MEMORIA EN DESBANDADA
Poemario de VÍCTOR CASARTELLI
Arandurã Editorial
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Asunción – Paraguay
Abril 2011 (87 páginas)
NEGRO Y AGUA
En el remolino
que gira entre el muelle de Calera cué
y el promontorio de Itapytápunta,
se ahogó un mediodía el hijo de la carbonera. A ella,
tanto tiempo tiznada,
el luto ya sólo le ennegrecería el corazón.
El suceso despertó en nosotros el dormido temor
a ese tramo de rocas bajo el agua:
desafiantes,
solíamos zambullirnos muy cerca de ahí, rozando
el abrazo de la turbulenta corriente:
jugábamos a los peces en las tardes de verano.
Hallaron el cuerpo días después:
hinchado y lívido,
la saga de los ahogados
cerró con él un capítulo abominable:
las pirañas ya le habían cercenado la nariz, le vaciaron
la cuenca de un ojo
y despojaron de sus falanges a su mano derecha.
Desde ese momento, no volvimos a bañarnos
en el mismo río: buscamos solaz
en arroyitos mansos, en charcas insignificantes.
Movido por esa desgracia, yo persisto
en la costumbre de mirarme
en cuanto charco encuentro en el camino:
busco
que el agua me devuelva el reflejo de mi rostro vivo,
mi pestañeo de sobreviviente.
BOCADO MÍNIMO
A mitad de camino
entre la colina del barrio y el río,
la casa era un conjunto decrépito de tablas carcomidas.
Por su aspecto,
era absurdo suponer que la bienaventuranza
pudiera encontrarse allí.
Las dos hermanas viejas y famélicas que la habitaban
consumían sus días lidiando con su jauría
de perros: exacerbados por el hambre
y el acoso de las pulgas,
los canes solían disputarse a dentelladas
las piltrafas de las viandas paupérrimas
de sus dueñas.
Y si torpe ave de corral vecino caía
en ese predio alucinante,
un torbellino de plumas se agitaba allí
tras el relámpago del despedazamiento.
Aquel día llegué a esa casa al impulso de mi curiosidad
hacia esos seres hambrientos:
volvía yo de la ribera del río
y me detuve allí con la intención de compartir
el lote de pescados que traía.
Al verme llegar,
ambas mujeres se acercaron rápido al portón
para recibir la sarta de bagres. Los perros las siguieron
y se arremolinaron alrededor de ellas
con gemidos lastimeros: habían percibido
el intenso olor a pescado.
Ignoro el destino final de aquella dádiva casual
y de esos seres infortunados.
Pero a veces algún aullido me hace pensar en ellos
y en los restos siempre despreciados
del naufragio de la dicha.
CIERTA EPOPEYA
En el tramo entre Cambio Grande y La Tablada
la vía del ferrocarril exhibe hoy el ominoso rostro
del abandono. Condenados al ocio, los rieles
sufren el acoso implacable de la herrumbre
y se tienden, precariamente, sobre un tembladeral
de durmientes carcomidos entre la maleza.
Por allí mi madre alguna vez ha caminado.
Fue en un tiempo de ignominia:
flanqueada
por la encendida mirada de la soldadesca que pillaba
todavía
entre los rescoldos del incendio fratricida,
ella debió ir y venir diariamente por ese trecho:
ávidas bocas aguardaban su retorno
entre el terror encerrado en la casa.
Cuentan que en ese entonces en las calles reinaba
un silencio intimidante, que era tan delgado
el aire, tanto
que algún aislado disparo de fusil retumbaba
como un obús.
Ignorante de la frontera entre la temeridad y el coraje,
mi madre sólo oiría el resuello del pavor
de las reses, la certeza de la masacre diaria
en el matadero grande: allí recogería
los deshechos, el amasijo
de las menudencias descartadas, nuestra cotidiana
supervivencia.
(Conjeturo que no esperaste saber
que a don Víctor sus captores no le habían dado tiempo
para rogarte que lo suplieras en la epopeya, doña Carmen).
Y como la misericordia es elusiva,
a ese bagaje desmedido
años después sus hijos le sumamos
nuestros desaciertos.
EL CEIBO
Leguas después de cruzar el río Tebicuary,
el conductor detuvo la marcha del ómnibus
y me señaló un árbol solitario
al costado de la carretera: Aquí es Posta Ceibo, dijo.
Descendí y caminé hasta la sombra rala
que moteaba el suelo:
un anciano estaba sentado allí,
mirando los sucesos, como el de mi llegada.
A pesar del furor de la canícula y la tortura
de la prolongada sequía, el ceibo lucía verde follaje
y el rojo intenso de sus flores.
Pero el tronco mostraba
el deplorable descascarado al que le sometían
los viandantes: la fama
de las propiedades curativas de la corteza
podía más que el envoltorio de alambre de púas
que pretendía detener el pillaje. Y como si no fuera suficiente,
acaso esta piedad sólo le sumaba
padecimientos.
En un acto reflejo de mi curiosidad, desprendí
un trozo de la corteza y el viejo rompió
su silencio: No le inflija más daño, me reprochó. Sentí
el fuego de la vergüenza en mi rostro y todavía
logré oír: Es doloroso que a uno lo despellejen
vivo.
Entonces la memoria despertó: en esa tierra
de vastos campos de reses y maizales
cierta vez la sevicia se ensañó:
luego de los tormentos,
algunos pobladores fueron cuerpos NN
sin pellejo
sepultados en fosa común.
Demudado, miré al viejo como a un espectro.
EL CRISTAL CON QUE SE MIRA
A mi mujer le han regalado un ficus
al que previamente sometieron
a la práctica del denominado arte
del bonsái. La destreza
de alguien contra natura
vino envuelta en primoroso celofán.
Viéndolo así, tullido símil
de sí mismo, sólo imagino la tortuosa precisión
de la poda
y los alambres que ciñen sus raíces: la savia
constreñida
fuerza el hórrido aspecto de la raigambre inflamada,
el otro extremo de la hermosura turbadora
de un árbol pleno.
Y veo que, según los ojos que lo miran,
la emoción que despierta su apariencia
suele oscilar entre el deslumbramiento
y el espanto. Yo,
que descreo de las mutilaciones como recurso
para la belleza,
lo miro como a un engendro. Y es por eso
que la habitual cautela de mi mujer
no me induce a la piedad de la metáfora
o del eufemismo
para mi indulgencia con quienes libran al mundo,
entre frivolidades y falacias,
las señales del desatino.
¿QUE TREINTA AÑOS NO ES NADA?
Volver es sumergirse en el turbión
de la duda. Antes del regreso he cavilado
en ángeles y demonios; consulté con varias lunas nuevas
y con el viejo sol de los veranos.
Un viento gris ulula ahora en las calles que ya no me conocen
y descorro la cortina:
el pasado es un presente de duras vacilaciones,
un pájaro ciego qué se estrella en el cristal de la ventana.
Cómo me cuesta hoy reconocer un perfume de mujer
entre el abigarrado aroma de la estación del subterráneo,
cómo se me hace cuesta arriba
la vana búsqueda de las puertas
que ayer golpeábamos y se nos abrían, generosas,
a la misericordia:
los muertos que vine a buscar fueron sepultados por otros.
Suena un tango entre el fragor de las calles,
juega al entrevero feroz con la milonga
en el conventillo arriba, sobre las fondas decrépitas.
(No sé si oyes el sonido del bandoneón;
de nuevo a mis oídos llega en son de encantamiento,
colma los pabellones y se mece
suave, cadencioso,
sobre las trompas de Eustaquio).
Pero otro día, otro aire no hay.
La sudestada no deja de anegar los bajos del sur:
bajo las sucesivas oleadas de la escarcha,
late en las sienes el vino de la costa,
su áspero sabor perdido en la boca
del joven ahogado de melancolía en los callejones
de las villas inundadas.
Y súbitamente la transparencia,
un sol nuevo se eleva desde la Vuelta de Rocha:
los jinetes del Apocalipsis huyen,
se dispersan entre las vías en Liniers, entre las sinagogas
de Villa Crespo; desaparecen con el Pampero que sopla
en las dársenas del puerto,
se han borrado con los devastados pinares de Paso del Rey.
Los dilemas se funden en un crisol de claridad;
las tormentas del pecho se han apaciguado.
Buenos Aires, 2006
HUELLAS BAJO EL SOL
a Arturo Corcuera
Llegué aquí
empujado por los desapacibles vientos,
aquellos que llamamos causalidad si son propicios
y casualidad si causan estropicios en nosotros.
Sin temor a la apariencia de mi miedo
ni valor para buscar coraje,
hallé cuatro o cinco templos del siglo de las Luces;
otros tantos abandonados balcones de madera;
la momia en la huaca saqueada;
los vestigios del último virrey;
el Rimac arrastrando las vilezas de los actos humanos.
Todo ello encontré.
Mi afán por el ensueño vano
de avivar las voces de la palabra
sitiada en el reducto del silencio obstinado;
la bruma que asciende desde el mar
y en las noches la sal acumulada, desplomándose
desde el promontorio de los ojos;
las buganvillas sembradas por doquier para colorear
el gris del litoral y el desteñido iris de los ojos
del cóndor del taxidermista.
Subí hasta el mareo y la nieve a dos o tres abras en los Andes;
no pude descifrar los códigos atados
en los nudos de los quipus;
extravié las líneas de Nazca
en el agujero negro de mis alucinaciones;
las brujas de Cachiche me llevaron al desierto
en la tolvanera de arena que empuja la quemante exhalación
de la paraca.
Contemplé los viñedos de Lunahuaná y los manzanares;
he visto en Paramonga el ocioso adobe de la fortaleza;
escuché en el viento el tronar del huayco
y a su progenie de dolor y lágrimas
desde el alto sonido de los sikus,
y se me ha dado ver en Tarma la danza del huayno
y las flores como alfombra.
Todo, todo aún en el reverso
del inti que no expulsa
todavía
el deslumbramiento que encenderá la certidumbre:
el fuego de la mortalidad en el que todo arde.
Lima, 2007
AMANECER
En este lado del monte las luces de Caracas
titilan todavía, y al otro lado el arrullo del mar
sobre las playas sumisas.
En esta hora el Edén retorna brevemente,
todo está impregnado del silencio atávico
y de la lenta claridad desde el Este hacia donde giramos.
Imagino entonces que al otro lado del monte
los navíos de ayer,
con pesado cargamento, abandonan las riberas fragorosas
y hienden el Atlántico
tras el connubio de la Cruz y la Historia:
se llevan la justificación de los pecados preconcebidos
y de los seres cobrizos el último suspiro
de su vida efímera.
Pero esta es la hora de las exequias de la resignación
y de la esperanza exhumada.
Es la hora que ajusta el tiempo y los clamores,
el tiempo en que se abatían las columnas de las altas catedrales
verdes,
los clamores acallados con la ballesta sigilosa
y el bronco arcabuz.
Hoy de todos los cuadrantes sopla el viento
de las admoniciones, cabalga sobre el corcel resucitado,
y el galope es latido del corazón que despierta
cinco siglos después de haber dormido el sueño cataléptico
de los alucinados.
La Cruz del Sur viaja con execrables crucifixiones,
lleva a cuestas la risotada de los chamanes embaucados
y el estrépito de las maracas reclamando los cielos prometidos
y el cumplido infierno;
carga la sal derramada en las entrañas de los cerros socavados:
a su paso siega los cañaverales y cafetales erguidos
sobre la cerviz combada por el rigor de los grilletes.
Pero ¿en qué lengua estoy diciendo todo esto?
Yo, que también tengo entre los labios
la lengua que alguna vez nombrara al intocado mundo,
la lengua que modula el gorjeo del corochiré
y del yaguareté el rugido,
lo digo ahora
en esta otra lengua no menos clamorosa,
la que aceptaron compartir los hijos de los cobrizos abuelos
cuando el intrincado tiempo de la simbiosis fragosa
y antes del último suspiro de su vida efímera, Amén.
Caracas, 2010
VIENTO DE VERANO
(Susana en mi memoria)
La media tarde ha venido a merendar con mi hermana.
Trajo el brasero, un puñado de yerba,
un poco de galleta y el azúcar
para endulzar los sueños del mañana.
(Desde el norte de la tarde
el aliento del verano
entre el viento de tu pelo).
Para endulzar los sueños la media tarde vino.
Pero el carbón insiste en no encenderse,
la yerba se dispersa por el suelo
y el azúcar amarga tus labios y los míos.
(Entre el viento del verano
tu cabello ya sin norte
se arremolina en la tarde).
A merendar contigo he venido esta tarde,
Pero tus ojos negros se apagaron,
el norte es frío sur entre tu pelo,
y el verano de los sueños inexorablemente arde.
SUEÑOS ROTOS
...... esa belleza
que del mundo hace tiempo se marchara.
W.B.Yeats
En el ayer de la bella adolescencia
tú y yo soñábamos con jardines infinitos,
con bosques amables, con panales de miel
y duendes rosados y celestes danzando
a nuestro alrededor.
Hoy que volvemos a vernos
tus ojos opacados se encienden de piedad cuando me miras,
y es un páramo gris tu otrora negra cabellera:
los espectros del Mangrullo danzan
a nuestro alrededor.
DE LA IGNOTA REGIÓN
Intenso, como el relato de la historia en un mural,
ante mí se instala el momento en que nos conocimos.
Presencia sofocada por mi desbordada fuerza,
todo ese pasado se aparece repentinamente delante
el tiempo se atasca en sus rompientes
y el acaso que fueras en mi vida
se hace realidad y se eterniza con la tuya:
es así corno afloras más precisa en la memoria,
de la ignota región donde estabas, anónima,
con el ramaje de tu pelo bruno
que se espesaba, como si acogiera pájaros urgentes,
al unísono con el encantamiento que me abría,
que exponía mi pecho a la dádiva de tu sonrisa.
Todo de ti lo ignoraba, tanto como el mensaje mudo
que me sustentaría entre los vientos inclementes
de la agobiante sed de calma que tú,
con el moroso milagro con que obra
la divina paciencia sobre la desesperación y el delirio,
lograste colmar de placidez, de entrega.
ADÁNICA
(Versión de un poema de Odysseus Elytis)
La pradera
y al filo de la linde su arboleda
y los pájaros de sus sueños.
Hacia el árbol más alto el jinete envía
una canción.
La canción
y el latido de su nostalgia
y su horizonte en la brida.
En su más perfumado jardín la amada espera
un caballo.
Un caballo
y el norte inamovible de su marcha
y la esperanza en el galope.
La suave brisa en la floresta estremece
la llegada.
CUANDO AMANECE
a Lilian, en Itapytu
En rededor del torrente de flores amarillas
los abejorros zumban su delirio. Pero un aura silente
envuelve el revoloteo de los colibríes que pujan
por el néctar que exudan las corolas abiertas
entre el claroscuro de la fronda.
Y a mi costado tu respiración es un soplo suave,
apenas audible al reclamo apaciguado de mi amor:
estoy ahora atento a la algazara de los pájaros
allá, en la arboleda o corona del formidable aliento
de las piedras que escogimos. Miro el horizonte:
tras los montes del Este el sol se yergue en lento reverbero
y se despeña allí la noche que pasamos.
Nada más parecido al Paraíso que este momento:
muge una res en el campo aledaño
y los gallos gritan su saludo al nuevo día.
Y tú a mi lado, absorta en el jardín,
también flor inextinguible
a pesar del continuo desierto de las horas,
lumbre todavía entre el frío tenaz o el presagio
del Invierno que avanza inexorable con la Noche.
¿La casa está envuelta en el jardín
O el jardín se envuelve en la casa? No importa;
flor tú, callada me acompañas tras la celosía
de la belleza inmensurable que en tu pecho late.
CENIZAS COMO DUNAS
Cuando llega el momento en que nos toca caminar
hacia el fondo de la senda oscura,
y acaso sin saberlo procuramos
el indicio de luz de una mañana clara,
sin buscarla de pronto nos topamos
con la ignota, escurridiza memoria.
Vemos entonces
que antes de consumirse aún es lumbre
titilando al final del derrotero;
y cómo su fulgor, que hasta ese instante
jugaba al escondite con nosotros,
llena de luz los altos farallones:
todo el pasado de repente aparece delante,
su guiño en los espejos se repite
y nos muestra los rostros olvidados,
sus ojos todavía incandescentes
girando con las ruedas agobiadas
por dunas de cenizas. Y a los costados llantos
y gritos prolongados
como sonidos que, olvidados, de súbito retumban
y anudan la garganta, quiebran el corazón.
A TIENTAS BUSCAMOS
A tientas buscamos en la noche el perfil escurridizo
de la alegría. Sentimos su tacto levísimo en la sombras,
su presencia que aletea y nos circunda
como un pájaro de dudas interminables.
La ansiedad se aposenta en todos los confines
de nuestro pecho, sube hasta las cuencas de los ojos
y las pupilas pueden entrever, entonces,
un atisbo de luz, una estría levísima, avara luz
que nos devuelve, sin embargo,
el pulso de nuestros pasos hacia adelante,
de nuevo caminantes
hacia la inevitable fuente de vértigo,
de lágrima, escarcha, melancolía,
de efímero sol, espinas y penumbra.
NIÑO DE 1947
Algo de luz a través de las castas rendijas
buscas,
mas sólo del relámpago negro
ves el resplandor y oyes
el trueno afuera retumbando
y el crepitar de la flama.
Ya aspiras el vaho de las calcinadas águilas
y palomas. Y más pájaros caídos
imaginan tus ojos cuando miras
las paredes acribilladas.
Y de súbito tus oídos se llenan:
un aullido de mujeres
sale a sofocar la hoguera, a detener la sangría copiosa.
Pero la lluvia de sus sal pronto se agota
en los coágulos dispersos por el mundo.
(No sabes todavía que mañana
te fatigará el sosiego cuando exija
tu más serena respiración).
LA LLEGADA
La llegada adonde Eros nos conduce
o allí donde al final la Parca nos señala:
en todos esos sitios y momentos
ondean las banderas que enarbolan
los plenos corazones y los pechos
definitivamente derrotados,
ajenos a la hoguera y a la escarcha incesantes
del olvido.
Del olvido que enciende la llama y yergue el glaciar
en los que arden y se enfrían, en idéntica liturgia,
los escombros de la desilusión y de los cuerpos.
(No sé si el mismo fuego irguió su flama entre nosotros,
si el mismo helor se instaló entre el latir de nuestras sienes;
mas sé que ahora mismo a esta gastada arquitectura
de los huesos
un caldeado vaho y otro gélido aliento
abrazan lentamente).
Lentamente
el soplido continuo empuja la llama y la escarcha
entre las condenadas columnas de los pechos.
Un sólo instante más y habrán llegado a la cumbre,
a la cima donde los pájaros negros se blanquean
y la sombra repentinamente estalla en cegadora luz:
arderán allí los cuerpos en un volcán de nieve,
se enfriarán los sueños en un glaciar de fuego.
Y, entre el hielo y la flama,
como estatuas bifrontes en roca y sal fundidas,
al final nos erguiremos.
NARCISO MELANCÓLICO
Esto de mirarse a los espejos
para mirar el rostro que refleja,
es un acto reflejo
para mirar la calva progresiva,
los dientes menos, las más arrugas,
los iris que se opacan.
Mirar cómo afloran en el rictus macilento
la escoria de los tragos amargos y sapos
ingeridos
y el por qué de siempre
extraviado en el laberinto de carne
y huesos encogidos.
Y, después del pestañeo
frente a un súbito viento de ceniza,
mirar y ver y aferrar la sola poesía
como una lucecita
para alumbrar las sombras de la duda
de fluctuar entre lo falso y lo veraz,
de tomar distancia de uno mismo
y contemplarse acaso como objeto
en esto de mirarse a los espejos
y de llorar después.
ALGUNA VEZ LLORAMOS
Alguna vez lloramos aquello que perdimos
sin terminar de amar. Soñamos todavía
con recoger el hilo con el que hemos urdido
su vestidura blanca, sus sandalias de brisa,
la corona de flores de su frente,
el corazón indemne en el pecho prohibido.
Y acaso nuestro arrojo por retener lo ido
nos lleva hasta lo alto de tenebrosas cumbres,
allí donde convergen las nubes y las lluvias,
allí donde se yergue el promontorio
de los desmoronamientos,
allí donde los buitres aguardan la corrosión del tiempo
sobre los pobres restos de todo lo imposible.
ÍNDICE
Negro y agua
Bocado mínimo
Cierta epopeya
Contra natura
De natura
El aro
El ceibo
El cristal con que se mira
El guapo'y
El señor de los huesos
Fábula del oro verde
La calavera
Los huérfanos
Ráfagas
Salto final
Señales
Tributo
Tramo indeleble
¿Que treinta años no es nada?.
Huellas bajo el sol
Amanecer
Viento de verano
Sueños rotos
De la ignota región
Adánica
Cuando amanece
Apelación
Perennidad en los trinos
Pasado cielo
Cenizas como dunas
A tientas buscamos
Niño de 1947
La llegada
El sino ineludible
Ante ti
Preludio de invierno
Parece que una música suena. Milagro
Narciso melancólico
Razones
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