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ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ

  EL PAÍS EN UNA PLAZA, 2004. LA NOVELA DEL MARZO PARAGUAYO - Obra de ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ


EL PAÍS EN UNA PLAZA, 2004. LA NOVELA DEL MARZO PARAGUAYO - Obra de ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ
EL PAÍS EN UNA PLAZA
 
LA NOVELA DEL MARZO PARAGUAYO
 
 
 
© De esta edición: 2004,
 
Editorial El Lector
 
Director Editorial: Pablo León Burian
 
Diseño de Tapa: JUAN MORENO
 
Asunción-Paraguay
 
2004 (pp.175)
 
 

"¿El país soñado solo puede construirse en una plaza, convertida en Isla de la Utopía durante seis días? ¿Solo ante un enemigo común podemos unirnos y hacer cosas grandiosas? ¿Somos incapaces de llegar un poco más allá? ¿Estamos condenados a acariciar el paraíso con la punta de los dedos, para luego caer de nuevo en el infortunio?".

En marzo de 1999, el vicepresidente Luis María Argaña es asesinado en las calles de Asunción, provocando una reacción popular sin precedentes, que desencadena la masacre de jóvenes manifestantes en la plaza del Congreso y la caída del gobierno de Raúl Cubas y del general Lino Oviedo.

El país en una plaza reconstruye la heroica, trágica y desafortunada gesta ciudadana del Marzo Paraguayo, desde la perspectiva de Rafael Bastos, un maduro y escéptico periodista que intenta mantenerse como observador neutral, hasta que conoce a Mariana Mendelson, adolescente e idealista manifestante "carapintada", con quien inicia una conflictiva y desigual historia de amor en medio de la resistencia cívica, las conspiraciones políticas, la represión y la muerte. El país en una plaza es la segunda novela de Andrés Colmán Gutiérrez, donde se entremezclan el drama y la aventura, el amor y la tragedia, el humor y la ternura, la crítica y la sátira, la realidad y la ficción, confirmando una vez más su calidad narrativa y su expresivo aporte a la nueva literatura paraguaya.
 
 
A la memoria de los mártires de la plaza:

Henry Díaz Bernal

Manfred Stark

Armando Espinoza

Víctor Hugo Molas

José Miguel Zarza

Cristóbal Espínola

Tomás Rojas

Arnaldo Paredes

Dedicado a la batichiquita Andrea Soledad
.
 
 

-1-

La llamada telefónica parecía hecha desde la Luna, o desde algún otro lugar tanto o más lejano.
 
-Crack... wssshhh... ¿Hola...? ¿Rafa...? ¿Me... wssshh... crick... crick ...chando?
 
Desde el otro lado del auricular, la voz de Fulgencio Mendieta, director de la revista Ñangapiry News, sonaba como tul rayado disco de acetato en un viejo fonógrafo a cuerdas. Es como suena regularmente, pero esta vez muchísimo peor.
 
-¡Sí, Mendieta, te escucho...! Como la mierda, pero te escucho. ¿Qué carajo querés? ¿No habíamos quedado en que no me ibas a hinchar las pelotas durante mis vacaciones?
 
-Wssshhh... no te enojes, querido... Wssshhh.... cruck ...sito que regreses... crack ...mente ...crick ...mataron a... crick... wsshhh... aña.
 
Se me encendió una luz de alarma. Si Mendieta me llama «querido», es porque algo tan grave como el fin del mundo se ha desencadenado.
 
-¡No te entiendo, Mendieta! ¿A quién decís que mataron...?
 
-¡Al ...wssshhh ...gaña...! Wssshhh... crick... cruck... nir ahora mismo... cnick. ¡Asesinaron al vicepresidente...!
 
Quedé helado, con el tubo del teléfono petrificado en la mano.
 
La operadora de la pequeña y única central telefónica, que me había hecho buscar por todo el pueblo para pasarme la llamada, dejó de pintarse las uñas y me miró sorprendida por encima de sus gruesos anteojos.
 
-¿Qué pasa, señor Bastos? ¿Alguna mala noticia...?
En la calle principal, desolada y polvorienta de Yhú, el viento cálido de la mañana formaba remolinos amarillos que giraban y giraban sin parar, como un presagio de Apocalipsis.
 

-2-

Nunca me gustó que me interrumpan las vacaciones, pero esta vez no tuve más remedio que recorrer 231 kilómetros en poco más de dos horas. Si se considera que un tramo de 50 kilómetros fue a través de un olvidado y casi inexistente camino de tierra para salir al asfalto de la ruta II, en Caaguazú, se podría decir que fue un verdadero récord. Llegué a Asunción al mediodía de ese mismo martes 23 de marzo de 1999, luego de sortear tres barreras de control policial.
 
Durante el trayecto, la radio del auto se encargó de ponerme más o menos al tanto de lo sucedido. Cerca de las 8:36 de la mañana, en una calle de la capital, tres hombres armados interceptaron la camioneta del vicepresidente de la República, Luis María Argaña, y los mataron a tiros a él y a un guardaespaldas. El chofer se salvó milagrosamente, aunque estaba muy mal herido. Los asesinos habían desaparecido, luego de incendiar el auto utilizado en el atentado, un Fiat Tempra color verde oscuro, a pocas cuadras del lugar.
 
El cuerpo de Argaña fue llevado al Sanatorio Americano, donde los médicos confirmaron su fallecimiento. En pocos minutos, centenares de personas se congregaron frente al centro sanitario, acusando a gritos al presidente Raúl Cubas y al general Lino Oviedo de ser los responsables directos del crimen. Un reducido grupo de seguidores del vicepresidente asesinado inició una marcha de protesta desde el sanatorio hasta la esquina del Palacio de Gobierno, exigiendo la renuncia de Cubas y el encarcelamiento de Oviedo. Cuando llegué a la capital, los manifestantes seguían allí, contenidos por una numerosa dotación de policías antimotines, con una creciente adhesión de ciudadanos indignados, al borde de un estallido de mayor violencia.
 
Tal como estaban las cosas, era lógico esperar que un magnicidio como ése incendiara el país. Luis María Argaña era el último gran caudillo del Partido Colorado, organización política que gobernaba el Paraguay desde más de medio siglo, la mayor parte bajo el signo de férreas dictaduras. Además, Argaña mantenía una encarnizada rivalidad con el presidente Cubas, y sobre todo con su sombra detrás del trono, el general Lino Oviedo. Este había sido condenado a diez años de cárcel por un controvertido Tribunal Militar, acusado de dirigir un intento de golpe de Estado contra el anterior presidente, Juan Carlos Wasmosy, en abril de 1996. A tres días de asumir la presidencia, en agosto de 1998, Cubas le había conmutado la pena y había ordenado su salida de prisión, a través de un arbitrario decreto que luego fue desautorizado por la Corte Suprema de Justicia.
 
Ni Cubas ni Oviedo se dieron por enterados de que estaban violando la Constitución y siguieron con su festival de locuras, en un creciente clima de hostilidad y violencia, que tenía su epicentro en un pedido de juicio político presentado contra el mandatario en la Cámara de Diputados, y que debía ser tratado el 7 de abril. Así estaban las cosas cuando se produjo el asesinato de Argaña.
 
En realidad, esta era mi visión superficial de los hechos. No soy un experto en temas políticos, ni mucho menos; por eso me extrañaba que Mendieta se tomara el trabajo de interrumpir mis vacaciones y convocarme con tanta urgencia. Ñangapiry News era un influyente magazine de actualidad, y si bien publicaba estupendos análisis de coyuntura política, a mí nunca me habían incluido en el equipo que los realizaba. Mi especialidad eran los reportajes de investigación, las crónicas de viajes, las notas de color, alguna que otra entrevista a famosos y mucho material considerado liviano, light o hasta frívolo por los autodesignados «intelectuales progresistas» del gremio periodístico.
 
Cuando llegué a la redacción, después de devorar un sándwich de lomito en un bar cercano, encontré a la plana mayor de la revista en la sala de reuniones, con caras de generales de ejército en combate.
 
-¡Miren... llegó el periodista estrella! -fue el saludo de Gloria Rodríguez, jefa de la sección política.
 
-¡A buena hora! -disparó José María Riveros, el antipático analista económico-. Sólo a un despistado se le ocurre salir de vacaciones en momentos en que el país está al borde del abismo.
 
-Y sólo a unos despistados se les ocurre matar al vice-presidente justo cuando yo estoy de vacaciones -contesté, pero ninguno sonrió siquiera ante el pésimo chiste.
 
-Rafa, sentate por favor... -ordenó Mendieta-. Gracias por haber venido tan rápido. Realmente necesitamos la máxima ayuda de todos. Estamos preparando una edición especial que debe salir a la calle esta misma noche. Además, nos llueven pedidos de las más grandes revistas del mundo. Time, Nesweek, Paris Match, Veja, Noticias, Veintiuno, Proceso, Cambio... todos quieren que les preparemos reportajes exclusivos. ¡Así que... a trabajar!
 
-¿Y qué le vas a pedir a tu super reportero recién llegado de las elegantes playas de... cómo se llama ese famoso lugar... Yhú? -preguntó Riveros, con su inaguantable fanfarronería-. ¿Que haga una serie de entrevistas a los famosos? ¿Algo así como «Dónde estaba usted cuando mataron al vicepresidente»?
Ya me preparaba para saltarle encima, cuando Mendieta me contuvo con tul gesto.
 
-Por favor, chicos... al menos por esta vez mantengan la argelería de lado. Rafa, casi todos los campos de información ya están cubiertos, pero quiero que vos te metas entre los manifestantes y mantengas tus sentidos de sabueso en alerta. Tengo versiones de que algunos podrían ser manipulados para asumir actitudes extremistas, que sólo agravarían aún más la situación. Quiero que uses toda tu experiencia de investigador, que te pegues a los talones de los más sospechosos. Ganate su confianza. Seguilos a sol y a sombra. Registrá todo lo que hacen. Me temo que van a ocurrir cosas mucho más graves y quiero que uno de mis mejores reporteros esté allí adentro para contarlo.
 
-¿Tus versiones mencionan a alguien en particular? - le pregunté.
 
-Los sospechosos de siempre: parlamentarios, políticos, sindicalistas, dirigentes campesinos, sendos-revolucionarios de izquierda. No olvides que en este momento hay unos diez mil manifestantes que vinieron para la marcha campesina y se están juntando en las plazas frente al Congreso. Si se unen con los que están ahora armando quilombo en la esquina del Palacio, puede ocurrir cualquier cosa.
 
-Okey, jefe. Ya entendí. ¿Llevo algún fotógrafo?
 
-Hay como una docena trabajando en el lugar. Si querés que tomen alguna foto en especial, le pedís a cualquiera. Pero prefiero que trabajes solo, inadvertido, como es tu estilo. Y ahora, andate. Me avisás cualquier novedad.
 
Es lo que me gusta de Fulgencio Mendieta: con él nunca se pierde tiempo. Hice un inexpresivo gesto de saludo a todos y abandoné la sala. Pasé por mi oficina y recogí una mochila, en la cual guardé un micrograbador, pilas y casetes de repuesto, un block de notas y varios bolígrafos, además de una pequeña radio a transistor portátil con audífono. Desconecté el cargador del teléfono celular, que nuevamente estaba con la batería al tope. Me calcé un quepis del Club Guaraní en la cabeza. Del cajón del escritorio saqué el revólver Taurus calibre 38, le puse balas, lo envolví con un paño y lo metí en el doble fondo de la mochila.
 
Por las dudas.
 

-3-

Debo ser sincero: nunca me gustaron las movilizaciones políticas, aun por la mejor causa que fueran. Siempre sostuve que, por más buenas intenciones que tengan los manifestantes, al final son otros los que se benefician y uno siempre acaba haciendo de idiota útil, carne de cañón ante las represiones, todo para que unos cuantos oportunistas obtengan cargos o compensaciones. Por sostener cosas así, en el ambiente periodístico me consideraban cínico, frívolo, descomprometido, reportero ligth, derechoso, etc.; todo lo cual siempre me importó tres carajos.
 
Pero esa tarde del martes 23 de marzo, cuando me acerqué a la esquina de las calles El Paraguayo Independiente y Juan E. O'Leary, junto al Palacio de Gobierno, donde aproximadamente un centenar de personas gritaban improperios contra el presidente Cubas y el general Oviedo; ante una muralla de policías erizados de armas, hubo algo que me conmovió.
 
Ella estaba allí, sentada en la vereda, a un costado de los manifestantes, construyendo afanosamente pequeñas flechas con papel reciclado de oficina. Era morocha, flaquita, adolescente aún, 16 ó 17 años de edad a lo sumo. Vestía unos pantalones jeans desteñidos y una remera blanca, con letras toscas en el pecho que decían: «Dictadura nunca más». Tenía pintura en las dos mejillas, los colores rojo, blanco y azul de la bandera nacional, que bailaban cada vez que ella sonreía y dejaba ver sus encantadores hoyuelos. Además llevaba una bandera de tela atada al cuello, sobre la espalda, a manera de capa.
 
No pude resistir la curiosidad y me acerqué, al ver que escribía algo con un grueso marcador rojo en las flechas de papel.
 
-¿Qué hacés...? -le pregunté.
 
Me miró, divertida, y me regaló una sonrisa. Los hoyuelos color bandera iluminaron la tarde.
 
-Escribo consignas. «Juicio político a Cubas». «Cárcel a Oviedo». «Dictadura nunca más». Después voy a arrojar las flechas sobre las cabezas de los policías. Ya que nosotros no podemos pasar, al menos las flechas pasarán. Alguien las va a leer del otro lado y seguramente se pondrá a pensar...
 
-«Dictadura, nunca más». ¿Qué sabés vos...? ¡Sos una pendejita! No tenés idea de todo lo que pasó en esa época.
 
-Por eso... No quiero sufrir lo mismo que sufrieron ustedes, los lekas. Y ahora, ¿me permitís? Tengo que ir a tirar mis flechas.
 
-¿Sabés qué...? Con esa bandera atada a modo de capa te parecés a Batman.
 
-¿A Batman...? ¡Andá a cagar! ¡Que machista de mierda que sos! En todo caso, a Batichica...
 
-Sí, tenés razón. A Batichica. A una Batichica tricolor.
 
-Está mejor. Y ahora, disculpame. Es tul privilegio conversar con un periodista famoso, pero me tengo que ir a tirar mis flechas...
 
-¡Ey..! Esperá. ¿Como supiste que soy..?.
 
-Te reconocí enseguida, señor Rafael Bastos. En el cole me tocó hacer un trabajo práctico sobre tu último libro. Me gusta cómo escribís, aunque no estoy para nada de acuerdo con tu forma de pensar. Además... si vos no crees en nada de estas cosas, ¿qué mierda estás haciendo aquí? Disculpame, me tengo que ir...
 
-¡Ey..!
Quise detenerla, pero fue imposible. Me regaló otra fugaz sonrisa de hoyuelos color bandera y se perdió en medio de la multitud, con sus flechas de papel.
 

-4-
Robusto el cuerpooo... la frente siempre erguüüida alegres
 
vaaaamos... en pos de tu pendóoon y en tu loor... sube oh patria
 
tan querüüida de nuestro ámoooor...
 
la más férvida cancióoon...
 
 
Las voces sonaban roncas y desafinadas, pero al me-nos expresaban bastante rabia y emoción. Aunque yo estaba francamente podrido de escuchar una y otra vez la misma canción cursi que siempre se cantaba en todas las manifestaciones. Supuestamente «Patria Querida» era el gran himno paraguayo, pero pocos sabían que sus rebuscados versos habían sido escritos por un viejo cura sanjosiano sobre la misma melodía de la marcha francesa «Madelón». Claro que si entonaran nuestro verdadero Himno Nacional, sonaría aun mucho más espantoso.
 
Los manifestantes no hacían más que cantar y gritar consignas, en forma bastante caótica, ante la gruesa fila de policías antimotines, popularmente conocidos como «cascos azules», que formaban con sus escudos -una barrera infranqueable.
 
En pocos minutos hice un reconocimiento del terreno y un diagnóstico de la situación. Si bien había muchos partidarios de Reconciliación Colorada, el grupo político fundado por Argaña, también estaban miembros de otros sectores, partidos de oposición, organizaciones de izquierda, movimientos sociales, agrupaciones religiosas y numerosas personas que no formaban parte de ninguna nucleación. Todos parecían bastante indignados y confundidos, y no se notaba una dirigencia establecida, ni claridad de propósitos.
Aquello era un río revuelto donde varios líderes intentaban pescar, sin mucho éxito. Un diputado liberal trató de hacer un discurso, trepado sobre un ventanal, pero fue abucheado por la multitud y tuvo que bajarse de prisa, ante una lluvia de cascotes. Lo mismo le pasó al dirigente de una central de trabajadores. Por si acaso, nadie más volvió a intentar discursear durante el resto de la tarde.
 
Claudia Villasanti, una colega periodista del diario La Mañana, se acercó a saludarme y me contó que, horas antes, frente al sanatorio donde estaba el cadáver de Argaña, la multitud había corrido a patadas por igual al edecán de la Presidencia de la República como a los principales líderes opositores del Partido Liberal y del Partido Encuentro Nacional, cuando se acercaron a dar sus pésames a los familiares, porque todos ellos habían mantenido una postura cómplice ante las arbitrariedades del gobierno oviedista.
 
Los que parecían despertar simpatía y credibilidad entre los manifestantes eran los de Jóvenes por la Democracia, un movimiento formado hacía menos de dos meses. Los chicos habían sido prácticamente los Únicos en movilizarse ante el desacato del presidente Cubas al mandato de la Corte Suprema de Justicia, realizando caravanas, mitines relámpagos y hasta misas en la Catedral, exigiendo el juicio político al mandatario y la vuelta a prisión del controvertido militar. Fueron precisamente ellos los que esa mañana, luego del asesinato de Argaña, propusieron realizar una marcha desde el sanatorio hasta el Palacio de Gobierno. Cuando comenzaron a caminar, a eso de las 11:30, eran solamente doce personas, pero a lo largo de las casi cuarenta cuadras se fue sumando más gente, hasta llegar a una verdadera multitud.
 
-¿Qué va a pasar ahora? -le pregunté a Joaquina Romero, una de las dirigentes de Jóvenes por la Democracia, que intentaba poner algún tipo de orden en medio del caos.
 
Yo la conocía desde el primer intento golpista del general Lino Oviedo en abril de 1996, cuando ella formaba parte del grupo de jóvenes «carapintadas» que durante casi una semana permanecieron apostados frente al Congreso, en defensa de la institucionalidad.
 
-La idea es quedarnos aquí todo el tiempo que sea necesario, hasta lograr la renuncia del presidente y la prisión de Oviedo -respondió.
 
-¿Y si ordenan que la policía disperse a los manifestantes a garrotazos?
 
Joaquina me miró con una sonrisa divertida.
 
-Viejo, ya hemos ligado tantos palos en este país, que podemos aguantar perfectamente unos golpecitos más. Sintonicé la radio para tratar de enterarme de lo que estaba pasando. Las fronteras del país estaban cerradas. El ministro del Interior había presentado su renuncia y en su reemplazo el presidente acababa de nombrar a su propio hermano, el capitán retirado Raúl Cubas, un respetado dirigente colorado, paradójicamente ex aliado de Argaña y crítico de Oviedo. El capitán ya había sido ministro de Industria en el gabinete de su hermano, pero justamente había renunciado el mismo día en que Raúl firmó su cuestionado decreto para liberar al militar golpista.
 
En el solitario despacho del viejo Palacio de López, el presidente enfrentó a su hermano con mirada adusta. -Carlos, la situación que vive el país es muy grave -le dijo-. Te pido que olvidemos nuestras diferencias y que me ayudes. Quiero que dirijas personalmente la investigación del asesinato de Argaña.
 
Carlos Cubas observó a su hermano con cautela. Lo vio envejecido y desolado, y tuvo la impresión de que el sillón presidencial le quedaba más grande que nunca. El capitán era un viejo y experimentado político. Raúl nunca lo fue. Había sido corredor de rally, ingeniero civil de profesión, dueño de varias empresas. Ocupaba la presidencia por un azar de la política, ya que se había embarcado como segundo de Lino Oviedo en el delirante proyecto electoral del mesiánico general, quien se comparaba públicamente con Jesucristo y basaba su campaña en promesas de que cada paraguayo tendría varias mujeres, que los ladrones serían ejecutados públicamente en sillas eléctricas, y que los campesinos al fin podrían pasearse descalzos y vestidos de ao po'i por el Palacio de Gobierno. Cuando Oviedo fue inhabilitado como candidato, debido a la condena judicial, Cubas ocupó su lugar y conquistó la presidencia con el juramento de que, apenas asumiera el mando, liberaría inmediatamente a Oviedo. Ahora parecía arrepentido de su temeridad.
 
-¿Querés que investigue el asesinato de Argaña... sea quien sea el responsable? -le preguntó Carlos Cubas, con cautela.
 
-Sea quien sea -respondió Raúl Cubas.
 
-¿Aunque el responsable pueda ser tu querido amigo... el general Oviedo? -insistió Carlos Cubas.
 
-Sea quien sea -repitió el presidente.
 

-5-

La noche empezaba a caer. En la esquina del Palacio de Gobierno, con Claudia Villasanti estábamos escuchando por radio la noticia del nuevo nombramiento del ministro Cubas, cuando de pronto ella me tomó del brazo y me señaló con alarma hacia el gentío. Un movimiento de remolino empezó a formarse en medio de la compacta multitud. Varios manifestantes empezaron a correr, profiriendo gritos.
 
-¡Cuidado...! ¡Los policías están atacando!
 
Al abrirse un espacio entre la masa humana, pude ver que los cascos azules abandonaban su formación y avanzaban con actitud decidida, protegidos detrás de sus escudos, con sus garrotes levantados. Algunos comenzaron a propinar golpes sobre las cabezas más cercanas, sin ningún tipo de contemplación. Pude ver claramente cuando un joven carapintada de torso desnudo quedó atrapado en tul portal y un policía le asestó un seco garrotazo en la cabeza, arrancándole un hilo de sangre, que empezó a chorrearle sobre el cuerpo. El chico cayó tendido sobre la acera. La bandera roja, blanca y azul que llevaba pintada en el pecho empezó a volverse toda roja, paradójicamente el mismo color político de Argaña, Cubas y Oviedo.
 
Un camión hidrante avanzó desde el fondo, arrojando potentes chorros de agua contra los manifestantes. Tomé a la asustada Claudia Villasanti de la mano y traté de buscar refugio en los jardines del Palacio. Un casco azul me paró en seco y me apuntó con su garrote. Le puse mi credencial ante las narices y le grité:
 
-¡Déjenos pasar! ¡Somos periodistas...!
 
El casco azul me tomó de la manga de la camisa y me empujó hacia el otro lado de la barrera policial. Rápidamente me arrojé con Claudia bajo unos arbustos, sobre el verde y mullido césped del jardín presidencial. Noté que varias flechitas de papel estaban esparcidas en el suelo, pintadas con las candorosas consignas de Batichica. Recogí una y la guardé en el bolsillo.
 
Claudia extrajo una cámara fotográfica de su bolso y se puso a tomar fotos de la represión. Muy cerca nuestro, un policía empezó a disparar granadas de gas lacrimógeno sobre la multitud. Una de ellas, aún sin explotar, fue atrapada en el aire por un rubio gigante y barbudo que estaba entre los manifestantes, quien con su fuerza descomunal lo envió de vuelta al centro mismo del grupo de policías, mientras les dedicaba insultos en alemán. La granada explotó ante los ojos sorprendidos de los represores, quienes empezaron a toser y a aullar como condenados.
 
Una niebla espesa y picante llenó el aire y nos hizo llorar a todos. Quise decirle algo a Claudia, pero no me salieron las palabras porque me ardía la garganta, así que la tomé del brazo y la arrastré de nuevo hacia los manifestantes, en busca de algún lugar más seguro. Todos corrían hacia cualquier lado, en medio de una endiablada confusión y no sólo había que esquivar los garrotazos de los policías, las nubes de gas y los chorros de agua, sino también las piedras que arrojaban algunos jóvenes carapintadas desde el otro lado. Una de ellas me golpeó en la rodilla derecha. Sentí un agudo dolor, como un choque eléctrico que se esparcía por todas partes.
 
-¡Vamos, Rafa...! ¡Los manifestantes están corriendo hacia las plazas del Congreso! -me gritó Claudia, rescatada por otro grupo de periodistas.
 
Intenté seguirla, pero una fuerte punzada en la rodilla me hizo perder el equilibrio y caí de bruces sobre el pavimento. Sentí que varios pies pasaban encima mío, algunos chocaban contra mi cuerpo, otros me pisaban dolorosamente. Una granada de gas explotó muy cerca, la niebla blanca y picante me envolvió, y de pronto lo vi todo nublado. Me sentí sofocado, trataba de respirar desesperadamente, pero no había aire, sólo llamaradas de fuego ardiente. En ese momento percibí que alguien trataba de levantarme con dificultad y me recostaba contra la pared, mientras aplicaba un trapo húmedo sobre mis narices. El fuego se detuvo y una bocanada de aire fresco, aunque con fuerte olor a vinagre, empezó a acariciar mis pulmones. Me refregué los ojos y entonces la reconocí, con su capa de bandera a la espalda, aunque un pañuelo verde le cubría casi toda la cara, por debajo de los ojos, ocultando sus hermosos hoyuelos.
 
-Hola, periodista cínico.
 
-Hola... Bati.. chica... ¿Qué... hacés aquí?
 
-Eso mismo te había preguntado yo antes. Tomá, atate este pañuelo al rostro, igual que yo.
 
-¿Para qué...? ¿Para jugar a... los guerrilleros... zapatistas?
 
-¡Andá a cagar! ¡No seas boludo! ¡Se nota que estás out...! ¡No sabés nada! Es un pañuelo empapado en sal, agua y vinagre. Sirve como máscara artesanal, para filtrar los efectos del gas lacrimógeno. Esperá, te ayudo.
 
Me ató el pañuelo sobre la nariz y aunque me sentí ridículo, enseguida empecé a respirar mejor. Alrededor, los policías seguían persiguiendo a los manifestantes. Al vernos allí, recostados en el piso, un oficial se detuvo, nos observó detenidamente durante un largo instante con su garrote en la mano y luego decidió que quizás no valía la pena gastar sus golpes en un cuerpo tan estropeado como el mío. Siguió su camino en busca de mejores víctimas. Nunca me gustaron los tahachí, pero ése me cayó particularmente simpático.
 
-¡Vamos...! ¡Tenemos que ir a la plaza del Congreso! Intenté levantarme, pero el dolor me recorrió todo el cuerpo. Traté de aguantar y conseguí pararme con su ayuda. Apoyada en ella dimos pasos y me sentí mejor.
 
-¡Podés caminar, o te consigo una silla de ruedas? -me preguntó.
 
-Creo que podré sobrevivir. ¿Me pasarías mi mochila, por favor?
 
Ella recogió el bolso del suelo. Lo abrí. Por suerte nada se había estropeado. Lo cerré de nuevo y me lo colgué a la espalda. Empezamos a caminar las dos cuadras que separaban al Palacio de Gobierno de los edificios del Congreso Nacional.
 
Ya era noche cerrada. A pocos metros había una lucha campal entre policías y manifestantes. Grupos de jóvenes carapintadas habían logrado formar barricadas con restos de madera y neumáticos incendiados en una esquina, y se defendían a pedrada limpia. A la distancia estallaban más fogonazos, fugaces resplandores dorados en medio de una espesa nube de humo negro y de blanco gas lacrimógeno, sobre un fondo sonoro de explosiones, sirenas, gritos, órdenes, cánticos y consignas.
 
Sentí la curiosa sensación de encontrarme en otro tiempo y en otro lugar, como si la apacible y colonial Nuestra Señora de la Asunción, madre de ciudades, se hubiera convertido de pronto en un remedio de otras urbes casi siempre tan lejanas y terribles como Sarajevo, Kabul o Bagdad.
 

-6- (…)
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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