Lluvia y frío desde la tardecita. Hacía horas que Toto Michifús caminaba totalmente mojado y tiritando de frío. Ron, ron, ron... no era su vocecita la que sonaba así, sino su estómago. Lo último que había comido el pobre gatito fue un pedazo de pan que encontró en un basurero. Ron, ron, ron... el estomaguito vacío hablaba a gritos.
Caminó por una cuadra semioscura, escondiéndose de cuatro perros que ladraban en la esquina. De pronto llegó hasta una vereda de piedrecitas redondas y le llamaron la atención las luces muy blancas de la casa. Se quedó mirando. Por la ventana vio a tres niñas que cenaban felices con su papá y mamá, le llegaron sus risas y su alegría, mezcladas con el ruido de la lluvia. Las miró durante largo rato saboreando con un poco de envidia su felicidad y su comida, mientras unas lagrimitas redondas caían hacia su hociquito.
Toto Michifús se recostó por la reja y se quedó quietecito durante varias horas. Semidormido sintió que alguien le tocaba el hombrito. Era un hermoso ángel, el ángel de la guarda de una de las nenas.
-¿Qué te pasa, gatito?
-Tengo hambre y frío -contestó Toto Michifús.
-¿Por qué no vas a tu casa?
-Ya no tengo casa. Mamá murió hace un tiempo, mi papá salió a buscar comida y nunca regresó, y a mi hermanita se la llevó una señora. Yo me quedé solo y no tengo dónde ir -le contestó con la voz quebrada por la tristeza.
El ángel lo tomó de una patita y lo invitó a entrar a la casa, pero el gatito se resistió.
-Tengo miedo de que me espanten, a la gente no le gusta que yo entre a sus casas -dijo angustiado.
-No te preocupes, gatito, ya todos están durmiendo.
El ángel lo introdujo a la casa por la ventana de la sala, lo llevó a la cocina y revolvió en el basurero las sobras de la cena. De pronto aparecieron en un plato una pata de pollo a medio comer, arroz con papas, un pedazo de carne con grasita, un trozo de pan fresco... Toto Michifús cenó como hacía mucho tiempo no lo hacía. Mientras él comía, el ángel de la guarda lo secó con un repasador. Luego, empujó el sofá de la sala y le preparó detrás una mullida camita con un trapo de piso seco y dos remeras sucias. Toto se negó a quedarse: tenía mucho miedo.
-No te preocupes, mañana antes que nadie se levante, yo te despertaré.
Toto Michifús se acostó y el ángel lo tapó con una enorme remera blanca y lo acarició hasta que se quedó dormido. Toto soñó con cosas hermosas hasta las seis de la mañana. A esa hora, el ángel de la guarda lo despertó, le dio de tomar un tazón de leche con pan y le entregó una bolsita con algunas sobras de comida que logró quitar de la heladera.
-Volvé esta noche -le dijo a su agradecido amigo.
-Tengo miedo de ser pillado -contestó el gatito mientras traspasaba las rendijas de la blanca reja.
Sin embargo, volvió esa noche y muchas más. Al regresar cada noche, el cada vez más lindo gatito le contaba al ángel de sus travesuras por el barrio, y el ángel a su vez le comentaba las nuevas ocurrencias de la niña que cuidaba. A Toto Michifús le fascinaba escuchar hablar de esa pequeña de hermosos ojos que cantaba todo el día mientras crecía feliz en esa casa llena de peluches, flores y amor. El ángel le prometió que quizás muy pronto conseguiría que esa familia lo adoptara como mascota.
SIN MANCHITAS
Lilí nació toda de un color. Amarillita-beige, sin manchas como las demás jirafitas de su comarca. A medida que fue creciendo esto la preocupaba cada día más.
-Mamá, ¿cuándo saldrán las manchas en mi espalda? -era su constante pregunta.
-No lo sé, mi amor -respondía ella angustiada, procurando que no se le note en la voz.
Cuando Lilí se fue a la escuela, se sintió peor que nunca. Por aquí y por allá, miraba en rededor para descubrir otras como ella, pero nada. Todos los compañeritos tenían manchas.
Una tarde, cuando regresaba a su casa, escuchó unas voces que le gritaban divertidas: «Lilí no tiene manchitas, Lilí no tiene manchitas...» Llegó a su casa llorando. Entonces, a su mamá se le ocurrió una idea. Salió a la calle y regresó con un pote de pintura y un pincel.
Limpió la espalda de Lilí con un trapo y le dibujó unas lindas manchas con un lápiz, luego las rellenó con pintura. Lilí se miró en el espejo y quedó maravillada. Al día siguiente todos comentaban en la escuela de jirafas que Lilí estaba hermosa. Pero tres días después la lluvia la tomó por el camino. Llegó a su casa desteñida y llorando. Pero su mamá la volvió a pintar una y otra vez; todas las veces que llovía y se desteñía.
Sin embargo, llegó el invierno y la lluvia era cosa de todos los días. Salía pintada y volvía despintada. Llegó un momento en que ya no quería salir a la calle. Fue entonces que se le ocurrió recurrir al dios de las jirafas. Rezó día y noche pidiendo que le salieran aunque sea unas pocas manchitas. Pasaron varios días pero no obtuvo respuesta a sus pedidos.
Una tarde, cuando regresaba de la escuela con sus compañeritas, una fuerte tormenta les hizo detenerse en una despoblada esquina. Esperaron bajo la intensa lluvia; cuando ésta terminó, Lilí estaba totalmente despintada... sin embargo, sus amiguitas la miraron asombradas y una a una fueron tocando su lomo con los hocicos.
-¿Qué pasa? -preguntó Lilí.
-¡No te despintaste! -le dijeron a coro.
-Sí, se despintó -agregó Lolita (la jirafita más alta)-, lo que pasa es que debajo de la pintura se han quedado unas manchas verdaderas, sus propias manchas.
Lilí corrió a su casa para que su mamá la fregara con un trapo. Allí comprobó que el dios de las jirafitas hizo realidad su sueño.
RITA, LA RANA CAPRICHOSA
Cumplir once años fue todo un acontecimiento para Rita. Sintió que ya estaba tan grande que podía hacer lo que quisiera. La encantadora ranita se convirtió en otra pequeña gruñosa, contestadora y un poquito malcriada; ya no era la misma que seducía con su encanto a todas las ranas (pequeñas, grandes y medianas) de la laguna.
Tan antipática se puso que ya no le gustaban los gusanitos que su mamá preparaba con amor, ni las golosinas que su papá compraba para ella al borde de un enorme charco que se formó al otro lado del pueblo. Para Rita sólo eran válidas las cosas que ella misma elegía: comida, ropitas, juguetes, todo.
Un domingo de marzo, Rita se levantó temprano y le dijo a su mamá que iría a visitar a su abuelita, para comer los deliciosos postres que hizo con los rosados huevitos.
-Hoy no puedo llevarte -dijo su mami.
-Pero es que no quiero ir contigo -contestó Rita-, voy a ir sola.
Su mamá trató de hacerle entender que era muy chica para viajar solita hacia el charquito negruzco donde vivía la abuelita; pero Rita, desenvuelta, se puso su pollerita a motas anaranjadas, tomó su mochila con dibujos de pescaditos y se fue canturreando alegremente hacia la parada de colectivos.
Grandote, el colectivo de caranday guiado por un enorme sapo se detuvo para alzar a los pasajeros: una rana embarazada con cuatro hijitos, dos sapitas muy coquetas, un simpático pajarito que silbaba sin parar y un conejo con cara muy asustada fueron subiendo uno a uno.
Rita se sentó adelante para reconocer el lugar donde debía bajar. El viaje fue largo, interminable. Comenzó a sentir hambre, porque como no le gustó el desayuno que preparó su mamá, no había tomado nada. Uno a uno los pasajeros fueron descendiendo; finalmente se quedaron sólo ella y el sapo conductor.
No reconocía el lugar donde estaba. Comenzó a sentir un frío sudor. El sapo paró la marcha en un lugar donde había muchos otros colectivos de caranday y palo santo, y le preguntó si no se había perdido. Rita se echó a llorar.
Finalmente, esperó mucho tiempo hasta que el sapo y su colectivo volvieron a salir y la devolvieron a la orilla de su laguna. Cuando llegó a su casa, sus padres y sus hermanos estaban almorzando felices.
Sin decir nada, Rita tomó un plato y se sentó a comer con ganas los gusanitos hervidos con salsa de tomates, tomó el jugo de camalotes y saboreó extasiada un flan hecho por su mami con huevitos, leche y canela.
JESSICA
Puro algodón y miel en su pelaje. Jessica se tendió a dormir a la vera de la ruta por la que pasaban interminables autos, camiones y ómnibus, cansada de tanto caminar durante largas horas. «De aquí nadie me mueve», pensó la hermosa perra collie, mientras doblaba sus patas hacia el pastizal amarronado por la reciente quema.
Cuando despertó, el cielo era una llama que se expandía hacia el horizonte. La carretera, casi desierta a esa hora, invitaba a caminar por ella rumbo hacia ese lugar cuyas señas buscaba desesperadamente en su memoria. Sin embargo, muy pronto se vio obligada a retomar su viejo camino hacia el costado, de lo contrario, terminaría arrollada.
Miró a su alrededor. Puro descampado hacia ambos costados del camino. Ni siquiera una casa cerca donde ir a husmear un poco de comida. El estómago comenzó a despedir ciertos ruidos que reconoció como de alerta: «Jessica, estoy vacío». El sol quemante del mediodía la obligó a hacer una pausa bajo un enorme árbol; de paso, aprovechó el tronco para humedecerlo con su líquido sobrante.
Más liviana aún, volvió a retomar su viaje con la esperanza de llegar pronto a destino. ¿O acaso no era mejor desviar la ruta y buscar otros rumbos? Quizás, se dijo Jessica, mientras caminaba más lento debido al cansancio y el hambre. Pasó por un poblado, que en nada se parecía a la pequeña ciudad que estaba buscando.
«¡Qué mala memoria!», pensó mientras renegaba de no recordar datos nítidos sobre aquel lugar donde vivió cuando era apenas una cachorra y al que regresaba tanto tiempo después, siguiendo las huellas de su dueña. Una huella que no podía oler, porque los autos no tienen ese aroma que identifica a los humanos.
Nuevamente a oscuras. A lo lejos, muchas luces titilantes le anunciaron un nuevo poblado. Tal vez sea el lugar, pensó mientras se derrumbó cansada en el camino.
Quizás dormir algunas horas la ayudaría a recordar mejor.
TAORMINA

Entre el arroyo de aguas limpitas y las enormes hojas verdes de la campanilla silvestre vivía Taormina. De día era apenas un bichito más en ese hermoso barrio de Caacupé, pero de noche... De noche se convertía en una pequeña estrella titilante en medio de la oscuridad.
Como todo bichito de luz, Taormina tenía una vida normal mientras el sol alumbraba; pero con las primeras sombras del anochecer, su pequeña linterna comenzaba a despedir reflejos verdejade que alegraban ese pequeño valle donde estaba ubicado su hogar.
La vida tenía sentido a esas horas, cuando haciendo rondas con sus amiguitas, recorrían los baldíos, volaban sobre el arroyo, espiaban a los niños que jugaban como ellos. Pero pronto se cansó de ser chiquita. Quiso volar más lejos y crecer, dejar de ser apenas una bichita de luz más entre tantas.
¿No podía ser una enorme mariposa amarilla de día y una luciérnaga de noche? Así sería más placentera su vida. Eso es lo que creyó.
-Mamá, me voy lejos -anunció una mañana. Nadie la pudo persuadir que al otro lado del cerro la vida era muy diferente.
Taormina partió, con algunas ropitas y pilas de reserva para su linternita. Voló durante varios horas hasta traspasar totalmente el cerro de Caacupé. Le costó decidirse por el territorio donde acampar: todo parecía muy hostil, muy solitario. Finalmente decidió viajar por más tiempo hasta llegar a un lugar que realmente la convenciera.
Ya era de noche cuando muchísimas luces enormes le molestaron la visión. Taormina se asustó. Siempre le habían intrigado esas enormes linternas que ponían los humanos en los lugares donde viven y en los caminos; sin embargo, jamás había visto tantas enormes linternotas juntas.
Su pequeña lucecita pasó desapercibida en la ciudad. Era apenas un puntito verde en un torbellino de luces blancas, amarillas, rojas, verdes, azules, amarillas. Su leve parpadeo se perdía en medio de esos soles que titilaban incansables en todas partes.
Se durmió cerca de un arroyo gigantesco, en la copa de un árbol ubicado frente a una casa inmensa, blanca como las campanillas que se abrían al amanecer, cerca de su querido arroyito. El ruido de algo inmenso que se movía con el viento, allá arriba, sobre su cabeza, le llamó la atención.
Se alimentó de pequeñas miguitas que las palomas dejaron en la calle. Caminó casi cegada por la luz de la mediamañana. Extrañó las voces de sus hermanos, el desayuno preparado por su madre, el rumor del agua cayendo en la pequeña cascada y el juego con sus amigas.
No quería volver y reconocer que se había equivocado. Buscó por todas partes a luciérnagas amigables que la invitaran a compartir su casa, pero no las encontró. Unas maripositas blancas que jugaban cerca del gran charco de agua le dijeron que ya no quedaban bichos de luz en la ciudad. Los humanos las mataron contaminando el medio ambiente.
No le gustaba la palabra morir. A Taormina le fascinaba la idea de vivir mucho tiempo y continuar creciendo: jugar, amar, conocer muchos lugares, tener pequeños bichitos... y regresar a su comarca.
Esperó un nuevo anochecer y emprendió viaje, porque la oscuridad se convertiría en una gran aliada para volar rápido fuera de la vista de los humanos.
Cuando llegó a su casa, las campanillas blancas comenzaban a estrenar capullos nuevos. Desde la pequeña cocinita instalada en una hoja, le llegó el aroma del té de hierbas que su mamá estaba preparando.