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VÍCTOR CASARTELLI

  MEMORIA EN DESBANDADA, 2011 - Poemario de VÍCTOR CASARTELLI


MEMORIA EN DESBANDADA, 2011 - Poemario de VÍCTOR CASARTELLI

MEMORIA EN DESBANDADA

Poemario de VÍCTOR CASARTELLI

 

Arandurã Editorial

Telf.: (595 21) 214.295

www.arandura.pyglobal.com

Correo: arandura@hotmail.com

Asunción – Paraguay

Abril 2011 (87 páginas)

 

 

 

 

         NEGRO Y AGUA

 

En el remolino

que gira entre el muelle de Calera cué

y el promontorio de Itapytápunta,

se ahogó un mediodía el hijo de la carbonera. A ella,

tanto tiempo tiznada,

el luto ya sólo le ennegrecería el corazón.

 

El suceso despertó en nosotros el dormido temor

a ese tramo de rocas bajo el agua:

desafiantes,

solíamos zambullirnos muy cerca de ahí, rozando

el abrazo de la turbulenta corriente:

jugábamos a los peces en las tardes de verano.

 

Hallaron el cuerpo días después:

hinchado y lívido,

la saga de los ahogados

cerró con él un capítulo abominable:

las pirañas ya le habían cercenado la nariz, le vaciaron

la cuenca de un ojo

y despojaron de sus falanges a su mano derecha.

Desde ese momento, no volvimos a bañarnos

en el mismo río: buscamos solaz

en arroyitos mansos, en charcas insignificantes.

Movido por esa desgracia, yo persisto

en la costumbre de mirarme

en cuanto charco encuentro en el camino:

busco

que el agua me devuelva el reflejo de mi rostro vivo,

mi pestañeo de sobreviviente.

 

 

 

         BOCADO MÍNIMO

 

A mitad de camino

entre la colina del barrio y el río,

la casa era un conjunto decrépito de tablas carcomidas.

Por su aspecto,

era absurdo suponer que la bienaventuranza

pudiera encontrarse allí.

 

 

Las dos hermanas viejas y famélicas que la habitaban

consumían sus días lidiando con su jauría

de perros: exacerbados por el hambre

y el acoso de las pulgas,

los canes solían disputarse a dentelladas

las piltrafas de las viandas paupérrimas

de sus dueñas.

Y si torpe ave de corral vecino caía

en ese predio alucinante,

un torbellino de plumas se agitaba allí

tras el relámpago del despedazamiento.

 

Aquel día llegué a esa casa al impulso de mi curiosidad

hacia esos seres hambrientos:

volvía yo de la ribera del río

y me detuve allí con la intención de compartir

el lote de pescados que traía.

 

Al verme llegar,

ambas mujeres se acercaron rápido al portón

para recibir la sarta de bagres. Los perros las siguieron

y se arremolinaron alrededor de ellas

con gemidos lastimeros: habían percibido

el intenso olor a pescado.

 

Ignoro el destino final de aquella dádiva casual

y de esos seres infortunados.

Pero a veces algún aullido me hace pensar en ellos

y en los restos siempre despreciados

del naufragio de la dicha.

 

 

 

         CIERTA EPOPEYA

 

En el tramo entre Cambio Grande y La Tablada

la vía del ferrocarril exhibe hoy el ominoso rostro

del abandono. Condenados al ocio, los rieles

sufren el acoso implacable de la herrumbre

y se tienden, precariamente, sobre un tembladeral

de durmientes carcomidos entre la maleza.

 

Por allí mi madre alguna vez ha caminado.

Fue en un tiempo de ignominia:

flanqueada

por la encendida mirada de la soldadesca que pillaba

todavía

entre los rescoldos del incendio fratricida,

ella debió ir y venir diariamente por ese trecho:

 

ávidas bocas aguardaban su retorno

entre el terror encerrado en la casa.

 

Cuentan que en ese entonces en las calles reinaba

un silencio intimidante, que era tan delgado

el aire, tanto

que algún aislado disparo de fusil retumbaba

como un obús.

Ignorante de la frontera entre la temeridad y el coraje,

mi madre sólo oiría el resuello del pavor

de las reses, la certeza de la masacre diaria

en el matadero grande: allí recogería

los deshechos, el amasijo

de las menudencias descartadas, nuestra cotidiana

supervivencia.

 

(Conjeturo que no esperaste saber

que a don Víctor sus captores no le habían dado tiempo

para rogarte que lo suplieras en la epopeya, doña Carmen).

 

Y como la misericordia es elusiva,

a ese bagaje desmedido

años después sus hijos le sumamos

nuestros desaciertos.

 

 

 

         EL CEIBO

 

Leguas después de cruzar el río Tebicuary,

el conductor detuvo la marcha del ómnibus

y me señaló un árbol solitario

al costado de la carretera: Aquí es Posta Ceibo, dijo.

Descendí y caminé hasta la sombra rala

que moteaba el suelo:

un anciano estaba sentado allí,

mirando los sucesos, como el de mi llegada.

 

A pesar del furor de la canícula y la tortura

de la prolongada sequía, el ceibo lucía verde follaje

y el rojo intenso de sus flores.

Pero el tronco mostraba

el deplorable descascarado al que le sometían

los viandantes: la fama

de las propiedades curativas de la corteza

podía más que el envoltorio de alambre de púas

que pretendía detener el pillaje. Y como si no fuera suficiente,

acaso esta piedad sólo le sumaba

padecimientos.

 

En un acto reflejo de mi curiosidad, desprendí

un trozo de la corteza y el viejo rompió

su silencio: No le inflija más daño, me reprochó. Sentí

el fuego de la vergüenza en mi rostro y todavía

logré oír: Es doloroso que a uno lo despellejen

vivo.

 

Entonces la memoria despertó: en esa tierra

de vastos campos de reses y maizales

cierta vez la sevicia se ensañó:

luego de los tormentos,

algunos pobladores fueron cuerpos NN

sin pellejo

sepultados en fosa común.

 

Demudado, miré al viejo como a un espectro.

 

 

 

         EL CRISTAL CON QUE SE MIRA

 

A mi mujer le han regalado un ficus

al que previamente sometieron

a la práctica del denominado arte

del bonsái. La destreza

de alguien contra natura

vino envuelta en primoroso celofán.

 

Viéndolo así, tullido símil

de sí mismo, sólo imagino la tortuosa precisión

de la poda

y los alambres que ciñen sus raíces: la savia

constreñida

fuerza el hórrido aspecto de la raigambre inflamada,

el otro extremo de la hermosura turbadora

de un árbol pleno.

 

Y veo que, según los ojos que lo miran,

la emoción que despierta su apariencia

suele oscilar entre el deslumbramiento

y el espanto. Yo,

que descreo de las mutilaciones como recurso

para la belleza,

lo miro como a un engendro. Y es por eso

que la habitual cautela de mi mujer

no me induce a la piedad de la metáfora

o del eufemismo

para mi indulgencia con quienes libran al mundo,

entre frivolidades y falacias,

las señales del desatino.

        

 

         ¿QUE TREINTA AÑOS NO ES NADA?

 

Volver es sumergirse en el turbión

de la duda. Antes del regreso he cavilado

en ángeles y demonios; consulté con varias lunas nuevas

y con el viejo sol de los veranos.

Un viento gris ulula ahora en las calles que ya no me conocen

y descorro la cortina:

el pasado es un presente de duras vacilaciones,

un pájaro ciego qué se estrella en el cristal de la ventana.

Cómo me cuesta hoy reconocer un perfume de mujer

entre el abigarrado aroma de la estación del subterráneo,

cómo se me hace cuesta arriba

la vana búsqueda de las puertas

que ayer golpeábamos y se nos abrían, generosas,

a la misericordia:

los muertos que vine a buscar fueron sepultados por otros.

 

Suena un tango entre el fragor de las calles,

juega al entrevero feroz con la milonga

en el conventillo arriba, sobre las fondas decrépitas.

(No sé si oyes el sonido del bandoneón;

de nuevo a mis oídos llega en son de encantamiento,

colma los pabellones y se mece

suave, cadencioso,

sobre las trompas de Eustaquio).

 

Pero otro día, otro aire no hay.

La sudestada no deja de anegar los bajos del sur:

bajo las sucesivas oleadas de la escarcha,

late en las sienes el vino de la costa,

su áspero sabor perdido en la boca

del joven ahogado de melancolía en los callejones

de las villas inundadas.

 

Y súbitamente la transparencia,

un sol nuevo se eleva desde la Vuelta de Rocha:

los jinetes del Apocalipsis huyen,

se dispersan entre las vías en Liniers, entre las sinagogas

de Villa Crespo; desaparecen con el Pampero que sopla

en las dársenas del puerto,

se han borrado con los devastados pinares de Paso del Rey.

Los dilemas se funden en un crisol de claridad;

las tormentas del pecho se han apaciguado.

 

         Buenos Aires, 2006

 

 

 

         HUELLAS BAJO EL SOL

 

         a Arturo Corcuera

 

Llegué aquí

empujado por los desapacibles vientos,

aquellos que llamamos causalidad si son propicios

y casualidad si causan estropicios en nosotros.

Sin temor a la apariencia de mi miedo

ni valor para buscar coraje,

hallé cuatro o cinco templos del siglo de las Luces;

otros tantos abandonados balcones de madera;

la momia en la huaca saqueada;

los vestigios del último virrey;

el Rimac arrastrando las vilezas de los actos humanos.

 

Todo ello encontré.

Mi afán por el ensueño vano

de avivar las voces de la palabra

sitiada en el reducto del silencio obstinado;

la bruma que asciende desde el mar

y en las noches la sal acumulada, desplomándose

desde el promontorio de los ojos;

las buganvillas sembradas por doquier para colorear

el gris del litoral y el desteñido iris de los ojos

del cóndor del taxidermista.

Subí hasta el mareo y la nieve a dos o tres abras en los Andes;

no pude descifrar los códigos atados

en los nudos de los quipus;

extravié las líneas de Nazca

en el agujero negro de mis alucinaciones;

las brujas de Cachiche me llevaron al desierto

en la tolvanera de arena que empuja la quemante exhalación

de la paraca.

Contemplé los viñedos de Lunahuaná y los manzanares;

he visto en Paramonga el ocioso adobe de la fortaleza;

escuché en el viento el tronar del huayco

y a su progenie de dolor y lágrimas

desde el alto sonido de los sikus,

y se me ha dado ver en Tarma la danza del huayno

y las flores como alfombra.

Todo, todo aún en el reverso

del inti que no expulsa

todavía

el deslumbramiento que encenderá la certidumbre:

el fuego de la mortalidad en el que todo arde.

 

         Lima, 2007

 

 

         AMANECER

 

En este lado del monte las luces de Caracas

titilan todavía, y al otro lado el arrullo del mar

sobre las playas sumisas.

En esta hora el Edén retorna brevemente,

todo está impregnado del silencio atávico

y de la lenta claridad desde el Este hacia donde giramos.

 

Imagino entonces que al otro lado del monte

los navíos de ayer,

con pesado cargamento, abandonan las riberas fragorosas

y hienden el Atlántico

tras el connubio de la Cruz y la Historia:

se llevan la justificación de los pecados preconcebidos

y de los seres cobrizos el último suspiro

de su vida efímera.

 

Pero esta es la hora de las exequias de la resignación

y de la esperanza exhumada.

Es la hora que ajusta el tiempo y los clamores,

el tiempo en que se abatían las columnas de las altas catedrales

verdes,

los clamores acallados con la ballesta sigilosa

y el bronco arcabuz.

Hoy de todos los cuadrantes sopla el viento

de las admoniciones, cabalga sobre el corcel resucitado,

y el galope es latido del corazón que despierta

cinco siglos después de haber dormido el sueño cataléptico

de los alucinados.

 

La Cruz del Sur viaja con execrables crucifixiones,

lleva a cuestas la risotada de los chamanes embaucados

y el estrépito de las maracas reclamando los cielos prometidos

y el cumplido infierno;

carga la sal derramada en las entrañas de los cerros socavados:

a su paso siega los cañaverales y cafetales erguidos

sobre la cerviz combada por el rigor de los grilletes.

 

Pero ¿en qué lengua estoy diciendo todo esto?

Yo, que también tengo entre los labios

la lengua que alguna vez nombrara al intocado mundo,

la lengua que modula el gorjeo del corochiré

y del yaguareté el rugido,

lo digo ahora

en esta otra lengua no menos clamorosa,

la que aceptaron compartir los hijos de los cobrizos abuelos

cuando el intrincado tiempo de la simbiosis fragosa

y antes del último suspiro de su vida efímera, Amén.

 

                                                                           Caracas, 2010

 

 

 

         VIENTO DE VERANO

 

         (Susana en mi memoria)

 

La media tarde ha venido a merendar con mi hermana.

Trajo el brasero, un puñado de yerba,

un poco de galleta y el azúcar

para endulzar los sueños del mañana.

 

(Desde el norte de la tarde

el aliento del verano

entre el viento de tu pelo).

 

Para endulzar los sueños la media tarde vino.

Pero el carbón insiste en no encenderse,

la yerba se dispersa por el suelo

y el azúcar amarga tus labios y los míos.

 

(Entre el viento del verano

tu cabello ya sin norte

se arremolina en la tarde).

 

A merendar contigo he venido esta tarde,

Pero tus ojos negros se apagaron,

el norte es frío sur entre tu pelo,

y el verano de los sueños inexorablemente arde.

 

 

 

         SUEÑOS ROTOS

 

         ...... esa belleza

         que del mundo hace tiempo se marchara.

         W.B.Yeats

 

En el ayer de la bella adolescencia

tú y yo soñábamos con jardines infinitos,

con bosques amables, con panales de miel

y duendes rosados y celestes danzando

a nuestro alrededor.

 

Hoy que volvemos a vernos

tus ojos opacados se encienden de piedad cuando me miras,

y es un páramo gris tu otrora negra cabellera:

los espectros del Mangrullo danzan

a nuestro alrededor.

 

 

 

         DE LA IGNOTA REGIÓN

 

Intenso, como el relato de la historia en un mural,

ante mí se instala el momento en que nos conocimos.

Presencia sofocada por mi desbordada fuerza,

todo ese pasado se aparece repentinamente delante

el tiempo se atasca en sus rompientes

y el acaso que fueras en mi vida

se hace realidad y se eterniza con la tuya:

es así corno afloras más precisa en la memoria,

de la ignota región donde estabas, anónima,

con el ramaje de tu pelo bruno

que se espesaba, como si acogiera pájaros urgentes,

al unísono con el encantamiento que me abría,

que exponía mi pecho a la dádiva de tu sonrisa.

 

Todo de ti lo ignoraba, tanto como el mensaje mudo

que me sustentaría entre los vientos inclementes

de la agobiante sed de calma que tú,

con el moroso milagro con que obra

la divina paciencia sobre la desesperación y el delirio,

lograste colmar de placidez, de entrega.

 

 

 

         ADÁNICA

 

         (Versión de un poema de Odysseus Elytis)

 

La pradera

y al filo de la linde su arboleda

y los pájaros de sus sueños.

Hacia el árbol más alto el jinete envía

una canción.

 

La canción

y el latido de su nostalgia

y su horizonte en la brida.

En su más perfumado jardín la amada espera

un caballo.

 

Un caballo

y el norte inamovible de su marcha

y la esperanza en el galope.

La suave brisa en la floresta estremece

la llegada.

 

 

 

 

         CUANDO AMANECE

 

         a Lilian, en Itapytu

 

En rededor del torrente de flores amarillas

los abejorros zumban su delirio. Pero un aura silente

envuelve el revoloteo de los colibríes que pujan

por el néctar que exudan las corolas abiertas

entre el claroscuro de la fronda.

 

Y a mi costado tu respiración es un soplo suave,

apenas audible al reclamo apaciguado de mi amor:

estoy ahora atento a la algazara de los pájaros

allá, en la arboleda o corona del formidable aliento

de las piedras que escogimos. Miro el horizonte:

tras los montes del Este el sol se yergue en lento reverbero

y se despeña allí la noche que pasamos.

 

Nada más parecido al Paraíso que este momento:

muge una res en el campo aledaño

y los gallos gritan su saludo al nuevo día.

Y tú a mi lado, absorta en el jardín,

también flor inextinguible

a pesar del continuo desierto de las horas,

lumbre todavía entre el frío tenaz o el presagio

del Invierno que avanza inexorable con la Noche.

 

¿La casa está envuelta en el jardín

O el jardín se envuelve en la casa? No importa;

flor tú, callada me acompañas tras la celosía

de la belleza inmensurable que en tu pecho late.

 

 

 

         CENIZAS COMO DUNAS

 

Cuando llega el momento en que nos toca caminar

hacia el fondo de la senda oscura,

y acaso sin saberlo procuramos

el indicio de luz de una mañana clara,

sin buscarla de pronto nos topamos

con la ignota, escurridiza memoria.

Vemos entonces

que antes de consumirse aún es lumbre

titilando al final del derrotero;

y cómo su fulgor, que hasta ese instante

jugaba al escondite con nosotros,

llena de luz los altos farallones:

 

 

todo el pasado de repente aparece delante,

su guiño en los espejos se repite

y nos muestra los rostros olvidados,

sus ojos todavía incandescentes

girando con las ruedas agobiadas

por dunas de cenizas. Y a los costados llantos

y gritos prolongados

como sonidos que, olvidados, de súbito retumban

y anudan la garganta, quiebran el corazón.

 

 

 

         A TIENTAS BUSCAMOS

 

A tientas buscamos en la noche el perfil escurridizo

de la alegría. Sentimos su tacto levísimo en la sombras,

su presencia que aletea y nos circunda

como un pájaro de dudas interminables.

La ansiedad se aposenta en todos los confines

de nuestro pecho, sube hasta las cuencas de los ojos

y las pupilas pueden entrever, entonces,

un atisbo de luz, una estría levísima, avara luz

que nos devuelve, sin embargo,

el pulso de nuestros pasos hacia adelante,

de nuevo caminantes

hacia la inevitable fuente de vértigo,

de lágrima, escarcha, melancolía,

de efímero sol, espinas y penumbra.

 

 

 

         NIÑO DE 1947

 

Algo de luz a través de las castas rendijas

buscas,

mas sólo del relámpago negro

ves el resplandor y oyes

el trueno afuera retumbando

y el crepitar de la flama.

 

Ya aspiras el vaho de las calcinadas águilas

y palomas. Y más pájaros caídos

imaginan tus ojos cuando miras

las paredes acribilladas.

 

Y de súbito tus oídos se llenan:

un aullido de mujeres

sale a sofocar la hoguera, a detener la sangría copiosa.

Pero la lluvia de sus sal pronto se agota

en los coágulos dispersos por el mundo.

 

(No sabes todavía que mañana

te fatigará el sosiego cuando exija

tu más serena respiración).

 

 

 

         LA LLEGADA

 

La llegada adonde Eros nos conduce

o allí donde al final la Parca nos señala:

 

en todos esos sitios y momentos

ondean las banderas que enarbolan

los plenos corazones y los pechos

definitivamente derrotados,

ajenos a la hoguera y a la escarcha incesantes

del olvido.

 

Del olvido que enciende la llama y yergue el glaciar

en los que arden y se enfrían, en idéntica liturgia,

los escombros de la desilusión y de los cuerpos.

(No sé si el mismo fuego irguió su flama entre nosotros,

si el mismo helor se instaló entre el latir de nuestras sienes;

mas sé que ahora mismo a esta gastada arquitectura

de los huesos

un caldeado vaho y otro gélido aliento

abrazan lentamente).

 

Lentamente

el soplido continuo empuja la llama y la escarcha

entre las condenadas columnas de los pechos.

Un sólo instante más y habrán llegado a la cumbre,

a la cima donde los pájaros negros se blanquean

y la sombra repentinamente estalla en cegadora luz:

 

arderán allí los cuerpos en un volcán de nieve,

se enfriarán los sueños en un glaciar de fuego.

Y, entre el hielo y la flama,

como estatuas bifrontes en roca y sal fundidas,

al final nos erguiremos.

 

 

 

         NARCISO MELANCÓLICO

 

Esto de mirarse a los espejos

para mirar el rostro que refleja,

es un acto reflejo

para mirar la calva progresiva,

los dientes menos, las más arrugas,

los iris que se opacan.

Mirar cómo afloran en el rictus macilento

la escoria de los tragos amargos y sapos

ingeridos

y el por qué de siempre

extraviado en el laberinto de carne

y huesos encogidos.

Y, después del pestañeo

frente a un súbito viento de ceniza,

mirar y ver y aferrar la sola poesía

como una lucecita

para alumbrar las sombras de la duda

de fluctuar entre lo falso y lo veraz,

de tomar distancia de uno mismo

y contemplarse acaso como objeto

en esto de mirarse a los espejos

y de llorar después.

 

 

 

         ALGUNA VEZ LLORAMOS

 

Alguna vez lloramos aquello que perdimos

sin terminar de amar. Soñamos todavía

con recoger el hilo con el que hemos urdido

su vestidura blanca, sus sandalias de brisa,

la corona de flores de su frente,

el corazón indemne en el pecho prohibido.

 

Y acaso nuestro arrojo por retener lo ido

nos lleva hasta lo alto de tenebrosas cumbres,

allí donde convergen las nubes y las lluvias,

allí donde se yergue el promontorio

de los desmoronamientos,

allí donde los buitres aguardan la corrosión del tiempo

sobre los pobres restos de todo lo imposible.

 

 

 

ÍNDICE

 

Negro y agua

Bocado mínimo

Cierta epopeya

Contra natura

De natura

El aro

El ceibo

El cristal con que se mira

El guapo'y

El señor de los huesos

Fábula del oro verde

La calavera

Los huérfanos

Ráfagas

Salto final

Señales

Tributo

Tramo indeleble

¿Que treinta años no es nada?.

Huellas bajo el sol

Amanecer

Viento de verano

Sueños rotos

De la ignota región

Adánica

Cuando amanece

Apelación

Perennidad en los trinos

Pasado cielo

Cenizas como dunas

A tientas buscamos

Niño de 1947

La llegada

El sino ineludible

Ante ti

Preludio de invierno

Parece que una música suena. Milagro

Narciso melancólico

Razones

 

 

 

 

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