OÑONDIVE MINTE
Polca de EMILIANO R. FERNÁNDEZ
Rejhechápa china amo mombyry
ca'aguy jhovýva co'aguive
upépe oime la ñande raity
ndéve guaräicha ayapo vaecue.
Tapyi oyeguáva pépe areco
pindo roguégui iyapopyre
jha upe iyerére oyaitypo
umi mainumby jha guyra chore
Upépe yaicóta oñondivemi
cu coinguemícha yayuavi'u
toico ermitaño ñande jhegui
ñande recháne más que yvytu.
Pépe aveíkena ñambyaty
guyra ñe'ë jha yvoty ryacuä
jha iporäiteva yasy rendy
tojhesape la ñande renda.
Tove oyayvyvo pe cuarajhy
pe amo poniente pe oikejhagua
to mboyegua pe ñande raity
pyta jha jhovyva araieta
Upérö ajhecháne che aipo vy'a
co yvy ári oimérö añete
oime jheco rö nga'u agoza
nde yïva ári amano mboyve
Jha'e jhagueicha ndéve camba
ndéve guaränte co che aicove
oyo yuru pe yaico jhagua
ña ne mano oguajehëpeve
Ajhechasénte ne mboracjhu
jha upéi co'eramo ta mano
jha yepevérö che poraijhu
yajhánte china pe amo yaico
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Interpretan: Félix Valois Franco y Los Galanes de la Típica Material: HOMENAJE A FÉLIX PÉREZ CARDOZO - Centenario de su nacimiento 1908 a 2008 Fuente: CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I Recopilación: MARIO HALLEY MORA y MELANIO ALVARENGA Ediciones Compugraph, Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.) ************* LECTURA RECOMENDADA: LAS BOTAS DEL PRISIONERO Cuento de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ El mayor Bermúdez se levantó bruscamente de su silla de campaña. Tan brusco fue su movimiento que la silla cayó hacia atrás. Sobre su mesa destartalada, cubierta por un mapa militar, brillaba intensamente una lámpara Petromax. La mesa, sacudida por el sobresalto del jefe, hizo vacilar la Petromax, cuya luz, al moverse, proyectó sombras violentas dentro del refugio subterráneo. Hasta ese refugio, zanja rectangular con techumbre de quebracho en que el mayor tenía su puesto de comando, volvía ahora a llegar, como en las tres noches anteriores, un estruendo cercanísimo de armas y un rumor de agitación, de desorden, de desbandada. -¡Otra vez, otra vez! -gritó con furia el mayor. Un morterazo estalló en ese instante a pocos metros de distancia. La zanja toda se estremeció. Del techo de quebracho cayó un puñado de tierra negra y seca que se esparció sobre el mapa. El mayor, tosiendo convulsivamente, se arrojó sobre su catre de campaña y hurgó bajo la almohada y entre las revueltas mantas en busca de su linterna. Luego, en cuatro zancadas, estuvo fuera de la zanja. Era un hombre alto, cenceño bien plantado. El rostro blanco, de nariz aguileña y mentón voluntarioso, amarilleaba de fatiga y de sueño. Era esta la cuarta noche que pasaba sin dormir, la cuarta noche (y el cuarto día) de lucha desesperada en que un enemigo incansable y al parecer mucho más numeroso súbita-mente rebasaba una de las alas de su frente de batalla y le obligaba a combatir a ciegas, en las tinieblas, entre montes taimados que de pronto estallaban en llamas en todas direcciones. Y él había tenido que huir una y otra vez y cavar nuevas trincheras para cerrar aquel largo camino que le habían ordenado defender costara lo que costara. Fuera de la zanja la noche en la selva lo envolvió como un poncho negro. Sus ojos, habituados a la luz cegadora de la Petromax, no vieron nada al principio. Pero esto duró sólo un momento porque hacia el Sur, allá, a unos cien metros, la oscuridad fue acribillada por fogonazos ubicuos. La linterna no obedecía a la presión urgente de su pulgar. Bermúdez lanzó un juramento. Desarmó la linterna, destornillando el extremo posterior del tubo de metal. Sacudió las gastadas pilas y atornilló de nuevo la pieza con el resorte que las empujaba hacia el pequeño foco. La linterna se encendió ahora. A la izquierda primero y luego a la derecha oyó el mayor, carreras frenéticas. No había duda: sus tropas latían desbandadas. Un ladrar furioso de ametralladoras retumbaba a sus espaldas. Era el estampido inconfundible de las pesadas emplazadas en los nidos de la trinchera opuesta. Esto era previsible. Lo desconcertante era la infiltración de fuego detrás de sus propias posiciones, fuego de arenas livianas que se desplegaba en este momento en infinitas chispas veloces, insistentes, entre las islas de montes y las cañadas, en la noche tenebrosa. Y ahora, los morteros: las granadas venían del noroeste; distinguía bien, entre innumerables estallidos, el disparo de salida, y luego, próximas, las explosiones de las granadas en los montes brevemente claros en fulgu rantes lumbaradas. -¡Alto, a parar todo el mundo, cuerpo en tierra! -comenzó a gritar el mayor con todas sus fuerzas, blandiendo en la diestra la pistola. Con la linterna de pilas gastadas trataba en tanto de alumbrar a los que pasaban corriendo, a pocos metros, en un sálvese quien pueda. La luz mortecina quedaba presa en los follajes ralos. Nadie le oía ni quería oírle. Una larga serpiente de fuego espeso avanzaba arrastrándose de allende el extremo izquierdo de su trinchera y en torno suyo troncos, ramas, cactos, arbustos, todo ya empezaba a hacerse fragmentos al impacto de una granizada horizontal de acero y plomo asesinos. El mayor no cejó en su empeño: corrió hacia la derecha llamando a voces a sus oficiales, a sus comandantes de batallón, a sus camaradas. Una noche de sombras lamidas por lenguas de fuego se burlaba de sus gritos; el mayor tropezaba con arbolillos espinosos; sus botas chocaban contra la pulpa de los cactos; filosas ramitas erizadas de alfileres negros le flagelaban la cara, le desgarraban el uniforme. -¡El tercer batallón debe de estar en la trinchera! -pensó recordando el rostro moreno y serio del capitán Herrera, su oficial de mayor confianza, y se encontró de pronto bien cerca de la trinchera; distinguió, habituado ahora a la oscuridad, el perfil de los cubrecabezas: ¡Nadie estaba en la trinchera! Vio una ametralladora pesada abandonada; vio docenas de fusiles tirados dentro y fuera de la trinchera, vio un cadáver cobrizo con la espalda encostrada de sangre. ** -¡Herrera! -rugió más que gritó. ** Y esta vez su llamada fue contestada en el acto: seis soldados enemigos lo rodearon apuntándolo con sus rifles. Un oficial bajito le encendió una linterna potente en la cara y con voz cortante le dijo: -¡Ríndanse! ** Al mismo tiempo el machete de un soldado cayó de plano sobre el brazo armado de Bermúdez. La pistola del jefe, apenas dio en tierra ya estuvo en manos de su enemigo. ** El mayor prisionero fue conducido a la tienda del jefe vencedor. Este, sentado a su mesa de trabajo, redactaba el parte de la victoria reciente. Cuando el mayor Bermúdez entró en la tienda, el mayor Otero se puso de pie. El mayor Cristian Otero tendría unos treinta años. Las correas del catalejo y de la cantimplora le cruzaban el pecho. Vestía un uniforme verde desteñido, con botones negros. Un cinturón con pesada pistola le ceñía el talle. Su rostro, lleno de lozanía y juventud, era plácido y amable, sin huella de fatiga. ** -¡Buenas noches! -dijo el prisionero-. ¡Dónde está el comandante del Destacamento! ** -Habla usted con el comandante del Destacamento. ** -Un comandante debe ser de más alta graduación. ** -Soy mayor -contestó Cristian Otero. ** La fisonomía del prisionero manifestó una amarga sorpresa, su boca fina, sombreada de negro bigote se volvió un tajo sin relieve. ** -¿Cuántos hombres tiene usted? ** -El mismo número que usted tenía hace cuatro o cinco días. ** -¡Imposible! Usted ha tenido desde el comienzo fuerzas tres veces superiores. ** -No, mayor. Empezamos la partida con las mismas... piezas. El jefe sonrió con más ironía que orgullo y, al hacerlo, dejó ver unos dientes grandes, blanquísirnos. En ese instante pareció casi un adolescente, un tenientito recién salido del colegio militar. Luego agregó: -Usted no creyó nunca que nosotros pudiéramos aguantar tantas noches seguidas de combate y ataque. Esa fue mi carta de triunfo: insistir, insistir. La cosa fue sencilla. Esperaba a que fuera bien de noche, dejaba las ametralladoras pesadas en la trinchera, y le echaba a usted el grueso de rnis tropas sobre el ala izquierda. La tercera, la cuarta vez, la maniobra resultó muy fácil; todo el mundo sabía perfectamente lo que debía hacer. Hoy hice que me despertaran media llora antes del ataque. Y diciendo esto el mayor Otero tomó de sobre su mesa una petaca llena de cigarrillos e invitó a fumar al prisionero. **/** El pequeño ejército vencedor siguió su marcha sin que nadie lo detuviera hasta las estribaciones de los Andes. Los prisioneros fueron evacuados a retaguardia en camiones sin más centinela que un soldadito soñoliento. No había peligro de que nadie se escapase. ¿Hacia dónde, en aquel desierto inmenso? El día en que el mayor Bermúdez iba a ser evacuado se encontró solo, de pronto, entre un grupo de soldados enemigos, bajo un cobertizo de paja. Serían las dos de la tarde. El mayor tenía una expresión avinagrada y estaba sombríamente taciturno. Sobre el cuerpo alto y delgado no le quedaban más que el uniforme y sus altas botas de caña roja. Todo lo demás, reloj, cartera, pistola, brújula, había sido secuestrado o, para emplear la palabra dialectal, "requechado". Conservaba en su continente, sin embargo la dignidad del hombre orgulloso, acostumbrado a mandar. Cruzados los brazos sobre el pecho, Bermúdez miraba hacia el norte, hacia donde se había deshecho su poder y aniquilado su Destacamento. Un gigantesco soldado vestido con sucio uniforme verdoso, altísimas perneras de cuero que le cubrían las extremidades desde los talones hasta el fin de los muslos, y con el machete colgándole del cinturón en ancha vaina oscura, lo contemplaba con sus negros ojos aindiados. El soldado echó una larga mirada sobre las botas rojas y luego apartando a dos camaradas que le cerraban el paso y que junto a él parecían muy bajos, avanzó hacia el prisionero: -Dame tu bota -le dijo plantándosele enfrente, con voz lenta. El gigante había puesto los brazos en jarras y lo miraba a los ojos. No tenía prisa ni hacía ningún gesto amenazador. Quería las botas y las tendría. El mayor no movió los labios pero le sostuvo la mirada sin pestañear. -Dance tu bota, te dije -insistió el soldadazo y, entonces, con el índice de la dura diestra cobriza, le señaló las prendas rojas que despertaban su codicia. Hasta ese momento, en plena siesta canicular, todo parecía dormir y la violencia de los combates recientes había cedido lugar al perezoso bochorno del descanso en la siesta abrasadora. Pero ahora el grupo de hombres reunidos bajo el cobertizo se animó. Otros soldados que yacían adormilados no lejos levantaron la cabeza. Alguien silbó. Hubo una tensa expectativa. Una exclamación en guaraní hizo reír a todo el grupo. Sólo el mayor y el soldadote permanecían laudos, mirándose. Transcurrió un minuto de silencio. Por fin habló el prisionero. Su voz fue dura como un golpe de fusta: -No me las sacarás estando yo vivo... A unos doscientos metros más o menos a la sombra de los únicos árboles frondosos que había en el fortín desolado, un capitán de infantería, el famoso Ezequiel Quintana, conversaba con dos señoras de la Cruz Roja que a la sazón visitaban el frente en gira de inspección. Yo, que había llegado hasta el cobertizo minutos antes, tuve una súbita idea para dar fin inesperado a aquella escena que ya anunciaba un estallido de violencia. -Mi mayor -mentí-. El capitán Quintana quiere hablar con usted urgentemente. Venga conmigo. Al oír el nombre del capitán Quintana, todos los presentes se dieron vuelta hacia mí, dando por terminado el espectáculo. El capitán Quintana estaba sentado sobre un cajón vacío de proyectiles de fusil; las dos señoras sobre el tronco de un árbol derribado. Una de las señoras, de tipo extranjero, era aula mujer madura, alta y delgada, de cabello claro, de ojos azules. La otra, de edad más o menos igual, era casi obesa, y muy morena. El capitán Quintana tendría más de cuarenta años. Rechoncho, de ademanes sosegados, era un hombre a quien gustaba escucharse, seguro siempre de un auditorio atento. Se advertía en él la autocomplacencia del valiente profesional. Entre hombres, hablaba interminablemente de mujeres y de riñas. Ante las dos señoras evocaba ahora sus últimas hazañas: Mi batallón estaba completamente cercado. Más de dos regimientos formaban el cerco. Mandé diez hombres al mando del sargento Ruiz para que me trajeran un prisionero. Ruiz se trajo un oficial, pero le mataron seis hombres y le hirieron un brazo. Casi detrás de cada árbol había una automática. Al prisionero lo hice declarar agarrándolo del cuello hasta casi estrangularlo. Contó que tenían dos regimientos reforzados; contó que nos habían cercado para aniquilarnos a morterazos y que ya estaban llegando nuevas baterías de morteros para empezar la fiesta lo antes posible. Contó que sabían que yo estaba en el cerco, que yo tenía el mando. Aseguró que el coronel ya anunciaba por radio mi inminente exterminio. -Entonces yo no dudé un minuto. No había más remedio. Además, la cosa no falla nunca. Llamé a todos los comandantes de compañía y de pelotón. Y sin preámbulos les dije: "Vamos a romper el cerco al amanecer. Yo iré en punta, por allí, de frente. Cada pelotón va a abandonar su puesto y formar una columna. Seremos una sola columna, de cuatro en fondo. Todo el mundo con machete. Oficiales y tropa. Nada de armas de fuego. Cuando dé la orden, me siguen". El capitán hizo una pausa para encender el cigarro que se había apagado. Luego continuó: -Mi gente está bien fogueada y me responde en forma. No hace falta dar explicaciones largas. Esa noche llovieron los morterazos hasta las once, más o menos. Poco antes del amanecer pasé una rápida revista a mi gente. Todo estaba listo. Di la orden y me lancé al ataque, machete en mano. Había dormido bien y me sentía fuerte. Corrí a toda velocidad abriéndome camino entre árboles y cactos a machetazo limpio. Nos oyeron venir: y hubo entonces más plomo que hojas en el monte. Detrás de mí caían mis hombres como moscas, pero siempre había otros pisándome los talones. Un balerío feroz me abanicaba la cara. Frente a nosotros parecía amanecer de tan espeso que era el fuego. Y estuvimos ya sobre el enemigo, sobre las pesadas. Nuestros machetes, con la rabia sonaban como hachas sobre las cabezas de indio. Hice arremangar a los dos lados. Y todo mi batallón salió del cerco. -Mi capitán, le presento al mayor Bermúdez... El mayor había oído la mitad de la historia antes que Quintana advirtiera muestra presencia. Nunca sabré si nos había oído llegar o no. Lo que sé es que tanto Bermúdez como yo habíamos escuchado al terrible oficial con atención no menos intensa que las dos señoras. Estas nos habían echado una rápida ojeada para al instante seguir absortas en el relato. -Capitán Ezequiel Quintana, comandante del 1er. Batallón de Regimiento X de Infantería... Se dieron la mano mirándose gravemente a los ojos. Las dos señoras permanecieron en silencio, hasta que el capitán hizo las presentaciones: -La señora Isabel Schulz de Velázquez, de la Cruz Roja. La señora Raquel González de Ortega, también de la Cruz Roja... Vi que el mayor juntaba los talones y se inclinaba al saludar a las señoras. Sus botas coloradas hicieron un ruido opaco sobre la arena tibia de aquel paraje. Debió de producir Bermúdez una impresión muy favorable, la misma que había producido en mí: respeto, lástima, simpatía. El mismo capitán le hizo preguntas de sincero interés humano y mandó al ordenanza que le sirviera mate caliente o frío, según su preferencia. El mayor declinó el ofrecimiento con urbanidad. Luego oí que las señoras le prometían la ayuda de la Cruz Roja para facilitarle noticias de su familia. El capitán parecía ignorar mi presencia como negándome cualquier posible intervención en el grupo en que él era centro de atracción y foco de condescendencia. Yo ni mentalmente insinué un reproche, ni aun el más secreto, pues lo admiraba igual que el más ignorante de sus macheteros. Él era el que era. No había más. Sintiéndome ya inútil y enteramente insignificante, pedí permiso y me retiré. A los veinte pasos volví la cabeza con disimulo. Alguien había dicho algo y todos reían espontáneamente. -¡Lo que le espera! -pensé-. ¡Lástima no poder hacer nada...! Pasó el tiempo. Nuestras armas treparon por las quebradas de los Andes; había planes de nuevas batallas para asegurar la victoria definitiva, pero en junio de 1935 se firmó el armisticio. Días antes del fin fui herido levemente en el brazo izquierdo y pude abandonar el frente antes que nadie entre los oficiales de mi unidad. Y un día, en Asunción por la Avenida Colombia, toda decorada con arcos de triunfo y banderas, desfilaron las tropas victoriosas del Chaco. Yo, restablecido de mi herida, vestido de civil, contemplaba el silencioso desfile de aquellos soldados de bronce que parecían insensibles al hambre, a la sed, a la fatiga, e indiferentes ante la gloria. De pronto una mujer de cara conocida que estaba a mi lado pronunció mi nombre: -¿Es usted el teniente fulano de tal? -Servidor -dije. -¡Qué casualidad y qué gusto de verle! ¡Recuerda usted al mayor Bermúdez, el prisionero?... -Sí, señora. ¿El de las botas coloradas? -¡El mismo! ¿Puede usted venirse esta tarde a mi casa a tomar el té, a eso de las cinco? Tengo algo que decirle, importante. -¿Dónde vive usted, señora? -Ahora en la vieja casa de mi madre, que usted conoce bien porque queda cerca de la suya. -Muy bien, gracias. A las cinco en punto estaré allá. En ese momento pasó por la ancha avenida, montando en poderoso caballo y saludando con la espada desnuda, el comandante del Segundo Cuerpo de Ejército. La multitud estalló en una salva de aplausos y una lluvia de rosas y claveles cayó en torno del jinete. Yo también grité, como todo el mundo gritó, vitoreando a mi jefe. Antes de sentarnos a la mesa del té, la señora de Velázquez me entregó una carta. Era del mayor Bermúdez. Salto fecha, nombre, tratamiento. La recuerdo de memoria. Decía: Usted me ha salvado la vida. Bajo el cobertizo de paja, al día siguiente de mi derrota. Jamás iba a permitir que aquel bárbaro me despojara de las botas. Al menos, estando yo con vida. Durante días y noches pensé en usted, en usted que se habrá olvidado de mí enseguida. Resolví que tenía que hacer algo para demostrarle mi gratitud, antes de abandonar su país. Me dieron por prisión, en esta ciudad, un caserón colonial. Allí he pensado en usted, día tras día. Y he pensado también en cosas absurdas. La gratitud me atacó como una fiebre. Pensé, por ejemplo, en hacer fundir en plata un par de botas de forma y tamaño idénticos a los de las que llevaba puestas cuando usted me rescató de la humillación y la muerte, y hacérselas enviar desde Potosí. Rechacé esta idea, como otras cien ideas parecidas. Las botas, las botas... Pensé que debía quitármelas antes de volver a verle a usted, de hablar con usted. Psicosis de prisionero. "Desde Potosí, gracias a la Cruz Roja, ha llegado a mis manos algo que he pedido para usted. Acepte la sortija que la señora de Velázquez le va a entregar en mi nombre: estuvo cuatro siglos en mi familia y me la dio mi padre el día que obtuve mi despacho de teniente". Cuando terminé de leer la carta, la señora de Velázquez me entregó una cajita de gastado terciopelo. Al abrirla, chispeó ante mis ojos un gran diamante. -Eso vale más que una condecoración-dijo sonriendo la señora-. Y viene de un enemigo. -¿Y las botas? -pregunté-. ¿Se las llevó el mayor? -Bermúdez fue de los primeros en volver a su país. El día en que vino a despedirse, el mayor se sentó en el mismo sillón en que usted está sentado. Sus botas brillaban tanto que parecían de metal. 1962 Fuente LA DOMA DEL JAGUAR Y OTROS RELATOS Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ (BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 11) © de esta edición Editorial El Lector/ © de la introducción FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH ABC COLOR y Editorial El Lector, Asunción-Paraguay 2006 (111 páginas) Director editorial: Pablo León Burián Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña Selección, introducción y Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich Glosario de José Vicente Peiró Asunción - Paraguay 2006 (111 páginas) ENLACE A LA GALERÍA DE MÚSICA PARAGUAYA EN PORTALGUARANI.COM (Hacer click sobre la imagen) Letras de Música Paraguaya MÚSICA PARAGUAYA - Poesías, Polcas y Guaranias - ESCUCHAR EN VIVO - MP3 MUSIC PARAGUAYAN - Poems, Polkas and Guaranias - LISTEN ONLINE - MP3
Interpretan: Félix Valois Franco y Los Galanes de la Típica
Material: HOMENAJE A FÉLIX PÉREZ CARDOZO - Centenario de su nacimiento 1908 a 2008
Fuente:
CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I
Recopilación:
MARIO HALLEY MORA
y
MELANIO ALVARENGA
Ediciones Compugraph,
Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.)
*************
LECTURA RECOMENDADA:
LAS BOTAS DEL PRISIONERO
Cuento de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
El mayor Bermúdez se levantó bruscamente de su silla de campaña. Tan brusco fue su movimiento que la silla cayó hacia atrás. Sobre su mesa destartalada, cubierta por un mapa militar, brillaba intensamente una lámpara Petromax. La mesa, sacudida por el sobresalto del jefe, hizo vacilar la Petromax, cuya luz, al moverse, proyectó sombras violentas dentro del refugio subterráneo. Hasta ese refugio, zanja rectangular con techumbre de quebracho en que el mayor tenía su puesto de comando, volvía ahora a llegar, como en las tres noches anteriores, un estruendo cercanísimo de armas y un rumor de agitación, de desorden, de desbandada.
-¡Otra vez, otra vez! -gritó con furia el mayor. Un morterazo estalló en ese instante a pocos metros de distancia. La zanja toda se estremeció. Del techo de quebracho cayó un puñado de tierra negra y seca que se esparció sobre el mapa. El mayor, tosiendo convulsivamente, se arrojó sobre su catre de campaña y hurgó bajo la almohada y entre las revueltas mantas en busca de su linterna. Luego, en cuatro zancadas, estuvo fuera de la zanja. Era un hombre alto, cenceño bien plantado. El rostro blanco, de nariz aguileña y mentón voluntarioso, amarilleaba de fatiga y de sueño. Era esta la cuarta noche que pasaba sin dormir, la cuarta noche (y el cuarto día) de lucha desesperada en que un enemigo incansable y al parecer mucho más numeroso súbita-mente rebasaba una de las alas de su frente de batalla y le obligaba a combatir a ciegas, en las tinieblas, entre montes taimados que de pronto estallaban en llamas en todas direcciones. Y él había tenido que huir una y otra vez y cavar nuevas trincheras para cerrar aquel largo camino que le habían ordenado defender costara lo que costara.
Fuera de la zanja la noche en la selva lo envolvió como un poncho negro. Sus ojos, habituados a la luz cegadora de la Petromax, no vieron nada al principio. Pero esto duró sólo un momento porque hacia el Sur, allá, a unos cien metros, la oscuridad fue acribillada por fogonazos ubicuos.
La linterna no obedecía a la presión urgente de su pulgar. Bermúdez lanzó un juramento. Desarmó la linterna, destornillando el extremo posterior del tubo de metal. Sacudió las gastadas pilas y atornilló de nuevo la pieza con el resorte que las empujaba hacia el pequeño foco. La linterna se encendió ahora.
A la izquierda primero y luego a la derecha oyó el mayor, carreras frenéticas. No había duda: sus tropas latían desbandadas. Un ladrar furioso de ametralladoras retumbaba a sus espaldas. Era el estampido inconfundible de las pesadas emplazadas en los nidos de la trinchera opuesta. Esto era previsible. Lo desconcertante era la infiltración de fuego detrás de sus propias posiciones, fuego de arenas livianas que se desplegaba en este momento en infinitas chispas veloces, insistentes, entre las islas de montes y las cañadas, en la noche tenebrosa.
Y ahora, los morteros: las granadas venían del noroeste; distinguía bien, entre innumerables estallidos, el disparo de salida, y luego, próximas, las explosiones de las granadas en los montes brevemente claros en fulgu
rantes lumbaradas.
-¡Alto, a parar todo el mundo, cuerpo en tierra! -comenzó a gritar el mayor con todas sus fuerzas, blandiendo en la diestra la pistola. Con la linterna de pilas gastadas trataba en tanto de alumbrar a los que pasaban corriendo, a pocos metros, en un sálvese quien pueda. La luz mortecina quedaba presa en los follajes ralos. Nadie le oía ni quería oírle. Una larga serpiente de fuego espeso avanzaba arrastrándose de allende el extremo izquierdo de su trinchera y en torno suyo troncos, ramas, cactos, arbustos, todo ya empezaba a hacerse fragmentos al impacto de una granizada horizontal de acero y plomo asesinos.
El mayor no cejó en su empeño: corrió hacia la derecha llamando a voces a sus oficiales, a sus comandantes de batallón, a sus camaradas. Una noche de sombras lamidas por lenguas de fuego se burlaba de sus gritos; el mayor tropezaba con arbolillos espinosos; sus botas chocaban contra la pulpa de los cactos; filosas ramitas erizadas de alfileres negros le flagelaban la cara, le desgarraban el uniforme.
-¡El tercer batallón debe de estar en la trinchera! -pensó recordando el rostro moreno y serio del capitán Herrera, su oficial de mayor confianza, y se encontró de pronto bien cerca de la trinchera; distinguió, habituado ahora a la oscuridad, el perfil de los cubrecabezas: ¡Nadie estaba en la trinchera! Vio una ametralladora pesada abandonada; vio docenas de fusiles tirados dentro y fuera de la trinchera, vio un cadáver cobrizo con la espalda encostrada de sangre.
** -¡Herrera! -rugió más que gritó.
** Y esta vez su llamada fue contestada en el acto: seis soldados enemigos lo rodearon apuntándolo con sus rifles. Un oficial bajito le encendió una linterna potente en la cara y con voz cortante le dijo: -¡Ríndanse!
** Al mismo tiempo el machete de un soldado cayó de plano sobre el brazo armado de Bermúdez. La pistola del jefe, apenas dio en tierra ya estuvo en manos de su enemigo.
** El mayor prisionero fue conducido a la tienda del jefe vencedor. Este, sentado a su mesa de trabajo, redactaba el parte de la victoria reciente. Cuando el mayor Bermúdez entró en la tienda, el mayor Otero se puso de pie. El mayor Cristian Otero tendría unos treinta años. Las correas del catalejo y de la cantimplora le cruzaban el pecho. Vestía un uniforme verde desteñido, con botones negros. Un cinturón con pesada pistola le ceñía el talle. Su rostro, lleno de lozanía y juventud, era plácido y amable, sin huella de fatiga.
** -¡Buenas noches! -dijo el prisionero-. ¡Dónde está el comandante del Destacamento!
** -Habla usted con el comandante del Destacamento.
** -Un comandante debe ser de más alta graduación.
** -Soy mayor -contestó Cristian Otero.
** La fisonomía del prisionero manifestó una amarga sorpresa, su boca fina, sombreada de negro bigote se volvió un tajo sin relieve.
** -¿Cuántos hombres tiene usted?
** -El mismo número que usted tenía hace cuatro o cinco días.
** -¡Imposible! Usted ha tenido desde el comienzo fuerzas tres veces superiores.
** -No, mayor. Empezamos la partida con las mismas... piezas.
El jefe sonrió con más ironía que orgullo y, al hacerlo, dejó ver unos dientes grandes, blanquísirnos. En ese instante pareció casi un adolescente, un tenientito recién salido del colegio militar. Luego agregó:
-Usted no creyó nunca que nosotros pudiéramos aguantar tantas noches seguidas de combate y ataque. Esa fue mi carta de triunfo: insistir, insistir. La cosa fue sencilla. Esperaba a que fuera bien de noche, dejaba las ametralladoras pesadas en la trinchera, y le echaba a usted el grueso de rnis tropas sobre el ala izquierda. La tercera, la cuarta vez, la maniobra resultó muy fácil; todo el mundo sabía perfectamente lo que debía hacer. Hoy hice que me despertaran media llora antes del ataque.
Y diciendo esto el mayor Otero tomó de sobre su mesa una petaca llena de cigarrillos e invitó a fumar al prisionero.
**/**
El pequeño ejército vencedor siguió su marcha sin que nadie lo detuviera hasta las estribaciones de los Andes. Los prisioneros fueron evacuados a retaguardia en camiones sin más centinela que un soldadito soñoliento. No había peligro de que nadie se escapase. ¿Hacia dónde, en aquel desierto inmenso?
El día en que el mayor Bermúdez iba a ser evacuado se encontró solo, de pronto, entre un grupo de soldados enemigos, bajo un cobertizo de paja. Serían las dos de la tarde. El mayor tenía una expresión avinagrada y estaba sombríamente taciturno. Sobre el cuerpo alto y delgado no le quedaban más que el uniforme y sus altas botas de caña roja. Todo lo demás, reloj, cartera, pistola, brújula, había sido secuestrado o, para emplear la palabra dialectal, "requechado". Conservaba en su continente, sin embargo la dignidad del hombre orgulloso, acostumbrado a mandar. Cruzados los brazos sobre el pecho, Bermúdez miraba hacia el norte, hacia donde se había deshecho su poder y aniquilado su Destacamento.
Un gigantesco soldado vestido con sucio uniforme verdoso, altísimas perneras de cuero que le cubrían las extremidades desde los talones hasta el fin de los muslos, y con el machete colgándole del cinturón en ancha vaina oscura, lo contemplaba con sus negros ojos aindiados. El soldado echó una larga mirada sobre las botas rojas y luego apartando a dos camaradas que le cerraban el paso y que junto a él parecían muy bajos, avanzó hacia el prisionero:
-Dame tu bota -le dijo plantándosele enfrente, con voz lenta. El gigante había puesto los brazos en jarras y lo miraba a los ojos. No tenía prisa ni hacía ningún gesto amenazador. Quería las botas y las tendría.
El mayor no movió los labios pero le sostuvo la mirada sin pestañear.
-Dance tu bota, te dije -insistió el soldadazo y, entonces, con el índice de la dura diestra cobriza, le señaló las prendas rojas que despertaban su codicia.
Hasta ese momento, en plena siesta canicular, todo parecía dormir y la violencia de los combates recientes había cedido lugar al perezoso bochorno del descanso en la siesta abrasadora. Pero ahora el grupo de hombres reunidos bajo el cobertizo se animó. Otros soldados que yacían adormilados no lejos levantaron la cabeza. Alguien silbó. Hubo una tensa expectativa. Una exclamación en guaraní hizo reír a todo el grupo. Sólo el mayor y el soldadote permanecían laudos, mirándose.
Transcurrió un minuto de silencio. Por fin habló el prisionero. Su voz fue dura como un golpe de fusta:
-No me las sacarás estando yo vivo...
A unos doscientos metros más o menos a la sombra de los únicos árboles frondosos que había en el fortín desolado, un capitán de infantería, el famoso Ezequiel Quintana, conversaba con dos señoras de la Cruz Roja que a la sazón visitaban el frente en gira de inspección.
Yo, que había llegado hasta el cobertizo minutos antes, tuve una súbita idea para dar fin inesperado a aquella escena que ya anunciaba un estallido de violencia.
-Mi mayor -mentí-. El capitán Quintana quiere hablar con usted urgentemente. Venga conmigo.
Al oír el nombre del capitán Quintana, todos los presentes se dieron vuelta hacia mí, dando por terminado el espectáculo.
El capitán Quintana estaba sentado sobre un cajón vacío de proyectiles de fusil; las dos señoras sobre el tronco de un árbol derribado. Una de las señoras, de tipo extranjero, era aula mujer madura, alta y delgada, de cabello claro, de ojos azules. La otra, de edad más o menos igual, era casi obesa, y muy morena. El capitán Quintana tendría más de cuarenta años. Rechoncho, de ademanes sosegados, era un hombre a quien gustaba escucharse, seguro siempre de un auditorio atento. Se advertía en él la autocomplacencia del valiente profesional. Entre hombres, hablaba interminablemente de mujeres y de riñas. Ante las dos señoras evocaba ahora sus últimas hazañas:
Mi batallón estaba completamente cercado. Más de dos regimientos formaban el cerco. Mandé diez hombres al mando del sargento Ruiz para que me trajeran un prisionero. Ruiz se trajo un oficial, pero le mataron seis hombres y le hirieron un brazo. Casi detrás de cada árbol había una automática. Al prisionero lo hice declarar agarrándolo del cuello hasta casi estrangularlo. Contó que tenían dos regimientos reforzados; contó que nos habían cercado para aniquilarnos a morterazos y que ya estaban llegando nuevas baterías de morteros para empezar la fiesta lo antes posible. Contó que sabían que yo estaba en el cerco, que yo tenía el mando. Aseguró que el coronel ya anunciaba por radio mi inminente exterminio.
-Entonces yo no dudé un minuto. No había más remedio. Además, la cosa no falla nunca. Llamé a todos los comandantes de compañía y de pelotón. Y sin preámbulos les dije: "Vamos a romper el cerco al amanecer. Yo iré en punta, por allí, de frente. Cada pelotón va a abandonar su puesto y formar una columna. Seremos una sola columna, de cuatro en fondo. Todo el mundo con machete. Oficiales y tropa. Nada de armas de fuego. Cuando dé la orden, me siguen".
El capitán hizo una pausa para encender el cigarro que se había apagado. Luego continuó:
-Mi gente está bien fogueada y me responde en forma. No hace falta dar explicaciones largas. Esa noche llovieron los morterazos hasta las once, más o menos. Poco antes del amanecer pasé una rápida revista a mi gente. Todo estaba listo. Di la orden y me lancé al ataque, machete en mano. Había dormido bien y me sentía fuerte. Corrí a toda velocidad abriéndome camino entre árboles y cactos a machetazo limpio. Nos oyeron venir: y hubo entonces más plomo que hojas en el monte. Detrás de mí caían mis hombres como moscas, pero siempre había otros pisándome los talones. Un balerío feroz me abanicaba la cara. Frente a nosotros parecía amanecer de tan espeso que era el fuego. Y estuvimos ya sobre el enemigo, sobre las pesadas. Nuestros machetes, con la rabia sonaban como hachas sobre las cabezas de indio. Hice arremangar a los dos lados. Y todo mi batallón salió del cerco.
-Mi capitán, le presento al mayor Bermúdez... El mayor había oído la mitad de la historia antes que Quintana advirtiera muestra presencia. Nunca sabré si nos había oído llegar o no. Lo que sé es que tanto Bermúdez como yo habíamos escuchado al terrible oficial con atención no menos intensa que las dos señoras. Estas nos habían echado una rápida ojeada para al instante seguir absortas en el relato.
-Capitán Ezequiel Quintana, comandante del 1er. Batallón de Regimiento X de Infantería...
Se dieron la mano mirándose gravemente a los ojos. Las dos señoras permanecieron en silencio, hasta que el capitán hizo las presentaciones:
-La señora Isabel Schulz de Velázquez, de la Cruz Roja. La señora Raquel González de Ortega, también de la Cruz Roja...
Vi que el mayor juntaba los talones y se inclinaba al saludar a las señoras. Sus botas coloradas hicieron un ruido opaco sobre la arena tibia de aquel paraje. Debió de producir Bermúdez una impresión muy favorable, la misma que había producido en mí: respeto, lástima, simpatía. El mismo capitán le hizo preguntas de sincero interés humano y mandó al ordenanza que le sirviera mate caliente o frío, según su preferencia. El mayor declinó el ofrecimiento con urbanidad. Luego oí que las señoras le prometían la ayuda de la Cruz Roja para facilitarle noticias de su familia. El capitán parecía ignorar mi presencia como negándome cualquier posible intervención en el grupo en que él era centro de atracción y foco de condescendencia. Yo ni mentalmente insinué un reproche, ni aun el más secreto, pues lo admiraba igual que el más ignorante de sus macheteros. Él era el que era. No había más. Sintiéndome ya inútil y enteramente insignificante, pedí permiso y me retiré. A los veinte pasos volví la cabeza con disimulo. Alguien había dicho algo y todos reían espontáneamente.
-¡Lo que le espera! -pensé-. ¡Lástima no poder hacer nada...!
Pasó el tiempo. Nuestras armas treparon por las quebradas de los Andes; había planes de nuevas batallas para asegurar la victoria definitiva, pero en junio de 1935 se firmó el armisticio. Días antes del fin fui herido levemente en el brazo izquierdo y pude abandonar el frente antes que nadie entre los oficiales de mi unidad.
Y un día, en Asunción por la Avenida Colombia, toda decorada con arcos de triunfo y banderas, desfilaron las tropas victoriosas del Chaco. Yo, restablecido de mi herida, vestido de civil, contemplaba el silencioso desfile de aquellos soldados de bronce que parecían insensibles al hambre, a la sed, a la fatiga, e indiferentes ante la gloria.
De pronto una mujer de cara conocida que estaba a mi lado pronunció mi nombre: -¿Es usted el teniente fulano de tal?
-Servidor -dije.
-¡Qué casualidad y qué gusto de verle! ¡Recuerda usted al mayor Bermúdez, el prisionero?...
-Sí, señora. ¿El de las botas coloradas?
-¡El mismo! ¿Puede usted venirse esta tarde a mi casa a tomar el té, a eso de las cinco? Tengo algo que decirle, importante.
-¿Dónde vive usted, señora?
-Ahora en la vieja casa de mi madre, que usted conoce bien porque queda cerca de la suya.
-Muy bien, gracias. A las cinco en punto estaré allá.
En ese momento pasó por la ancha avenida, montando en poderoso caballo y saludando con la espada desnuda, el comandante del Segundo Cuerpo de Ejército. La multitud estalló en una salva de aplausos y una lluvia de rosas y claveles cayó en torno del jinete. Yo también grité, como todo el mundo gritó, vitoreando a mi jefe.
Antes de sentarnos a la mesa del té, la señora de Velázquez me entregó una carta. Era del mayor Bermúdez. Salto fecha, nombre, tratamiento. La recuerdo de memoria. Decía:
Usted me ha salvado la vida. Bajo el cobertizo de paja, al día siguiente de mi derrota. Jamás iba a permitir que aquel bárbaro me despojara de las botas. Al menos, estando yo con vida. Durante días y noches pensé en usted, en usted que se habrá olvidado de mí enseguida. Resolví que tenía que hacer algo para demostrarle mi gratitud, antes de abandonar su país. Me dieron por prisión, en esta ciudad, un caserón colonial. Allí he pensado en usted, día tras día. Y he pensado también en cosas absurdas. La gratitud me atacó como una fiebre. Pensé, por ejemplo, en hacer fundir en plata un par de botas de forma y tamaño idénticos a los de las que llevaba puestas cuando usted me rescató de la humillación y la muerte, y hacérselas enviar desde Potosí. Rechacé esta idea, como otras cien ideas parecidas. Las botas, las botas... Pensé que debía quitármelas antes de volver a verle a usted, de hablar con usted. Psicosis de prisionero.
"Desde Potosí, gracias a la Cruz Roja, ha llegado a mis manos algo que he pedido para usted. Acepte la sortija que la señora de Velázquez le va a entregar en mi nombre: estuvo cuatro siglos en mi familia y me la dio mi padre el día que obtuve mi despacho de teniente". Cuando terminé de leer la carta, la señora de Velázquez me entregó una cajita de gastado terciopelo. Al abrirla, chispeó ante mis ojos un gran diamante.
-Eso vale más que una condecoración-dijo sonriendo la señora-. Y viene de un enemigo.
-¿Y las botas? -pregunté-. ¿Se las llevó el mayor?
-Bermúdez fue de los primeros en volver a su país. El día en que vino a despedirse, el mayor se sentó en el mismo sillón en que usted está sentado. Sus botas brillaban tanto que parecían de metal.
1962
Fuente
LA DOMA DEL JAGUAR Y OTROS RELATOS
Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 11)
© de esta edición Editorial El Lector/
© de la introducción FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH
ABC COLOR y Editorial El Lector,
Asunción-Paraguay 2006 (111 páginas)
Director editorial: Pablo León Burián
Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña
Selección, introducción y Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich
Glosario de José Vicente Peiró
Asunción - Paraguay
2006 (111 páginas)
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