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GABRIEL CASACCIA (+)
  EL GUAJHÚ (Cuento de GABRIEL CASACCIA)


EL GUAJHÚ (Cuento de GABRIEL CASACCIA)

 EL GUAJHÚ (1)

Cuento de GABRIEL CASACCIA

 
 
 
 
Barcino no había dejado de aullar durante toda la noche; era un aúllo lúgubre, espeluznante. Varias veces, Tomás Riquelme, que era de carácter violento y huraño, estuvo tentado de espantarle a pedradas. Pero un temor supersticioso lo contuvo. Y se resignó a soportar de mala gana aquel guajhú que, por momentos, en el silencio de la alta noche, semejaba voz lastimera de ser humano.

Esos aullidos eran la forma con que Barcino manifestaba su dolor por la muerte de su dueño Ceferino, el hermano de Tomás. Ceferino había sido de índole muy distinta a la de Tomás. Su genio jovial y chancero le había granjeado la estima de todo Areguá. Siempre fue motivo de cavilaciones y comentarios en el pueblo el por qué ambos hermanos, que andaban constantemente juntos, tenían modos de ser tan ajenos. ¿A qué se debía ello? La causa era clara, pero los campesinos hechos a quedarse en la superficie de las cosas no inquirían más allá. Y en el fondo se hallaba la respuesta: Tomás y Ceferino no eran hijos del mismo padre. Sus amigos ignoraban que ambos hermanos eran copias vivas en el carácter el uno del padre del otro.

Habían llegado con su madre a Areguá siendo muy niños, la que no había dejado ningún vestigio en ellos. Al hablar de los mismos apuntaban los vecinos y conocidos. -"Mba'evepe ndo yo-yoguai ñaimo'a oñu-hermano-y-va"- (2). Y en Areguá era proverbial decir, para subrayar la profunda diferencia entre dos objetos cualesquiera: son distintos como Tomás y Ceferino.

Éste poseía el cabello rubio, casi pelirrojo, y era quebrado de color y de ojos claros, de mirar bondadoso. Su talla era más bien baja, y su físico desmirriado, enclenque, le habían llevado de continuo al rancho del curandero para mercarle yuyos medicinales. Tomás en cambio era de pelo azabachado, moreno, alto, fornido, de voz fuerte, no arredrándole ningún trabajo, por más rudo que fuera. En su comportamiento eran tanto o tal vez más desemejantes. Tomás se pasaba las noches de claro en claro en los almacenes del pueblo, cambiaba de mujeres a menudo y tenía varios hijos bastardos. El otro ni era mujeriego ni le gustaba emborracharse. Tomás odiaba a su hermano con odio sañudo y hondo. Ceferino, conociendo ese rencor, desvivíase por apaciguarlo, humillándose y obrando en todo como si tuviese la culpa del odio que despertaba en Tomás, cuyo aborrecimiento tanto más crecía cuanto más señales de sumisión recibía.

Desde niño la aversión del uno se vio pagada con el amor del otro. Ambos sentimientos habían tenido la coyuntura de manifestarse muchas veces. En una ocasión, yendo de camino, al pasar junto a un hoyo profundo, Tomás sin pensarlo, como impulsado por una fuerza extraña, dio un empellón a Ceferino, echándole dentro, y allí lo dejó sordo a sus gritos y llamados de auxilio. Pero cuando dos días después, Tomás casi se ahoga nadando en el lago Ypacaraí, fue Ceferino quien lo socorrió y puso a salvo.

Ceferino era mayor que Tomás; y contaría alrededor de dos años cuando su padre, a quien su mujer había abandonado, mató a puñaladas, por celos, al hombre con el cual ella había ido a vivir. Meses después ésta dio a luz a Tomás.

Entre aquellos dos hombres había habido también diferencias profundas de físico y temperamento. El padre de Tomás fue un hombre enteco y pusilánime, y en vez, el padre de Ceferino, que falleció en la prisión, fue un campesino musculoso y fuerte.

El odio que Tomás experimentaba por su hermano lo sintió avasallador y ciego hasta que la última palada de tierra cayó sobre su sepultura. Pero ni bien clavaron en ella una pequeña cruz de madera negra, trocóse su odio en piadoso enternecimiento y derramó lágrimas de sincera pena. Pero antes ¡no!; tuvo que desaparecer el ataúd bajo tierra para experimentar aquel nuevo sentimiento. Fue todo uno clavar aquella buena mujer la cruz en tierra y parecerle que con ella golpeaba en su corazón. Echóse sobre la tumba delante de los concurrentes, y lloró por Ceferino. Imarangatú eté jha oyejhá-y jhú etéva (3). Los asistentes quedaron sin saber qué pensar de esas muestras de desesperación. En el pueblo era conocido el aborrecimiento que sentía por su hermano y las vejaciones de que le había hecho víctima. La gente, pues, comenzó a preguntarse si esas señales de pesar no eran puro fingimiento. ¡No! Esas lágrimas eran sinceras, nacían de una aflicción que le abrumaba y aplastaba con su gran peso. Pero si en aquel momento, Ceferino hubiese vuelto al mundo de los vivos, seguro que en el corazón de Tomás hubiese resucitado súbito y violento el mismo rencor de antes.

Barcino no aulló durante el velorio y entierro de Ceferino. Empezó a la vuelta de Tomás del cementerio, en cuanto se acercó al rancho. Tomás, que lo había dejado atado, lo soltó, creyendo que una vez libre dejaría de aullar. "Ndoguajhú veichéne" (4), se dijo Tomás, y no se preocupó más de él. Sin embargo, gran parte del día y durante la noche continuó aullando.

Al día siguiente, Tomás se distrajo cortando leña y, al anochecer, se fue al centro del pueblo, pues vivía a orillas del lago. Mientras iba caminando, una idea inesperada, rápida, se le clavó en la mente, como un dardo, que le hubiesen disparado desde las malezas vecinas: él tenía la culpa de la muerte de Ceferino. Claro que no había cometido ningún delito. Sin embargo, en lo hondo sentíase tan culpable como si le hubiese dado muerte por su mano. Esta extraña idea despertó en su ánimo penoso desasosiego. Con su rencor había matado a su hermano; ese odio grande e irreductible de todos los días, de todas las horas, de todos los minutos, había ido estrangulando paso a paso su vida. De este sentimiento de culpabilidad bastante oscuro, Tomás no tenía una idea muy clara. Lo sentía. Al cruzar la vía del ferrocarril, cuando más atormentado iba con su idea, llegó hasta él, rompiendo el silencio del manso atardecer, con una nitidez que le produjo escalofríos, el largo aullido de Barcino. Tomás volvió con presteza la cara contraída por el pánico, creyendo que lo había seguido. Nada. A sus espaldas extendíase el camino desierto, con el lago al fondo. Un gran azoramiento y un miedo pueril se apoderaron de él. Comenzó a lanzar recelosas miradas a su alrededor receloso de que Barcino apareciese y le saltara al cuello. Recordó entonces que nunca se le había ocurrido hacerle un mimo, una caricia y, por el contrario, dos o tres veces le castigó con dureza, como si su rencor hacia su hermano se lo transmitiese al perro. Barcino le  pagó siempre su frialdad y desapego ya huyendo, ya latiendo enfurecido al verle. Con Ceferino en cambio se pasaba el día jugando y retozando a su lado. Se revolcaban ambos en la yerba como si Ceferino fuese otro perro. "Agui-riré na che aña veichémane: añejhaáne agayjhú la yaguá-pe" (5) decíase Tomás en tanto continuaba su camino embebido en los planes que pondría en ejecución al día siguiente para atraerse la simpatía del "yaguá" (6). En esto, al pasar junto a la casa de Ña Taní, subiendo la cuesta hacia "la loma", un perro ladrando saltó desde dentro contra la torcida y tambaleante empalizada de madera. Tan grande fue el espanto y la emoción de Tomás, que dio un salto hasta el medio de la calle y trastrabillando entre las piedras, terminó por caer de bruces. "¡-Añá membyré!-" bramó al mismo tiempo que se levantaba. Y agregó: -¡Yaguá yeby-mavaerá! (7). El, por lo común tan esforzado, tan decidido y desaprensivo, sentía que iba perdiendo fuerzas en esa lucha a brazo partido contra su propio temor. A ratos, se le metían en el ánimo vehementes deseos de huir de Areguá y de todo lo que le traía recuerdos de su hermano y de Barcino. Repuesto del susto de momentos antes, ya en "la loma", cerca de la iglesia, oyó de nuevo, distintamente, el maldito aullido. Parecía salir de detrás de la iglesia. Dio una vuelta alrededor de ésta rápidamente, casi a la carrera, y quedóse sorprendido de no hallar nada.

Comenzó a creer que ese aullido era creación de su fantasía. Desde que volviera del cementerio había estado horadándole los oídos, clavándosele en el cerebro, aguijoneándole el corazón. Por momentos, se volvía casi humano. Apenas podía pensar, la cabeza le daba vueltas, como si fuera a desvanecerse. Allí enfrente estaban el almacén y peluquería de Cardozo, ostentando un aviso con letras desparejas y torcidas, que anunciaba "Secorta el cavello y se bende caña". Entró. Era ya numerosa la concurrencia de parroquianos, los cuales recibieron a Tomás con demostraciones amistosas, invitándole a beber.

Una hora después, completamente borracho, perdido el miedo, sin acordarse de Barcino y sus aullidos, Tomás comenzó a volverse locuaz, a decir chistes y a recobrar su antiguo aplomo y desfachatez. Entre risotadas y bromas de los amigos, aunque a medida que avanzaba en el relato, todos iban quedándose serios, contó con mucha soltura que, con una barrena, le había hecho dos o tres agujeritos a la canoa de su hermano, el cual recién en medio del lago había advertido que hacía agua. Añadió que él desde la orilla había oído sus gritos de socorro, y presenciado el hundimiento de la canoa, así como los esfuerzos que hiciera para salvarse. De repente callóse sobresaltado y de un salto se asomó a la puerta. Escrutó con mirada ávida las sombras de la noche. Nada. Los concurrentes se hallaban inquietos por ese cuento del hundimiento de la canoa y esos movimientos imprevistos. Con mirada de extravío, Tomás volvió a su sitio; y luego, confesó en voz baja que lo que había relatado era "Yapurei" (8). Todo eso se le había ocurrido muchas veces, y hasta en dos ocasiones comenzó a hacerlo; pero sin saber por qué postergó su ejecución. Sin embargo, ya nadie le creyó. Viendo la duda en todos aquellos ojillos llenos de caña, puso como prueba las palabras del curandero del pueblo, quien opinó que Ceferino murió de disentería. Pero ya era tarde. Nadie le quitaba de la cabeza a algunos de los presentes que Tomás había matado a su hermano. De pronto, agarrando a uno de los circunstantes del brazo, le dijo con voz mate:

-¿Rejhendú-pa?- (9).

Había vuelto a oír el plañido de Barcino. Volvió a imaginarse que ese aúllo que por momentos semejaba voz humana doliente era obra de su mente alterada por el temor. Esto le trajo alivio por un rato. Aproximóse a la puerta y echó una mirada fuera para constatar que sólo tenía que enfrentarse con su imaginación. Era una noche clara de estrellas, y toda la plazoleta se veía envuelta en el embrujo de una blancura estelar. Tomás volvióse azorado, y tornó a preguntar esta vez a todos los presentes:

-¿Pejhendú-pa? (10).

Respondieron a una que no habían oído nada al mismo tiempo que lo observaban con sorpresa y curiosidad. En el semblante de Tomás se traslucían el temor y la angustia. Pero tras beberse medio vaso de "guaripola" (11) se serenó pensando que todo eran ideas y miedo producidos por la caña.

Cuando salió del almacén, Tomás apenas podía tenerse en pie. Tambaleándose. Gritaba a voz en cuello que no le tenía miedo a Barcino ni a nadie y lanzaba ¡hurras! al partido colorado.

Al cruzar la vía del ferrocarril tropezó y cayó al suelo cuan largo era. Quedóse allí durmiendo la mona y babeando.

El sol estaba ya alto cuando despertó. Sentía la cabeza entorpecida y pesada. Desde lejos, en cuanto lo vio, Barcino comenzó a aullar. Un estremecimiento de rabia, de impotencia se apoderó de Tomás. Algo había que hacer pues con aquel animal siempre aullando, el vivir se le iba volviendo un infierno.

Toda la mañana se la pasó sentado en un catre tomando "tereré" (12). Al principio pensó ahogarlo en el lago; pero de pronto rechazó este recurso, sintiéndose sin fuerzas para llevarlo a cabo, porque a Tomás le angustiaba la idea que terminar con Barcino era lo mismo que cumplir, ¡por fin!, ese oscuro deseo que había sentido tantas veces de matar a Ceferino ahogándole. Por último, luego de largo cavilar, resolvió librarse del perro y del tormento de sus aullidos llevándole de allí a la Isla Valle, un lugar cercano a Areguá.

A la siesta, ató al cuello de Barcino un tucumbó-poí (13) y partió con él. Flaco, hundido de ijares, de color blanco sucio, Barcino le seguía sumiso con su andar ondulante y desgarbado. Tenía la humildad y fealdad de Ceferino. Antes de alcanzar las primeras casuchas de Isla Valle, Tomás se salió del camino y entróse por entre una enmarañada espesura y yuyos bravíos, y, en lo más cerrado, ató el perro a un árbol. Barcino seguía todos sus movimientos con mirada cansina y apagada, como si fuese a otro y no a él a quien estaban atando. Tomás hacía todo eso nervioso, rápidamente, con gesto de hosquedad y sin atreverse a mirar de frente al perro. Tenía el terrible presentimiento de que si sus ojos se encontraban con la mirada humilde de Barcino vería en lugar de ella la igualmente humilde de Ceferino. Sus manos movíanse torpes y temblorosas, le flaqueaban las rodillas, enseñoreábase de su espíritu el pánico, la angustia, un sentimiento indefinible, mezcla de congoja y temor. Y tan insufrible se le volvió que, sin aguardar más, salió huyendo de entre aquellas espesuras.

Marchó a prisa, hundiendo sus pies de plantas rugosas, en las cálidas arenas del camino. Por todos lados extendíase un silencio luminoso y caliente. El camino, los matorrales, los árboles, los montes, todo habíase quedado silencioso, amodorrado en el bochorno de la tarde. El paisaje entero sesteaba. Tomás no sentía el calor agobiante del sol, ni el fuego de la arena bajo sus pies, ni la fatiga del camino, sólo sentía un vacío y decaimiento del ánimo, como si le faltase algo, algo que no conseguía determinar; pero ello no impedía que continuase adelante, rápido con andar febril, como si alguien le persiguiese. Sudoroso y jadeante, arribó al pueblo. Fuese directamente al almacén de Cardozo. Allí se hizo servir un vaso de guaripola y, poco a poco, fue bebiéndoselo. A medida que los vapores alcohólicos se le iban subiendo a la cabeza, embebíase de una blanda ternura por Barcino, arrepentido de haberle dejado allí solo, expuesto a morir de sed o de hambre, o a caer en manos del primero que le descubriese. Al fin y al cabo, no le había hecho otro mal que aullar y aullar. Sí, pero aquel aúllo se prolongaba por todos los ámbitos del campo, le ensordecía y despertaba, sobre todo, el recuerdo de sus pensamientos criminales. "Y, ¿si hubiese dejado de aullar"?, pensó vagamente en medio de la bruma que le envolvía el cerebro. De pronto, tomó con ímpetu el vaso, bebió de un trago el resto de su contenido y salió afuera con ademán violento.

Poco después, Tomás llegaba nuevamente al sitio en que atara a Barcino; pero ahí vio, con mezcla de asombro y miedo, que el perro había desaparecido. Quedóse paralizado por el temor. Tendió el oído y se puso a escuchar con suma atención por si alcanzaba a percibir algo. Estúvose quieto por largo rato. No oyó nada, sólo le pareció estar más cerca del silencio. Sintióse solo, abandonado, falto de ánimos. Una fuerte sensación de ansiedad comenzó a oprimirle el pecho. Ahogábase. Aquella maraña y confusión de hojas y ramas parecía moverse, avanzar hacia él. Rompió por entre la tupida espesura con los ojos cerrados y con las manos extendidas hacia adelante. Al salir al camino tenía la cara y las manos cubiertas de rasguños y la camisa y el pantalón con grandes desgarrones. Respiró con afán. Su pecho bajó y subió varias veces con amplio movimiento. Pero no se curó de aquel ahogo que le nacía de adentro y allí quedaba. Empezó a llamar a gritos: ¡Barcino! ¡Barcino! Le respondió, como un eco, el guajhú quejumbroso del perro. Entonces, atento e inmóvil, permaneció en mitad del camino. A medida que transcurría el tiempo, su desesperación aumentaba. Volvió a lanzar a Barcino un grito prolongado y, al escuchar su propio grito, asustóse, pues lo oyó como un aullido. Corrió de aquí para allá llamándolo, haciendo bocina con las manos. Y de todas partes brotaron aullidos. Empavorecido, extraviado por el temor, mientras a sus espaldas seguían los aullidos cada vez más próximos. A la vista de las primeras casas cesaron aquéllos, como por ensalmo, y con ello una cierta tranquilidad penetró en el ánimo atormentado de Tomás. Esa noche se quedó a dormir en el pueblo, en casa de un amigo, no atreviéndose a ir a su rancho.

A la mañana siguiente, Tomás se levantó muy de madrugada, con la idea de llegar hasta su rancho, liar sus cosas y marcharse de Areguá. A pesar de las conmociones experimentadas, a pesar de la fatiga y del deseo de descansar con que se echó en la cama, había tenido un sueño tan ligero y tan poblado de negras pesadillas, que, cuando se levantó, sentíase más fatigado y débil que antes de acostarse. Aparecía con el rostro demacrado, con profundas ojeras, y sintiendo un dolor agudo en los oídos como consecuencia del aúllo penetrante que oyó durante toda la noche. Hubo un momento, en su dormitar inquieto, en que se despertó bañado de sudor, luchando contra el yaguá que, echado sobre él y latiendo furioso, buscaba clavarle los dientes en la garganta. Al palparse el rostro y la garganta y sentir las manos mojadas se asustó, creyendo fuera sangre. Pero pronto dióse cuenta de que lo que había tomado por sangre era su propio sudor. Tomás se encaminó al rancho. Le con-turbaba la idea de lo que iría a encontrar allí, y sólo con gran esfuerzo de voluntad pudo seguir adelante. A cada momento se paraba con el propósito de volverse; pero lo animaba a seguir una extraña curiosidad de saber si se encontraría con Barcino. Y allí estaba Barcino, sentado sobre sus cuartos traseros, delante del rancho, con la dócil mirada puesta en el camino, como si lo estuviera aguardando. No bien sintió sus pasos alzó el hocico al cielo y se puso a dar aullidos desgarradores. Tomás se detuvo de golpe con el rostro alterado por el temor, luchando entre el deseo de salir huyendo y el de quedarse, para enfrentar, de una vez por todas a Barcino y su propio miedo. De pronto, un fulgor le iluminó la mirada, fue algo así como un entendimiento de calentura; y con los labios apretados, como si reuniese todas sus fuerzas, entróse en el rancho. Poco después salía trayendo una cuerda y, aproximándose con temor al perro, como si fuese a saltarle a la garganta, recordando su pesadilla de la noche, le echó la cuerda al cuello. Barcino no se resistió, como tampoco cuando Tomás lo arrastró hasta la orilla del lago y lo hizo saltar dentro de un bote, el mismo que en su imaginación agujereara con una barrena. Colocó la "pala ancha" (14) y, metiéndose en el agua, sin arremangarse los pantalones, comenzó a empujar el bote. Realizaba todos estos actos maquinalmente y sin que por un instante desapareciese de sus ojos esa brillantez afiebrada que de pronto habían adquirido. Se movía como un sonámbulo. Cuando la quilla del bote se hubo despegado del fondo pegajoso de lodo, Tomás apoyó los brazos en la borda, y, con una ligera flexión, trepó dentro. Sentóse en la popa, desde donde comenzó a bogar, echando la pala, ya a derecha, ya a izquierda. Barcino había ido a acostarse en la proa, desde donde posaba en Tomás una mirada llena de humildosa docilidad. ¡Quién sabe lo que hubiera pasado por el alma de Tomás si en ese momento hubiese bajado la vista, al encontrarse con la extraordinaria expresión de ternura, de ser racional, que había tomado la mirada del perro! Pero Tomás, bien por miedo o bien por no desmayar en sus propósitos, mantenía la cabeza erguida, con la mirada fija delante de sí.

El sol asomaba en el horizonte; y el lago, frío y de un azul oscuro en toda su extensión, comenzaba a llenarse de grandes lamparones de claridad. A poco, la luz que daba de frente a Tomás le encandiló, borrando dar como antes. Con ademán brusco, abandonando la fortaleza y la dureza de su determinación iban derritiéndose como blanda cera, en medio de esos cálidos fulgores. Le asustó el pensamiento de que podía arrepentirse, comprendiendo que de esa manera todo volvería a quedar como antes. Con ademán brusco, abandonando la pala, que cayó al agua, se aproximó al perro. El bote balanceóse, y Tomás tuvo que inclinarse un poco y echarse hacia un lado para no caer. Con los ojos cerrados, temblando, tendió las manos para agarrar al perro, retirándolas a su contacto, rápidamente, como si las hubiera puesto en una brasa. Volvió a extenderlas, y al tocar de nuevo aquella pelambre áspera, se le erizó la piel, apoderándose de todos sus miembros un temblor convulso. A duras penas consiguió empujar a Barcino por la borda. Alcanzó a oír el ruido del agua al recibir el cuerpo del perro. Después, una nube le pasó por los ojos y ya no sintió nada.

Cuando recobró el conocimiento hallóse tendido en el fondo del bote. Un hilillo de sangre, manándole de una herida que se había hecho en la cabeza al caer, iba enrojeciendo el agua que cubría el piso del bote. Abrió los ojos; pero no movió ni los brazos ni las piernas. Hasta él no llegaba el más ligero ruido. A su alrededor se extendía un silencio hondo, majestuoso. Encima de su cabeza, el azul del cielo. ¡Qué paz inmensa la que penetraba en su espíritu! ¡Cuánto goce en aquel descanso en medio de la soledad! Sentía correr por sus mejillas aquel hilito de sangre, y luego, a intervalos regulares, el ruido que hacía una gotita al caer en el agua del bote. ¿Cuánto tiempo duraría aquel dulce letargo de los sentidos, aquella muerte del pensamiento, de los músculos? De pronto, su memoria llenóse de claridad. ¡Barcino! ¡El agua! Y mientras los ojos de Tomás entornábanse, como si la luz del recuerdo le resultara demasiado fuerte, hasta sus oídos llegaban, de todas partes, aúllos lastimeros, como si todo el horizonte fuese un horizonte de aullidos. Pero, cosa asombrosa, Tomás esta vez no sintió inquietud ninguna.
 
(1) El aullido.
(2) En nada se parecen: como si no fueran hermanos.
(3) Muy bueno y tan querido.
(4) No aullará más.
(5) En adelante ya no seré malo. Me esforzaré por ser cariñoso.
(6) Perro.
(7) ¡Hijo del diablo! Otra vez tenía que ser un perro.
(8) Puras mentiras.
(9) ¿No oyes nada?
(10) ¿No oyen nada?
(11) Aguardiente.
(12) Bebida de yerba mate y agua fresca, que se toma como el mate.
(13) Cuerda de cuero delgado.
(14) Espadilla.
 
 
Fuente: CUENTO PARAGUAYO. Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS. Colección: Hacia un País de Lectores (2). Editorial El Lector, Director Editorial: Pablo León Burián, Asesor Editorial: Roque Vallejos, Ilustración de tapa: Juan Moreno, Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.
 
 
 
 
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ENLACE RELACIONADO:
 

EL GUAJHÚ Y OTROS CUENTOS

Obras de GABRIEL CASACCIA

(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 5)

© de esta edición Editorial El Lector/

© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich

ABC COLOR y Editorial El Lector,

Asunción-Paraguay 2006 (104 páginas) 

Director editorial: Pablo León Burián

Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña

Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich

Asunción - Paraguay

2006 (104 páginas)

 
 





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