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AUGUSTO CASOLA (+)
  VIRGINIA - Cuento de AUGUSTO CASOLA


VIRGINIA - Cuento de AUGUSTO CASOLA

VIRGINIA

Cuento de AUGUSTO CASOLA


Nunca pude separar, de los recuerdos de mi infancia, la imagen del viejo caserón de la esquina, Virginia y la sonatina de Clementi que, sin omitir un día, ensayaba en su piano gangoso y algo desafinado, entre las cinco y las seis de la tarde, hora en que yo volvía de la escuela. Estaba haciendo el sexto grado.

No sé por qué, desde la primera vez que escuché la melodía diáfana y sencilla de ese estudio elemental, ese monótono acompañamiento de tres corcheas que hace la mano izquierda, casi sin solución de continuidad, mientras la derecha resuelve la tonadilla, me formé una imagen íntima de Virginia, de la cual, aún hoy, me resulta difícil escapar.

Esa idealización resultaba para mí, más real y preciosa que muchas de las chicas del barrio a las cuales, mis amigos y yo, solíamos acércanos, próximo el fin de año y superada nuestra timidez inicial, buscando el breve pero intenso contacto de sus manos, una mirada o la simple conciencia de su proximidad, con lo cual el día adquiría matices de brillantez insospechada y el alma, esa ingenua vivencia tan llena de tribulaciones que a esa edad atormentan como a cualquier otra, o más, por la inexperiencia que las acompaña, se volvía un esplendoroso caleidoscopio de cuanta dicha es imaginable y la felicidad, como nunca más, adquiría una forma, tenía nombre, apellido y dirección.

Pero Virginia, era otra cosa.

Cuando pasaba por enfrente de los grandes ventanales de su casa, al acercarme, ya llegaba hasta mis oídos el conocido fraseo, el cual bastaba para alejarme de manera inconsciente del mundo y trasladar mi espíritu a una dimensión diferente, inmaterial y pura.

El concierto era para mí, y yo era celoso de escucharlo como algo único, personal. Tal vez fuera una exigencia impuesta por Virginia, solía decirme, pero en realidad, nunca quise compartir esa experiencia con nadie. Era mi arcano.

No pudieron darme referencias exactas con respecto a la casa de Virginia o la gente que allí vivía. Le pregunté a mamá, pero ella eludió la pregunta dándome respuestas evasivas y vagas referencias a una antigua desgracia de esa pobre gente, cuando se murió la señora del doctor, en medio de terribles sufrimientos. De cualquier manera, yo fui armando la historia, de lo escuchado en esas conversaciones hieráticas de los mayores que al referirse a algún tema especialmente escabroso, lo hacen de tal manera que a un niño, le resulta fascinante, dándole amplio campo para desarrollar sus especulaciones imaginativas.

Lo extraído de todas ellas fue que el doctor tenía una amante y su esposa, señora ejemplar, muy buena y cariñosa, se suicidó consumiendo veneno para ratas y, aunque su agonía fue horrenda y los alaridos de la mujer resonaron por toda la calle, el doctor no asistió en socorro de su esposa hasta que todo estaba perdido y ya sin posibilidad de salvarla.

Después, el doctor siguió con su amante pero por poco tiempo. Se fue encerrando cada vez más. Los primeros años recibía algunas visitas, en especial de médicos, pues se comentaba que quedó muy afectado por la muerte de su mujer y por las circunstancias del suceso, pero pasado un año, ya no se vio a ninguna visita llegar a la casa. Muy de tarde en tarde y no más de dos veces al mes, el doctor solía subir a su anticuado “Studebaker” y desaparecía por algunas horas, sin preocuparse de los vecinos que lo espiaban desde atrás de las persianas, ni saludar a quienes por casualidad, estaban en la acera.

Casi todas las tardes, Virginia iba por la mitad de la ejecución cuando yo pasaba bajo los ventanales. Algunas veces, los primeros acordes se iniciaban al doblar la esquina. Sólo una vez, recuerdo, ya me dirigía a casa consternado, cuando a mis espaldas sonó la música. Me detuve y volví sobre mis pasos, recorrí la cuadra hasta la esquina y otra vez retomé mi camino, dejando atrás el sonoro “allegro” de la melodía.

Cuando vuelvo la mirada hacia atrás, me desoriento, pierdo la ubicación y con mayor justeza, debería resignarme a aceptar que ya no soy el mismo de esos días, cuando el tiempo estaba referido a otras márgenes, cuyos límites acariciaban el infinito, y cada día era un lapso tan amplio y variado, tan lleno de acontecimientos que el año total, con todo ese montón de trescientas sesenta y cinco eternidades, venía a ser una galaxia insondable, perdida en esa inmensidad inconcebible de tiempo.

Ese idilio secreto e inconfeso entre Virginia y yo, transportado del uno al otro, de ella a mí, con la música de su piano y de mí a ella, con la caminata diaria por enfrente de su ventana cuyas persianas, siempre cerradas, sólo permitían el paso de los sonidos, no duró más que un ciclo escolar, una de esas galaxias que enmarcó aquella extraña aventura de mis doce años.

En noviembre se realizó la excursión de los egresados.

La euforia de los últimos días de clase, tras la conclusión de los exámenes finales, la seguridad de no tener nada para febrero, los preparativos para el viaje, agregándose que sería al extranjero, lo cual para casi todos nosotros constituía una experiencia nueva e inusitada, sin contar con el reloj de muñeca reluciente que me regalaron mis padres, hicieron que dejara de pasar por frente a lo de Virginia, sin sentir remordimientos, pues, al fin de cuentas, la nuestra era una relación tan etérea e inasible, que resultaba casi incongruente preocuparse de ella ante ese rugiente mar de emociones al alcance de la mano.

En esos días, en realidad, olvidé a Virginia, o tal vez lucra más acertado decir que la desplacé, pues ni entonces ni nunca, hasta hoy, pude olvidarla, tras el único encuentro que tuvimos ese fin de año, después de volver de la excursión del curso, la noche de Navidad.

Soy un convencido de que el miedo no es una simple reacción orgánica de previsión o defensa, utilizado por el instinto de conservación como un gladiador se sirve del escudo, para protegerse. Creo en algo diferente, ajeno a cada uno de nosotros. Algo independiente de la persona, con vida propia y hasta dueño de cierta forma de inteligencia, de una astucia falaz, en fin, algo así como elemental, sin densidad física pero constante e insidioso en sus manifestaciones y cuyo poder se acrecienta cuando, por incuria, se lo deja integrar el resto de la emociones o, quizás, sensaciones de las cuales no podemos liberarnos, aun haciendo grandes esfuerzos.

El amor, el miedo y la soledad, lo sé ahora, no forman parte de nuestra constitución humana, son seres por sí mismos, imprevisibles y muchas veces crueles, que al posesionarse del cuerpo, lo empujan a realizar acciones que sin la obnubilación producida por causa de ellos, jamás aquél llevaría adelante.

A las seis y media ya estaba bañado y vestido con el primer pantalón largo de mi vida, de brin de hilo blanco, una guayabera floreada, con pinzas en la espalda que el día anterior habíamos salido a comprar con papá, lo mismo que los mocasines marrones y las medias amarillas. En la muñeca lucía el reloj al cual recién me iba acostumbrando para no recurrir a él con frecuencia innecesaria, y el cabello bien peinado, brillante y domesticado gracias a la gomina que mamá insistió en colocarme para estar lindo, porque vendría la parentela a pasar con nosotros la Nochebuena. La tarde, calurosa e intensa, caía con desidia alargando, sobre el empedrado de las calles, las sombras largas de las moles de las casas, y un tímido vientecito comenzó a soplar, agitando las hojas de los árboles más altos.

Como la noche del 24 es larga, los niños cuentan con mucho tiempo y pueden ausentarse de sus casas, recorriendo los pesebres del barrio, cada uno de los cuales poseía su propia característica, dependiendo de la personalidad de quienes los preparaban.

Algunos eran exquisitos. Un despliegue de lujosas imágenes encaminándose a adorar al Niño, rodeado por sus padres y un Rey Mago de rodillas. Más al fondo, algunos animales de corral y colgada sobre la cuna, la resplandeciente estrella de Belén, fulgurando entre el aroma intenso de flor de coco, las piñas grandes y olorosas, alguna sandía gigantesca y el nutrido dosel de cavove-í, sostenido en y entre las planteras patonas, cuyos crotos de hojas multicolores, daban al pesebre la ornamentación adecuada a su milagroso simbolismo. Otros, más humildes, completaban la decoración con avioncitos, trenes y autos de juguete que, si bien extemporáneos, no desmerecían en nada la devoción de los creyentes quienes en su ingenuidad, lograban ofrecer el mismo sacrificio de la fe.

Pasó la barra frente a la casa de Virginia. Estaba a oscuras. Total y extrañamente oscura, como si no hubiera nadie. Fue entonces cuando me sacudió la ingrata sensación de un miedo que se me iba filtrando bajo la piel. Al llegar a la siguiente esquina, ya se había esfumado de mi espíritu la alegría que todo el día estuvo acompañándome, acaso demasiado eufórica en su premonición de la tristeza inexplicable que de pronto me poseyó.

Íbamos a doblar cuando llegó a mis oídos e inconfundible inicio del “allegro” de la sonatina de Clementi. Miré hacia atrás y de la cuadra resplandeciente en las luces multicolores de las casas, la de Virginia sobresalía como un cuerpo agonizante, respirando con dificultad por los poros de su epidermis de argamasa, gris y manchada, obscena en la amarga exhibición de sus años de miseria. Me llamaba.

Inventé una excusa cualquiera para no seguir. La pandilla, luego de comprometerme a un encuentro posterior en lo de una de las chicas, donde estábamos invitados a comer pan dulce, turrón y a beber algo de clericó, en homenaje a la terminación de sexto grado, se alejó, bulliciosa y riente, dejándome atrás, solo, en el anegadizo y lúgubre tembladeral de miedo, donde me sentí ir sumergiendo cada vez más.

Volví sobre mis pasos siguiendo la huella señalada por los compases de la sonatina que iba ganando intensidad, hasta convertirse en una atronadora barahunda que llenaba la calle de trinos inconexos que rompían en furiosos acordes, seguidos otra vez por el acompañamiento de la mano izquierda, entreverándose todo de tal manera a constituir un vesánico ir y venir de sonidos deshilvanados, dodecafónicos, absurdos, quedando de la melodía inicial, sólo el monótono repetirse de las tres corcheas que, a veces, lograba percibir.

Cuando apoyé la mano en el picaporte de la puerta cancel, se derrumbó sobre mí un silencio más aterrador aún, por lo instantáneo, al atronador ruido que lo precediera. La puerta se abrió sin dificultad y a través del espacio que me permitió adelantar la cabeza, pude ver un amplio ambiente de sombras, entre las cuales, difuminados en inmóvil permanencia, se perfilaban los contornos de los muebles cubiertos con sábanas.

Cerré la puerta, aún sintiendo el corazón golpearme el pecho, y apoyé la espalda contra ella. Dentro se respiraba un aire espeso y rancio, de cosa vieja y humedad, algo putrefacto y repulsivo, parecido, pero mucho peor, al aliento desagradable de algunas personas. Estaba allí. Eso estaba allí. Compuesto de horror e impiedad, algo concreto, físico, sin amor, sin bondad ni misericordia, lo que confería al salón, la inquietante presencia que, a veces, suele percibirse en las casas donde por algún conjuro, habita el Mal. Lo sentía sin poder calificarlo. Eso estaba ahí.

Un momento después recomenzó la música, con la finura y limpidez que le son propias. Diáfana en su sencillez. La ubiqué enseguida a la derecha, en la habitación cuyo ventanal de persianas cerradas, era la frontera entre mis retornos de la escuela y Virginia.

Me sorprendí caminando hacia el foco de sonidos, sin voluntad, arrastrado por el impulso irrefrenable que me acercaba a Virginia. Abrí la puerta y la vi. Estaba de espalda, sentada frente al piano, iluminada sólo por los reflejos de las luces de la calle, que hacían brillar el largo cabello rubio que le caía, en una graciosa ondulación, sobre los hombros blancos, casi transparentes. Al verlos, se adivinaba su delicada tersura. Vestía una larga túnica que cubría el resto de su cuerpo, apenas agitado por las vibraciones producidas por los dedos al golpear las teclas del piano. Hubo un acorde final y de nuevo, el silencio.

Aunque aún no se había vuelto, su figura sentada, esbelta y lánguida, casi incorpórea en medio de la penumbra en la que se hallaba sumida, era tal cual la imaginara a lo largo de mis caminatas y en mis ensoñaciones.

-Te busqué —la escuché decir en un susurro cadencioso y triste— Te extrañé tanto, tanto tiempo, a través de esos corredores tan fríos, tan largos, que de uno a otro, unen entre sí las noches del viaje, de mi solitario viaje, sin encontrarte nunca... —agregó sin volverse— El ya no podrá hacerme daño.

Entonces observé que a pocos pasos, en un amplio sofá, estaba una figura de hombre sentado, con la cabeza echada hacia atrás, y los ojos abiertos, fijos, expresaban un terror infinito. En la boca abierta se adivinaba ahogado, el grito final que no pudo emitir.

Yo temblaba. Apoyé una mano contra la pared, para no caerme y de nuevo castigó mi olfato el tufo de putrefacción que sintiera al entrar. Pude apartar con dificultad mi vista del rostro del hombre al darme cuenta que Virginia, tras cerrar suavemente el piano, apoyaba sus dedos finos sobre la tapa y se volvía hacia mí.

—Te he amado siempre, te he buscado siempre, desde aquel día en que me abandonaste y tuve que seguir con él, sola hasta que no pude más. Lo supo desde el principio sabía que te amaba, que su cercanía me resultaba insufrible.

Se acercó dos pasos extendiendo las manos, queriendo abrazarme y pude ver, al alumbrarle el rostro la luz opaca de la calle, que su piel blanca se apergaminaba adhiriéndose a los pómulos y de la cuenca vacía de sus ojos empezó a gotear sobre la pureza impoluta de su vestido, un líquido verde y viscoso del cual manaba aquel olor horrible que entonces comprendí, eran las mismas de la tumba.

Casi logró asirme con los dedos descarnados tendidos hacia mi cuerpo. Di un salto y abrí la puerta que daba a la gran sala oscura y, tropezando con los muebles cubiertos, que semejaban otros fantasmas, gritando de terror, alcancé la entrada sintiendo detrás de mí el deslizarse de pies descalzos y el gemido del sudario enredándose entre las piernas de ese esqueleto nauseabundo que se iba desintegrando en la eternidad de la noche. Me siguió hasta el otro lado de la puerta cancel, y escuché que en un susurro agónico repetía:

—Ya no nos molestará. Te amo, te amo.

Al día siguiente encontraron el cadáver del doctor. Llevaba muerto varios días, dijeron. Todo se hizo muy silenciosamente, pero esa noche, sin que se dieran cuenta, me acerqué a escuchar la conversación de mis padres que aclararon hasta cierto punto, el resto de la historia de Virginia.

—Al final, lo hizo —dijo mi padre—. Nunca pude saber lo que ocurrió en esa casa, cuando murió Virginia. Creímos en la mentira que el doctor hizo correr. Ahora parece que fue él el engañado y ella la abandonada. Se comentó un suicidio, pero tal vez la mató él. Supongo que no pudo reponerse de la amargura.

—Dios mío —exclamó mamá—. ¡Quién puede saber lo que ocurre dentro de las cuatro paredes de una casa...!

Me alejé de mi escondite y salí a la calle. La noche de Navidad es distinta a la de su víspera. Todo adquiere un aire silencioso y opaco. Pasé frente a la casa de Virginia sin emoción. Ni tristeza ni alegría. Me sentí liberado. Al fin de cuentas, me dije, yo nunca estuve enamorado de ella…



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REVISTA 1984 DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

Editorial EL LECTOR

Tapa: LUIS ALBERTO BOH

Asunción – Paraguay

Setiembre de 1984 (121 páginas)



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