ROA BASTOS O LA FABULACIÓN COMO FUENTE DE LA VERDAD HISTÓRICA (2)
Por VÍCTOR-JACINTO FLECHA
Escritor
victorjacintoflecha@gmail.com
En la parte final de este artículo se relata cómo Augusto Roa Bastos inventó a un Cándido López paraguayo, sosias del pintor argentino, y dio vida a El Sonámbulo (del cual se ofreció una reciente versión teatral).
Dentro de este apocalipsis, Roa inventa un Cándido López paraguayo, sosias del argentino. Que al revés del argentino –que pintaba el avance triunfal de las tropas empenachadas de púrpura y gualda, la marea incontenible de acorazados y armas pesadas, el galope de escuadrones con sus lanzas resplandecientes, las figuras ecuestres de los jefes aliados– este pinta, desde el teatro mismo de las batallas, el desastre del holocausto. Este personaje creado por Roa es el símbolo vivo de la patria paraguaya, que pesar de su inmolación seguía resistiendo. Es la encarnación viva del holocausto de un pueblo que defendía su heredad inevadida.
Situado siempre en el campo de fuego de los combates, pintaba las escenas del “bárbaro oficio”, en plena batalla, siendo alcanzado por las metrallas que iban reduciendo su cuerpo, primero pierde un brazo y aprende a pintar con el otro, pierde también ese brazo, entonces pinta con los pies, pierde ambos pies y entonces aprende a pintar con la boca, hasta que al final ya no es más que el muñón de un hombre, una metáfora corporal del pueblo diezmado, exterminado por la guerra.
Roa crea este símbolo de un pueblo que resiste, que es capaz de resucitar tras cada derrota, tras cada exterminio va encontrando fuerza donde ya no existe la fuerza y sin embargo sigue obstinado a no dejarse vencerse. Tamaña voluntad de que este pueblo prefiere la inmolación antes que ser esclavo del extranjero es explicada por Roa a través de otro símbolo, por cierto, no gratuito, sino eleva a la superficie lo subterráneo de la esencia de este pueblo, que tiene de alguna forma referencias diferentes que los pueblos que le invaden, el de ser heredero de “una civilización de tiene cerca de 10.000 años de antigüedad, los primitivos indígenas del Paraguay”.
SEGUIR PINTANDO LA TRAGEDIA
Dice Roa que la leyenda habla de un indígena guayaki, que, ante la total hecatombe, la total imposibilidad del pintor de conseguir en que pintar, le enseña al pintor paraguayo, a tejer sus lienzos con fibras silvestres y a moler los colores de las plantas tintóreas, mezclados con polvos minerales y el fuego machacado de los lampiros. No solo el indígena le da enseñanza para crear sus lienzos para seguir pintando la tragedia de su pueblo, sino que se obstina por mantenerlo vivo.
“El indígena le trae miel de lechiguanas, huevos de perdiz, agua con plantas medicinales y hasta pichones asados. Le unta el cuerpo, ya mediado, con grasa de cerdo salvaje y de tapires del río, que cura sus heridas. Con aparejos de lianas del monte, el guayaki Jerónimo lo iza todas las noches hasta el lecho de ramas que le prepara en la copa de los árboles. Ahorquetado en las ramas vecinas, el indio con su arco y sus flechas vela el sueño de su amigo, que reposa al resguardo de alimañas e insectos, del ojeo de las patrullas enemigas y hasta del husmeo del tigre. A las primeras luces del amanecer lo transporta a hombros, en la misma red de lianas, hasta los lugares donde Cándido debe pintar, esos lugares donde el sufrimiento y la muerte hacen su trabajo: el paso de las caravanas de fugitivos, los combates, las emboscadas, las torturas en los tribunales de sangre, las ejecuciones sumarias, los lanceamientos infamantes de conspiradores, desertores y traidores”.
La mención del indígena como alimentador de la resistencia de este hombre, testigo y participante de su propia inmolación, que más allá de su condición humana sigue resistiendo y combatiendo, es como una respuesta a los invasores que querían exterminar a los paraguayos por considerarlos indios, sin pensar que su propia condición de ser descendientes de naturales de esta tierra le daba la sapiencia y la calidad para construir su resistencia, ahí donde ya no había ninguna capacidad para resistir.
EL SONÁMBULO
La segunda novela que integra el libro Memorias de la Guerra es El Sonámbulo. Esta es otra fabulación genial de Roa. Fabrica un personaje que Juan Crisóstomo Centurión menciona en sus Memorias de la Guerra “por la retaguardia por un camino oculto que le había indicado un desertor paraguayo, el coronel Silvestre Carmona, vecino del departamento de San Pedro”.
En ningún otro lugar del libro, ni siquiera en otras memorias de la guerra se menciona este nombre y, sin embargo, Roa le da una vida literaria completa a este desconocido personaje, comparando con la biografía del propio Juan Crisóstomo, pareciera ser él, el Carmona retratado por el novelista.
Para dar mayor credibilidad al texto, Roa fabula que, en la década del 40, cuando trabajaba en el diario El País de Asunción, le cupo la obligación, por su trabajo, investigar en el archivo de la Fiscalía General del República sobre un problema de tierras y estando en esa tarea encontró un extraño documento, que era una declaración de confesión dirigida, muchas décadas atrás, al fiscal general del Estado. El Sonámbulo sería la transcripción del supuesto documento.
Silvestre Carmona es originario del Departamento de San Pedro, en las profundidades de la selva paraguaya, sin embargo, él logra, viniendo de su pueblito a Asunción, ingresar a las mejores escuelas de la época por méritos propios hasta el punto que llama la atención del propio presidente de la República, don Carlos Antonio López, quien le recomienda a su hijo, el entonces coronel Francisco Solano López, a que lo tome como secretario.
Luego de una prueba de lenguas, francés e inglés y caligrafía, no solo lo emplea como secretario suyo sino lo lleva a Europa. Al final del viaje oficial del coronel López, Silvestre logra quedarse como becado por el estado paraguayo, en Londres, a estudiar diplomacia por tres años. Al regresar al Paraguay ya se había iniciado la guerra y fue llamado a las armas.
Carmona declara que “en cada tramo de mi vida, el destino hizo de mí lo contrario de lo que habría querido ser. Desde mi niñez amé el mundo del espíritu, los goces del estudio y la soledad. Podría decirse que la única pasión de mi vida fue la paz, y se me dio la guerra como signo de mi vida. Odié la milicia; terminé siendo un jefe intrépido. Fui condenado, yo el cobarde, a ser un bravo entre los bravos, como ahora soy un despojo entre los despojos”.
Así reflexiona el ahora excombatiente Carmona, hecho mendigo en el pórtico de la Catedral, mudo por perder su lengua en la guerra. Desgrana toda su vida, y sobre todo va relatando los pormenores de la guerra, de los sufrimientos que ocasiona la misma a hombres, mujeres y niños por igual.
Dice: “En la retirada del Amambay, la interminable marcha cruzó dos veces la sierra de Mbaracayú. El hambre, las lluvias torrenciales, el sol de fuego de aquel verano de infierno, fueron convirtiéndolos en espectros. Los que se olvidaban de morir continuaban avanzando por desfiladeros, precipicios y ríos desbordados por la inagotable selva. El hambre devoraba a los hambrientos; el sol disecaba esas momias errantes, que ya no sabían gemir. El sufrimiento mismo estaba embrujado. Una seguridad grande –y grande sin término de comparación– permite a un espectro ser más fuerte que la realidad y atravesarla. Solo así se explica que los espectrales batallones pudiesen avanzar cargando sus armas, sus huesos despellejados, piezas de artillería”.
Admirado relata los avatares de su pueblo, en todo el documento manifiesta su admiración por el jefe supremo de esa contienda, el Mariscal Francisco Solano López y solo ahora, después de que pasaran décadas, viene a confesar al fiscal, a través del documento, su enorme pecado, la traición a su patria, a esa patria que le había dado todo para ser lo que fue y por la que había luchado tenazmente durante todos estos años.
LAS ATROCIDADES DE LA GUERRA
¿Cuál fue la traición cometida contra su patria, su jefe y sus demás compañeros? Él era el único que conocía el sitio infranqueable de Cerro Corá. Lo había conocido de niño, en un viaje con su padre. Fue él mismo que sugirió ese escondite para las últimas fuerzas del Mariscal y fue él también el traidor que guío al enemigo señalándole la única entrada posible, escondida por la propia naturaleza del lugar.
Roa utiliza a este fabulado personaje para describir las atrocidades de la guerra, el exterminio de un pueblo. Llama la atención que, en la novela, el traidor enseña el camino, pero regresa a Cerro Corá a luchar con el ejército de la última resistencia. Una traición que le acosara durante todo el resto de su vida, hasta hoy, que en su condición de mendigo en las puertas de la catedral le sigue torturando. La traición no fue por dinero ni por odio al mariscal. El texto en su final revela la causa de esta tamaña traición de un hombre patriota, pero traidor al fin,
En conclusión, podemos decir que estos textos de Augusto Roa Bastos son de lo más excelso que se haya escrito jamás sobre la Guerra de la Triple Alianza y el exterminio de un pueblo y sin duda alguna, dentro de toda la narrativa del autor, estas páginas relumbran por su gran calidad literaria, poética y de capacidad de inventiva, en cuya fabulación devela lo verdadero de la historia.
Fuente: ULTIMA HORA (ONLINE)
Sección CORREO SEMANAL
Sábado, 12 de Diciembre de 2020
www.ultimahora.com
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