar tía Herminia; creo que la próxima vez que lo haga le diré que no estoy. ¡Cómo que no puedo hacerlo! Eso de tener conciencia es un verdadero cargo, una imposición inventada, sin permiso. «¿Estás?», es lo primero, que pregunta cuando descuelgo el teléfono, y yo estoy, claro, porque son las cinco de la mañana y primero escucho un timbre lejano, una perforación abstracta que se acerca cada vez más hasta penetrar el laberinto dormido del oído y hacerme saltar junto con todos los resortes del colchón. «No puedo dormir», me dice. «Es ese ejército de fantasmas que espera la madrugada para hacerse visible», agrega. «Toma una pastilla», le aconsejo. «Pero si falta poco para levantarse». «Tómala igual», insisto, mientras voy cayendo, lentamente hacia atrás por una atracción que no ha sido calmada porque no se ha cumplido el plazo de ocho horas. Pero ella no lo sabe porque algo se le corre y el tiempo le sobra -o le resbala-, sin hacer el esfuerzo de agacharse, por lo menos para recogerlo y ponerlo en su lugar -el tiempo, digo- mientras voy sucumbiendo al blanco extendido de las sábanas. «Te estás quedando dormida», sentencia o reprocha Herminia. «No, acá estoy», contesto. «Voy a desayunar», informa, y dos horas más se presentan, prometedoras; el sueño mejor dormido hasta que el despertador   verdadero funcione. «¿Quieres algo?», pregunto antes de colgar, pero no espera respuesta.

Tía Herminia era linda.

Así atestiguan esas fotografías que ríen entre sí, guardadas en álbumes de tapas desteñidas.

Ríen de lo que ha pasado y de lo que vendrá.

Ríen seguras de ese momento detenido por la explosión del magnesio. Las caras quedaban como estupefactas, pero era parte de la forma de vestir de esa época, de disfrazar interiores; la mirada se asombraba por cualquier cosa. Entonces, otra cualidad era la de los ojos redondos y pestañas iguales y cejas de arco pronunciado, casi un triángulo en actitud de haber sido.

Tía Herminia hablaba de los amores cobrados con besos a hurtadillas, de los remezones de corazón por un roce de manos o una mirada demasiado fija, un duelo con destellos de fuego, una prueba de valentía hasta que el par más débil buscaba la retirada con el apoyo de algún elemento para no claudicar sin remedio.

Se quedó soltera, por más que... Bueno, pero es algo que también ha quedado aislado como la expresión de las fotografías, sin posibilidad de desarrollo.

«No hay como la virginidad», decía cuando mi edad no era suficiente para comprender esta premisa. «Es parecido al estado de santidad, sin necesidad de ponerse esas ropas negras que acaloran casi impúdicamente».

Se habló, sin embargo, de su estancia por algún tiempo -un retiro, por voluntad de otros- en ese lugar de silencio de claustro donde olvidó las ganas de sostener miradas o reír a boca llena como hasta entonces lo había hecho.

Quizás fue el resultado de algún beso, cubierto por las sombras de esa glorieta del fondo del jardín a la que ya no regresó.

Muchas veces, no obstante, desde la terraza de mosaicos multicolores y geométricos, jugando el equilibrio de una pierna recogida para sortear algunas baldosas, la vi detrás  del vidrio de su ventana mirando hacia la glorieta.

Tía Herminia fue cerrando sus propias ventanas.

«Es el precio que se paga por nacer en el momento equivocado. Fui una adelantada, como esos españoles que no nos adelantaron mucho». En general, era de poco hablar. «Es el privilegio de los que saben demasiado», decía.

Era la tía que debía figurar en los anales de cualquier familia de tradición.

Cuando murió tía Carmen -la esposa de tío Gerardo y hermana de Herminia- se pensó que la unión de Gerardo y Herminia solucionaría el problema del cuidado de los cinco hijos que quedaban sin madre, pero Herminia se mantuvo firme: «cuando se ha sido tía, no conviene volverse madre». Además, no congeniaba con tío Gerardo y el fantasma de la glorieta parecía importarle más que la «seguridad», como decían, de la protección de Gerardo.

Fue despojándose de velos, por así decirlo, porque toda ella era etérea, hasta quedar con la rugosidad que deja la prepotencia de los años.

Me llama varias veces al día, pero no recuerda que ya lo ha hecho.

A veces paso a verla cuando regreso por la noche. «Te llamé durante todo el día», es su saludo.

Ayer no pude hacerlo, por más que estuve a punto.

Era necesario limpiar y lavar lo acumulado en días de apuro. «Ya llamará en la mañana», pensé. «No dejes para mañana...», pero no llegué a terminar el pensamiento por la superposición de otros: la oficina, el jefe, los compañeros, los otros, la domesticidad de lo que debía hacer, fueron llenando el resto de la noche. Dormí sin interrupciones. Sólo la necesaria del despertador.

«Tía Herminia se quedó dormida», pensé. «¡Qué bueno!». La llamé. «Debe de seguir durmiendo». «Qué manía la suya de no querer alguien que se ocupe de ella, que la acompañe». El teléfono mantuvo el tono imperturbable.

Pasé a verla.

No tenía más que atravesar la puerta interior que separa la casa -la misma de la glorieta- y que dividía nuestra independencia de personas demasiado parecidas en esa casona donde fuimos quedando como guardianas de duendes dormidos.

Me sobresaltó el silencio, la quietud de plantas, de muros, de muebles.

Me senté a mirarla desde cierta distancia por el espacio de la puerta entreabierta. Abrazaba el teléfono. Me pregunté qué demonio actúa para impedir ciertas decisiones.

Desde donde estaba no podía ver los rasgos en su sitio. Sólo era un montón inerte de contorno movedizo. No, era el temblor de mis lágrimas, reverbero silencioso, inútil.

Quedaba sola, con el enorme peso de un acontecer que, en cierto modo se iba con tía Herminia.

Sé que durante un tiempo me sobresaltará la ausencia del sonido madrugador de ella.

No queda nadie a quien pueda molestar cuando me llegue el momento. Tía Herminia pudo haber sido mi madre. Quizás no quiso que la perdiera dos veces.


 


Síntoma

Fue cuando el estómago se dio vuelta, una vuelta completa, y la náusea levantó cada poro de la lengua y el espasmo juntó ambas partes.

Fue entonces, y supe que estabas ahí.

Pude comunicarme desde el primer momento, desde el desliz que te había abierto la puerta.

Fue impensado, sorpresivo, y quizás por eso mismo, por toda la preparación emocional que supone el hecho, me encontré incapaz de afrontarlo.

Con la náusea iniciábamos el diálogo matinal, corto, hasta que, doblada sobre mí misma, vaciaba el interior.

El líquido viscoso le ponía término. Después, el sudor frío se esparcía como queriendo recordarme que no todo había terminado, al contrario, que cada día iba a iniciar de nuevo, con más fuerza, ese acto entre dos seres que empiezan a sentirse.

Cada noche me acostaba esperando llenar mis sueños con delirios que se deshicieran con la primera claridad, que el laberinto inconsciente aprisionara lo real, lo cierto, y me encontrara libre, otra vez libre.

Pero apenas puedo alcanzar el alba.

Sabes cómo me siento cuando las fragancias se escapan de los objetos y necesidades diarias.

Sabes cómo detesto el beso de despedida en los labios. Sabes cómo aprieto la boca y aguanto el remolino que busca insistente la salida.

Como si necesitaras todo el espacio posible a tu alrededor para desplazarte, ir avanzando, ganando territorio, disminuir el mío...

«Si no hubiera...», pienso.

Pero estás ahí, me lo recuerdas y tengo miedo.

Son los síntomas los que están presentes y después, ¿qué pasará después cuando empieces a golpear con la decisión hecha cuerpo, con la impertinencia que hará titubear el corazón?

Miro el día y pienso si tengo derecho de privarte de lo que veo. Pestañeo para alejar la imagen, para hacerla menos bella, borrosa, para enviarte ondas alteradas y que no sientas tantas ganas de insistir en lo tuyo.

Estás furioso y me mandas el espasmo, tu pobre arma.

No te he buscado, quiero que lo sepas.

Yo no sentiré nada; me dormiré buscando deshacerme de pesadillas de ojos abiertos. Nadie sufrirá.

Sólo habrá un vacío en el lugar que ya habías comenzado a cavar, que no dejará de doler. Es un dolor de carne rasguñada, como si tiras finas desprendidas del corazón cayeran.

Pero el corazón está entero, ¿me entiendes?

Necesito creer que ha sido un acuerdo mutuo.

El día se ha nublado y pienso si en verdad vas a perder tanto.

Hay un remecimiento de la razón, la duda, lo justo, y la rabia se centra en ti y revuelve el estómago.

Si fuera sólo el estómago.

Siento una presión por descargar el chorro que sube de adentro, empujado por lo que todavía llamo «síntoma».

Fue un dolor intenso, solitario, una rabia interna que ya no quiere molestar, que se deshace y corre entre las piernas. Entonces las aprieto, firmemente, en un instinto más fuerte que la voluntad.

Pero ya estaba decidido.

Creo que fue el día en que no quise hablarte, el día en que el enojo se convirtió en entrega y selló mi boca.

El día en que ni la furia nos unió.

El tiempo se me ha llenado de ojos. Caminan a mi lado, pero no puedo identificarlos.

Sé, en lo profundo, en esa cavidad vacía que continúa dañando el vientre, que algunos pudieron ser tuyos.



 


Cambio de folio

Está a punto de cumplir 50 años.

Piensa si, como todo acontecimiento que redondea esa cifra, también puede llamarse «de oro».

No sabe si es grave cumplirlos.

Tampoco si es importante.

Sólo que suena a mucho, a una superposición de tiempo que en otras épocas significaba casi el término de vida.

No cree que ocurra algo dramático al trasponer el día que corresponde, ni que deje de pensar o sentir en la forma en que lo ha hecho en esa primera etapa, aunque no debe olvidar que al día siguiente del día estará comenzando la segunda, con sólo veinticuatro horas para darse cuenta.

No está asustada y, por un acuerdo mutuo con el espejo, las líneas delatoras se mantienen amenazantes, sin irrumpir aún con la fuerza de lo inapelable.

No, no es susto.

Sólo un examen o meditación.

Hay dudas, muchas dudas.

Si se hizo lo que se debió hacer, si todavía se espera poder hacerlo, o si las cosas que no se hicieron han perdido su oportunidad.

Piensa que quizás es bueno seguir buscando respuestas o acumular dudas que necesiten de ellas, y en ese juego  hacia uno u otro lado se escurra, sin sentir, el tiempo que todavía falta.

Y sigue pensando...

Y los porqués surgen en cada vuelta de la memoria.

«No es posible devolver los años que no han sido usados totalmente, deducir los días de enfermedad como si nos hubieran engañado, aunque a veces...», murmura.

Quizás, como sucede con las cosechas, habrá que quemar los restos de una para que pueda servir de abono a la siguiente, o el cielo y la tierra se juntarán formando un círculo, no precisamente en una visión de horizonte...

Algunas siluetas de tristezas repujadas pelean por ubicarse en el recuerdo, no, en el tiempo.

No está segura.

Tampoco sabe si se mueven hacia adelante o hacia atrás, o es sólo esa nube que a veces esfuma las imágenes...

O es probable que sean duendes antojadizos que se empeñan en ocupar esas celdas vacías que de pronto produce la mente, espacios extraños que se abren sin razón como anticipo aún indescifrable...

Siente un temblor de aire o un mareo de tierra.

Sigue sin entender.

A lo mejor está haciendo un problema de lo que no es.

Pero, después de todo, es ella quien siente el estirón hacia abajo, quien se rechaza conscientemente por inaceptable, pero empieza como taladro fino a molestar una parte de ubicación imprecisa hasta producir un hoyo también incierto, invisible, que se siente porque ya ha sido pensado y se vuelve profundo, por insistencia del pensamiento, por el cual van cayendo restos de cosas de las que no se ha llevado siquiera cuenta, y el hoyo es elástico y se columpia en forma pesada con lo que va cayendo.

Entonces es posible una perforación para evitar el peso, pero los desechos pueden desparramarse y cubrir o tapar el pensamiento, llegando a eso que se califica como desvarío.

 No sabe por qué se lo teme.

Quizás porque ha pasado por tantas mentes y lleva residuos que a uno no le sirven, quizás porque la curvatura del desvarío es pronunciada y puede llevar a un vuelco parecido al de los autos, dejando al descubierto ese desván íntimo de cara sin maquillaje.

«Somos deudores de ese culto al fingimiento diario, a la aproximación cautelosa, sin compromiso», piensa. «El desvarío es una forma de declararse insolvente y el insolvente se deshace del apremio del vencimiento».

Puede que todo sea nada más que pretexto para evitar el acto de confesión.

El tribunal está siempre dispuesto y a veces se llega a forzar el acto para justificarlo.

Lo sabe por haberlo escuchado, leído, por haber casi pisado la cinta transportadora.

Le hubiera gustado ser hombre.

En ellos los años no anidan del mismo modo.

Y eso de la liberación de la mujer...

Con el solo cambio de sexo se pelean guerras distintas.

Los gritos de rebeldía suben y bajan en el aire; sirven para cortar el viento y hacerlo menos fuerte.

Pero eso dice ella, ahora que está al borde de los cincuenta.

La verdad es que no me molesta ser mujer, ni equivocarme de peldaño, ni gritar en sordina.

Después de todo, pienso que no son tantos.

Lo puedo doblar en cuatro -el certificado de nacimiento-, ponerlo bajo el brazo y dejarlo caer como al descuido.

Me parece que no son tantos, que no los siento tantos, que de tanto repetirlo perdieron fuerza, y el próximo año...

Bueno, ya no los tendré.



 


De a pedazos

Despertó con rabia.

Un pedazo de cielo entraba por algún lado; podía ser la ventana.

Se levantó y la abrió, quizás por esa necesidad de tener la cosa entera. Mucho tiempo pasó con el regateo de los pedazos: «uno para Lena, otro para Fifo, otro para ti», crujía la barra de chocolate mientras los dedos separaban. «¿Y para ti, mamá?». «No, yo no». Leve sabor dulce del mediodía que no alcanzaba a cubrir las tardes largas de claustro, iguales, lisas, con alguna que otra amiga para jugar con el tiempo y deshacerlo, o fumar cigarrillos hechos de hojas secas de palto para probar algo diferente. Con la garganta reseca uno tenía que aguantarse la tos para que nadie se diera cuenta, llevándosela hacia adentro hasta que la cara quedaba al rojo vivo, con la sensación de que el reventón vendría en cualquier momento, lo que no le ocurría a la abuela vieja con esos inmensos cigarros que se los pasaba de lado a lado, de diente a diente y entre miradas amenazantes, porque los derechos había que ganarlos por edad, y las miradas desnudaban, haciéndolos más y más chicos, hundidos en la insignificancia que colmaba las aspiraciones de la abuela de mantenerlos en ese nivel hasta que se abrían   las baldosas y desaparecía un pie, después el otro, y al final nada quedaba, ni siquiera el miedo.

Son muchas las veces que despierta con esa rabia que ha ido arrastrando distintos motivos.

Se pregunta si llegará a formar una reacción química con algún elemento de la atmósfera, produciendo una gran explosión.

«Estoy a punto de explotar».

«¿Por qué no explotas, mamá?».

Arranca hojas del calendario. Barre las otras, las que llenan el patio con la impertinencia de tiempo que no se detiene. Sube y baja las mismas escaleras, observa los recodos que forman las habitaciones en el mismo lugar como una fijación de los sentidos; casi podría recorrerlas a ojos cerrados.

Ha clausurado la pieza del fondo porque la tuvo en exceso, en distintas declinaciones de edades o épocas, llenas de pedazos faltantes... Quizás la vuelva a abrir cuando el recuerdo falle. Entonces habrá que echar abajo la puerta, porque la llave la dejó caer en uno de esos tantos raudales que juegan con la fantasía en un intento de fuga.

«Los raudales se llevan el cuerpo por partes, sobre todo los ojos y lo que está adentro, pero el resto sigue parado, a pesar de ese escape incontenible que a veces lava hasta el pensamiento», piensa hacia atrás.

Adela tiene los rasgos firmes, delineados con fuerza como un capricho de naturaleza enojada. Se le cae la nariz en medio de ojos muy separados -quizás independientes- que la llevan, en visiones, a través de desperdicios de espacio en donde encuentre pedazos oxidados de ella misma.

Tiene la boca saltona, como si hubiera hecho caso al mando de «¡un paso adelante!». Buses llenos de apuros humanos, ella adentro y el chofer apretujando su ganancia con eso de «un paso hacia adelante». Tal vez el cuerpo se le ha formado entre compresiones de otros cuerpos.

 En una de esas conoció a Mito. No recuerda en qué recorrido. Lo vio con un solo ojo, después con los dos, pero aun con uno la imagen era completa: más alto que ella, quizás más joven. «Es conveniente que el hombre sea mayor», recuerda la voz del cigarro.

La misma dirección a la misma hora, palabras cruzadas en la espera, las quejas por el chirrido de los frenos, la velocidad del vehículo o la osadía de algunas manos, los fueron uniendo. Después se juntaron en un café y con el cigarrillo se fueron ablandando reservas.

Era fácil con Mito; ella no tenía mucho que ocultar o contar. Más bien lo mismo, repetido entre risas o muy seria, según el momento. Mito hablaba poco. Dejó que ella se fuera vaciando de tanta espera. La observaba, traspasándola con esa profundidad oscura de ojos de quién sabe qué color. En esos días Adela cumplía treinta años de idas y vueltas, sin redondear ninguna, sólo esa cifra que amenaza. «La mujer de treinta años»; buen título de libro, piensa. No es época de juegos ni de escapes o treguas. Tampoco de remecer el sentimiento en un medio de transporte ni reducirlo a fugas «fuera de horas de oficina». Quiere colgarse con todas las de la ley de eso que le está pasando antes de que sólo quede la imagen de ventanilla.

Se le olvidan sus devaneos libertarios, «su independencia ganada». Quiere ser mitad de parte y que el resto se complete. Quiere dejar de buscar otros ojos con los suyos.

Era natural que lloviera. Comenzaba el otoño y siempre lo hace llorando, «como anticipo de dolores de huesos», escuchó alguna vez. Está en la parada de siempre. No así Mito. No ha aparecido. No golpeó su sonrisa a una cuadra de distancia. Sube con la cabeza dada vuelta. Casi pasa de largo, sin pagar el pasaje. Ya se le había olvidado eso. Mito está al fondo, como cuando recién lo vio. Le hace señas de que no puede acercarse con tanta gente entre medio. Con  las manos indica que subió en la parada anterior. Ella asiente. Mito sigue hablando con las manos. No, no bajará con ella. Continuará hasta la siguiente. Ella vuelve a asentir con un movimiento. Adela baja. El bus escapa, dejando una mancha corrediza.

Mito no existió, nunca ha existido. Fue una burla, un enjuague del tiempo como esos cigarrillos de hojas secas. Quiere hundirse y desaparecer de a poco, pero para eso necesita la presencia de la abuela...

El próximo año tendrá treinta y uno.

Es una forma de ir desapareciendo.



   

Extremos y una mesa

El problema es Pablo. Los años le han afilado los ojos.

Son barrenas que no necesitan prospección para encontrar lo que buscan.

Parece tener la verdad de su lado, como esas balanzas antiguas que daban el peso justo por casualidad.

Entra con la prestancia de gallo en celo, con todas sus plumas verticales.

Pasa y repasa, husmea, califica, descalifica a ese animal que espera indefenso, en una esquina, el momento de la ejecución.

Ella quiere mantener los pies sobre la tierra, el vientre en su lugar, la mente en evolución perpetua, igual que la ilusión de la barriga plana después de embarazos más o menos frecuentes y estrías de recuerdo para toda la vida; una advertencia inicial que no se toma en consideración.

Ella sigue manteniendo los pies sobre la tierra.

Las manos de Pablo suben y bajan por esas estrías.

«Acordeón sin música», se le ocurrió.

La mente de la mujer circula por varios tiempos, sin ajustarse a ninguno, pasando por alto y de largo como medida de defensa, de estímulos traicioneros o auténticos; un manojo de dudas sin identificación.

«La casa está pasada a olores de cocina», dictamina, al tiempo que, por encargo milagroso, se abren puertas y ventanas como abanico de antaño.

Todo está dispuesto para que él ubique su perfección donde prefiera. Va dejando rastros, seguro de que vendrá un par de pies jugando una rayuela que no evitará cuadrado alguno.

La manivela del orden suena y ella parte, recogiendo rastros, enarbolando pudores de antes.

Pablo estira el largo brazo protector que no tiene medida para que ella encuentre refugio.

Ella pasa, quizás sin darse cuenta o tomando cuenta de las veces que no lo hizo, o con la inconciencia del orden aún dando vuelta.

«¿Estás enojada?», pregunta.

Ella sonríe. Es un arma que no falla, no compromete; la duda hecha razón.

Se sientan en la mesa larga, cada cual en su extremo.

A ella se le da por caer en ensimismamientos que nada tienen que ver con la edad.

Es parte de ese laberinto enroscado, laberinto que desorienta nada más que con el nombre.

«Se viene», dice él, y ella no atina a precisar.

Mira por la ventana en un ángulo oblicuo de su extremo.

«Es probable», dice.

«Primera vez que estás de acuerdo».

Como si tuviera alguna influencia en los cambios de tiempo. Si tiene que haber tormenta, la habrá, quiéralo o no.

«Ah, eso», ríe él.

Ella se sorprende.

«Yo me refería a tu tiempo».

Ella continúa mirando en oblicuo.

Hay demasiado que pensar en ese trozo de ventana dócil que se deja hacer o llevar por ella. Es blanda, fácil, una ventana de espuma para flotar en ella o lanzarse a recorrer el mundo, a «hacer la vuelta en silla a su alrededor».

Ella lo puede recorrer en menos de ochenta días, en mucho menos, batiendo un récord, ir y volver en un abrir de ventana con el ángulo justo para poder escapar, atada a ese manojo de luces que ve brillar afuera.

Las palabras tardan en llegar de un extremo a otro de la mesa. Van dando botes hasta que descargan su contenido, se vuelven lacias.

En la mesa nupcial estaban juntos, uno al lado del otro, solos con mucha gente, con ansias de quedar más solos.

Ahora se miran, se observan, se buscan los matices de la edad, el menor traspié, la más leve falla, para ser el primero en detectarla, esgrimiendo victorias de hostilidades no declaradas.

Por temor de caer en el juego, ella lo ha ido dejando, cediendo por comodidad, por rabia, por desgano, por desinterés.

Están demasiado lejos para recurrir a esas interrupciones del silencio: «pásame la sal», «¿quieres más?».

No hay roces de manos que transporten temblores de cuerpo. Sólo la atmósfera pesada de distancia, un alargamiento de espacio donde flotan dos seres que no luchan por esa fuerza de gravedad que han ido olvidando.

«Salgo», dice él.

Ella mueve la cabeza mientras él consume el largo de la mesa y besa su mejilla en el aire.

La ventana se mueve con el golpe de la puerta.

Ella se acerca y cierra la tarde, corta el sonido de afuera y recoge los cuatro lados de ese cuerpo vertical en las formas redondeadas de la mecedora.

Se impulsa con los pies y va cerrando los ojos hacia atrás en su intento diario por recordar cuándo y como, sin poder precisarlo, para quedarse con el porqué sin respuesta, echando la culpa a esa mesa larga que tanto quiso, la misma que vio en películas donde lucen tan bien las cosas, no como aquella, cuadrada con tendencia al rectángulo, puesta en la cocina, chica para todo y, sin embargo...



♦   - III -

El día en que el crepúsculo chocó contra el hongo ascendente

«Parece un volcán en erupción», dijo alguien, «aunque la forma rara de tronco alejándose de la tierra, llevando encima una copa de árbol alborotada, lo hace distinto», continuó. Fue todo lo que pudo decir.

Dicen que dos hombres no pudieron ponerse de acuerdo durante un juego de ajedrez, o de cartas, porque hablaban idiomas distintos o, como siguen diciendo, discutían la desigualdad de bolitas, de esas que se insertan en grandes bocas que después las vomitan causando gran revuelo y un desparramo de trozos de las piezas con que juegan, que son muñecos totalmente inofensivos que al explotar derraman un líquido rojo o azul según la procedencia. Dicen que estaban cansados de ese tira y afloja, de teléfonos también rojos y de comunicaciones envueltas en descargas que hacían llegar palabras desmembradas, y mientras uno dice «no», el otro «da», y el teléfono transmite «no», «da» y «nyet» o «yes» se confunden en la boca de los traductores y, además, ¿para qué esperar tanto si no es más que un juego?; y eso de que todo tiene que terminar para que pueda comenzar se vuelve casi bíblico: hay que morir para renacer. Y ambos se creen portadores de estandartes evangelizadores, de la verdad, y al final no es necesario que los dos actúen. A lo mejor uno de ellos, inconscientemente inconsciente, baja la mano y el recuerdo de Roma y el circo lo convierte en orden, y el teléfono, fuera de control, suena en forma intermitente y todos creen que se descompuso, pues no hay comunicación en ese momento, así está programado, y por más que se sabe de cierto mecanismo de alarma, las conductas están bloqueadas como el teléfono que tiembla su desesperación casi humana con esas luces que cortan el aire, inhiben la lengua y paralizan los sentidos de los demás. Pero son dos las voluntades que dominan el juego y una de ellas ya enfila hacia donde están las bolitas y las cuenta, y ordena los muñecos alrededor y el éxito depende de la rapidez, de la estrategia, de adelantarse al otro, sólo para poder ser testigo, testigo de nombre, porque no lo podrá contar o transmitir, ni comparar o sacar conclusiones o enseñanzas. Son dos voluntades agotadas, como las pilas, que creen que las demás también están agotadas y es difícil persuadirlos de lo contrario, y no quieren ser persuadidos. Manejan la decisión que no es decisión, sino amenaza, y tanto se habla de la amenaza que ésta empieza a crecer de forma desmesurada, cubriendo comportamientos, cambiando facciones, inclinando ojos y labios, preparando un ser distinto, envejecido, que camina sin dejar sombra porque, de todas maneras, nada sobrará que pueda proyectarse, y si ya todo quedará a oscuras, para qué dejar sombra... Sin embargo, en el fresco de la sombra puede quedar un punto verde que tienda a desarrollarse, porque no todos los colores son iguales, pero ¿quién podrá darse cuenta de la existencia del punto verde si no habrá quien...? Y toda cosa, para que crezca, necesita ser cuidada o querida por alguien y tampoco habrá alguien... Pensándolo bien, quizás esos aterrizajes en lugares desconocidos, esos números tan extensos que rara vez se pronuncian como corresponde porque tienen tantas cifras, son la preparación para lo que va a venir, que probablemente es inevitable y sólo ellos lo saben. A lo mejor esas muestras de gente consumida, con los vientres hinchados y   la carne perdiéndose entre los huesos, son el preámbulo, la ofrenda para apaciguar a los dioses hasta que llegue el momento...

El juego está por terminar. El día sucede a la noche y siguen turnándose, pero eso también es un juego, y llegará el momento en que uno de ellos se imponga. No habrá día o faltará la noche y la costumbre del cambio hará que no podamos soportarlo

El crepúsculo se empapa de sol. Es un rojo intenso que desciende para abrasar otro rojo que sube, buscando el encuentro programado por la máquina que dirigen dos hombres. Todo se ilumina, hasta llegar a la oscuridad total.



Mucha espera para otro domingo

«¿Estás pasando lista?», pregunta ella.

«Pura deformación de profesor», contesta él. «Un ejercicio mental para volver a recorrer las letras en orden, como si fueran un rosario: Aracena, Ávalos, Benítez, Bermúdez..., y de pronto la sorpresa, la emoción, el enfrentamiento con los desechos del tiempo, la belleza que encuentra en la muerte el que sigue viviendo».

«Creo que no deberías leer la página de defunciones. Con tu manera de tomar las cosas a pecho puede parecerte que ya formas parte de ella».

«Imagino, sólo imagino. A veces redacto mi propio anuncio y agrego nombres supuestos que invitan a mi sepelio, agregados que la circunstancia convierte en «familia». ¿Te das cuenta de que cualquiera puede formar parte de la familia? Ya no se trata de derechos de nacimiento; es una barbaridad, un arrebato de árboles temerosos de quedarse sin ramas».

Es la conversación acompasadamente lenta de los domingos, el ensayo íntimo para reabrir el desborde de comienzo de semana.

El guarda recortes de anuncios fúnebres de periódicos de otros países que han caído bajo sus ojos, obligando al acto maquinal de las manos.

«La muerte carece de elegancia», dice, a veces, cuando el recuadro encierra unas letras rebuscadas de imprenta o un lenguaje afín. La tijera pasea con cuidado por los bordes.

Pero no es la extravagancia el motivo de su lectura, pues ésa está dirigida a aumentar la colección, abultar el álbum de rarezas, sino otras cosas -la evasión geográfica, interna, que acaba con la lectura vertical, doliente, en la búsqueda que quiere ser infructuosa y llegar sin obstáculos al final de la página-, lo que acompaña palpitaciones rápidas, siempre con el mismo temor de que de pronto un nombre le remueva la nostalgia, acerque el tiempo y él se encuentre en el mismo tiempo contando los años, haciendo referencias que lo angustian.

La semana anterior fue Gerardo Mancuello.

Puede recordar casi de memoria, a pesar de la tregua que impone la distancia, sus rasgos, su caminar siempre presuroso como tratando de evitar perderse algo o que el apuro cambiara su fisonomía. «Tengo mucho que hacer», repetía, justificándose.

«Tuvo muchos hijos», comenta con la cabeza metida en el diario.

«¿Quién?», pregunta ella.

«No lo conocías».

«Pero tenía nombre».

Él calla. Cuando el asunto no da para más, calla.

Habla poco. Se pregunta si siempre fue así o si lo hace para evitar el temblor de su voz.

¡Al diablo con el temblor! Siempre habló poco y su voz también fue siempre así.

Se saca las gafas, pasa un pañuelo por los ojos y se las vuelve a poner.

El día amaneció nublado.

Mira hacia arriba. Sí, la luz de la habitación sigue encendida. Son los diarios los que reducen las letras en su empecinamiento por ganar espacio. Lleva las manos a la garganta.    Es la sofocación de media mañana, el vaticinio de un día de palpitaciones alteradas.

«Insisto en que debes pasar de largo esa página».

«Hay que ser desalmado para no leer los anuncios fúnebres. Es igual que no leer las cartas que, por equivocación, aún son enviadas por barco y se piensa: ¡qué novedad pueden contener que ya no se sepa!».

Las listas son más largas los días domingo, como si los difuntos se aguantaran para coincidir con el fin de semana y facilitar algunas asistencias.

Cuando está de viaje, lo hace por costumbre: observa minuciosamente cada nombre, trata de descubrir orígenes y significados -con la tranquilidad de que no encontrará conocidos- mientras toma calmadamente el desayuno. Es casi un ejercicio para mantenerse en forma, una preparación tal vez.

Empieza a pensar mentalmente qué día murió quién de la familia. Es posible hacer una estadística en pequeña escala para saber cuáles son los días propensos o temibles.

Piensa si en algún momento dejará de recibir el periódico (de pura consideración) para que no vea estrecharse su propio círculo. Tiene siempre a mano una lista de amigos y ex compañeros de universidad. Va marcando a los que ya no pueden decir «presente».

Su nombre no está en la lista no puede estar.

Es el que mejor ha sorteado el tiempo.

Por eso llenó la casa de espejos: en la entrada, el comedor, la sala, el baño, el dormitorio.

Se conoce a sí mismo en todas sus fases.

A veces pretende correr de un espejo a otro para descubrir alguna parte no develada del todo. Luego lo hace lentamente.

De pronto es muy rápido o excesivamente despacioso y su imagen no ha llegado aún, o ya está esperándolo en esa persecución desordenada.

Ella está en el fondo de sus reflejos, ocupando un cuadrado en perspectiva infinita, siguiendo también el juego, alejándose de la página de avisos fúnebres o acercándose con la mano extendida.

«Los muertos no son más que remedos dormidos de los vivos», piensa, queriendo ajustar el torbellino interior.

«Hay que evitar dormir; por eso los viejos duermen poco». Pero él no es viejo; sólo está cargado de tiempo.

Sigue siendo domingo, pero no el mismo.

Sólo ese día le importa, le aprieta, molesta, persigue, escuece como recordatorio de piel descamada, piel de pez o de serpiente, fría, con tendencia a azularse.

Ella sigue estando a su lado, en su esquina, en su vértice como araña que teje su propio encierro buscando el ángulo apropiado.

No quiere jugar turnos y dejar de verla. Él es un caballero al revés. No dirá «primero tú», no.

Tiene que ser antes de que vengan los fríos, elegir un día que no importe, que ayude, uno nublado quizás o espaciosamente extendido para que den ganas de terminarlo.

Será un acto maquinal más, como lavarse los dientes o afeitarse, o bañarse, o sentarse a esperar visitas escasas mirando de tanto en tanto a través de la ventana para imaginar que vienen y así acortar la espera, ahuecando con el puño el vaho del vidrio.

Que sea hacia fin de semana para que el domingo puedan leerlo. Que sea.



 


Temblores

Vuelvo a despertar de noche, con temblores que cortan como hachazo lo que pueda estar soñando en la profundidad del precipicio donde se pierden los ojos, pero no puedo juntar los bordes que se siguen abriendo. «Quiero nacer para seguir naciendo», pesco la frase, lo único que queda, lo que puedo recuperar como si alguien la soplara en el oído. Se empecina en penetrar, recorriendo el laberinto -no sé si del oído o del precipicio- como recriminación o aviso, aunque no llego a comprender, por más que extiendo la frase entre los dedos y cambio de lugar las palabras. Quizás es un rechazo al límite determinante de la acción. «Seguir naciendo quiero», susurran varias voces, y todo está bien mientras las luces del día entretienen el miedo, casi hasta hacerlo desaparecer, pero la oscuridad, después vendrá la oscuridad...

Los temblores son nuevos. No recuerdo haber nacido con ellos; más aún, no recuerdo haber nacido. «¡Quiero nacer!», cuelgan las pancartas por todas partes y toman forma de flores, árboles, animales. Quizás he sido una de esas cosas antes, antes de lo que puedo recordar.

Llega el momento en que a uno lo borran de las listas para poder hacer listas nuevas y evitar así la acumulación de papeles y nombres que ya nada quieren decir, aunque ahora reducen todo a microfilmes, como antes reducían cabezas,  pero de forma más moderna... Siempre insisten en que no es nada personal, sólo cuestión de espacio... De igual manera, el modo horizontal de buscar el gran reposo se ha vuelto cuadrado con un número por identificación, innumerables cuadrados en orden, como los microfilmes.

Ni siquiera piden el consentimiento de uno. Se inserta el paquete en el anaquel desocupado -«propiedad horizontal», podría llamarse- y los dividendos, ¡vaya qué herencia! Duelen, pero activan el recuerdo.

Los temblores se hicieron más frecuentes.

Me doy cuenta de que hay una relación directa entre ese cubículo infecto donde me alojan «para calmar los ánimos» -o las ánimas, será- y las posteriores sacudidas que me embarcan en un sube y baja que lo siento distante mientras van cayendo las manecillas del reloj y se acorta el tiempo, y vienen preguntas para constatar hasta dónde he llegado en el viaje que conduce al desvarío como correntadas y revuelven los residuos que aún subsisten en la mente.

Había una época en que, con traje y corbata y risas y la lengua suelta para decir lo que quisiera, me paseaba contento por esas calles propias, porque sobre ellas había nacido. Había una época... Después de ese antes empecé a caminar mirando a los lados y, a veces, hacia atrás, buscando algo o a alguien, y las pisadas no se pegaban totalmente al piso. Luego me sobrevino una sensación extraña y me sentí ciudadano de segunda; no podía manipular decisiones, mis zapatos no eran tan fuertes como los de los otros, capaces de mover costillas y caderas en un solo impulso. Llevaban las manos listas sobre un aparato de miedo o de defensa, no sé, pero no eran «boy scouts» y, cuando los vi vestidos con el mismo color vendiendo tarjetas «con propósitos benéficos», decían, tuve una tremenda confusión y no las pude comprar.

El portal va adquiriendo una perspectiva que no calza con el recuerdo. Todo se agranda o se reduce. Madres con enormes pechos amamantan niños empequeñecidos, los harapos caminan solos y una mano larga, pidiendo ayuda, es llevada por la multitud, pero ésta desaparece y el brazo vuelve, como el de los muñecos automáticos. Un grupo de azul, hombres y mujeres iguales, canta. Es un ejército de salvación, dicen, pero lo de ejército, junto con el olor de las papas, fritas innumerables veces en el mismo aceite que se escapa de algún lado, me revuelve el estómago con sensación de que fuera el estómago de otro, y la letanía de los cantos, combinada con el tintineo de las monedas que caen ocasionalmente en un recipiente, se pierde entre sonidos sofocados de un trombón viejo, y yo también me pierdo. «Es consecuencia de los temblores provocados», pienso, pero son caprichosos los temblores y no se conforman con el pensamiento. Caminan a mi lado como signos de advertencia y se manifiestan en el peor momento: un cruce de calle, un encuentro programado, una reunión. Y los que no han pasado por eso quieren evitar que les ocurra, y la excusa se vuelve frecuente y siento que me empujan, que llegarán a acorralarme, que terminaré buscando la comprensión de las paredes, la seguridad del encierro, la puerta cerrada para que nadie pueda entrar y en una de esas accione la palanca y todo comience de nuevo.



 


En posición de trapo

El hombre envejeció de un día para otro, casi con un golpe de mirada o un guiñar de ojos.

Pelagio Alonso dijo que lo había sabido desde mucho antes de esa noche, sospechosa hasta en su oscuridad.

Se enfrentó a un extraño en el espejo. Hubiera querido serlo, cortar todo lazo consigo mismo para no estar donde estaba, sufriendo el cuerpo de Aníbal colgado del mirador. ¿Por qué en el mirador? ¿Qué estaba haciendo ahí con la escopeta triste como única compañía? Y nadie lo vio, a pesar de que ya debían estar levantados, y todo se volvió raro, un viento pesante recorriéndolo con mensajes encontrados, chocando con su razón, enloqueciéndolo con preguntas, recriminaciones, angustias; ¿por qué no se levantó temprano como todos los días?, ¿qué lo llevó a ese sueño cargado, propósito de almas pérfidas, cuando él era de madrugadas apenas entreabiertas?

Sintió el balazo en sueños, apretándole las sienes, comprimiendo pedazos sueltos de su corazón antes de acoger el silencio retumbando sin encontrar asilo, de esos silencios que se acomodan como conciencia a mal traer.

Y comenzó el despertar que nunca más terminó en sueño reparador, despertar de tragedia que hace sangrar porque es propia, cercana, sin alivio de paso de tiempo.

Y el fundo se volvió teatro y todos congregados en el centro, llano como en día de pago, y él, Pelagio Alonso, golpeando la cabeza contra el suelo como queriendo abrirlo para buscar una razón escondida.

Después siguió el teatro, armado en una habitación, oscura, húmeda de frío, y él tiritando con cada apretón de mano, con cada «lo siento».

En eso levantó los ojos que mantuvo acostados por miedo, y al subirlos se le desbarrancó la sospecha: Eustaquio no podía ser, porque era hermano de padre y madre; Conrado tampoco. Quedaban Leonardo y Canuto en el rabillo del ojo.

Se lo enterró en esa tierra que recibía por igual a hijos enteros y a medios hijos, tierra acostumbrada por necesidades de campo, por comportamientos de hombres afincados en lugares ajenos a usanzas de ciudad, a conductas que se van aclimatando por prácticas diferentes bajo reglas distintas.

Pero la imagen del cuerpo joven de Aníbal, colgado como muñeco de trapo resistible a su abrazo desesperado, empezó a rondar a Pelagio. En cada par de ojos veía un culpable, porque sabía que Aníbal no lo hubiera hecho solo, para no dejarle el llanto diario, la duda, la rabia sin salida, los porqués sonando sin eco, metidos en su cuerpo remeciendo arrepentimientos que Pelagio desconocía. ¿Por qué no dejó una carta para entender su muerte, para acallar lo que escucha sin que nadie lo diga, para alejar esos espíritus nocturnos que se ensañan con sus sentidos hasta dejarlo sin sueño, esperando el fulgor que le da permiso para levantarse y no empiecen a decir que la locura lo acompaña hasta para dormir?

¿Por qué dejó los autos lavados como siempre para impresionarlo, como todos los domingos, con ese brillo que lo ponía contento apenas sacaba el pie en el corredor? ¿Por qué lo hizo?

No, Aníbal no se hubiera atrevido a herirlo de tal forma, a dejarle correr la sangre en tiempo lento hasta su último día.

Pelagio empezó a acechar actitudes, movimientos, a quedarse sin noches con el olfato listo para cualquier cambio de viento, a desconfiar de esos hijos, Canuto y Leonardo -resultado de un resbalón de noche de invierno-, a desgastar las horas cada vez más solitario para sentir a Aníbal para sí mismo, sin penas extrañas que pudieran rebajar la suya.

Ni falta que le hizo su mujer, Clotilde, porque nadie era capaz de sentir como él, de acercarse siquiera a su sentimiento.

Pelagio Alonso estaba en vías de desaparecer, por consumición prolongada por días de abstinencia.

No hizo testamento «para que se pelearan hasta acabarse sin ayuda», para señalarles su sospecha, para que venciera el heredero por derecho de tierra, de nombre, de conciencia sin cargo, para dejar de decidir por cansancio de haberlo repetido desde que recuerda su memoria.

Lo hizo cuando su resistencia tocó a término, cuando esos espíritus nocturnos fueron tantos que ya no pudo controlarlos, al tanto del desarrollo de los turnos, de que no tenía por qué seguir en el aguante de la vida sin que le corresponda, convencido del error del destino.

Eligió el mirador porque no podía haber otra elección para manifestar su rabia, su desacuerdo con quien maneja las cosas de forma invisible, sin derecho a apelación, sin consulta previa, y deja el alma suelta vagando dentro de un cuerpo vagabundo hasta que la voluntad renuncia.

Subió lentamente, sin apuro, con la decisión empujándolo escaleras arriba, sin decir nada a nadie, sin víspera dormida, para presentar su reclamo a las alturas.

Con la misma arma como única salida, quedó en posición de trapo, un hilo de hombre colgando como cuelgan muñecos sin cuerda.



 


Evasión temporal

No, no lo hubiera podido. Subir esa escalera sin conocer los peldaños, sin traer desde abajo eso que llaman tradición o estirpe, o por lo menos algún tipo de antecedente en medio de sentimientos que se prenden o apagan como luces, por más que no sé si se los puede dirigir con esa facilidad. Siempre quedan rondando hasta que el cansancio los duerme o esperan un mejor momento. Quise detenerlos para recuperar las ideas, porque ideas y sentimientos juntos parecen enredar la mente, dejarla con el fondo hecho un canasto en donde se llegan a confundir, y dentro de ese entrevero hay un nombre, Eulalio, paseando a su antojo por todo ese espacio que estima sólo suyo, y creo que le ayudo con esa incapacidad mía de formar otros nombres, aunque más no sea por hacer comparaciones. Pero estoy en un estado que llaman «evasión temporal» los analistas de ese lugar recóndito donde se guarda lo de uno, lo que no se quiere exponer a algún tipo de incomprensión, sospecha o desconfianza, sí, desconfianza, porque temo que una vez volcado el recipiente de la memoria, nada quedará que certifique que he sido, que fui capaz de recoger formando lo ya formado. Ahora lo quieren estudiar, separarlo uno a uno como si fuera posible cuando la verdad es que se enmarañan de tanto que se   meten en el mismo molde, y no todos pueden ser contados, en especial esos que sólo pasan por la imaginación, es decir, con el deseo de que hubieran ocurrido; y son los que encienden los ojos y la cara de tan propios, como incontables, pero mantienen las ganas de seguir, y quién va a entenderlos. Quizás hagan una enumeración de evasiones temporales, 1, 2, 3, por ejemplo, para formar fichas de estudio, frías, «puntuales», como dicen; pero yo no soy un número, ni un catálogo o un manojo de referencias. Les hablo de Eulalio porque siempre me gustó ese nombre, a lo mejor por un problema al pronunciarlo -de lo que me daba cuenta-; tantas veces lo repetí hasta que salió limpio, de un solo golpe, casi lubricado. Pero insisten en mi relación con él y, ya que quieren, les cuento el cuento, así como me lo imaginé de chica, pensando en el tiempo en que sería grande viendo esa escalera alta, altísima, que uno debía subirla, deteniéndose en algunos peldaños más que en otros según el deseo o la necesidad; pero para eso también es necesario estar seguro y subirlos del mismo modo, por más que al agotarlos se sabe que también se agota lo otro, la vida, y al llegar al peldaño más alto, al último, un mareo reconocible, especial, único, hace inclinar hacia el otro lado, con una venda en los ojos, quizás para no arrepentirse -pienso- o no contar a los otros, los que están más abajo, no transmitirles el misterio. Todo es así, misterio o misterioso, y siempre alguien que quiere develarlo, como si fuera una manía, porque a lo mejor estaríamos más tranquilos, felices, si las cosas permanecieran como son, sin escarbar hasta el fondo como lo están haciendo conmigo, buscando motivos para encontrar mensajes, recados, papeles añadidos, pensamientos en pedazos que sólo uno entiende y puede formarlos como un rompecabezas. Es como eso de «inmiscuirse en los asuntos internos» que tanto se usa ahora, pero claro, a otro nivel. Siempre está eso de los niveles, medidas, sumas y restas, agregados y desechos, como si tuvieran tanta importancia. Eulalio, ellos no saben que eres como un mono  de peluche o lámpara de Aladino para mí. Me gusta acariciarte por si ocurre algo. Porque algo ocurrió, ¿verdad?, por más que trato de desorientarlos. Pero hay dos recortes que no puedo unir en el fondo de los desperdicios donde quizás estás tú, no lo puedo recordar... De pronto surge un cabello rizado o un pedazo de cara, o una nariz que no tiene ubicación en medio de un par de orejas que cuelgan, y no es Dumbo, el elefante, que también me gustaba. Hablabas de escaleras y diferencias. Parece que todos tienen la misma fijación, a pesar de que nos vemos iguales. A veces, en la oscuridad de una figura con tu nombre, pero sin forma, cuelga una mochila o cae una frase del techo y no sé en qué boca ponerla, o se forma un par de zapatillas. Deben de ser las tuyas. «Ayudan a correr», decías, y corriste. Corriste, ¿verdad?, porque no te he vuelto a ver en forma de Eulalio completo, porque tener pedazos tirados es como no tener, y no entiendo lo que está pasando con mi evasión temporal que ojalá sea sólo temporal, a pesar de que estoy por creer que siempre fui así, con la duda como pasaje para cualquier evento.

No quiero decirles lo poco que me acuerdo de ti, porque pueden no tener esa evasión temporal que yo tengo y les va a ser difícil formarte.

No, Eulalio, yo podré no tener esa «tradición» de la que solías hablar, pero no, eso no. ¿O será preferible que te encuentren para que yo te vea y de un «zum» se llene ese espacio vacío donde falta la memoria o el recuerdo? ¿O es que la acumulación de recuerdos forma la memoria? Dime, Eulalio, tú que tenías respuesta para todo, pero no para tanto, pues corriste como lince con esas zapatillas cuando vinieron a buscarte y ellos sólo querían preguntar, por lo menos eso dijeron; ¿y qué podía saber yo si sólo nos quedamos en el intento de conocernos? Me golpearon, ¿sabés?, pero no tenía nada que decir, porque nada sabía hasta que me pusieron bajo ese rubro: «evasión temporal». Volverás,   Eulalio, ¿verdad?, porque quiero borrar esa frase que no tiene relación conmigo y tampoco quedarme «para largo» -como dijeron- en ese cuadrado con una sola ventana por la que el sol y la luna entran a rayas, quizás por efecto de esa escalera o por lo de la evasión temporal, o por todo lo que no puedo entender, porque eres tú el de las respuestas. Volverás, ¿verdad?



 


Puro ocio

El ocio no buscado, el que imponen por la fuerza y limita con cuatro paredes y una puerta siempre cerrada, va matando de a poco, con calma, sin premura, casi con placer, gritan algunos ociosos antes de aceptar la costumbre.

«Es imposible acallar a esos desalmados que no nos dejan olvidar nuestra calidad de ociosos», recuerdo.

Parada en la vereda, veo cómo la demuelen.

Va cayendo sin ruido, con el cansancio de haber acumulado demasiados.

Pasa gente y observa, con la simplicidad con que se miran muros que caen, polvo que se levanta, pasando de forma rápida para no ser depositarios de ese polvo, sobre todo después del baño.

Es el comienzo de una jornada cualquiera.

Hay varios obreros en distintos niveles, aparentando ser más altos o más bajos.

Tienen grietas de paredes viejas, rostros demoledores, brazos de sube y baja con martillos de cabeza gorda.

Hacen el trabajo al que están acostumbrados por el conocimiento.

No es un edificio.

Sólo una casa firmemente asentada, gruesa de formas, y las aberturas protegidas con dureza de fierro.

Estoy parada, sin apuro, como si en algún momento o en alguna parte me hubiera desprendido de lo que casi constituía una forma de vida.

«Es por el ocio», pienso.

Alcanzo a ver un juego de interiores entrelazados, un laberinto interno, una entrada para no encontrar la salida con su serie de minotauros entrenados.

Al otro lado de la mirada, en una vuelta de cabeza, hay una plaza. Es verde, hay árboles, bicicletas, pelotas, niñeras y niños, como en todas las plazas que encuentra la primavera.

Me doy cuenta recién de que es primavera, pero aún hace frío, o siento frío.

El barrio es alto, por más que no está edificado en altura.

La casa que demuelen se encuentra en medio de otras dos, donde deben de habitar hombres y mujeres.

Quizás nunca abren las ventanas o entornan las puertas.

Quizás nunca se han enterado de tanto ocio oculto.

Hay gente con más curiosidad que otra, y se detiene a mi lado y mira como yo miro, sonríe y sigue después de comentar a solas: «quién sabe cuántos pisos van a levantar».

Es lo que se dice frente a una demolición.

Yo no puedo pensar en frases que se dicen ni continuar de paso, de largo... Se me ocurre que con el correr de los años volverá a ser demolida y que en los sótanos no totalmente excavados alguien probablemente encuentre marcas rupestres, último recurso para esquivar la locura, y alguien más, en el colmo de la sabiduría, las atribuya a rastros coloniales y los diarios se encarguen del resto.

Siento cierto placer viendo caer muros que tienen la característica de oprimir.

Es por el material con que están hechos.

Es el forro que llevan por dentro a la manera de Proust.

Es una forma de encerrar el silencio después de que ha vencido el ocio.

Ya no me queda esa cosa interna de querer gritar lo que no se debe. Es como haber pasado por una lobotomía y estar en un equilibrio inconsciente, enfermante, ajeno, distanciado, por más que de pronto se me nublan los recuerdos y caen jirones, y no son de muros.

Miro con rabia a los obreros, o con simpatía, o con alivio, no sé, porque matan lo que ya está muerto.

Sé que en el interior hay un jardín, pero no puedo verlo porque han cercado la casa.

«Es para que las casas de al lado no se llenen de polvo», me explican cuando pregunto.

Sigo preguntando. «No, no sabemos qué había aquí. Sólo nos encargaron el trabajo».

Al comienzo pensé en una modernización para mejorar el rendimiento del servicio.

«Las épocas se repiten, como las modas», digo, sin darme cuenta.

Parece inquietarles mi presencia, mi mirada, mis ojos, mi estar parada extensa sin señales de ponerme en movimiento, sospechosa a todo lo largo.

Me pregunto quién podrá habitar esos espacios cuando de nuevo estén habitables, donde ningún exorcismo podrá acabar con tantos demonios o evitar que sigan escuchándose lamentos sordos, lamentos que tengo aún adentro, se desplazan, viven conmigo.

Me pongo a caminar por esas cosas irreflexivas que abundan, interna o externamente.

Camino porque es parte del quehacer diario.

Un cigarrillo humea, siguiendo el ritmo de mi meditación.

Es un ritmo lento que no termina con la última bocanada.

Los dedos están amarillos de recuerdo fomentado y saltan igual que un resorte.

Algunos pasajes están dormidos, con esa inconsciencia en la que me hacían caer. Son los puntos suspensivos de la memoria.

Me siento en un banco de la plaza, pero hay demasiado ruido gozoso.

Regreso.

Creo que debo dejar pasar los días antes de volver a pararme frente a esa casa que es imán del recuerdo.

Hubo muchos, mujeres y hombres separados: la moralidad en términos modernos.

La forma de extracción de gritos era diferente, aunque los elementos eran parecidos.

Otro problema de diferenciación de sexos.

Eso del sexo lo tenían como idea incrustada.

No he podido reaccionar al frío o al calor como antes de eso.

Ahora es sólo frío constante, mantenido, y todos se extrañan al verme con el chaleco infaltable de color gris.

No he vuelto a usar colores brillantes. Es como un penar continuo por lo que debe seguir ocurriendo en lugares que no son tan visibles como para demolerlos.

Es parte de un duelo general, pasivo, silencioso, aglutinado en bocas abiertas, sin identificación.

Cuando se cierran, siguen sin poder ser identificadas.

Todo lo hacen confuso, como si ya no se estuviera nadando en la confusión más desalentadora.

Nada se gana con el preguntar de ojos ni con el sobresalto causado por vehículos que frenan chirriando, o arrancan veloces trayendo y llevando gritos muertos y de los otros que pasaron por el aprendizaje de los iniciados.

Es una cuestión de piel.

No puedo pensar cómo se ha ido doblando el tiempo.

Sé que estoy cargada y a veces me dan ganas de aullar para sacarme el exceso.

Para eso necesito una noche tranquila, bien iluminada para que las cosas se vean como son, y un espacio grande donde no haya más que espacio.

He vuelto a pararme con ese derecho de habitante fantasma que creo tener.

Ya no me miran, «porque hay locos de todo tipo», pensarán.

Creo escuchar algo entre los escombros que caen. Esto sólo ocurre allá lejos, al otro lado de mares tormentosos donde acostumbraban guardar la historia en grandes monumentos de formas geométricas, porque era una historia verdadera, de las que podían ser contadas.

Ya no me miran, porque soy uno de los tantos ociosos que se detienen para observar el trabajo de los otros.

Esta vez la meditación ha sido excesiva y el cigarrillo quema mis dedos, sin que llegue a sentirlo.



 


El juicio

Pelagio Pesoa tuvo tiempo para pensar en su nacimiento, aunque aún no podía pensar cuándo ocurrió, ni se dio cuenta de la caída vertical que lo precedió. No hubo espera, ni clínica, ni madre pujando para que saliera, ni médico preocupado. Sólo el pavimento duro, caras de susto y él, a puertas cerradas, mientras la gente gritaba: «¡hagan algo!».

El juicio comenzó mucho después, por más que la autora del delito ya estaba individualizada.

Quizás ésa fue la peor parte.

Sí, Señor, eso mismo digo, que quiero enjuiciar a mi madre, levantar un acta, acusarla de haberme privado de lo que ya no tiene remedio.

Es cierto. No sentí lo que se siente al nacer ni podré ajustar el recuerdo.

Tampoco sabré si hay algo que se siente. No es lo mismo que lo obliguen a uno a un acto que debe ser espontáneo, estirándolo de piernas y brazos en medio de la calle.

Nacer sin madre es como provenir de un laboratorio.

Pero es el hecho brutal, el golpear la vida desde ese primer instante lo que hace cojear alguna parte de mi cuerpo, un brazo, una pierna, la mente, porque soy un pedazo de nada.

Es una lástima que no nos hubiéramos podido comunicar antes, cuando aún era posible, y también doloroso que haya tomado la decisión sin consultarme, con el derecho unilateral que pena el mismo derecho.

Tenía un compromiso conmigo: llegar juntos al momento planeado.

Me quedó la tremenda duda, porque nunca llegaré a descubrir si el verdadero deseo suyo fue desaparecer o que yo lo hiciera, librándose de una carga con proyección a largo plazo. Y, si no resultó, entonces es un derecho menos el que tengo, un testigo sin cargo, sin culpa...

Lo hizo cuando pensó que yo estaba muerto al no sentir el movimiento de manos y pies flotando en su interior.

Todo crimen debe ser pagado, Señor.

Me lo enseñaron esos extraños que se quedaron conmigo para que no continuara solo mientras andaba el tiempo esperando el Juicio, porque lo supe desde el primer golpe de conciencia que llegaría este instante, que era un problema de espera...

Me hubiera gustado conocerla antes, antes de estar vestido con su cuerpo, pararme frente a ella para una presentación formal y después no tuviera ese deseo loco, ese acceso de amor que no le dejaría lugar a ella para seguir viviendo de no ser conmigo.

No sé si me entiendes, Señor, porque mi idioma no ha ido trabajado debido a una circunstancia ajena a mi deseo. Sí, creo que puedes entenderme porque para eso eres el Juez Supremo.

A veces camino el lugar y en algún punto del oído, del corazón, de la cabeza, siento el estallido en la vereda de un cuerpo que lleva otro, como esos regalos que obligan a abrir varios papeles para llegar al centro de la curiosidad.

Me lo señalaron: «cuarto piso, el de la ventana entreabierta».

Un día subí, de pura locura heredada, toqué el timbre y pedí permiso para entrar. No recuerdo el pretexto, pero entré y quedé parado en ese lugar seguro, pensando en que se necesita sólo un segundo para levantar una pierna y apoderarse del espacio, y el espacio es un conjunto de espuma rápida que se va deshaciendo, como cómplice de lo que quedará deshecho para siempre.

No sé cómo era ella, y el no saberlo me priva de la idea, de la forma del punto en donde ubicar la rabia, el reproche...

No conocía el golpe como modo de nacer.

Quizás haya que inscribirlo en los libros de cosas raras o en los anales de medicina.

Inicié la vida con miedo, Señor, buscando al culpable, sintiéndome culpable, pero era poca cosa para hacerme sentir. Yo estaba adentro y ella del otro lado, donde el pensamiento ya ha sido lanzado y trabaja como debe ser, pesando y sopesando; una verdadera antesala de la acción.

Me pregunto por qué falló.

Comprendo, Señor, que éste es un juicio más en un lugar de juicios donde se ventilan hasta que dejan de doler.

Eran las nueve de la mañana.

Es probable que el sueño estuviera aún metido en sus sentidos, arrastrando el maniqueo indefinible de monstruos confabulados.

Aun así, mis señales solían ser de amanecida.

¿En qué andabas, madre, para no escucharme?

Crecí en forma desigual, con un achatamiento visible en un costado de la cabeza.

Era más lento que los demás, pero me comprendían esos dos que, con el correr de los días, dejaron de ser extraños sin ser lo que hubiera querido.

Por otra razón, desconocida para mí, tampoco tuve padre. ¿Cómo fue eso, madre?

Me dejó su locura de regalo.

Me fui cansando de buscarla en demasiadas caras para adivinar la suya.

Era como una batería a punto de agotarse.

Entonces tropecé con esa idea, la suya, y me di cuenta de que sería la única forma de llegar a ella.

Volví al cuarto piso y me dejaron entrar, porque ya me conocían.

Ni se dieron cuenta de que ya no estaba de este lado de la ventana.

Colgaron caras de asombro, seguramente, al verme tendido en ese lugar que habíamos compartido algunos años antes.

«Nunca se recuperó al saber la historia», habrán dicho.

Aquí estoy, Señor.

Ya no siento ganas de enjuiciarla, de culparla, de nada.

Ahora también soy culpable.

¿Puedo verla, Señor?



 


Velando velas

«Nada como un buen apagón para apreciar la magnificencia de las velas», pensé, viendo con cierta inquietud la rapidez con que iban consumiéndose y la oscuridad que sobrevendría luego, aplastando cualquier iniciativa inteligente.

Así se escribieron los grandes libros, sin embargo.

«Así también se quemaron pestañas ilustres», apunto.

Veo cómo danzan con el cosquilleo de la llama en el aire, sacando dibujos de las paredes, reflejos de comparsas enteras de seres animados que la imaginación ayuda a animar aún más, al punto de dotarlos de lo que nos falta en ese momento por estar al borde de la petrificación.

Se desprenden pedazos de estuco y bailan, se toman de la menor saliente, siguen un ritmo...

Empiezo a contar en silencio para disminuir la angustia. He desechado cantos o silbidos para no perturbarlos.

Son ellos los que empezaron...

Me animo y sigo con los ojos, moviéndolos dentro de las órbitas endurecidas para ver si el miedo es mutuo, si los ojos pueden titilar como la llama de las velas y por lo menos hacerles buscar la retirada.

Pero todo tiembla, arrastrado por una corriente que se filtra por alguna parte y se asienta a sus anchas, cambiando lugares que siempre parecieron fijos.

De pronto, un ejército entero enfila hacia mi pobre cuerpo, sentado sin posibilidad de salvación. No son «aprendices de brujos», sino brujos ya consagrados por siglos de corretear espíritus sensibles.

No es mi primera experiencia y temo que la costumbre los afiance, les forme el carácter y se empecinen en acorralarme, sin más ni más.

Trato de calmar a una vela alborotada, tan temblorosa como yo misma. Pero el viento es parte de ese ejército y los bandos alineados sólo esperan la voz del ataque, la que será sin contrapunto porque el terror está instalado en las articulaciones y la sangre no es más que un pujar tímido que se estanca sin remedio, como si se tratara de una carrera con obstáculos.

Quiero pensar en algo distinto como escape, pero me doy cuenta de que sigo agregando pistas más tenebrosas, porque ya estoy dentro de ese juego obligado, con la mente siguiendo un solo rumbo y el coraje en la misma dirección.

Ni siquiera un miserable cigarrillo a mano para probar el pulso.

Sé donde puedo encontrarlo, pero ya han cruzado la línea demarcatoria y me clavan al sofá con sus armas de varias puntas.

Trato de resistirme. Quiero gritar para pedir ayuda, evitar que se cometa un crimen en pleno barrio residencial, pero tampoco me queda voz.

Es una especie de envejecimiento de golpe.

Siento cómo se me encoge todo y cada minuto que pasa necesito menos espacio.

Ya estoy viendo la danza desenfrenada de victoria y la pira que prenderán con la misma vela para enviarme a reposar con mis antepasados.

Es casi un complot.

Estoy segura de que la cuenta de consumo eléctrico no mostrará cambio alguno. Es más, agregarán los gastos de reposición e iré a protestar, si sobrevivo, para después apresurarme   a pagar, evitando la moratoria que parecen tener siempre lista, entrenada por burócratas de oficio.

Caigo en la cuenta de que voy a perder dos kilos de helado que compré en la tarde para aprovechar la oferta.

Aparto nimiedades cotidianas, imposibles de equiparar con el terrible drama.

Los ojos se baten en retirada.

Debe de ser efecto de las pastillas tomadas poco antes.

Pero si me duermo, si llego a ese estado de inconsciencia que están esperando alertas, seré una presa de la que no quedará ni el suspiro.

Ya ni sé cuántas luchas estoy librando ni en cuántos frentes.

Levanto los brazos para rendirme, no queda otra.

Veo mi orgullo descender hasta ser pisoteado por esos invasores aparatosos.

Entonces, sin previo aviso, se prenden las luces de un sopetón, como para desfigurar a un muerto, verdaderamente; pero quizás ya lo estoy, porque el frío se reparte de forma pareja y lo que resta de fuerza no sirve ni para apagar las velas.





 


♦    - IV -

  Trueno abortado

«Así fue», dijo el hombre viejo al no tan viejo para que de después lo contara al más joven y éste, a su vez, siguiera haciéndolo escalera abajo, sin dejar peldaño de por medio para que no se perdiera la historia.

Una riña cualquiera iniciada al borde de un temporal. Apenas el viento se había insinuado por culpa de esos relámpagos que fueron calentando el cuerpo, un reventón de cielo, un aullido de ángeles, porque todo puede ser.

Dicen que la mujer tenía culpa, que no es costumbre prender vela por ambos lados como lo hizo con Avelino y con el otro, un sargento de puro traje y título que paseaba ruido de botas para espantar su propio miedo.

Era joven ella, y Avelino también, pero el sargento no pasaba de «mucho ruido y pocas nueces», como se dice, y con el tiempo lo llamaron «trueno abortado».

Pero era para decirlo sin eco, a boca entreabierta apenas, sobre todo porque, aparte del ruido de botas, estaba la libreta en donde iba anotando nombres conquistados, algunos con lápiz rojo y otros con verde, según el mayor o menor empeño que hubiera puesto en el asunto; y lo más grave venía cuando, con borrador a la vista, algunos nombres corrían riesgo.

Era pura manía, «estertores de gallo de cresta baja», como corría el rumor.

Pero la mujer de Avelino le cosquilleaba desde la planta de los pies hasta arriba, con esa ondulación continua de serpentina de carnaval. Y el sargento padecía en esos momentos de una fuga de los sentidos, un ablandamiento que terminaba en sudores con temperatura variada.

Que la mujer estuviera hechizada, era posible. Que para el sargento fuera su forma de agregar nombres a su lista, sintiendo esa explosión de la sangre nada más que con fuerza mental y la libreta abierta, no podía descartarse.

Pero estaba Avelino de por medio, un ser casi sin haber decidido ser, llevado y traído por la mujer, paseado frente al sargento con intención mientras algunos se aguantaban las ganas de gritar «¡chúmbale!», como en enfrentamiento de perros por cuestión de raza, y definir de una vez por todas el ganador.

Entonces a la mujer se le ocurrió desaparecer, sí, así como le cuento, sin Avelino o el sargento, y eso de la brujería tomó forma.

Dejó a su madre para no levantar tanta sospecha, pero de ella quedó flotando la desesperación en el sargento mientras Avelino seguía con la cara de aguantarlo todo, de no importarle nada.

Nunca le había pasado algo así en su historia escrita de sargento conquistador. Nunca.

Era peor que un cuartelazo o hasta un atentado, un desajuste insalvable en sus anotaciones por estricto abecedario, una merma en su posición reconocida de amante por escrito.

Pero el sargento era de armas puestas y lustradas, de pelotón a la orden. Y se lanzó en la cruzada de la búsqueda, partiendo de la plaza después del toque de trompeta ensayado durante toda la noche por el despertador oficial.

Algunos ojos arrugados se perfilaron detrás de las ventanas, pero eso fue todo.

El pueblo quedó en posición de espera, sin poder tomar otra pues para eso había que romper la costumbre.

Avelino pareció levantar cabeza, perder ese aire amaestrado, y hasta se mandó hacer un par de botas de urgencia por cierta necesidad que se había «encaprichado con los pies», según decía.

Entraba y salía, sin medida de tiempo, de la oficina del sargento, y hasta se le ocurrió probar su cuerpo en el sillón.

Empezó a hacerse oír, al comienzo con una voz sin tono determinado que después se fue afirmando.

Los días cambiaron para Avelino.

Una sucesión de actitudes nuevas lo mostraron en otro ángulo, pero siempre era el del ojo de los demás.

También era costumbre eso del ángulo. La cosa tenía que resultar. Era cuestión de paciencia, de agotar al sargento en su misión de rescate.

Poco después regresó el sargento con cara de expedicionario, muy desmejorado de fondo y forma y sin la libreta, perdida entre galope y galope.

El olor de otras botas levantó de inmediato las aletas de su nariz.

Entró en su oficina sin llamar; el cambio era notorio y Avelino, con pinta de señor, exigió que así lo tratara. De la mujer, ni sospecha de rastro.

El sargento no pudo resistir el atropello a su persona, simbolizado en la toma sin conocimiento de su propiedad. Una palabra llamó a la otra al tiempo que la tormenta jugaba afuera con puertas y ventanas entre remolinos de tierra y corrida de gente y animales para buscar resguardo.

La mujer entró como regalo de temporal, como si nunca se hubiera ido, con todas las luces prendidas, tentando restos encarnados en el sargento, acercándose a Avelino hasta pegarse a él.

Con un ademán de caderas, encendió la chispa.

Los gallos buscaron la plaza.

Se picotearon la cresta hasta dejarlas a media asta.

Algunos curiosos se reunieron, sin pujar por uno u otro. La sangre tampoco tuvo preferencia.

Pero el sargento era baqueteado y rápido cuando había que serlo. Decidió sobre la marcha y ahí quedó Avelino, tendido en la plaza mayor como desperdicio de toro.

La mujer siguió la riña con toda calma. No en balde había corrido el rumor de un arreglo entre ella y el sargento de una farsa, mejor dicho, para llevar a Avelino a disputar un premio que ya había sido ganado, apostando a ganador con la boca, con los dientes, con la agresividad del busto en posición de adelanto. Luego bajó los tres peldaños con toda la desfachatez de su cuerpo y tomó el brazo del sargento, quien taconeó volviendo a levantar la cresta, esgrimiendo el derecho de posesión, sin preguntas a la mujer, haciendo el recorrido cuadrangular con ella del brazo para dejar bien paradas las cosas.

La gente se dispersó y la lluvia se dio su lugar para descargarse al amainar la tormenta.

«Así fue», terminó el hombre no tan viejo.



 


La magia se llama yo

Esta mañana mi contraparte en el espejo se volvió agresiva: un útero agrandado respondía a mi deseo de verme desdoblada en el fondo del receptáculo fantástico, esa agua acumulada por la magia de algún alucinado. Observé atentamente el órgano. El absurdo pensamiento de que dentro de una ostra podría haber una perla revoloteó en mi interior. Pero no, no podía ser una ostra con esa apariencia cárnea, rojiza, «víscera hueca situada en lo interior de la pelvis de las hembras de los mamíferos y destinada a contener el feto», de acuerdo con el diccionario. Caí en la observación acuciosa. La palabra «víscera» formó en mi mente una imagen de cuadro realista: una manada de animales domésticos peleando su parte, maullidos y ladridos estorbando el silencio mientras un grito de nacimiento era tragado con los últimos pedazos del órgano. Sentí un profundo dolor interno, unas ganas locas de pujar para salvar el derecho del grito a ser reconsiderado. Me pareció que el útero palpitaba y la superficie lisa hacía esfuerzos por mantenerse lisa y no explotar con el movimiento acompasado del elemento invasor.

Debe de ser un espejo de circo, puesto al azar en el ambiente hogareño.

Algunas mañanas, sobre todo después de noches marcadas por el aturdimiento del alcohol, mi rostro tardaba en penetrar el espejo o, por esos acuerdos o desacuerdos con mi otra parte, yo aparecía de espalda hasta que, lentamente, mi otro yo accedía a enfrentarme con claras muestras de arrebatos nocturnos.

Magaly primera (es decir, yo) presionaba a Magaly segunda (la del espejo) en un intento por conservar la soberanía del cuerpo que siempre le había pertenecido.

Pero lo del útero era algo nuevo, un mensaje enviado en clave por la abuela vieja para incentivar obligaciones ancestrales, una confabulación artera, recordatoria de mi condición de mamífero.

La sospecha de alguna carencia no mencionada en mi certificado de nacimiento se desparramó como un corrosivo. Era yo, había nacido mujer, seguridad que siempre tuve cada vez que recordaba la cara de decepción de mi padre. Quizás lo que me estaba ocurriendo era un castigo por haber interrumpido la línea de sucesión. Temí que de pronto un ojo se formara en mi matriz, buscando una comunicación más directa.

El reflejo extraño de un espejo que había perdido su condición de tal, empezaba a alterarme. Tomé un mantón puesto estratégicamente sobre una silla y, envolviéndome en él, quise preguntar: «¿quién es la más bella?», pero una mano empezó a acariciar el útero como si fuera una lámpara de Aladino. El miedo de que aparezca la bruja hizo que me desprendiera del mantón.

Estaba cayendo en el juego del espejo, del útero, de la bruja, de mí misma. Tuve la sensación de que nuevas matrices iban produciéndose o reproduciéndose para formar un verdadero ejército. Son «Las desencantadas», de Loti, se me ocurrió pensar, sorprendiéndome de que todavía pudiera hacerlo. Alguien había puesto una cuna debajo del útero. «Debe de ser hora de dormir», pensé. «Pero si acabo de despertar», seguí dando vueltas al pensamiento.

«¡Matrices del mundo, uníos!», proclamaba la abanderada.

«Son esas noches de recorrido alcohólico que las emborracha, haciéndolas salir de sus casillas», me dije.

Entonces él apareció a mi lado, entrando en el espejo de cuerpo entero, ocupando el espacio interno, de frente y de perfil, obligando al útero a correrse hacia un costado.

«¿Qué es esa mancha?», preguntó con la boca envuelta en el cepillo de dientes.

«Son efectos del tiempo», contesté.

No se preocupó por averiguar el porqué de mi ausencia en el espejo, de mi rebote, repercusión, o de cualquier otro sustantivo que viniera al caso. Con la punta de la toalla trató de borrar la mancha. Pude ver cómo el útero se restregaba el ojo, el que le había aparecido para enviarme sus ondas. La matriz era visible sólo para mí. Reí con toda la amplitud de la boca, sin dar una explicación.

«Los excesos te afectan», dijo en tono de sentencia.

Tenía ganas de pedir a la abuela que corriera hacia la matriz para reubicarla. El temor de que el acaparamiento de él la hiciese salir del espejo hizo que yo retrocediera. Con estupor vi que la matriz hacía lo mismo. Articulé señas para que se detenga, para que lo enfrente. En su apuro, trastabilló. Tuve miedo de que cayera en la desembocadura del espejo, donde todos se juntan para formar caídas de agua que la gente observa sin preguntarse sobre sus orígenes. «El agua es agua y el espejo un entretenimiento de ociosos», se me ocurrió.

«Esa mancha no estaba antes», insistió él.

«¿Cuándo antes?», pregunté, en arrebato ignorante. «Parece que acabas de mudarte a esta casa».

Opté por el silencio.

Un ruido extraño, de roedor o de ofidio reptando su reclamo por el castigo de arrastrarse sobre el vientre, se desprendió del espejo. Tuve miedo de que se trizara, inundando la habitación.

«¿Oíste?», dijo, llevando la mano derecha a la oreja correspondiente para levantarla y precisar la proveniencia de ruido.

«¿Qué?», pregunté, sabiendo que sonaba a falso.

Recibí una mirada de latigazo.

No pude menos que agregar: «son efectos de la vejez, o... A veces los espejos se quejan cuando están muy llenos».

Esperé el «estás completamente loca» que no llegó de palabra. Hice uso de la «evasión temporal», ese estado de ausencia que podía conseguir cerrando mis compuertas de comunicación con el exterior, igual que correr una cortina o esconder la cabeza en el carapacho. «Es como un segundo corazón», medité mientras observaba el útero. «Es recolector de espasmos y orgasmos», reí debajo de mi carapacho. Tuve la sensación de estirar la mano y explorarlo por dentro, saber si estaba lleno o vacío, contento o rumiando incursiones no deseadas con resultados tampoco deseados.

«No me vengas con esas cosas», inicié un monólogo que debía ser escuchado por la matriz. «Las cosas suceden por acuerdos o desacuerdos, por 'síes' o por 'noes'. Te tomas la pastilla y te olvidas de pronunciamientos a destiempo o asumes tu culpabilidad». Un gruñido, sonando a reproche o falta de apoyo, oscureció la mancha. «¿Es ese tu modo de sonrojarte? Te acordaste tarde».

Me obligué a toser para tapar el gruñido.

Las sonoridades propias de la casa estaban invadiendo mi meditación como si, en la imposibilidad de competir, la noche se entregara al mejor postor. Pequeños pasos iniciaron el ascenso de la escalera. No tardarían en anunciar su presencia, empujando violentamente la puerta. El olor de las tostadas se mezclaba con el ruido de electrodomésticos irresponsables, descriteriados, absurdamente necesarios. Él había desaparecido de la escena. Quise correr a buscarlo para que asuma su porcentaje de participación en la sociedad, pero la suya era de responsabilidad limitada. El reloj   marcaba la medida impostergable de horarios mientras yo, Magaly primera (sin ninguna semejanza con reinas reinantes o de las otras), pugnaba por el acoplamiento con Magaly segunda, nada de adelantada, más bien atrasada de civilizaciones anteriores.

Sentí la vacuidad del enfrentamiento junto con la holgura interna, un espacio vacante, deshabitado, cóncavo, que empezaba a hacer intentos de succión. «Succionar y expulsar, expulsar y succionar», pensé, sintiéndome un electrodoméstico cualquiera. Pero había nacido mujer y «eso no tiene vueltas», escuché nítidamente a la abuela. Entonces sumergí los brazos en la tibieza del espejo, cálido y esponjoso líquido donde nada la civilización, buscando y encontrando orillas que sólo las Magalys pueden ofrecer y, recuperando mi útero, me lo puse. En el suelo, el charco se hacía cada vez más grande. «¡La bolsa! ¡Se me rompió la bolsa!», atiné a gritar.



 


Luz roja para una calle

Parecían floreros de ventanas.

Sólo que, como tallo, tenían tronco y una cara pintada como flor.

Eran muchas, en hileras las ventanas y ellas cayendo sobre el alféizar según la mayor o menor envergadura de la opulencia, y la opulencia tomaba colores blancos o muy rubios, o una combinación de blanco y no tan blanco o, por último, tostado tirando a café.

Afuera, en la calle donde el rojo del semáforo es permanente, los compradores en turno continuo, las apuestas, las exigencias «abra la boca», certificado de salud, vacunas, porque no es cuestión de agarrar esas cosas que se enquistan desquitándose, y cuando uno paga, exige.

Los hombres pasean la vereda, adelantándose para ver mejor, haciendo puntas con los pies para alcanzar esas guirnaldas sin estación.

No se admiten manoseos adelantados.

«Pague primero, lleve después» y, como en cualquier feria de frutas y verduras, «no meta los dedos».

Hay bondades que cruzan fronteras y el tren es rápido, y basta adelantar un pie porque es cerca de la estación donde ocurre todo, y todo se facilita con el intercambio,  exportación no tradicional, primera atracción turística. El M. C. E. no corresponde a la sigla de un partido político, nadie se atribuye atentados en su nombre, todo lo contrario: una participación respetable y respetada, una distribución de excesos locales, un mercado común por donde se lo mire, exclusivo también.

Hay noches de poco tráfico, de más miradas que acción y, como cualquier flor, ellas caen mustias, en actitudes poco decorativas y con el «rimmel» corrido por bostezos de agua.

Se agrandan carnes en esa posición de espera sentada.

De tanto en tanto, cambian las flores y traen nuevas para seguir cabalgando la espera.

Debe de haber algún lugar, al fondo, en donde tiran las flores mustias o bien las retiran de esas vitrinas, escaparates o celdas de muñecas, resbalándolas por una pendiente hasta quedar hacinadas igual que chatarra.

Con suerte, caminan calles vacías y recogen andrajos de noche, mendigos de la luna sin derecho a elección o reclamo.

«¿Por qué lo hizo?», le preguntaron.

«Por sentimiento», contestó.

El hombre se apostó en la vereda de enfrente, apuntó el arma. «Debe de haber un premio, como en cualquier parque de diversiones», quizás pensó.

Cayeron sobre las ventanas, blandas, abrazando la desesperación en un pedazo de aire.

El hombre quedó quieto, a disposición de cualquier cosa.

«¡Que lo cuelguen!», gritaron los otros, los desprovistos de derechos pagados.

La luz se apagó durante seis noches. A la séptima volvieron a llenar los floreros y la luz roja iluminó de nuevo la calle.

Eran flores frescas. Pestañeaban el acostumbramiento.

En la vereda, un ejército ansioso se alineó en espera inquieta. Faltaba la escudilla en la mano para reclamar el alimento.

No hubo preocupación por elegir.

Todas eran frescas.

«Quince minutos y el siguiente».

La de la ventanilla nº 3 tuvo un acceso de vómitos inexpertos. «Quince minutos de descanso».

La vuelta del reloj no perdona. Volvió a su puesto y se puso la sonrisa mientras un cálculo mental llenaba años por delante. Más tarde vendría la salida por la escalera de costado, la de descenso, sin iluminación alguna, con titubeos de pasos y noches sin titubeos.

Han puesto un centinela para cuidar la libertad de decisión de uno y otro lado de las vitrinas.

Conoce a cada flor por su nombre y controla su seguridad por lista.

Es para evitar la aparición de locos y el desequilibrio del ingreso neto del turismo bruto que deja un residuo líquido, escurridizo como el mismo tiempo, que cae por partes cada noche cuando la luz roja, curiosamente, da el pase.




Qué más cuento quieren

Voy a sentarme a escribir un cuento, por más que no sé por qué debo sentarme. Quizás las ideas salgan más rápidamente si estoy parado como tubo conductor con escape directo, espontáneo; puede ser también que el cuento quiera sentarse para indicarme cómo quiere que lo cuente, en qué posición poner mis manos, inclinar la cabeza, desabrocharme el cinturón y la corbata. En fin, son cosas que se me ocurren, aunque está fuera de toda ocurrencia escribir un cuento con corbata, en actitud de salida, de apuro, termino y me voy, o termino y que el cuento se vaya, o terminamos juntos para desaparecer, cada cual por su lado, y olvidar este encuentro casual por necesidad mutua de un momento.

El apuro es ya parte de lo cotidiano. El que no se apura no vale, no aprovecha el tiempo en toda su inacabable longitud, no se martiriza, y si en la cosa no hay martirio, dedicación, esfuerzo, carece de interés.

Hay que ganar el sustento con sudor.

Lo habrá dicho algún adicto a la traspiración.

El pobre murió antes de enterarse de que las mayores fortunas se hacen sentado cómodamente, ordenando a los demás que traspiren.

No es nuevo.

Es un cuento histórico, el que le cuentan a uno para evitar comodidades precipitadas como si fuera más fácil llegar a lo que se desea por el camino más difícil.

Son los grandes inventores de los traumas, esas enfermedades invisibles que se pasean por el cerebro preparando la revolución; antes de que ésta se produzca, aparece el psicólogo sentado en su penumbra.

Pero, ¡qué fijación con eso de estar sentado!

«No te pongas delante que estoy escribiendo un cuento».

«¿Qué clase de cuento?».

«No sé».

«¿Y cómo lo estás escribiendo?».

«Si escribiera lo que sé no tendría sentido».

«Me parece que te desconectaron los cables; pero, ¿por qué estás parado?».

«Una nueva técnica: se tiran al aire las ideas y luego se las recoge, pero hay que hacerlo de un solo golpe y con un manotazo, igual que las chiquichuelas. ¿Te acuerdas del juego de chiquichuelas? Te quedaste con mis mejores bolitas, esas tornasoladas que parecían ojos fuera de su órbita. Siempre me dieron un poco de miedo».

¿Quién está ahí? ¿Quién me habla? ¡Así no puedo escribir! ¿Es usted, Manuela? Deje la limpieza para después. Un cuento es un cuento. No puedo hacerme el desentendido. Ya di mi palabra. Debo escribirlo. Listo.

«Manuela llegó esa mañana, muy cansada. Tenía puesto el mismo delantal del día anterior, el de lunares blancos y azules, no azules y blancos. Los lunares tenían la circunferencia corrida y era difícil precisar dónde comenzaba un color. Tal vez era un problema de visión. Cuanto más se fija la vista en algo, como por encanto se distorsiona. Me preguntó si la señora había amanecido bien. «Manuela, acá no hay ninguna señora». «Qué lástima», respondió. Siguió en lo suyo, sacudiendo, husmeando para arriba y para abajo, pasándome por alto como si no existiera».

Locuras mías. ¿Cómo puedo existir para ella si acabo de crearla?

«Tiene un aire de no querer meterse conmigo».

Acá estoy, Manuela. ¿Qué cara quiere que le ponga? Los ojos, ¿los prefiere negros o glaucos? Qué idiota. ¿Dónde se ha visto una mujer de la limpieza con ojos glaucos?

«Negros y de pestañas almidonadas, recién llegada de la toldería donde el jefe indio la abandonó porque le pareció que sus ojos miraban lo que no debían. Pechos de madona, sonrisa sibilina, toda ella una provocación. Se paseaba manejando el plumero como si fueran plumas de avestruz».

Es mejor que tome la cosa en serio para que los demás lo lean del mismo modo, llenarla de hijos, dejarla con el vientre colgando, ubicarla en Australia y que por uno de los pliegues del vientre asome un niño en constante nacimiento. Toda una creación.

«Manuela nos crió a todos, es decir, a los que alcanzamos a llegar. Era una época en que muchos quedaban a medio hacer, un control natural de una natalidad desnaturalizada».

No recuerdo haber visto a mi madre de otra manera que embarazada. Creo que de niño pensaba que ella ya había nacido así. Después de todos los descuentos, quedamos siete.

«Manuela nunca se casó; tampoco tuvo hijos por obra del Espíritu Santo, como afirmaban las que no habían conocido el matrimonio. Le fue suficiente con nosotros».

Esta posición parada me está cansando.

Siento que junto con las palabras se me están cayendo algunos órganos.

¡Eh, tú, sal de esa esquina!

Por donde miro hay fantasmas, de día o de noche. Sí, ya sé que es un juego de los que ya no están, pero es un juego que duele. Me veo en cada uno de ellos como en constante desdoblamiento, siento que la casa habla, que los muebles ríen, que las cortinas se corren solas, que me   llaman, que me acerco, pero sigo parado, escribiendo en el aire este maldito cuento. Soy un Verlaine en ciernes; género: cuento. La máquina, ¿dónde está la máquina? ¡Qué máquina, si nunca la tuve! Tampoco soy escritor. Acumulo datos para meterlos alguna vez en un procesador de palabras y que salga la obra maestra que no tendré más que firmar, sin seudónimo, el nombre completo: Atilio Espósito Costa. Sólo agregaré «de», entre Espósito y Costa. Le da un aire de noble.

Se preguntarán por qué quiero ser noble.

Tal vez por lo de Espósito, un premio con mayúscula. El resto lo agregué de grande, y también lo de los siete hermanos y la mamá siempre embarazada y lo de Manuela, la nana perfecta, y los recuerdos y todo el enlace para juntarlos.

Lo hubiera en verdad querido.

Aquí estoy, parado en esta esquina, ofreciendo la noticia con distintos títulos, profesor de profesión, corriendo a la ventanilla de cuanto auto se detiene en espera del cambio de semáforo, gritando a voz en cuello hasta que encuentro la noche ronca, chupando frío o calor, comiendo a saltos lo que venga para comenzar de nuevo al día siguiente...

¿Qué más cuento quieren?



 

Confusión de prioridades

No sé qué es más grave, si perder el avión, un vestido, el anillo (recuerdo de la abuela), el broche único (lleno de brillos falsos) o, por último, la virginidad.

Sí, sé que una debe tener prioridades, pero ése es un problema que tengo últimamente: la confusión de prioridades. Es todo un lío de cosas que presionan para ocupar su sitio, con derechos adquiridos quién sabe en qué feria artesanal o en esos remates donde cada gesto tiene un precio, donde las moscas están prohibidas, pero que de todos modos se filtran para posarse en la nariz de uno y la mano se alza cuando el precio está en la cumbre y se vuelve imperativo enfrentar el hecho, sonriendo al de al lado, a todos los que tuvieron la suerte de no ser elegidos por la mosca mientras el pretexto queda desplazado por improcedente, infantil, fuera de lugar, casi obsceno, y los números sugieren un fin próximo, el desenlace fatal, el desmoronamiento de creencias y aberraciones. Entonces la mujer del hombre de la mosca saca a relucir todo el perfume que lleva a cuestas, habla tres palabras en francés, dos de las cuales no salen de mon chérie, menea la popa buscando vientos que la hagan navegar a toda vela, queriendo, genuinamente, entregar su virginidad como parte de pago, atributo tan perdido como el avión. Pero ella tiene una confusión virginal,   un enredo de fechas, de nombres -no, perdón, de hombres-, y repliega fuerzas para que su hombre no saque cuentas. Después de todo, parece una mujer cara y los gustos hay que pagarlos -pienso-, sin precisar si esa mujer soy yo o puedo ser yo, por esa confabulación que nos hermana hasta el punto de sentirnos parte, pedazo, complemento de congéneres desvalidas y, de ahí al pensamiento del otro sexo de que algo raro o ajeno a la envidia o celos ancestrales se perfila entre dos Evas, no hay más que un paso.

Pero es ese asunto de la virginidad el que me ocupa, o preocupa más bien. A veces quisiera compartirla con alguien, dar una clase magistral sobre su conveniencia o fastidio. Pero el temor de predicar -con el temor de ganar adeptas- me reprime y me muestra trozos armados de imaginación blanca, una fila interminable de túnicas sin mácula, sin concepción, sin nada, y yo a la cabeza, ofrendando el racimo puro a Baco o Dionisio, o Neptuno tal vez, para olvidarme de esa parte y ser sirena de por vida, atracción sin fines de lucro o aprovechamiento, porque eso de pasearse por el mundo y que le señalen (con pena) el tesoro escondido y que de tan escondido se vuelva inencontrable o desaparecido para después, con el tiempo, perder valor por exceso de celo hasta escuchar -saliendo de túneles, rojos de goce- «solterona», se convierte en enfermedad de cura posible sólo a través de la buena disposición de algún voluntario con pérdida total de elección, o bien de lo otro, que suena casi igual cuando es pronunciado por un japonés.

Pero, volviendo al comienzo del asunto, no veo qué hay de malo en la conservación de los bienes naturales, que son patrimonio personal; un verdadero aporte a la ecología tan mentada. Debe de haber algo que no cuadra, alguna diferencia, pues, cuando parada sobre un banco de la plaza empecé a hacer la apología de la virtud llaveada, los «¡buuus!» hicieron que me sentase, escondiendo la cara  en el regazo, cerca de ese monte que invita al hombre a cortar maleza para convertirse en explorador.

Debe de ser parte de una confabulación masculina eso de hacer blanco en el blanco con flechas que están siempre preparadas, y una tiene sus principios después de todo. No me vengan con que soy heredera de Capodacia -una amazona de arco y flecha también-, abandonando varones y tirando a diestra y siniestra para terminar con los restantes y convertirme en reina de reinos fabulados; nada de eso.

Y el que piense así se equivoca, porque ya ha pasado un tiempo desde el inicio de mi peregrinar con la virginidad a cuestas -a decir verdad, bastante tiempo-, una acumulación que me ha ido reduciendo de tamaño, pero lo otro está tan virgen como antes, olvidado de luchas de valor o de importancia, y de nuevo estoy acá, en la plaza, no un día cualquiera, sólo los domingos, cuando los anticuarios se instalan y los entendidos pasan y sopesan épocas y precios y yo ofrezco mi virginidad antigua, vencida, inexperta, horrorosamente marchita, y lo peor es que nadie, pero nadie, cree en esa clase de antigüedad.



 


En sepia y en opaco

De pronto fue como mirarse en un espejo, de esos que dan miedo y ganas al mismo tiempo, de dar vuelta para ver del otro lado, buscando, buscándose.

Pero es una simple fotografía que vive lo que la tinta. A veces es joven y no calza en el recuerdo, porque el recuerdo tiene otro color.

Y la memoria se recuesta buscando el hecho, y el hecho vive escurriéndose, bajando por esa pendiente atolondrada de mentes que fueron llenándose más de lo necesario por efecto de los hechos o por hechos efectivos. Quién puede saber.

Sonríen desde el papel opaco. Pero éste no es ni puede ser mi padre, porque su sonrisa no figura en mi memoria.

Tampoco tengo memoria, es decir, no está completa.

Se remonta hasta una línea y llevo un tiempo desconocido tratando de cruzarla.

Quisiera estar del otro lado porque esta parte ya me la ha contado el recuerdo.

Barajo las fotos como naipes, o son naipes que parecen fotos.

Las tiro sobre la mesa, pero el solitario no resulta.

Son esas actitudes hieráticas, de sonrisa «no va más», las que una y otra vez recalan el barco en el mismo puerto.

«Más atrás, más atrás», insisto, mar adentro debe de ser, donde el cielo es agua, o al revés, donde las cosas empiezan o terminan, donde un crisol funde o confunde y la duda se revuelve en la pregunta.

Y eso de seguir sonriendo cuando ya no se está, a veces en colores como haciéndolo con saña, gitana debiera de ser para formar un telón de nubes o de vapor de lluvia escondida y leer mensajes que sólo ella comprende.

Y también las fotos se enferman, enferman de vejez con esas manchas oscuras que dan ganas de frotar para alejarlas.

Nunca se sabe si las fotos ríen para el presente o para formar el recuerdo, y éste va acumulando memoria hasta que la memoria también se enferma de puro llena. Es como un empacho.

Estábamos todos juntos compartiendo el resplandor que fija la tinta y entrecierra los ojos, pero los ojos aparecen abiertos en el papel opaco. Cosas inentendibles de técnicas pasadas de moda.

Me presionaban el hombro para evitar el movimiento natural de la niñez, pero la imagen siempre salía quieta. Entonces...

Se burlan de uno cuando no se tiene edad que provoque respeto, y el respeto se acomoda al tiempo y a la circunstancia y va perdiendo fuerza, igual que las fotografías, para terminar en una condescendencia frente a la chochera, no de las fotos, claro, una condescendencia que tiene que ver también con la edad y la costumbre, creo, y a lo mejor otras cosas más.

Y todo envejece, no importa si está vivo o fijo en el tiempo.

Entonces la risa cambia de lugar. Es el joven que mira la foto el que ríe, pero es una risa de lágrimas combinada de anticipo de otra risa joven que algún día estará en lo mismo, pienso, y doy vuelta la palabra porque ya estoy     muy metida en el pensamiento, y resulta «asir», pero ¿cómo asir lo que no se puede?

Es un juego que se inicia con desventaja.

Pero la foto sigue enfrentándome, directa, con el tiempo inerte que no tengo mientras retrocedo y retrocedo con esa necesidad de «búsqueda del tiempo perdido», y revuelvo tanto lo que encuentro en el camino, no lentamente, sino con la desesperación de «última oportunidad», y tropiezo con lo que no quiero, con lo que guardo bien guardado en algún recoveco invisible en esa cita sin diván con el psicólogo, hasta que estallo, sí, estallo y me rompo en pedazos en esa vuelta estéril, vuelta sin vueltas, laberinto de sentimientos que chocan sin encontrar la salida.


 


Desencuentro

No había necesidad de que me esperase en la esquina, con aire de espera, desgastando el mismo cuadrado de vereda con la impaciencia de sus pies.

No era necesario ceñirse tan estrictamente a las manecillas que marcan horas y además se deterioran con la espera.

Pude verlo a lo lejos, consultando mi atraso, sorteando caras entre las muchas en circulación errante para detectar la mía, formarla con una sonrisa de reconocimiento, sonrisa comprometida con el enojo, un certificado no escrito ni hablado de haber sido víctima del abuso.

Pero uno tiene sus motivos para llegar atrasado, destacarse, sobresalir en ese conglomerado anónimo que sigue reglas, incapaz de sobrepasar el vuelo -apenas a ras de viento- de aves corrientes sin ambición de altura.

También está lo del tiempo, un paquete pesante que deja a algunos más accidentados que otros, con heridas que resisten el ocultamiento.

Pienso, desde donde estoy parado, con qué facilidad puede derrumbarse una distancia.

Pienso y nada hago, quizás por falta de profundidad o penetración sustancial del pensamiento.

Después de todo, estuvimos juntos a la vuelta de esquinas peligrosas, detrás de muros acusatorios goteando consignas de efervescencias juveniles en plena acción, en las peleas a corazón sangrante por Camila -quien siempre llevaba el delantal más corto en la escuela-, en las corridas de timbres pulsados en sucesión de escapes de cuadras enteras, en fin, en tantos líos enfermizos, Roberto-Alejo formando el dúo indisoluble, siempre encabezado por Roberto, el de las ideas más audaces, el del plan hecho a punta de huevos. Sí, eso mismo, porque la verdad es que le sobraban, y yo corriendo mi indecisión, amparado por lo que Roberto decía, afirmaba, reafirmaba. «Así nunca llegarás a nada; el coraje hay que fomentarlo como cualquier otra cualidad», insistió después de tener a la directora y a todas las maestras en el patio, con los alumnos admirados, cara arriba, y Roberto casi en la copa del árbol amenazando con tirarse si lo dejaban castigado.

Por supuesto que ganó.

La directora se deshizo en lágrimas aliviadas y Roberto fue comprensivamente abrazado.

Está impecable.

Todo en perfecto acuerdo y en su lugar.

Ni necesito acercarme para verificarlo.

Hasta me parece sentir el perfume varonil, exacto, justo en la cantidad para dejar un respingo de nariz con ganas de seguir olfateando.

Son los cabos sueltos que deja Roberto para hacerlo más atractivo.

Me miro.

Uno lo hace cuando la confrontación es inminente y la medición de fuerzas irremediable.

Pienso en ese abismo de veinte años que vuelca el pasado con cargo al momento.

Roberto se ve igual, con el signo inconfundible de haber alcanzado otras copas de árboles sin necesidad de tirarse,  con su calidad de alumno mediocre, consciente de situaciones que se resuelven a puro muñequeo.

Adelanto un pie y aparece la botamanga deshilachada. Lo retiro para seguir en esa orilla resbaladiza, llamando a los dioses del coraje para que me den el empujón y reduzcan el mamotreto de veinte años a un abrazo embarazoso.

Roberto sigue desafiando el encuentro, una amenaza para futuras generaciones, una incomodidad, un choque de corrientes, una mirada de apreciación inmediata, real; y para qué, pienso, cuando el teléfono está al alcance de cualquier pretexto y encubre, con un mínimo de esfuerzo, eso, que el primer golpe de vista hará visible.

Doy vuelta para regresar, anónimo, y seguir en lo mismo por obra y gracia de horóscopos que sigo leyendo, esperando la bola de cristal entera con cambios a distancia de brazos y yo sólo los extienda sin guerra, sin lucha, detrás de esa puerta insinuantemente entreabierta que el temor me impide empujar.



 

Por tiempo acumulado

Las uvas iban cayendo de tan maduras.

A veces, algún brazo se extiende para detener el trayecto, pero las uvas rara vez equivocan el camino.

Petronila busca la escoba, que no tiene memoria o es medio duende, porque cambia de lugar sin previo aviso, así no más.

Ella cree que la escoba lo hace con intención porque le gusta que revuelque su contorno pesado en el espacio de la tremenda casa, lamentándose, poniéndole nombre, llamándola de una forma y otra entre amenazas que pasan entre los dientes separados por faltas que ella afirma haberlas traído de nacimiento.

Por fin la encuentra, escondida, claro, no puede ser de otro modo, y la zarandea para que sepa que los duendes nunca toman apariencia de escoba. «No pueden ser tan tontos», piensa, y barre con rabia el conjunto pegajoso que mancha en redondo el suelo.

Es como si barriera constantemente, sin tregua, sin diferencia.

A veces mira el parral para inspeccionar las hojas, si siguen siendo verdes o por último hojas, porque hasta le parece que el duende no es uno solo y piensa que quizás los hay para cada caso y cada cosa.

Y de pronto cae un racimo entero, color violeta, rozándole el vientre como en contubernio con la escoba, y una risa, sí, escucha una risa dentro del oído, bien adentro, porque por fuera, qué va...

Y eso es también de nacimiento, según dice.

«Ahora los duendes se transforman en gatos», espanta a uno que le huele los pies. «¡Qué tanto hueles, animal, si el pescado lo lavé con las manos!».

«Esta casa es un loquero», afirma, ajustando el paño que le envuelve la cabeza que parece jugar un temblor y cosquillea el cráneo, y se rasca el cuello, no por eso de los dientes o la sordera, sino «por la proximidad» y lo del «torrente sanguíneo» que leyó en algún lado antes de que ese oculista loco le pusiera persianas con vidrios delante de sus ojos. Y desde entonces no ve como antes, porque a quién se le ocurre que va a estar con esa cosa extraña montada en la nariz, moviéndose con cada paso que da, incitando aún más a la escoba, a las uvas, a los grillos que gritan su inocencia en medio de la noche, cerca de su cama, otra forma de espíritus nerviosos, sí, ella también lo es, no espíritu, sino nerviosa, y a veces duerme caminando, y los demás dicen que la ven con escoba en mano paseando el sueño, persiguiendo a oscuras «manchas colgadas del aire», pero ella no es fácil de engañar, ¡si hace tantos años que está en lo mismo!

«Son cómplices», como escuchó decir en la radio, que se juntan para molestar a los demás.

Eso son.

Nadie cree que las uvas caminan su redondez, que se escapan con esa terquedad propia del que no quiere rendirse, que se escurren casi como lluvia. Y sus pies ya no son lo que eran cuando los duendes jugueteaban y ella podía desplazarse con ellos, formando una sola pieza.

Petronila no es vieja.

Sólo tiene tiempo acumulado en las coyunturas, y eso nada tiene que ver con el nacimiento.

Ni siquiera con la voluntad.

A veces ríe para sí misma, pensando que ya no es vaca joven para ser ordeñada, pero sin embargo tuvo su momento, y no fue sueño o reverbero de espíritu mágico, no, ni aparición, porque las apariciones no pueden tocarse, y vaya si ella lo tocaba a escondidas en la oscuridad, inquieta, con culpa, acechando la puerta por si acaso, por el espanto que le tenía a las sombras, sobre todo a las que forman el miedo o deforman la razón.

Claro que para nombres nunca fue muy buena, no por falta de memoria, sino por la conciencia, que era más fácil acallar con el olvido.

Y ese cuarto suyo, todo suyo, con muebles y lo demás, la hacía sentir propietaria, y los otros, esos alojados al paso, o un poco más según la necesidad del instinto, se fueron sin pena ni gloria, sin alterar su alma de santa que quedó en presente y que a nadie se le ocurría poner en duda.

De noche se encoge, se dobla, arruga aún más su carne para engañar al sueño, no sea que decida volverse pesadilla y hormiguee su culpa, igual que el grillo, y tenga que levantarse y tomar la escoba para que no sepan lo que le pasa.

El bostezo es parte de su cara, quizás desgracia misma que sólo enjuaga los ojos.

«Petronila no necesita dormir mucho», dicen cuando la ven, en su eterna vigilia, persiguiendo uvas o racimos o escobas antojadizas.

Pero eso no es todo.

Se le ha desvelado la conciencia, sin que se diera cuenta.

Siente que todo se le va volcando hacia afuera.

Teme dormirse desde aquella vez que los niños de la casa le dijeron que decía cosas raras y mencionaba nombres, muchos nombres, y toda ella se revolcaba en la cama entre risas soñadas.

Y al día siguiente ponía esa cara mala que guardaba para algunas ocasiones, para que no le siguieran estirando la lengua y largara el secreto de esas historias que se contaba   de noche, con palabras sueltas de sueño, para volver a recordar.

Y vinieron las grandes lluvias, esas que parecen caer para nunca acabar, y los duendes quedaron afuera y la escoba también, y no hubo necesidad de barrer bajo el parral porque la lluvia, cuando quiere, lo lava todo y las manos de Petronila se hicieron débiles para tomar la escoba mojada, repleta de agua, y los duendes, hinchados como sapos, dejaron de correr su fantasía.

«Nos hemos igualado», dijo Petronila, con el cansancio caído en la cara caída sobre los pechos caídos, sobre el vientre desmoldado hasta llegar a los pies que frotaban el piso con cada movimiento.

«Me he vuelto muy pesada para que me lave la lluvia», dice.

Sin embargo, llovía cuando amaneció, y el ruido de sus zapatillas arrastradas no fue sentido en lugar alguno de la casa.




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