SEGUNDO HORROR
Novela de AUGUSTO CASOLA
Copyright: Augusto Casola
Copyright: Editorial ARANDURÂ
Hecho el depósito que marca la ley 94
Asunción, 12 junio de 2001
DEDICATORIA
A Eduardo Javier, para cuando sepa leer,
estos ecos del pasado.
2.001
PRÓLOGO
Cuando el autor me encomendó que emitiese un juicio sobre esta obra, consideré el pedido como fácil de complacer. A medida que me adentraba en el contenido e iban surgiendo los enigmas, la cosa se complicaba, la dificultad era grande y por eso mismo, el desafío mayor.
Esperaba el resultado del análisis final en un breve tiempo y debo confesar que aún no lo he logrado.
Más que una historia, es casi un tratado para la reflexión. Campea en la novela la imaginación fértil en el manejo de los elementos simbólicos, el monólogo interior, el diálogo absurdo y una transposición de los tiempos que sólo se dan cuando los muertos resucitan convertidos en fantasmas, vuelven a corporizarse y así, hasta lo indefinido.
No importa tanto lo que se dice sino como se dice.
Vuela el pensamiento saturado de imaginación, por momentos algo casi delirante, muy contagiante por cierto, pero no lo suficiente como para hacer fácil su lectura.
La proyección del relato se centra en Asunción, pero por la dinámica del todo, podría ser ubicado en cualquier otra ciudad.
Se ha ido creando el relato a través de pensamientos aparentemente sin hilar, pero su hilo conductor siempre está en primer plano y en diversos tiempos hasta desembocar en un final algo nihilista y casi absurdo.
Digo casi absurdo porque el autor nos obliga a compartir con sus personajes una multiplicidad de vivencias, para de pronto, arrancarnos esos personajes como al pasar, sin pena ni gloria, substituyendo vivencias y haciéndolos viajar alrededor de una espiral centrífuga y centrípeta. Algo como fuerzas imaginarias que son atraídas y rechazadas por la propia energía acumulada y que por propia consecuencia deben ser disipadas.
Me pregunto muchas veces si el autor quiere engañar al lector o se engaña a sí mismo. Quien sabe si su idea inicial fue escribir una novela como pasatiempo, algo entretenido, usando los elementos diversos de la literatura en general, y muy bien dosificados, con personajes, algunos de la vida diaria, de su ciudad diaria, de sus calles y callejones diarios, de sus viviendas que no llegan a ser tales sino esbozos de protección. Así se habrá iniciado su trabajo, pero de repente, bajaron otros sueños, otras vivencias, otras alternativas y el autor se sumerge en esa casa desvencijada, casi una caricatura de casa que le obliga a meditar y reflexionar de cómo escapar de esa caparazón, rígida y pequeña que lo está envolviendo.
Allí comienza el filósofo interior a desarrollar toda una gama de elementos simbólicos y el vuelo imaginativo lo atrapa por momentos brutalmente y hace que vuelque al papel, los palillos chinos de la aventura.
En un lenguaje abierto y lineal, comienza a dar vida a espíritus para volverlos a destruir. Levanta de la nada algo, para que todo quede nuevamente como un desierto. Corrompe almas puras por el solo deseo de poder perdonarlas.
Todos los personajes deambulan, solo aparecen y desaparecen, todos quieren llegar a un final... y el autor les interrumpe el camino, construye murallas de silencio que a su vez son violadas por ecos de vidas que han sido, son y seguirán siendo figuras amorfas, difusas y hasta a veces, infernales.
El silencio, amante de la siesta... Al decir de Unamuno, “ estas son metáforas cálidas y muy tropicales”. Solo quien ha tenido vivencias en el trópico puede darle trascendencia a la siesta paraguaya. Un encuentro del autor con el reposo para la reflexión, pero donde el deseo de no estar solo lucha consigo mismo. Al establecer parámetros simétricos en esta metáfora, conduce el autor al lector a una confluencia de afinidades y goces malogrados. La siesta tropical es pesada, tanto como el silencio que la acompaña.
Hay ruidos que nos recuerdan que aún vivimos y son esos ruidos los que nos llenan de embeleso y recordación: sin darse cuenta, el autor comienza a envolverse en una manta metafórica y penetra en la habitación del pensamiento, donde hay tantos fantasmas que lo acosan sin mostrar ni siquiera una línea de su rostro.
La primera hormiga ha sido capturada y Rolo comenzó a preguntarse ¿para qué?
Visita el mundo de los muertos y corre hasta el mismo vidrio en que se halla encerrada, pero vive, vive sola. Hasta que se descubre a sí misma como un desecho más. ¿Sueña? Hay un decurso continuo en el cual el autor nos sumerge cada vez más, en forma clara pero sin definiciones, donde lo transitorio está unido a lo patético y todo el conjunto a la muerte. El delirio de las sombras es apasionante y cruel.
El inicio del concierto de los grillos nos inclina a pensar que el autor piensa en notas musicales y en continua danza de corcheas y semifusas elabora sus diálogos. Los dramas humanos son tratados de una forma diferente y la interrelación entre seres y notas musicales, establecen un diálogo polivalente y que se presta para cualquier interpretación.
El mundo de lo subjetivo adquiere nuevas dimensiones y con nuevas improntas nos va sumiendo en la espesa niebla de las frustraciones.
Procura arrancarnos de los sueños y materializar las vivencias. El hastío lo embarga cuando despierta recorriendo la ciudad. No es cama para sus sueños.
El autor hilvana diversas madejas que ha ido elaborando penosamente con un arte intuitivo profundo y un lenguaje armonioso y forma el tejido central alrededor de cuestiones, situaciones y cosas comunes de nuestra ciudad.
¿Hasta donde las imágenes vertidas en la novela no son su propia imagen? Sartre nos dice que para el hombre contemporáneo, los sueños y fantasías son “vivencias fortalecedo-ras”, y el autor las revitaliza de tal manera que en cada desplazamiento del tiempo y la forma, arranca el velo al espejo para que reproduzca nuestras imágenes, sin secuencias lógicas ni hechos ajenos a nuestro diario sentir.
Una vez más, e insisto sobre el problema, el autor nos brinda en esta novela, una multiplicidad de fórmulas y laberintos por donde transitamos en cuerpo y espíritu para hallar el camino de la justificación y perfeccionamiento de nuestra expresión literaria.
ANGEL PÉREZ PARDELLA
LA NOVELA
Cuándo Rolo comenzó a juntar hormigas y las fue encerrando en botellitas vacías para enterrarlas en el patio, ni él podría decirlo con exactitud. Tampoco sus padres, que jugaban a hacerse el amor esa siesta calurosa de enero en que el niño se acercó al dormitorio y golpeó a la puerta de la alcoba con los nudillos de su pequeña mano.
- Mamá - dijo la voz cantarina - mamá..., ¿dónde ha de haber botellitas para encerrar a mis hormigas?
- En la cocina - respondió Lelia con voz entrecortada, al verse en la obligación de interrumpir un suspiro - Después andate a jugar en el patio.
Volvió a acostarse junto a Arnaldo. Con el susto se había sentado en la cama, cubriéndose con la sábana hasta el cuello. Él, sin decir una palabra, continuaba con sus caricias, tiernas pero insistentes, hurgando entre los pliegues y ensenadas del cuerpo de su mujer.
- Me pone histérica este asunto de querer hacer el amor de siesta, cuando la criatura anda por ahí dando vueltas. No se puede luego estar tranquila... Y a vos que siempre se te antoja a esta hora...
- Pero si la puerta está llaveada... Dejale a Rolando tranquilo y date la vuelta hacia mi, que te quiero sentir mejor.
- Ahora capaz que venga a pedirme que le de su merienda o cualquier cosa...Lo que pasa es que no puede ver que estemos encerrados y con la puerta trancada. Ahí vos ya viste: quería botellitas para encerrar hormigas - se acomoda acercándose más a Arnaldo.
- No le vayas a hacer caso - suspira el hombre
- Pero si no estoy tranquila...
- Vení te voy a tranquilizar un poco
- Eso es lo único que pensás todo el día
- A vos también te gusta..., ¡eh!
- Pero a esta hora...
Era una siesta hirviente, como son siempre las de enero, alargadas hasta lo interminable por el reiterado contrapunto de las cigarras ocultas entre las hojas de los dos mangales añosos de un extremo el patio. Inician su canto con la repetición insegura y seca con que afinan sus gargantas, interrumpiéndose un momento para enseguida romper el denso sopor del silencio de la siesta, que al menor descuido vuelve a posesionarse de ella para estallar en el monocorde fluir de su canto, parecido al eco de algún clamor antiguo nunca satisfecho.
Se suma a ello el coral discontinuo de los gorriones y del pitogüé que, desde una semana atrás, se posesionó de la cumbrera de la casa llenándola de su trémolo a tres tonos, dos altos y uno a octava más baja.
Los días de mucho calor comienzan con los primeros rayos de sol, siguen durante la siesta, como esa que respira entre bufidos de viento norte y hojas secas, danzando en remolinos que conforman la desordenada mezcla de granos de arena y ramas secas, creando un ballet cuya coreografía está diseñada por los caprichos del áspero ventarrón, terminando por derrumbarse a unos metros de su origen, para volver a repetir los pequeños torbellinos que no alteran en nada el reposo de la siesta, silenciosa de una manera especial en el verano, cuando todos sus sonidos se amalgaman en el lacerante respirar del viento norte.
Algo alejada, en un rincón del patio, a la sombra de la santarrita de flores color granate, la abuela, inmóvil en la silla de madera donde la sentaron una vez, conversa con las hormigas que se nutren de su linfa (es la savia que corre por sus venas desde varios años atrás, cuando Eduardo decidió dejarla fuera de la casa).
Habla sin sosiego y de todo. De su hija Anita, que murió hace tiempo y a veces confunde con Rolo; de su padre, a quien llama en incesante letanía hasta saturar el aire con el monótono sonsonete de su voz gastada y sin matices:
- Papá...,papá....., papá, papapapapapapapapá...
Una hormiga trepa haciendo equilibrio entre las varices que resaltan sobre la pierna arremangada de la anciana.
- ... pá......, pá............., papá...papapá...
Cuando Rolo enterró a la primera de sus víctimas, hacía ya tiempo que la abuela repetía las mismas cosas sin sentido y era devorada de a poco por las hormigas. Del lado izquierdo de sus pies solo quedan los huesos y algunos cartílagos. A veces los mueve marcando el ritmo de sus palabras. Ese pie ya lo comieron las hormigas.
Al principio se me antojó el estrépito de algún derrumbe gigantesco, como si alguna montaña inmensa se hubiera alzado por los aires hasta las nubes y desde allí se desplomase haciendo temblar todo cuanto había a mi alrededor.
Dentro y fuera de mi cuerpo se sucedieron mil explosiones sin que yo pudiera hacer nada el al respecto, sin siquiera conocer el origen de esa barahúnda, e incapaz de hallar algún refugio, pues ya ni me sentía y de súbito, me rodea el silencio más absoluto que he conocido.
Todo queda inmóvil, como si no existiera nada o no hubiera existido jamás, excepto yo, que no acabo de recuperarme de mi asombro que se transforma en espanto al sentir que me serpentean, no se si bajo la piel o en las entrañas, millones de criaturas, como culebras frías que se van apoderando de mi sensibilidad, para terminar por dejarme en lo que soy ahora, este no se qué, que ni siente ni existe y se va degradando en una inacabable repetición de recuerdos sin imágenes, de alucinaciones sin forma, de horrores sin miedo, de escalofríos sin temblores, atado al presentimiento de que no sucederá nada ni habrá cambios en esta situación que no es situación, dentro de este tiempo que no es tiempo sino un estar esperando que los tejidos se desintegren de a poco y la humedad de la tierra acabe con la dura corteza de la caja que me contiene para por fin atravesarla y permitir que de mi vientre surjan raíces y alimente la savia de las plantas al desintegrarme (o ¿debería decir integrarme?) como mis vecinos, a los que intuyo en interminables ensueños.
Lo más molesto es la conciencia de los nuevos leucocitos recorriendo mi cuerpo sin detenerse nunca y sin poder uno darse cuenta donde están.
Sigo percibiendo las cosas, aunque sea por medio de una extraña simbiosis sin sensaciones, sin emociones, en esta forma de catalepsia que presiente sin conciencia, sabe sin conocimiento y perdura sin tiempo.
He vuelto a captar la agitación insensata del vecino acomodándose entre los intersticios de lo que va sobrando de él. Cada vez percibo con mayor claridad su desasosiego, en especial cuando la humedad vuelve a la tierra pastosa y me envuelve esa exudación que en otras circunstancias sería insoportable.
A veces me convenzo que los ruidos causados por mis vecinos no pasan de ser granos de arena buscando acomodarse o el esfuerzo de alguna raíz nueva por nacer que se abre paso bajo la presión del fango y de las otras plantas de la superficie o - y esto creo más probable - tropeles de hormigas afanosas como siempre están ellas, mientras yo urdo vanamente en la oscuridad
Rolo se alejó con pasos breves hasta detenerse frente al armario de los cachivaches. Lo abre y empieza a mover algunas cacerolas, pailas y platos rajados que se interponen entre él y las botellas vacías del fondo de la alacena, las que en otros días guardaban los remedios de la abuela y conservan todavía el olor espeso de su antiguo contenido.
Una de ellas le pareció adecuada a propósito. Volvió a su lugar los demás utensilios, cerró el armario y se encaminó hacia el patio, donde flotaba el aroma caliente de la hora.
Al principio quedó desconcertada. Iban por tres las veces que el temporal la hacía volver sobre sus pasos cuando de pronto se sintió izada por dos tentáculos blandos que apenas le permitían respirar.
La tierra se apartó en una especie de vértigo y al apoyar de nuevo los pies lo hizo en un espacio transparente, limitado, donde permanecería hasta morir, aunque aún no lo supiera.
Junto al bosquecillo de violetas, Rolo cavó un pequeño agujero para enterrar la celda. Observa distraído al insecto que dentro de la botella va y viene sin dar paz a sus antenas que vibran sin cesar Está desorientada, trepa hasta la tapa, camina en círculos rápidos para hacerse luego cautelosa. Se detiene, levanta las patas delanteras, las restriega entre sí y vuelve a iniciar la marcha, presa de angustia ante esa repentina soledad.
Luego de satisfacer su curiosidad, el niño entierra el recipiente en la fosa.
- Esta no se va a escapar - piensa - ya tengo mi primera detenida y puedo hacer con ella lo que quiera. Es mi primera hormiga presa - apisonó el sitio y puso encima un vaso roto, boca abajo, para identificar con facilidad la cárcel.
Tras el aguacero de media noche acompañado de granizos y relámpagos espeluznan-tes, la mañana despertó flotando dentro de un sopor insufrible.
Sentada en el patio, la abuela sorbe las últimas gotas de agua que bajan desde sus cabellos y resbalan por su frente y las mejillas.
Alrededor de sus pies descarnados (porque las hormigas terminaron con el izquierdo la tarde anterior), crecen hongos blancos.
Los pies, ajenos a su propia desnudez avanzan y retroceden ahondando en el suelo húmedo dos pequeñas cuencas en forma de media luna. Por momentos, la abuela queda inmóvil y escucha, con los ojos clavados en la caverna oscura y silenciosa que solo ella puede contemplar. Es cuando la elipse de su universo resbala sobre las baldosas del pasado mostrando las imágenes deformadas y latentes del recodo de esa absurda galería compuesta de mosaicos informes.
Entonces ríe o llora sin que los demás comprendan su cambiante realidad. Ella vive en medio de espectros que la visitan cada tanto durante sus lánguidas horas de permanecer en el patio, casi ahogada a veces en la masa de hormigas hambrientas, los hongos blancos o los verdines de la enredadera, que trepando por las patas de la silla ya llegaron al respaldo y extienden hacia ella unos tentáculos tímidos, jóvenes e indecisos que se acercan cada vez más a los hombros de la abuela, cuyos huesos se adivinan bajo la tela blanca con motitas de color azul marino de su vestido de mangas anchas, ribeteadas con encajes antiguos y desteñidos.
Viéndola así, resultaría difícil explicar a un extraño, ajeno a su realidad y la de la casa, qué hace una anciana sentada en el patio bajo la santarrita, soportando el calor, el frío y el viento, a la vez que es devorada por las hormigas.
Las arrugas concretaron el rostro definitivo de la abuela en pliegues de piel que descienden hasta la comisura de sus labios. La boca, con solo dos dientes ennegrecidos, conserva el lenguaje de sus pensamientos inconexos, sin intención de explicar la vida que escapa entre las mandíbulas de las hormigas, la santarrita que sube por las patas de la silla y los hongos blancos.
Al morir el tío Eduardo, la abuela ya llevaba varios años a la intemperie y nadie se preocupó de algo tan común como esa estadía, cuando ni siquiera estornudó durante la epidemia de gripe que tumbó en cama a los demás habitantes de la casa y fue necesario que se turnaran para preparar la horchata curativa hecha con semillas de lino, cebada y anda-í, hervida y bebida lo más caliente posible para convertir al cuerpo en una pequeña masa de sudor que se derretía bajo las frazadas colocadas una encima de la otra para aumentar la transpiración.
La alimentan y le cambian las ropas con regularidad, aunque de la piel de la anciana fluye constante un aroma que recuerda el de los jazmines en el ocaso.
Más tarde comenzó Rolo la persecución despiadada que desembocó en prisiones atiborradas, muertos, heridos y desaparecidos, lo que dio paso al terror.
Subterráneos inundados, cavernas destrozadas, generaciones deshechas en un solo instante por el fuego. Era el imperio del miedo y éste regía los actos más sencillos de los habitantes del patio.
El tío Eduardo no llegó a ser rico. Creía que su trabajo honesto era suficiente y la rectitud el sine qua non del hombre, como solía decir a veces, y la casa, agrietada en las arrugas de las paredes desconchadas, la enredadera del patio y los enormes y añosos árboles de mango, eran el sello indiscutible de su honorabilidad.
- Porque le dije que si no se va le van a meter preso por descarado. Si, ya se. Cada uno es como es, pero eso no le da derecho pues a ser un sinvergüenza. Estamos igual que antes, así que mejor se van antes de que llegue papá - se interrumpe para masticar un trozo de la tela de su ropa - y pensar que no tenían ni donde caerse muerto. Claro, después se metió con los otros y le empezaron a tirar sus restos. Después no vino más por casa y se hizo la chuchi con sus nuevos amigos y nos dejó de lado porque no éramos de la cremé..., la cremé de la cociné, je je je...papá...,papá...- queda mirando a uno y otro lado del patio, que a esa hora de la siesta, es silencioso y vacío.
Por la tarde, Lelia prepara la merienda que da a la anciana en cucharaditas de galleta derretida dentro de un tazón de aluminio.
- Abuela, dejate de hablar y comé esto
- ¡Bueno!
- Je je je je.... Ayer estuviste temprano cuando yo me levanté para tomar mate, pero tenía tantas cosas que hacer, je je je... Si no está la comida, no importa, me da lo mismo porque papá estuvo y me vio.... ¿papá?...papá.... ¡Eh! Me parece que... pero si le vi hace un ratito nomás. Papá...¿dónde te fuiste?, je je je je je, je... La risa que me da cuando pienso en la cara que van a poner cuando vean que vos venís entrando..., je je jejeje..., pero no te vayas todavía papá..., papá...¿papá?..., esperá un poco. ¡A la pucha! Y bueno..., je je je je ...
La siesta es un transitar casi místico en que la realidad se funde en el crisol de un ritual secreto, lleno de mensajes y símbolos oscuros para quien los observa sin haber sido iniciado en sus misterios. Es una vestal voluptuosa y esquiva, de vida breve, anhelosa, toda ella sentidos, plenitud, lujuria, como una mujer dispuesta a la entrega pero dominada por la timidez de su inocencia repetida cada día del verano, en las cortas horas de su resurrección, de su inquietud, de su éxtasis.
Y es hacia las dos de la tarde - la hora de la cita - cuando llega su amante, el silencio, tenso y desnudo como ella, tembloroso, gemebundo, incapaz de aguardar un instante más el encuentro de sus cuerpos abrasados por la pasión y agotados por la espera.
Se entrelazan en la dulce plenitud de los sentidos hasta extinguir su orgasmo de ansiedades en la dispersa semilla que vibra en el sopor del patio, en medio de los remolinos de ramitas y hojas secas arrastradas al azar sobre el ardiente lecho de su amor.
Arnaldo se levantó, todavía en calzoncillos, salió de la pieza corriendo hacia el baño, volvió a sentarse en la cama para colocarse los pantalones. La camisa se le cayó dos veces en el intento de vestirla.
- ¿Qué hora son? - le preguntó a Lelia
- Casi las tres
- Seguro que voy a perder el ómnibus - dijo en voz alta, saliendo hacia la calle, a la disparada. De una ojeada vio a Rolo que estaba en el patio, junto a la abuela. Sonrió y volvió a apurar el paso.
El ruido de los aviones llenó de repente la placidez de la noche que reventaba en estrellas señoreadas por una luna llena perfecta, redonda y brillante, que daba a las calles poco iluminadas de la ciudad cierto aspecto fantasmal.
Como el calor había arreciado todo el día, podía verse al atardecer sentados en el borde de las veredas o en la misma acera, largas hileras de vecinos que sacaron los sillones de mimbre o de loneta para disfrutar del vientecillo nocturno y de la animada conversación acerca de los últimos acontecimientos que arrojó a la revolución de Ilaudino Gavilán hacia un callejón sin salida.
Los enfrentamientos se habían reducido a disparos esporádicos que resonaban a lo lejos, siempre hacia la Casa de Gobierno, el puerto y la policía, lo que conseguía agujerear las columnas de los alrededores, haciéndolas lucir como picadas de viruela toda la ciudad.
En ocasiones, la tos seca y áspera de los fusiles se era secundada por el más amenazador tableteo de las ametralladoras en poder de las fuerzas leales al presidente. Estos eran hombres implacables y fieles, extraídos de la miseria y el hambre para ser conducidos a servirlo en la tortura y el crimen, y las calles transmutaron de su antigua condición melancólica de refugio de soñadores románticos y serenatas a horrorosos pasadizos de espanto, galerías transitadas por la muerte.
La gente que estaba sentada en las veredas escuchó el rugido de los motores sobre sus cabezas. Se dirigían hacia la bahía. No pudieron ver los aparatos a pesar de la claridad de la noche. Cayó un sopor pesado sobre las conversaciones y todos quedaron pendientes de que ocurriera algo. Un desenlace.
Y de pronto, ocurrió. Sonaron como truenos retumbando a lo lejos y vieron levantarse algunas lenguas de fuego que rápidamente tiñeron las sombras del cielo de un color rojo pálido, al tiempo que el tableteo de las ametralladoras se intensificó y la tos seca de los fusiles volvió a apoderarse de la noche tras un intervalo de silencio.
Las opiniones como siempre, fueron encontradas cuando al día siguiente los vecinos intercambiaron comentarios basados en los chismes que traían las sirvientas y las señoras al volver del mercado, pero mucho tiempo después, al armarse el rompecabezas y considerando los relatos de testigos y las anécdotas de los viejos combatientes de la revolución, pareciera que la orden del bombardeo vino no se sabe de donde, pero los tres pilotos que estaban jugando una partida de damas, fueron obligados a abordar los tres únicos aviones disponibles.
Después de ajustarse sus trajes y como la orden era bombardeo en la oscuridad, subieron a las aeronaves, con una bomba en cada una pues solo habían tres. Agregaron algunas piedras grandes que también tenían preparadas, y las dejaron caer sobre los blancos, que eran los techos de la policía y la Casa de Gobierno.
El ruido, a medida que se acercaban los aviones se hacía atronador e impresionante y los aterrorizados guardaespaldas y policías, muchos de los cuales nunca habían visto un aeroplanos en su vida, se dejaron dominar por el pánico, en especial cuando cayeron las tres bombas de las cuales explotaron dos, levantando grandes llamaradas al destruir por completo un camioncito cargado con tambores de nafta.
Luego vinieron las piedras, como bíblicos granizos gigantescos con lo que acabaron sin techado al menos ocho de las casas del bajo y los alrededores, sin que ninguno de los proyectiles diera en los objetivos fijados.
Sin embargo, el susto fue tan grande que los prisioneros pudieron abrir un boquete en la pared y escaparon hacia la calle donde reinaba el desorden total con hombres que corrían de un lado a otro, gritando órdenes contradictorias.
Una casa va sorbiendo cada día algo de la personalidad de sus ocupantes quienes en el transcurso de sus vidas la ceden a medida que ellos se desgastan o tal vez desgastándose a causa de esta lenta transposición, para ir proveyendo el alma del que carecen las casas nuevas.
Su verdadera existencia comienza cuando el propietario toma contacto con el olor de las paredes que todavía resuman ese olor empalagoso a cal y barniz de puertas recién pintadas.
Una casa nueva es una belleza fría e impersonal, un rostro impecable y hermoso, una belleza sin corazón. Es la combinación inteligente de ladrillos, argamasa, sudor, ruido de serruchos, martillazos y agitación de cucharas que buscan dejarla habitable.
Aunque parezca una digresión, creo que de no haber existido la casa no existiría esta historia y ello me obliga a presentarla desde su inicio, en cuerpo y alma, con todos los elementos que la conforman, sumándola a los demás personajes y su particular destino.
En su arquitectura, la casa no difería demasiado de otras construcciones de la esos años y eran del gusto de la rancia estirpe de familias adineradas de la ciudad. Sobre la vereda y como a continuación de ella, presentaba un frontispicio limitado por cuatro pilares cilíndricos de ladrillo, de unos tres metros y medio de altura, que apoyaban en sendos plintos prismáticos algo más anchos que las columnas, las cuales remataban en capiteles con reminiscencias dóricas, traducidas, por decirlo de alguna manera, a su forma final de acuerdo al grado de pericia del maestro albañil encargado de la obra.
Entre la hilera de columnas y el frontis, de altas puertas talladas y ventanas enrejadas con gruesos barrotes de hierro fundido, corría la vereda, hecha de ladrillos.
En su momento, los ventanales fueron testigos de suspiros de amor y de serenatas que de pronto desgarraban el aire fresco de la medianoche con los dulces acordes de arpas y guitarras, contratadas por los enamorados para homenajear a otras tantas Dulcineas y tenían por corolario, algunas veces, la feliz culminación del largo asedio a la ciudadela de venturas y alegrías soñadas, otras, el lamentable chasco, si el proponente no era el esperado por la pretendida o cuando intervenía el padre de la princesa, encerrada en el castillo de las rejas altas o, por fin, cuando el doliente no tuvo la necesaria precaución de solicitar con tiempo el permiso exigido por la comisaría del barrio y acababa viéndose encerrado hasta el día siguiente en una celda rodeado de instrumentos musicales y bohemios de atronadores ronquidos, que eructaban el alcohol de la pasada francachela.
El primer propietario, el que encargó la construcción de la casa, fue un acaudalado comerciante, casado y con dos hijas bastante bonitas y simpáticas que, en su juventud, atrajeron la atención de varios jóvenes pretendientes y terminaron casándose, una de ellas, con un argentino que la llevó consigo a su país y la otra, con un hombre ya maduro, acomodado comerciante del interior que también se la llevó consigo.
Cuando años después falleció el padre, la viuda prefirió vender la propiedad con casi todo su contenido de muebles y cuadros de los antepasados de su marido, con los cuales, se decía, nunca hubo demasiada afinidad, sino al contrario, un marcado y ubicuo antagonismo, por lo que la viuda consideró mejor dejarlos atrás, encerrados entre las paredes amarillas y las cortinas grises de la mansión y entraron desde entonces a formar parte del patrimonio de la casa.
Ella fue a vivir con la hija que había fijado residencia en el interior de la República.
Juntó cuanto pudo de dinero efectivo, tomó el tren y fue a vivir con la hija que había fijado residencia en el interior de la República. Llegó a Encarnación, donde terminó sus días como otra abuela más, beata y dicharachera hasta la exasperación, enterada de santo y milagros de cada uno de los habitantes de la comarca.
De la otra hija ya no se supo más nada, y las cartas, que de frecuentes y extensas se hicieron espaciadas y breves mientras el matrimonio de los padres vivió en Asunción, desaparecieron por completo con la muerte del padre y el traslado de la madre al interior, no se sabe si extraviadas en el trayecto o simplemente no escritas por desidia o a causa de esa irrealidad que cobran las cosas y las personas a la distancia.
Es válido suponer que la historia de la casa comienza cuando llegaron a ella de los segundos propietarios y su familia, no porque sus primeros habitantes carecieran de vida o de entusiasmo que trasmitir a las paredes sino, y esto es lo fundamental, nunca la consideraron un hogar, tal vez porque tanto el marido como la esposa provenían de lo que ellos aisladamente identificaban como su casa, donde habían nacido y atravesado todo el trayecto de la infancia, los pantanosos dédalos de la adolescencia, los inconstantes senderos de la primera juventud hasta que se casaron, yendo a vivir a otra casa que tenía una de las familias.
Fue allí donde nacieron las hijas y desde allí el padre, ya maduro, decidió iniciar la construcción de la casa - la mansión, como les gustaba decir - a la que se trasladaron cuando ya gran parte de sus vidas era solo recuerdo.
En cambio el grupo familiar que arremetió contra la casa (y arremetió es la palabra acertada), era de las que dejan rasgos indelebles en cualquier mansión, por fría y aristocrática que ésta sea.
Tenían cinco hijos. Dos varones de trece y ocho años y tres niñas de diez, siete y cuatro años. El marido, hombre esmirriado de voz aflautada y mirada escurridiza era del todo diferente a su mujer, ancha, de voz retumbante y risa fácil y contagiosa, que de la noche a la mañana se transformó en la estrella del barrio. Y sus cinco hijos, cuyas personalidades es más fácil describir en forma pictórica (comprendiendo la gama de colores que va del amarillo diluido, medio anaranjado de las tardes en que el sol asoma tímido tras una lluvia y el rojo púrpura de la pasión desbocada), entraron de golpe a darle a la casa, la vida en torrentes que hasta entonces le había sido esquiva.
Se volvió el centro de chismes y escarceos, lugar de reunión obligado de las comadres, las sirvientas y los niños, que corrían sin descanso de un lado a otro del patio que, por esa época, tenía ya los dos árboles de mango bien crecidos y eran generosos con sus frutas que cubrían el patio entre noviembre y diciembre y la santarrita que, joven y ruborosa, iba trepando lentamente por la trama de madera y alambre que al fondo del patio mandó construir don Fermín, el marido de la mujerona.
Al despedirnos, Elvira se abrazó a mi. Sentí su cuerpo convulso por el llanto, resistiéndose a que le alzara el mentón para mirarnos a los ojos y evitar que acercara mis labios a sus mejillas humedecidas por las lágrimas. Solo se permitía agitarse entre mis brazos en un remedo grotesco del temblor en que tantas veces nos consumimos, buscando una proximidad mayor entre nuestros cuerpos, envueltos en los gemidos que ahora se repetían ya no por el desahogo de la pasión sino como epílogo de una situación que sucumbía en forma violenta y despiadada, como ocurre siempre al producirse la separación entre un hombre y una mujer que se amaron y atravesaron juntos una etapa de sus vidas.
El amor es una tenue telaraña en la cual quedan prisioneros los amantes, sea a causa de una sonrisa inesperada, un roce furtivo de las manos, los ojos interceptando una mirada. Cualquier cosa puede originar el torbellino que los descubre desnudos y palpitantes en la penumbra de una habitación, donde despiertan y vuelven a mirarse y repiten las dos breves palabras que es el principio y el fin de toda historia, de todo argumento, de todo arte.
¿ No es el amor, acaso,
Una insensata carrera compartida?
¿No es la soledad de dos
Hacerse una?
¿El canto de la noche?
¿Un sueño?
¿ No es el amor, acaso,
Compartir el dolor
Hasta el extremo
Y descubrir una vez más
El lenguaje de los celos y su furia?
¿No van tomados de la mano
El amor y el dolor
Por un camino incierto y tormentoso
Envuelto en engañosa primavera?
¿No es el amor, acaso,
El trasuntar la vida transcurrida
Hecha presente
Al descorrer el velo del Misterio
Tan hondo, tan profundo, tan secreto
Como el agua profunda del océano?
¿No es eso el amor?
¿ No es eso?
Por eso, cuando la encontré a Elvira caminando por Pte. Franco, me pareció una caricatura aunque enseguida me arrepentí por haberlo pensado. Está vieja, gorda y fea..., claro que eso era de esperar, después de tantos años - ella me habrá encontrado también distinto, supongo, porque me miró algo asombrada, como si estuviera buscando en la memoria, con una expresión de ¿quién era éste?, porque claro, no soy el de treinta años.
Nos saludamos como grandes amigos, entramos al Munich, nos sentamos bajo los árboles del jardín y pedimos un aluminio cada uno y algo de carne fría y milanesa, para picar.
- Vivo en Buenos Aires - dijo - con mi hija y dos nietos. Me agarró algo de nostalgia, como a veces le ocurre a uno, verdad,,,, Vine a ver como andaba Asunción.
- Yo sigo por aquí - le dije - ahora vivo con una sobrina, su marido y su hijo... Hace falta un poco de compañía, ¿no te parece?
¡Te voy a decir yo...!
A los postres quedamos mudos, casi sin mirarnos. Estábamos solos y abandonados en el túnel de un tiempo acabado. Después nos despedimos con sonrisas, prometiendo volver a vernos. De pura fórmula. Ni a ella ni a mi nos interesaba un reencuentro y hasta hubiera sido mejor conservar nuestras viejas imágenes del recuerdo. Resulta demasiado duro tropezar, de golpe, por la calle, con los restos del naufragio de nuestra propia vida.
Petronila llegó envuelta en ese olor acre propio de las campesinas, como si el humo producido por el fuego de las ramas secas se les adhiriera a la piel. Ese día Lelia confirmó su segundo embarazo. Se abrazó a Arnaldo y le dijo:
- Estoy encinta - y quedó mirando el rostro de su marido.
Él clavó la vista en el humo del cigarrillo que se consumía entre sus dedos.
- ¡A la pinta! - dijo Arnaldo - ¡Qué bárbaro!
Los grillos volvieron a iniciar el coral interrumpido. Lelia se sentía feliz.
- Y bueno..., qué le vamos a hacer, Lelia... Yo quería esperar más a ver si nos comprábamos el combinado ese que tanto querés..., pero si ya está - tras cada palabra, hilillos de humo. Los grillos enmudecen del todo.
- Ayer hizo diez días que no me baja - susurró Lelia - por eso que estoy segura que me embaracé.
- Vas a tener que irte al médico.
- Si, pero todavía no hace falta. Recién desde el otro mes..., total, tenemos tiempo y no me siento mal.
- Ahora, pero ¿te acordás de tu embarazo de Rolito? Mejor que te vayas lo antes posible sique...
- ¡Soy más loca también yo!... Que no tenemos plata y tu sueldo apenas alcanza...
- Si sale el negocio que estoy viendo, con unos amigos, te vas a ir al mejor sanatorio de la ciudad...
¡Ah! - exclamó Lelia escéptica, mostrando el blanco de sus ojos - ¡Ya se yo tus negocios...!
- Sabés que parece que esta vez es diferente - quedó callado - No seas argel, haceme el favor, ¿querés? Le enyetás a uno...
- Yo no soy argel..., y no creo en la yeta, m` hijo...
- Por lo menos, no pagamos alquiler...
- Gracias a mi tío Eduardo, ¡eh!, porque lo que es tu gente, m` hijo... A mi me parece que te casaste conmigo solo porque se manifestó Rolito...
- No - respondió Arnaldo - Porque te quería...
- ¿Y ahora?
- Te quiero más...
El cigarrillo quedó olvidado en el cenicero y los grillos, obedeciendo una batuta invisible, atacaron con energía la misma escala armónica, en un glorioso crescendo, en el preciso momento en que Arnaldo arrojaba lejos de sí la sábana bordada con florcitas rosadas, uno de los regalos de boda que aún conservaban, regalo del tío Eduardo.
Los grillos, con ecos lánguidos en el patio, inician el Da Capo del coral
En invierno a la abuela le gusta matear y Petronila, la criada de la familia, por lástima o por hábito, le lleva la ardiente infusión que la vieja chupa de la bombilla de plata, que con el medallón de oro que lleva al cuello y donde todavía se conserva el retrato de Eduardo, es uno de los pocos objetos valiosos de la casa.
Y pese a la opinión de los demás habitantes, sus días no son vacíos. Al contrario, los vive en la intensa búsqueda que escarba dentro de las salamancas de su memoria, en especial hacia la hora de la siesta, cuando la hora ofrece la calma necesaria para deslizarse hacia otro nivel de realidad.
Me gusta recorrer las calles espesas de la ciudad, las periféricas al centro, aquellas misteriosas y llenas de secretos antiguos, de aromas ocultos, de voces y emociones que llenan mi tiempo ocioso de vagar sin destino, por el solo placer de sentirlas.
Los callejones inesperados surgen de improviso como una caverna abierta al costado del destello vanidoso del progreso y el oropel de las calles comerciales.
Son las calles densas, con vibraciones antiguas que resuman su historia por los poros de las paredes añosas, descascaradas, vencidas por la persistencia del inconcluso tránsito de los días que las acaricia, las marca y las circunscribe a esa personalidad marginal, de callejón, que les es característica.
Posición de la blancas: R1D; D4AR; A6AD
Posición de las negras: R6DR; P7AD.
- ¡Jaque!
Enlace recomendado: SEGUNDO HORROR
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel De Cervantes, 2002
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial Arandurã, 2001.
EPÍLOGO
La abuela Irene dejó sobre la silla, donde había estado leyendo bajo la santarrita, la última novela de Rolando. Se apoyó en el bastón que esperaba recostado contra la mata de la planta que lucía brillante y florida después del aguacero de verano que cayó en la madrugada haciéndola resplandecer en centenares de flores brillantes.
- Habrá se visto,,, ¡hay que tener tupé! - exclamó sin dirigirse a nadie, mientras el sol que atravesaba la red de ramas y flores y resplandecían cada vez que se reflejaba en la blanca cabellera de la anciana - Eso de tomarme de modelo para una novela y dejarme sentada en el patio haciendo que me coman las hormigas, ya me parece demasiado. Es una falta de respeto... ¡caramba!
- Doña Irene - llamó Petronila - Tenés que prepararte porque dentro de un rato ya ha de venir la gente.
- Ya se - respondió la abuela, sin dejar de rezongar - pero si Rolando cree que le voy a permitir vender la casa porque me hizo un personaje inmóvil y estúpido en este su cuentito, ¡ Ahí si que está muy equivocado!.
- ¿Qué decís, ña Irene? - preguntó Petronila desde el corredor - no te escucho...
- Y como vas a escuchar si cada día estás más vieja y más sorda vos también - musitó la anciana - Te digo que ya me voy.... ¿ Preparaste todo?
- Claro abuela - respondió Petronila con orgullo - Si para festejar tu cumpleaños que es esta fiesta ...
- ¡Ja...! - exclamó la vieja - ¡A quién se le ocurrió que a mi me interesaba festejar mis 87 años...! En mis tiempos, por lo menos se le preguntaba a la gente si quería o no quería hacer algo... Lo que pasa es que ahora Rolando quiere vender la casa y se hace gua-ú el que se interesa por mi... Pero no es así... Basta leer la novela esa que me regaló para ver que lo único que le interesa es ganar plata... ¡Y el papelón que nos hace pasar a todos...! ¡No respeta nada!
- Pero parece sique a don Rolando le resulta bien su novela... Ayer leí nomás en el diario que ese crítico que es tan argel dice que é interesante...
- Los críticos nio dicen cualquier cosa.... Petronila, vení a ayudarme. La sirvienta se acercó ofreciendo el brazo.
- ¿ Vamos a comer strogonoff de pollo?
- Si, abuela
- Esa comida le gusta más a Rolando que a mi - gruñó la anciana.
- Bueno, abuela, pero el homenaje co es para vos...
- Hum....Bueno, de cualquier manera, Petronila, ya es hora de prepararnos. Son cerca de las 10, ¿verdad?
- Más, ña Irene..., cerca de las 11 sique ya es...
Las dos entran a la gran pieza que hace de comedor y sala al mismo tiempo. La mesa está puesta. Un auto estaciona en la vereda.
- Ahí ya está viniendo Rolo con su hijo..., ese mitaí cada día está más cabezudo.
- Si. Tiene cuatro años ya, me parece...
- Y bueno....
Detrás del Volvo de Rolando estacionó otro auto del cual bajaron Ana Inés con sus dos hijas y su marido. Se saludaron en la calle y todos juntos se encaminaron hacia la casa de la abuela.
Petronila fue hacia la puerta cancel para darles entrada y la abuela Irene se dirigió a la cocina, todo lo a prisa que podía, para controlar los últimos detalles, como solía decir.
El primero en entrar fue Rolito, que con la espada de plástico en la mano y dando gritos extraños se dirigió al patio, no sin antes dar un esquivo beso en la mejilla de la abuela Irene que tuvo suerte en no caer al piso cuando lo atrapó en su alocada carrera.
- Hola, abuela - exclamó distraído y se zafó de las manos de la vieja - ¡He Man...! - exclamó y se abalanzó contra el espacio vacío del patio.
- Ana Inés y sus niñas - exclamó sonriendo Rolando - Ya quisiera yo tener dos niñas tan bonitas...
- Lo único que te digo, Rolo - dijo la abuela - es que no me gustó nada la historia de tu novela y mucho menos que vendas la casa.... ¡A eso quería llegar!
- ¡Abuela! - exclamó Rolando - no seas una crítica tan terrible para mi pobre novela...
- Ni qué novela ni nada... - respondió la anciana, viniendo desde la cocina con sus pasos bamboleantes ayudados por el bastón - Ja... Toda mi vida la pasé en esta casa y ahora la quieren tirar como si fuera... como si fuera...
- Un trapo viejo - terció Jorge.
- Eso..., eso mismo
- Pero abuela.. - dijo María Inés - Si vos no querés no se va a vender nada...
- Desde luego, querida..., desde luego - respondió la vieja lanzándole de soslayo una mirada astuta - Ya lo creo que no...
- Rolito pasó corriendo como una exhalación gritando:
- ¡Este es el poder de Greyscol!
- Ni el poder de Greyscol me va hacer firmar nada que no quiera - acotó Irene - Después de tanto tiempo y después de todo lo que pasó... Ah, ¡no señor!
- ¿No queré un whiky, don Rolando - preguntó Petronila servicial.
- Si, gracias - respondió Rolando encendiendo un cigarrillo. Después de echar unas cuantas volutas al aire se acercó de nuevo a la abuela rodeándola con el brazo - Vamos..., vamos, abuela..., no me vas a decir que te enojás conmigo el día de tu cumpleaños...
- Hum...
Jorge se sirvió generosamente el whisky y luego habló sin dirigirse a nadie:
- No se si doña Irene tiene que enojarse contigo, Rolando... La novela es un éxito de librería... Todo el mundo quiere saber en qué termino la abuela..., el final es un poco deshilvanado..., me parece. Para no decir que no tiene ni pies ni cabeza - lanzó una carcajada de disculpa.
- A mi no me da risa , no señor - rezongó la abuela - Es una falta de respeto. ¡Eso, sí señor!
- Es una metáfora, caracoles - dijo Rolando - Al fin de cuentas, es solo una novela...
- Pero pusiste mi nombre y el de toda la familia....
- Pura literatura - exclamó Jorge, riendo.
- Ña Irene - gritó Petronila - Ya está listo me parece..., vení a mirar un poco...
La abuela se alejó todo lo rápido que le permitían sus piernas. Rolando hizo unos gestos imitándola.
- No vayas a creer que no te veo, ¡eh! - dijo la abuela sin volverse - Habrá se visto...
Todos sentados a la mesa, conversaban con animación y desorden. Reían. Hasta la abuela, después de una o dos copitas de vino, se sumó a la algarabía general.
Cuando cantaron “cumpleaños feliz”, todos estaban contentos y como siempre tuvieron que encender la vela de la torta tres veces para que Rolito y las niñas pudieran apagarlas.
La siesta fue adentrándose en la hora marcando sus límites bien definidos a través de las ventanas que arrojaban un triángulo de luz sobre las baldosas del piso.
Rolando fumaba sentado en el sillón de mimbre, leyendo el diario del domingo. Jorge, tendido en el sofá. Dormía dando breve ronquidos. Los niños jugaban en el patio y doña Irene y Petronila limpiaban los platos y cubiertos sucios. La vieja tarareaba el estribillo de siempre:
Para qué tantas flores
Si no son para mi
Esta niña de mi alma
Que me muero por ti...
Era de siesta y un leve viento norte comenzó a levantar polvareda en el patio. Hacía calor, pese a estar en agosto.
CONTRATAPA
Augusto Casola ( Asunción, 1944) : Fue ganador del 1er. Concurso de Novelas organizado en 1972 por el PEN CLUB DEL PARAGUAY (Poetas, ensayistas, Narradores) y la Cámara paraguaya del Libro con su novela “El Laberinto” (1972). A Esta obra siguieron el poemario “ 27 Silencios” (1975), una colección de cuentos que llamó “ La Catedral sumergida” (1984) y por último la novela “Tierra de nadie - ninguem” (2000).
La presente novela, “Segundo Horror” en su versión original, obtuvo mención de honor en el concurso organizado por la Embajada de España y el Banco Exterior en el año 1975 sin embargo, fue modificada varias veces, aunque sin cambiar la idea inicial, hasta la versión que se presenta en esta oportunidad.
El autor tiene varios trabajos premiados como “Todas las mujeres, Elvira “ (mención del concurso de Cuentos de la Cooperativa Universitaria, 1986), “La Princesa” (primer premio del concurso de Cuentos de la Cooperativa Universitaria, 1992), “El muerto” (primera mención del 4° Concurso del club Centenario, 1994).
Los trabajos de Casola aparecieron en las siguientes antologías: “ Narraciones hispanoamericanas de tradición oral” (INLE, España, 1972), “Cuentos” (Cooperativa Universitaria, 1986), “Poesía paraguaya de ayer y de hoy” de Teresa Méndez - Faith, “ Narrativa Paraguaya” de Guido Rodriguez Alcalá y María Elena Villagra (1992), “Narrativa paraguaya de ayer y de hoy” (1999) de Teresa Méndez Faith.
Augusto Casola es miembro del PEN Club del Paraguay desde 1973 y socio fundador de la Sociedad de Escritores del Paraguay.
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ENLACE INTERNO A DOCUMENTO RECOMENDADO:
T I E M P O. Poemas de AUGUSTO CASOLA
© Augusto Casola
Edición al cuidado del autor
Asunción, 14 de agosto de 2001
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