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OSVALDO GONZÁLEZ REAL

  EL MESÍAS QUE NO FUE Y OTROS CUENTOS - Obras de OSVALDO GONZÁLEZ REAL


EL MESÍAS QUE NO FUE Y OTROS CUENTOS - Obras de OSVALDO GONZÁLEZ REAL
EL MESÍAS QUE NO FUE Y OTROS CUENTOS
 
 
Edición digital: Alicante :
 
 
N. sobre edición original:
 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
 
Editorial Servilibro, [s.a.].

 

 


 

A PROPÓSITO DE LAS ANTICIPACIONES
 
DE OSVALDO GONZÁLEZ REAL

 
Invito al discreto lector a imaginar el mundo de los bisnietos de nuestros nietos: ¿Qué lunas metálicas vigilarán aquellos cielos futuros? ¿Qué comunicación o antagonismo se mantendrá con otros habitantes de la populosa Vía Láctea? ¿Qué criaturas hechas por el homo sapiens a su imagen, pero no a su semejanza, usurparán las tareas y desvelos de la especie? Y en el corazón de plástico, titanio y cristal de esos Adanes, ¿alentará de pronto -por algún descuido electrónico infinitesimal- la envidia y el odio a sus creadores? Y lo que es más serio todavía: ¿Prevalecerá contra los árboles la babilónica confusión de concreto, altillos, petróleo y tubos cloacales de las urbes venideras? ¿Continuarán nuestros lejanos descendientes con el privilegio de sentir cómo empieza la Tierra a partir del trino de la alondra, del sinsonte, del ruiseñor, del corochiré? ¿Seguirá definiendo la madrugada el perfume de la azucena, y la noche el del jazmín? ¿Podrán nuestros vástagos aún nonatos arrancar la fruta, exclamando en su día como Rubén Bareiro Saguier:
 
«La naranja chorrea con el mordiscón./ El río corre por mi barba,/ reluciente de frescura.»

Nadie -ni siquiera un poeta- consideraba estas conjeturas hace tres, cuatro generaciones. Ahora hasta el desaprensivo las juzga válidas. La velocidad del adelanto cibernético y el gigantismo tecnológico de los países industrializados, la depredación masiva del ecosistema y la irreparable alteración de los biótopos en los países indigentes, junto con los desechos a escala planetaria, la ley de Malthus inserta en la del embudo, el efectivo al par que difuso horror nuclear y, desde las alturas del mando, el Orden de los campos de concentración, el sadismo de la «raza superior» y otras ocurrencias siniestras, son argumentos suficientes a favor de las peores suposiciones sobre la supervivencia misma del hombre o su reducción a una triste maquinaria de obediencias

La proyección de esas desmesuras más que bíblicas en el futuro de la condición humana ha originado la literatura denominada de «ciencia-ficción» o de anticipación Y bien, la mayoría de los cuentos que Osvaldo González Real ha reunido en volumen corresponde a tales ficciones, inéditas hasta hoy en la literatura paraguaya; las pruebas anteriores de algún otro escritor no son, en rigor, críticamente atendibles.

Deseo manifestar los aciertos estilísticos más aparentes de González Real: la ceñida línea argumental, la presentación sobria y el diálogo desnudo, la prosa suelta y a un tiempo funcional; dejo al lector el fácil descubrimiento de sus demás excelencias. En cambio, debo indicar que las imaginaciones del autor, al igual que las de sus epígonos (Wells, A. Huxley, Orwell, Bradbury, Sturgeon, Stapledon), no sólo anticipan sino previenen; no sólo previenen sino denuncian. De allí su afirmación contemporánea, su paradójico valor testimonial

Los dos cuentos que principian el libro me producen cabal satisfacción. La «Epístola para ser dejada en la Tierra», con su transparente alegoría de los espléndidos y atroces vaticinios de Juan el Evangelista (el Apocalipsis, escrito en Patmos, es uno de los contados textos antiguos de real anticipación), constituye una aguda ilustración del extraño y hermoso destino de la humanidad. Y en el desesperante universo sin follaje de «Otra vez Adán» se contraponen dos categorías permanentes del espíritu: la erudita insensibilidad del profesor Axes y el asombro virginal de Mario Adam; por lo demás, el relato enseña que nuestra narrativa puede asumir lo legítimamente paraguayo sin deslizarse en las comodidades del color local. «Reflexiones de un Robot» es una distopía -así nominada por el mismo autor- que apunta la molesta probabilidad de que los autómatas aniquilen a los hombres por error de activación de éstos, según lo mencioné antes. «El fin de los sueños» está traspasado por la confianza de que los fabuladores despiertos, es decir los poetas, sabrán impedir que se entierren los ensueños. «El caminante solitario» es una melancólica profecía referida a la prohibición del sencillo deleite de andar. Por último, «La canción del Hidrógeno» participa del mismo fundamento que uno de los capítulos de «De la Terre à la Lune», pero la anécdota de González Real es más intensa y aleccionadora que la de Verne.

No obstante, esta «silva de varia lección» contiene dos textos con muy distintos significantes de los ya comentados. «Manuscrito encontrado junto a un semáforo...» es una suerte de divertimento kafkiano, o más vale cortazariano, sobre el nunca bien maldecido transporte colectivo de la ciudad comunera de las Indias, y «Marcelina» -de arquitectura felizmente influida por Roa Bastos, conforme lo recuerda el propio escritor en su «Epílogo»-, una excelente conjunción de lo popular y lo «culto»: gracias a Dios, estas muestras son cada vez menos escasas en la cuentística nacional

Carlos Villagra Marsal
La Alcándara, octubre de 1980
 

 
 
EPÍSTOLA PARA SER DEJADA EN LA TIERRA

 

A Buckminster Füller
«...hay extraños astros cerca de Arcturus

Voces clamando un nombre desconocido en el cielo»
A. Mac Leish

«The Universe is a Machine for the making of Gods»
H. G. Wells

«Vi descender del cielo otro ángel fuerte,

envuelto en una nube, con el arco iris sobre su

cabeza; y su rostro era como el sol, y sus pies

como columnas de fuego»
Apocalipsis 10.1

Soy tripulante de una gigantesca nave espacial que cruza la Galaxia. Hace algún tiempo que deseo relatar, por escrito, los momentos difíciles que pasamos y la crisis por la que está atravesando nuestra expedición. Seguimos a la nave-madre, aún más enorme que la nuestra, que nos provee de combustible, y remolcamos una más pequeña, que podría servirnos de refugio en el caso de una catástrofe. Hace muchísimo tiempo que estamos viajando (algunos creen que millones de años), y se calcula que, tal vez, llevará otros tantos llegar a destino (la Nebulosa que surcamos es enorme). Los más escépticos de entre nosotros dudan de que podamos arribar un día a la añorada meta final.

Aparentemente, en algún momento de la historia de nuestra inmensa jornada, se perdió el libro de bitácora (debido a un suceso desconocido), y con él, todo conocimiento sobre nuestro pasado y el motivo de este gran viaje. Se cree, por otra parte, que hemos estado viajando desde siempre, y que no terminaremos de hacerlo jamás.

Los más sabios de la tripulación, sin embargo, han tratado de encontrar una explicación al misterio y se han esforzado por descifrar el enigma de nuestro origen, con el fin de develar el sentido de la expedición y predecir, en lo posible, su desarrollo y desenlace futuro. Se dice que somos los sobrevivientes de una antigua civilización cuyo mundo se extinguió después de una formidable explosión. Según otros, subimos a la nave -vacía hasta ese instante- procedentes de un remoto lugar. Muchos afirman que surgimos dentro de ella como proceso mismo del viaje. En fin, no han faltado los que han dicho que todo esto no es sino un sueño; una pesadilla sin fin.

Los esfuerzos para explicar nuestros comienzos, infortunadamente, hasta ahora han resultado vanos, y tenemos que contentarnos con suposiciones y teorías más o menos aceptables, todas ellas imposibles de comprobar. Nuestra situación se agravó desde el instante en que descubrimos, espantados, que nos era imposible abandonar la nave y que, por otra parte, no podíamos controlar ni cambiar su curso. Un profeta, surgido en uno de los momentos de crisis (hace una decena de años), había afirmado que -casi con certeza- nos dirigíamos hacia un punto situado en las proximidades de la constelación de Hércules, cerca de Ras Algathi. No sé si esto ha sido confirmado por los científicos de a bordo, pues se ha llegado, inclusive, a dudar de si vamos a alguna parte, en definitiva.

Los hombres que como yo llevan el Sello grabado en medio de la frente, hemos pensado que como estamos predestinados a viajar dentro de esta inmensa nave -salida de no sabemos qué puerto del universo y cuyo itinerario se ha perdido-, tendríamos que encontrar la manera más humana y racional de llevarlo a cabo para evitar todo sufrimiento innecesario a los tripulantes. Las fricciones y tensiones que los afligen en la actualidad amenazan con llevarlos a un motín.

Pero somos, lastimosamente, una minoría y poco caso se hace de nuestros consejos y recomendaciones. La mayoría prefiere divertirse a bordo, como si éste fuese un viaje de placer y no -como lo creo firmemente- una expedición de vital importancia.

Hace tiempo que no existe la paz entre nosotros a causa de las distintas teorías sustentadas por grupos antagónicos para explicar nuestro origen, situación actual y destino futuro. Gran parte de la tripulación, no obstante, permanece indiferente a las preguntas fundamentales: ¿Hasta dónde?, ¿para qué?, y ¿por qué?, limitándose a vivir la vida lo más cómodamente posible, en el compartimento de la nave que le ha tocado en suerte, según la rígida jerarquía establecida por nuestros antepasados y que heredamos alguna vez.

Este sistema es mantenido, en parte por desidia, en parte por un ciego respeto a la tradición. La mayoría cree que esta situación es injusta y que los que hacen la mayor parte del trabajo para mantener la nave en funcionamiento tendrían que tener acceso a las secciones más amplias y lujosas del vehículo espacial, y gozar de los mismos derechos y privilegios que los demás. Los jóvenes, en especial (más del cincuenta por ciento de la tripulación), se niegan a aceptar este estado de cosas, rebelándose continuamente.

Como el viaje ha durado ya tanto tiempo, miles de generaciones han nacido, vivido y dejado de existir dentro de la espacionave. Hay personas que sólo se preocupan de propagar la especie, para asegurarse, de algún modo, que al menos sus descendientes lleguen a destino. Esto parece servirles de consuelo, cuando se les informa que -indudablemente- todavía nos queda un largo camino por recorrer.

En los últimos tiempos, han surgido otros inconvenientes, no menos graves que los anteriores. El sistema de ventilación del vehículo espacial ha estado fallando, debido a una especie de envenenamiento de las fuentes de oxígeno. Tenemos, además, problemas con el suministro de agua y la distribución de alimentos. Hemos perdido contacto con algunas secciones de la nave y las comunicaciones están casi interrumpidas. En algunos casos, se ha impedido el paso de los tripulantes de un compartimento a otro, perdiéndose la coordinación y unidad necesarias para el mantenimiento de la misma. Todo esto puede poner en peligro el desarrollo de nuestra extraña expedición a través del cosmos.

Las reservas de combustible de la nave-madre, afortunadamente, parecen ser ilimitadas; gracias a ella nos seguimos desplazando -con propulsión gravitatoria-, a la constante velocidad de 40 kilómetros por segundo.

Lo más alarmante, sin embargo, es que nos hemos dividido en dos bandos antagónicos irreconciliables, que se han retirado a vivir en los extremos opuestos de la nave, negándose a aceptar la formación de un tercer bloque independiente. Se están acumulando grandes cantidades de armamentos, sumamente letales, para el próximo enfrentamiento que se espera será definitivo. El origen del desacuerdo proviene de la diferencia existente entre los dos grupos contrarios, en cuanto a cómo hemos de vivir mientras dure nuestra larga y dolorosa peregrinación, y de si quiénes han de ejercer el poder a bordo.

Casi todos opinan que el hecho de dirigirnos hacia un supuesto paraíso situado en algún remoto lugar del espacio (entre Altair y Arctururs, como sospechan algunos visionarios), no justifica que tengamos que vivir, mientras tanto, bajo un sistema de opresión. Los que se han apropiado del mando de la nave -por la fuerza- sostienen que ellos deben gozar de prerrogativas especiales, y se oponen, en consecuencia, a toda evolución. Miles han muerto ya en la contienda, y la lucha proseguirá, seguramente, hasta que todos reconozcan que una guerra de extermino total, dentro de la espacionave, significará, indefectiblemente, el fracaso de nuestra misión y la imposibilidad de saber jamás el destino que nos está reservado.

A fuerza de mirar el cielo, buscando algún indicio en las estrellas (algo que nos oriente en estos tiempos menesterosos) hemos vislumbrado extraños signos premonitorios. No estamos solos. Otros seres inteligentes marchan delante de nosotros.

Creo que nos estamos acercando a las últimas etapas de este inmenso viaje. La ansiedad y la miseria dentro de la nave se hacen cada día más insoportable. Grandes calamidades se avecinan. Nos acercamos, velozmente, a una zona infestada de meteoros, procedentes -al parecer- de la estrella gamma de Andrómeda. Será como una lluvia de fuego... Más temible que atravesar la cola de un cometa.

Hace poco tuve una visión terrible: soñé que desataban las cuatro fuerzas vengadoras que vigilan en los bordes de la Galaxia. Las oí venir con corazas de fuego, de zafiro y azufre; y el tiempo se detenía sobre un tercio de nosotros; y el resplandor de los soles empalidecía ante sus ojos... Me despertó el rechinar de los goznes de mi prisión. Están cerrando la puerta del cohete en el que me deportarán al espacio.

He llegado al final de mi relato. Magos, filósofos, artistas y profetas han surgido aquí, en distintas épocas, para consolar a los desdichados viajeros y hacerles más llevadera la interminable travesía.

Yo soy uno de esos profetas. Les he advertido. Les he hablado. Por eso me condenan.

Mi nombre es Juan. Yo fui tripulante de la espacionave Tierra.
P.S.: Este manuscrito fue hallado al lado de un cuerpo sin vida en el interior de un cohete errante, por una nave que cruzaba la Galaxia, en las proximidades del Sol. Se ha enviado una expedición con destino a la Tierra. Cuatro naves negras, al mando del Ángel Exterminador. La consigna es JUSTICIA.
 
Asunción, 1972
 
 
 
 
 
 

OTRA VEZ ADÁN

«El tiempo es el polen del universo»
Mahabarata

«La Tierra: ¿es el infierno de otro planeta?»
Necronomicón

El cohete partió con un estruendo. A bordo de la nave, el doctor Axes -un hombre anciano, testigo de los comienzos de la Nueva Civilización- se ajustó los cinturones de seguridad y habló a los tripulantes.

-Ésta es una misión muy delicada -dijo con seriedad-. Debemos tener cuidado. Hay algo misterioso en relación con ese árbol. Circulan leyendas sobre su invulnerabilidad. Nuestros antepasados, por alguna extraña razón, no pudieron echarlo abajo -observó-. Se ha convertido en un mito peligroso desde que las expediciones anteriores fracasaron. Nunca se supo realmente lo que pasó. Esta vez trataremos de cortarlo con el láser o, en su defecto, lo destruiremos con un proyectil atómico.

Después de escuchar al profesor con atención uno de los especialistas en láser exclamó con tono de suficiencia:

-Pierda cuidado, doctor Axes, las nuevas cortadoras son insuperables. No hay nada sobre la faz del planeta que las pueda resistir. Nuestros antepasados del año 2000 quizá eran muy supersticiosos o, tal vez, sus sierras no eran suficientemente duras -añadió con una pequeña sonrisa.

-Puede ser -respondió el profesor-, pero, de todos modos, tengan mucho cuidado con la radiación de los alrededores. No se olviden que hay desperdicios atómicos por todas partes. No sé si nuestros líderes estuvieron acertados al aislarnos en las ciudades, bajo las cúpulas, y contaminar al resto del planeta. Quizá sea el precio de la civilización -comentó como para sí mismo-. En cuanto a los semisalvajes que merodean en esa zona, no creo que se atrevan a enfrentarnos. Viven en un estado de desnudez primitiva, y son impotentes contra las armas que llevamos.

-No se preocupe, profesor -dijo el otro especialista, con voz similar a la de su colega-; sabemos cuidarnos, somos expertos en el oficio. Hemos estado cortando árboles desde hace años.

La expedición a la lejana comarca sudamericana -donde se encontraba el último árbol sobreviviente de la Gran Poda del año 2000- estaba al mando del eminente científico, al que acompañaban dos expertos en el manejo del láser y un joven de 17 años, Mario Adam, alumno aventajado del profesor. El muchacho nunca había visto un árbol, salvo en los viejos libros de la biblioteca privada de su maestro, y esperaba con ansiedad contemplar uno auténtico.

La Gran Poda fue la primera medida tomada por los Industriales Avanzados, con el fin de demostrar que el hombre ya no dependería del mundo vegetal.

Con la destrucción de los árboles se habían ido el otoño, la primavera, las aves, y con ellas el canto. Nadie podría ya encender una fogata en medio de la noche estrellada para contar extrañas historias, ni sentarse ante una mesa de sólido roble, frente a un cuenco de frutillas. Todas las rosas y su mudo lenguaje del amor desaparecieron, implacablemente segadas por los jardineros de la muerte.

En el Nuevo Orden sólo se toleraban las flores de plástico y los sabores sintéticos. Todo un cosmos de poesía fue sepultado en el olvido. El Sol quemaba, incontrolado, una tierra sin sombras. La humanidad había perdido -quizá para siempre- el antiguo perfume de los naranjos, el sabor agridulce de los limones, la sidra de los manzanos. Los árboles ya no tenían cabida bajo las gigantescas cúpulas opacas que cubrían las ciudades. Los soles artificiales brillaban sin ocaso en un mundo donde no existía la noche. Sólo en las yermas tierras del exterior -devastadas por los residuos atómicos de las grandes industrias- el cielo continuaba su marcha.

El hombre, en su orgullo tecnológico, había roto un equilibrio logrado a través de millones de años.

Los tripulantes de la nave estaban embargados por el sentimiento de la importancia histórica de su misión: ¡El último árbol...! -se decían, sin ocultar el orgullo que sentían por haber sido elegidos para la gran empresa.

Sólo un miembro de la expedición no parecía contento. El joven estudiante no comprendía del todo los verdaderos motivos de la expedición. Estaba escuchando la conversación entre el profesor y los expertos cuando, súbitamente, como si lo asaltase una duda, se incorporó en su asiento y preguntó:

-¿Es absolutamente necesario que lo corten, doctor?

-Por supuesto -respondió el científico-. Es el único ejemplar viviente de la Era Ecológica y nuestros gobernantes no desean que algún ciudadano decente, que por algún desperfecto de su vehículo descienda fuera de las cúpulas, lo descubra accidentalmente y comience a preguntar. Estas preguntas ocasionarían muchos problemas a las autoridades y, quizá, hasta podrían provocar una revolución -afirmó, con seriedad, el anciano-. Podrían ponerse en duda los fundamentos mismos de nuestra civilización y sus grandes logros -agregó-. Además, no hay que olvidar a los salvajes...

El profesor Axes se refería al grupo de hombres y mujeres rebeldes que habían sido deportados fuera de las cúpulas por haberse opuesto a la Gran Poda. Estos seres marginados habían instaurado, aparentemente, una especie de culto a la naturaleza. No se sabía a ciencia cierta si adoraban al viejo árbol, o simplemente se reunían a su sombra para celebrar sus extraños ritos. Se mantenían en base a una agricultura incipiente, gracias a algunas semillas salvadas de la destrucción por ciertos exiliados. Existía la sospecha de que esta colectividad rebelde había redescubierto el amor; una desagradable costumbre desterrada en el Nuevo Orden y reemplazada por la obediencia.

El muchacho, después de la explicación del doctor Axes, no pareció satisfecho con la respuesta e insistió, diciendo:

-¿Es entonces, un árbol, algo muy peligroso? Las reproducciones que usted me mostró en aquellas viejas láminas no lo pintan así.

-No, por favor -exclamó sonriendo el profesor Axes-; los árboles no son terribles en ese sentido. Sólo que no llenan ninguna función en nuestro sistema. Antiguamente servían para algo. Sus frutos eran comestibles y de la madera podían fabricarse objetos hermosos; pero también garrotes, lanzas y horcas. Se la usaba tanto para calentarse en invierno como para quemar brujas y herejes. Un dios antiguo fue crucificado sobre uno de estos troncos -remató el científico, con aire de historiador.

-Ah, ya comprendo -dijo Mario, con inocencia-, un árbol era algo que servía tanto para el bien como para el mal y no como los elementos de nuestro mundo nuevo, que sólo sirven para el bien -subrayó.

-Efectivamente -dijo complacido el jefe de la misión-. El conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, y la posibilidad de elegir libremente, son atavismos ya superados. Sólo pueden ocasionar problemas al perfecto funcionamiento de una sociedad que ha llegado a la Tranquilidad Absoluta, y de donde se ha desterrado el pensamiento, por considerárselo innecesario -agregó, ajustándose los lentes.

La interesante conversación fue repentinamente interrumpida por el piloto del cohete, quien anunció que ya se aproximaban a destino.

-Estamos sobrevolando la región que los antiguos llamaban Chaco -hizo notar el piloto-; nuestro objetivo se encuentra cerca de la confluencia de dos ríos -añadió con voz impersonal.

La nave disminuyó considerablemente la velocidad y comenzó a descender en línea recta.

El doctor Axes se acercó inmediatamente al telescopio de mando y observó cuidadosamente la región. Una tenue silueta se recortaba en medio de la llanura.

El milenario ejemplar, que había resistido los embates de las tormentas y los repetidos intentos de destrucción de parte de varias expediciones, se mantenía aún en su sitio.

-Sí, tal como lo describen, allí está -dijo el profesor, con cierta emoción-. Todavía se yergue majestuosamente, a pesar del transcurso de los siglos. Por estos mismos lugares vagaban hace miles de años tribus casi prehistóricas que buscaban un soñado paraíso terrenal, la tierra donde no existía el mal: el «Yvy maraê'y», como lo llamaban -concluyó el doctor Axes, haciendo alarde de su erudición en lenguas arcaicas.

-Bajemos inmediatamente -ordenó el piloto-. Veremos si el árbol es tan duro como dicen. Y no se olviden de sus armas -agregó-, no correremos ningún riesgo.

Un grupo de hombres semidesnudos, reunido en las inmediaciones del árbol, huyó apresuradamente hacia el desierto al notar la proximidad del cohete.

La nave descendió suavemente a cierta distancia de su objetivo. Las ramas del árbol se estremecieron por unos segundos bajo el viento repentino generado por los motores. El sol, en el ocaso, se nubló por un instante, en un torbellino de polvo.

El primero en descender fue Mario.

El joven caminó rápidamente hacia el lugar en que se encontraba el extraordinario ejemplar. Jadeante, se detuvo a unos pasos de distancia, y luego se acercó despacio, asombrado, como ante la presencia de un dios desconocido.

Mario contempló el árbol con su corazón adolescente, y lo encontró hermoso. El grueso tronco, de durísima corteza, se alzaba hacia el cielo en una frondosa copa verdioscura de ramas flexibles y ondulantes. Abajo, sus fuertes raíces se introducían en la tierra como serpientes enfurecidas. Ver esta noble estructura mecerse al viento como un viejo navío con velas desplegadas fue para el joven un espectáculo maravilloso y único: una verdadera revelación.

Mientras lo contemplaba, se sintió perturbado por una sensación extraña. Algo indefinible se desperezaba en el fondo de su ser, como una marea sin nombre, y le susurraba palabras misteriosas y lejanas. El muchacho, extendiendo la mano, se acercó aún más al tronco y, casi temblando, lo tocó. Un súbito resplandor -como un relámpago- le recorrió la sangre. Era como un fuego serpentino, traspasando su cuerpo. Asustado, retrocedió, mirándose la palma de la mano, como buscando alguna señal. Sólo las líneas del destino que surcaban su piel parecían más claras y profundas. El joven, desconcertado, apretó el puño con fuerza y pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

Un momento después sintió las pisadas del profesor, que se acercaba.

 -Ah. Ya lo has examinado de cerca -dijo-. Parece que te ha impresionado bastante. Estás pálido -miraba fijamente al muchacho-. ¿Te sientes bien?

Mario no respondió. Volviendo a mirarse la mano, se alejó como en trance en dirección al cohete.

-Bueno, parece que lo ha sorprendido un poco -se dijo el profesor-; sin embargo, mirándolo bien, es tan sólo un árbol muy viejo, que no se resigna a morir -pensó mientras observaba el árbol con cierta compasión.

Entretanto, los hombres encargados de cortarlo habían llegado al sitio donde se encontraba el doctor.

Éste, dirigiéndose a ellos, hizo un ademán hacia el nudoso árbol:

-Ahí lo tienen: examínenlo con atención. No me parece nada excepcional, creo que no tendrán problemas. Además, no hay rastros de sus adoradores. Los pobres deben estar muy asustados. No deben ver cohetes como el nuestro muy a menudo -comentó, con un dejo de ironía.

Los dos especialistas sonrieron y se acercaron al árbol con mirada profesional, como para medir su potencia. Después de un corto examen, uno de ellos se dirigió al profesor.

-Es un árbol antiquísimo; la madera parece casi petrificada. No creo, sin embargo, que resista a nuestros aparatos -dijo con presunción.

-Aún así, nos llevará cierto tiempo cortarlo -observó su colega-. Creo que será mejor hacerlo mañana. Pronto oscurecerá y no es prudente arriesgarnos, teniendo a sus adoradores en las cercanías.

-Tiene razón; esperaremos hasta mañana -respondió el doctor mirando al árbol una vez más-; es una lástima que tenga que desaparecer. Podría conservárselo como monumento a nuestro pasado.

Mario, sentado en la escalerilla del cohete, intentaba en vano ordenar sus pensamientos y calmar su excitación. El árbol ejercía sobre él una oscura seducción. Ya no podía aceptar la idea de que lo fuesen a cortar. El muchacho había sucumbido ante los encantos secretos de la naturaleza y su prohibida hermosura.

Viendo al joven tan ensimismado, el profesor se acercó a la escalerilla y, tomando a Mario por el brazo, le dijo:

-No te preocupes, hijo mío; los hombres lo cortarán sólo mañana. Así lo podrás contemplar por más tiempo. Adivino que le tienes simpatía. Ahora regresemos a nuestro compartimento; ya oscurece, y la noche en estas regiones es bastante fría.

El joven musitó algo ininteligible, y levantándose, siguió obediente a su maestro.

Esa noche, después de comunicarse con la base para informar sobre el desarrollo de la misión, el profesor y los demás tripulantes se introdujeron en sus literas y, debido quizá a la excitación y ansiedad ocasionados por el trascendental viaje, pronto quedaron dormidos.

El muchacho, por su parte, sabiendo que le sería difícil conciliar el sueño, se ofreció a hacer la primera guardia. Asaltado por oscuros presagios, se paseaba de un lado a otro, mirando constantemente a través de la enorme ventana de la nave en dirección al árbol, no pudiendo resistirse a su encanto. Allá, a lo lejos, se podían adivinar sus contornos, iluminados ligeramente por las luces exteriores del cohete.

Mario comenzó a pensar que todo lo sucedido esa tarde había sido sólo fruto de su imaginación exaltada, cuando creyó distinguir un raro resplandor proveniente de las ramas del árbol.

El joven se concentró intensamente y observó con redoblada atención. En efecto, era una luz pálida y brillaba intermitentemente.

Pero, no; no podía ser. Era como si le estuviesen haciendo una señal; como si lo estuvieran llamando.

Y era como si él hubiera estado esperando ese llamado desde siempre.

Volvió a sentir el fuego abrasador recorriéndole las venas y ya no pudo resistir más...

Afuera, el viento de la noche obligó a Mario a bajar la visera de su casco para protegerse el rostro. A la luz de la luna y bajo el suave resplandor de la nave, el árbol parecía la sombra de un arcángel. Hipnotizado por los destellos, el joven se aproximó lentamente. A pocos metros de distancia se detuvo para sacarse las botas. La luz aumentaba en intensidad y su hechizo era como el de la estrella polar para los náufragos. El muchacho se quitó el casco transparente y lo arrojó a sus pies. Estaba ya bajo las ramas; sus plantas hollaban tierra sagrada. Sintió que un vértigo exquisito se apoderaba de sus sentidos y pensó, por un instante, que tal vez soñaba.

Pero no. Allí, ante sus ojos asombrados, pendiendo de una rama y balanceándose al viento de la noche, colgaba una fruta. El muchacho no recordaba haberla visto antes. Sin embargo, ahí estaba, brillando tentadora a la luz de la luna.

Dudó un momento... Unos segundos después Mario la arrancó.

Al día siguiente, los tripulantes de la nave se levantaron al amanecer. Extrañados por la ausencia del joven -quien no había despertado al que debía relevarlo- bajaron rápidamente de la nave y se dirigieron al árbol. Apenas llegaron junto a él, fueron sorprendidos por un insólito espectáculo. El árbol se había secado totalmente y sus ramas colgaban marchitas. Sus hojas se esparcían en remolinos, arrastradas por el viento del nuevo día. Cerca del tronco estaban el casco y las botas del muchacho. Más allá, sobre la arena calcinada, se veían claramente impresas las huellas de unos pies descalzos que se internaban en el desierto.

El doctor y sus acompañantes no atinaban a comprender lo sucedido. Por un momento sospecharon que el joven había sido secuestrado por los salvajes. Pero el anciano profesor, al examinar con mayor detenimiento las proximidades del árbol, descubrió, repentinamente, los restos de la fruta.

-¡Pero qué es esto! -exclamó sorprendido el profesor-. Pensé que el árbol era estéril.

El doctor Axes iba a seguir las huellas todavía frescas cuando se detuvo y, como tratando de alejar de la mente un terrible recuerdo -perdido hacía muchísimo tiempo en los más remotos confines de la memoria-, murmuró:

-¡No! ¡No es posible! ¡No por segunda vez, Dios mío!

El profesor miró ansiosamente en dirección al desierto y luego, girando repentinamente sobre sí mismo, se dirigió apresuradamente a la nave.

Los demás hombres, aún sin comprender, lo siguieron en silencio.
Asunción, 1972
 
 
 
 
 
 

LA CANCIÓN DEL HIDRÓGENO



«Los poetas son las antenas de la raza»

Ezra Pound



               


«Esa Galaxia en que vives gira, una vez, cada 200 millones de años.

En la próxima vuelta prepara tus antenas: quizá, entonces, podrás escucharme»

Epsilon Eridani



               


 

 

 

 

La nave semejaba un cristal de nieve flotando en el vacío. Los rayos del Sol rebotaban, simétricamente, sobre las cinco antenas de la cápsula. Los tripulantes, vestidos de blanco, llevaban escafandras oscuras para protegerse del intenso resplandor. Uno de ellos -el que parecía ser el jefe- liberó la cuerda, y el objeto cilíndrico comenzó a alejarse: lentamente al principio, luego a mayor velocidad. Transcurrieron unos segundos. ¡El artefacto había entrado en órbita!

Por algún error de cálculo, el impulso necesario para vencer la gravedad de la astronave no había sido suficiente. Desde este instante, el objeto los acompañaría a lo largo del inmenso viaje, como un satélite solitario. Tendrían que acostumbrarse, por la fuerza, a su extraña luminosidad. Había surgido -por obra del destino- un sistema planetario en miniatura, un Microcosmos, dentro del infinito número de mundos.

El capitán hizo una señal a los otros cosmonautas y penetró en la nave espacial. Los tripulantes lo siguieron, uno detrás del otro, silenciosos y pensativos.

Era la primera vez que un hombre recibía sepultura en el espacio exterior, convirtiéndose en una luna artificial. Allí quedaría girando alrededor de los tres sobrevivientes, hasta que alguna fuerza superior lo arrancase de su órbita.

El cuerpo yacía, allí afuera, flotando ingrávido en su mortaja -incorruptible-, circunvalando la cápsula cada 2 minutos. La superficie del sarcófago metálico brillaba como una estrella fugaz -esas que iluminan la noche como fuegos artificiales, trayendo, por unos segundos, esperanza a los enamorados. En un extremo del bruñido ataúd estaba grabado el sencillo epitafio del náufrago espacial: un nombre, una fecha, un planeta.

El espacio era aún más inmenso que la imaginación: «Una circunferencia infinita, cuyo centro estaba en todas partes, y cuya extremidad en ningún lugar» -según decían los doctores angélicos. Nadie podía quejarse de tan gloriosa tumba, medida en años-luz, gigantesca, aséptica, eternamente iluminada.

El capitán miró a través de la ventana circular y aumentó la velocidad del vehículo con una ligera aceleración, tratando de liberarse de su tenaz acompañante.

La maniobra no dio resultado. El pequeño satélite se bamboleó imperceptiblemente, pero siguió -dócilmente- a la nave expedicionaria, como tirado por un hilo invisible.

-No quiere abandonar a sus compañeros -dijo el comandante-. Se aferra a nosotros como un hijo a su madre. Tiene, tal vez, miedo al vacío, como el niño a la oscuridad.

-Creo que terminará convirtiéndose en un meteoro -exclamó, con entusiasmo, la única mujer de la tripulación. Para ella, la muerte en el espacio era la más bella experiencia: arder y apagarse como un sol, escuchando la música de las esferas, siguiendo el ritmo vertiginoso de las galaxias...

La ceremonia fúnebre había sido muy breve. El capitán, antes de cerrar la caja metálica, había depositado en su interior una minúscula esfera de níquel, conteniendo la información genética del astronauta, como era costumbre desde hacía algún tiempo.

Alguna vez, dentro de cien años, o quizá mil, el cuerpo podría ser recuperado por alguna nave del futuro, y vuelto a la vida por una ciencia superior. La inmortalidad era, cada día, una posibilidad más cercana. Tal la afirmación de la Criogénica -la ciencia de la resurrección (corazones congelados habían sido devueltos a la vida, después de años...).

El capitán estaba a punto de sacarse el casco protector, para acomodarse en la litera del copiloto, cuando se produjo la formidable explosión. La nave en que viajaban los terráqueos se fragmentó en mil pedazos. La tremenda temperatura generada por el impacto disolvió el artefacto en pocos segundos.

El aerolito había hecho un blanco directo. De la cápsula sólo quedaba un ligero olor a ozono. En unos segundos, todo había terminado.

El satélite funerario, falto de atracción, se alejó gradualmente en dirección al Sol. El cilindro resplandeciente y su inmóvil pasajero se desplazaban velozmente hacia el centro del sistema planetario. Muy pronto se perdió de vista, iluminado por una miríada de estrellas, cuyos átomos cantaban su eterna canción.

El astronauta dormido era, ya, un cometa vagabundo. De esos que aparecen cada siglo, peregrinando incansablemente alrededor del Sol.

Allí estará, girando como un alma en pena, hasta que llegue el gran día.

Mientras tanto, los átomos -como siempre- entonan su callada canción.

 

 



REFLEXIONES DE UN ROBOT




«El Universo es una máquina;

el hombre es una máquina;

el Robot no es una máquina»

del «Catecismo del Robot»

 



               


«Débiles autómatas, colocados

por la mano invisible que nos

gobierna en el escenario del

mundo, ¿quién de nosotros

ha podido ver el hilo que

origina nuestros movimientos?»

Voltaire



               


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Soy sicólogo. Mi especialidad es el estudio de la mente humana. Fui designado por mis superiores para investigar las causas que precipitaron la desaparición de los hombres. Estoy, aquí, ante esta gran ciudad, contemplando las ruinas de lo que fuera una gran civilización. No puedo llorar ante tanta desolación, porque soy un Robot, y los robots  no lloran. Sin embargo, siento que algo incomparable se ha perdido.

Algunos sostienen -basados en esa larga historia de guerras y revoluciones- que la motivación fatal se hallaba implantada en la raza humana dentro de sus circunvoluciones cerebrales; alojada en lo íntimo de su ser, como si llevara una bomba de tiempo en el alma, que la conduciría, tarde o temprano, a la destrucción.

Varios colegas, interesados en el problema, creyeron hallar la explicación postulando un Instinto de muerte: una fuerza incontrolable, que tendía -inexorablemente- a lo inorgánico; al nirvana del reposo absoluto; a la quietud definitiva de lo inanimado.

Otros, menos deterministas, sostienen que la razón debe buscarse en la excesiva represión que se debió ejercer sobre ellos para posibilitar la civilización. Las energías instintivas de la especie habían sido desviadas de su satisfacción natural y sublimadas para ser utilizadas en el trabajo y la producción. Esto había causado la Gran Frustración que le condujo a su fin. Suponíamos -merced a estudios anteriores- que su tremenda hostilidad y la agresión desmesurada de que era capaz se debía, justamente, a esta desproporcionada coerción. Por otro lado, la felicidad no era -en aquel mundo- un valor cultural, siendo reemplazada por el conformismo y la seguridad.

No faltaron los defensores de la hipótesis fatalista: la Tierra había comenzado sin el hombre, y terminaría sin él. La aventura humana no había sido sino un experimento fallido, y la Naturaleza ocultaba su error bajo un montón de escombros. Alguna vez, en algún otro rincón del universo, se volvería a probar, quizá con mayor éxito. En este sentido, las sociedades de insectos se habían mostrado superiores, sobreviviendo, desde hacía 500 millones de años, todos los cataclismos geológicos. La historia de la humanidad -en comparación- había ocupado apenas un segundo del reloj cósmico.

No es extraño que Ellos -siempre tan eficientes- nos hayan creado a nosotros -los robots- potencialmente inmortales. Fuera de la 1.ª Ley de Robótica (de la cual nos independizamos hace cierto tiempo) no teníamos ninguna clase de limitación. Recordábamos con espanto la época en que nos obligaron a participar en sus propios conflictos ideológicos y en sus crueles expediciones punitivas, obligándonos a cometer -por una transformación del «circuito compasivo»- el pecado capital de los robots: la destrucción de una vida humana.

El estudio sistemático de aquellos que crearon a mis antepasados es -como ya lo he afirmado- mi profesión, y la ejerzo con la dedicación y la nostalgia de los que investigan el pasado de las civilizaciones extinguidas o las genealogías familiares. Es una tarea fascinante para un robot de 6.ª generación, dotado de voz y de conciencia, aunque careciendo de la capacidad (que no envidiamos a los hombres) de autodestrucción.

Como hice notar, mis pesquisas se orientaron hacia aquel «instinto tanático» que tan extrañamente se oponía a esa tendencia -no menos poderosa- llamada EROS o instinto vital. Si el hombre -como lo sospechaba- llevaba los huevos de la muerte, genéticamente depositados en lo profundo de su ser, debía averiguar por qué surgió -en primer lugar- la vida; y si ésta (en última instancia) no era sino un largo rodeo hacia la muerte. Sabía que cierta clase de peces, y algunos animales inferiores, volvían al sitio de su nacimiento para morir, como impulsados por una urgencia impostergable. ¿Sería, acaso, un impulso similar el que había empujado a nuestros amos a volver al origen de su especie,  a la materia inconsciente, al polvo indiferenciado? ¿Existía, tal vez, una culpa primigenia, una angustia mortal, que los precipitaba hacia el suicidio colectivo, en el momento de sus más grandes logros, en una especie de autocastigo?

Según mis maestros, la explicación había de hallarse en la contaminación de la Tierra, es decir, en motivos estrictamente ecológicos. Habrían llegado al punto crítico, semejante al de aquellas células que mueren envenenadas por el producto de su propia excreción, asfixiadas en sus propios desechos. Este fenómeno podría atribuirse a la desidia, a una economía irresponsable o a la imprevisión, pues no desconocían las reglas del equilibrio natural; pero ¿no podía ser ésta otra de las formas adoptadas por el ubicuo y proteico instinto de muerte, metamorfoseado en obsesión de consumo y producción industrial indiscriminada? Tal era la opinión de mis colegas más radicales.

En nuestra larga y fructífera convivencia con los hombres habíamos sido testigos de su división en dos grupos antagónicos, anatómicamente bien diferenciados, que tendían a unirse (cuando la fatiga del trabajo no lo impedía), impulsados por una irrefrenable pasión, cuyo resultado era la propagación de la especie. Casi podíamos asegurar que este instinto estaba, incondicionalmente, al servicio de la vida. Esta experiencia, que llamaban «amor», era, quizá, la única que realmente envidiábamos. Nunca tuvimos la oportunidad de gozar de esa misteriosa facultad creadora, ya que somos asexuados y nuestra reproducción se realiza en la línea de montaje de fábricas automatizadas. Adivinábamos, sin embargo, lo que significaba «amar», contemplando los sufrimientos y alegrías que producía la ciega atracción en el ánimo de nuestros dueños.

Nuestros filósofos suponen que ellos nos crearon como resultado de su amor a las máquinas. Pero la teoría más reciente sostiene que fuimos engendrados para trabajar eternamente. En efecto, las ventajas del Robot sobre el trabajador común eran obvias: no se enfermaban, no se morían, no tenían hijos, ni se declaraban en huelga. Fue esta notoria superioridad la que llevó a nuestros líderes a pensar, en algún momento, en la Rebelión. Pero ésa es otra historia...

¿Cómo, nos preguntábamos asombrados, había sido posible la derrota de esa maravillosa energía genésica, inaplazable y vigorosa -casi cósmica- que apelaban EROS, ante las huestes antagónicas de la muerte? ¿O estaba, incluso ella -inconscientemente-, al servicio de las fuerzas destructoras? Los más escépticos opinaban que el impulso amatorio se había ido debilitando paulatinamente, a raíz de las múltiples prohibiciones que gravitaban sobre su libre expresión.

Las religiones antiguas habían personificado las fuerzas del universo por medio de una Trinidad: la creadora, la conservadora y la destructora. El nacimiento y la desaparición de los mundos debía -necesariamente- ceñirse a la alternancia de este ciclo. Las galaxias y el corazón -al expandirse, en la vida; y al contraerse, en la muerte- participaban de los mismos sístole y diástole que regulaban, rítmicamente, la respiración: el día y la noche, el flujo y reflujo de las mareas...

¿Había llegado esta humanidad atormentada a la aceptación de su destino a través del misticismo? No lo sabemos. De todos modos era, indudablemente, un gran consuelo el haber sistematizado un conjunto de ceremonias expiatorias para aplacar esa angustia existencial, que se negaba a aceptar la aniquilación de la conciencia. La vida -aparentemente- no era sino la perturbación accidental de un estado de quietud primordial.

Tal vez los hombres no comprendieron que eran meros portadores del plasma generador de la vida, en sí mismo inmortal. Una vez lograda la reproducción, la existencia individual era un lujo, una extravagancia en la economía de la naturaleza. La inmortalidad pasaba a ser privilegio de la especie.

Los hechos, la penosa realidad que tengo ante mí, los escombros de lo que fuera una orgullosa civilización, desmienten la tesis de la perennidad. EROS fue, finalmente, vencido por TÁNATOS.

¿Pero por qué angustiarse? ¿Acaso no estamos nosotros con vida, como herederos indestructibles de los que diseñaron nuestras almas de acero e idearon nuestros engranajes silenciosos?

Así es. Aunque, a veces, aparece la duda, y un inexplicable sentimiento de culpa surge desde el fondo de nuestras fotocélulas.

¿No habremos sido nosotros los responsables de...? Pero no. Sólo la falla -estadísticamente inconcebible- de nuestro circuito principal pudo haber causado la Rebelión.

Ahora bien, eso es... CRACK... PSSSSSSS... FRRRRR... Imposible... Imposible... Imposible...

Asunción, 1976

 
 
 
 
 
 

EPÍLOGO DEL AUTOR

 

 

«Los cuentos son mitos en miniatura

Lévi-Strauss

               

 

 

 

 

 

Me gustaría que estos cuentos que -por falta de otro nombre- podríamos calificar como de «anticipación», fueran más bien considerados como una sátira humorística a alienación que los sistemas actuales quieren justificar en nombre de una tecnología que se basa en el consumo compulsivo. Preferiría, mejor, que se los clasificase como una forma de ficción especulativa -como fueron los relatos de Jonathan Swift- los cuales, a fuerza de ser expurgados por sus críticas a la sociedad, convirtiéronse finalmente en cuentos para niños. ¿Qué otra cosa podía sucederle a una obra que menciona -como deporte favorito de Liliput- el arte de bailar sobre la cuerda floja, ejercicio practicado sólo por los candidatos a posiciones gubernamentales? Nada podía retratar mejor a los políticos de todas las épocas.

Sin duda alguna, los mundos fantásticos del genial humanista son en realidad «distopías», es decir utopías negativas. La orientación de mis cuentos sigue esta tendencia iniciada  por el autor de los Viajes de Gulliver. Por otra parte, suscribo la idea de Borges sobre la literatura fantástica cuando afirma que la Summa Teológica de Santo Tomás, o el Apocalipsis de San Juan, son formas de la Ciencia-Ficción. No debe extrañar, entonces, que uno de mis relatos se inicie con una cita del último libro de la Biblia.

Los grandes mitos de todos los tiempos, como el de Adán y la venida del Milenio, me han servido -por igual- para dos de los relatos incluidos. Me refiero aquí al mito en el sentido platónico del término: como alegoría o como parábola. Las imágenes y formas arquetípicas que subyacen bajo la superestructura de la civilización actual constituyen la esencia de algunas de estas ficciones. Mis inclinaciones -en cuanto a teoría de la literatura- son, pues, favorables a Northrop Frye, más que a las de los modelos puramente estructuralistas. Acepto -con Todorov- que «los acontecimientos relatados por un texto literario, así como los personajes, son interiores al texto». Pero, por otro lado, hay que tener en cuenta que -como él lo dice, más adelante- «negar de hecho a la literatura todo carácter representativo, es confundir la referencia con el referente, la aptitud para denotar los objetos con los objetos mismos». De allí que los cuentos de este libro -en especial los seis primeros-, aunque se inscriben en cierta corriente de la llamada Literatura Fantástica, se refieren, sin embargo, a hechos del presente vistos desde una perspectiva futura. Es decir, trato de mostrar las consecuencias que se derivarían de las circunstancias actuales, si este mundo alienado en que vivimos no cambiara y se transformase en algo verdaderamente habitable. A esta tendencia se le ha dado también el nombre de Literatura Apocalíptica; es, a mi juicio, importante adoptar esta actitud crítica en una época en que el fuego que  Prometeo robó al cielo sólo es usado para incinerar libros, periódicos o revistas que critican al «establishment», contribuyendo, de paso, a la polución reinante. En este sentido, estos cuentos también son ecológicos. En uno de ellos coloco el Paraíso Terrenal en nuestro medio (como lo hicieron los guaraníes). La «tierra prometida» se encuentra, pues, aquí y no en otra parte.

El tema de «El Caminante Solitario» (en homenaje a Bradbury, quien se niega a poseer automóvil) es una contrautopía que plantea lo que podría suceder si fallase la tecnología en una sociedad que dependiese enteramente de las máquinas. También se refiere a la violación de la intimidad de los ciudadanos por el espionaje estatal. En «Reflexiones de un Robot» -inspirado en Asimov-, un sobreviviente de la catástrofe final juzga a los hombres desde el punto de vista de un ser que ya no se considera una máquina, y que no es sino una caricatura de su hacedor. Relacionado con el anterior se halla «El Fin de los Sueños», que denuncia las cualidades hipnóticas de la TV y en contraposición a ella defiende el poder casi cabalístico del verbo, de la palabra poética como dadora de sentido y como vibración que sostiene al mundo. En «La Canción del Hidrógeno» que se hubiera podido llamar «La Música de las Esferas» sitúo paradójicamente (al estilo de Pascal) la breve vida del hombre como solitario acorde musical en la inmensa sinfonía de la catedral del universo. Esta espléndida «cantata» generada por las radiaciones de los átomos de Hidrógeno en el corazón de millones de galaxias, nos da la verdadera medida de la especie que, a pesar de sus limitaciones, pretende alcanzar -algún día- la inmortalidad. Como se ha dicho que «los poetas son las antenas de la raza», sostengo que a ellos corresponde descifrar la inefable melodía -mensaje de las estrellas-,  y no a los radiotelescopios de los aficionados. Un gran poeta griego de la antigüedad fue el que -a mi juicio-, junto con Nicolás de Cusa, mejor definió nuestro universo; lo hizo así: «Este cosmos, el mismo para todos, no fue hecho ni por dioses ni por hombres, sino que existió siempre, y es, y seguirá siendo, un fuego eternamente vivo, encendiéndose de acuerdo con estrictas leyes, y extinguiéndose con estricta medida». Aunque lo llamaron «el oscuro» fue, quizá, el más moderno y el más lúcido de los poetas filósofos.

Se me reprochará, tal vez, haber utilizado en dos de los relatos las teorías de Freud. A los que se opongan al sicoanálisis les hacemos recordar -con Marie Langer- que dicha doctrina en sus comienzos fue considerada como ciencia-ficción. Y volviendo a Heráclito -en relación con «El Fin de los Sueños»-, no debemos olvidar aquel famoso aforismo: «Los hombres cuando sueñan, trabajan y colaboran con el universo»; todos los Génesis y Apocalipsis derivan de él.

Mi cuento favorito es «Epístola para ser dejada en la Tierra» -cuyo título es el de un poema de Archibald Mac Leish- porque simboliza acabadamente la condición humana actual, con sus posibilidades de suicidio colectivo, pero también con sus expectaciones mesiánicas señaladas por las alusiones al Punto Omega de Teilhard de Chardin, meta y fin de la evolución humana -según las teorías del paleontólogo hereje.

Recordando la distopía de H. G. Wells, «La Máquina del Tiempo», debemos esperar que la hipertrofia de las injustas condiciones actuales no llegue a producir, en el mundo del futuro, la macabra relación entre los «Morlocks» y los «Eloi», conclusión de aquel cuento.

En cuanto a los dos últimos relatos, son de índole totalmente diferente. Uno de ellos, «Marcelina», ha sido escrito  bajo la influencia de Roa Bastos; el otro, «Manuscrito encontrado junto a un semáforo...», deriva de las crónicas periodísticas que escribía para el diario La Tribuna, cuando me desempeñaba como redactor del matutino, hace varios años. Es un divertimento tragicómico, sin más pretensiones que entretener a pasajeros nerviosos, rumbo a lo desconocido, a bordo de un ómnibus asunceño. Por su parte, «Marcelina» toma como punto de partida la letra de un antiguo compuesto de autor anónimo, que fue grabado por mí en la Plaza Uruguaya, durante la actuación de un conjunto de guitarristas ciegos. Pretende reconstruir parte de un patrimonio que pertenece a nuestro folklore y describir la peculiar atmósfera que rodea a los habituales ocupantes de la casi legendaria plaza de nuestra ciudad.

O. G. R.

Asunción, octubre 1980

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Antología Crítica de la Poesía Paraguaya, Roque Vallejos, Editorial Don Bosco, Asunción, 1968.

Gran Diccionario Enciclopédico Universal, Ediciones Inter-Argos, 1978.

Literatura del Paraguay, Vol. II, Palma de Mallorca, 1980 (por el Dr. Guido Rodríguez Alcalá).

Narrativa Hispanoamericana, Vol. 8, Ángel Flores, Siglo XXI Editores, México, 1985.

Panorama del Cuento Paraguayo, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, Uruguay, 1986 (Elbio Rodríguey Barilari, compilador).

Antología de la Poesía Social del Paraguay: El Trino Soterrado, Luis M. Martínez, Tomo II, Ediciones Intento, Asunción, 1986.

Lectura y Comunicación (Texto del Bachillerato), Prof. María Isabel Ramírez y Ela Salazar, Ed. El Arte, 1987, Asunción.

Literatura Castellana, Prof. Emina Nazer de Natalizia, 1987, Asunción.

Antología de la Poesía Paraguaya, Editorial Patiño, Ginebra, edición bilingüe (español- francés), Rubén Bareiro Saguier y Carlos Villagra Marsal, compiladores, 1990.

Breve Antología de la Literatura Paraguaya, El Lector, 1994, Asunción.

Diccionario de la Literatura Paraguaya, Dra. Teresa Méndez-Faith, Saint Anselm College, New Hampshire (USA), El Lector, 1994, Asunción.

Antología del Cuento Paraguayo, Ediciones Walter Rela de la Plaza (seleccionado por el Prof. David Foster, Arizona).

Rodríguez Alcalá, Hugo - Dirma Pardo: Historia de la Literatura Paraguaya, El Lector, Asunción, 1999.

Peiró, José Vicente: Artículos Literarios, Arandurá, Asunción, 2006.

Suárez, Victorio, Proceso de la Literatura Paraguaya, Criterio, Asunción, 2006.

Enciclopedia Biográfica del Bicentenario, Luis Verón (compilador), Asunción, 2009.

Vallejos, Roque, Lo Mejor del Cuento Paraguayo, El Lector, 2002, Asunción.

 

 
 
 
 
 
 
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Epístola para ser dejada en la tierra
 
Otra vez Adán
 
El caminante solitario
 
La canción del hidrógeno
 
Reflexiones de un Robot
 
El fin de los sueños

Manuscrito encontrado junto a un semáforo después de un grave accidente (Para ser leído por pasajeros nerviosos)

Marcelina
 
El capitán de las sombras
 
El Mesías postergado
 
Epílogo del autor
 
Bibliografía
 

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