EL PELDAÑO GRIS
Cuentos de MILIA GAYOSO
Editado por Editorial Don Bosco,
Asunción-Paraguay, 1994.
Edición digital: BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
A MODO DE PRESENTACIÓN
Pleno corazón de San Telmo.
Casona colonial, inmensa y antigua, con una fachada tan ruinosa que nadie adivinaría la belleza que aún guardaba en su interior. A la entrada, bajo la gigantesca puerta, se encontraba el peldaño de mármol gris donde solían sentarse los niños del inquilinato; luego estaba el zaguán, una puerta intermedia con gastadas cortinas y después el enorme patio.
Hacia la derecha se encontraban las piezas con altísimo techo; amplias, espaciosas, tan grandes que las personas que las ocupaban fácilmente las dividían en dos ambientes. Algunas piezas eran dobles, todas tenían pisos de madera en largas varas y cielo raso de yeso dibujado donde abundaban flores y cisnes.
Hacia la izquierda estaban las plantas: suspiros, geranios, begonias, malvones y clavelinas. Al final del patio un zaguán abierto flanqueado por altos arcos y luego, otro patio un tanto menor, con una hilera de piezas a la derecha y una simpática hilerita de baja edificación donde estaban ubicadas las cocinas, hacia la izquierda. Cada pieza tenía su correspondiente cocina, pero de todas sólo dos tenían pileta, entonces había en el patio, al lado de la pieza de doña Dominga, dos grandes piletas (una para los cubiertos y otra para las ropas) compartida entre todos. Los dos baños de la planta baja también se compartían entre todos los inquilinos y era usual ver una constante fila de potenciales usuarios al atardecer, cuando la mayoría había vuelto de sus empleos.
De la vieja construcción sobresalían la belleza de los pisos, con colores vivos y hermosos dibujos que no perdieron su esplendor con el paso de los años. Subiendo una angosta escalera de cemento se llegaba al primer piso, allí estaban ubicadas otras piezas, no tan bien edificadas como las de abajo pero tenían también una hilera de cocinas al fondo, y ya al final se encontraba la azotea, donde se tendían todas las ropas del inquilinato.
Cada pieza, cada persiana que cubría las puertas, cada peldaño blanco de mármol, llevaba el sello de quienes habitaban ese hogar.
Y cada pieza, en esa casona inmensa, tenía historias que contar.
Pero eso fue antes de que inmensos picos la derrumbaran y se posaran gigantescos pilotes para que una autopista pasara sobre aquellos maravillosos pisos con arabescos. Y en una de esas piezas, alguien amanecía escribiendo pequeñas historias, casi de su tamaño.
EL PELDAÑO GRIS
Avanzó por el zaguán oscuro con una bolsa repleta de basura. Abrió una hoja de la enorme puerta de madera que la doblaba en tamaño y salió afuera, depositó en la vereda los desperdicios al lado de una hilera de bolsas y latas enormes con un maloliente cargamento. Miró hacia la calle: serían alrededor de las diez de la noche, el viento fresco de setiembre le removió las greñas cortas y la abofeteó en la cara.
En la otra cuadra la luz del supermercado iluminaba la mitad de la calzada, mientras algunos transeúntes volvían a sus casas con pasos presurosos. Mantuvo su mano en el picaporte por largo rato, luego, sin pensarlo cerró la puerta tras de sí. «Ya está», pensó, «ahora ya no puedo volver atrás»; no podía entrar porque no tenía llave, además no tenía ganas de continuar sufriendo tanto. Se sentó largos minutos en el enorme peldaño gris situado bajo la puerta, dejó que la brisa continuara jugando con su pelo y luego se marchó a cumplir con su determinación.
En la Avenida 9 de Julio los autos pasaban como hormigas, de pronto los vio formados en interminables filas esperando el cambio de color en el semáforo, cuando de repente se abalanzaban todos en rauda carrera. Esperó unos minutos sentada en uno de los bancos pintados de blanco de los paseos; se tocó el estómago que aún le ardía. Escupió una y otra vez, aún sentía el gusto a desinfectante en la boca (es que se lo había tomado de golpe, un trago tras otro hasta acabar con la lata triangular), después vinieron los vómitos: le zumbaron los oídos y sintió retorcerse las tripas en total rechazo al extraño brebaje. Entonces sin quererlo lo volvió a echar todo.
Miró los autos que pasaban uno tras otro, esperó la quietud mientras la luz daba rojo, y al mismo tiempo del cambio al verde salió al paso de los autos. Cerró los ojos y escuchó mil insultos de los conductores que la esquivaron peligrosamente; cuando terminaron de pasar los autos aún estaba allí, parada en medio de la avenida. Caminó hacia otro largo banco y se sentó a llorar impotente: ni siquiera la muerte la quería. En sus oídos retumbaron las voces que le gritaban: «¿Te querés morir?», «Andate a otro lado infeliz», «¿Estás loco desgraciado?». Su vaquero desgastado, la camisa a cuadros y su pelo corto la hacían aparentar un muchachito, ocultando a una niña de once años asustada y marchita.
Secas las lágrimas volvió a caminar sin rumbo por la ciudad enorme e indiferente. Nadie la molestó porque así como los conductores, los diferentes grupos de muchachos que recorrían las calles o tomaban cerveza en los bares instalados en las veredas, la confundieron con un muchachito moreno y triste, recién llegado del interior.
Caminó sin prisa hacia algún lado, sin saber precisamente dónde. ¿Adónde iría?, sin darse cuenta se encontró a media cuadra de la casa donde trabaja limpiando por las mañanas. Vio en la vereda a dos señoras: su madre y su patrona que la esperaban con la preocupación reflejada en el rostro. La primera pensó en una simple fuga, pero la segunda, conocedora de sus sufrimientos adivinó en parte lo que había ocurrido y trató de darle un poco de seguridad y el afecto ausente, en un abrazo.
Con pasos vacilantes y la rabia apretada en la garganta, volvió a traspasar el peldaño gris y la enorme puerta colonial.
Las primeras luces del día la encontraron con los ojos abiertos y fijos en el blanco yeso del techo.
DON SEGUNDO
No importaban el sol, la lluvia o las olas bravas en los días de tormenta. Incluso muchas veces no importaron sus achaques si se trataba de hacerle un favor a alguien más enfermo que él, que precisaba con urgencia pasar al otro lado del río. Fueron casi treinta años trabajando de pasero, haciendo pasar gente desde Villa Hayes hacia Piquete Cué o saliendo al paso de los barcos o lanchas que venían del norte y traían pasajeros.
Por aquella época no existía aún el Puente sobre el río, en Remanso, entonces el cruce del río Paraguay se hacía por balsa y por canoa. Las balsas «Villa Florida» y «Villa Hayes» hacían pasar de una orilla a otra los automóviles, transganados y los colectivos de pasajeros, pero para esto cumplían un horario que se prolongaba sólo hasta las ocho de la noche, entonces, si de pronto alguien llegaba hasta el puerto de Villa Hayes y necesitaba pasar al otro lado esa misma noche, pagaba su tarifa y el pasero, desafiando el sueño o el frío, cruzaba hacia Piquete Cué para «llamar a la balsa», que «dormía» allí hasta su primera salida a las cinco de la mañana, y ésta, cobrando una tarifa especial, venía a buscar al pasajero que a veces era un estanciero, un militar, o un transganado repleto de vacas mugientes.
Muchas veces llovía y había tormenta, pero él, sin inmutarse, tomaba su largo capote, sus dos remos y partía contento a cumplir su misión. Generalmente la balsa llegaba antes de que él volviera. Más de una vez tuvo algún percance por el camino, pero siempre sorteó todas las dificultades y regresó a casa.
Conocía todos los recovecos del río y sus misterios, amaba y cuidaba de sus canoas como si fueran personas: «Sirena», «Campeón» y «Halcón» siempre estaban bien pintadas, limpias y desaguadas para que el agua no estropeara los maderos o el calafate. De tanto en tanto las sacaba a la orilla y panza para arriba eran reparadas por completo; un trozo de tabla aquí, estopa y bleque allá, para que quedara como nueva. Y con asientos anchos para que los pasajeros viajaran cómodos. Los remos estaban siempre lisos y parejos, pero más tarde fueron reemplazados por un motor fuera de borda que le ahorró el esfuerzo de los últimos años.
Sus ochenta y pico de años parecían cincuenta por su vitalidad y su elegancia. En su físico sobresalían sus hermosos ojos verdes y en su personalidad, su amabilidad. Ser un pasajero en su canoa era un verdadero placer porque siempre tenía una conversación amena y la palabra justa para todos los momentos. Además del río con sus ruidos y sus silencios, cultivó la amistad de seres de todo tipo.
En la orilla del río amarraba sus tres canoas a pilotes fabricados con troncos de diferentes árboles. Si el tiempo estaba inestable, él se levantaba una y otra vez a verificar que no se hubieran soltado las amarras o que las canoas no chocaran entre sí agitadas por el viento.
Cierta vez, fabricó sus pilotes del fino tronco de un sauce llorón que había traído de la isla San Francisco. Y ocurrió el dulce milagro de que el tronco sin raíz, convertido en un largo palo hundido en la orilla, metida en el agua en la zona plana donde atracaba sus canoas, echó brotes verdes. Decenas de hojitas verdes fueron poblando día a día el flaco tronco de aquel sauce dormido.
EL ANGELITO DE YESO
-El angelito habla, doña Zoila, le digo que habla.
-Pero no mi hijo, cómo va a hablar un angelito de yeso, es sólo tu imaginación. Las voces nacen en tu cabeza y no en la boca del angelito inmóvil, no puede ser. Es imposible.
-Pero doña Zoila, lo que pasa que ese no es un angelito cualquiera, es uno muy especial. Ya sé que es de yeso pintado, pero habla y es mi mejor amigo, ocurre que es muy inteligente y sabe que si habla delante de la gente mayor, las va a asustar y lo van a derribar con un pico de albañil o un martillo, porque las personas mayores no entienden de estas cosas y van a decir que es obra del demonio. Eso es, los grandes no entienden de nada, creen que los pájaros no hablan, que a las plantas no les duele cuando les cortan un gajo, que las mamás de los animalitos no lloran cuando les quitan sus cachorros. Los grandes creen que solamente las personas sienten y pueden hablar, decir cosas, contar historias.
-Celsito, ¿cuándo empezó a hablar contigo ese angelito?
-Hace como dos meses doña Zoila. Un sábado yo estaba distraído en el Catecismo y la profesora me mandó a arrodillarme delante del Jesús Crucificado que está al costado del altar. Me arrodillé allí durante muchísimo tiempo. La profesora se olvidó de mí, todos se fueron y comenzó a oscurecer. Entonces escuché hablar a alguien, con una vocecita fina y dulce como la de los pajaritos. «Andate ya a tu casa» -me dijo-. «Andate ya a tu casa antes de que sea de noche».
Busqué a quien me hablaba y me di cuenta que era el angelito pintado en blanco y azul que está al lado de Jesús. Nos hicimos amigos, lo visito casi todos los días y hablamos horas y horas. El cura ya me pilló que hablo con él y dijo (ni él me cree), que hablo solo. Lo que sucede es que él tampoco escucha la voz de mi amigo. Le llamo Miguel, y ¡sabe tantas cosas!, hasta me está ayudando con el catecismo. Mamá tampoco me cree, doña Zoila, por eso le estoy pidiendo que usted hable con ella y le convenza para que no me prohíba ir hasta la iglesia para hablar con Miguel. El sábado pasado me acompañó hasta la clase de catecismo y le dijo a la maestra que no me deje entrar dentro de la iglesia. Dele doña Zoila, le voy a cuidar su canasto de chipa y vaya a hablar con mi mamá. ¡Dele doña Zoila!
-¿Y qué es lo que querés que yo le diga a tu mamá, Celsito? ¿Que tu amiguito de yeso habla? No le puedo decir eso Celsito, se va a reír en mi cara y ya no me va a comprar las chipas para tu merienda.
-Mamá me va a prohibir por siempre ir a la iglesia, doña Zoila, me va a hacer dejar el catecismo y Miguel se va a morir de tristeza porque no va a tener con quien hablar. Por favor, doña Zoila, no sea mala, no sea malita.
-Bueno mi hijo, cuidame un rato las chipas y voy a hablar con tu mamá. Le voy a decir que lo que te pasa, ocurre nomás luego cuando se es chico, eso de que las cosas, los animales y las plantas hablen; y le voy a contar también que cuando yo era chica hablaba con una raíz seca de picanilla que parecía un gato y que la raíz me contaba hermosas historias de luciérnagas amarillas.
EL ÚLTIMO BESO
La pieza cinco tenía tres habitantes, pero sólo dos estaban constantemente en ella. En realidad la pieza cinco constaba de dos contiguas, que alquilaba el matrimonio Sáenz. Él, un policía que casi nunca estaba en casa, sólo algunas veces por la noche, algunas medias mañanas o ciertas tardes de lluvia, durante un momento para traer medialunas de hojaldre.
Ella era delgada, morena, con un enorme lunar sobre los labios, se llamaba Alejandra y estaba muy enferma. Su marido solía prepararle la comida antes de salir y hervía algún trozo de carne para su dama de compañía: Jacky, una perra bouldog. Jacky llenaba el vacío producido por la ausencia de hijos y era su alegría. La perra comía los bifes que Alejandra a duras penas podía prepararse; dormía en su cama, usaba sus colonias y tenía un bien muy codiciado por su vecinita: una pequeña frazadita de lana.
No era el trozo de alguna vieja frazada, sino una frazadita en tamaño pequeño, con ribetes y a cuadritos, como corresponde. Desde que la vio, su deseo de posesión le quitó el sueño hasta que logró ganársela después de muchas insinuaciones de que sus muñecas tiritaban de frío por las noches. Namibia solía pasar largas horas con Alejandra, peinándola (lo cual agradaba muchísimo a la primera) o intentando sacarle un enorme y profundo barrito negro instalado cerca de su lunar. Pero esto fue siempre imposible, la impureza estaba muy profunda, muy metida en la piel amarillenta y ajada por la enfermedad.
A veces la niña le ayudaba a poner orden en sus habitaciones que generalmente estaban muy arregladas, quizás porque el policía lo acomodaba antes de salir o porque Alejandra se pasaba el día en la cama. De vez en cuando aparecía una hermana de ella a ayudarla, pero las visitas no eran muy frecuentes; en realidad su única compañía cierta era Jacky. Desde que alquilaron las piezas Alejandra salió afuera en ocasiones muy escasas y si lo hacía era para ir al médico o para pasear a la perra por la cuadra alguna mañana soleada, lo cual le representaba un gran esfuerzo porque el animal tenía más fuerza que ella y prácticamente la arrastraba tras de sí.
El policía no le simpatizaba en absoluto a la vecinita, porque ésta consideraba que él no la cuidaba lo suficiente. Una tarde, al volver del colegio ya no la encontró, la habían llevado al hospital. Namibia no sabía con certeza qué le sucedía, porque las veces que le preguntaba por su enfermedad sólo respondía que estaba enferma de la panza.
Se la llevaron al hospital porque tuvo hemorragia, o sea, una hemorragia mayor de la que estuvo soportando durante un año, y que fue acabando con sus fuerzas. Pasaron muchos días y ella no volvió. Jacky quedó encerrada durante tres días, arañando las persianas, ladrando tristemente hasta que se la llevaron a algún lugar el policía y una misteriosa acompañante. Mientras, la frazadita de lana continuó cobijando a Ana Carolina, la muñeca negra de trapo y a la rubiecita Mariana.
Una tarde, la madre de Namibia y otras vecinas fueron a visitar a Alejandra. Ésta le envió un beso enorme a la niña. Esa noche de julio fue muy fría y el viento de invierno le trajo un leve golpecito en la cara. Sólo al día siguiente supo que aquello fue el último beso que le envió Alejandra, antes de expirar consumida por un terrible cáncer en el útero. Ella se fue a las once y el beso llegó como a las diez y media.
UN VIERNES DE MAÑANA
Doña María solía cantar alegres canciones en la pequeña cocina.
Su reino en ese inquilinato se reducía a una pieza y la pequeña cocina que le servía como tal, además de comedor y lugar para guardar los trastos que ella tenía a montones.
Era morena, de cabellos ensortijados poblados de numerosas canas. Tenía un carácter jovial, le gustaba conversar, y reunirse con los demás inquilinos, pero la gente en general le huía porque exhalaba un tufo insoportable.
Los que la conocían de antaño contaron que vivía allí desde hacía cuarenta años, llegó de España con su primer marido y se instalaron en esa pieza. Diez años después enviudó y volvió a casarse enseguida. Por aquella época era una mujer hermosa de aspecto cuidado, pero años después volvió a enviudar y entonces se descuidó por completo.
Vivía sola, con un gato negro con quien se pasaba conversando. Le hablaba al animal como si éste fuera a entenderle. Le reprochaba constantemente que orinara sobre el piso de madera y no en la caja de cartón con aserrín que le preparaba. La pieza de doña María era un misterio, siempre tenía la puerta y la enorme persiana cerradas, y sólo se percibía un poco de luz por las rendijas. Solamente doña Dominga solía contar que tenía hermosos muebles y finas joyas. Pero algunos comentaban que seguramente sus sábanas estaban duras como una lona, de tanta mugre.
Los jueves, un olor insoportable salía de la pieza de doña María, y todos los demás inquilinos se tapaban la nariz cuando pasaban cerca, pero no le decían nada porque estaban hartos de protestar por aquel olor desagradable cuyo origen ya conocían de sobra: en dos enormes tachos, sobre sus calentadores, hervía todo tipo de menudencias de vaca para alimentar a veinticuatro perros, protegidos suyos.
Tales animales vivían con una anciana amiga y una vez a la semana doña María salía cargada con dos enormes bolsones en los cuales llevaba bofe, corazón o riñón hervido, además de galletas duras que compraba en los almacenes.
Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para mantenerse y comprar la comida para sus perros, entonces se conjeturaba que tal vez fuera vendiendo sus joyas de a poco o que su anterior marido le haya dejado dinero en el banco. Lo cierto es que, aunque doña María no cuidaba su aspecto exterior, sí cuidaba su alimentación y jamás dejaba de comer galletitas de hojaldre con su mate de la mañana, y solía preparar aromáticos bifes que compartía con su gato.
Una vez estuvo sin salir de la pieza durante tres días, entonces muy preocupados, tres vecinos forzaron la puerta y entraron a verla. La encontraron con fiebre y delirando sobre su colchón húmedo de orín. Trajeron un médico para atenderla y cuando estuvo mejor, una de las vecinas la llevó al baño y munida de jabón y esponja la bañó como a un bebé, le cambió la ropa y las sábanas y le barrió la habitación.
Los muebles de su pieza, la cama, la araña, correspondían a la habitación de una princesa. Una larga cortina de terciopelo rojo, ennegrecido por el tiempo cubría casi toda la pared. Todo estaba extrañamente ordenado, nada fuera de lugar. Los aparadores y el ropero estaban llenos de hermosos vestidos que no usaba desde mucho tiempo atrás.
Sanó. Continuó hirviendo bofe los jueves y peleando con su gato, amenazándole de que le iba a cortar la cabeza y ponérselo en un florero por orinar en el piso. Continuó comiendo galletitas con el mate y canturreando mientras ofrecía un sandwich de queso a la vecina que nunca le aceptaba comida alguna.
Muchísimos jueves después, un viernes de mañana, se escuchó llorar al gato dentro de la pieza. Doña Dominga golpeó la persiana, pero doña María no abría, entonces pidió ayuda para forzar la cerradura.
Vestida con un vestido de lana verde, doña María dormía. En su rostro blanco se veían perfectamente los surcos negros y las manchas.
A un costado de la cama estaban los dos bolsones con comida, y uno de ellos ya había sido asaltado por el gato, que sentía mucha hambre.
LA OTRA BATALLA
Somnoliento acarició el mortero que yacía a su lado. Casi imperceptibles sonaron a lo lejos algunas explosiones aisladas. «Los primeros combates del amanecer», pensó. Volvió a dormirse profundamente y soñó con Elodia que estaba preparando el desayuno para las criaturas; soñó que volvía con una condecoración y la alegría de la misión cumplida.
Sintió la humedad del pasto donde estaba tendida la raída manta, y la humedad le mojó los pantalones que alguna vez habían tenido un subido color verde olivo. Abrió los ojos y buscó el mortero, pero su lugar estaba ocupado por su bastón hecho de un palo de escoba. No estaba el mortero ni había batalla alguna, sólo una gran cantidad de árboles, bancos de madera y grupos de ancianos como él. Se levantó con dificultad y se sentó en el banco más próximo para acomodar su manta; se tocó los pantalones y los sintió tan húmedos que comenzó a tiritar.
Los pájaros alborotaban las copas de los árboles, con sus saltitos y trinos estridentes, mientras una lluvia rosada de flores de lapacho caía en toda la plaza. Trató de levantar el cierre de su campera, pero éste (ya casi sin dientes), se detuvo a mitad de camino y no pudo cumplir su misión de protegerlo del viento frío.
Por allí cerca, cuatro ex combatientes compartían un mate que iba pasando de una mano temblorosa a otra, cebado desde un achatado tazón de aluminio, lleno de oscuras costras. Se acercó a ellos y sumose a la ronda en torno al rústico calentador a alcohol que sostenía el cacharro humeante.
Ni bien se ubicó le contaron que don Lekú fue encontrado muerto en el otro extremo de la plaza, inerte de frío, sin manta y abrazado a una botella semivacía de caña, y que había venido una ambulancia a recoger el cuerpo. Eugenio se sorprendió de no haber despertado con el ruido. «Es que dormías como un tronco abrazado a tu bastón», le dijeron los demás.
Como a las diez llegó la vendedora de empanadas, milanesas y tortillas, quien fue recibida con silbidos de aprobación por los olvidados soldados. Don Eugenio pudo comprar apenas una tortilla sin pan, porque se le habían acabado las escasas monedas que quedaron de su exiguo sueldo. Esa tortilla sería quizás la única comida en todo el día, sólo rellenaría su estómago si es que sus amigos le invitaban con otra ronda de mate o alguno le cedía la mitad de su chipa.
Se extendió en el banco en medio de la rosada alfombra de pétalos caídos y pensó en su familia que se fue yendo de a poco. Elodia al cementerio, tantos años atrás, y los hijos a trabajar muy lejos y dejando en completo olvido al padre anciano. Entonces quedó solo. Primero remató el rancho y las pocas cosas, después cuidó autos durante muchos años frente a la Catedral y en el centro de la ciudad; pero luego llegaron los achaques, la reuma pronunciada, la sordera paulatina y todo lo demás.
Pensó en Lekú que era mucho más joven y más fuerte, pero con el organismo más dañado por la seguidilla de catarros nunca tratados y el exceso de caña «para matar las penas», como solía decir. Dormitó en el banco con las manos entrelazadas como orando y volvió a soñar con los negros cabellos de Elodia y el juego de los niños, y una vez más escuchó diferentes estallidos que no eran otra cosa más que los ruidos de motores de los ómnibus que pasaban por la avenida.
Sintió mucho frío en los pies y una sensación de dolor en el estómago, quizás no dolor físico sino una sucesión de hambres nunca bien satisfechos.
Cuando cayó la noche volvió a extender su agujereada frazada sobre el césped húmedo y se preparó a dormir, fijos los ojos en la semioscuridad de la plaza. Pensando que tal vez esa sería su última noche y que seguiría a Lekú por la madrugada.
Pero tal vez amanezca otro día para continuar peleando esta batalla.
Indice
*. El peldaño gris / Don Segundo / El angelito de yeso / El último beso / Cuando desperté / Cervando / Las picaduras/ Los pequeños gorros de muñecos / Me lo trajo cargado de naranjas / Madrugada / Un lunar en la nariz / La persiana verde / Entre las seis y las siete / Navidad / La sombra / Ese martes de abril / Vestida de negro / El ponchito a rayas / Elisa / Un viernes de mañana / La otra batalla
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