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NOEMÍ FERRARI DE NAGY (+)

  DANTE Y BONIFACIO VIII - Por NOEMI FERRARI DE NAGY


DANTE Y BONIFACIO VIII - Por NOEMI FERRARI DE NAGY

DANTE Y BONIFACIO VIII

Por NOEMI FERRARI DE NAGY

 

En la conmemoración del nacimiento

de Dante Alighierí la doctora de Nagy pronunció

esta conferencia en La Asunción, como homenaje

al poeta florentino.

 

Hagamos un esfuerzo con nuestra imaginación, como si cerráramos un momento los ojos y abriéramos luego para encontrarnos en un mundo totalmente distinto del que nos rodea.

Pequeñas ciudades apretadas dentro de murallas, cuyas puertas se clausuran cada noche y se reabren al amanecer, viven una existencia concentrada, con sus actividades y pasiones, problemas internos y guerras externas, como estados en miniatura. Desde siglos, todo centro urbano se ha vuelto por necesidad una fortaleza; pero esos tiempos durísimos se acercan al ocaso, y un soplo primaveral pasa por las ciudades-estado en las cuales nunca ha desaparecido la raíz del antiguo municipio romano. Es un tiempo lleno no sólo de luchas, sino también de actividad constructiva y de fe; el gran cuerpo del mundo latino parece recobrar un respiro profundo, y su sangre pulsa con nueva fuerza por las venas de los antiguos caminos. En realidad todo ha cambiado, pero los contemporáneos no lo saben. Los hombres cuya inteligencia y cultura abarcan un hori­zonte más amplio que el de la gran masa, ven la unidad del antiguo Imperio renovada en la unidad de la fe cristiana, y proyectan hacia un deseado futuro lo que es en parte sueño irrealizable, en parte un pasado muerto para siempre.

El mundo nuevo que se había formado penosamente, consolidando poco a poco su pensamiento nutrido de diferentes savias y creando su estilo peculiar, en el tiempo de Dante había llegado en Italia a la madurez. Las manifestaciones artísticas -rostro ex­presivo de cada tiempo- parecían entonces recorridas por una emoción nueva de amor a la vida y por un anhelo nuevo de belleza, a la vez terrenal y espiritual. Era un tiempo en el cual el misticismo tenía validez para todos; en las cosas visibles y comprensibles se sentían palpitar mensajes de lo invisible e inefable. El simbolismo permitía un continuo pasaje de la estrechez de la vida cotidiana al infinito misterio del más allá, en forma tan sugestiva, que acercándonos a ese mundo de mística. sensibilidad nos sentimos atraídos, y se nos antoja lleno de significado profético el hecho de que Dante haya nacido en un mes de mayo -mes de la primavera europea en su pleno florecer- en la ciudad que encierra una flor en su nombre y en su escudo.

Hace setecientos años, no sabemos en cual día de mayo de 1265, lloraba su primer llanto el pequeño Durante, llamado Dante, en una casa del centro de la ciudad. Hasta poco más allá de la edad definida por el Poeta "el medio del camino de la vida", Floren­cia será su tierra, su hogar, su amor de ciudadano y el marco de su activa existencia. Pero un día otoñal de 1301, tres enviados de la Comuna florentina dirigen sus caballos hacia Roma; uno de ellos es Dante Alighieri, y no sabe que nunca más entrará en su ciudad nativa, que está en los inicios de un exilio sin fin, y ni siquiera sus huesos volve­rán a la sombra de la añorada y hermosa iglesia de San Juan.

Imaginamos a Dante emprendiendo triste y sombrío su camino, porque dejaba Flo­rencia amenazada por un peligro inminente. La misión de los tres enviados era preci­samente el último esfuerzo para conservar la independencia de la ciudad, a la cual ya se acercaba Carlos de Valois, hermano del Rey de Francia, como capitán general de todos los territorios de la Iglesia.

Hacía tiempo ya que las ciudades toscanas se regían libremente, y la región que formaba el marquesado de Toscana se encontraba sin feudatario. Centros tan activos -cual era, en modo particular, Florencia- ya no se consideraban atados por antiguas obligaciones, prácticamente inexistentes desde hacía mucho. Pero, en aquellos años, el trono pontificio estaba ocupado por un hombre empeñado en restaurar el poder absoluto de la Iglesia, y mientras el Emperador no hubiese recibido de sus manos la corona, él estaba decidido a recordar a los fieles que el Papa era el depositario de los feudos impe­riales. Además, estaban en curso las negociaciones para el reconocimiento de Alberto de Habsburgo como nuevo Emperador, sobre la base de la cesión de Toscana a la Iglesia y de la declaración de que el Imperio quedaría subordinado al papado.

Las querellas internas de Florencia, aunque violentas, eran borrascas que se arremo­linaban dentro de las murallas de la ciudad, y qué podían representar en el gran juego que abarcaba toda Europa? Apenas una molestia, que hasta podía volverse provechosa para quien meditaba apoderarse del centro más importante de Toscana.

Dante no se había entusiasmado por ninguna de las dos partes que agitaban la vida florentina, pero entre el partido de los grandes señores que se apoyaban en el populacho, o sea el de los Negros, y el otro, el de los Blancos que hoy podríamos llamar democrático, había elegido este último, porque llevaba a cabo una política más constructiva y menos violenta. El partido de Dante logró vencer y desterrar a los Negros, mas estos no tarda­ron en preparar la venganza, ofreciendo su apoyo para la conquista de Florencia, que se acercaba al paso de las milicias de Carlos de Valois. Dante lo sabia: detrás de las fuerzas extranjeras habrían irrumpido, como chacales hambrientos, los adversarios políticos.

Sin duda el Poeta viajaba oprimido por tristes presagios y angustiosos pensamientos. Sentía que su presencia sería necesaria en dos lugares al mismo tiempo: a los pies del poderoso Bonifacio VIII para suplicarle que alejara la invasión de Florencia, y en la ciudad que peligraba, regida por hombres vacilantes, inferiores a las necesidades del dramático momento.

Podemos imaginar que la crisis de su espíritu, ya madurada en los últimos tiempos, se volvía más patente. Quizás el Poeta iba reprochándose con amargura por haberse perdido, desde hacía años, en la selva enmarañada de las pasiones humanas; quizás iba recordando con añoranza su juventud enamorada de la belleza y de la poesía, intensamente estudiosa y serenamente libre; y seguramente, apartando a veces su pen­samiento de los problemas más apremiantes, seguía elaborando en su fantasía la obra maestra que ya en Florencia -ahora estamos seguros de ello- había empezado a componer.

***

La Roma medieval en la cual entraron los tres embajadores florentinos, no se parecía en nada a la ciudad imperial donde había resonado por primera vez el poema de Virgilio, leído y amado por Dante. Los versos virgilianos habían quedado intactos y vivos, mientras que el mundo en el cual nacieron, ya no existía. En el tiempo de Dante habría sido impo­sible reconstruir con la fantasía la Roma del tiempo de Augusto. Hacía siglos que se habían abatido repetidamente sobre ella invasiones y saqueos, y ya en el siglo IX los más imponentes monumentos de la antigüedad habían sido transformados en fortalezas. En fin, la tremenda furia de los Normandos, en el año 1084, había barrido desastrosa­mente la ciudad: así los restos de la Roma clásica, como los monumentos de la Roma cristiana. Las ruinas de las grandiosas construcciones antiguas se volvieron canteras de materiales para las necesidades de una penosa sobrevivencia y de una lenta reconstrucción.

La ciudad que renacía fue una sugestiva mezcla derecuerdos clásicos e influjos bar­báricos y bizantinos, y las construcciones, levantadas con los materiales que estaban allí, al alcance de la mano, incorporaban antiguas paredes y trozos de columnas, se adornaban con frisos de mármol y otros elementos, tomados acá y allá de los vetustos monumentos destrozados. Otra vez Roma surgía como una ciudad que no se parecía a ninguna otra.

El municipio romano, con sus torres y lugares fortificados, se extendía irregularmente a la izquierda del Tíber, y a la derecha, dominada por el torreón redondo del antiguo mausoleo de Adriano, estaba la "Civitas Leonina", la vasta y poderosa fortaleza construida alrededor de San Pedro, en el siglo IX, por el Papa León IV, contra el peligro sarraceno. Más abajo de la Ciudad Leonina, el pobre barrio de Trastevere recogía quizás aun algunos vestigios de los auténticos Romanos de antaño.

En esta Roma medieval, nutrida de antiquísima savia y punto central del mundo romanizado y cristiano, había sido coronado solemnemente, el 23 de Enero de 1295, Benedetto Caetani, con el nombre de Papa Bonifacio VIII. Ese hombre inteligente, ambicioso, de gran habilidad e indomable energía, puso en juego todos sus recursos para devolver a Roma su categoría de cabeza del mundo y para unificar bajo una sola vo­luntad la vida turbulenta de Europa. Su mirada abarcaba todo el inmenso territorio y penetraba todos los contrastantes intereses de los distintos países y regiones. En un primer tiempo sus éxitos parecían llevarlo al triunfo. El año 1300, año del jubileo que trajo a Roma una inmensa cantidad de peregrinos, marcó el punto más alto de su gloria y poderío: el cardenal Matteo d'Acquasparta, predicando delante del Pontífice y de su corte, pudo proclamar con visos de verdad que el Papa era "soberano temporal y espi­ritual por encima de todos cuantos existen, en lugar de Dios".

Ese era el personaje al cual los delegados florentinos venían a pedir que respetara la libertad de Florencia.

No conocemos los permenores de la entrevista, pero sabemos que se encontraron frente a frente dos hombres intelectualmente muy por encima de lo común. Bonifacio, en aquel entonces, tenía 66 años, y era de cuerpo robusto y alta estatura, de frente vasta, cejas pobladas y expresión severa. Su lenguaje era más vivo que refinado y su naturaleza impetuosa e imperiosa lo llevaba a veces a la generosidad, a veces a una dureza impla­cable. Dante, según lo que nos asegura Bocacio, fue de estatura mediocre, un poco en­corvado, de ojos más bien grandes, tez morena, cara larga, nariz aguileña y mandíbula fuerte. Su expresión, nos dice, era melancólica y pensativa. Quizás sea un retrato del Poeta ya atribulado por el largo destierro: en todo caso, perorando la causa de su amada ciudad, no se habrá quedado ni pálido, ni melancólico. Bonifacio comprendió en seguida que si Dante se hubiese encontrado en Florencia antes que entrara Carlos de Valois, quizá sus planes se habrían entorpecido. Mandó de vuelta a los otros delegados con palabras amables y vacías, mas Dante fue retenido en Roma.

La noticia del desastre posiblemente llegó al Poeta cuando todavía se encontraba allí. Camino hacia casa, en Siena, supo de la severa e injusta condena decretada contra él por sus enemigos, y de las increíbles violencias de las cuales la ciudad había sido teatro. El destierro del Poeta empieza. Junto con esperanzas y decepciones, humillaciones y dificultades de toda clase, crece y se va edificando el poema inmortal.

***

Hacía tiempo que el joven autor de la "Vita Nuova" había madurado. La obra deli­cada, en versos y prosa, en la cual aparece Beatriz viva e idealmente amada, muerta y dolorosamente llorada, nos revela a un poeta sensible, quien busca la comprensión de las mujeres para sus cuitas de amor. Sin embargo, ya en esa obra juvenil, no libre todavía de imitaciones, se asomaba una personalidad nueva y la promesa de un genio original, capaz de sacudirse de encima las plumas ajenas. Desde entonces, el horizonte espiritual y las posibilidades expresivas de Dante se habían ampliado extraordinariamente. La des­gracia del destierro con su secuela de amarguras despojó al Poeta, día tras día, de los apegos de una vida corriente y lo probó con la prueba más dura para él, obligando su orgullo a plegarse frente a la necesidad de buscar sustento y hospedaje en moradas extrañas.

Fueron años de angustia, pero fecundos. Mientras iba componiendo sus obras meno­res, en latín y en italiano, el éxul no cesaba de elaborar la Comedia. La ciencia del tiempo y la filosofía, las Sagradas Escrituras y la historia, mitología y leyendas populares, litera­tura y observaciones directas, todo concurrió como material para la creación de ese grandioso mundo del más allá que un vigor poético sorprendente animó de vida. Mundo de lo eterno, en el cual se refleja vívidamente el de los mortales, inmenso y variadísimo paisaje que Dante nos hace recorrer junto con él, para llegar desde el horror de los castigos sin fin hasta la cumbre de la mística, visión de Dios. Es una grandiosa síntesis de conocimientos, pensamientos, creencias y pasiones del tiempo, pero llena de elementos nuevos: figuras que han perdido la rigidez de los símbolos, fantasía que se alimenta libre­mente de toda materia, arquitectura disciplinada e imponente, y, en fin, el uso de la lengua, todavía llamada vulgar, la cual recibe del poema divino su definitivo sello de nobleza.

La aparición de las primeras partes de la Comedia tuvo en seguida gran resonancia. Dante trataba, como nadie todavía lo hiciera, lo que se encontraba con mayor o menor claridad en la mente de todos como preocupación principalísima, o sea, hablaba del des­tino de la parte eterna del hombre. Esa preocupación formaba el sustrato de la vida de entonces, así de la gente de pocas luces, como de los sabios. Ciertos versos terroríficos de intención edificante, prédicas, cuentos que mezclaban elementos paganos con creen­cias cristianas, nos dan una idea del clima emocional del tiempo. Leyendas de una clase particular se habían formado y difundido en los siglos precedentes: las visiones. Pro­cedían en gran parte de Irlanda, cristianizada por San Patricio en el siglo V, y las primeras trataban de viajes imaginarios a la búsqueda del Paraíso Terrenal. Algunos de estos relatos, como la "Visio Tungdali" o la del "Purgatorio de San Patricio", ofrecen evidentes puntos de contacto con figuras y descripciones de la Divina Comedia. Por otro lado, un estudio muy interesante de Miguel Asin Palacios, "La Escatología Musulmana en la Divina Comedia", nos indica las analogías de ciertos elementos del Poema de Dante con las visiones del místico Abubéquer Mohámed Benalí, conocido por el nombre de Benarabí, quien nació en Murcia en 1164 y murió en 1240 o sea 25 años antes que Dante naciera. Aunque estamos a oscuras sobre el problema de la transmisión de las visiones de Benarabí al poeta florentino, ciertas semejanzas evidentes nos hacen difícil suponer que Dante las ignorara. Quiere decir que "...había en su época un intercambio y una compenetración cultural, entre el mundo románico y el mundo arábigo mucho más profundos de lo que nos dejarían creer los estudios puramente románicos". (M. Penna Historia de la Literatura Italiana, Atlas, Madrid).

Estas observaciones, aunque sumarias, nos dan alguna idea de la amplitud del área que envió a Dante sus sugerencias, sólo para quedarnos en el campo de algunos elementos que vivían en la fantasía popular. Pero, entre todos los conocimientos que Dante apro­vechó para su obra máxima, uno de los más importantes fue sin duda el de la filosofía escolástica, o sea de aquel admirable esfuerzo de la teología medieval que estaba empe­ñado en despejar el camino del hombre hacia Dios. El monumento más imponente de esta filosofía, la "Summa" de Santo Tomás de Aquino, fue la obra congenial con el espíritu de Dante, sobre la cual el Poeta se apoyó para modelar su mundo ultraterreno.

El riquísimo material que Dante poseía (podemos decir el conjunto de casi todos los conocimientos posibles de aquel tiempo), se sintetizó en la Comedia en gracias de dos poderosas fuerzas: la vocación poética y la intuición mística. Toda el alma de Dante tendía al Bien Supremo como el hierro al imán, y su visión del Paraíso con el éxtasis del punto final y culminante de su viaje no podía nacer sino de un fondo de misticismo capaz de absorber pasiones y razón. El esqueleto de la Comedia, o sea su construcción ló­gica, exigía dos fuerzas que llevaran al Poeta, hacia la purificación primero, hacia Dios después: la sabiduría humana y la ciencia divina. Pero cuando la fantasía poética dio un cuerpo simbólico a estos conceptos, aparecieron Virgilio y Beatriz. Beatriz es más fácil a entender, porque la poesía del dulce estilo, y la "Vita Nuova", nos habían ya anticipado la visión de la mujer beatificante. Pero, por qué fue elegido Virgilio como símbolo de razón y sabiduría humana? No había sido ningún filósofo. Es cierto que en el Medioevo vulgarmente no solían hacerse distinciones entre las actividades espirituales, pero Dante difícilmente podía confundir ciertos conceptos fundamentales. La realidad es que el poema virgiliano había sido objeto de largo estudio y fuente de profundo gozo para nuestro Poeta, quien no se amilanó frente al sueño, mano a mano más claro, de seguir a Virgilio (quien a su vez había seguido las huellas de Homero, "poeta soberano") y de superarlo por la altura del tema tratado.

Con Virgilio Dante ya haba bajado en las regiones de los muertos -en el libro VI de la Eneida- con él había cruzado el Aqueronte en la embarcación desvencijada del viejo, vigoroso y colérico Caronte, se había encontrado frente del can Cerbero que ladraba con las bocas de su triple cabeza, y se había acercado a las pálidas sombras del Tártaro. La Imagen del poeta latino como guía para su propio viaje ultraterreno se presentó segura­mente como por sí misma a la fantasía de Dante.

En cambio, el concepto de la naturaleza del hombre y de su destino, Dante se lo había formado a través de la filosofía y especialmente, como se dijo, de la filosofía to­mista, que le sugería al mismo tiempo la visión del orden ideal del mundo: la perfección del hombre deba ampliarse naturalmente en la perfección de la sociedad, concebida por Dante como una jerarquía armónicamente establecida, tan ordenada y justa como el modelo celeste. El poder supremo, en el estado perfecto, debe irradiar hasta el más humil­de su soberana justicia, y los súbditos le deben corresponder con lealtad y fidelidad: ideal caballeresco del trato entre señor y vasallo, todavía completamente medieval. Solamente en una cosa la tierra no podrá reflejar el cielo: puesto que allá hay sólo almas perfectas y acá también cuerpos con sus necesidades, el mundo de los mortales deberá ser alum­brado, como ya era en los buenos tiempos, por dos soles: el Emperador con su poder político y el Papa con el poder espiritual.

Si consideramos bien este ideal de Dante, y si lo confrontamos con la concepción de Bonifacio VIII, debemos concluir que los dos, al fin y al cabo, deseaban fundamental­mente la misma cosa: la unidad del Imperio, el orden de la jerarquía, una autoridad más que humana en la cumbre, obediencia y lealtad de parte de los súbditos, sin menoscabo de las libertades democráticas de los municipios (que, entre paréntesis, vemos aseguradas en las constituciones emanadas por Bonifacio en favor de las ciudades del Estado de la Iglesia). Sin embargo, en ese Papa, Dante no supo ver nada más que el desmedido afán de dominio, y sólo sintió en él al enemigo. En el Infierno preparó un lugar bien caliente, entre los simoníacos (o sea los que habían comerciado con las cosas espirituales), que esperara el alma del Pontífice, y en el Purgatorio puso en los labios de un futuro bie­naventurado una amarga requisitoria contra la ambición del Papa. Ni siquiera concedió a Bonifacio, condenándolo a la pena eterna, esa grandeza trágica que caracteriza a algu­nos personajes del Infierno: al herético Farinata, por ejemplo, quien se levanta de su tumba ardiente para hablar, orgulloso y apasionado, de su patria y de sus partidarios; o al blasfemo Capaneo, de gigantesca estatura, impasible y desdeñoso bajo la lluvia de fuego. Bonifacio en cambio fue marcado -para la memoria de la posteridad- con el sello del ridículo, porque destinado a caer en un estrecho pozo, la cabeza abajo y las piernas sobresaliendo hasta la pantorrilla, frenéticamente agitadas por el ardor de una llama que va recorriendo la planta de los pies.

Para explicar tanta hostilidad, no basta ni el mal que personalmente sufrió el Poeta por la actuación de Bonifacio, ni el hecho de que éste no admita el dualismo de poderes auspiciado por Dante. Se trata más bien de la absoluta repugnancia del intelectual hacia el hombre de acción, cuando el objeto de sus ideales es el mismo. En el caso específico, por un lado hay una pureza que se va haciendo más cristalina a través de los aparentes fracasos, y por el otro un espíritu dominador que se va afirmando sin reparas a través de cada una de sus aparentes victorias. Dante alimenta un sueño y una esperanza en cuya realización sería feliz de colaborar, mientras Bonifacio se siente protagonista de la gran empresa que acometió; pero he aquí que el destino decide a su manera: a Dante concedió el tiempo necesario para llevar a término la Comedia, mientras con rapidez inesperada fulminó al Pontífice.

No habían pasado dos años desde que Dante había empezado su vida errabunda cuando el precipitar de los acontecimientos destruyó a Bonifacio VIII. Estaba él a punto de lanzar la excomunión contra el Rey de Francia, Felipe el Hermoso, desde la catedral de su nativa Anagni, cuando, a la vigilia del día fijado, irrumpieron en la ciudad las milicias enviadas por el Rey, a las cuales se sumaban las fuerzas de la familia Colonna. Las tropas habían subido la cuesta del valle dominado por los antiquísimos murallones de Anagni, y antes que clareara el día habían pasado las puertas abiertas por la traición. Tomado a fuerza el palacio papal, encontraron a Bonifacio VIII en sus atavíos solemnes, sentado en trono. Pero ni eso, ni la declaración del Pontífice de preferir la muerte a la renuncia, fueron impedimento a que Guillermo de Nogaret y Sciarra Colonna se apoderaran de su persona y saquearan el tesoro del palacio. No sabemos si es cierto que Sciarra Colonna, como se dijo, abofeteó al viejo Pontífice con la mano calzada en guantelete de hierro, pero con este gesto o sin ello, el insulto haba sido tremendo. Tres días después, los ciu­dadanos de Anagni, recobrados del anonadamiento de la sorpresa, se sublevaron con un estallido de furia y echaron a los invasores. Pero el Papa no sobrevivió mucho a la prueba. De vuelta a Roma, a las pocas semanas expiró.

Con él terminaba el sueño de un Imperio teocrático, como lo había delineado, casi un siglo antes, Inocencio III. No hay duda que Bonifacio VIII había considerado como su inspirador y modelo al gran Papa Inocencio, también nacido en Anagni, también ele­gido después de un Celestino, con la misma profunda preparación jurídica y con una parecida y asombrosa capacidad de trabajo. Pero Inocencio había actuado movido por fines esencialmente religiosos, y si en el campo político no logró sus propósitos, pudo sin embargo fortalecer moral y espiritualmente la Iglesia. Bonifacio VIII habría podido te­ner en él a su Virgilio que lo acompañara lejos de la selva y de las fieras, pero no supo captar el verdadero y esencial mensaje de su predecesor, y así, el león y la loba, de los cuales Dante pudo escaparse, lo hicieron su víctima.

El Pontífice murió junto con su sueño, sin dejar nada que se asemejara a la herencia espiritual de Inocencio. La noche pareció caer sobre lo que no sólo Bonifacio, sino tam­bién Dante había esperado. Roma fue abandonada por los Pontífices, quienes se estable­cieron en Avignon, y como si la naturaleza misma hubiese querido subrayar la ruina de la ciudad eterna, unos decenios más tarde la sacudió un terremoto desastroso.

Toda la actividad de Bonifacio no había hecho otra cosa que apurar la caída de la teocracia medieval, que ya era solamente una cáscara rayada. Pero, por su parte, el mismo Dante, fijando el idioma italiano, contribuyó, sin saberlo, a la división cultural del gran cuerpo del Imperio. La turbulenta historia del final de la edad media sigue su curso y prepara un nuevo decorado para las realizaciones del Renacimiento; mas sobre el fondo de la gran unidad política, religiosa y cultural que se resquebraja, las figuras del Pon­tífice y del Poeta se destacan, cercanas y contrapuestas: Bonifacio (quien fue, quizás, el mal necesario para la grandeza de la Divina Comedia), apasionadamente entregado a una tarea terrena de imposible realización; Dante, dedicado casi hasta la hora de su muerte a un trabajo creador destinado a vencer el tiempo. El espíritu del Poeta quedó en su obra máxima como dentro de un fulgor perenne, igual que las almas por él imaginadas en los más altos cielos: para todo italiano numen tutelar de la patria y de la estirpe, para todo el mundo culto honra de la humanidad y manantial de siempre nuevas inspiraciones.

 

***

Pasan y se acumulan los siglos, y cada edad puede recibir su parte de luz de esa obra singular que es la Divina Comedia. No es cierto que sólo nos queda de ella la belleza potente de la poesía, como afirmaba Carducci. La Comedia tiene hoy, para nosotros, el valor simbólico de una roca firme entre aguas tempestuosas.

Las generaciones actuales viven un cambio tremendo de todas las estructuras conocidas, y su angustia se refleja en el fiel espejo de la producción artística actual. En su desconcierto, la gente busca asideros para agarrarse a una seguridad cualquiera, mientras todo alrededor es rápido cambio, fluctuar de acontecimientos, de conocimientos y hasta de conceptos morales. Desde los poéticos mensajes del Zaratustra de Nietzsche, hasta los versos actualísimos del griego Nikos Pappas, oímos resonar el mesiánico anuncio del superhombre que está por llegar y que será el feliz protagonista del nuevo mundo. Es un sueño que reemplaza el antiquísimo y tenaz de la "edad de oro" y que se basa en el rechazo del misterioso y dramático dualismo de la naturaleza humana.

Se quiere imaginar la vida sin sufrimientos, el placer sin remordimientos, la muer­te sin temor. Una vida de esta clase, como una "edad de oro" de nuevo cuño y proyectada en el futuro, podrá realizarse, dicen los predicadores del comunismo, destruyendo, anu­lando nuestra realidad de hoy, para crear una sociedad, donde cada ser humano estará en el lugar que le corresponde, en perfecta seguridad. En su mensaje al futuro poeta del nuevo siglo, dice Nikos Pappas: "Hemos cometido muchas acciones trágicas y funes­tas... para que tu no sientas ninguna necesidad, ninguna barrera, absolutamente ningún miedo".

Como se ve son todos conceptos engendrados por un misticismo de cuño oriental, o sea por el deseo de auto-anulación en favor del futuro que debe nacer: concepto evi­dentemente arraigado en una naturaleza emotiva de carácter femenino. El intelectualismo occidental en cambio tiene una actitud opuesta, de importancia preponderante al hombre como individuo que forja su existencia y procrea sus descendientes manteniendo su propia personalidad, y manteniéndola no sólo en esta vida, sino en la otra también. Esta es, a todas luces, una actitud de carácter masculino frente al destino humano.

La cultura latina, en la cual oriente y occidente se encontraron y se fusionaron, era el único crisol posible para crear la síntesis entre lo emotivo y lo racional, dando al hombre un ideal superior: de sentimiento domado por el espíritu del orden, y de pensa­miento arraigado en el amor universal. Esta síntesis tiene su expresión en la Divina Comedia, que bajo este aspecto es completamente actual: nada de pasiva espera ni de irracional auto-destrucción, sino trabajo, íntima lucha e inefable gozo. Cada hombre tiene derecho y posibilidad de conquistar su felicidad, cada hombre debe buscar el camino que lo lleve lejos de la selva, y merecer la luz de las alturas. Aún en la mística comunión con el Bien Supremo, conservará la infrangible unidad de su propia alma.

En el tiempo de Dante la tentativa anti-histórica de Bonifacio VIII fracasó rotun­damente. Ahora está en marcha, en proporciones enormes, una tentativa que podríamos llamar anti-humana, y que tarde o temprano deberá ceder definitivamente frente a la realidad de la naturaleza del hombre. Quien no sea simplemente parte de un ciego reba­ño, siente la nobleza de aceptar su destino humano singular e intransferible, sus caídas, sus remordimientos, sus luchas y sus conquistas, o sea la eterna y siempre renovada his­toria del alma humana que Dante ilustró.

Dejemos a parte los sueños de un lejano porvenir feliz para generaciones descono­cidas. Nuestra tarea es aquí y ahora, en pro de cada uno de nosotros y de nuestros con­temporáneos. Estemos seguros, que la mejor manera de preparar un porvenir más feliz para las generaciones futuras está en el trabajo difícil e individual de mejorarnos a no­sotros mismos, pues de una buena raíz no puede salir una mala planta. La regla, es muy sencilla: se trata sólo de aprovechar rectamente lo que tenemos y que recibimos, lo bueno y lo malo de nosotros mismos y de las contingencias, para que no se vuelva en condena­ción nuestra, sino que suya para nuestra verdadera felicidad.

 

 

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REVISTA DEL ATENEO PARAGUAYO

LETRAS – FILOSOFÍA – ARTE

SOCIOLOGÍA – CIENCIAS - NOTAS

ASUNCIÓN, SETIEMBRE DE 1965

VOL. II – NÚMEROS 1 – 2

 

Director: ADRIANO IRALA BURGOS

Secretaría de Redacción: CRISTÓBAL ORTIZ LOVERA

Consejo de Redacción: LORENZO LIVIERES BANKS,

LAUREANO PELAYO GARCÍA y GERARDO HERRERO CÉSPEDES

Xilografía de tapa: LOTTE SCHULZ

Xilografías del Interior: EDITH JIMÉNEZ






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