INTRODUCCIÓN
Josefina Plá es, sin duda, no solamente una de las grandes figuras literarias del Paraguay sino también una de las voces capitales de la literatura contemporánea de lengua castellana. Su vasta obra, realizada a lo largo de setenta años, abarca desde la poesía, la narrativa, el teatro, el ensayo y la crítica, hasta la historia cultural y social, sin contar su labor en el campo de las artes plásticas, especialmente en el de la cerámica, donde ha realizado también una importante obra.
BIOGRAFÍA MÍNIMA
Nacida a principios de siglo en la Isla de Lobos, Canarias, hija de Leopoldo Plá y de Rafaela Guerra Galvani, pasó su infancia y juventud en diversas ciudades de España acompañando a su padre, funcionario en provincias.
En 1924 conoce en Villajoyosa, Alicante, al artista paraguayo Andrés Campos Cervera (Julián de la Herrería), con quien se casaría dos años después. En 1926 llega al Paraguay y se establece en Villa Aurelia primero y después en Asunción. Entre esa fecha y 1938 viaja dos veces más a España, acompañando a su esposo. Entretanto ha estado colaborando en diversas revistas y periódicos del Paraguay con poemas, artículos y otros textos literarios.
A su regreso de la península, en 1938, se convierte en una de las figuras descollantes del movimiento literario renovador (especialmente con sus poesías) que junto con ella encabeza Hérib Campos Cervera, sobrino carnal de su marido, que ha muerto en Valencia un año antes.
Desde entonces realiza una intensa tarea como periodista, escritora y artista plástica, que se extiende hasta el presente. Ninguna otra figura ha abarcado tanto en nuestra cultura sin perder la dimensión en profundidad de su quehacer.
En el campo de la literatura de creación ha producido más de cuarenta títulos de poesía, narrativa y teatro, además de numerosas obras de historia social y cultural.
LA NARRATIVA DE JOSEFINA PLÁ
Aunque Josefina Plá había publicado cuentos de manera esporádica desde los primeros años de su llegada al país, sólo en la década del 50 adquiere más continuidad su labor en este campo. En efecto, es en la revista ALCOR donde se publican varios relatos que luego serán reunidos en LA MANO EN LA TIERRA (1963). Desde entonces publica tres libros más, el último de ellos en 1989.
La inserción de Josefina Plá en la narrativa paraguaya se produce cuando empieza a constituirse el núcleo de un corpus narrativo contemporáneo en el género. Para entonces ya estaban publicados EL GUAJHÚ y EL POZO, de Gabriel Casaccia, EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS y EL BALDÍO, de Augusto Roa bastos, los otros autores capitales que le anteceden. En estos dos narradores se definen ya las dos principales líneas de la novelística y cuentística del Paraguay: el realismo crítico –a veces con matices psicologistas-, en Gabriel Casaccia, y un cierto realismo mágico -empleo la expresión con reservas— en Roa Bastos -autor que, por lo demás, tiene también en su obra una notoria dimensión crítica. Ambas vertientes se encuentran también en los textos de Josefina Plá, que, por cierto, no constituyen hechos reiterativos con respecto a esas experiencias, sino configuraciones que enfocan otros aspectos de la realidad, entrevista desde una particular situación, esto es, desde un punto de vista y un sistema expresivo diferentes.
UNIVERSOS SEMÁNTICOS
Considero importante para la comprensión y valoración de los cuentos de Josefina Plá determinar, en la medida de lo posible, la situación particular a partir de la cual se configuran sus textos, esferas donde plasmará su propio universo de significaciones.
Cuando Josefina Plá llega al Paraguay trae consigo una sólida cultura literaria y una experiencia vital definida por su entorno primario, la de su patria de origen, España. En el país de su marido se encuentra con una situación diferente en muchos aspectos, y aquí, en este medio, es de donde arranca su tarea de creación literaria y artística. Me parece pertinente señalar que esta labor viene a darse en el punto de encuentro de dos sistemas: la cultura hispánica peninsular y la cultura hispano-mestiza paraguaya, sin entrar por ahora a distinguir matices en el proceso (téngase en cuenta que esa ingente labor arranca de sus primeras colaboraciones en la revista Juventud, en 1926, y llega hasta el fin, prácticamente, de la década del 80).
Puede presumirse, por tanto, que en esta encrucijada cultural se produce una situación semiótica nueva y que los productos literarios correspondientes han de llevar su marca.. De hecho, mi hipótesis es que su creación literaria refleja -sobre todo en algún texto como "LA MANO EN LA TIERRA", que presenta el conflicto de culturas entre el padre español y el entorno indígena y mestizo, que sólo se resuelve simbólicamente al tocar la mano del conquistador, en el momento de expirar, la tierra en que han nacido sus hijos- lo que podríamos llamar una situación de contacto.
La perspectiva de su creación es, por tanto, diferente de la de un escritor que escribe desde un arraigo originario, y distinta asimismo de la de los autores cuya perspectiva es la del exilio. Como quiera que sea, el producto de esta situación de encrucijada, de particular constitución semiótica, es una espléndida obra, de alto valor estético y testimonial.
El "realismo crítico" de Josefina Plá no es, pues, de raíz ideológica sino de carácter estructural; dicho de oca manera, se origina en la perspectiva, en la distancia que separa a la autora del universo semántico del entorno, del que a losar de todo forma parte y al cual viene a sumar, a integrar su propio universo a través de su obra. En gran parte de la obra de Josefina Plá -incluidas sus creaciones plásticas- se advierte esa voluntad de asumir la realidad, sin perder, no obstante, nada de la dimensión crítica propia de su condición.
Otro es el caso de un cierto número de cuentos "oníricos", como los llama la autora. El tema, aquí, aparece menos comprometido con los temas objetivos; por el contrarío, es el autor-sujeto el que impone su figura en el espacio textual. Y en este espacio se despliegan las posibilidades significativas de sus visiones oníricas. La coincidencia con cierta prosa surrealista no es accidental: por esos años se está expandiendo, todavía, el surrealismo y algunos de sus mejores frutos son de esa época.
LA PROSA ARTÍSTICA DE JOSEFINA PLÁ
Dada la constelación de escritores que en la década del 50 producen las obras fundamentales de la narrativa paraguaya contemporánea, cabe preguntarse si qué lugar ocupa en ella la obra de Josefina Plá.
No hay que olvidar que la vocación primera de esta autora es la poesía, género al que ha hecho un aporte fundacional dentro de las letras paraguayas postvanguardistas. A veces, los poetas se abstienen de escribir prosa porque no consiguen asumir de manera competente el núcleo estructural generador de textos en el género. No es el caso de Josefina Plá, poseedora de una prosa notable por su eficacia comunicativa, su agudeza y su calidad estética.
El tratamiento de sus diversos textos narrativos es, naturalmente, variable de acuerdo con su ámbito temático y su temple expresivo, pero en todos ellos se advierte siempre la rigurosa coherencia de su composición. Los niveles de lenguaje (el del narrador, el de los personajes, generalmente de pueblo) se dan en un contrapunto discreto, que configura con naturalidad los universos lingüísticos (fonético, sintáctico, semántica) de los cuentos, en su mayoría de ambiente popular paraguayo y a menudo de contenido crítico-social.
De este modo, la estructura externa de los textos sustenta con plena eficiencia su estructura semántica, rasgo de competencia que caracteriza toda creación auténtica en el orden expresivo.
LOS LIBROS DE CUENTOS
Tal como ya se ha indicado, los volúmenes de cuentos de Josefina Plá aparecen con cierto retraso respecto a los de los otros autores principales de la narrativa contemporánea del Paraguay. Sin embargo, si se observan las fechas de redacción dadas por la autora, se nota el paralelismo temporal en relación con los cuentos de Casaccia y Roa Bastos.
Cuatro títulos da a la estampa Josefina Plá a partir de 1963, en un lapso de veintiséis años: LA MANO EN LA TIERRA el primero, EL ESPEJO Y EL CANASTO diecinueve años después, en 1981, LA PIERNA DE SEVERINA en 1983 y, por último, LA MURALLA ROBADA, que se publica en 1989.
En algunos de estos títulos reaparecen cuentos ya incluidos en otros anteriores, como "La niñera mágica" y "La mano en la tierra". Algunos textos dieron escritos tempranamente (1927) y, reelaborados mucho después. Afortunadamente, la autora generalmente da al pie las fechas de redacción, que pueden no ser siempre exactas, dado el hecho de ser textos recuperados algún tiempo después de su redacción primera.
NUESTRA EDICIÓN
La presente compilación sigue el texto de los volúmenes antes citados. De EL ESPEJO Y EL CANASTO se ha suprimido "La niñera mágica" ya incluido en LA MANO EN LA TIERRA; de LA PIERNA DE SEVERINA se ha excluido "La mano en la tierra" por el mismo motivo, la última sección, se incluyen dos textos inéditos en volumen, procedentes de la revista JUVENTUD (1926) y uno de la revista ALCOR (1960).
No se ha podido incluir en la presente compilación un cuento, "Toro pichado", mencionado en las “Palabras de la autora” que preceden a los textos de EL ESPEJO Y EL CANASTO, por hallarse traspapelado en los archivos de la propia escritora.
Tampoco se incluyen los cuentos para niños de MARAVILLAS DE UNAS VILLAS, que serán editados en volumen aparte.
© de la introducción, compilación y bibliografía:
MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ.
Universidad Nacional de Asunción
ÍNDICE. INTRODUCCIÓN
LA MANO EN LA TIERRA : LA MANO EN LA TIERRA// LA NIÑERA MÁGICA// A CAACUPÉ// MALA IDEA
EL ESPEJO Y EL CANASTO: PALABRAS DE LA AUTORA// EL ESPEJO// MANÍ TOSTADO// MAÍNA// PLATA YVYVY// CUÍDATE DEL AGUA// LA JORNADA DE PACHI PACHI// SESENTA LISTAS// LA CORONA DE LA VIRGEN// LA MISA DEL OGRO// EL CANASTO
LA PIERNA DE SEVERINA: ACOTACIONES TEMPORALES// LA PIERNA DE SEVERINA// LA VITROLA// SIESTA// SISE// ÑA REMIGIA// ADIÓS DOÑA SUSANA// GUSTAVO
ANÉCDOTAS DEL FLOKLORE NACIENTE: CIEGOS A CAACUPÉ// CANTA EL GALLO// CURUZÚ LA NOVIA// LAS AVISPAS// HAY QU’ARRELARSE// EL MIRLO BLANCO// ÑANDURIÉ// LA BAHÍA// AL SALIR EL SOL// ETERNIDAD
LA MURALLA ROSADA: LIMINAR
CUENTOS FOLKLÓRICOS Y FANTÁSTICOS: LA MURALLA ROBADA// EL LADRILLO// EL CALENDARIO MARAVILLOSO// ABORTO// EL PEQUEÑO MONSTRUO// PROMETEO// EL GIGANTE
CUENTOS DE LA TIERRA: MANDIYÚ// JESÚS MENHINO// MASCARITAS// TORTILLAS DE HARINA// VACÁ RETÁ// EL CANASTO DE SERAPIO
ANÉCDOTAS: PAPAGALLO// JAMÓN COCIDO// EL GRITO DE LA SANGRE
FOLKLÓRICOS: EL TATÁ VEVÉ // EL CABALLO MARINO
VARIOS: EL NOMBRE DE MARÍA// EL PERRO
TEXTOS NO INCLUIDOS EN VOLUMEN: EL ARBOLITO// LA SOMBRA DEL MAESTRO// EL ROSTRO Y EL PERRO
BIBLIOGRAFÍA
CUENTOS DE JOSEFINA PLÁ
LA MANO EN LA TIERNA
a CARLOS ZUBIZARRETA
La casa de adobes se levanta cerca del río. Fue de las primeras en ofrecerse tal lujo y en ella hubo de trabajar no poco Don Blas, que en aquellas tierras nuevas tuvo como todos que sacar fuerzas de flaqueza, y hacer muchas cosas que hacer no pensaba con sus manos hidalgas. Las gruesas paredes, el techo de paja, mantienen un grato frescor aún en lo más tórridos días. Ursula, la vieja mujer india, ha regado el piso de tierra, ha esparcido por el suelo ramitas de paraíso. Afuera, el sol abrillanta las hojas cimeras de cocoteros y bananeros. Cuando Blas vuelve la cabeza sobre la almohada, puede aún distinguir, entre los desgarrones del seto, un trozo de algo onduloso y amarillo que resbala a lo lejos: es el río, que viene crecido. De cuando en cuando, la isla náufraga de un camalote pasa boyando. Con él navega el misterio de tierra adentro, atado a veces con el nudo escamoso de una víbora.
¡Cuántas veces en aquellos cuarenta años ha pensado Blas de Lemos seguir el camino que señalan unánimes los camalotes!... Pero nunca se decidió a despegar los pies de esta tierra roja y cálida que enceguece con resplandores y seduce con mansedumbres. Tierra tan distinta de las secas y austeras donde él nació -¿cuánto hace?... ¿Setenta, setenta y cinco años?... Ha perdido un poco la cuenta, porque acá son otras las estrellas y rige otro calendario de cosechas y desengaños. Aquella tierra, la suya, era tierra adusta, avara de sonrisas, pero fecunda y cumplidora. Esta es pródiga y blanda al parecer, pero pura indisciplina... Derribado en la cama, le resbalan a Blas ojos adentro las montañas sequizas y descoloridas, los páramos grises, y también los trigales interminables o los viñedos negreando su carga borracha de azúcar. El recuerdo del mar le abre enseguida en el pecho una ancha grieta azulverde y salada. Nunca más lo volverá a ver: de ello está ahora seguro. Nunca más. Hace más de cuarenta años que pisó estas riberas, hace dos que está allí clavado en la yacija, paralela al río, y con cada camalote que pasa boyando manda una saudade al mar lejano. Al mar de su sed, que no sabe ya si es el mar azulsueño mediterráneo o el mar verdefuria, loco de soledad, que sorteó en su remoto viaje de venida. Qué lejos está todo eso. Qué engreimiento el suyo, y cómo Dios usa a los hombres cuando ellos creen estar usando su albedrío...
Desde ayer se siente peor. Por eso hizo avisar con Ursula al franciscano Fray Pérez.
A los pies de la cama, Ursula acuclillada masca su tabaco. Sus movimientos son mínimos y precisos. Hace menos ruido que la brisa en el pasto, afuera. El typoi abierto a los costados deja ver por momento los pechos de cobre, voluminosos y alargados como ciertos frutos nativos. ¿Cuántos años tiene Ursula?... ¿Cincuenta?... Quizá menos. Doce tenía apenas cuando, mitad rijoso, mitad risueño, la recibió de entre el rebaño núbil ofrecido por un empenachado cacique como prenda de alianza y de unión. Está vieja Ursula, con una vejez que no se cuenta por sus propios años sino por los de él, Don Blas, pero su pelo es ala de îribú. En cambio él, Blas, tiene las sienes ralas, y sobre la cabeza pequeña y hazañosa los cabellos aplastan su lana blanquecina. Hace muchos años, muchos, los acariciaba Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña:
-Son oro puro, mi señor.
(También Ursula le llama che caraí).
Se mueve por la pieza, tácita y lenta, cabello de îribú. En su rostro de madera agrietada, aceitada, Blas identifica con sutil tristeza las heces del dilatado exprimirse viril sobre el cauce impertérrito de aquella sangre oscura. Su otra mujer india, María, era más joven. Murió al dar a luz a Cecilia, su única hija, la hija de su vejez. Ursula en cambio le había dado seis varones. Seis mancebos pujantes. ¿Mancebos? Hombres ya, alguno encaneciendo, desparramados por villas y fuertes de frontera, hasta el último, Diego, el más tierno. El, Blas, no había podido entenderse nunca del todo con ellos. Siempre se habían entendido mejor con la madre. Aun sin hablarle, con sólo dejarse servir por ella. Con ella conversaban a las veces en su lengua, de la cual él, Blas de Lemos, no pudo nunca ahondar del todo los secretos. Apenas erguidos sobre sus piernas, recién llegados a la vida en la tierra aquella, ellos sabían de ella infinitas cosas que para él, Blas de Lemos, serían siempre un arcano. Siempre sintió junto a ellos, aún al tenerlos en sus rodillas, que era el de esos seres por cuyas venas su sangre navegaba irremediable, un mundo aparte en el cual él, Blas de Lemos, era el llamado a aportar la simiente, desgastándose y empequeñeciéndose en la diaria ofrenda, mientras la mujer la recogía silenciosa creciendo con ella, para amamantar luego con sus senos oscuros y largos a hijos que seguían siendo un poco color de la tierra, siempre un poco extraños, siempre con un silencio reticente en el labio túmido y un fulgor de conocimiento exclusivo en los ojos oscuros; que cuando decían "oré"... trazaban en torno de ellos mismos un círculo en el cual nadie, ni aún él, el padre, el genitor, tenía cabida; un ámbito hecho de selva y de misteriosos llamados girando en la luz taciturna de un planeta de cobre, un mundo con el cual él nunca había acabado de sentirse en lucha. Recordó a Diego, su ultimogénito varón. El único que había sacado los ojos azules. Blas lo amaba entre todos por eso, sin decírselo; aquel color parecía aclarar un poco el camino entre sus almas... Diego, lejos como todos...
-¿Avisaste al Padre Pérez, Ursula?...
-Avisé, che caraí.
Una voz, cerca, oxea un bicho. La voz cantarina de Cecilia. Cecilia con su tez clara, sus trenzas negras, sus ojos que si no fueran un poco altos parecerían andaluces. Blas piensa ella con ternura. Está prometida. La desposará el joven Velazco, el hijo más joven de Pedro Velazco, su viejo amigo hace poco difunto. Hela ahí en la puerta, como empujada por la luz pródiga: Cecilia con sus typois limpios, su flor en la trenza, sus diligentes pies descalzos.
-¿Cómo os sentís, señor padre?...
El castellano en sus labios tiene un acento deslizado y suave, algo así como de otra provincia desconocida de Castilla. La muchacha se acuclilla a la cabecera del padre, y sigue su trabajo en el bastidor, donde poco a poco aparece un diseño semejante a una rueda de delicados rayos. La aguja viene y va. De cuando en cuando una mano pequeña y morena se posa en la frente de Blas. Las sombras se van recogiendo hacia el pie del seto. El amarillo del río se disuelve en el diluvio solar. De pronto una sombra alta obstruye el vano de la puerta. Cecilia se levanta presurosa a su encuentro, besa la mano del enjuto y hosco fraile. Luego se retira hacia los fondos de la casa, junto con Ursula. Solo Dios puede ser tercero en esta entrevista entre Blas de Lemos y el confesor.
HACE rato se fue el franciscano, dejando tras sí la promesa de volver con los Oleos, y un penoso surco de luz en la conciencia de Blas de Lemos. Al interrogatorio escueto del Padre Pérez, sombras hace tiempo aquietadas se han puesto de pie en su memoria, se mueven sonámbulas a una luz sesgada, dura. Esa luz nueva pule, con claroscuro de antiguo relieve, la imagen de Doña Isabel, la joven esposa, casi una niña, abandonada en la casona castellana. Prometióse muchas veces hacerla venir; nunca lo cumplió. Estaba encinta cuando la dejó. Muy después supo que había dado a luz un varón; que lo había llamado Blas, como el esposo olvidadizo. El joven Blas -pero no; no sería ya un joven: un hombre ya con la barba rubia quizá y los ojos azules- murió en aquella batalla... ¿Cómo se llamaba?... ah, sí, Lepanto, donde dice que tanta honra alcanzaron las armas españolas... Trata en vano de imaginarse al hijo que nunca vio... ¿Y ella, Isabel? Hace años que nadie le dice ya nada de ella. Quizá ha muerto ya. Quizá aún vive retirada en su casona, o en un convento, como tantas otras esposas y novias abandonadas. Quiere imaginarse a Isabel como ha de estar, si vive: vieja, achacosa: no puede. La ve obstinadamente niña, rubia y grácil como una espiga. Cuarenta y cinco años... Quién pensara que el tiempo podía pasar tan de prisa. Quién pensara que aquellas cosas pudieran quedar así tan lejos en las distancias del alma. Al fin y al cabo no había sido un sueño triste; pero le gustaría poder despertar...
-¿Habéisme dispuesto el coleto de piel hoy, Doña Isabel?... He de ir de caza.
-Dispuse, mi señor. Y el tahalí nuevo, ensebado ha sido por Gonzalvico.
Qué lejos todo eso. Y qué de prisa pasó para él tan largo camino; combatiendo de día, vigilando de noche, arcabuz al brazo, cuando no sembrando semilla blanca en aquella corriente oscura que la recibe impasible, aclarándose apenas, pero no en la mirada.
Acá no va a venir mucha gente por ahora. Tierra pobre, Blas.
-Sí, Pedro. Vamos a estar muy solos.
Tendremos que hacer nosotros la gente. A fuera de ijada... (Risas).
Años primeros agitados, llenos de peripecias. Años ricos de peligro y pobres de provecho. Hubo de acompañar a Ayolas al Chaco. En su lugar fue su amigo de infancia, Jeónimo Ortiz, el del perpetuo buen humor, el de la guitarra siempre presta. No volvió. El, Blas, pudo haber sido encomendero: prefirió ser de los de arma al brazo. Arriba con Irala, abajo con Cabeza de Vaca, de picada en picada y de fundación en fundación. Y cuando quedó inútil del brazo izquierdo, pasó a manejar la pluma. Había escrito mucho. Memoriales y mensajes, pliegos que iban y venían por caminos duendes, hoy abiertos, mañana comidos por la selva; o que dormían meses un sueño de viento y sal en la cámara de algún bergantín perdido entre cielo y mar rumbo a la patria... Y había escrito también sus memorias. Escribió lo que hizo, y también un poco lo que no pudo hacer en aquellas tierras mansas y tenaces. Bajo la almohada guardaba el mazo de papeles. Parte de la conversación con Fray Pérez, sobre ellos había sido.
-Aún no decidí, Padre, qué hacer con ellos. Será cuando vengáis a darme la Santa Unción. Si mi mano derecha señala la almohada... tomadlos, Padre, tomadlos y quemadlos, porque será que así lo he resuelto para mejor descanso de mi alma...
-Se hará como decís, hijo mío.
Allí bajo su almohada están y aún no sabe qué hará con ellos. "Centón de aventuras y crisol de desengaños de un hidalgo en tierras de Indias" los intituló un poco presuntuosamente. Hace rato no los relee, pero puede recordar párrafos enteros.
-... Son tierras de un rico verdor; tan verde, que creerías guardaron para sí todo el verdor que les falta a tus tierras castellanas. Y hay flores y bestias extrañas, tal cual las debió ver nuestro padre Adán al despertar crecido y sin remordimiento en aquella mañana primera. Pero los crepúsculos rápidos y excesivamente coloreados no conocen el ritmo lento y señorial de los cielos nuestros y sus árboles enloquecidos como si se hubiesen hecho yelmo de un pedazo de aurora, sólo son eso: flor: no portan fruto que te alimente y satisfaga...
-... Y las abrazas, y no se te niegan nunca, ni conocen remilgo de dama consentida; pero de sus brazos sales como hidrópico que ha bebido vaso tras vaso sin conseguir calmar su sed. Y tu oído se secará sin las palabras soñadas, y tu lengua querrá en vano entregar su dulzura, pues no habrá vaso para ella...
(Isabel, Isabel!!...)
-... Y llevan en sus brazos a tus hijos hasta quebrarse la espalda, y los amamantan hasta derrumbar toda gallardía. Y los podrías matar y nada dirían, pero tú sientes que esos hijos que podrías inmolar como Abraham al suyo, no son tuyos, porque al mirarlos hay en sus ojos un pesadizo secreto por el cual se te escabullen, y van al encuentro de sus madres en rincones sólo de ellos conocidos, y nunca puedes alcanzarlos allí...
Y les mandas y te obedecen, los ojos bajos; en vano querrás hallarlos en rebeldía; pero sus labios se aprietan sobre razones que nunca podrás hacer tuyas y sus pies hilan caminos que tú nunca podrás levantar. Y su obediencia te deja defraudado de amor, y su silencio está poblado de cantos extraños...
-... Y tú les enseñaste a tocar tu guitarra clara, tan distinta de sus raros instrumentos de ahogado gemir, y ellos aprendieron pronto; pero cuando empezaron a tocar solos, su música no era ya la que tú conocías, y era como cuando en los sueños alguien ha cambiado tu rostro y tu espejo no te reconoce...
-Y escuchan atentamente a los hombres de Dios que traen Su Palabra, y reciben contentadamente el bautismo; pero adivinas que cuando le hayan acogido para siempre, ya no será el mismo, porque ellos habrán descubierto que El puede tener también su rostro, y se lo cambiarán...
Herejías también. ¿Qué puede escribir un hombre blanco perdido dos veces en la entraña oscura de esta tierra para no perderse a sí mismo?... Herejías. Un hombre tiene hijos para recuperarse en ellos; Blas de Lemos no ha conseguido reencontrarse en la muchedumbre de sus hijos. Sólo los ojos de Diego se le encienden a trechos en la memoria como lámparas que quisieran alumbrarle algo. Bajo la almohada, el mazo de papeles cruje levemente cuando Blas de Lemos mueve, cada vez con más pena, la cabeza...
El sol ha doblado el techo de la casa, golpea la pared contra la cual se apoya el catre. Una umbría cálida sube del lado del río. A intervalos se oye ahora un grito marinero. Blas pregunta -o cree preguntar:
-¿Qué voces son esas?... ¿Llegan naves de España?...
-Son navíos, señor padre, que se arman para ir a poblar Buenos Aires. Los manda el propio Don Juan de Garay.
Buenos Aires. El estuvo allí. Probó hambre y espanto. No le inquieta ya ahora. Sus ojos cansados se abren para apenas distinguir en la penumbra del atardecer los rostros que se inclinan hacia él, cargados de sueños que empiezan a serle también tan lejanos como aquellos recuerdos: Ursula, Cecilia, el joven Velazco. El prometido de Cecilia. Es un mancebo de buen ver, cutis aclarado, pelo terso de reflejos leonados, los ojos negros y densos tras los pómulos anchos. No tiene barba a pesar de sus veinticinco años. Estos mancebos de la tierra tienden a lampiño... Los jóvenes están arrodillados a la cabecera, y Blas los bendice. En su alma donde la soledad crece, se filtra como leve vedija de humo un raro temor: ¿hacia dónde va esta descendencia cuya unión ha bendecido hace un instante, con su misterio y su secreta sabiduría siempre vedada por él?... El mazo de papeles cruje una vez más bajo la almohada...
...¿El río amarillo se ha tornado de sangre?... Blas flota en un mundo por mitad de sombra y de relámpagos. Alguien solemne y lento se inclina sobre él. Es el franciscano Fray Pérez acompañado de un acólito. Trae los Santos Oleos. Ha llegado la hora para Blas de Lemos, que si ha vivido como pecador morirá como cristiano. La ceremonia se desarrolla entre murmurios de latines y algún sollozo ahogado: Cecilia. Por fin termina. Ursula reacomoda las ropas de la cama sobre el cuerpo, ya consagrado para la tierra, de Blas de Lemos, y se aparta nuevamente a su sitio a los pies de la yacija. Blas regresa despacio hacia su luz náufraga. A intervalos se le ilumina todo con una claridad de cobre: a intervalos todo es una tiniebla en la cual alguien invisible le lleva suavemente en andas por caminos desconocidos hacia algo desconocido también, pero que para él se llama paz. Voces sordas zumban de cuando en cuando en esa sombra apacible. El empañado cristal se despeja una vez más. Alguien está arrodillado a su cabecera.
Vuestra bendición, señor padre.
Es Diego, su hijo menor. Todos sus hijos estaban lejos, pero Diego ha venido.
Ursula a los pies de la cama se frota maquinalmente las manos en la pollera, y balbucea su sorpresa. Estaba muy lejos Diego... ahora, hele aquí...
-Me voy a Buenos Aires con Juan de Garay. Vuestra bendición, señor padre.
La mano de Blas se alza a duras penas, como un pájaro viejo; se posa incierta sobre la frente del joven Diego. Lo mira; ve los ojos azules, que parecen un poco extraviados en el color terrígena del rostro. Y como en las aguas de los arroyos de su niñez, Blas de Lemos ve en ellos hasta el fondo. En aquel rostro moreno, un poco tosco pero noble, en aquellos los azules, Blas de Lemos recupera por un instante, en un relámpago, toda su juventud desaparecida. Allí en esos ojos está la sangre soñadora y loca. La sangre destinada a verterse sin sosiego y sin tregua por los cuatro puntos cardinales.
-Dios te bendiga y lleve de su mano. Que tu sangre prospere y tu progenie sea numerosa...
Tal vez quiso decir también: dichosa. Pero no sabe por qué no pudo decirlo.
Sin embargo, se siente feliz, con una felicidad casi dolorosa, que es casi como revivir. Aquellos ojos azules parecen multiplicarse hasta el infinito, pueblan con su destello esperanza un ámbito sin lindes.
La mano de Blas de Lemos, infinitamente fatigada, sube hacia la cabecera.
Se creería quiere alcanzar la sien. Pero el franciscano, inmóvil en su rincón, ha comprendido. Se acerca a la yacija, mete la mano bajo la almohada. El mazo de papeles pasa a su manga. Una mirada aún al lecho donde juega la luz rojiza del velón; a Ursula con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, inmóvil a Cecilia que se enjuga los ojos con un extremo de su manto blanco. Sale, Blas nada ha visto ni sentido. Ha regresado a su mundo de alternadas luces y sombras, cada vez más de éstas, menos de aquéllas.
AL AMANECER, algo como una nube o un ala enorme en cortina por unos instantes el cielo aún indeciso frente a la puerta. Ursula y Cecilia han corrido a la ribera. Si Blas estuviese despierto sabría que son los navíos que zarpan llevando a los colonos de Santa María del Buen Ayre. Pero Blas de Lemos yace definitivamente inmóvil. Su mano derecha tendida hacia el suelo, crispada, parece querer prender la tierra.
1952
EL TATA VEVE
A MARCIANO,
por quien supe de este jirón de folklore
...Hace ya mucho año, yo toavía era jovencito, casi mitaí, trece para doce. Tábamo todo ajuera del corredor de la etancia de siesta; yo taba sirviendo el mate a la gente y todo el mundo taba tomando su descanso y alguno contando shiste porque ese día había venido un gringo que quería comprar una vaquillona y hablaba tan mal el catellano, y nojotro por la otra punta tampoco lo hablábamo bien y así era una conversación muy chistosa y no turbábamo todo mientra uno hablaba como el gringo lo otro cuéra no reíamo y toavía no habíamo terminado parece de reir y taba yo cebando el mate que le acababa de cambiar su yerba y de repente se oye un ruido como un avión que vuela bajo y se acerca, esto yo lo digo ahora porque ya sé cómo e que suena el avión, pero entonce toavía no habíamo tenido ninguno por allí y por eso que todo no asutamo grande. Y el ruido se iba cercando y parecía que la tarde que ya iba bajando se hacía claro otrave, y no levantamo todo y miramo por cima la casa y vimo una cosa larga, grande, todo encendido parecía un pájaro de juego que volaba en el suelo de miedo y yo me oriné en lo pantalone no me importa lueo decirlo ahora porque yo era un mitaí pero algún peón con bigote grande le pasó igual así que para qué voy tener vergüenza de contar. Y todo creímo que se venía para nojotro y todo no echamo al suelo cuerpo a tierra y metimo la cabeza donde podíamo pensábamo que iba a caer por nojotro y que ninguno no iba quedar. Pero la cosa aquella bajando bajando se entró por el lago y allí no má se hundió... Má de do cuadra de la casa cayó y hata nuetra epalda llegó la salpicadura. Caliente caliente te digo. Alguno le hizo ampolla.
No me va creer repito, pero demasiado hubo látima que ya todo se murió, pero cada uno contó a la gente, su pariente o sino su conocido y así toy seguro que mucho todavía por allá se recuerda.
¿Y qué lo que iba pasar? Allí por el sitio donde aquella cosa se había hundido enseguida el agua comenzó hervir. Yjervía yjervía y no paraba. Se tuvo jirviendo toda la noche. Ninguno de nojotro no podía dormir. No llamo la cabeza por nuetro poncho y mirábamo ver si algún momento se apaga pero qué eperanza seguía siempre jirviendo y con ese ruido que hace cuando amaneció nadie se jue a su trabajo ni el capatá quiso que no juéramo porque todo taban con miedo si pasaba alguna cosa y había que salir corriendo...
Y siguió jirviendo ese día, y el otro... y parecía que no iba querer parar.
Y nojotro sin hacer nada ni siquiera tomábamo mate porque se no jué toda la gana hata de comer. ¿Dormir? ¿Quién lo que iba dormir con aquel lago que parecía puchero que jierve? Pero alguien tenía que animarse hacer algo, ¿no? Un peón medio viejo corajudo se animó para cercarse un poco al lago se santiaguaba cada paso pero cuando golvió dijo que enla orillatodo etaballena de pecados. Seguro sehabía cocinado con aquel agua tan caliente. Entonce otro medio chusco, dijo por qué no comemo un poco de ese pecado cocinado sin trabajo. alguno no se río mucho porque no sirve reir demasiado por si acaso. Otro dijeron que por nada del mundo iban comer ese pecado que a lo mejor tenía payé porque aquella cosa de juego no era de este mundo. Otro dijo que yo me animo comer cosa de ete mundo y del otro mundo tai'en porque tengo hambre.
La verdá ya te digo nadie había cocinado en do día. Entonce el mimo peón viejo corajudo dijo:
-Yo voy maricar por mi cuenta y si peco voy pecar para mí solito, si uteden pyá mirí quiere comer pecado va tener que ir rebuscarse.
Y se fue y nadie se animó ir con él. Pero él recogió cualquier cantidá pecado y trajo y le puso sal y un poco aceite y empezó a comer y dijo:
-Etá muy rico.
Lo otro le miraba y quería tai'en comer, pero ninguno quería ser el primero para ir. Hata que uno se animó y luego otro tai'en y yo me juí con ello bucar y trajimo y comimo y lo otro todo ya siguió el ejemplo y por do o tre día má tuvimo comiendo aquel pecado cocinado de balde. Pero lueo ya era un poco difícil para ditinguir el pecado freco del otro que ya taba yné y ya no comimo má y ademá apareció cantidá de pájaro grande que venía comer el pecado aunque ello tai'en andaban con miedo del ruido que hacía la cosa aquella jirviendo.
De noche uno o do de nojotro se subía a un cerrito que taba como a tre cuadra de la casa para mirar y era una cosa que daba miedo ver aquella mancha roja como un carbón encendido por debajo del agua y el agua jirviendo todo alrededor
Al cabo ya no podíamo má y el capatá me ordenó para montar a caballo para ir hata el pueblo do legua de allí llamar al cura que no voy decir quién era porque má tarde dice fue un monseñor y yo repeto mucho y me encargó para decir lo que taba pasando.
En el pueblo seguro mucho había vito aquella cosa encendida que venía cayendo del cielo pero como se desapareció atrá del monte nadie se había preocupado má por saber. Y yo llegué al pueblo y le dije al cura y no me quería creer. Pero lueo ya me creyó; o si no, quería saber qué gran mentiroso que yo era y puso su cosa en un valijín y me dio para llevar su hisopo y montó a caballo taren y se vino conmigo a la etancia. De lejo ya oía el ruido y cuando etuvo cerca miró vio jervir el agua y dijo: -Qué maravillas hace Dios. Y se puso su cosa que había traído en un valijín y me dijo: -Vo me va acompañar para manejar el hisopo. Y yo me sentí como si me había tragado una mandioca cruda-. -¿Yo paí? le pregunté. -Si, vo. Y me motró la cru que tenía en la mano y me dijo: -Si va en compañía de Dios ¿por qué va tener miedo?
Así me fui con el paí depacio y con su cru en alto y mirando muy adelante hata llegar a la orilla. Había mucho pecado muerto y mal olor y cuando no acercamo salió volando cantidá de pájaro feo. Ahí taba el lago jirviendo que daba miedo y aquella cosa que parecía una hoguera encendida debajo del agua y a mi la rodilla me sonaba como el cencerro de la madrina.
Y el paí levantó la cru y dijo una palabra... ¿Qué palabra? Yo no sé. Era como la de la misa, e decir que no se entiende pero que tiene su virtú. Y me cree si quiere y si no no me cree: pero ese mismo momento el agua comenzó a jervir menos y menos y hata que no quedó má que una burbujita aquí y allá por encima y un poquito má ni siquiera la burbujita. Y la luna se asentó tranquila en el agua que ante no podía. ¿Vo vite alguna vez la luna dentro de una olla que jierve?
... No. A nadie se le ocurrió veriguar si el agua taba muy caliente o no. Aunque para cocer un pecado se necesita agua bien caliente, ¿no? Má que una semana anduvimo toavia con miedo si no se pondría el agua a jervir otra vez. Y no. La bendición del paí había sido que era santo remedio.
1982
EL ROSTRO Y EL PERRO
Estaba cansada de caminar, estaba cansada de todo; pero sobre todo estaba cansada de mi rostro. El rostro que llevaba hacía ya tanto tiempo, no podría decir desde cuándo, sin yo pedirlo: ahora adherido perversamente a mi ser y a mi nombre como la uña a la carne. Y cuán arbitrariamente. Porque yo no lo reconocía, no me reconocía en él, en ese rostro triste y antiguo, que a veces se me antojaba mucho más antiguo que yo; no me reconocía más en él, precisamente ahora cuando todos estaban conformes en que no podía ser de otra. Yo llevaba o, mejor, sobrellevaba ese rostro con pesar, con miedo, con inquietud, y también con un poco de vergüenza. Sí: yo sentía vergüenza de él, porque él no tenía la culpa de mi hastío y de mi ingratitud, y yo no tenía ninguna otra cosa a la cual culpar.
Estaba cansada de caminar, aunque me habría sido difícil decir de dónde venía y adónde iba. La noche era tranquila, infinitamente tranquila, porque una ciudad abandonada es más silenciosa que un desierto. Tal vez la noche había sido de eclipse: por eso tenía el cielo esa luz ahumada todavía. A esa luz, las cosas tenían extraña vida. Vi una fachada que enseguida adiviné destinada a pantalla de cine: tan blanca, tan tensa en espera de una materialización. Y tras una reja negra y tosca, que podría haber sido una cárcel y también un bosque de negros bambúes, un alto, espumoso surtidor. Lo atravesaba un rayo de luna, el único rayo de luna disponible esa noche, que de pronto supe hecho expresamente para él. Me quedé a mirarlo. Era como el árbol de todos los rocíos. No. Era como el espectro de un ciprés que buscara compensarse de su inmovilidad y de su negrura. La fantasmal silueta ondulaba frotándose contra el rayo de luna como una ninfomaníaca. De pronto el surtidor se desplomó, vertical como el vestido de un duende: desapareció. El rayo de luna quedó desnudo: se estiró como una rampa desde el canto roto de una nube hasta el suelo.
Seguí caminando, y cada vez mi tristeza era mayor, y mayor la soledad. Me parecía que en la sombra podía ocultar mejor a mi rostro, mi despego y mí hastío. El me disfrazaba, y era la causa amarga de que se me desconociera; en la sombra, yo podía desconocerlo, y eso me producía cierto maligno regocijo. Un regocijo sin embargo que no podía durar: era como el del preso al cual la puerta de su prisión le oculta de sus carceleros, pero que sabe que sólo permanecerá oculto a ellos mientras ellos quieran.
Me senté en el umbral de aquella casa cerrada y vacía. Y a poco pasó él.
Tenía un vago parte hebraico. Luego comprendí que no podía ser sino eso: un judío. Larga hopalanda, bonete, barba cenicienta, nariz en seis. Al pasar junto a mí sin mirarme murmuró algo que no entendí, pero que me dejó en el corazón indefinible angustia. Desapareció. Enseguida empezaron a pasar perros: un perro, y otro perro, y otro y otro: perros oscuros, mansos, idénticos, de colgantes orejas. Pegado lamentablemente el hocico al suelo, gemían y se desvanecían en las esquinas. Comprendí que seguían a su amo, quizá el hebreo, cuya pista habían perdido.
Y cuando aquella calleja se tornó de pronto plazuela y en ella se irguió de pronto el desaparecido surtidor, frotándose contra la quietud del rayo de luna como una ninfomaníaca, pasó el otro hombre. Era alto, pálido, y su rostro ascético no tenía facciones que durasen. Cuando uno de sus rostros iba a revelarse, yo experimentaba el temor de que fuese el que yo había esperado siempre. Pero el rostro cambiaba de inmediato, como una máscara de cera expuesta al fuego: y mi inquietud se aplacaba un momento.
Deteniéndose a mi lado me dijo:
-No hay problema. Se hace fácilmente.
Yo sabía que me hablaba de mi rostro, del rostro que me hastiaba y me disfrazaba a los ojos de aquellos que más me aseguraban que era el mío.
-El tiene el secreto.
También ahora le entendí: se refería al hebreo, el hombre de los perros. El desapareció de pronto, y yo tardé en resolverme a mirar tras de mí, porque detrás de mí sólo había una puerta cerrada. Pero cuando al fin miré, vi tras el grueso vidrio de acuario al viejo. El hebreo de la hopalanda. De las paredes de la pequeña habitación colgaban extraños, arrugados, inmóviles rostros de ojos cerrados: todos tenían en común un sueño hecho de paciencia, como si por fin lo supiesen todo. Mi corazón se puso a palpitar con fuerza. El escuchó mis latidos y alzó la cabeza: me hizo un signo. Entré. El se me acercó sonriendo. Era una sonrisa a la vez amable, triste y enterada. No hablamos palabra. Yo sentía que iba a cometer una traición; iba a herir por la espalda a alguien que me amaba -de pronto comprendí que me amaba-, lo iba a vender vergonzosamente.
Cuando todo estuvo terminado, todo era espejo, y desde el fondo del espejo me miró el oso rostro. Mis ojos mismos me miraban desde aquel rostro desconocido y frío. Eran como dos inquilinos solitarios, extraviados, que se despiertan a medianoche y se asoman a las ventanas de un edificio nuevo ínfamiliar.
Yo no había dicho nada, pero el hebreo me respondió.
-Los ojos son los mismos. Porque los ojos es preciso que vean desde el principio al fin.
-¿Dónde está el otro?-pregunté con angustia-. ¿Qué hizo de él?
El viejo hebreo rió silenciosamente. En su risa había piedad.
-Siempre se hace lo mismo -dijo.
En la plaza el surtidor seguía ondulando. Pero ahora ya no me parecía frotarse contra el rayo de luna con frenesí de ninfomaníaca. Ahora se me aparecía como si en él alguien se debatiera prisionero en una red de húmedas, blanquecinas arañas.
Por todas partes cristales azogados por la noche me brindaban mí rostro nuevo. Era como si él disimuladamente pero a toda costa me buscase. Pero invencible timidez me impedía intimar con él. Yo no podía hacerle confidencias a un recién llegado. El rostro antiguo me seguía doliendo como duele el miembro ausente al mutilado. Ah, yo había estado hastiada de ese rostro, pero con cuánta tristeza lo recordaba. Este rostro nuevo no sabía nada de mi vida anterior, nada de la angustia de aquel surtidor previsible. Quién sabe si querría conformarse con ellas. Si aceptaría como suyas mi soledad y mi orgullo, mi dolor y esa preciosa inquietud irredenta cuyo secreto acaso habría yo perdido con el rostro antiguo. Me sentía humillada porque él habría de saberlo todo al fin, y yo no sabría nunca nada de él: él sería siempre misterio, y yo no podría ocultarle nada. Cómo ocultar nada al que duerme contigo, contagiado minuto a minuto de la sabiduría de tus pupilas, empapándose de tus ojos mientras duermes?
-¡Devolvédmelo!... ¡Devolvédmelo!...
Me sorprendí llorando blanda, fácilmente. Busqué mis lágrimas en el espejo, y con horror vi que a pesar de deshacerme en llanto, mi rostro permanecía impasible.
El horror desconocido llenaba mi corazón, enfriándolo. En el fondo de sus cuevas los ojos agazapaban su herida de dolor y soledad; pero las facciones seguían inmóviles, ignaras.
Un perro se me acercó. Un perro oscuro, humilde. Uno de los perros del judío. Me rozó la mano. Me miró. Y entonces comprendí que debía ver una vez más al judío. Corrí, corrí, porque sabía que el tiempo apremiaba. Las calles cambiaban a mi paso de fisonomía, como el hombre alto y pálido. Todo parecía disolverse en una ceniza vieja y fría. Pero di con la casa. Allí estaba el hebreo. De las paredes habían desaparecido los arrugados, inmóviles rostros, casi vivos sin embargo en su paciencia dolorosa. El hebreo se mudaba. Conmigo había terminado su misión por mucho tiempo.
El sabía qué iba yo a buscar.
-Ese es el secreto- me dijo sencillamente. -Por eso son fidelidad y paciencia.
¿Cómo no lo había adivinado yo antes en los rostros colgados?... Era preciso me llevase mi perro.
-¿Dónde está?...
El judío se encogió de hombros.
-Ni yo mismo lo sé. Pero ellos os reconocen siempre. El te seguirá. Ya no estaba allí el hebreo, ni la casa. Sólo la plaza de ceniza, abierta al horizonte inacabablemente solitario. El rayo de luna estaba más desnudo que nunca. El canto roto de la nube tenía un brillo cómplice, como si alguien se escondiese tras la denteladura. De la penumbra de la base de la fuente un perro vino hacia mí, oscuro y humilde. Me siguió. Supe que me seguiría siempre, porque perro es otro nombre de remordimiento.
[ALCOR, N° 10, junio de 1960]
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