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MILIA GAYOSO MANZUR

  LA JOVEN DE LA CASA DEL PEÑÓN - Cuento de MILIA GAYOSO MANZUR - Año 2018


LA JOVEN DE LA CASA DEL PEÑÓN - Cuento de MILIA GAYOSO MANZUR - Año 2018

LA JOVEN DE LA CASA DEL PEÑÓN


Cuento de MILIA GAYOSO MANZUR

 

 

Ella se deja ver en las noches de luna nueva. Los lugareños afirman que su silueta sobresale en la pequeña terraza de la casa del Peñón. La brisa que besa el río Paraguay, mueve los pliegues de su vestido y le da un vuelo de mariposa a sus cabellos, según cuentan.

Ella mira hacia el horizonte durante largos minutos. ¿Qué busca con la mirada? Lo busca a él, espera que regrese a su lado.

Se conocieron en cuarto grado, en la escuela. El, de apariencia frágil, era un ser dulce y amigable. Ella, un poco arisca y rebelde, terminó sucumbiendo a su gentileza diaria. Él le llevaba cada día, un dulce de caña de azúcar, un cono de papel repleto de pororó o una fruta tomada del huerto de su madre.

La adolescencia los encontró más unidos que nunca. Sentados uno al lado del otro en la clase, paseando por el campo, remando hacia el río Confuso en las tardes de verano, o bañándose en las aguas tranquilas, como dos niños. Soñaban con ir a vivir a Asunción y tener una familia. Asunción era un punto lejano al final del río; a la derecha se erguía el enorme Chaco y a la izquierda, la región oriental donde crecieron.

El enfermó y ya no les permitieron estar juntos. Sus padres la llevaron a consultar con un médico, en la capital, para confirmar que no se hubiera contagiado. Estaba sana. La enviaron a Encarnación, a casa de sus tíos paternos. Suplicó que la dejaran volver pronto, pero pasó casi un año para que eso ocurriera.

Volvió en el invierno, en el mes de junio, y Pablo ya no estaba. Sus amigas le contaron que su padre mandó construir una casa blanca en el peñón ubicado en el medio del río, y lo confinó a ese lugar. La lepra había progresado y decidió aislarlo.

Lloró días y noches, suplicando la dejaran visitarlo. Su madre había enmudecido para ella y su padre se mostró inflexible.

Habló con varios canoeros para que la trasladaran hasta allí, pero nadie en Piquete Cué quiso comprometerse con algo tan delicado y mucho menos, enfrentarse a la furia de su padre, el temible Coronel Cañete, ni al del padre de Pablo, el capitán Machado.

Consiguió hablar con un canoero del otro lado del río, de Villa Hayes, don Segundo. El accedió porque estaba convencido que al amor hay que ayudarlo, y que solo Dios decidiría si es o no peligroso acercarse a un enfermo, por más contagiosa que fuere su mal.

Era noche de luna nueva cuando la esperó en la costa del río, camuflado entre el camalotal en flor. Catalina llegó corriendo, con varias bolsas en la mano. Temblaba de miedo y emoción.

Don Segundo remó sereno y parejo, silbando una guarania. La correntada estaba a favor y la luna hermosa alumbrada con su hilo de luz; y ella fue todo el camino sonriendo desde el corazón.

La ayudó a desembarcar y ató su cano a la saliente de una de las rocas, en el pequeño muelle.

Pablo!, llamó ella. Pablo!, y el viento pareció repetir su nombre.

Lo vio en lo alto, envuelto en una sábana de lienzo. Ella corrió a abrazarlo, pero él dio un paso atrás. No quiso que lo tocara, para cuidarla. Se quedó un par de horas con él y antes de marcharse, le acomodó las cosas que le había llevado,  en una alacena de metal herrumbrado.

Él estaba solo allí. Solo con el río, en esa casa en la piedra, en medio de la nada. Solo con su orfandad y esa enfermedad que lo iba carcomiendo lentamente.

De regreso, su rostro cambió de la sonrisa a la lágrima. Hizo el viaje en silencio. Solo los pájaros nocturnos se dejaban oír en la quietud de la noche.

Repitieron los viajes durante tres semanas, hasta que fue descubierta. Sus padres la amenazaron con enviarla a un convento y denunciaron al canoero. Pero no había delito en su tarea, el comisario alegó a su favor que hacía una labor humanitaria.

Espero con impaciencia que pasaran los meses y cumpliera veinte años, para lograr la mayoría de edad. Viajó hasta Villa Hayes en la balsa y buscó a don Segundo. Su plan era aún más arriesgado.

Lo esperaría el sábado a las dos de la tarde, hora en que sus padres hacían la siesta, en otro punto de la costa.

El canoero sorteó la tormenta para remar desde la costa occidental hasta la oriental, en diagonal. Llovía mucho y hacía frío. Hizo el viaje con su canoa más grande y resistente. La vio con muchos bultos a su lado y tuvo un presentimiento.

Viajaron hasta el Peñón con el agua bravía mojándolos por completo. La ayudó a bajar su maleta y sus bultos. Es el último viaje, don Segundo, le dijo Catalina al despedirse. Me puede hacer buscar si me precisa, respondió él. .

Catalina lo besó en la frente y se perdió por la puerta de la casita blanca. El canoero volvió a su puerto, silbando tranquilo bajo la tormenta.

Cuentan los lugareños que vivieron varios años juntos. El padre de Pablo les llevaba comida y medicina y la madre de Catalina se paraba cada tarde en la orilla del río, mirando hacia el Peñón. Pero jamás la fue a buscar ni le envió encomienda alguna.

Cuando Pablo falleció, ella se quedó a vivir sola allí. Se había contagiado con lepra, pero le sobrevivió varios años. El capitán Machado la continuó cuidando hasta su muerte, ocurrida una semana antes que el de ella.

Cuando se dejó de verla en la terraza, al atardecer, los residentes de la costa avisaron a sus padres. Pero ellos ya la habían olvidado.

Fue don Segundo quien encontró su cuerpo y la llevó hasta Villa Hayes para darle sepultura, al otro lado de su pueblo.

Los días de luna nueva se la ven en la terraza, esperando que Pablo regrese.


 

 

#Literatura Paraguaya

#Cuentro Paraguayo

Fuente: La Autora

Registro: Junio 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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