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VIRIATO DÍAZ-PÉREZ (+)
  LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS DE CASTILLA Y EL LEVANTAMIENTO DE LOS COMUNEROS DEL PARAGUAY - Por VIRIATO DIAZ-PEREZ


LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS DE CASTILLA Y EL LEVANTAMIENTO DE LOS COMUNEROS DEL PARAGUAY -  Por VIRIATO DIAZ-PEREZ

LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS DE CASTILLA

Y EL LEVANTAMIENTO DE LOS COMUNEROS DEL PARAGUAY

Por VIRIATO DIAZ-PEREZ

Edición especial de Editorial Servilibro

Para ABC COLOR,

Colección Imaginación y Memorias del Paraguay (11)

© De la introducción: IGNACIO TELESCA

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay,

2007, 118 páginas



 
INTRODUCCIÓN

1721-1735: PARAGUAY SUBLEVADO

Estamos acostumbrados a comprender el trasfondo de las revueltas comuneras como la disputa secular de los asuncenos contra los jesuitas, pero nos olvidamos la razón de ser de esa contienda: la lucha por la mano de obra indígena.

En el Paraguay colonial existían dos modelos para controlar y disponer de los indígenas: el sistema de la encomienda y el de las reducciones. Las primeras reducciones, sin embargo, fueron pensadas para agrupar a los indígenas encomendados, y es así como surgen los “pueblos de indios”: Ypané, Altos, Itá, Yaguarón, por ejemplo. La novedad introducida por los jesuitas fue la de que los indígenas que pertenecían a sus reducciones no irían a trabajar en las encomiendas de los asuncenos.

No olvidemos que Paraguay era una provincia que dependía del Virreinato del Perú, era extremadamente pobre y estaba aislada del centro del poder que era Lima. En estas circunstancias, la mano de obra indígena era vital para la subsistencia de la población, y los jesuitas tenían muchos indígenas a su cargo. Para los años de las revueltas, entre 1721 y 1735, de los 55.000 indígenas que había en la provincia los jesuitas poseían 48.000. Con estos datos, no es difícil comprender porqué los asuncenos no veían con buenos ojos a la Compañía de Jesús, y se los acusara de ser la causa de su ruina económica.

Además, no debemos olvidar que las encomiendas no eran eternas, sino que duraban por dos generaciones y tenían que volver a otorgarse a nuevos vecinos, y la persona encargada de otorgar las nuevas encomiendas era el mismo gobernador. Es decir, éste tenía en sus manos la posibilidad de “beneficiar” a algunos y “perjudicar” a otros. Es claro que con cada nuevo gobernador, dos grupos irían a formarse, el de los beneficiados y el de los perjudicados, acusando siempre estos últimos al gobernador de favoritismo. Estos dos grupos unirán fuerzas cuando los beneficiados no sean ninguno de los asuncenos, sino la misma Compañía de Jesús.

Ya tenemos, entonces, los ingredientes políticos y económicos que encenderán la mecha de las revueltas comuneras.

Sin embargo, y anca está de más insistir, los verdaderos protagonistas, los indígenas, están ausentes del relato. Ellos eran los verdaderamente explotados, y la económica no es la única forma de explotación. Demás está decir, que los indígenas tampoco se mantuvieron pasivos, sino que su estrategia fue siempre la de huir tanto de los "pueblos de indios" como de las reducciones jesuíticas. Un dato puede resultar ilustrativo: en 1761, veinticinco años después de las revueltas comuneras, la población indígena de la provincia del Paraguay, incluidos "pueblos de indios" y reducciones jesuíticas, representaba el 63% de la población total. Veinte años más tarde, en 1782, y habiendo ya sido expulsados los jesuitas del territorio español, esta misma población indígena sólo llegaba al 31 % de la población total. No hubo ningún genocidio indígena, ni una ola migratoria europea, sino que los indígenas aprovecharon las circunstancias propicias para escaparse de sus respectivos pueblos y mezclarse con el resto del campesinado pobre y mestizo que vivía desparramado en los campos del Paraguay. Pero esta historia, aún espera su historiador, o historiadora.

Las revueltas de los comuneros, sin lugar a dudas, son un hito en la historia del Paraguay. A pesar de esto, es uno de los temas menos investigados en nuestro medio. La obra de Viriato Díaz-Pérez fue pionera en Paraguay y es el resultado de unas conferencias que pronunció en el Instituto Paraguayo entre mayo y octubre de 1921. Aunque parezca increíble, no mucho más se ha investigado sobre el tema. Poseemos dos conferencias, una de Justo Pastor Benítez en el II Congreso Internacional de Historia de América de 1937, y otra de Julio César Chávez en el III Congreso Internacional de Historia de América de 1961. Otros autores, como Susnik y Garavaglia, entre otros, han abordado el tema en obras mayores brindando nuevas interpretaciones; sin embargo, el único libro que aborda específicamente el tema con cierta profundidad fue escrito en inglés y por un puertorriqueño, Adalberto López (The Revolt of the Comuneros, 1721-1735, Cambridge, 1976), del cual no hay traducción castellana.

Por las razones mencionadas, la re-edición de la obra de Viriato Díaz-Pérez tiene un objetivo doble: por un lado, rescatar una obra capital de nuestra historiografía, y por el otro incentivar a los investigadores nacionales a que sigan profundizando en este aspecto tan central de la conformación del Paraguay.


VIRIATO DÍAZ-PÉREZ Y SU OBRA

Viriato Díaz-Pérez nació en Madrid en 1875 y se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad Central de la capital española cuando tenía 25 años. Formó parte de la famosa generación del 98, y trabajó intensamente en la vida intelectual madrileña de esos años; se carteaba, por ejemplo, con el autor de PLATERO Y YO, Juan Ramón Jiménez. Estaba también relacionado con el Paraguay a través de la familia Campos Cervera, y al punto que Hérib, padre, se casa con Alicia Díaz-Pérez, hermana de Viriato. Este hecho, y el que haya sido nombrado en 1903 Cónsul General del Paraguay en Madrid, cambiaron los intereses y los rumbos de Viriato Díaz-Pérez.

Para 1906 ya lo tenemos en Paraguay e inserto dentro de la elite intelectual asuncena. A semanas de llegar fue nombrado director del Archivo Nacional de Asunción y a él se debe la encuadernación de cinco mil volúmenes con los documentos del archivo. Este trabajo lo puso en estrecha relación con otro gran intelectual de la época, Juansilvano Godoy; fruto de esta relación fue el casamiento de Viriato con Leticia, hija de Juansilvano.

Viriato también se desempeño como director de la Biblioteca Nacional y estas actividades se complementaban con la docencia y con la labor periodística. Tanto fue su aporte a la Universidad Nacional, que ésta lo nombró Doctor Honoris Causa. Su obra escrita es extensa y variada, alcanzando los 30 volúmenes: abarca temas de lingüística, filosofía, literatura, ética, e historia, entre otros. Como bien diría Efraim Cardozo, "pocos se entregaron, de entre los extranjeros, tan completamente a la docencia cultural como Viriato Díaz-Pérez".

Cuando Viriato Díaz-Pérez ofreció sus conferencias en el Instituto Paraguayo en 1921, ya hacía quince años que estaba al frente del Archivo Nacional, por lo tanto conocía y manejaba toda la documentación que se hallara en dicho repositorio a la perfección. Si bien por la naturaleza de una conferencia hablada no hay notas a pie de páginas ni citas a documentos específicos, podemos, sin lugar a dudas, dar por supuesto que todo su escrito está basado en una sólida documentación.

Sin embargo, la originalidad de la obra de Viriato Díaz-Pérez y su aporte más claro es el de ubicar las revoluciones comuneras en el contexto de los levantamientos americanos y peninsulares. Su mayor aporte, entonces, es llamar la atención sobre el hecho de que es imposible comprender en su totalidad las revueltas comuneras paraguayas si a éstas no se las relaciona con las de las comunidades españolas en el siglo XVI.

Entonces nuestro autor va conduciéndonos muy pedagógicamente dentro de su esquema. Nos introduce en la España del 1500, y nos explica cómo estaba organizada la sociedad en esa época. Analiza con nuevos ojos la figura de Carlos V y hasta llega a afirmar que su grandeza, para España, fue fatal. Argumenta Viriato Díaz-Pérez que toda la actividad de Carlos V se hizo de cara a Europa y de espalda a España y América. Esto hizo que no se atendieran los reclamos de las comunidades, las cuales terminaron levantándose a lo largo de toda la península. Con fina agudeza nos introduce dentro del "sentir comunero" compartiendo las cartas que entre los mismos líderes se enviaban.

Luego de explicar el surgimiento y la represión del movimiento comunero peninsular en el siglo XVI, da el salto y nos ubica en el contexto americano. Sólo así, insiste Viriato, vamos a comprender más acabadamente lo sucedido en Paraguay. Revolución comunera que desarrolla en los dos últimos capítulos de la obra y resume brillantemente lo acontecido entre 1721 y 1735.

Sin embargo, él es consciente de que está sólo abriendo la temática, invitándonos a tomar la posta. En sus palabras: "Porque para una exacta comprensión de los hechos que integran el caótico período durante el cual se produce la célebre Revolución Comunera del Paraguay, sería preciso realizar una revisión de los numerosos problemas no resueltos y de las emergencias no suficientemente estudiadas, que rodean al interesante momento histórico".

Podemos afirmar, por lo tanto, que la lectura de la obra de Viriato Díaz-Pérez no sólo es fundamental para todos a quienes nos interesa la historia del Paraguay, sino también para aquellos investigadores que quieran arrojar nuevas luces sobre este tema central de nuestro pasado.

NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN

 Hemos seguido la primera edición de 1930, cuyo título era Las "Comunidades peninsulares" en su relación con los levantamientos "Comuneros" americanos y en especial con la "Revolución Comunera del Paraguay", de 290 páginas y editada por la Librería Internacional, que pertenecía a Santiago Puigbonet y estaba ubicada en la calle Palma 78. Se han actualizado la ortografía y la puntuación. Como ésta es una edición con fines principalmente divulgativos se ha tenido que acortar el texto, aunque no en gran medida. Puntos suspensivos entre corchetes ((...]) significan que se ha cortado algún párrafo. Los últimos capítulos que se refieren a la revolución comunera en Paraguay se han mantenido tal cual la edición original. Por otro lado, el prefacio de esta presente edición figuraba al final de la edición de 1930.

IGNACIO TELESCA



ÍNDICE
Propósito: Rubén Bareiro Saguier - Carlos Villagra Marsal
Introducción ( Ignacio Telesca)
Prefacio
Capítulo I: Estado cultural de España en los días de las Comunidades
Capítulo II: Estructura de la Comunidad
Capítulo III: El conflicto entre la libertad y el autocratismo
Capítulo IV: Los Comuneros y Carlos V
Capítulo V: El movimiento comunero
Capítulo VI: Las germanías de Valencia
Capítulo VII: Continuación del movimiento comunero, hasta Villalar (23 de abril de 1521)
Capítulo VIII: Villalar en la historia de la libertad
Capítulo IX: La Revolución Comunera del Paraguay (Antecedentes)
Capítulo X: La Revolución Comunera del Paraguay) (Desarrollo)
 



CAPITULO IV

LOS COMUNEROS Y CARLOS V

Las grandes figuras guerreras y los pueblos.– La política del Imperio y España.– Las razones de Estado y las de la Libertad.– Clarividencia de los Comuneros.– Lo que representa la derrota de éstos según el hispanista Hume.– Las peticiones de los representantes castellanos exteriorizan una vez más el sentimiento democrático peninsular.– Reclaman contra los procedimientos de la Inquisición; el abuso de las Bulas; la cesión de bienes al clero y la provisión de cargos desde Roma.

Débil atención concedida por el Rey a los asuntos españoles.– Nuevas dificultades de Carlos V en Aragón.– Descontento general.– La lucha para obtener subsidios.– Sumas ingentes extraídas de España.– Carlos es proclamado emperador de Alemania.– Nuevas arbitrariedades.– Menosprecio hacia los emisarios de Toledo y Salamanca.– Cortes galaicas.– Carlos parte para Alemania.– Indignación popular.– El ideal Comunero según las peticiones de la Junta Santa de Avila.– Un programa de liberalismo: puntos de vista sobre economía nacional, garantías ciudadanas, moralidad política, libertad de creencias, humanidad para con los indios, autonomía nacional en lo religioso, igualdad de derechos, etc.
 
Ante los hechos extraordinarios que llenan de gloria el transcendente reinado del Emperador Carlos V, sus admiradores experimentan el natural deslumbramiento que en el impresionable espíritu humano producen esas figuras esplendorosas, que imprimen sobre los pueblos huella potente, dominándoles o transformándoles.

Y acontece, que dicha explicable admiración se presta en ocasiones a disculpar y aún a justificar los momentáneos eclipses de lucidez y las desviaciones accidentales, en homenaje a la grandeza del esfuerzo integral realizado. No por otra razón, historiadores de nota, tratan por ejemplo como en un plano secundario y penumbroso, del nefasto influjo que ejerció sobre España la dirección desorbitada, errónea y peligrosa, que a pesar de la oposición por parte del pueblo, imprimió la política europeísta, de Carlos V, adversa totalmente al antiguo espíritu patrio.

Por elevados que fueran los anhelos internacionales del César y por brillantes que pudieran aparecer sus empresas de superdominio en el viejo mundo, no fue cosa secundaria como algunos creen, ni excusable frente a razón alguna, el aniquilamiento del antiguo y glorioso régimen tradicional español. No lo fue para la Europa misma, donde pudo cooperar o influir en los acontecimientos generales más beneficiosamente una España a la antigua usanza, que la sometida al régimen de los Felipes. No lo fue, sobre todo, para la nación española hasta entonces grande y respetada pero no aborrecida, y que en breve desviada de su verdadera ruta, comenzó a decaer. Y no lo fue tampoco – según veremos en los últimos capítulos – para el naciente mundo americano que, hallado y poblado mediante el esfuerzo y, aunque se afirme lo contrario, el idealismo hispano, debiera haber sido ante todo y sobre todo el sagrado primordial objetivo de la labor civilizadora española, en el aporte general humano.

Por otra parte, ante ninguna razón de las llamadas de estado – tenebrosas y ominosas no pocas veces – ni ante ninguna conveniencia de momento, puede ser jamás secundaria cosa alguna que contraríe los fecundales beneficios de una sana libertad, o que engendre la violencia y el dolor, o que afecte la libre evolución de un pueblo, sino, por lo contrario, cosa esencial y principalísima. Entenebrecer los claros y nobles sentimientos de autónoma y libre existencia de una nación es siempre peligroso; entorpecerlos es dañino; pretender extirparlos es fatal. Ellos son fuente de vitalidad para el total organismo. Así, antes que primar sobre Italia o Francia, o sobre los Países Bajos o Alemania; antes que hacer predominar en Europa un dogmatismo religioso sobre otro, o una política frente a su contraria, la nación española necesitaba para el desarrollo ulterior de sus grandes ideales y el acertado cumplimiento de su misión de pueblo transmisor de cultura, el pleno goce de sus propias íntimas libertades, de su autonomía espiritual ideal y política, conquistada a costa de tan nobles y sostenidos esfuerzos a través de los tiempos.

Y pocas veces más claramente que en los días de la protesta comunera, se transparentó en la vox populi, la extraña y divina intuición que tan a menudo se menciona.

A modo de interesante presentimiento, y con la fuerza de un verdadero fenómeno de conciencia de las cosas, algo y aún mucho de esto entrevieron y adivinaron aquellos hombres que desde sus agrupaciones populares, sus Comunidades y sus Germanías, lanzaron la voz de alerta primero, formularon con clarividencia sus reclamaciones y burlados por último se armaron contra el amenazante despotismo que había de aniquilarles para su desgracia y la de su patria.

Ya vimos en el acto de la jura de Carlos V en las Cortes, cómo la voz del diputado Zumel se levanta en la solemne asamblea exigiendo por dos veces al monarca el juramento de que serían respetadas las véteras libertades patrias. Es que se sabía lo que ellas habían costado y lo que representaban para el porvenir y se dudaba de que ellas no hubiesen de ser violadas. Es que se había visto con sorpresa y disgusto la prisa y precipitación del joven mandatario por declararse rey sin contar con la voluntad de sus súbditos y sin detenerse ante la consideración de que aún vivía la recluida reina madre Doña Juana, aquejada de dudosa dolencia, que aún hoy es un misterio. Que una turba de rapaces y ambiciosos flamencos se repartían, como en tierra conquistada, los dineros y dignidades de la nación, hollándolo todo: respetos, tradiciones y normas. Es en suma, que se veía amenazado por doquier, el viejo y sabio equilibrio hasta entonces existente en España, entre el poderío de la realeza y los derechos de las ciudades y los ciudadanos.

Y se temía, en suma, con razón, la catástrofe que representaría el atropello de las antiguas instituciones, de los viejos fueros y libertades tan heroica y noblemente recabados; el retroceso que ello implicaría, que representaría mucho más desde el punto de vista patrio y de la verdadera vida íntima nacional, que un predominio nebuloso y un imperialismo brillante pero aleatorio sobre los demás pueblos de la tierra.

Los que al historiar el período de Carlos V, no han querido o no han sabido ver en el movimiento de las Comunidades otra cosa que un levantamiento local de relativa transcendencia, tal vez puedan conocer la historia del resto de Europa, pero están incapacitados por su ceguedad para comprender la de España.

Para ésta, con la derrota de los Comuneros, según afirma el gran hispanista Martín Mume «queda muerta por más de 290 años la esperanza de un gobierno representativo».– ¡Y esto es algo grave en la historia de un pueblo! Tanto, que al pueblo hispano, este algo, a manera de un mal que corroe y no mata, fue sumiéndole en la decadencia de todos conocida.

No había empero de llevarse a cabo fácilmente la tarea de cercenar ten nobles y antiguos derechos.

Las sostenidas pretensiones de los llamados Comuneros, y la trágica defensa de ellas, nos lo demostrará, como nos lo evidenciará la nobleza esencial de los designios y la justicia de la causa de estos Comuneros el examen de las quejas que formularan, más significativas en su desnuda sencillez que si hubieran sido ataviadas con la elocuencia de doctos comentaristas. Apartándonos por un momento de críticos e historiadores podemos saber qué eran realmente estos Comuneros y cuáles fueron sus anhelos, porque poseemos sus exposiciones al monarca. Por ellas nos es dado comprender, sin interpolaciones de criterios extraños, cómo pensaban acerca de la cosa pública aquellos luchadores. Por estas sorprendentes peticiones se nos revelará, de una parte, cuáles eran los abusos contra los que se protestaba; y de otra hasta dónde se elevaban en aquellos obscuros ciudadanos la capacidad ideológica y moral y la comprensión transcendente de las cosas.

Tales peticiones nos revelarán asimismo, una vez más, la existencia de una tradición liberal ibérica que se exterioriza siempre que le es posible, y que late lo mismo en las toscas frases del Fuero Juzgo, o Las Partidas, que en los acuerdos de las diversas instituciones hispanas, más o menos populares, y que irán superviviendo hasta los días epopéyicos de las mismas Cortes de Cádiz...

Antes de que se redactaran las peticiones de que vamos a ocuparnos ya habían formulado otras los procuradores o representantes de las ciudades en las Cortes de ValladoIid que jurara Carlos V.

En ellas se solicitaba en primer término, que la ilustre madre del monarca firmase todas las provisiones juntamente con el Rey, y en primer lugar, como propietaria que era de la corona, y exigiéndose, según sus propias frases de los representantes, que «fuese tratada como correspondía a quien era señora de estos reinos». Y como es lógico suponer que no se pide lo que se posee, hay que admitir que si los representantes tal dijeron fue necesario. No insistiremos sobre el punto, que revela oscuras facetas en la brillante personalidad del joven rey.

Otras significativas reclamaciones, de entre las ochenta y ocho que se le dirigieron al monarca, sí exigirán, por nuestra parte, alguna atención. Eran éstas principalmente:

«...4ª.– Que confirmara el Rey las leyes, pragmáticas, libertades y franquicias de Castilla, y jurara no consentir que se estableciesen nuevos tributos;
6ª.– Que los embajadores de estos reinos fuesen naturales de ellos;
8ª.– Que no se enajenase cosa alguna de la corona y patrimonio real; – Que mandase conservar a los Monteros de Espinosa sus privilegios acerca de la guardia de su real persona;
16ª.– Que no permitiese sacar de estos reinos, oro, plata ni moneda, ni diese cédulas para ello;
39ª.– Que mandara proveer de manera que en el Oficio de la Santa Inquisición hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los Obispos fuesen los jueces conforme a la justicia;
42ª.– Que mandara plantar montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había;
48ª.– Que tuviese consulta ordinaria para el buen despacho de los negocios, y diese personalmente audiencia, a lo menos dos días por semana;
49ª.– Que no se obligase a tomar bulas, ni para ello se hiciere estorsión, sino que se dejara a cada uno en libertad de tomarlas;
53ª.– Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital, ni cofradía, ni ellos lo puedan heredar ni comprar, porque si se permitiese, en breve tiempo todo sería suyo;
57ª.– Que los Obispados, dignidades y beneficios que vacaren en Roma volviesen a proveerse por el Rey, «como patrón y presentero de ellos» y no quedasen en Roma;
60ª.– Que mantuviera y conservara el reino de Navarra en la Corona de Castilla, para lo cual le ofrecían sus personas y haciendas...».

* * *

De este articulado se desprenden conclusiones honrosísimas para aquellos viriles representantes que en breve habían de convertirse en airados Comuneros.

Por lo pronto amparaban los derechos de una mujer: la propia madre del rey.

Querían conservar su régimen tradicional, prefiriéndolo como resguardador de derechos nacionales.

Se oponían a las dilapidaciones del tesoro.

Exigían, nada menos, que el Tribunal de la Inquisición hiciese justicia no a la manera tenebrosa que le era peculiar, sino de acuerdo con los cánones y el derecho común; y se oponían a que la autoridad inquisitorial romanista primase sobre la nacional de los Obispos.

En verdad que estas palabras y este criterio vendrán a resultar sorprendentes para los numerosos escritores más o menos hispanófobos que nunca han querido ver en España otra cosa que el país del Santo Oficio. Pero fueron, sin embargo, palabras y criterio netamente hispanos; es más: de la antigua y gloriosa iglesia española, la iglesia ibérica de los Concilios y de la Reconquista, liberal y patriota, suplantada por la romanista, y por la espeluznante Inquisición, contraria al espíritu peninsular.

Pretendían también aquellos representantes amparar cierta libertad de creencias, protegiendo al ciudadano contra las bulas abusivas. Y atajábanle el camino a la Iglesia en su tendencia poco evangélica de acumular bienes, afirmando que si se le permitiera – observad la expresión castellana y cruda – «en breve tiempo todo sería suyo». No olvidemos, cuando oigamos hablar de la España «frailuna» que estas palabras fueron posibles en unas Cortes del año 1518, en la nación que había de pasar a la historia con la triste característica de ser el «antro monacal» de Felipe II, y de Carlos el Hechizado.

Querían asimismo aquellos procuradores del año 1518, que las dignidades eclesiásticas fuesen provistas por el Rey, volviendo así por los derechos de la iglesia nacional.

Solicitaban, finalmente, que el regio mandatario concediese audiencia personal a la usanza hispana; y, que conserve el reino de Navarra, para la cual le ofrecían sus vidas y haciendas... Y es de observar que los mismos que con tanto trabajo acordarán después subsidios al Rey, para sus contiendas europeas, y que hasta los negarán en ocasiones, ofrecen cuando es preciso su propio peculio, y su vida, para el logro de una empresa que estiman nacional.

Fueron algunas de estas medidas aceptadas, por lo menos aparentemente, por parte del Rey. Y cabe hoy creer, que de haberlas puesto en práctica consagrándose primordialmente al gobierno de los reinos peninsulares inspirándose en el célebre testamento de la Reina Isabel y los prudentes consejos de Cisneros, hubiera salvado a España, fundamentando el natural Imperio Ibérico, y no el artificioso europeo, y acaso hubiera encauzado más beneficiosamente el curso de la Historia. No estaba en su genio el hacerlo.

Su obsedante preocupación de dominio en Europa, en perjuicio evidente de España y del Nuevo Mundo, le desvió de tan magnífico destino que sacrificó – como suele acontecer entre los héroes de su temperamento – al estruendo de una gloria estéril y a los sinsabores de una ambición superhumana insaciable.

Así, pues, celebradas las Cortes castellanas, necesitó el monarca presentarse aun ante los aragoneses para el reconocimiento por parte de ellos. Y también, – no lo olvidemos – para recabar subsidios. Pero, solamente después de vencer nuevas resistencias los obtuvo. También allí le fue preciso jurar como en Castilla, que respetaría y guardaría los fueros y privilegios del reino.

De Aragón pasó a Cataluña donde la oposición fue aun más violenta, negándose los catalanes a reconocerle en tanto viviese Doña Juana, la madre. Aceptado, al fin, aunque «de mala gana» según dice Lafuente, de allá hubiera regresado dispuesto a inaugurar verdaderamente su gobierno, ya reconocido en los diversos estados, si un acontecimiento que a él le pareciera fausto, aunque para los españoles, en realidad fue funesto, no hubiese venido a reagravar todavía la ya penosa marcha de los sucesos.

Y fue, que estando el Rey en Barcelona, se recibió la noticia, sensacional en Europa, del fallecimiento de Maximiliano de Austria, Rey de Romanos, Emperador de Alemania y abuelo del Rey.

Por este fallecimiento podía la corona imperial de Alemania pasar a poder de Carlos que resultaría así el Primero de este nombre en España y el Quinto en Alemania. Vencidas grandes y complicadas intrigas y poderosas rivalidades – entre ellas la de Francisco I, de Francia, que tan perjudicial había de ser posteriormente a España – fue, en efecto, Carlos reconocido Emperador.

Indudablemente había en tan extraordinario acontecimiento motivos más que suficientes para hacer perder la fría y reposada visión de las cosas.

Pocas veces habría de presentarse caso semejante en la historia. Y comprensible es, el influjo que el excepcional evento ejerció en nuestro gobernante. Quien no debiera haber sido otra cosa que Rey de las Españas comenzó de inmediato y sin contar con la opinión de sus súbditos peninsulares, a denominarse Majestad. Era ya el Emperador: la «Sacra, Católica, Cesárea, Majestad» que había de guerrear más tarde hasta con el Papa.

Ni los estados españoles, ni los dilatados y fabulosos dominios del Nuevo Mundo, le interesarán en lo sucesivo gran cosa, a no ser – ¡oh fuerza prosaica del oro! – para obtener urgentes recursos que recabará en Castilla, Aragón y Cataluña y que destinará inmediatamente a sus negociaciones en Europa, engendrando en España desconfianzas, que no se extinguirán. Así – observa acertadamente el hispanista Hume – durante el resto de su vida, la tribulación principal del Emperador será obtener dinero de España... Sabe ya bien, ésta, que sus doblones serán arrojados por mano del César al lago sin fondo de las inacabables contiendas europeas...

Y es curioso observar, cómo mediante una de esas paradojas que suele brindar el azar, cuando el Rey Carlos era solemnemente reconocido como sucesor de Maximiliano en el legendario solio que le proporcionaba preeminencia sobre los demás príncipes de la cristiandad, los Estados de España le aceptaban trabajosamente, previos sendos juramentos, escatimándole su auxilio las Cortes...

Es que el estado de cosas engendrado en España no podía ser más deplorable a consecuencia de las numerosas torpezas cometidas desde los primeros momentos. Reinaba el descontento por doquier. Los favorecidos flamencos eran insaciables, habiendo acaparado las dignidades y el dinero. En corto espacio de tiempo, dos millones y quinientos cuentos de maravedies de oro – suma entonces fabulosa – habían sido extraídos de la península. Los célebres doblones de los Reyes Católicos llamados de «a dos» – por tener dos caras emigraban de España. Por entonces, se origina la irónica coplilla con que se saludaba la posesión de aquellas monedas acuñadas con el oro más puro de Europa y que decía:

Salveos Dios
ducado de a dos,
que rnonsieur de Xevres
non topó con vos...

Pues bien; en tan difíciles momentos Carlos V colma la medida anunciando que necesitaba partir para Alemania, reclamando nuevas sumas para los gastos de su coronación y comunicando que reuniría Cortes en Santiago de Galicia, lugar desusado y excéntrico.

Es por estos momentos cuando estalla la sangrienta revolución de las Germanías, que estudiaremos a su tiempo, y cuando fermenta la agitación de las Comunidades. Tanta es la anormalidad, que estando el Rey en Valladolid, el Ayuntamiento le pide ante la general efervescencia, desista de su viaje a Alemania. Por toda respuesta, el Rey acelera obstinadamente su salida sin querer escuchar a los emisarios de ciudades tan importantes como Toledo y Salamanca. Les hace decir dará audiencia en Tordesillas, pueblo a seis leguas de la Capital.

Entonces se produce un motín en ésta, que es sofocado con tremendos castigos. Todo ello al inaugurar un reinado, y contra las quejas de un pueblo que lo que pedía era no le abandonase su soberano.

¡Qué palabras podrían describir, entre otras anormalidades del momento, la de la humillante peregrinación de los tenaces emisarios castellanos que desoídos por el Rey y malamente recibidos ante el maléfico favorito Chievres, el de los doblones, no desisten de su comisión y atraviesan España, jadeando hasta Santiago! ¡Vientos de orgullo y absolutismo comienzan a marchitar a la sazón las viejas tradiciones señoriales ibéricas!

Las Cortes en Santiago (Marzo de 1520) trasladadas por temores de la camarilla a La Coruña (25 Abril), terminan sin otros resultados que la obtención de los consabidos nuevos subsidios. Y clausurada la asamblea, el Rey embárcase para Alemania.

Y es, entonces, cuando estalla el general alzamiento, la lucha cruenta que en la Historia de España se denomina Guerra de las Comunidades.

Los partidarios, héroes y mártires de este movimiento, denominados Comuneros, serán los esforzados defensores beneméritos de los derechos populares, que las Comunidades fueran gestando siglo tras siglo. Estos Comuneros, voz del Municipio, del Concejo, escribirán una página de gloria, que aun ocultada por unos, oscurecida por otros, y en parte, ignorada por muchos, siempre representará un título de honor en la historia de la democracia universal, a la vez que una mancha en el blasón de los Austrias-Borgoña, creadores en España del despotismo organizado.
Y ahora ya, antes de describir el aspecto dramático de la lucha y el desesperado esfuerzo que en pro de nobilísimos ideales se realizara, interrumpiendo por un momento el orden cronológico de los hechos, examinemos el ideario social, moral, y político de estos luchadores. Y para deducir cual fuera éste, consultemos las propias palabras de ellos, para lo cual ningún documento será más revelador que las peticiones formuladas por la Junta Santa, de Avila. Eran las principales, éstas.

«Que el rey volviera pronto al Reino para residir en él como sus antecesores, y que procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado;

Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera, ni para los Oficios de la Real Casa, ni la guarda de su persona, ni para la defensa de los Reinos;

Que se suprimieran los gastos excesivos y no se diera a los grandes los empleos de hacienda ni el patrimonio Real;

Que no se cobrara el servicio votado por las Cortes de La Coruña contra el tenor de los poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias;

Que a las Cortes se enviasen tres procuradores por cada ciudad; uno por el clero, otro por la nobleza, y otro por la Comunidad o estado llano;

Que los procuradores que fuesen enviados a las Cortes, en el tiempo que en ellas estuvieran, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de sus Altezas, ni de los reyes sus sucesores que fuesen en estos reinos, de cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes.

Y deseando recalcar bien el espíritu de esta petición; añadíasele la explicación que sigue: ...Porque estando libres los procuradores de codicia, y sin esperanza de recibir merced alguna, entenderán mejor lo que fuese servicio de Dios, de su Rey, y el bien público...

Que no se sacara de estos Reinos oro ni plata labrada ni por labrar;

Que separara los consejeros que hasta allí había tenido y que tan mal le habían aconsejado, para no poderlo ser más en ningún tiempo y que tomara a naturales del Reino, leales y celosos, que no antepusieran sus intereses a los del pueblo;
Que se proveyeran las magistraturas en sujetos maduros experimentados, y no en los recién salidos de los estudios;

Que a los contadores y oficiales de las Ordenes y Maestrazgos se tomara también residencia para saber cómo habían usado de sus empleos y para castigarlos si lo mereciesen;

Que no consintiera predicar Bulas de Cruzada ni composición, sino con causa verdadera y necesaria, vista y determinada en Cortes y que los párrocos y sus tenientes amonesten, pero no obliguen a tomarlas;

Que a ninguna persona, de cualquier clase y condición que fuese se diera en merced, indios, para los trabajos de las minas y para tratarlos como esclavos, y se revocaran las que hubiesen hecho;

Que se revocaran igualmente cualquiera mercedes de ciudades, villas, vasallos, jurisdicciones, minas, hidalguías, etc., que se hubiesen dado desde la muerte de la reina Católica, y más las que habían sido logradas por dinero y sin verdaderos méritos y servicios;

Que no se vendieran los empleos y dignidades;

Que se despidiera a los Oficiales de la Real Casa y Hacienda que hubieran abusado de sus empleos, enriqueciendo con ellos más de lo justo, con daño de la República o del Patrimonio.

Que todos los obispados, y dignidades eclesiásticas se dieran a naturales de estos Reinos, hombres de virtud y ciencia, teólogos y juristas, y que residan en la diócesis. »

Que anulara la provisión del Arzobispado de Toledo; hecha en un extranjero sin ciencia ni edad;

Que los señores pecharan y contribuyeran en los repartimientos y en las cargas reinales, como cualquiera otros vecinos.

Que tuviera cumplido efecto todo lo acordado al Reino en las Cortes de Valladolid y La Coruña.

Que se procediera contra Alonso de Fonseca, el Licenciado Ronquillo... y los demás que habían destruido y quemado la villa de Medina.

Que aprobara lo que las Comunidades hacían para el remedio y la reparación de los abusos...».

* * *

A la simple exposición de las anteriores peticiones se comprenderá que no debieron ser redactadas sin que verdaderas exigencias del alterado ambiente, les diese carácter de necesidad nacional; y que no pudieron ser concebidas al mero impulso de un vulgar interés utilitarista de obtener ventajas. Se observará por lo contrario, en cierto modo, en ellas algún contorno de lo que hoy se denominaría un programa político; programa, por desgracia, de una política que se deseaba ver realizada, ya que les estaba vedado el implantarla a quienes la proponían. Venía a ser el articulado un tanto inconexo de un plan de gobierno que se desea, en el cual, sin la literatura por lo general mendaz, de los documentos de la política de oficio, se reclamaban clara y rústicamente, pero también clarividente, medidas, reformas, y leyes convenientísimas, relacionadas con la administración pública y la hacienda, la moralidad política, el problema religioso y canónico, el ejercicio de la justicia, el trato de los nuevos súbditos de América, la igualdad de derechos entre las clases sociales, etc., etc.

Y justo es reconocer que en estas peticiones, formuladas por los Comuneros en momentos de pasión y de lucha, predominó un espíritu de cordura y de serenidad tal, y un criterio tan humanitario, que distingue honrosamente al célebre documento, entre otros más o menos parecidos, ya que no son precisamente característicos en los días de reclamaciones populares, gratos a la demagogia, ni el comedimiento ni la cordura.

Se protestaba en este documento de los gastos excesivos; exigíase se estableciese la responsabilidad a los funcionarios de cualquier categoría; se proponía no confiar las magistraturas sino a personas experimentadas y respetables.

Pedían los Comuneros en punto a sus libertades políticas la persistencia, en las Cortes, de los tres clásicos representantes: del Clero, la Nobleza y la Comunidad o estado llano. Y exigían para los representantes la prohibición de recibir mercedes por su oficio, deseando que éste fuere libre en lo posible «en servicio... del bien público».

Proponían por otra parte una suerte de igualdad social reclamando «que los señores pecharan y contribuyan... como cualesquiera vecinos».

Con humanitarismo superior a la época, e inspirándose en el antiguo criterio hispano exteriorizado tan gallardamente por los Reyes Católicos, extendían sus manos compasivas hacia los indios del Nuevo Mundo, súbditos del Rey al igual de ellos y tan hombres libres como ellos, y reclamaban en beneficio de tan lejanos hermanos, el que no pudiesen ser utilizados en las minas entregados como esclavos...

¡Qué interesante problema evocan estas nobles y avanzadas palabras, este «abolicionismo» tan espontáneo, de la España de los Comuneros! ¡Qué duda aporta a la vieja y apasionada controversia que dejó para siempre establecida como verdad inconcusa, la ferocidad y crueldad españolas para con el aborigen!

Precisamente, de la España de esta época salieron los más discutidos conquistadores; y mal se compadece lo de que en Castilla, reclamasen piedad para con los indios y en América no la conociesen, hasta el punto de proceder como fieras, según afirmó el lamentable y fanático Las Casas...

 
 

CAPÍTULO IV 

(IX)

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY (ANTECEDENTES)

 

La anécdota de los psicólogos del Congreso de Gottinga y la verdad histórica.– El estudio de la Revolución Comunera del Paraguay exige una revisión de numerosos problemas históricos que no ha sido hecha.– Los jesuitas en el Paraguay.– El caos bibliográfico y documental referente al tema.– La Encomienda y la Reducción.– El Paraguay, teatro de la Revolución.– La Asunción comunera, según Fariña Núñez.– La ciudad levantisca.– Asonadas de 1572, de 1645, de 1671.– Paralelismo con la historia peninsular según una frase sugestiva de Estrada.– La llamada «Jesuit Land» fue implacable con los jesuitas.– El comunerismo halla campo favorable en el Paraguay.– La revolución comunera de Colombia y la del Paraguay.– El movimiento de protesta del Paraguay es una de las páginas más interesantes de la historia hispanoamericana.– Los precursores del democratismo europeo, en el Paraguay del siglo XVIII.

 

Refiere el meritísimo escritor español Juderías Bender en su original obra La Leyenda Negra un hecho extraño más de una vez citado, que nos parece oportuno recordar en la ocasión presente. Es éste:

En un congreso de psicología que en cierta ocasión se reunió en la universitaria ciudad de Gottinga, los congresales hicieron a costa de ellos mismos un peregrino experimento. Una fiesta popular celebrábase a corta distancia de donde se hallaba reunido el congreso. Y sucedió, que repentinamente, se abrieron las puertas del severo recinto, y penetró en el salón de sesiones, nada menos que un payaso, seguido de un negro que le amenazaba con un revólver.

Y en medio de aquel cónclave de psicólogos, el payaso cayó en tierra y el negro le disparó un tiro. Inmediatamente perseguidor y perseguido, ilesos, huyeron. Cuando el docto concurso – nos dice el narrador – se repuso del asombro que tan anómala escena le produjera, el Presidente rogó a los congresales que allí mismo redactasen algunos de ellos una relación del insólito hecho para esclarecer lo acaecido si intervenía la justicia. Cuarenta fueron los relatos. Pero de ellos, diez eran totalmente falsos; veinticuatro contenían detalles completamente fantásticos; y sólo seis, estaban de acuerdo con la realidad. Ocurrió esto, dice irónicamente Bender, en un congreso de psicólogos; y aquellos profesores que tan descaradamente acababan de faltar a la verdad, eran hombres honestos, consagrados al estudio, y que no tenían el menor interés en desfigurar un suceso que acababan de presenciar. ¡«Hecho profundamente desconsolador para los aficionados a la Historia»! – exclamaba – porque si esto acontecía entre personas cultas, de absoluta buena fe «¡qué no habrá sucedido con los relatos de los grandes acontecimientos históricos, de las grandes empresas, que transformaron el mundo, con los retratos de insignes personajes, que han llegado hasta nosotros a través de los documentos más diversos y de los libros más distintos por su tendencia, y por el carácter de sus autores! !Cuántas no serán las falsedades que contengan, los errores de que se hagan eco! Razones más que suficientes, hay, en efecto, para poner en tela de juicio las afirmaciones de los historiadores que parecen más imparciales y sensatos. La historia es, de todas las ciencias, la que más expuesta se halla a padecer el pernicioso influjo del prejuicio religioso y político, y el historiador que debiera escribir imparcialmente, despojándose de toda idea preconcebida y sin más propósito que el de descubrir la verdad, se muestra casi siempre apasionado en sus juicios, parcial en la exposición de los hechos, y hábil en omitir los detalles que destruyen su tesis y en acentuar los que favorecen su finalidad».

Conociendo éste y otros peligros, hemos venido realizando, no obstante, la investigación que ahora toca a su término, deseosos, ya que no de apoderarnos de la verdad (cosa que vemos apenas fue posible en el Congreso de Gottinga, tratándose de un acto presenciado por cuarenta testigos) deseosos, decimos, de facilitar la tarea de los que algún día se animen a internarse mejor preparados que nosotros, en los arriscados senderos que hemos procurado recorrer, en pos de los inciertos indicios y las veladas enseñanzas, que tan dificultosamente proporciona el pasado.

Complejo en su esencia el tema general de las Comunidades peninsulares, así como el subsecuente de sus ramificaciones americanas, se diría que tal complejidad se acentuara al concretarnos al aspecto especialísimo del movimiento comunero paraguayo que apenas nos va a ser permitido reseñar.

Porque para una exacta comprensión de los hechos que integran el caótico período durante el cual se produce la célebre Revolución Comunera del Paraguay, sería preciso realizar una revisión de los numerosos problemas no resueltos y de las emergencias no suficientemente estudiadas, que rodean al interesante momento histórico. No ya para decidirse en pro o en contra de unas u otras personalidades, o en apoyo de éstas y otras tendencias – actitud que puede ser más o menos cómoda, pero no siempre plausible en el investigador – sino para exponer con relativa exactitud los acontecimientos – tan deformados por numerosos historiadores, en su mayoría respetables – sería preciso poner a contribución buena parte de la historia colonial del continente en sus más intrincados aspectos.

Se relaciona íntimamente, por ejemplo, el estudio de esta Revolución Comunera con el problema laberíntico y espinoso de las Misiones Jesuíticas del Paraguay. Y este problema, cómodamente resuelto por la crítica simplista y sectarista de unos y otros bandos, es, sin embargo, uno de los más complicados y difíciles de investigar, dentro del pasado paraguayo, científicamente concebido. Con monótona unanimidad, que, lejos de resultar convincente, nos aparece sospechosa, una extensa pléyade de escritores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, presenta – sabido es – a estas Misiones como uno de los cargos más condenatorios y aun más siniestros de la Compañía de Jesús, desde el punto de vista humano.

Conocemos por razón profesional algunos cientos de indicaciones bibliográficas referentes a los jesuitas en el Paraguay. En su mayoría son adversas a la Compañía, quien sabe si con razón. Y sin embargo, Voltaire, que no podría en forma alguna sernos sospechoso, y que además demostró siempre especial interés hacia cuanto se relacionara con los ignacianos, tiene estas extrañas palabras, en su Ensayo sobre las costumbres: «La civilización en el Paraguay, alcanzada exclusivamente por los jesuitas, puede considerarse, en cierto modo, como el triunfo de la humanidad». No atenuamos en esta ocasión cargos, ni condenaciones, como tampoco acentuaremos defensas. Señalamos un ejemplo, que evidencia cuán aleatorios pueden ser los juicios en materia, por lo visto, no suficientemente estudiada.

Meditando sobre ello se comprende que habría que laborar hondo, y sobre todo laborar serenamente, antes de aceptar como incuestionable cuanto respecto a ese punto tan esencial para el perfecto conocimiento del período histórico comunero amontonó una crítica manifiestamente interesada o apriorística. Entremezclados más o menos directamente los intereses de los jesuitas en el Paraguay con los de otros elementos que intervinieron en la contienda comunera, recayó sobre algunos aspectos de ésta, la desconcertante confusión nacida de la ingente masa de literatura tendenciosa de los liberalistas, de los anónimos, de los sectarios, que tomaron parte en la lucha material originaria y en la polémica subsiguiente. Muchas fuentes de información quedaron a causa de ello contaminadas con el detritus de la parcialidad y aún del odio. Se recurrió a la publicación, no ya anónima, sino apócrifa, a la aderezada como perteneciendo a un partido ) contraria en el fondo al mismo; a la mixtificación documental y bibliográfica... Es conocida, por ejemplo, la importancia que los historiadores contrarios a las Misiones, conceden al célebre Memorial de Anglés y Gortari favorable al héroe comunero Antequera y contrario al régimen misionero. Y, sin embargo, no es tan conocida la afirmación de los defensores de las Misiones del Paraguay, en contra del conocido  MEMORIAL, al que denominan pseudo Gortari, y del que afirman, fue aderezado o amañado por una mano encomendera.

El antagonismo existente entre jesuitas por uno parte y franciscanos por otra; o, también, entre los representantes del régimen misionero y los de las autoridades civiles, fue base también, de abundante información apasionada. A ella habrá que añadir, asimismo, la engendrada con motivo de los pleitos territoriales planteados entre las naciones española y portuguesa, en el Río de la Plata, así como las novelescas exposiciones y narraciones que, en diversos sentidos, enmarañaron los problemas históricos de este agitado período del pasado hispanoamericano.

Establecido, durante los primeros tiempos de fa Conquista, el régimen de trabajo denominado de las Encomiendas, que era el civil, el de los creadores de la ciudad y de la familia coloniales, el de los desbrozadores de la selva, el de los «blanqueadores» de razas, es sabido que tal sistema fue atacado más tarde (dando origen a la literatura más tendenciosa, apasionada y cruel que existe contra España) por quienes, de buena fe, lo tacharon de inhumano; y por los que interesados en favorecer la llamada «Conquista espiritual», propiciaron el régimen de la Reducción: el mecanismo de dominio y de trabajo patrocinado por los misioneros, que al fin triunfaron.

La lucha que manifiesta o subterráneamente se entabló entre los defensores de la Encomienda y los de la Reducción, produjo asimismo su correspondiente documentación conexionada con los sucesos de los Comuneros. Y a ella habría aún que añadir, la derivada de los inevitables conflictos entre las diversas instituciones político o administrativas de la era virreinal; la de los antagonismos entre las naturales entidades de la región o de la provincia (animadas de explicables anhelos de autonomía) y las artificiosas de las jurisdicciones políticas; o, reduciendo el escenario: entre los inmediatos y a veces vitales intereses locales, germinados al calor de la comunidad o el Cabildo, de la Región, de la Provincia, y los lejanos intereses políticos – por desgracia no siempre claros – de las Audiencias y los Virreyes.

De semejante caos informativo – en el que hemos visto naufragar a meritorios historiadores – vamos a entresacar algunas indicaciones que nos permitan conocer, siquiera esquemáticamente, los hechos salientes mediante los cuales la célebre Revolución de los Comuneros del Paraguay, se eslabona en la luenga y honrosa serie de ensayos libertadores realizados por la estirpe hispana antes de los días de la Emancipación.

Por un curioso paralelismo con el pasado peninsular (en el que ya vimos de qué modo España pasara a la historia como la nación absolutista y de los Felipes y no como el pueblo de las libertades forales, de las Comunidades y de las Cortes) el Paraguay, que algún día había de describirse como naturalmente dominado por Francia y los López, fue, empero, en su era histórica antigua, altiva provincia, señalada más bien como levantisca, como foco de inextinguibles agitaciones, como teatro de incesantes y extraordinarias rebeldías, y aun cuna, como alguien afirmara, del liberalismo en América.

No es retórico lirismo el de la evocación que, de la legendaria sede asuncena, hiciera el poeta, nuestro amigo y hermano espiritual, Eloy Fariña Núñez, en las páginas clásicas, serenas de su virgiliano CANTO SECULAR. En ella, no hizo el vate otra cosa que dar forma imperecedera, en verbo de artista, a una verdad histórica. Y ved como surge ante el aeda la visión de la antigua ciudad hispanoamericana: Dice el poeta:

 

¡Asunción, la muy noble y muy ilustre,

la ciudad comunera de Las Indias,

madre de la segunda Buenos Aires,

y cuna de la libertad de América!

Prolongación americana un tiempo

de las villas forales de Castilla

en las que floreció la democracia,

de que se enorgullece nuestro siglo,

en pleno absolutismo de Fernandos...

En tus calles libróse la primera

batalla por la libertad; el grande

y trunco movimiento comunero

te tuvo por teatro; el verbo libre

de Mompó, anticipó la voz vibrante

del cálido Moreno; el sol de mayo

salió por Antequera.

¡Arrodillaos, opresores todos!

¡Compatriotas, entonad el himno!

 

Y aun añade después de una sentida estrofa dedicada a la libertad:

 

Sea execrada la memoria infame

de todos los tiranos y opresores,

y bendecida siempre la memoria

de los infortunados Comuneros.

Un bello monumento perpetúe

aquel soberbio y trágico episodio...

 

Fue, en efecto, altiva, la antigua sede paraguaya, cuando no revolucionaria. Durante el Virreinato, «las agitaciones del Paraguay – dice el Deán Funes – (ENSAYO DE LA HISTORIA CIVIL DEL PARAGUAY, en Buenos Aires. 1816, T. Il) sólo cesaba lo que era necesario para tomar aliento. Su teatro – añade – no podía estar vacío mucho tiempo de esos dramas revolucionarios que lo habían ocupado tantas veces».

Y el Contralmirante español Miguel Lobo dice: (HISTORIA GENERAL DE LAS COLONIAS HISPANOAMERICANAS, Madrid, 1875, T. I). «Esta colonia vio con frecuencia interrumpida la tranquilidad, presenciando más de una vez la prisión de sus Prelados, la destitución de sus primeras autoridades y otros trastornos infalibles en república que – puede decirse –, no tuvo por asiento el respeto a la justicia, y mucho menos a los encargados de administrarla».

Así fue realmente. Ya, desde los primeros momentos de la conquista, se observa esta característica. En los lejanos días de Felipe de Cáceres, en los albores de la indecisa vida colonial, en 1572, ya Martín Suárez de Toledo, lánzase a las contadas calles de la incipiente Asunción al grito de protesta.

Cuenta el caso, el glorioso cronista Ruy Díaz de Guzmán, ilustre hijo del pueblo hispano-paraguayo y primer historiador del Río de la Plata:

«... Al tiempo – dice – que sacaban de la iglesia a Felipe de Cáceres para ponerle en prisión, salió la plaza Martín Suárez de Toledo, rodeado de mucha gente armada, con una vara de justicia en las manos apellidando libertad; y, juntando así muchos arcabuceros, usurpó la real jurisdicción... Y al cabo de cuatro días, mandó juntar a cabildo para que le recibiera por Capitán y Justicia Mayor de la provincia... con que usó el oficio de la real justicia, proveyendo tenientes, despachando conductas y haciendo encomiendas y mercedes...».

Hemos indicado antes de ahora el papel que correspondiera a los Cabildos en la historia de lo diversos movimientos liberadores del Continente como centros de autonomismo y como encarnación del sentimiento netamente ibérico, democrático, de los distintos pueblos del Nuevo Mundo.

El cabildo asunceno – que ya veremos hasta qué punto llevó la exteriorización de dichos sentimientos – se había señalado, como queda dicho, desde sus momentos iniciales, en este sentido.

Entre otros hechos, dos, especialmente, nos lo recuerdan.

En 1645, el Cabildo, contra los derechos del Virrey del Perú, de la Audiencia de Charcas, elige coma gobernador, nada menos que al célebre levantisco Obispo Fray Bernardino de Cárdenas, quien, en unión del pueblo y sin detenerse en detalles, expulsa a los jesuitas promoviendo uno de los más ruidosos alborotos políticos que registra el pasado rioplatense.

En 1671, siendo Gobernador del Paraguay don Felipe Rege Corvalán, como fuera acusado de negligencia en el desempeño de sus funciones, el Cabildo acordó la destitución del mandatario, que fue depuesto, apresado y remitido a la Audiencia de Charcas, haciéndose la Comunidad cargo del mando político y militar de la Provincia, con este motivo. La enumeración de casos similares sería interminable.

Las lucha, asimismo, del Cabildo contra la Compañía de Jesús no fueron menos enérgicas, llegando a veces a la violencia, y en más de una ocasión, a la expulsión de la Compañía, con asombro y sobresalto general de las autoridades virreinales a las que, incesantemente, inquietaban las estupendas convulsiones de la Comuna asuncena.

Hemos hablado de paralelismo con la historia peninsular. Ved aún un ejemplo, referente al punto que tratamos. Como España viene a ser, ante sus enemigos, representación de la nación inquisitorial por antonomasia (aunque, repitámoslo siempre, ni la Inquisición fue obra española ni en España entró sino violentamente) el Paraguay, del cual el nombre tantas veces fue vinculado al de los jesuitas (hasta el punto de que el escritor Koebel titula una obra  IN JESUIT LAND) registra en su historia la más constante, ruidosa y violenta lucha que pueblo alguno sostuvo contra la Compañía.

«En el Paraguay dice a este propósito el Deán Funes eran mirados estos religiosos como enemigos». La aversión a ellos añade «crecía como crecen las plantas ponzoñosas a la sombra de los árboles» (Ensayo etc., T. Il).

Ya veremos cómo se exterioriza esta aversión cuando la Comunidad ejerza el mando supremo en el período de la Revolución Comunera.

El investigador argentino José Manuel Estrada, a quien debemos el interesante Ensayo sobre la Revolución de los Comuneros del Paraguay (¡única obra existente sobre el tema, dejando aparte la de Lozano!), ya observará en cierta ocasión este amor a su autonomismo por parte de los antiguos hijos de la Colonia. «Los paraguayos eran, dice, celosos de su derecho, y en repetidas ocasiones probaron que sabían buscar con energía el ideal en que fundada o ilusoriamente cifraban la ventura común y resistir con vigor a todos los avances de las doctrinas, o de los poderes opuestos. Así se mantenía el nervio popular... ( «Ensayo... » ) .

Y como estas afirmaciones contradirían en algún modo las conclusiones que constituyen la tesis de la obra que a su debido tiempo estudiaremos, añade el culto escritor:

«Mas o renunciamos a explicarnos el fenómeno extraordinario, que encierre su historia (la historia del Paraguay), o convenimos en que la altivez y la actividad apasionada de los partidos, se conservaban o se producían durante el coloniaje, merced al elemento puramente español, que predominaba en las altas regiones y que estimulaba perseverantemente el ánimo de la multitud».

El mismo Estrada, censurando ciertos aspectos de la Revolución Comunera, tiene en otra ocasión esta frase sugerente a la que él mismo no concede el valor que realmente posee:

«Pareciera – dice – que el corazón de Irala latiera en todos los pechos (paraguayos), reproduciendo exagerado en el nuevo pueblo el orgullo de los Fueros vascongados».

He aquí, una pequeña alusión interesante:  en el nuevo pueblo latiera el orgullo de los fueros vascongados...! Esta verdad, empero, a Estrada, que no era federalista ni partidario de las Comunas y de los antiguos fueros municipales hispanos ni hispanoamericanos, nada le dice; porque nada dice en realidad a quien estudie aisladamente el derecho de estos o aquellos fueros peninsulares, sin ver en el vasto y típico sistema íbero, la expresión del tenaz sentimiento la libertad exteriorizada sistemática y característicamente en la contienda secular del pueblo español, que halla su culminación en el sacrificio heroico de la Guerra de las Comunidades y sus ramificaciones en el Nuevo Mundo.

* * *

No es pues de extrañar, dados estos antecedentes, que un movimiento como el de los Comuneros españoles, que hemos visto repercutir más o menos remotamente en América, encontrarse campo especialmente favorable en el Paraguay. Lo halló a su hora, cuando los problemas de la Comunidad y del autonomismo regional, en pugna en una u otra forma con las rigideces del centralismo, revelaron al pueblo su vinculación inmediata, tradicional, y natural, con la entidad popular democrática y netamente hispana del Cabildo, en oposición a la arbitraria de las jurisdicciones políticas absolutistas representadas en cierto modo por la Audiencia y el virreinalismo. Y nos hemos detenido en estos antecedentes porque ellos explicarán, más tarde, como un credo que aparentemente, viene de allende fronteras, produce tan rápidos y violentos efectos en el ambiente paraguayo, descrito no pocas veces como una especie de mar muerto, inmovilizado por el influjo de la Compañía de Jesús y la férula de las sucesivas dictaduras.

***

La Revolución Comunera del Paraguay fue anterior a la de la Nueva Granada, e indudablemente, podría verse en ella la primera agitación americana liberadora: como la continuada de las Comunidades españolas fue anticipo de célebres luchas posteriores, más afortunadas, ya que su sacrificio culminó en el triunfo de la libertad.

Acaeció el movimiento comunero colombiano en 1780. El del Paraguay, puede decirse comienza en los días del Gobernador Don Diego de los Reyes Balmaseda, teniendo, a nuestro parecer, su primer momento de exteriorización en el Cabildo abierto de 1723.

Fue de breve duración el movimiento de la Nueva Granada. Perduró a través de luego período de tiempo el del Paraguay, que, desde 1723, persiste en ininterrumpida actividad, hasta la derrota de los Comuneros por Bruno Mauricio de Zabala en 1735; enorme interregno si se medita que la lucha se inicia henchida de violencia, como no se registran, acaso, otras en el pasado rioplatense. En este período, desde 1717, en que toma posesión Reyes Balmaseda, hasta la derrota de 1735, desfilaron por el gobierno del Paraguay quince mandatarios. Durante este período, hubo batallas en las calles y en los campos, entre Comuneros y Virreinalistas; vienen de luengas tierras héroes y tribunos populares que levantan en masa el país; se predica ruidosamente en las calles asuncenas (que algún día, silenciosas, verían la figura claustral del Dictador Francia deslizarse solitaria), se predica, decimos, la doctrina de la prioridad de  EL COMÚN sobre toda otra autoridad; el pueblo y el Cabildo gobernarán autónomamente; se creará, con asombro de los tiempos, nada menos que una  JUNTA GUBERNATIVA, en pleno siglo XVIII, cuando aún no se había producido la Revolución francesa. Y esta Junta Gubernativa elegirá un  PRESIDENTE DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY; y aún hará algo más: expulsará violentamente a los jesuitas anticipándose al temerario acto de Carlos III, que tanto sorprendió a Voltaire. Y tales serán las proporciones que asumirá el movimiento, que, representantes del Virrey, vendrán a sofocarlo. Y serán derrotados. Y todo resultará excepcional, anarquizante y extraordinario. Un obispo, como en tiempo de Fray Bernardino de Cárdenas, ejercerá funciones de gobernador asumiendo el mando por decisión del pueblo.

Durante esta revolución, en suma, como dice Estrada, «van a levantarse a la mirada del historiador partidarios fanáticos, vaciados en el molde de Clodio; tribunos revolucionarios a manera de Dantón; políticos hábiles y víctimas ilustres dignas de vivir en la memoria de las presentes y venideras generaciones de América».

Tal será la conflagración que conmoverá los cimientos del gigantesco edificio de la Compañía de Jesús preparando su caída en los días de Carlos III, por donde el Paraguay vendrá a vincularse a la gran historia universal.

Y perseguidos y expulsados los jesuitas, se verán obligados a tomar parte en la lucha. Y entonces, como dice con gráfica frase el Dr. Cecilio Báez (¡en el único estudio paraguayo que existe sobre los Comuneros, aparte del capítulo de Garay en su Historia!) entonces, arderá Troya. Los jesuitas tocarán todos los resortes para imponerse. «El Papa, el Rey, el Virrey, la Audiencia de Charcas, todas las potestades soberanas» entrarán en juego hasta que la causa de la Comunidad, desmayada y agotada, en lucha contra innúmeras adversidades, venga a ser ahogada en sangre, como lo fueran las Comunidades castellanas, o las Germanías de Valencia, o El Común colombiano; permitiendo el triunfo del absolutismo centralista, que en España se afianza luengo tiempo y en América caduca en los días nemesiacos de la Emancipación.

 

CAPITULO V 

(X)

LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY 

(DESARROLLO)

 

El grito de «Libertad» en los primeros momentos de la vida asuncena.– Irala (1544); Martín Suárez de Toledo (1572); Antecedentes de la rebelión.– Don Diego de los Reyes Balmaseda.– Impopularidad.– El Informe de Anglés y Gortari y otros elementos de juicio.– Necesidad de una revisión crítica de hechos y de testimonios.

Don José de Antequera y Castro, arriba al Paraguay.– Diversos juicios emitidos sobre el Jefe Comunero.– El conflicto entre la autoridad virreinal y la comunal.– El Común asunceno se declara soberano.– Expulsión de los jesuitas en 1724.– Antequera, remitido a Lima.

El encuentro con Fernando de Mompós.– El extraño apóstol-tribuno, deviene el nuevo Jefe Comunero.– Comuneros y Contrabandos.– El Común, autoridad suprema del Paraguay. Una «Junta Gubernativa» y un «Presidente» en 1730.– José Luis Bareiro.– La primera traición.– Suplicio de Antequera.– Nueva expulsión de los jesuitas.

 

Se extingue la Revolución; que fue un eco trágico y significativo, honroso para la historia del Paraguay, de la enconada lucha por rechazar el absolutismo monárquico (centralista y foráneo), opuesto al antiguo régimen hispano de los Fueros, de las Autonomías regionales.

Indicamos en el anterior capítulo, algunos antecedentes que precedieron, en la interesante historia hispano-paraguaya, al movimiento – que vamos a reseñar finalizando este ensayo sobre el Comunerismo –, a la vez que señalábamos algunas de las dificultades existentes para su estudio. Vimos también de qué manera desde los primeros días de la Conquista, la naciente ciudad de la Asunción, fue teatro de turbulencias promovidas más o menos casuísticamente al grito de Libertad, tan caro a aquello inquietos conquistadores que acababan de abandonar la agitada patria hispana cuna de las Comunidades.

Es curioso constatar que este grito peligroso, tantas veces antaño y hogaño transformado en disfraz y señuelo de deplorables ambiciones, resuena ya en las rudimentarias calles asuncenas apenas fundada la ciudad colonial. En 1544, a la voz de «¡Libertad!» los partidarios de Martínez de Irala prenden al gran Álvar Núñez. No eran dueños aún del suelo que pisaban aquellos osados argonautas y ardía ya en ellos, como observa Zinny, el fuego de los antagonismos. Nosotros nos permitimos sugerir que si algún día se ahondase en el estudio de estos antagonismos, se vería que ellos arrancaban de las luchas castellanas, de las divergencias de los partidos y regímenes peninsulares entonces en pugna.

Irala, el cofundador, el coiniciador del núcleo hispano paraguayo deponiendo a Álvar Núñez, el Adelantado, el «enviado», podría resultar el primer insurgente de la historia paraguaya, el cual aunque en forma poco simpática, ya representa en cierto modo, y de ahí su grito de «Libertad», un precoz sentimiento de autoridad local, de vida autónoma en el núcleo originario, que ensaya oponerse al mandatario del exterior. Podría representar el vasco Irala, en el reducidísimo escenario, un aspecto del característico antagonismo íbero entre las pequeñas entidades autónomas, del terruño, locales, y los representantes del poder absoluto centralista, contrario a todo fuero.

Después de Irala, veremos a Martín Suárez de Toledo, lanzándose a su vez a las calles al grito igualmente de «Libertad», cuando la caída de Felipe de Cáceres. Y los ecos de estos gritos continuarán repitiéndose en la historia paraguaya, hasta los días de los Comuneros en que alcanzarán culminante resonancia transponiendo clamorosos y amenazantes los limitados ámbitos de la región y llegando a inquietar las Audiencias y los Virreyes lejanos.

Son antecedentes, éstos, dignos de ser tenidos en cuenta, puesto que ellos explicarán cómo ideas que al parecer vinieron de fuera, importadas, según se ha sostenido generalmente, por el revolucionario Antequera y el tribuno Mompó, prenden rápida y violentamente en el ambiente hispano-paraguayo produciendo la conflagración Comunera.

 

Procuraremos, ahora, bosquejar una rápida exposición de los hechos que motivaron y constituyeron el luengo y complicado capítulo paraguayo en la gran epopeya de nuestros antepasados, los grandes varones de la estirpe común extendida a uno y otro lado del océano.

 

Sabido es que, en 1717, tomaba posesión del cargo de Alcalde Provincial de la Asunción don Diego de los Reyes Balmaseda, contraviniendo una Ley de Indias que prohibía proveer cargos en vecinos de la ciudad donde habían de ser desempeñados, ley que por lo visto, no existía o no fue tenida en cuenta en los días del asunceno Hernandarias, primer criollo que ejerció el mando en América.

Contravención aparte, Reyes no supo hacerse grato en el gobierno. No es posible – advirtámoslo ya – detenernos a juzgar aquí a Reyes ni a los innumerables personajes que irán interviniendo en los acontecimientos. Ya indicamos cuán contaminada de parcialismo es la documentación a ellos referente. Reyes, según los partidarios de los Comuneros, resultaría un gobernante arbitrario y odioso. Pero versiones opuestas le presentan como una víctima de intrigas locales que terminaron por perderle. Asimismo, Antequera, héroe y mártir de la jornada, fue pintado como un usurpador ambicioso y rapaz o ensalzado a la altura de las figuras epopéyicas. Tal acontecerá con las demás personalidades de la época.

No nos proponemos en esta ocasión hacer crítica sobre los complejos incidentes de este período en el que intervinieron según la gráfica frase de un crítico, «todas las potestades soberanas» con sus respectivos representantes. No podríamos, por lo demás en esta sinopsis, juzgar hechos que en su mayoría permanecen aún en el proceloso mar de la documentación no depurada. Evitaremos así en lo posible la actitud poco científica, de quienes conviniendo en que los testimonios existentes son contradictorios, no vacilaron, empero, en juzgar, ya con acritud, ya con entusiasmo, los hechos. Consigna por ejemplo, Estrada, en su ENSAYO, que Charlevoix en su célebre  HISTORIA como enemigo de los Comuneros, no armoniza en la narración de los acontecimientos con las versiones de los partidarios de Antequera. Y que las cartas del Obispo Palos al Rey, y a Antequera, así como las de éste; o, el citadísimo Informe de Anglés y Gortari, son piezas todas ellas «que se contradicen terminantemente». Pudo haber añadido el erudito argentino a estas piezas otras tantas de su género y la contradicción no hubiera desaparecido. Porque para ello sería imprescindible, repetimos, un previo análisis crítico de la documentación existente.

Sobre la base de estas previas advertencias, afirmamos que don Diego de los Reyes no supo captarse la simpatía de sus gobernados. Prescindió del consejo de los principales del país y, como observase la existencia de un núcleo de enemigos, persiguió a sus representantes, entre ellos al Regidor General José de Avalos y Mendoza, personaje prestigioso a quien antes había procurado atraerse sin resultado. Ya por entonces – consignemos el hecho – apareció una MEMORIA anónima agraviante para Reyes. Esta Memoria – primera de una deplorable serie que caracterizará a la época – fue atribuida a Avalos o por lo menos a sus amigos, los magnates, habituados por tradición encomendera, a obrar  ex super et contra jus siempre que les convenía. Reyes, que produce la impresión de los mandatarios bien intencionados pero impopulares, procuró contener los avances de la animosidad creciente, pero no logró realizarlo.

Se vio obligado a perseguir duramente a los amigos y la familia de Avalos. De ésta, Don Antonio Ruiz de Arellano, yerno del Regidor, huyó de la Asunción y se refugió en Charcas. Las acusaciones llegadas a la Audiencia contra Reyes obligaron a que ésta dictase dos autos. Por uno de ellos, en enero de 1720, el juez Don José de García Miranda, residente en la Asunción, intimaba a Reyes en nombre de la Audiencia, a libertar a sus perseguidos y le exigía la aclaración de los cargos formulados. A la intimación del juez, Reyes, respondió haberse ya dirigido a Charcas; y persistió en su actitud.

Pero las acusaciones de tantos enemigos resultaban graves. Aparecía Reyes como promotor de una guerra a los indios, contra disposiciones reales y en perjuicio de la tranquilidad de la Provincia; se le acusaba de haber tomado militarmente los caminos para impedir llegasen quejas a Charcas, interceptando la correspondencia; se le recordaba estar incapacitado para el mando sin dispensa; etc. De aquí el otro auto, por el cual, se le ordenaba al Cabildo exigiera a Reyes la inmediata presentación de la dispensa de naturaleza y que, en caso de no existir ésta, fuese depuesto.

Reyes desacató también al Cabildo arruinando su causa definitivamente. Con torpeza suma transformó una lucha poco menos que personal en política, proporcionándole caracteres transcendentes. Menospreciando al Cabildo hiere la representación típicamente popular, que como el Municipio hispano, luchará por hacer respetar sus fueros; y ya veremos como ese sentimiento característico de autoridad comunal hollada, se complica, alimentando una revolución que no termina sino después de formidables esfuerzos.

En esta ocasión, ante el desacato de Reyes, es cuando la Audiencia de Charcas, resuelve enviar (20 de noviembre de 1721) un representante a la Asunción para que informe sobre tan anómalo estado de cosas, y nombra, como tal Juez inquisidor, a Don José de Antequera y Castro, que estaba llamado a ser el famoso Antequera, héroe de La Revolución Comunera en el Paraguay, mártir de ella más tarde, expiando en el cadalso de Lima su gesta enigmática y ruidosa.

Arribó Don José de Antequera y Castro a la Asunción el 23 de julio de 1721 (27, según Garay, 15 de setiembre según Zinny) fecha memorable en los anales hispano-paraguayos ya que marca el comienzo de un período de inauditas emergencias que no terminará hasta 1735, catorce anos después.

Portaba el héroe un pliego cerrado, que debía abrirse en presencia del Cabildo. Eran las instrucciones de la Audiencia para el caso de que resultase demostrada la culpabilidad de Reyes. Según estas instrucciones, en el caso mencionado, Antequera debía asumir el mando.

Reunido el Cabildo, Reyes resultó culpable siéndole probadas las acusaciones mediante numerosos testigos (¡Honi soit qui mal q pense!). Y don José de Antequera tomó, en consecuencia, posesión del mando (14 de setiembre 1721) iniciando el juicio contra Reyes, al que dio su casa por cárcel y amplia libertad para su defensa. (Se dice que ésta vino a formar un monstruoso conjunto de setenta y seis expedientes con unas catorce mil páginas). Pero que temeroso el depuesto Gobernador de alguna violencia, huyó a Buenos Aires. Mas aconteció que en esta ciudad, Reyes vino a encontrar nuevos despachos por los que resultaba repuesto. Y que en virtud de ello tornó a su cargo.

Ésta es la versión de los hechos transmitida por los partidarios de Antequera. No así la de los adversarios, quienes describen al Juez peruano, llegando a la ciudad cuando el Gobernador Reyes estaba recorriendo las Misiones y aprovechando tal ausencia para preparar el proceso más capcioso de que existe memoria.

Nada podemos afirmar en esta ocasión, en uno u otro sentido. La figura de Antequera, está pendiente, como otras de la historia hispanoamericana, de un estudio científico que no ha sido hecho. Acerca de ella existen ditirambos o acusaciones, loas, libelos, pero falta un estudio crítico. Y tan enigmática aparece su verdadera personalidad, que el investigador Cortés llega al colmo de la confusión imaginable, al error que casi tiene algo de simbólico, de creer que hubo dos Antequeras diferentes; el mártir de la libertad, al cual ensalza; y «José Antequera y Castro» que el bueno de Cortés creyó otro personaje, ¡al que describe como un usurpador ambicioso!

Y nos explicamos la confusión del biógrafo Cortés, pues parece inconcebible que sobre una misma persona hayan podido emitirse juicios tan divergentes.

José de Antequera y Castro (Enriques y Castro, dice Zinny) era peruano, natural de Lima y de noble estirpe. Había recibido exquisita educación. Poseía singular inteligencia realzada por el estudio. Sus Cartas al Obispo Palos, y otros documentos que de él hemos leído, son producto de un espíritu culto. Y no es de extrañar que por sus méritos fuese nombrado ya Procurador fiscal, ya Protector de Indios en la Real Audiencia, ya Caballero de la Orden de Alcántara y, finalmente, Juez pesquisidor en el Paraguay. Pero, según frase de Estrada, admirador del Jefe Comunero, «solo un tizne» hallaríamos en él: «su avaricia que corría parejas con su ambición». ¡Y fueron éstos los defectos más tolerables que le conocieron adversarios e indiferentes!

Veamos nosotros su acción al frente de los destinos paraguayos, en lo que se relaciona con nuestro ensayo. A las nuevas del regreso de Reyes, el Cabildo asunceno decide contrarrestar los efectos de la reposición del impopular gobernante, suplicando al Virrey contra ella, y a la vez ratifica solamente el reconocimiento de la autoridad de Antequera.

Reyes – dícese – se detiene en Candelaria; allí es reconocido Gobernador y con auxilio de los jesuitas forma un ejército de indios al frente del cual coloca a su hijo Don Carlos, y avanza hasta Tobatí. Retírase después a Corrientes y allí permanece embargando las mercaderías paraguayas, hasta que emisarios de Antequera se apoderan violentamente de él, y le conducen a la ciudad donde lo encarcelan.

Ante las protestas de Reyes y sus partidarios, el Virrey ordena a Baltasar García Ros, Teniente Real en Buenos Aires, que acuda al Paraguay a reponer a Reyes e intimidar a Antequera que se presente en Lima.

Es en este momento cuando el Cabildo asunceno acuerda solemnemente no acatar ni a Reyes como Gobernador, ni a García Ros como enviado del Virrey; y ratificar una vez más en el mando a Don José de Antequera. Y es, a nuestro parecer, éste el momento en que reafirmándose el Cabildo en su soberanía, inicia realmente la Revolución.

* * *

La comunidad asuncena es, a partir de este hecho, árbitro de los destinos del país.

Así lo comprenden las autoridades reales que conminan al Gobernador de Buenos Aires, Don Bruno Mauricio de Zabala, a que se dirija a Asunción. Delega éste en García Ros que parte con dos mil hombres auxiliado por los jesuitas. Son todos los poderes reales: el Virrey, el Gobernador, la Compañía, el Ejército, los que ahora amenazan al Paraguay. Pero el Cabildo (julio, 1724) ha resuelto resistir; y más aún: reunido de nuevo en 7 de agosto de 1724, decreta nada menos que la expulsión de los jesuitas en el perentorio término de tres horas... Y lo que el monarca Carlos III había de hacer, no sin sigilosos y arduos preparativos, el 31 de marzo de 1767 (con estupefacción de la cristiandad y asombro de Voltaire), lo realiza instantáneamente el Cabildo Asunceno en aquellos angustiosos momentos. «Puesta la tropa sobre las armas – dice el Deán Funes – atravesaron la ciudad estos religiosos, de dos en dos, por entre una multitud que corrió a ver el espectáculo».

Consumado aquel acto, Antequera marcha al encuentro del ejército invasor que acampaba en el paso del Tebicuarí. La suerte le es favorable y merced a una estratagema de guerrillero logra desbaratar las fuerzas de García Ros y derrota al ejército real, regresando triunfante a la Asunción.

Mas, por desgracia para su causa, el nuevo Virrey del Perú, el enérgico Marqués de Castelfuerte, ordena terminantemente a Zabala que se dirija personalmente al Paraguay, prenda a Antequera y le remita a Lima. Y el Gobernador de Buenos Aires, al frente de un ejército reforzado con seis mil guaraníes misioneros se dirige, en enero de 1725, contra los revolucionarios.

Ante esta amenaza, Antequera tiene que abandonar la ciudad para reclutar elementos, dejando en ella como delegado a don Ramón de las Llanas. Zabala entra en la Asunción (29 abril, 1725) liberta a Reyes y nombra Gobernador interino a don Martín de Barúa.

Y he aquí que, en la imposibilidad de resistir Antequera, se ve obligado a refugiarse en Córdoba. El destino ahora le será adverso; ya no se volverá al Paraguay. Su obra será continuada. Los vientos por él agitados engendrarán tempestades, pero él ya no las presenciará.

Esperanzado en la Audiencia, se dirigirá a Charcas donde será preso y remitido a Lima.

* * *

Nos encontraremos ahora ante un caso extraordinario y novelesco. Y es el de que, ya en la cárcel de Lima, Antequera, fuertemente engrillado y su vida amenazada, por singular ironía del destino, en los momentos en que su poderío humano decae, sus ideas en cambio vienen a recibir inesperado nuevo impulso. Es que en la soledad de la prisión, Antequera ha encontrado la amistad de un espíritu entusiasta y raro: el de Don Fernando de Mompós, como él también privado de libertad. Este extraño Mompós, era un espíritu vehemente y exaltado, animado por nobles impulsos de apostolado y proselitismo. Las prédicas comuneras de Antequera, habían hecho nacer en su corazón la quijotesca empresa de continuar la obra de Antequera en el Paraguay, luchando en él por la libertad. Obsesionado por esta noble idea, no sabemos cómo, sale de su prisión, ni qué instrucciones recibiera. Sólo sabemos que abandonando a Antequera, logra encaminarse al Paraguay.

No poseemos datos sobre esta singular figura. El historiador Miguel Lobo confiesa que le fue imposible conocer su origen. Estrada dice que era abogado de la Real Audiencia. No sabemos, ciertamente, de dónde era. Alguien le hace panameño. Su apellido, escrito Mompo, Mompó, y Mompox, debió ser Mompós, denominación geográfica colombiana y española. El P. Lozano dice que «se intitulaba» Fernando Mompó de Zayas el enigmático agitador, al cual llama «mal hombre» y «monstruo abortado en el suelo valenciano», en su Historia de las Revoluciones del Paraguay, obra notable, tesoro de datos importantes, aunque, como es comprensible, en ocasiones apasionada y parcial.

* * *

Mompós era elocuente. En Asunción declaróse valientemente Comunero; es decir comenzó a predicar públicamente la doctrina de que la autoridad de la Comunidad no debía reconocer superior. Tribuno entusiasta, explicaba en las calles asuncenas, en 1729, que la voluntad del Monarca y todos los poderes que de ella derivan estaban subordinados a la del Común; que la autoridad de la Comunidad era permanente e inalienable y que ella preexistía a todas las modificaciones de la Monarquía, viniendo a ser forma y molde del Estado... Estas palabras, en opinión de Estrada, condensaban el fondo de las doctrinas de Mompós. El paso de este tribuno por el Paraguay produjo una honda conmoción política. Asunción quedó dividida en dos bandos:

El de los que se denominaban ellos mismos Comuneros y el partidario de las autoridades reales, que fue denominado irónicamente Contrabandos.

Y la revolución latente estalló cuando el Gobernador Barúa, que había sabido hacerse grato al Común fue sustituido en 1730 para nombrar a Don Ignacio Soroeta, pariente del Virrey.

Los Comuneros declararon que no reconocían otra autoridad que la de Barúa y el Cabildo intimó a Soroeta a salir inmediatamente de la Provincia. Soroeta partió y, como Barúa se negase a continuar en el mando, el Común vino a quedar como autoridad suprema del Paraguay.

La revolución comunera había triunfado. Dueños del mando, los Comuneros depositaron la autoridad en una Junta Gubernativa. Recordemos que estamos en 1730; que aún no se ha producido la Revolución Francesa. Y detengámonos un instante, respetuosamente, ante aquellos nuestros antepasados comuneros, que aquí en el Paraguay, como antes en las ciudades castellanas, constituían estas Juntas de Gobierno que si no pudieron triunfar fue porque anticipándose a los tiempos advinieron a la historia antes de la hora propicia.

Llega el momento en que esta  JUNTA GUBERNATIVA, con intuición democrática, elige un Presidente y éste recibe el título de  PRESIDENTE DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY, siendo designado para ejercerle don José Luis Bareiro. Por desgracia, éste – ¡amargo triste presagio! – siendo el primer Presidente de la Primera Junta Gubernativa del Paraguay, estaba destinado a traicionarla.

Bareiro, en quien acaba de depositar su confianza la representación popular, ¡traiciona, en efecto, la causa de ésta! Tiende una celada a Mompós, le prende y le entrega a las autoridades argentinas. Más humanas éstas, dejan escapar al tribuno que huye al Brasil donde se sume de nuevo en el misterio de donde surgiera...

El traidor Bareiro tuvo que luchar en las calles con las fuerzas que le depusieron. Sucedióle en el mando Miguel de Garay y Ant. Ruiz de Arellano, que envía a Charcas diputados para legalizar los procedimientos del Común. Desgraciadamente la Revolución desmayaba, entrando ya en el deplorable período de la anarquía. En 1721 veremos a un franciscano, Fray Juan de Arregui, ocupando el poder.

Es en estos momentos cuando el repudiado Gobernador Soroeta llega a Lima y denuncia el estado del Paraguay. A sus palabras precipitan la condena de José de Antequera. Éste, muere, como es sabido, camino del suplicio. Todos recordaréis el lúgubre episodio. El pueblo limeño impresionado ante la figura legendaria del caudillo, imploraba el perdón de la víctima. Ésta fue muerta de un balazo antes de llegar al cadalso, en el que no obstante se consumó el feroz formulismo de la decapitación de un cadáver. Cosas del tiempo fueron...

Con el peruano Antequera, perece ajusticiado el paraguayo Juan de Mena, Alguacil Mayor, acusado como cómplice.

La indignación que estos trágicos hechos produjeron en el Paraguay ocasionó sangrientas agitaciones. El pueblo se dirigió al Colegio Jesuítico que fue asaltado y profanado, siendo masacrados algunos padres que inmolaran las turbas en represalia de las víctimas limeñas. Y se produjo una nueva expulsión de la Compañía; era la tercera.

Del furor popular participaron las mujeres, entre las cuales, la hija del ajusticiado Juan de Mena, de luto por su esposo, el comunero Ramón de las Llamas; cuando recibió la impresionante nueva del suplicio de su padre, arrojó las negras vestiduras, presentándose vestida de blanco en homenaje a los sacrificados por la Libertad.

Exhaustas ya las fuerzas populares, sin tribunos como Mompós, traicionadas por lo Bareiros, y sin cabeza dirigente, fueron extinguiéndose lentamente, hasta que Zabala, en 1735, invade de nuevo el Paraguay con seis mil veteranos y vence en Tabapy a los restos de las fuerzas comuneras. Tabapy es el Villalar de estas luchas comuneras paraguayas.

* * *

Salvando épocas y ambientes y examinando en conjunto los hechos, en Castilla las Comunidades, en Valencia las Germanías, en Nueva Granada la Revolución Comunera, en el Paraguay la de los Comuneros Paraguayos, aparécennos como formas diversas de una protesta similar formulada por un mismo pueblo herido por parecidos males.

La Revolución de los Comuneros Paraguayos fue, en cierto sentido, una protesta más, un lejano eco trágico de la secular, cruenta lucha entablada entre el absolutismo monárquico centralista y el antiguo régimen hispano de las autonomías locales; entre el poder absorbente y cesáreo implantado a sangre y fuego – repitámoslo siempre, por Carlos de Borgoña –, y el legendario autonomismo peninsular, ibérico; entre la voluntad omnímoda del Imperator augustus extranjero y la de las véteras instituciones populares hispanas, no resignadas a desaparecer, y que, si en el Nuevo Mundo revivieron mediante la Emancipación, en la Madre Patria tal vez resurjan cuando suene la hora.

FIN

 

 

POSTFACIO

 

El presente ensayo histórico ha visto la luz pública por manera fortuita. No fue concebido, ni escrito, para afrontar la publicidad en forma de libro. Los capítulos que lo integran fueron otras tantas conferencias dadas en el Instituto Paraguayo en un a modo de cursillo de Extensión Universitaria, que denominó la Casa – generosamente – «Cátedra libre de Historia y Literatura Hispánicas). Tal circunstancia excusará ante el lector avisado, el tono y otras particularidades de la exposición, amén de la ausencia de aparato bibliográfico y documental, impuesta por la índole de las lecturas.

La fecha de éstas – mayo a octubre de 1921 – tiene importancia para el autor y aun para la crítica sobre el tema, en el país, teatro famoso y ruidoso, otrora, de la REVOLUCION COMUNERA, pero donde la bibliografía nacional no había registrado, hasta el presente, una sola producción referente al extraordinario y sonado episodio. (Las obras del jesuita español Lozano y del historiador argentino Estrada – únicas especiales que existen – fueron publicadas en el extranjero y no se reimprimieron en el Paraguay).

No es de extrañar que – según reveló la prensa – alguna curiosidad despertaran, en su momento, las anteriores conferencias, que, inéditas desde 1921 al presente, no habían permanecido empero ni del todo ignoradas, ni olvidadas, debiéndose a ello, se nos dice, el revival en el país de los estudios consagrados al interesante momento histórico que las inspiró. Presentadas en 1926 al «II Congreso de Historia Americana», celebrado en Asunción, donde fueron premiadas, y publicado alguno de sus capítulos en la interrumpida «Revista Paraguaya», existían para el público como esquema de teorías expuestas por el autor en la cátedra – llamémosla así – del Instituto.

Un núcleo de generosos intelectuales ha creído útil, hoy, actualizar este ensayo, honrándole con una publicidad inesperada. No hay en él hallazgos realizados por el autor, quien tampoco hubiera podido superar notables trabajos de todos conocidos. En lo externo, en lo episódico – anecdótico, que diría D'Ors –, y en los estudios aislados, la historia de las Comunidades peninsulares, así como la del Comunerismo americano, han sido extensa y aun concienzudamente estudiadas. Pero en su contenido ideológico, espiritual, tal vez no. Y en su aspecto integral, comprensor de similares anhelos comunes a una misma estirpe, nunca, que sepamos. Ni en la numerosa y notable bibliografía existente en España sobre las Comunidades, ni en los meritísimos trabajos aparecidos en América sobre las agitaciones comuneras, el autor no ha encontrado ni aun alusión a las significativas e importantes conexiones ideológicas y políticas hermanadoras de los ideales comuneros ibéricos y los americanos. Y estas conexiones trascendentes son las que sorprende no hayan sido ante apreciadas, ya que iluminan con nueva luz algunos puntos de la historia americana. Ellas son las que el autor cree le ha sido dado indicar y estudiar – esquemáticamente – por vez primera. Si el hecho no es mencionable por la insignificante gloriola que pudiera representar, debe serlo para subrayar su valor como comprobante de la tesis – nacida en el Río de la Plata – de que en lo venidero, la Historia de España, y la de América, no podrán ser estudiadas aisladamente, y mucho menos, antagónicamente, sino como la de una misma grande estirpe, ubicada a uno y otro lado del Atlántico.

V.D.P.

Asunción, 1, 1930.

 

 

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ZUBIZARRETA, Carlos: Historia de mi ciudad. Edit. «EMASA», Asunción, 1965.

 

Este libro, cuarto de la serie destinada a reunir la obra de Viriato Díaz-Pérez, se acabó de imprimir en los talleres Mossen Alcover de Palma de Mallorca, España, el diez de noviembre de mil novecientos setenta y tres.

 

SOLAPA: EL AUTOR

Viriato Díaz-Pérez y Martín de la Herrería dedicó más de cincuenta años de su vida al Paraguay, enseñando o escribiendo sobre filosofía, literatura, filología o historia. Dejó su Madrid natal a principios de este siglo, en plena producción literaria. Escribió desde la muy temprana edad de trece años como siguiendo el ejemplo de sus progenitores; su padre, el fecundo escritor y cronista de Badajoz, don Nicolás Díaz-Pérez y su madre, la escritora doña Emilia Martín de la Herrería. Viriato Díaz-Pérez fue uno de los primeros críticos literarios que se ocupó de Juan Ramón Jiménez, apenas llegado éste de Moguer (Huelva) y siendo Juan Ramón casi desconocido en Madrid.

La generación de Viriato Díaz-Pérez – la del 1898 – ha dejado testimonios diversos de su presencia generacional en poemas o en páginas dedicadas a él. Doctor en Filosofía y Letras, egresó con nota sobresaliente en la Universidad Central de Madrid el 26 de noviembre de 1900. Presentó su tesis sobre  NATURALEZA Y EVOLUCIÓN DEL LENGUAJE RÍTMICO.

Fue distinguido alumno de don Marcelino Menéndez y Pelayo por quien siempre sintió gratitud y profundo respeto. Colaborador asiduo de Helios, Juventud, Sophia, Hojas selectas, etc., en España. Fundó, dirigió y colaboró en numerosas revistas paraguayas y sudamericanas: REVISTA DEL PARAGUAY, REVISTA DEL INSTITUTO PARAGUAYO, REVISTA DEL ATENEO PARAGUAYO, ALCOR, ETC., ETC. Muchas publicaciones periódicas vieron sus trabajos en una larga proyección de más de medio siglo de afán cultural no interrumpido. En Asunción (Paraguay) fue profesor de literatura y filología en el Colegio Nacional, Colegio de las Teresas, Colegio Fulgencio Yegros, Facultad de Filosofía y Letras, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, etc.

El Gobierno español, poco antes de su fallecimiento, le extendió la Condecoración de la Cruz de Don Alfonso X el Sabio y la Universidad Nacional de Asunción le honró con un segundo doctorarlo, esta vez el de Honoris Causa. Amó la tierra paraguaya y nunca quiso salir de Asunción, ciudad de sus pesares y alegrías...

Viñetas de la cubierta: Xilografías catalanas, Siglo XVIII.

 

NOTAS

1- Este y los demás ordinales que figuran entre paréntesis, encabezando los capítulos, corresponden a los de la primera edición de esta obra, publicada en un solo volumen.

2- Kirpatrick «Los dominios de España en América – Historia del Mundo en la Edad Moderna T. XXIII pág. 352.


 

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DOCUMENTO (ENLACE) RECOMENDADO:

 

 LA REVOLUCIÓN COMUNERA DEL PARAGUAY

(1ª PARTE)

(ANTECEDENTES HISPÁNICOS, DESARROLLO).

Ensayos de VIRIATO DÍAZ-PÉREZ

Editorial: Palma de Mallorca,

a cargo de Rodrigo Díaz-Pérez, 1973. 95 pp.

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