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RAMIRO DOMÍNGUEZ (+)

  NUESTRA GENTE, 2011 / ÑANDE REKO YMA - Por RAMIRO DOMÍNGUEZ


NUESTRA GENTE, 2011 / ÑANDE REKO YMA - Por RAMIRO DOMÍNGUEZ

NUESTRA GENTE/ ÑANDE REKO YMA

RAMIRO DOMÍNGUEZ

BIBLIOTECA DE OBRAS SELECTAS DE

AUTORES PARAGUAYOS Nº 7

 

EDITORIAL SERVILIBRO

25 de Mayo Esq. México

Telefax: (595-21) 444 770

E-mail: servilibro@gmail.com

www.servilibro.com.py

Plaza Uruguaya -Asunción -Paraguay

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

Presentación: Carlos Villagra Marsal

Selección y prólogo: Osvaldo González Real

Tapa: Carolina Falcone

© SERVILIBRO

Esta edición consta de 14.000 Ejemplares

Asunción, noviembre 2011 (97 páginas)

Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

Por OSVALDO GONZÁLEZ REAL

 

         Cuando Ramiro Domínguez renegó de la poesía para dedicarse a la sociología rural y escribir El Valle y la Loma, la mayoría de los escritores pensó que era un error y que se perdía a un gran poeta nacional. Ramiro ya había publicado obras notables como Salmos a deshora; Ditirambos para flauta y coro y Las 4 fases del Luisón. Aunque ya se notaba en su obra poética la impronta del folklore y el interés por los mitos ancestrales, nadie se imaginó que su nueva vocación lo iba a llevar a escribir una obra trascendental para la comprensión del hombre paraguayo y sus circunstancias. El Valle y la Loma, fue un análisis magistral de las dos situaciones antagónicas en que se encontraban los habitantes de dos tipos de enclaves campesinos. El conocimiento de estas diferencias topográficas y ambientales (ecológicas diríamos hoy) comportaban maneras de ser y pensar distintas. Este ensayo ayudaría a los gobernantes de turno a manejar políticas progresistas más adecuadas para el desarrollo rural.

         La preocupación del poeta, devenido sociólogo, economista y sicólogo, (al mismo tiempo) era -entre otras cosas- una preocupación por la identidad del sujeto que estaba en peligro de disolución a causa del éxodo hacia las ciudades, presionados por la nueva economía de mercado de las multinacionales y el avance de la colonización brasilera hacia las fronteras. Esta pérdida alarmante de los hábitos y tradiciones autóctonas habría influido incluso sobre el lenguaje, destruyendo los lazos familiares y la comunicación entre los pobladores exiliados de su tierra natal. El espíritu comunitario se habría perdido, y el desarraigo sería la regla.

         El autor nos habla del agricultor, diferente al peón de estancia y al caudillo político que solía ser un terrateniente explotador, contrariamente a lo que era el chamán guaraní que no acopiaba bienes. En su estudio se refiere además a la alimentación, la picaresca, los juegos, la religiosidad popular, las yerbas medicinales, las supersticiones y el pensamiento mágico de la colectividad, parte del imaginario colectivo. Los rituales y ceremonias de nacimiento y muerte en las comunidades del interior también se describen con mucha exactitud. En relación a la situación de los campesinos sin tierra se refiere a la supuesta reforma agraria realizada durante la Dictadura, donde, posteriormente, las tierras quedaron en manos de los sojeros. Los desertores del campo llegan finalmente a las ciudades y se convierten en lumpenaje proletario, grupo de choque de los políticos de turno.

         En fin, la desestructuración del núcleo familiar, la migración al extranjero y la aparición de los barrios marginales y cinturones de pobreza que rodean la ciudad, son las causas de la alienación cultural y la aparición de sucedáneos como la droga, la delincuencia juvenil, etc.

         Para recuperar la identidad perdida Ramiro Domínguez propone la necesidad de un reencuentro con la cultura ancestral y la deconstrucción del discurso occidental que nos ha apartado de nuestra auténtica realidad.

 

 

INTRODUCCIÓN

 

         Hasta donde acertamos a ver, la familia, en su acepción más extensa, sólo cabía enfocarla en las vertientes comunes al contexto americano, como originarias de la ciudad o del campo.

         Asunción y algunas ciudades cabeceras se configuraban según el patrón colonial europeo. Los pueblos del campo, dispersos en los valles y lomas del Paraguay oriental, repetían el esquema urbano, desdibujando los linderos entre el caserío y las granjas o chacras de la periferia. También el conglomerado humano, en su perfil criollo, acentuaba por regiones el rasgo mestizo o la directa presencia indígena. Los "indios" eran mano de obra semiesclava en los obrajes y estancias de los ganaderos, o eran exhibidos como piezas de rescate -en condición de criados o sirvientes- en la clientela familiar. Algunos, como el intendente guaireño-uruguayo Humberto Scarone, tenían su ahijado indio; caso paradigmático, el Alex rescatado a una de las etnias del Chaco, y que el ex presidente José P. Guggiari mantuvo en su familia, hasta morir en su casa del barrio Caballito en Buenos Aires, con todas las prerrogativas de un hijo adoptivo. Las niñas indias, lo más frecuente, eran asimiladas a la condición de criadas, y por lo común eran cebo fácil para la iniciación sexual de los hijos de familia.

         Un estrato intermedio, las familias de reciente mestizaje. En Paraguay, el matrimonio o apareamiento de criollos e indios fue dato permanente hasta promediar el siglo XX. Estos nuevos mestizos arrastraban los prejuicios comunes a los pueblos del valle: aunque fuertemente indígenas, por sangre y rasgos culturales, profesaban, aparte de un cristianismo de dientes afuera, una aversión manifiesta al nativo indígena, con el consabido desprecio al ava-reko -sesgos de su propia cultura indígena, y devoción servil al pytagua -extranjero. Lo más próximo a los rasgos culturales hispanos se daba en el entorno de las estancias, donde la peonada vecina mantenía con el patrón ganadero lazos seculares de compadrazgo o lealtad político-partidaria. De extracción probable -V. Süsnik- del estrato de "españoles pobres", participaban en las faenas del campo -marcaciones del ganado vacuno- o su arreo a los mataderos, donde la generosa provisión de carne y ocasionales asadeadas hacían el festín que favorecía la integración y cohesión social.

         El arriero y peón de estancia se diferenciaba así marcadamente del campesino agricultor -koygua o chacarero, en la vernácula. El arriero de las zonas de estancia era particularmente díscolo e inestable, tildado en los pueblos del valle de arribeño, en su connotación tradicional despectiva, de vago y trashumante, sin lazos comunitarios ni familiares. Hay toda una caracterología casi mítica en el folklore musical, en que el arriero no promete amor sino de paso, para amanecer jineteando en parajes remotos, de posada circunstancial. Estas características de desarraigo y su nexo estacional con la gran estancia, lo hacían clientela fácil de las levas político-partidarias, y carne de cañón de cuanta aventura revolucionaria se pudiera convocar detrás de algún caudillo eventual. Un indicador infaltable en ese contexto era que el caudillo político fuese "estanciero" o propietario de grandes extensiones de campos de ganadería; por lo demás, una de las fuentes más seguras de opulencia económica en una sociedad pre-industrial. De ahí también que el premio a cualquier aventura revolucionaria fuese la libre "rancheada" o "cuereada", concedida por el caudillo a sus secuaces arrieros en campos del enemigo, como "requecho" o botín de guerra que también incluía el derecho de saqueo de bienes y enseres, y la violación inmisericorde de mujeres. El arriero sin ley, se diferenciaba así tajantemente de la "projimidad" y el espíritu solidario fuertemente arraigado en los pueblos del valle. Aún no se ha destacado suficientemente la influencia misional de las reducciones franciscanas sobre estos últimos, con evidentes rastros indígenas en el tipo humano y sus hábitos comunitarios; y que mantienen invariablemente las costumbres y valores trasmitidos por los frailes menores en las primitivas reducciones y pueblos de indios.

         En las estancias, entre tanto, se hacía gala de un manifiesto trato igualitario entre peones y patrones. Desde el acceso a la mesa de los señores, por parte de capataces y "puesteros" o guardias en los lindes remotos de los potreros o secciones de la gran estancia, hasta los bailes y francachelas que a la noche, a la vuelta de las faenas de corral, se sucedían por días seguidos, y en los que la clientela o peonada del vecindario participaba sin discriminación de edad, sexo o estrato económico. Se podría aventurar que el premio mayor que un vecino o compadre pudiera exhibir era el fácil acceso a las confidencias del patrón o familiares, y su participación manifiesta en los festejos del óga-guasu -casa grande- abierta con prodigalidad a sus ahijados o correlí de la comarca.

         Un manjar infaltable en las fiestas camperas era el "asado con cuero", faena que comprometía a todo el gentío, de diversa edad o condición. Según el número de los convidados, que en cualquier caso no bajaba del centenar, se procedía muy de mañana a faenar una res; en casos de grandes festejos, una novilla o "mamona".

         En la cocina, las mujeres desde la madrugada calentaban agua en enormes ollas de hierro sobre el fogón a leña. Allá iban a parar, primero, las entrañas del animal, distribuidas en porciones de chinchulín, tripa gorda, corazón, hígado y riñones; y el mbusia o morcilla. Las entrañas hacían el menú de los primeros días. Próxima a la res faenada, se cavaba en el campo una trinchera de aproximadamente cuatro metros, donde se quemaba una noche entera generosa provisión de leña gruesa. Cuando al día siguiente los leños se habían reducido a ascuas, se procedía a llenar el cuero vacuno con tiras de carne convenientemente sazonada y condimentada, con especies y hierbas aromáticas: orégano, laurel "de España", kuratũ a fuer de perejil, albahaca y suficiente cebolla colorada. Al cuero fresco se le practicaban pequeños cortes como ojales a los bordes, por donde se pasaba una correa también de cuero -o coyunda-, tirando de la misma hasta formar una gran bolsa. Ésta era acomodada sobre las brasas, y luego cubierta con la misma tierra removida. La cocción duraba una noche entera. Al día siguiente, se disponía el festín, que por cierto hacía las delicias de propios y extraños.

         Del muslo y los lomos del animal se preparaba la carne cortada en tiras para el charque, versión popular del quechua charki, o cecina, que se ponía a secar por semanas bajo el solero, único medio de conservar la "carne vieja" por varios meses. Del charque, era tradición preparar en la cocina el locro so'o tuja, un sancocho de maíz blanco, cortes de cecina y la pata con el meollo, ipokue, de la res, con abundante condimento.

         En los pueblos del valle, en tanto, de extracción más mestiza o simplemente india, se suplía la carne vacuna -lujo de contadas ocasiones- por platos a base de porciones de chancho o gallina. El ryguasu vori, albóndigas de maíz en caldo de gallina; asado de chancho y abundancia de platos de maíz y mandioca; sopa paraguái -hogaza de harina de maíz, queso y cebolla; chipa guasú, a base de choclo y queso fresco. A los postres, mazamorra -kaguyjy- o rora, hecho con el afrecho de maiz; kiveve, crema de calabaza -andai-, queso y harina de maíz, o kamby he'é-leche hervida con miel de caña y harina de maíz. Los platos de carne, lo hacían el so'o apu'a -albóndigas de carne molida a mortero y maíz- en caldo; so'o josopy -caldo o crema de carne molida.

         De la mandioca, infaltable en la mesa criolla, y sustituto del pan -o týra-, se extraía el almidón, ingrediente del chipá -o bodijo de maíz y queso paraguái; y del mbeju, especie de pan árabe, preparado a la sartén, con queso fresco, agua y sal. Otra forma de preparar la mandioca, se exponía simplemente cruda y en cortes finos, a cocer al sol, de lo que derivaba el popi.

         Por su condición de "arribeño" o trashumante, el arriero o peón de estancia formaba, frecuentemente y en forma accidental o clandestina, una familia nuclear, con su mujer o serviha (lit. "a su servicio") y sus hijos; en tanto que en los poblados del valle la familia era más extensa y estable, con fuerte connotación patriarcal. También aquí priman los lazos de parentesco; el trato entre vecinos y amigos es entre lopi -los primos. Los ancianos son distinguidos por la gente joven con el trato de tío o tía. Hasta el diablo, en los ruedos de chistes, recibe el mismo trato de tío (tío Luchi, por Lucifer).

         Se suele referir la proliferación de familias de madres solteras al genocidio y la diáspora operados cuando la guerra de la Triple Alianza, 1864-70 B. Süsnik- "El indio colonial del Paraguay", se remonta más lejos, a la circunstancia colonial de los indios sometidos a encomienda, en donde se habrían producido los primeros casos de desestructuración del matrimonio indígena, por apropiación forzada de las mujeres por parte del patrón encomendero y, según la autora, esa situación era favorecida por las mismas indias, en procura de hijos con el status de criollo por las Leyes de Indias.

         De cualquier modo, persiste en el ambiente rural la creencia de que la mujer, llegada a la edad púber, ha de buscar por su cuenta formar pareja, regular o accidental (ej. mitã kuña, ikuñataĩ vove ohekánte va'erã karia'y).

         Todos los motes peyorativos para la mujer "salidora" o fácil, terminan cuando ha dado a luz un hijo, y recibe regularmente el trato de doña -ña fulana- o entre pares de che señora. El exclusivo de kuñakarai -señora por matrimonio religioso- es trato preferencial para las parejas cristianas. De igual modo, para el hombre casado por la Iglesia, a quien sus compadres le celebran con el ãgỹa aé ndekaraipa ramo -recién ahora estás hecho un señor de ley.

         Las fiestas en el entorno a la gran estancia para los arrieros y peones, es siempre evento de a caballo. El elogio para el jinete se expresa en el comentario de henda porã -está puesto en buen sitio-, una herencia en el imaginario colectivo de los atributos del caballero español. Como éste, ha de llevar los arreos y la fusta profusamente adornados de plata, lo mismo que la silla de montar. No importa lo desaliñado y pobre que pueda venir, pero para su montado ha de ir lo mejor de su magro presupuesto.

         Los juegos y apuestas son para las carreras de caballo - "parejero", por correr de a dos; las carreras de "sortija": varios jinetes se ubican a un extremo de una pista a campo raso, donde se dispone al otro extremo un arco de triunfo rústico, hecho de varillas envueltas en ramos de laurel, con sortijas adornadas en cintas de color colocadas como presea en lo alto de cada arco, y con un punzón de tacuara cada jinete a su turno ha de correr tras la prenda.

         Una suerte de corrida de toros de tono burlesco acostumbra cerrar la semana de festejos; es el "torin", en que se suelen soltar al ruedo terneros o novillos de corta edad, y después de algunos pases con una capa de toreo, el animal es librado al escarnio de improvisados payasos para diversión de la concurrencia.

         En los poblados del valle, fuera de la comunicación habitual en el grupo familiar, las rondas se forman a la tarde en torno al fogón, donde corre el mate o se cuece a la brasa alguna espiga de maíz, avati maimbe, y esto es oficio exclusivo de varones. El mismo sesgo picaresco de las anécdotas descarta la participación de las mujeres, que entre tanto se ocupan en sus tareas de cocina, o amamantando a los hijos de corta edad. Las más ancianas congregan a los niños para la oración en la pequeña capilla familiar, o van a las "loadas" del oratorio pueblerino los sábados de tarde para el rezo del "trisagio" y el purahéi ñembo'e - salmodia popular de tradición franciscana-, en la que sí participan hombres y mujeres de toda edad.

         Pero nada comparable en esto de comunicar a las interminables teorías de mujeres yendo en fila india, una tras otra, por los tape po'i o senderillos, hasta la plaza del mercado, distante un promedio de más de una legua; llevando algún producto de granja a la venta o remedios de yuyo pohã ñana- para traer de vuelta la magra tira de carne y su porción de sal, yerba y jabón juky, ka'a, havõ- que León Cadogan menciona como tradicional provisión campesina. De camino, se cuentan anécdotas picarescas a gusto del mujerío, o se insinúan sin ningún recato a algún jinete que acierta a adelantarse en el trayecto. En la plaza del pueblo, feria campesina, donde se ordeñan lecheras para ofrecer en venta "leche caliente" al consumidor, o se improvisan las mesas para los cortes de carne de res o de chancho; las gallinas se ofrecen vivas, y atadas dispuestas a los pies de las mercaderas o "placeras". También se exhiben hortalizas y granos -porotos, maíz-, raíces de mandioca y frutos de la estación, todo en el suelo, sobre lienzos. Entre tanto, el condimento de toda la feria lo hace el regateo de las mercaderas, que estiman el precio a ojo del cliente; las pullas y peleas ocasionales entre posibles contendientes; y los dimes y diretes que sazonan el intercambio del gentío. Chismerã, mercado rape, -para chismes, ir al mercado. En las "picadas" o caminos carreteros abiertos en la selva, los carreros intercambian avisos a base de sostenidos gritos guturales, a modo de bocina, para evitar el encuentro incómodo de dos carretas, por lo común tiradas por dos o tres yuntas de bueyes.

         En cualquier ocasión, el largo grito del hombre congrega a la faena diaria (v. Kuarahy ohecha, cortometraje del etnógrafo Dominique Du Bosc), quien también festeja la improvisada anécdota soltando el píiiiipu estentóreo, o como señal de que la fiesta ha llegado a su culmen. Las mujeres lo hacen con alaridos y lamentos de sus lloronas en caso de duelo, lo que funge como pregón para congregar al vecindario. También los pleitos familiares se ventilan a gritos, de modo a publicitar el escándalo, que por cierto siempre ha de ser asunto de interés comunitario.

         El duelo, como en los festejos, también exige un complicado ritual de gritos y desmayos; en ocasiones, con golpeteos frenéticos sobre el féretro improvisado. Más aún si se trata de "angelito" -lactante muerto en sus primeros meses de vida. Allí ordena el ritual la comadre más anciana, disponiendo el intercambio de los alaridos con las bendiciones de la madre y padrinos. Por lo común, los pleitos se zanjan también a gritos, ante el ruedo de curiosos y vecinos, o entre hombres a cuchilladas; a veces, en las encrucijadas de camino, donde se clavan las cruces como seña -desgraciakue-, una forma de conjurar las ánimas de los caídos en muerte violenta.

         En todo caso, un duelo, como cualquier otro festejo, congrega a todo el pueblo; allí acuden las viejas portando sobre la cabeza su silla a cuestas; los hombres de a caballo abren sin reparos la "tranquera" para introducir su montado. Las mujeres, sin tope de edad, ofrecen sus servicios en la cocina, y los jóvenes son asesorados por un anciano diestro en la confección del ataúd, mientras las mujeres preparan paño negro para forrar el cajón, y alguien improvisa un interminable rezo por el difunto. A la noche, corre "el gasto" o agasajo a la concurrencia, con platos a base de gallina o chipás de maíz, y entre varones pe mba'e sa'yjumi, ese asunto rubio, alusión picaresca a la caña, ofrecida sin retaceo.

         Aunque la economía de mercado ha erosionado bastante las pautas de projimidad, el intercambio recíproco de bienes y servicios por el jopói, se mantiene en los poblados tradicionales un sistema de prestaciones gratuitas entre vecinos y parientes, que en todo caso excede en mucho al grupo doméstico; lo que nos remite a los valores sustentados por las etnias indígenas, en las que el chamán y caudillo frecuentemente es el más pobre de la tribu, por tener que hacer gala de una prodigalidad y desprendimiento sin tasa. Como contravalor, la avaricia o takate’ỹ es mirada como actitud que repugna al gentío, sentenciando los más ancianos con aquello de "por lo que ogueraháta mba'e iñakangyta guýpe" -como si hubiera de llevarlo consigo después de muerto.

         También aquí se ha operado un sincretismo entre las culturas indígenas y la misionización franciscana, y es Luis Nécker quien mejor ha interpretado esa sintonía popular con los frailes menores en su obra Indios Guaraní y Chamanes Franciscanos. De cualquier modo, parece que el paradigma del "pobrecillo" de Asís resulta más funcional a nuestra sociedad rural, que todavía arrastra su lealtad, a pesar de los impactos desestructurantes del mercado, a una economía de subsistencia que sólo alienta en algunas muestras de reciprocidad y más parece un paisaje nostálgico del tiempo de sus abuelos.

         Esta conciencia grupal que se expresa por el oréva -nosotros excluyente-, también asume sesgos delictivos, por asociación circunstancial, como en casos de violación colectiva-ñamoinge górrape; o participación semi permanente de un grupo de vecinos o parientes en hechos de abigeo -"cuatreros"; las interminables rondas de venganza familiar, o el robo nocturno de productos de granja por mujeres y niños de la familia extensa.

         Las fiestas religiosas y festejos familiares son también eventos que comprometen a todo el poblado; desde los ára santo guasú, y los ciclos de la vida familiar, en que el nacer y el morir convocan a propios y extraños en un ritual de saludos e intercambio de dones y expresiones de sentimiento.

         Nadie ha de sustraerse en tales casos y cada cual se ofrece espontáneamente: las mujeres al ñembiso jovái -molienda, a cuatro manos, de maíz en el mortero; el faenamiento de algún chancho o gallina para el karu guasu; los conjuntos voluntarios de músicos, y el acarreo desde el mercado de los insumos que harán el "gasto" de la fiesta.

         La conversación de la concurrencia -aty guasu- también se hilvana por breves intervenciones de cada quién, surgiendo una suerte de juego de improvisaciones en que nadie acierta a saber adónde irá a parar el tema entretenido en común; aunque haya por lo regular algún chistoso que salpique los temas del corro con alusiones picarescas. La misma distribución de los rústicos escaños o apyka puku a los cuatro extremos de la concurrencia, favorece esta suerte de escenificación en que nadie asume permanentemente un rol protagónico.

         Hay una suerte de hermetismo en la comunicación grupal, que retiene el sesgo tribal de los pueblos de indios. Tanto es así que una visita inopinada a la casa familiar es motivo de retraimiento de quienes no mantienen reiterado intercambio con el que llama a la puerta. Incluso, se da frecuentemente una escapada al matorral vecino, o se encierran en algún trascuarto hasta que salga el merodeador importuno.

         El oĩ oúva es una alerta para el clan familiar, y por cierto que no se adelantará a inquirir el motivo de su llegada más que uno, y para el extraño, con manifiesta desconfianza. En cambio, si es alguien que mantiene familiarmente relación, se recibe con el eguãhẽmípa, o el "apéese" hispano, si el visitante trae montado.

         También se dan cortes estamentarios en la comunicación; si ésta es desigual, como de peón a patrón, o de grupo rural a urbano, o con quienes ostentan autoridad -el cura, el comisario, el juez-, la conversación tiene frecuentes censuras, y los largos silencios del campesino guaraní-hablante reflejan cuando menos inseguridad, cuando no desconfianza, en el trato.

         Otro tanto para la comunicación entre vecinos árupigua, con quienes es frecuente el intercambio de muebles y enseres, y en los corredores contiguos de las casonas de pueblo, la integración es más en horas de ocio a media mañana y al atardecer, desdibujándose los linderos artificiales dispuestos para cada familia.

         Toda la prodigalidad manifiesta entre vecinos, y expresada en frecuente donaciones de frutos de la tierra o manjares de la dieta familiar, se rompe abruptamente cuando alguien acierta a pedir algún adelanto o préstamo en dinero. La respuesta cortante será acaso: nda rekói o che avei aikotevẽ; seguido de un enfriamiento de las relaciones, que tarda en mejorar.

         Este indicador de que la economía dineraria aparece como agresión al contexto campesino, se manifiesta de igual modo en la dificultad que tienen en cotizar en dinero cualquier trabajo o conchabo. Eme'ẽ chéve nde reikuaaháicha. Aunque a veces esto sea motivo de frustración: a un patrón a quien el operario le había propuesto pagarle lo que estimara en conciencia, y éste le había remunerado en forma mezquina, le endilgaron pronto aquello de aña conciencia'i, karai Rivá.

         Si en los grupos rurales las madres buscan un padrino honrado, el honor es también para el elegido un compromiso, que, como están las cosas, acarrea en los pueblos del valle la obligación de retribuir el Tupãnói -"la bendición, che paíno"- con algún presente en dinero o golosina. Congregando los poblados un exiguo número de habitantes, no es casualidad que el padrino de unos lo sea también de muchos otros, y esto en detrimento de su economía, sobre todo por las fiestas anuales de Navidad o Pascua de Resurrección. El padrino, también, suele ser escogido entre personas que acusen mayor dominio del castellano, por lo que "poner un padrino" es sinónimo de esgrimir un intérprete que traduzca sin malicia las expresiones del "compadre", sin someterse a las frecuentes desviaciones malintencionadas del juez o el comisario, que sin ningún enfado ejercen por ante sí el rol de intérprete para quien es interpelado por la "autoridad". Por esta viciosa práctica de interrogar y traducir a la vez por el actuario, toda la suerte de quien sea llevado a deponer en juicio está ya sellada por la supuesta declaración, tomada y traducida mañosamente sin la presencia de intérprete oficialmente habilitado.

         En la picaresca y por tradición oral, igualmente se transcriben supuestos diálogos en confesionario, en que el penitente simula no entender las insinuaciones del pa'i, retrucándole aquél con preguntas que comprometerían a las actuaciones del cura.

 

 

 

         LA CASA CAMPESINA

 

         Mientras en el área urbana tradicional prevalece el tipo de casas frontales con gruesas paredes de adobes, en el contexto rural lo más frecuente es la edificación por "estaqueo" o paréfransé, como distingue el pueblo en su media lengua, por el posible rastro del mediterráneo español y el mediodía francés. Consiste en una estructura de horcones de madera -urunde'y, lo más frecuente- contra los cuales se dispone un envarillado formando una especie de rejillas que terminan por cerrarse con un reboque de tierra colorada amasada con paja brava -"cortaderas"; o jahape.

         Para evitar el embate de las tormentas, el techo de ramas y paja fina -kapi'i San Juan "- suele ir amarrado a los horcones con tientos de cuero. El piso, por lo común, de tierra pisonada, a veces decorado con semillas de coco -mbokaja- que a la vez defiende de la erosión y el resquebrajamiento. El cuerpo del edificio se dispone en "lances" de vigas de urunde'y con techo de dos aguas. El primer cuerpo suele adoptar el diseño de culata jovái -dos habitaciones cerradas a cada extremo, con diseño semicircular al exterior, para resistir el viento: dejando al medio un corredor abierto, que accede a la cocina y graneros dispuestos en el segundo "lance" o cuerpo, entre los cuales se acomoda en la reguera una suerte de canal para las aguas de lluvia -o ygára- frecuentemente de cortes de cedro nativo, que cuando es añoso se vuelve ahuecado. 1

         En la cocina, habilitada en el segundo cuerpo del edificio con culata de envarillado sin revocar, el fogón se dispone directamente en el suelo, colgando del techo las ollas de hierro renegridas por el hollín, mientras el humo después de sahumar generosamente a los habitantes, se cuela por las rendijas de las paredes de estaqueo, lo que favorecería según una etnóloga norteamericana -Emma Reh- a los frecuentes cuadros bronco-pulmonares en niños y ancianos, pues mientras se calientan ante el fogón la cara y el pecho, dejan la espalda expuesta a los fríos vientos de invierno.

         En cuanto al hogar campesino, Cadogan hace mención de tapia-mbyky en su ypaka'a ha helada, que en una ronda que va siempre por el más fuerte, el avecilla elogia la fuerza del viento, a lo que éste replica que no es él el poderoso, sino "tapia-mbyky", que resiste a su ímpetu. En efecto, en el corredor abierto entre las culatas, se suele disponer hacia el viento sur una especie de mampara con el mismo envarillado y barro de la construcción, a fin de defender a los moradores de los embates de los temporales del sur, que en despoblado suelen ser considerablemente fuertes. La práctica de organizar a cierta distancia un rompevientos de tacuaras, suele ser mejor una estrategia frente al caserón del ganadero, mientras en el hogar campesino se echa mano al santo milagroso y no es raro que en tal caso alguna anciana esgrima su escapulario con el consabido: "líbranos de la centella, Santa Bárbara doncella, que en el cielo estás escrita con carbón y agua bendita", o "agua mansante que na, che Corazón de Jesús".

         Para espantar las alimañas, la mujer riega cada mañana el piso de tierra apisonada con zumos de "paraíso", un árbol cuyas hojas se usan igualmente para despulgar a los perros. La escoba de mayor uso es un manojo de typychahũ, un hierbajo que crece profusamente en el kokuere, o tierras en barbecho.

         Para perfumar la ropa, se acomodan en el armario con ramos de pacholí y resedá. Para quitarse el olor penetrante del tabaco, suelen morder hojas de naranjo, lo cual suele ser también recurso al que echa mano el marido, cuando regresa del boliche apestando a caña.

         La distribución del patio del entorno suele, por lo regular obedecer al mismo esquema: un jardín de flores al frente, con su enramada de jazmín "de lluvia" para resguardarse de la resolana o los furtivos aguaceros. En la reguera del patio trasero, algunas matas de agrial y hierbas medicinales, y ya hacia la cocina, el chiquero y la pequeña huerta, en la que se cuentan por "liños" las matas de cebollas de hoja, ají picante, tomates guavira, orégano y algún arbusto de laurel "de España", lo mismo que romero en macetas. A propósito, el bacín o ty ryru, después de haber fungido bastante tiempo como orinal, acostumbran a destinarlo como maceta de flores, o en torno a la cocina, para el cultivo de hierbas menores (cf "algún día seré florero, he'i tyryru okára" -algún día me pondrán de florero, dice el bacín de campo).

         En días de lluvia, la familia entera reposa en una larga siesta, y los niños como las gallinas y los perros prolongan su sueño, aguardando la única comida del día. Los mayores, en tanto, cocinan al rescoldo, entre las cenizas calientes del fogón, algunas raíces de batata, o tuestan al fuego espigas de maíz -avati mbichy-. A la tarde, el hombre se entretiene ensebando la coyundas y arreamen de su montado. Como no hay modo de proveerse de la chacra o de piezas de caza, es un día de reducir la porción en la mesa.

         La arena limpia que se forma con el agua de lluvia en la reguera, es fama de poseer poder curativo.

         También el sapo de la reguera es aprovechado para confirmar la preñez de las mujeres, o para cortar ciertos tipos de edema de las piernas.

         En días de sol, se manda a los muchachos a cortar en el campo la codiciada paja fina -kapi'i San Juan- formando manojos que se guardan para reponer la techumbre, que se deteriora con el granizo o la lluvia, y ha de repararse de tanto en tanto. Para el corral y otros galpones de servicio, se echa mano al jahape -o cortadera- que tiene mucho menos tiempo de uso.

         La estera de dormir en verano, cuando aprieta el calor -v. propiamente, el inimbe, por contraposición a tupa (cama)- se fabrica de un junco que crece en los esteros -piri- y en la casa no le dan más uso que para sestear en verano a la sombra de un árbol, pero no se acostumbra a usarlo en el hogar; tal vez, por temor a las víboras, que en tiempos de celo invaden la casa, para lo cual se disponen tablones por cada puerta. Para limpiar el campo de tales plagas, se apela al ñandu guasu -avestruz-, al tujuju cuartelero -cigüeña-, al guyratĩ -garza- u otras aves zancudas.

 

 

1He observado en algunas ocasiones cómo la ingeniosidad campesina obviaba la carencia de alcantarillas para drenar los caminos, colocando gruesos troncos huecos de cedro en los tramos más anegadizos. (Cf. Caso Ángel Romero en la Compañía Ciervo- cuá, lindera con Charara, S.E. del Guairá.

 

 

 

         MOBILIARIO

 

         Fuera del "sobrado" o altillo, cerrado frente al fogón con tablones que se apoyan sobre las vigas laterales, y adonde van a parar los productos de granja -espigas de maíz, kura pepẽ -zapallos, andai -calabazas- y raíces de batata y mandioca, en los cuartos y culatas del cuerpo principal no hay más que alguna alacena abierta en la pared, precarios tendederos para la ropa o estacas clavadas al horcón. En las familias más acomodadas también se guarda un karameguã o arcón de madera, sobre altas patas que dificultan el acoso de las ratas.

         En la primera culata o pieza de dormir -sería impropio llamar dormitorio matrimonial, porque la cohabitación es norma regular- suelen acomodarse dos o tres largas camas "de trama", construidas por lo común en madera dura sin labrar, con un bastidor y entramado en cuero reyuno, de ahí su nombre, ensartado a cuatro patas, frecuentemente abiertas en tijera -lo que explica aquello de "catre" de trama.

         He observado frecuentemente la inusual dimensión de los catres -2.50 ms. o más-, que sólo atendiendo a cómo se acomodan sus usuarios pude comprender su funcionalidad. En efecto, mientras el matrimonio duerme con los hijos menores a los pies, los demás se acomodan en doble cabecera, de a dos o tres, en tanto al recién nacido le tienden una hamaca rústica de poyvi -manta tejida en algodón- atado en sus extremos con una cuerda que se tira entre dos horcones.

         Entre las dos culatas del primer cuerpo se hunde en el corredor, junto al horcón, un grueso tronco que remata en triple horquilla, sobre la que se acomoda el cántaro de agua, de acceso libre no sólo a los miembros de la familia, sino a cualquier viandante que acierte a pasar por el lugar. N.B.: el agua abre y cierra la conversación, que se acostumbra a iniciar con quien llega de improviso acercando un jarro de agua. Lo mismo, al cerrar la ronda del mate, a la mañana o la tarde, se ofrece al ruedo un trago de agua. Otro tanto para la comida: si alguien insistía en acercar al comensal un nuevo plato, se agradecía con el consabido iporãmante, hai'úma -gracias: ya he sorbido del agua. En el alero bajo que da a la cocina se ensartan al enlate los pocos cubiertos de la casa.2

         En las casas de campo abundan más las cucharas y cuchillos que el tenedor -nadaipurukuaái chéko cuchara sorokue -yo no sé usar esta cuchara rota (alusión al tenedor). Tampoco es nada casual encontrar que en familia los chicos echen mano a una sola cuchara -cuchara jere- que circula de mano en mano.

         También Dominique Du Bosc -Kuarahy ohecha- registra el uso común en la dieta familiar del locro sin carne vieja -jasy-morotĩ en la acepción popular ("luna blanca") un caldo de nada más que maíz hervido y abundante sal, para engañar el hambre. (Del refranero: "nda he'ẽi ni nda ikyrái, ñaimo'ã mboriahu caldo- sin sal ni grasa, como caldo de pobre). Lo que se espeta a quien presume de chusco o gracioso, sin parecerlo a los demás.

         Contiguo a la cocina, y sólo separado por  un cerco de tablas, suele habilitarse un pequeño chiquero, donde la mujer engorda con los restos de comida un chancho -v. "kure alcancía", alusión al ahorro que supone a la economía familiar el cerdo criado y engordado en casa. En todo caso, su venta es reservada para casos de apremio: el parto de la mujer, si el marido es llevado al calabozo por kuatia ky'a o causa ro (alguna causa penal en que se ve envuelto). Si no, se lo sacrifica cuando a ojo promete buena renta en grasa animal y porciones de carne o chicharõ -chicharrón- para la dieta familiar.

         Si el grupo doméstico goza de buena posición, un tercer cuerpo -o lance- de la casa es reservado a caballeriza y gallinero, donde además se disponen sobre largos bancos -o apyka- el basto o la silla rústica de montar, y las jergas de lana que van directamente al lomo del montado: el sobretiento y los cojinillos de cuero de oveja con abundante lana para la silla de montar. El arreador, frecuentemente una trenza redonda -teju ruguái- tejida a un aro insertado al cabo de madera, y todos los lazos y coyundas que Justo Pastor Benítez atribuye a "la edad del cuero" - restos de la economía ganaderil del ciclo colonial, que proveía generosamente al mobiliario y útiles del poblado (v. camas "de trama", karamegua forrados en cuero, petacas de uso doméstico; cucharas de guampa, los chifles o cuernos habilitados para llevar agua; las guampas del mate, las hamacas de tiento; los amarres de la casa; los sobornales de yerba, las grandes botas de miel -eíra pelota; las pierneras del vaqueano y el cuero de reyuno que se ata a la cintura para las faenas de corral, etc.).

         En las zonas rurales es frecuente la cría de ganado vacuno en un patio contiguo a la casa, en tierras en barbecho –kokuere- de reducida dimensión; ahí no caben más que pocas lecheras, alguna yunta de bueyes para tirar del arado o la carreta, y el ocasional montado del hombre de la casa.

         El agua de consumo familiar, antes era frecuente acarrearla del arroyo o manantial -ykua-. Con la deforestación masiva, se fue echando mano al pozo excavado próximo a la cocina. Lo más común es el pozo sin brocal, cerrado por largas costaneras. Un signo de progreso era disponer en la boca un pequeño brocal de tablas clavadas a cuatro horcones.

         Para las necesidades fisiológicas, la letrina es aún poco común, y todavía se apela al recurso de ir al yuyal -oho ñaname. A fuer de papel para la higiene, fungían los marlos de maíz ya desgranado.

         Unos "liños" o cultivos a pequeña escala para el uso doméstico, completaban el cuadro de la economía familiar: cebolla de hoja, orégano, zapallos y andai -calabaza- y la infaltable batata -v. jetyty ha ava py'a rasy ndopávai (el plantío de batatas como el dolor del pobre nunca terminan).

         La dieta en la casa campesina no coincide por lo regular con las tres comidas -desayuno, almuerzo y cena- del área urbana. A la mañana, los mayores se entretienen con el mate amargo, el "mate dulce" de la ciudad es casi desconocido. Sin embargo, en invierno las mujeres suelen a la tarde tomar un mate de leche, cebado en almendra de coco molido.

         El horario se establece por la salida y puesta del sol. A media mañana, los hombres se dan un descanso para el terere; la comida del día se sirve alrededor de las dos de la tarde. Los niños suelen engañar el hambre entre tanto con frutas silvestres o de la casa. Los "escueleros" se entretienen por el camino arrancando algunas guayabas -arasa aky. La única lonja de carne que la mujer pudo traer del mercado en pago de sus productos es para el marido, a quien a la noche se le prepara un guiso, o el consabido bife koygua, carne frita y sancochada en caldo de cebolla y huevos. A los chicos, antes de ir a dormir, se les ofrece por lo común un plato de miel de caña en que untan raíces de mandioca sancochada. La higiene bucal se hace con abundantes buches de agua, que se escupen sonoramente.

         Como la mujer ocupa su jornada en diversas faenas, si es que además no lleva productos al mercado, empieza a cocinar cerca del mediodía, prefiriendo el arroz o el fideo de fácil cocción. Algo que me sorprendió fue constatar la aversión que siente el campesino por el plato de porotos. Suelen pretextar que es plato indigesto, y entiendo que es por la razón antedicha; es decir, por falta de instrucción culinaria, la mujer echa a hervir el poroto con los demás ingredientes, al mediodía, lo que sería causa de parecer el poroto indigesto; con lo que pierden, por lo general, una buena ocasión de suplir su déficit en proteínas.

         Como la vida familiar transcurre más en la cocina o en el corredor, si no en el patio, las culatas o dormitorios son desapacibles y mal ventiladas. Algún ventanuco enrejado o tan pequeño que hace imposible al ladrón colarse por él, suele ser el único tragaluz. Para los ancianos y mujeres habituados a fumar o morder el náko; algunas manillas de tabaco se cuelgan del solero a airear; y la preparación de los gruesos cigarros pety para los hombres, y el petỹ hũ, de sabor más suave, para las mujeres -es exclusiva labor femenina. A la tarde, a la vuelta de las faenas del campo, el hombre se entretiene en cuidar de su montado: darle su provisión de maíz, pasarle la rasqueta al lomo, o sacarlo al potrero a pastar.

         También es signo de abundancia en el campo el tatakua, horno abovedado de ladrillo cocido de evidente origen peninsular, al que la tradición local ha incorporado algunos aditamentos, como el revoque de barro colorado con mezcla de estiércol vacuno, para evitar que se cuartee. El chipá en las fiestas religiosas -Semana Santa, Kurusu ára- v. kurusu jegua, en León Cadogan-; el asado de chancho, el andai –calabaza horneado con leche y azúcar, y la sopa paraguái, son los manjares que se hornean parsimoniosamente en su fogón.

         También se hornean en el tatakua los kavure, una especie de chipa con suficiente aditamento de grasa y queso dispuesto en el rústico asador de palo. Del popi de mandioca se prepara una suerte de mbeju de sabor dulzón, por el gusto peculiar que toma el almidón al orearse al sol sin previa preparación.

         Las mantas de que dispone la familia son de elaboración casera en lana -frazadas chara- o el poyvi de algodón. Para espantar los mosquitos, suele verse a las mujeres sahumar la casa al atardecer, quemando yerba y azúcar en brasas de carbón, de lo que posteriormente se ha de cebar el mate-cocido para la familia. La tradición de sahumar la casa ya Cadogan la registra en su Ayvu Rapyta: "Un señor da consejos a su hijo que quiere casarse" -karai oguero ayvu gua'y omendache vae, según se dice ahí, es para ahuyentar los malos espíritus- evidente alusión a los insectos y mosquitos que proliferan en nuestro clima tropical. En ocasión de hacer trabajos de campo en el área de Itakyry, capital de los yerbales de la Industrial Paraguaya, un leñador montaraz me enseñó la técnica de sahumar con la hojarasca de los tajy -lapacho silvestre.

         De la tradición guaraní, la familia campesina atesora un vastísimo repertorio de hierbas medicinales -pohã ñana- que nuevamente Cadogan las clasifica según la tradición en "calientes" o "frías" -pohã raku o pohã ro’ỹsa- según tengan efecto de tósigo o refrescante. De ahí también la medicina que se practica en el valle, por médicos ñana -herbolarios-, médicos ñembo'e -por oración-, y médicos paje -por prácticas de brujería.

         Es frecuente en estos casos formas de sincretismo, con rituales mágicos del ancestro guaraní y el ritual cristiano; como el nido y las plumas del colibrí -mamo'i o mainumby de la vernácula-, una de las aves primigenias del paraíso avá-guaraní, polvo del cementerio; o, incluso, la media del cura para los chicos con cuadro de hidrocefalia. También hay cientos de aplicaciones mágicas del agua bendita, o la palma bendita del Domingo de Ramos.

         En las zonas meleras -Guairá y Guarambaré- hay todo un ciclo de producción y consumo de caña dulce, de la que se extrae el mosto en rústicos trapiches de madera -tres cilindros verticales encajados a un marco de madera, llevando el del centro una espiga que se incrusta a una larga pértiga, tirada en círculo por una yunta de bueyes. La cocción del mosto lleva días, separando la melaza de la miel en ebullición; y en posterior fermentación, se extrae del mosto la codiciada caña -clandé o clandestina, si no ha sido declarada al fisco. Es tradición que el pueblo de Quiindy y su área costera al lago Ypoá sea zona donde proliferan las destilerías clandestinas de caña, aunque en Iturbe y otras áreas del Guairá acaso la producción sea notoriamente mayor.

         En mis estudios sobre "culturas de la selva", se apuntaba que la yerba mate o "yerba" simplemente en Paraguay, tiene tres épocas culturales distintas, que coinciden con el ciclo prehispánico, el colonial y el tradicional paraguayo. Como señala Süsnik, los conquistadores hispanos, ávidos de metales nobles para su aplicación a una economía de mercado, de la que ellos provenían, se encontraron por estas tierras tan sólo "con el maizal neolítico", para expresar de un modo plástico la pobreza de la provincia. Con todo, muy pronto hicieron de la yerba mate el producto de trueque con el que lograron mercar con zonas tan distantes como el Tucumán o el Alto Perú. Su uso -ya como infusión con el aditamento hispano- se extendería a todo el subcontinente, y con la organización económica de los jesuitas en las Misiones, alcanzaría su punto pico de expansión y motivo de fricciones con los españoles encomenderos. Es probable que el proceso de elaboración de la "yerba" se haya codificado en esa época, manteniéndose hasta pocas décadas atrás el repertorio de cocción y molienda; primero en el barbacuá-de barbacoa: un entramado de varillas formando una cúpula de considerable dimensión, dispuesto sobre la boca de un horno subterráneo, alimentado con grandes leños. Encima se disponen los manojos de yerba oreada por varios días, y su cocción o "sapecado" lleva otros tantos, hasta que el producto tome la consistencia y el color apropiados para su molienda. La distribución de los ramos de hojas sobre el barbacuá y el cuidado para evitar el incendio por alguna chispa que escapa del horno, es faena del uru - "pájaro" en la vernácula-, un hombre por lo común de complexión pequeña, de modo a no arriesgar el descalabramiento del armazón. Por exigencias de su oficio, él disponía convenientemente los ramos de yerba a sapecar, y en su caso rechazaba los que no venían convenientemente dispuestos3.

         Cuando la yerba sapecada está a punto de molienda, se pasaba al galpón del "malacate" un rodillo dentado hecho en madera dura, por lo común lapacho -tajy- encajado a un eje móvil, y accionado en círculo por una yunta de bueyes o mulas.

         El piso acomodado con listones de madera dura evitaba que la yerba molida se mezclara con el polvo de la tierra. En las familias menos acomodadas era frecuente el uso de la yerba molida simplemente en el mortero (ka'a chiri).

         En los pueblos del valle, hay todo un ritual en la comunicación en familia, sometiéndose los hijos menores al cuidado y autoridad del hermano o la hermana mayor -machu-; y aún de adultos, es frecuente que hable por el grupo el hermano o la hermana mayor, que incluso se arroga el atributo de decidir en casos extremos lo que convenga hacer o decir en nombre de sus menores.

         También se observa en el valle un notorio acento matriarcal en cuanto comprometa al grupo familiar, acaso por la prevalente situación en el poblado rural de familias extensas provenientes de madres solteras.

         Hasta mediar el siglo XX había notoria diferencia entre el chacarero (koygua) y el peón de monte (obrajero, hachero); el primero, típico exponente de las economías del valle, un tanto que el último reclutado en los poblados siempre precarios de la toma. Fuera de algunos obrajes dotados de sierra mecánica, por lo común en plena selva se habilitaban las "planchadas" o aserraderos de monte, que consistían en un foso de bastante amplitud, sobre el que se disponían los "rollizos" o troncos de considerable porte arrastrados hasta ahí por los carros "alzaprimas".

         El trabajo se hacía a mano, con sierra dentada que terminaba en dos asas de palo, tiradas de arriba y abajo por dos hombres uno tirando desde el foso y el otro de arriba. El trabajo era agotador, y llevaba por pieza más de un día.

         A propósito, corría en la selva el chiste de dos indígenas, puestos por el patrón en la misma tarea de seccionar un tronco valiéndose de la sierra de mano. Al caer la tarde, éste los encuentra agotados sobre el mismo rollizo sierra en mano, sin que hubieran adelantado nada en el corte. A la pregunta de qué diablos habían hecho durante todo el día, no aciertan a responder sino que che patrón, ore mbarete joja -los dos habían tirado al mismo tiempo de la sierra, sin dejarla correr.

         Después de aserrar el rollizo en cortes parejos, dejaban a un lado la parte de madera adherida a la corteza (costaneras), poniendo en la planchada los cortes de madera noble dispuestos a secar (v. "estacionar"). La primera elección era para la madera dura -lapacho (tajy), urunde’y; y luego las de usos diversos -cedro, peterevy, incienso, palo blanco; trébol, en los obrajes del Norte.

         Nuevamente, la madera elaborada era acarreada hasta los lugares de embalse en carros tirados por dos o tres yuntas de bueyes. Las costaneras eran vendidas como desechos a menor precio, y como ganancia adicional los obrajeros las acarreaban a algún depósito de maderas, para lucrar con su reventa. Con ellas, en la proximidad de los obrajes, se levantaban los ranchos de tablas y costaneras, de más fácil construcción, y que no exigía por lo común más mano de obra que la del hachero y su corta familia. El techo elaborado del mismo material fue gradualmente sustituido por cortes simétricos, por influencia de los migrantes venidos de Brasil.

         Como en todos los poblados rurales, el trabajo en el monte se ajustaba a los ciclos de la luna. Si los cortes de madera se realizaban en novilunio, corrían el riesgo de apolillarse. También había que respetar los frutos y las piezas de caza de la selva, custodiados celosamente por la mítica "abuela del monte" (Ka'a jarýi), quien se complacía en desorientar al cazador furtivo si éste desoía una serie de tabús que corrían de boca en boca a propósito. El que era víctima de su hechizo maléfico podía perderse por meses en los senderos del bosque, sin atinar a encontrar una salida.

         Para dormir a buen seguro en la selva estaba el rancho precario (arriero róga) de que se hizo mención a quien buscaba hacerse con una pieza de caza mayor -mborevi (cerdo del monte), venados (guasu vira, de pelo gris; o el más codiciado, por su carne sabrosa: guasu pytã, de piel rojiza). Para ello, el mangrullo se construía a cierta altura, en los árboles contiguos a algún curso de agua, y junto a los árboles de pirado -palmera de monte-, cuyos frutos son alimento codiciado por el guasu. En noches de luna, bajan los cérvidos a abrevarse y comer de los frutos caídos del pindo, ocasión aprovechada para que el cazador montaraz les dispare una perdigonada.

         También hay toda una oratura de fórmulas y rezos particularmente al arcángel San Miguel- contra las picaduras de serpientes, que anidan frecuentemente en los malezales, y se mimetizan con facilidad en la hojarasca.

 

2Con referencia al distinto comportamiento de la madre frente a un hijo o hija casadera-es común escuchar que celan más al hijo que a las hijas-, la explicación que solía escuchar en son de chanza es que si se casa un hijo, éste trae a su mujer y sus críos a la casa materna, lo que obliga a aumentar la dotación de cucharas en el solero kua -el envarillado de tacuara que soporta el techo-; en tanto que si es la hija que se casa, ella va tras el marido, lo que disminuye la provisión de cucharas a la mesa.

3Un informante del área de Itakyry, transcribía expresiones de los mineros en largos soliloquios mientras se abrían piques en la selva: Mba'ére piko che uru rembo peso'i la che ka'a? (¿Por qué le has dado poco peso, mi jefe, -che uru- a mi carga de yerba?)

 

 

 

         JUEGOS

 

         Entre los niños, lo más común es jugar a las bolitas los varones, las niñas a la muñeca -muñeca-trápo, alusión a su confección casera. Los varones juegan, a la tarde, en algún descampado a la pelota, una suerte de fútbol informal: partido so'o, y con las niñas se entretienen a jugar al escondite tuka'ẽ kañy. En los juegos de San Juan, ellos se mezclan a los mayores en el juego nocturno de las "rúas" -con evidente trasfondo peninsular- en que los grupos se agreden festivamente con manojos ardientes de paja fina -kapi'i San Juan-, saludándose con "que viva Señor San Juan!". En los subsiguientes festejos de San Pedro, se incorporaba a las "rúas" el asedio de los kamba ra'anga, enmascarados con el rostro encubierto con medias negras, provocando simulacros de persecución y espanto; una versión criolla de las mojigangas hispanas de "luchas de moros y cristianos". Para acentuar el rasgo mestizo, también hacía su aparición el "toro candil", una calavera de buey ensartada a un anda cubierta de lienzo, a la que se le ataba un rabo vacuno; y en las astas de buey unas teas encendidas con las que los que lo llevaban provocaban el susto de la concurrencia. Otro resabio guaraní, la "pelota-tata" o bola de chala impregnada en aceite u otro material inflamable, que los chicos hacían correr entre la gente. El yvyra sỹi, o palo encerado de considerable porte, que remataba en algunos billetes de papel moneda, era el reto de los chicos que buscaban treparse hasta el codiciado premio. Aunque la quema de Judas -o Juda-kái- se añadió posteriormente al repertorio de los juegos de San Juan, originalmente cerraba los festejos del Sábado de Gloria; y un espantajo de pantalón, camisa y sombrero, atiborrado en su panza y extremidades de petardos que al arder explotaban sonoramente, era colgado de una alta horca en la plaza. Para completar, los mboka-vícho, o petardos busca-pies, que recordaban al gentío su ancestro selvícola, y el buen cuidado que había de tenerse al andar por los senderos del monte del acoso de serpientes y alimañas, en la vernácula mencionados genéricamente por "bicho", por el temor mágico de que al pronunciar su verdadero nombre se convocara efectivamente su presencia.

         Mientras el oficio de "leer las cartas" o adivinanza por barajas españolas es asunto de mujeres, que también se entretienen jugando a la "escoba de 15", los varones hacen gala de destreza en los ardides del "truco", en los que se traen a cuento octavillas del folklore hispano salpimentadas con el anecdotario guaraní-mestizo. Aunque el mentir aquí es una suerte de arte festejado con píipus y risotadas por el ruedo, no es raro que las partidas de truco terminen en camorras y pleitos en que el puñal siempre listo poncho-guýpe- hace su faena despanzurrando al que alardee de muy diestro en el juego. Para ello, el "gasto" de caña-jere ha venido enardeciendo por horas el entusiasmo de la barra. Ahí empiezan a contarse los "aguaí" o causas de muerte violenta atribuidos a los más osados, que por lo común acaban impunes, o se escapaban a la selva (o gana ka'aguy) mientras los caminos se señalaban por cruces de desgracia -"desgraciakue" o kurusu-légua.

         Entre los niños varones también es frecuente el arte de "lanzar" el trompo (v. Trompo "arasa" -hecho a mano en palo de guayabo, por su dureza), porque el artefacto del tamaño de un puño con punta de acero se liaba con un grueso piolín, que al soltarlo con fuerza producía un silbido sonoro al girar. En un ruedo de tierra pisonada también ellos jugaban a las "balas", un pedazo de hierro plano que se arrojaba a un cerco marcado en la tierra, con el que se procuraba deslizar las "figuras", comúnmente extraídas a las cajas de fósforos.

         Otro resabido del ancestro indígena, el juego-arte de cazar pájaros a la "hondita", usando como proyectiles bodoques de arcilla parsimoniosamente elaborados a mano.

         A la tarde, un juego que entretenía a jóvenes de ambos sexos era proponerse adivinanzas, siempre iniciadas con aquello de "maravilla, maravilla, mba'emotepa seguido del acertijo.

         En tiempo de sandías, y para asustar a las mujeres que volvían, al ponerse el sol, de sus faenas, o de la "oración" en alguna capilla, se elaboraban en cáscara de sandía espantajos dispuestos en alguna encrucijada del camino con un candil encendido detrás de la supuesta "malavisión", siendo festejados los gritos de socorro por los responsables del chasco.

         Particularmente en días de lluvia y en las tardes de invierno, la familia se recoge en torno al fogón, y es momento para entretenerse en juegos de acertijos, en que frecuentemente intervienen personajes emblemáticos, como Ka'i ha Jakare -el mono y el cocodrilo-; el loro y la mujer infiel; o Ka'i ha Jaguarete -el mono y el tigre-, en que se pregunta a los chicos cómo escapó el mono -símbolo de la picaresca nativa- de alguna situación de apremio. Otras, es una competencia de astucia y recursos de su especie, como éste, de Jagua ha Mbarakaja -el perro y el gato-, en que el gato desafía al perro sobre el alcance de su visión:

         - ¿Rehechápa, compadre, amo cerro ru'ãme, pe anguja ho'áva yvyra rakagui?

         - ¿Has visto, compadre, allá en la cumbre del cerro, aquel ratón que cayó del árbol?

         - A lo que responde el perro: hẽe, nda hechái jepe, pero ahendu.

         - Si, aunque no lo he visto, sin embargo lo oí; con lo que cada cual alardea de su propio instinto.

         A veces, se trata de memorizar los sucesivos trances de un cuento encadenado. Tal es el caso de Ypaka'a ha Helada, que transcribe in-extenso León Cadogan en su Gua'i Rataypy, fragmentos del folklore guaireño. El ypaka'a -gallineta de agua- se queja de tener entumecidas las patas en la escarcha; y va interpelando sucesivamente a la Escarcha del origen de su poder, al Sol que derrite la escarcha; a la Nube que cubre al sol; al Viento que disipa la nube; a Tápia-mbyky -tapia baja- que resiste al viento; al Ratón, que perfora la tapia; al Gato, que se devora al ratón; al Perro, que espanta al gato; al Garrote que le rompe los huesos; al Fuego que consume al garrote; al Agua, que apaga el fuego; al Buey Viejo, que sorbe toda el agua; al Cuchillo arruinado que sacrifica al buey; al Herrero que forja el cuchillo; a la Muerte que se lleva al herrero; la que termina replicando que es el mismo Dios el que la envía. Y nuevamente el cuento encadenado se reata, enumerando los distintos interlocutores de Ypaka'a: -Ñandejára nipora'e ko ivaléva -pues era Dios, había sido, el poderoso, quien envía a la Muerte, y la muerte que se lleva al herrero, quien fabrica el cuchillo arruinado; el que sacrifica al buey viejo, quien se bebe toda el agua; el agua que apaga el fuego; el fuego que consume al garrote; el garrote que rompe al perro los huesos; el perro que espanta al gato; el gato que se devora al ratón; el ratón que perfora la tapia baja que ataja al viento; el viento que disipa la nube; la nube que cubre al sol; el sol que derrite la escarcha; ha Helada che pykytĩva -y la helada que me quema las patas.

         En ocasión de comentar yo este tema, el ex embajador de Israel, Benjamín Varon, me invitó a su residencia, en la que me tenía señalado el mismo texto de las tradiciones rabínicas; donde fuera de las alusiones del contexto, como Ypaka'a, Tápia-mbyky, el "ketten Marchen" o cuentos encadenados, como acertara a definirlo Friedrich Boggs en respuesta a Cadogan, coincidía exactamente con la versión de la vernácula; lo que confirmaría la distinción que propone G. Vansina para los textos "cuajados" de la tradición oral, que se mantendrían invariables a lo largo del tiempo y de sus sucesivos intérpretes. Esto es más sorprendente si tomamos en cuenta que los judíos sefarditas habrían memorizado primeramente en España el mismo cuento, el que sería luego Trasladado al folklore guaireño por algún judío trasterrado, y con los siglos haya llegado, sin alteración de secuencias, a oídos de Cadogan.

         En otro orden de cosas, cabe mencionar en esto de acertijos, la serie de alusiones procaces -la vernácula retiene del guaraní un realismo sin recato que a veces se hace difícil de volcarlo al español-, por las cuales los adultos, en tren de iniciar a los muchachos en los temas de experiencia sexual, se complacen en proponer equívocos de subida carga erótica, que ante la perplejidad del joven -o de la joven- son festejados por el ruedo con carcajadas y pullas de no acabar.

 

 

         PERVIVENCIA DEL YOPARÁ

 

         Aunque oficialmente el país se declara bilingüe, la lengua que el pueblo emplea comúnmente en cualquier ocasión es el yopará, una especie de lenguaje híbrido al que todos echan mano para comunicarse, y aquí mejor que nunca el término denota el oficio primordial de esta jerigonza, condenada por los lingüistas y de muerte anunciada en reiteradas ocasiones, pero que sigue lozana y siempre vigente cuando el interlocutor de cualquier clase social intenta comunicar algo a los demás.

         Se diría que, como los judíos de la diáspora, la población guaraní-hablante en esto de sobrevivir optó por lo más fácil, mechar la lengua oficial con el vocabulario de su repertorio coloquial, sin preocuparse de purismos ni de leyes sintácticas. Pero es más: el yopará no es sólo un código lingüístico; su vigencia estriba en que los dos universos culturales a que hace referencia se dan en la vida cotidiana sin solución de continuidad, entremezclando el pensamiento lógico y objetivo con el otro, de motivación mágica y emocional.

         Las dos culturas "se hablan" continuamente, y el discurso no es tanto verbal como conductual. Los argumentos apelan constantemente a la legalidad de lo vigente y acostumbrado o a la sacralidad de un orden jurídico y legal que todos acatan, sin comprender ni poner en práctica.

         Se podría hablar, incluso, de una doble moral: la declarada en los foros religioso o político, y la que campea en los ajustes y compromisos del mercado, el trato en los acuerdos laborales, las reglas del juego limpio entre pares, o los arreglos y componendas partidarias.

         En el repertorio popular, constantemente aflora este nivel ambiguo del lenguaje, librado por lo común a la interpelación circunstancial del interlocutor. El ore-kuéra –nosotros exclusivo-, o el ore kuete -nosotros del círculo íntimo-, dan lugar por lo común a una adhesión grupal más de carácter fáctico que verbalizado. Lo que académicamente suele expresarse como situación de dos lenguas en contacto, en la práctica se da como la interferencia y entrecruzamiento de dos universos incanjeables, que a precio de subsistir han encontrado fórmulas y espacios de convivencia.

         En la literatura etnográfica hay múltiples tramos de un proceso de mestizaje que en Paraguay no ha seguido el curso etnocida y demoledor que parece haber imperado en otras comarcas de América. Tal el caso del relato mítico de los hermanos Guairá y Paraguá, recogido por Cadogan, según el cual los guaraní de la comarca asuncena acordaron con el conquistador hispano un supuesto "pacto de sangre" que los asimilaría a la condición de "cuñados", aunque muy pronto habrían de percatarse de haber sido engañados. Otros documentos recientemente releídos del archivo De Angelis por una historiadora argentina, abundan en el mismo sentido: por ocasión del viaje de Alvar Núñez cruzando el Chaco hacia el Alto Perú. Según dicho texto, los indios "cuñados" de la excursión, se sentían reducidos a nivel de mujeres -guar.: temireko, lit.: la mujer que carga los bultos.

         Entre tanto, los indios "monteses" en lenguaje de B. Süsnik, o Guairá, del texto mítico, habían optado por replegarse a la selva, en actitud rebelde, y en defensa de su propia identidad -ñande-reko ypy- hasta ser reducidos a pueblo, por las reducciones franciscanas y jesuíticas. Significativamente, un diálogo de Cadogan con el cacique Guairá, transcripto en su "Yvyra-ñe'ẽry, fluye del árbol la palabra", y grabado en la segunda mitad del siglo pasado, reitera el obstinado rechazo de los indios mbya a su asimilación como paraguayos, cerrando enfáticamente con la expresión: "No, decididamente, no he de vivir como los paraguayos".

         Esta doble actitud de aceptación y rechazo aflora frecuentemente en la tradición oral, que pone en el rol de antagonista a quienes se identifican más comúnmente con la cultura dominante -tal el caso de Ramonita Duarte, en los relatos ya mencionados del Niño Jesús y la Chipera, o el de la Pasión-; en ambos casos, los antagonistas del Niño -identificado con el pueblo- son portavoces del Demoño: vid.: la escuela y el mercado; o en la Pasión de Cristo, la autoridad religiosa o policial.

         Sería como una pedagogía anónima que pone en guardia al pueblo de los riesgos de someterse a las reglas de una sociedad desigual, en que prevalece la astucia y el interés del más fuerte. También Cadogan apela al tema folklórico de Guyrafarra o Guyra-compuesto, en "Cómo el campesino interpreta la administración de justicia", en sus apuntes sobre Caaguazú, para destacar el mismo trato desigual en la sociedad criolla.

         Con idéntico temperamento, el teatro de Julio Correa en guaraní paraguayo, en que el antagonista por antonomasia del pueblo campesino e ignaro son el comisario, el juez de Paz, y el repertorio clásico de los grupos de poder en la sociedad nacional. Un caso sintomático, el muchacho ingenuo y torpe de Péicha guarãnte, mantenido por su padre agricultor so pretexto de estudiar para doctor en la capital; quien después de reiterados fracasos tanto en sus estudios como en escenarios de la pequeña burguesía asuncena, regresa como el hijo pródigo al rancho familiar, confesando haber mentido sus éxitos supuestos, a lo que el padre lo recibe y perdona, señalándole que el destino de ambos no es incursionar en el esquema urbano, sino subsistir como sus mayores, con su trabajo honrado en la capuera. Como en el caso ancestral de los "guaraní monteses", sería un actual rechazo a los cuadros seductores de la "civilización", ganado a precio de innúmeras frustraciones.

         Los niveles de contacto guaraní-español no se dan tan sólo en procesos de intercambio. Frecuentemente ocurren por encodificación en sentido opuesto al significado original: tal el caso del conjuro mágico de kurusu pytã'i -una cruz con alusión al falo (cf. Cadogan)-, al que se apela en ocasiones non-sanctas, como en las apuestas de naipes. Otro tanto para los apelativos de santo-ro, o santo yvyra -santo "agrio" el primero, por temperamento desabrido o de mal humor; el otro, para indicar la inoperancia de una persona, como "santo de palo".

         En otra ocasión había traído a cuento el conocido canto "Siete notas musicales" de Emiliano R. Fernández, en que las estrofas se suceden por versos pareados, en que el primero y tercero alardean de dominio del castellano, aunque en el segundo y cuarto reiteran por vía de refuerzo el mismo texto en guaraní; como ofreciendo al auditorio un lenguaje más asequible a su compresión.

         La asimilación de vocablos de nuevo contexto, pero ajustados al sentir popular, se han dado frecuentemente en tono picaresco, como el radio so'o, incorporado cuando la guerra del Chaco, donde había entrado la tecnología de la radio, pero aquí para denotar la psicología del rumor, o informe so 'o, lo contrario al texto oficial.

         Ya se ha señalado la alusión genérica de bicho a la serpiente o cualquier alimaña del monte, por evitar el conjuro mágico que supondría proferir su nombre. Otro tanto para karai pyhare -póra o fantasma de la noche-; lo mismo que tuja'i las doce -para el jasy jatere, geniecillo de la siesta, a quien semanas atrás habría atribuido una madre de Ñumi, en el Guairá, el secuestro de una hija menor.

         Las interferencias de significado y valor en el lenguaje coloquial son casi constantes, a punto de mantener al interlocutor en situación de permanente desconfianza acerca de lo que pueda apuntar en definitiva un enunciado cualquiera. Esto se traduce a menudo en expresiones dubitativas como "o sea"-cf. ajúta lune, o sea marte.

         En el plano laboral, el campesino manifiesta su desconfianza por las formalidades del contrato, por dolorosa experiencia de haber sido llevado más de una vez al tribunal por compromisos que él pudo haber firmado sin percatarse exactamente de lo expresado en el texto escrito. De ahí las formas evasivas de responder por añeha'ãmbaitéta -voy a hacer lo posible-. De igual modo, el precio de los productos de granja se ajustan a bulto, y a la vista, no por cálculos matemáticos -"cero por cero, he'i karai ñanembokuasérõ".

         La situación diglósica atraviesa todos los escenarios posibles de relación, y la actitud más cauta en tal sentido es ponerse en guardia ante la inusual generosidad del patrón o caudillo que acostumbra abordar al pobre con sobornos. Para eso está el picaresco mo hũ mo hũ -no asentir ni consentir, sino adelantar un sí dubitativo.

         De igual modo, al ofrecer sus productos a su eventual comprador, el campesino del valle cierra el discurso con un convencional "che patrón", "la patrona", una forma de manipular a su provecho el código de relacionamiento propuesto por su interlocutor.

         Otro tanto para el apelativo "che comadre" que las mujeres esgrimen con astucia en la "plaza" ante propios y extraños, para exhibir sus influencias en los estratos de poder.

         Más que una inhabilidad en ambos códigos, tengo la impresión de que el paraguayo medio se divierte echando mano indistintamente a expresiones en ambos idiomas, o como si exhibiera su familiaridad con ambos contextos lingüísticos. Habría también como un sesgo de picardía con los equívocos que se generan con esta frecuente hibridación del lenguaje. Probemos algunos ejemplos:

         - Sombréro ha tãi postiso ipyahu aja mante ñane molestá -en que "sombrero" es usado maliciosamente en su connotación de infidelidad conyugal -cf. Sombrero ka'a, por el amante furtivo que se oculta en un bosque próximo: "en esta selva perdida/ ma'erã iko reikovese/ esẽna ka'aruete/ to rogosá mi querida".

         - radio so'órupi oguãhẽ chéve -en que la "radio" es sinónimo de rumor, o información impersonal.

         -hovatavy los perro, he'i mbarakaja techo ári guie; en que "los perros" aluden coloquialmente a un grupo hostil.

         - santo-rã santo-páma; para expresar desconfianza a quien mencione las supuestas virtudes de un conocido.

         - karai sin novedá, caldo ko'ẽngue -desabrido como caldo amanecido.

         - oity ijapére mboriahu poncho -se puso a calentar al sol; que no es lo mismo que: ojopy chupe "poncho paraguái"-se echó al gaznate buenos sorbos de caña.

         En éstas u otras locuciones no es el hispanismo señal de inseguridad, sino muestra de dominio léxico y juego con las ambigüedades generadas por el yopará.

         Habría también lo que Joan Rubín señalara en su monografía sobre el guaraní paraguayo: un juego de roles en el uso alternativo de ambos idiomas, como cuando la joven que se siente pretendida por un campesino se empeña en hablarle en castellano, a lo que el varón podría responderle algo así: Ñañe moĩtaramo de acuerdo, eñe'ẽ porã chéve guaraníme.

         Son múltiples, en verdad, las formas de alternar ambos idiomas en lenguaje coloquial; a propósito, se cuenta de Cecilio Báez una anécdota, por la que una mujer del campo le confidenciaba su preocupación por un hijo que "comía tierra" -síntoma de parasitosis-, a lo que le responde el letrado:

         Ani reñequebranta, señora, che aikuaa peteĩ ha'u va'ekue hetaiteve yvy, ha ndojehúi chupe mba'eve -por un connotado miembro del foro que se había adjudicado dolosamente propiedades ajenas.

         En los ruedos campesinos, el chistoso precisamente hace gala de los equívocos generados en yopará, y hay toda una gama de situaciones jocosas que se provocan a propósito.

         Para mencionar a un empírico que hace las veces de médico, se lo tilda de "médico-un puño" -porque suele administrar sus dosis de remedios de yuyos por medidas de puñados. Peor connotación para el médico ju'ái: aludiendo al mentecato que alardea de médico.

         En una guerra civil entre facciosos liberales, eran reconocidos como sacopuku o saco-mbyky, por el corte de traje en cada grupo político, de sacos de corte largo o corto, según la moda tradicional o el corte de época.

         Igual sesgo festivo tienen las expresiones casõ-mboka -pantalón a media caña y ta'yra-casõ -adulto que calza los pantalones cortos del hijo.

 

 

         EL SÍNDROME DEL YOPARÁ

 

         Todo esto trae a cuento lo ya sugerido anteriormente. El yopará como síntoma de dos lenguas en contacto es solamente un componente más de una situación cultural compleja, en la que el proceso de plasmación de una nueva sociedad mestiza, por diversas causas que se han dado en el período colonial y en el Paraguay independiente, no ha concluido definitivamente, y el campesino echa mano indistintamente, tanto en el lenguaje coloquial como en otros niveles de comunicación social, a diversos repertorios de ambos universos: del español urbano y el guaraní rural, con la consecuente confusión y deterioro de los códigos originarios.

         La inseguridad en que se mueve nuestro campesino migrante en sus precarios asentamientos eventuales, lo hace desprotegido en su desarraigo y aislamiento; algo que yo he identificado alguna vez como destribalización: un sentimiento ambiguo referido comúnmente al arribeño, que por un lado aparece como liberado de los lazos de la familia tribal, pero por otra parte, huérfano del apoyo comunitario que en el valle aseguraba la subsistencia de sus antepasados.

         Me ha tocado asistir personalmente a un episodio sintomático por los años '60, en la Compañía Rincón, próxima a Villa Rica. Sucedió que los vecinos de la compañía fueron expulsados judicialmente, adjudicándose la propiedad del entorno a unos supuestos herederos. Para obviar el conflicto, el Instituto de Reforma Agraria proponía a sus antiguos ocupantes trasladarlos a un remoto paraje en Caaguazú, afectado a nueva colonización. Los campesinos hicieron huelga de hambre en la Catedral, arguyendo que con ello se los arrancaba de su comunidad, y lo que más reclamaban, el amparo comunitario que entre ellos encontraban en su valle.

         Si hay algo que describa cabalmente esta situación que se ha agudizado en las últimas décadas, es un permanente estado de anomia, como de quien ha perdido la memoria y camina sin rumbo fijo y, lo peor, sin atinar a definir el objetivo de sus propósitos, enganchándose fácilmente como clientela de cualquier proyecto populista o de supuestas reivindicaciones de los eternos e improvisados caudillos de cualquier extracción y laya.

         Un último remanente rescatable, la conciencia de otredad que se afirma constantemente en el oréva, y se manifiesta en locuciones tales como ore campesino háicha, que sigue apelando a la inventiva del poeta: Ha mboriahu; Ñande Jára tukumbo rupa -¡ay del pobre, siempre dispuesto a los latigazos de Dios!

         Esta reserva de identidad no parece entre tanto haber despertado la atención de quienes tienen a su cargo diseñar proyectos de política social, aparte de los consabidos lugares comunes de la sedicente justicia social.

         En los poblados rurales siempre se definen los roles con cautela, o con evidente inseguridad. El eju lúne -te espero el lunes- es interpretado por el peón u obrero como que el patrón le doblará su sueldo el martes, o acaso días después. A lo que también el campesino, requerido por el empleador sobre cuándo se lo espere, no es raro que responda con un: ajúta lúne, o sea márte.

         La misma relación marital puede definirse casi siempre en parejas que arrastran toda una vida en concubinato, pero eluden regularmente formalizar su relación por temor a una eventual obligación que ambos desconocen. Él responderá al requerimiento con aquello de ¡formal la ñe menda tupão -es muy serio eso de casarse por la iglesia; o simplemente: arekóma che serviha -ya tengo la que me ha de servir. La mujer, por su parte, cerrará despectivamente la discusión con expresiones como: piko che amendáne ko arriero jevale’ỹ háre? -como si yo iría a casarme con este tipo sin oficio?- No importa que ya lleven décadas de vida en común y sean reconocidos por los demás como pareja estable.

         Por lo mismo, cerrar trato entre ellos lleva larga discusión, y en todo caso prefieren acuerdos verbales por corto tiempo. El jahecháne -ya veremos; o tapérupi jajokuaáne -ya nos conoceremos andando- son expresiones que siempre mascullan cuando se los apura a formalizar un contrato. Si cierran trato es por jornal, y si es exigua la paga se retiran sin decir palabra, para nunca volver.

         Las costumbres de intercambio de servicios sin paga por jopói o minga, han ido desapareciendo, por la extrema inseguridad actual de las economías campesinas, y la recomposición constante del vecindario, por lo que se hace cada vez más difícil confiar en la palabra del que llama a la puerta; mamógui oúva ko arriero hapykuere kañỹva? -de donde vendrá este hombre sin paradero fijo? A la hospitalidad proverbial del campesino del valle, se sucede ahora el malhumor y desconfianza para el que llama a deshora en busca de auxilio, y el ñemo lomo -dar la espalda, sin responder -es la actitud más común ante el merodeador importuno.

         Al baile enramada-guy de los poblados antiguos, en que todos participaban voluntariamente con vituallas y músicos sin pagar nada, hoy se ha impuesto en la loma el "baile cantina" -una especie de corral o cancha cercada y cubierta con sábanas para que nadie disfrute del espectáculo sin pagar; afuera, se disponen la cantina y el expendio de bebidas, por rigurosa presentación de boleta de pago.

         En las estancias, cada vez menos acuden voluntariamente los peones del vecindario a las faenas del corral o al arreo de ganado. Todo se acuerda sobre previo adelanto en efectivo, y el trato cordial entre compadres a lo yma es sustituido por las voces del capataz que lleva las consignas del patrón a la peonada que se alquila y ya no acude en son de fiesta al óga guasu.

         Cada vez más se impone en el campo el rol del intérprete, que decodifica al pueblo el sentido del mensaje, y el lenguaje común mantenido en el vecindario va siendo alterado en múltiples códigos con reducido número de participantes.

         El síndrome del yopará notoriamente no es exclusivo del lenguaje verbal, y se impone a cualquier nivel de la comunicación humana; una comunicación en todo caso desequilibrada, que expresa el trato desigual entre las minorías con fácil acceso al poder, al tener y el saber, frente a la extensa mayoría de la población rural, descalificada social y económicamente.

 

 

ÍNDICE

 

Presentación

Datos biográficos

Prólogo

Introducción.

La casa campesina

Mobiliario

Juegos

Projimidad

Magia y pensamiento mágico

Transportes

Educación

El ciclo de la madera

Familia extensa o tribal

Escenarios

El pregón

Organización económica

Pervivencia del yopará

Locuciones del yopará

El síndrome del yopará

 

 

 

 

 

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