LA LLAGA
Novela de GABRIEL CASACCIA
Editorial EL LECTOR,
www.ellector.com.py
Asunción- Paraguay
1987 (165 páginas)
Tapa: LUIS ALBERTO BOH
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“LA LLAGA”, de Gabriel Casaccia, constituye un importante hito literario dentro de su producción novelística. Obtuvo el Premio Kraft y su primera edición fue publicada por dicha editorial argentina en 1964.
Su segunda edición llevó el sello de la editora paraguaya NAPA y ahora EL LECTOR se complace en publicar su tercera edición, la cual se ve enriquecida con un estudio-prólogo de uno de los más serios conocedores de la obra casacciana, el profesor FRANCISCO E. FEITO, quien hace un análisis exhaustivo de la novela, tanto en el tema que desarrolla como en sus personajes.
Esta obra ha concitado el interés de críticos de diversas latitudes. En la misma se dan dos planos que se cruzan entre sí: el de la situación política del país en una época no determinada con exactitud y el complejo de Edipo que sufre uno de los personajes. Ambas situaciones se combinan para ofrecer una obra que es un eslabón imprescindible para el total conocimiento de la saga de Casaccia que comienza con LA BABOSA y concluye con LOS HUERTAS. En ella pueden apreciarse con toda claridad las características de este gran novelista paraguayo, cuya fama ha trascendido hace mucho tiempo las fronteras de la América hispanoparlante.
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Con "EL GUAJÚ", colección de cuentos de abismal profundidad y extremada sencillez publicada en 1938, Gabriel Casaccia encuentra definitivamente su lenguaje y se afirma en su misión de escritor. De allí en más su obra es una misma indagación de la realidad del espíritu, aferrada por el lenguaje, el escenario y la temática a la vida del Paraguay. Es una ruptura con el Paraguay idealizado y la búsqueda de sus verdades esenciales en el alma de los paraguayos.
"LA LLAGA" aparece en Buenos Aires en 1964, doce años después de que, al decir de Josefina Plá, con la publicación de "LA BABOSA" calzara botas de siete leguas a nuestra narrativa para hacerle dar un salto de cincuenta años. "LA BABOSA", que en su momento provocó la indignación de sus compatriotas, heridos en su amor propio, es hoy reconocida como uno de los monumentos de la literatura americana.
"LA LLAGA" no tuvo la resonancia ni suscitó el escándalo que provocara "LA BABOSA", acaso por su engañosa sencillez de estilo y de estructura, acaso por la trivialidad aparente de la anécdota. "LA LLAGA" nos cuenta la historia de un muchacho sin carácter, cuyo padre se ha suicidado por motivos que no se revelan, y que siente una pasión casi morbosa por su madre, una cuarentona frívola y ligera de cascos enamorada de un pintor sin éxito, el cual, por pura irresponsabilidad y con la esperanza de salir de la situación miserable en que se encuentra, se enreda en una conspiración igualmente descabellada. Mediante esta intriga vulgar, a través de personajes igualmente vulgares,de episodios intrascendentes, tratados de una manera directa, naturalista, el escritor conforma una parábola, una metáfora del clima espiritual de una época.
"LA LLAGA" sugiere mucho más de lo que dice, el contenido va mucho más allá de las palabras. Aunque Casaccia no elude el compromiso, no se trata esencialmente de una denuncia de vicios y arbitrariedades de tal o cual gobierno, sino de la quiebra del carácter que los hace posibles, que condiciona el curso de los acontecimientos antes que ser condicionado por ellos. Los personajes son autores de su propio destino, víctimas y victimarios de sí mismos.
"LA LLAGA", que se lee con facilidad y sostenido interés, porque Casaccia es un admirable narrador, no está escrita, sin embargo, para gustar sino para conmover, para comprender. No en sentido superficial, anecdótico, sino en las fuentes mismas de las miserias del espíritu, abrumado por su inconsistencia interior y su contorno, que malogran, anulan y corrompen lo mejor que hay en el hombre. Al mostrarnos la debilidad de carácter, la inconsecuencia, la desidia, la irresponsabilidad, la cobardía moral, nos está diciendo que somos culpables de vivir en un pantano de aguas pútridas, atormentados por mosquitos, como dicen que están en las puertas del infierno las ánimas de los que en vida no fueron acreedores de elogio ni vituperio, indignos por igual de la bienaventuranza como de los horrores del infierno.
Si no fuera por las resonancias que deja en el espíritu, "LA LLAGA" no pasaría de ser un novelón de segundo orden, pasado de moda por añadidura. Pero el lector me nos avisado siente, adivina, que hay algo detrás de la anécdota; algo que lo perturba, que remueve su conciencia y que lo irrita. Nadie sale ileso de la lectura de "LA LLAGA". Se percibe una indagación dolorosa en la cual las imágenes aparecen como símbolos convencionales, o si se quiere como ideogramas destinados a hacer comprensibles los confusos delirios del sueño de un angustiado. Pero, en vez de dramatizar y magnificar el tenso diálogo con las sombras. Casaccia los simplifica al máximo, los oculta discretamente, modestamente, con episodios de la vida corriente, vividos por personas corrientes, narrados con un lenguaje sencillo, sin relieves, en el que pareciera estar ausente la llamada voluntad de estilo, la persecución de la forma por la forma, pero, acaso por eso mismo, asombrosamente eficaz y adecuado a su objeto.
Gabriel Casaccia ha sido comprendido y valorado por críticos profundos y por grandes escritores. Pero también sus libros están al alcance del lector común, que más que comprenderlos, los siente y adivina. Y esto es lo principal tratándose, de obras de arte. Hasta las reacciones negativas que provoca son el efecto del vigor de su mensaje. No adula, no hace concesiones, no se hace ilusiones. Es un testigo veraz e insobornable. Tal vez haya insistido demasiado en las sombras, olvidando la luz, que en "LA LLAGA", sin embargo, aparece como un atisbo, como una posibilidad de redención.
JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO
LA LLAGA
-III-
Constancia se acostó por la noche con la angustia de la ausencia de Gilberto, y a la mañana siguiente se levantó temprano, disponiéndose a ir a casa de aquél para saber si había vuelto. Aunque estaba apurada, no dejó de sentarse frente al tocador, como lo hacía invariablemente todas las mañanas. El cuidado y la atención de su cutis y su persona constituían algo así como un rito. Siguió en el espejo, como tantas otras veces, las pequeñas arrugas, ligeras como raicillas, que le brotaban junto a los ojos y en la comisura de los labios. Las observaba diariamente, las contaba, persiguiéndolas con cremas y masajes. Levantó la cabeza y se pasó la mano por el cuello como si quisiera estirarse la piel. "Así empieza el final" -se dijo estremeciéndose-. "Una mujer vieja es algo asqueroso y horrible" pensó-. "Están solas. Los hombres ni las miran". Ante una mujer joven -constancia más que pensarlo lo sentía- una mujer vieja era su deformación, su caricatura grotesca y contrahecha.
Sacó del marco del espejo el recorte de un diario, cuyo título era: "Los diez mandamientos para conservarse siempre joven". Constancia seguía esos consejos al pie de la letra, menos el décimo que indicaba los ejercicios físicos. Algunas mañanas intentó hacer algunos movimientos con los brazos y piernas, pero pronto se cansó. Solía pedirle la escoba Agustina, y se ponía a barrer, considerando que esto era una suerte de gimnasia, entretenida hasta cierto punto.
Leyó un rato el recorte y, siguiendo sus instrucciones, se embadurnó la cara con una crema, que usaba para proteger su tez del sol y que, al secarse, se la dejaba grasienta
y tirante. Terminado que hubo de peinarse y pintarse, se puso un vestido de tela ligera, de cuello alto y mangas largas, y se cubrió la cabeza con un sombrero pirí de alas anchas, sujetas con una cinta, que se anudaba bajo la barbilla.
Así resguardada del sol, llevando la caja de galletitas y la tela que había comprado el día anterior en Asunción, se encaminó a casa de Gilberto. Se hallaba ésta frente a una ancha plazoleta, cubierta de césped, en medio de la cual se levantaba el mercado del pueblo. No pasaba el mercado de ser un galpón ruinoso de teja vana y zinc.
La casa en que vivía Gilberto era una construcción antigua, con galería en el frente y en la parte de atrás. Después de cruzar el portón y un pequeño espacio de tierra, que en otra época debió ser jardín, se subía a la galería del frente por una escalinata gastada y destruida por el tiempo. Por su pobreza y natural dejadez, Gilberto no había hecho nada para disminuir la decadencia y sordidez de aquella casa, con revoques que se desprendían de los muros, con ventanas que dejaban pasar el viento y las lluvias por sus postigos sin vidrios, y con puertas podridas que, por la humedad, no cerraban.
Constancia subió la escalinata llamando:
- ¡Rosalía! ¡Rosalía! - y cruzó una habitación cuyas puertas estaban abiertas de par en par, que daba paso a la galería de atrás.
Rosalía estaba en el patio, descalza, junto al pozo, lavando ropa. Llevaba un viejo traje de calle en desuso, desteñido, el cual, como le ajustaba mucho en la cintura, lo usaba desprendido de uno de los costados. Por esa abertura, se le veían las carnes. Tenía la mujer de Torres un aspecto insignificante. Morena, delgadita, de mejillas chupadas, de piernas estevadas, flacas y con várices. Su pelo era de color negro opaco, rebelde y bastante crespo. Gilberto le había dicho una vez a Constancia que ese cabello de su mujer, tan rizado, le venía por el lado de la madre, en cuya familia había habido algún mulato.
Mientras Rosalía la saludaba desde el patio, Constancia con la vista buscaba a Gilberto y aguzaba los oídos hacia el lado en que se encontraba la habitación que usaba como taller de pintura, la que, de las tres principales que tenía la casa, era la última sobre el ala izquierda. Ningún ruido llegaba de allí. ¿Pero no había vuelto aún?
Quería preguntárselo a Rosalía; pero temía que el sonido de su voz delatara su angustia y nerviosidad.
En seis años que Rosalía llevaba de casada con Gilberto, había tenido cinco hijos. Y eso que confesaba en todas partes, a quien quisiera oírla, que para ella eran un
estorbo, porque había nacido para pintar y no para criar chicos. En una ocasión en que Gilberto se quejaba a Constancia de los compromisos y dolores de cabeza que le daban los hijos, que era como comenzaban siempre sus demandas de dinero, Constancia le preguntó por qué los tenía si tantos trastornos le producían. "No sé. No me explico -le respondió-. Rosalía ni siquiera me atrae sexualmente. Ella tampoco los quiere. No sé. Debe ser porque cuando novios, soñábamos con tener un hogar feliz y lleno de hijos".
Constancia tomó en sus brazos a uno de los chicos, que andaba gateando por el piso de ladrillos, y lo sentó en su regazo. Abrió la caja de galletitas y le puso una de la manito sucia. Le hubiera sido difícil decir si amaba a los hijos de Gilberto o sentía piedad de su triste condición. Pero se enternecía al verlos tan indefensos y andrajosos.
Rosalía tuvo una sonrisa rápida y cortés, y apenas pudo articular dos palabras de agradecimiento cuando Constancia le dio la tela. Los obsequios de Constancia herían su amor propio. Ella se consideraba superior a su amiga en todo. Familia, cultura y buen gusto, y pensaba que Constancia le daba esa tela no como un regalo, sino por caridad.
- Es de buen gusto la tela -dijo y se le ahogó la voz en la garganta.
Y como otras veces, en circunstancias parecidas, recordó con rabia a su padre, que hubiera podido ayudarla, y cuya tozudez y mal genio la obligaban a llevar esta vida miserable y a sufrir humillaciones constantes.
Queriendo llevar la conversación hasta poder hablar de Gilberto, mientras bajaba el chico que tenía en el regazo, Constancia preguntó con voz que procuró fuera natural:
- ¿Ha adelantado algo Torres en el cuadro que pintaba la otra mañana?
- No sé. Ni miro las telas que pinta -contestó Rosalía con semblante ensombrecido-. No ha sido ni será pintor. Yo sí que hubiera llegado a ser una de las mejores pintoras paraguayas si hubiera seguido pintando. Hace cinco años que no tomo un pincel por culpa de Gilberto, que me ha llenado de hijos. En Bellas Artes, Gilberto fue siempre un alumno mediocre.
No era la primera vez que Constancia oía a Rosalía juzgar las condiciones de pintor de su marido con ese tono agrio y desdeñoso.
- Sin embargo, algunos hablan muy bien de sus cuadros. No sé quién la vez pasada me decía que era una lástima que no le den una beca para que vaya al extranjero a perfeccionarse.
- Sí, una beca... Yo soy la que debería estar en Italia si no me hubiese casado. Papá me había prometido pagarme los estudios en Roma una vez que me recibiera. Me casé y aquí me tienes... -dijo con gesto de amargura, paseando una mirada expresa a su alrededor.
Ya en otras oportunidades, discutiendo con Gilberto delante de Constancia, Rosalía había recordado con amarga tristeza ese viaje que debió hacer con su padre,
el que su casamiento frustró definitivamente. Su padre, Victorio Mazzei, un viudo de carácter raro y con aversiones súbitas y arbitrarias, jamás aceptó a Gilberto como yerno. Mazzei interpretó este casamiento como una señal de desafecto y abandono de su hija en su ancianidad. Pero le echó la culpa a Gilberto de la decisión de Rosalía, y nadie pudo quitarle de la cabeza la idea de que aquél se casó para heredarlo a través de su hija. Para Rosalía, aquel viaje no realizado, en el que puso tantas ilusiones, se le había vuelto una obsesión. A menudo lo traía a la conversación, recordando el nombre del barco que debió llevarlos a Europa, luego el primer puerto a que arribarían, Nápoles, ciudad donde nació su padre, y proseguía enumerando los lugares y ciudades famosas que proyectaban recorrer antes de instalarse en Roma, donde ingresaría en una escuela de pintura.
Se oyó llamar con unas palmadas en la galería del frente.
- Alguien llama -dijo Rosalía.
Constancia fue a ver quién era. A poco tornó con un telefonema, que un chico traía.
- Parece que es de Torres -dijo Constancia inquieta.
-Léemelo -le pidió Rosalía desde el patio, ocupada en tender la ropa recién lavada.
"No te preocupes. Estoy bien. Me quedaré esta noche en Asunción", decía el telefonema de Gilberto dirigido a Rosalía.
Constancia dejóse caer en una silla con el papel en la mano. Volvió a leerlo despacio y con gran detenimiento, como si quisiera descubrir lo que se ocultaba detrás de tan breves palabras. Comenzó a sentirse mal.
- ¿Qué tienes? -le preguntó Rosalía al verla tan callada con el papel en la mano.
Constancia apenas la oyó. No podía fijar el pensamiento en nada. Hubiera deseado estar sola para poder leer ese telefonema veinte, treinta veces, hasta descifrar lo que quería decir, hasta encontrarle un sentido, hasta saber por qué Gilberto se había quedado la noche pasada en Asunción y se quedaría otra más. Alzó la cabeza y, de pronto, se puso a reír.
- ¿Sabés de qué me río? Me río de vos, de la tranquilidad con que recibís la noticia de que tu marido no vendrá esta noche.
Rosalía la miró con un gesto de duda. No le creía. ¿Acaso no se había dado cuenta de que Gilberto se había convertido en un hombre que entraba y salía de la casa y nada más?
- Casi no es más que un pensionista, que para colmo no paga bastante pensión -terminó diciendo con una sonrisa dura y triste en la boca, en la que le faltaba un diente.
- ¿Qué asunto lo habrá retenido? -preguntó Constancia pensativa, como si se hiciera la pregunta a sí misma.
- No sé. Nunca me cuenta sus cosas; pero seguro que no será para traer dinero -contestó Rosalía, riendo con ironía a la vez que se colocaba la mano delante de la boca, avergonzada de ese diente que le faltaba. A menudo hacía ese gesto o evitaba reírse.
Constancia aún quedó un rato más; pero en cuanto halló la ocasión de marcharse, se despidió de Rosalía. Ansiaba estar sola para poder pensar a su gusto. Volvió a casa, siguiendo el mismo camino que a la ida. Lo había recorrido tantas veces que hubiera podido andar por él con los ojos cerrados. Pero esa mañana le pareció desconocido y que lo recorría por primera vez. Lo vio polvoriento, feo y triste. Si hubiera tenido la más ligera sospecha de dónde encontrar a Gilberto, no hubiese vacilado un segundo en tomar el primer ómnibus para Asunción. Lo que la desgarraba por dentro era el miedo que se cumpliera lo que siempre había temido, que Gilberto se enredase con otra mujer más joven que ella. "Yo soy vieja..., soy vieja... Sólo por ese dinero que le presto y que nunca me devuelve no me deja por otra más joven...". No existía ninguna otra razón para que se quedara en Asunción. La misma brevedad y falta de explicación en el telefonema lo demostraba claramente. Se le vino otra vez la idea, como ya le había sucedido en otras ocasiones, que un crimen cometido entre ambos los uniría para siempre. Pensar esto y pensar en la vieja Adelarda Adorno fue todo uno. Era ésta una antigua vecina de Areguá que, según corría la voz, guardaba en una alacena, detrás de un ropero, gran cantidad de joyas y monedas de oro, que su marido, ya muerto, había encontrado en dos entierros. Gilberto solía decir a menudo en broma, cuando se hallaba en apuros de dinero, que cualquier día transformaría en oro todos sus problemas metiendo la mano en la alacena de la vieja Adorno.
Al llegar a casa, Constancia advirtió que impensadamente, muy apretado en el puño, se había traído el telefonema. Entró en su habitación, sentóse en el borde del
lecho y, ayudándose con sus propios pies, se quitó un zapato y luego el otro. Echóse en la cama. Desarrugó el telefonema y leyó: "No te preocupes. Estoy bien. Me quedaré esta noche en Asunción". "Está bien. No le pasa nada, pero se va a quedar toda la noche en Asunción", murmuró. Ahora es de mañana, luego vendrán las horas largas de la tarde y después toda la noche. ¡Cuánto falta para que llegue el día siguiente!", exclamó a media voz. Sentía como un peso encima del pecho, que se lo oprimía y no la dejaba respirar. Le parecía que si lloraba se le quitaría esa opresión. En ese momento ¿por dónde andaría Gilberto? ¿Estaría con otra mujer en un rancho parecido al de Olinda? Se le presentó ante los ojos, como si la tuviera delante, la figura de la chica que había visto el día anterior en la calle 25 de Mayo. "Tal vez sea ésa su nueva mujer. Por la forma insistente con que me miró parecía conocerme. Quizás estén juntos en un amueblado, como esos a los que yo no quiero ir, igual a ese en que se suicidó Francisco". Durante un buen espacio de tiempo, Constancia permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. Parecía dormitar. De pronto se incorporó sobresaltada, pasándose la mano por la frente humedecida de sudor. Había tenido una pesadilla. No hubiese podido decir si la había soñado o pensado. Ese mismo sudor que le mojaba la frente no sabía si era por la angustia o por el calor... Aún le duraba la visión. Ambos, Gilberto y ella, estaban inclinados sobre el cuerpo caído en el suelo de la vieja Adorno, por debajo de cuya cabeza herida corría un hilito de sangre. Después se habían puesto a arrastrar el pesado ropero, para buscar detrás la famosa alacena, donde se decía que la anciana escondía el oro de los entierros. Pero se encontraron con la pared blanca y lisa, toda lisa como un papel blanco. No existía tal alacena. La habían matado inútilmente. Pero ella no se arrepentía de lo que había hecho. Mediante ese crimen inútil en apariencia, Gilberto quedaba remachado a ella por toda la vida... El corazón le latía con violencia como después de una larga carrera... Apoyó la cabeza en la almohada con abatimiento. Reinaba a su alrededor el más profundo silencio, interrumpido a ratos por el lejano e intermitente chillido de un pájaro. Durante esas pausas, el silencio se hacía más hondo y opresivo. Constancia se había sentado en el lecho y, abrazándose con ambas manos las piernas encogidas, miraba fijamente delante de sí con la barbilla apoyada en las rodillas. Parecía atenta a ese chillido solitario e insistente. De pronto, saltó de la cama, se calzó los zapatos aprisa y, con además nervioso y febril, cogió su sombrero de pirí. Se le había ocurrido la idea de ir a preguntarle a la telefonista pormenores del llamado telefónico y averiguar el número del cual se pidió el despacho del telefonema.
-IV-
La segunda noche de Constancia fue peor que la primera, porque si en ésta se acostó atormentada por las dudas y la incertidumbre, aunque con la esperanza de ver a Gilberto al día siguiente, en esta segunda noche la desvelaban y sumían en el más negro pesimismo la prolongación de la ausencia y esas disculpas vagas e indescifrables del telefonema. Lo único que sabía era que estaba vivo. Pero, ¿por dónde andaba? ¿Qué hacía? Todo se le volvía interrogaciones. De su indagación a la telefonista no había sacado nada en limpio. Ahogada por el mosquitero, empapada de sudor, no encontraba en el lecho posición que le resultase cómoda. No la dejaba dormir la idea de que Gilberto estaba en Asunción de aventura con otra mujer. Si lograba conciliar el sueño por breves momentos, enseguida despertaba sobresaltada. Era una noche pesada y calurosa. Por la ventana abierta se veían parpadear algunas estrellas lejanas. La rodeaba un silencio de una profundidad infinita. Hacia la medianoche oyó los pasos de Atilio en la galería y luego en la pieza contigua. Siguió mentalmente su andar por la casa: "Ahora se quita las alpargatas; ahora, los pantalones y la camisa; ahora, anda descalzo por la galería y se pone a orinar en el patio; ahora, va hacia el cántaro y toma agua; ahora, vuelve a la pieza; ahora, entorna las ventanas; ahora, se acuesta; ahora, se da vueltas en el catre; ahora... ", y de nuevo el silencio penetrando por todas partes como un polvillo impalpable. Hubiera querido llamar a Atilio para conversar un rato y olvidar su insomnio. Pero, ¿para qué? Para caer como tantas otras veces en los mismos y fastidiosos temas; quejarse del procurador Agüero y criticarlo porque tramitaba la sucesión con lentitud y que se decía que era un pillo; preguntarse en qué terminaría el conflicto entre el comisario Riquelme y el juez de Paz, discutir una vez más si la ladrillería de Cabrera era un buen o mal negocio; buscar un nuevo motivo al enigmático suicidio de su marido... " ¡Qué hijo! Me clava los ojos como si quisiera penetrar hasta el fondo de mis pensamientos. Me escudriña el rostro, estudia mis más ligeros gestos. Está celoso de todo lo que hago y pienso sin él. ¡Qué distinto de su padre!". Francisco fue grande, tosco y ruidoso. Todo lo contrario de su hijo, flaco, descolorido y taciturno. Atilio solía recordar nostálgico aquellas risotadas retumbantes de su padre y su carácter movedizo y expansivo, y a menudo le preguntaba, mirándola inquisitivamente, como si ella guardase el secreto de su muerte. "Era sano y alegre, no tenía apremios de dinero, y entonces, ¿por qué?". Ella, ante esa insistencia, no encontraba nada mejor que escucharlo callada, porque cualquier contestación lo exasperaba y se prestaba para nuevas y cada vez más absurdas preguntas.
Entretanto, a esa misma hora, un automóvil se detenía en las afueras de Areguá. Los haces de luces de sus faros, atravesando la oscuridad, iluminaron por un instante
la carretera de tierra y, más allá, las malezas y unos árboles; luego se apagaron. Descendieron dos hombres. Uno de ellos era Gilberto Torres, que llevaba un pequeño maletín en la mano, y el otro un sujeto alto y delgado, de movimientos ágiles y rápidos, que vestía campera y pantalón de brin caqui. Desde dentro del automóvil una voz llamó
- ¡Coronel!
Entonces el sujeto de la campera se acercó al coche y apoyándose en el borde de la ventanilla estuvo conversando un buen rato con dos personas que habían quedado
en el asiento delantero. Gilberto, que se mantenía a cierta distancia esperando, alcanzó a oír algunas frases sueltas.
- Tenga paciencia, coronel Balbuena... Es cuestión de pocos días.
- Esta vez no fracasaremos... No lo dude...
- Yo estoy decidido a llevar esto a sangre y fuego. Estas palabras, dichas con voz recia por el qué respondía al título de coronel, llegaron claras a oídos de Gilberto.
Se despidieron de los ocupantes del automóvil. Puesto en marcha el motor, y en el momento de realizar la maniobra para retomar de nuevo el camino de vuelta a Asunción, una voz desde el coche le gritó a Gilberto:
- ¡Torres, lo esperamos pasado mañana sin falta en casa del doctor Osuna!
- ¡No faltaré! -gritó Gilberto agitando una mano en señal de despedida.
A poco desaparecían las luces rojas del automóvil en un recodo de la carretera, y Gilberto y el coronel Balbuena quedaban solos en medio del campo, bajo el cielo estrellado.
Se pusieron en marcha. Gilberto explicó en guaraní que, siguiendo un atajo, que estaba como a cien metros de allí, en menos de media hora de camino estarían en su casa. Pronto dieron con el sendero, que se internaba por entre yuyales y matorrales, y luego cruzaba un campo de cocoteros. Sobre la claridad nocturna del cielo se recortaban los delgados y esbeltos troncos de aquellos árboles, con el penacho de sus hojas cabeceando en la cima, semejando desmelenados fantasmas.
Caminaban Gilberto y el coronel Balbuena uno detrás del otro. Gilberto delante, guiando. El coronel conocía muy bien Areguá y sus alrededores, donde había pasado
todo un verano con una hermana casada en una casa "que le prestó el doctor Gamarra".
- Es esa casa que está cerca de la de Alvarez, doblando al final de la calle principal, hacia la derecha, casi frente a la vía del tren -explicó el coronel.
- La conozco -dijo Gilberto sin volver la cabeza-. Ahora su propietario es don Segundo Rojas, que se la compró al doctor Gamarra por nada. Don Segundo es un fabricante de caña.
El coronel le refirió entonces que el doctor Gamarra estaba fundido. En la última revolución las tropas gubernistas ocuparon su estancia, y después de carnearle y robarle la hacienda, le prendieron fuego a la casa y los galpones.
- Cada día por joderlo le mataban dos o tres toros de raza para comida de la tropa. Los soldados con sus fusiles tiraban al ganado para entretenerse. ¡Qué se puede esperar de semejantes salvajes!
Agregó que el doctor Gamarra había tenido que huir a la Argentina, y que vivía ahora en Posadas, donde con la ayuda de su mujer y una hija había puesto una casa de pensión.
- En la última revolución prácticamente lo liquidaron, dejándolo en pelotas -remató enérgicamente el coronel Balbuena-. Todo un abogado de primera fila, ganándose a gatas la vida con una pensión de mala muerte. Decime tú, ¿dónde se ha visto eso? -El coronel trataba de no usar el vos por sonarle a porteñismo y ser a sus ojos señal de poca cultura; pero se enredaba a menudo con el pronombre y el verbo.
- Es el trabajo que realizan la mayoría de nuestros emigrados políticos en la frontera. Se establecen con una pensión de cuatro o cinco piezas, que regentea la mujer
mientras ellos se pasan el día hablando de política y conspirando en los cafés -contestó Gilberto.
Al coronel le picó el tono desdeñoso con que Gilberto recordaba a los exilados, entre los que se contaba él, y le replicó de mala manera:
- ¡Esas son macanas, Torres! Todos trabajan duro y se ganan honradamente el pan con el sudor de su frente. Sólo unos cuantos haraganes se pasan divagando y charlando de la caída del general Alsina, que la esperan de un día para otro.
El pueblo estaba sumido en el silencio y la oscuridad. Pasaron cerca de algunos ranchos, envueltos en sombras. De la comisaría se escapaba, por la puerta abierta de par
en par, una luz sucia, mortecina, amarillenta. Bordearon la plazoleta de la loma, en medio de la cual se levantaba la iglesia sola, aislada, con su galería y su campanario no muy alto. Siguieron por una calle arenosa y luego cogieron por otra con zanjones y surcos de carretas, que les obligó a caminar despacio y con cuidado. Al salir a la plaza del mercado, apareció la casa de Gilberto. En la noche, que ocultaba sus grietas y dejadez, se destacaba engañosamente blanca, espaciosa, señorial, con sus columnas y su amplia galería, como un espectro de otras épocas, como un aparecido de cincuenta años atrás, cuando Areguá era un pueblo veraniego de moda y atraía a lo más selecto de la sociedad asunceña.
- Esa es mi casa y la suya, mi coronel -dijo Gilberto señalándola al par que se detenía frente al portón de hierro de dos hojas grandes, una de las cuales, desvencijada y comida por la herrumbre, no podía cerrarse y permanecía siempre abierta.
Ya en la galería; Gilberto pidió a su acompañante que lo aguardase mientras iba en busca de luz.
- Dejá. Encenderé un fósforo -replicó el coronel hurgando en sus bolsillos.
Encendió un fósforo, y cubriendo la llama con la mano, siguió a Gilberto.
Todas las puertas y ventanas de la casa, que eran numerosas, estaban abiertas de par en par por el calor. Pasaron por la pieza del centro, en la que había tres catres juntos cubiertos por un sólo mosquitero, donde dormían tres de los chicos de Gilberto.
Venga por acá -musitó éste, andando con cuidado-. Espéreme un segundo. Voy a avisar a Rosalía y a buscar una lámpara.
Al rato volvió con una lámpara de kerosene, que humeaba por su tubo ennegrecido. Entraron en una pieza contigua a la ocupada por los chicos, que era la que Gilberto utilizaba como taller de pintura. A la vacilante luz de la lámpara, el coronel vio que era un cuarto amplio, con cuadros y bastidores diseminados por los rincones. Junto a la ventana había un caballete.
- Este es mi cuarto de trabajo. Mientras esté usted aquí será su dormitorio y P.C. -dijo Gilberto riendo a la vez que colocaba la lámpara sobre una silla.
A pesar de que el coronel Balbuena tuteaba a Gilberto, éste lo trataba de usted, no sabía si por consideración a los cargos que había ocupado, o por ser bastante mayor que él en años.
El coronel puso el maletín en otra silla. Gilberto trajo un pirí, una frazada; una almohada sin funda y una sábana.
Por esta noche, mi coronel, tendrá que dormir en el suelo... Mañana le daré uno de los catres de los chicos. Gilberto tendió el pirí en el suelo, y encima puso la frazada y la sábana. El coronel le pidió que quitara la frazada por el calor.
- Dormiré sobre el pirí. No te preocupes, Torres, Tú te olvidas que soy un soldado -pronunció estas últimas palabras como si sacara el pecho en un desfile.
No bien salió Gilberto, el coronel se quitó la ropa, de un soplo apagó la luz y se echó sobre el pirí. A poco se oía su acompasado roncar.
Gilberto fue a su dormitorio, que también se hallaba contiguo al ocupado por los chicos, pero en la otra ala de la casa. Se desnudó y se metió en el lecho junto a Rosalía. Allí, en la semioscuridad, bajo el mosquitero, se pusieron a hablar en voz baja. Al contarle Gilberto que el huésped que había traído era el coronel Matías Balbuena, muy conocido por ser un adversario acérrimo y temido del dictador, general Raimundo Alsina, Rosalía por poco da un salto en la cama. Su temor creció cuando supo que el coronel Balbuena había entrado subrepticiamente en el país para ponerse a la cabeza de una revolución que iba a estallar dentro de unos días.
- Por eso fui tan breve en el telefonema. No podía explicarte más. Tendremos que ocultarlo aquí por poco tiempo -susurró Gilberto.
Rosalía se revolvió inquieta y alzó la voz asustada. -Más despacio. Vas a despertar a todo el mundo -observó Gilberto.
La voz de Rosalía sonaba desapacible y con un fondo de amargura y reproche. Gilberto trataba de llevarlo con paciencia. Estaba acostumbrado a las querellas y regaños de su mujer desde que despuntaba el sol hasta que anochecía. A juicio de Rosalía, lo que Gilberto acababa de hacer era una locura que se sumaba a tantas otras cosas descabelladas y sin sentido que había hecho desde que se casaron, las que lo habían llevado a su triste situación actual. La de ahora era la más grave de todas, y debían prepararse para lo peor. Por de pronto, ya podía perder toda esperanza de que lo repusieran en las cátedras de dibujo del Colegio Nacional, cuyas gestiones se hallaban tan bien encaminadas, y de las que lo habían dejado cesante tan luego por meterse en política.
- Firmar una nota con otros pidiendo que se dé mejor trato a profesores amigos y estudiantes presos no me parece que sea hacer política -dijo Gilberto.
- Era una nota insidiosa y con críticas al gobierno. Yo te dije que no la firmaras. Ahora, si descubren esto nos perseguirán hasta dejarnos en la calle, hasta que te quiten las pocas horas que todavía conservas en la escuela General Yegros. No descansarán hasta vernos pidiendo limosna -se lamentó Rosalía.
- Callate, pajarraco de mal agüero -murmuró Gilberto.
Para éste, la revolución no podía fracasar. Había sido planeada en sus mínimos detalles, con toda minuciosidad, prolijamente, por el sistema de cédulas, al estilo comunista (parecía que esto a los ojos de Gilberto constituía el sumo de la perfección y garantizaba el éxito del complot, porque lo repitió varias veces, y además había corrido mucho dinero. El doctor Barreiro, uno de los principales dirigentes, le había dicho que jamás se montó y organizó en el Paraguay una revolución como ésta. Era un aparato de relojería. Y triunfante la revolución, qué le importaban a él esas míseras cátedras de dibujo ni el general Alsina y sus compinches.
- Todos esos canallas serán fusilados -exclamó rotundo y exultante.
- ¿Y si falla -le replicó Rosalía, llevándole la contra como siempre-. Vas a ver que fracasa. Vos metés la pata en todo lo que hacés. -Y luego prosiguió con tono quejoso y lloriqueando-: Nosotros no tenemos suerte. Somos unos fracasados. La desgracia y la mala fortuna se nos ha pegado para siempre.
"Cuándo será el día, Dios mío, que me hable unos minutos, nada más que por unos minutos, sin ese tono recriminatorio y amargo, como si yo solo fuera el culpable de todo", díjose Gilberto para sus adentros con desesperación. Se abrió una larga pausa.
- En el riesgo está la ganancia apuntó al cabo Gilberto.
Luego, pensó: "En cuanto pronuncie el nombre de Osvaldo estallará su cólera. No debo nombrarlo porque la irritaré más". Y, sin embargo, dijo:
- Por de pronto ya he salido ganando unos pesos. Osvaldo me dio diez mil guaraníes por ese servicio que le hago a la revolución, y dentro de unos...
- ¡Osvaldo! -chilló Rosalía interrumpiéndolo.
Osvaldo Crespo era un amigo de ambos, al que habían conocido en la escuela de Bellas Artes. Aunque Osvaldo no seguía cursos de pintura, concurría a menudo a la escuela y se daba aires de gustar mucho de la pintura y de ser un conocedor. Hasta había publicado tres artículos sobre pintura primitiva americana. Fue Osvaldo quien más lo ayudó y animó a continuar el noviazgo ante la oposición del viejo Mazzei. Sus palabras eran: "Todos los padres se oponen, pero al final perdonan y olvidan". Pero desconocía el carácter de Mazzei, al cual la resistencia a su voluntad lo endurecía y volvía aún más intransigente e intratable.
- ¡Osvaldo! -tornó a repetir Rosalía con estupor-. Otra vez ese pedante y engreído metiéndose en nuestra vida. El causante de todas nuestras desgracias, que no se con tentó con llevarle la contra a papá cuando nuestro noviazgo, sino que se reía y se burlaba de él. Lo llamaba napolitano amarrete, y lo remedaba en el hablar.
- Hablás más despacio, o te voy a tapar la boca con la mano -le ordenó imperioso Gilberto.
- Es lo que nos faltaba... ¿Conque había sido Osvaldo el que te metió en esta revolución? ¿No te bastaba con tu cesantía en las cátedras por culpa de él? ¡No vas a aprender nunca!
- Otra vez con eso de la cesantía. ¡Cuándo terminarás! Ninguna culpa tiene Osvaldo. Yo firmé la nota al general Alsina porque se me dio la gana y porque creí que debía hacerlo, y no por consejo de Osvaldo. Esa es una idea idiota que se te ha ocurrido.
- No, no es una idea idiota.
- Lo que pasa es que le tenés rabia o qué se yo a Osvaldo, y le echás la culpa de todo... Yo no podía dejar de firmar esa nota, y si tuviera que hacerlo ahora, lo volvería a hacer, aun conociendo el daño que me acarrearía.
Rosalía se sentó en el lecho, e insistió con brusquedad:
- Es cierto... Le tengo rabia a Osvaldo. No me da vergüenza decirlo. No le perdono que se haya reído de papá... Estoy segura, me dejaría cortar la cabeza, que no hubieses firmado la nota si Osvaldo no te aconseja. Hacés todo lo que te dice como un muñeco.
- ¡Oime bien! -dijo Gilberto excitado, incorporándose, con el codo sobre la almohada-. ¡Oime bien! ¡Te vas a la mierda! ¡Desgraciada! Lo único que sabes es irritarme y exasperarme. Piensas que soy un chico que necesita que alguien le ponga la pluma en la mano para firmar una nota humanitaria reclamando que a camaradas y colegas, como eran esos profesores, se los sacara de la cárcel pública, donde convivían con asesinos y reos comunes, y se les diera el tratamiento de presos políticos... Si no lo hago se me caería la cara de vergüenza. Si yo hubiese estado en la situación de ellos, estoy seguro que por mí hubieran hecho lo mismo, con Osvaldo a la cabeza.
- Así estamos ahora -le contestó Rosalía despreciativa, y se echó a llorar, escondiendo la cara en la almohada.
Nada exasperaba más a Gilberto, nada lo ponía más fuera de sí que el llanto de Rosalía, a la vez que se apoderaba de él un oscuro sentimiento de desesperación y aflicción.
- Lo único que nos falta es que los chicos salgan a pedir limosna -prosiguió Rosalía, levantando la cabeza y con voz entrecortada por los sollozos-. Hoy Constancia
me escupió en la cara trayéndome un corte de género. Me lo dio por caridad seguramente... Yo no quiero recibir limosnas de nadie. Todo por culpa de esa maldita nota. Si no la hubieras firmado, hoy estaríamos en Asunción... No hubiésemos tenido que venir a enterrarnos aquí -y hundió otra vez violentamente la cara en la almohada, ahogando su llanto y su furia.
- Cualquiera de estos días pierdo la paciencia y te aplasto la cabeza -amenazó Gilberto, cerrando un puño y agitándolo en el aire-. Estoy harto de tus plagueos.
- Y yo hasta la coronilla de lavar, cocinar, y limpiar la cagada de los chicos... Desde que me casé no he podido tomar un pincel. Me he convertido en una burra de carga. Vivo continuamente con sueño y agotada. Yo no sé qué va a ser de mí.
- Cállate y déjame dormir -la atajó Gilberto y le volvió las espaldas.
Habrían dormido alrededor de dos horas, cuando las primeras luces de la mañana, penetrando por la ventana abierta, con un lejano balido de recentales y cacareos de gallos, despertaron a Rosalía, que se levantó para entornar la ventana y oscurecer la pieza. Antes de acostarse de nuevo, sentóse en el borde del lecho, y con la mano se limpió el polvo de la planta de los pies. No tenía sino las bombachas. El calor de la cama hacía pesada cualquier otra prenda por ligera que fuese. Gilberto dormía desnudo. Rosalía apoyó un codo en la almohada y la cabeza en la mano y contempló el cuerpo moreno de su marido. Gilberto había engordado en este último año. Sus pechos resaltaban crasos, y el vientre abultado y blando. "Cada día se deforma más", se dijo Rosalía. Desde que había engordado parecía más bajo y sus brazos y piernas más cortos. Unos pocos pelos salpicaban su rostro ancho y lampiño. El sudor le mojaba el pecho bajo la barbilla, y unas gotitas resbalaban por el esternón.