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LISANDRO CARDOZO (+)
  LAS CICATRICES PERDURAN - Cuento de LISANDRO CARDOZO


LAS CICATRICES PERDURAN - Cuento de LISANDRO CARDOZO

LAS CICATRICES PERDURAN

Cuento de LISANDRO CARDOZO


Volví esa tarde de lo que pareció un largo viaje. Había pasado mucho tiempo desde la mañana en que tuve un altercado con mi padre, un enfrentamiento que nos alejó definitivamente. Él murió de un colapso hace más de dos años.

Recogí unas flores de santarrita que colgaban sobre una muralla en una cuadra de mi viejo barrio, donde era como un niño que descubría cosas nuevas en un bazar. Había cambiado más de lo que recordaba de mi infancia: Las calles parecían más estrechas, las viejas casas desaparecieron y los patios de tierra colorada ahora tenían baldosas desteñidas por el sol.

No quería caer en sentimentalismos, pero aún así recordé la escuelita, el parquecito de hamacas rotas, el zaguán de la casa donde vivíamos con mi familia un prolongado alquiler hasta que enfermó gravemente mi padre y tuvimos que mudarnos a una pieza más modesta.

Mi padre era un oscuro empleado de depósito de materiales de construcción, que se debatía cotidianamente entre la miseria y el alcohol.

Qué se habrá hecho de Josefina, la chiquilina de cabellera larga y zapatos siempre blanquísimos. Tal vez ya tenga hijos, una casa digna. Recuerdo que tenía un hermoso cuerpo, perfectos dientes, la mirada tierna y los pies planos.

Las flores que traía eran para mi madre, a quien iba a visitar al cementerio. Ella, por mucho tiempo no me había perdonado la pelea con mi padre. Sin querer culparla ahora, ella no contribuyó en nada para que yo espete al viejo, que en el fondo era bueno, aunque pusilánime. Las permanentes peleas entre ellos, de a poco fueron minando mi concepto de respeto.

Tardé años en conseguir este permiso en mi lugar de reclusión. No bastaron el buen comportamiento que tuve, las notas al director, ni las coimas a los celadores. Sólo después de un cambio total en la estructura carcelaria se volcó la suerte a mi favor.

Viene a cuento el motivo de mi encierro, porque la historia que quiero contar es a consecuencia de ello. Debo confesar por enésima vez que fui víctima de un complot entre la amante de un coronel y su tío. La descubrí a ella en la cama con su primo y creyó que cometería la imprudencia de delatarla. Yo era ordenanza del coronel, y Fátima –así se llamaba– manipuló algunos contactos en la policía y me hicieron responsable de un robo de joyas de la esposa de mi jefe.

Encontraron algunas de las cosas robadas en mi casa, y no paré hasta llegar a la celda 72, de uno de los pabellones más tenebrosos de Tacumbú.

Obviamente no recibí nunca la visita de mi padre. Mi madre tenía que acatar su orden, por temor. Ella me envió algunas cosas por una vecina que iba a visitar a su marido. El coronel Ingolotti, ya retirado seguramente, cierta vez me hizo saber que a pesar de todo, creía en mi inocencia. Eso abrió una brecha de luz en mi azarosa vida, pero pronto me di cuenta de que fue una ilusión que solamente yo mantuve por años.

Tenía en el bolsillo la vela y la orden de salida que decía “se le concede permiso por doce horas, por buen comportamiento’’. Tenía algún dinero que fui acumulando con los años, como las ganas de salir y caminar en libertad por el barrio, por la ciudad. Aunque esto se hacía difícil, por ahora, pues no tenía abogado, no sabía en qué instancia estaba mi expediente, ni suficiente dinero para apurar mi proceso. Coloqué las raídas flores en una lata de conserva, sobre otra puse la vela, y la llama bailoteó en el viento.

Sobre un montículo de tierra floja estaba colocada la cruz con el nombre de mi madre y dos fechas. Abajo decía ¨”Muerta de pena”. La sepultura fue erosionando con las lluvias y se podía adivinar el cajón que le consiguieron los vecinos.

Recé largo rato arrodillado y no extrañé la soledad y silencio que ahí había.

¿Qué se habrán hecho de nuestras pocas pertenencias? Algún día he de ir a buscarlas y rescatar algunos recuerdos muy queridos. La dueña de casa seguramente se apropió de ellas en pago de alquileres atrasados, y lo que no le interesaba lo desperdigó en la basura que siempre acumuló en el fondo del patio.

Recuerdo la foto en ropa de marinero, otras en un acto cultural de la escuela. También había una foto carné que me había sacado para ir al colegio.

Me imaginaba libre, pudiendo viajar en colectivo, ir a la costanera, pescar una tarde de domingo, tomar alguna cerveza con nuevos amigos en nuevo barrio, un trabajo decoroso. ¿Pero adónde ir, me dije, si no vuelvo a la cárcel, que es el lugar que mejor conozco?

Ya que estoy afuera, me dije, debería aprovechar para ir a buscar a esa mujer causante de mi desgracia y la hago pagar por todo lo que yo sufrí en estos años. Conozco la casa que le construyó el coronel Ingolotti, sé donde trabaja, la hora que sale, por qué calles camina. Lo que me falta es un arma para asegurar el éxito.

Hubiera bastado un estoque, que lastimosamente dejé en mi celda. No podría pasar por el control con él en la cintura.

Esa arma que yo mismo había fabricado me salvó en muchas oportunidades. Como aquella vez que me mejores condiciones de vida para los internos. A mí no me importaba lo que planteaban, por ello no me sumé y me acusaron de traidor, que ni siquiera me preocupé de negar. Sin embargo, me guarecí en mi celda, cuchillo en mano. Quemaron mi colchón, algunas ropas que tenía colgadas en un armario, pero no me tocaron.

Salí del cementerio y entré en un copetín que encontré a mi paso, donde se enfriaban algunas empanadas; pedí milanesa, y la dueña me dijo que tardaría, pues en ese momento salía la chica para la carnicería. No podía esperar tanto. Salí y caminé al azar, hasta llegar a una avenida. Encontré un bar abierto, pedí una gaseosa, un bife a caballo y todos los condimentos disponibles, además de abundante pan. Hacía tiempo que no comía tan bien.

De a poco, a mi alrededor se iba poblando de gente. Terminé lo que había en mi plato y en un descuido guardé un cuchillo en el bolsillo, tras envolverlo con dos servilletas de papel.

Pagué y salí con paso vivo y me perdí en la primera esquina. No era la primera vez que robaba, porque en la cárcel, para sobrevivir, a veces había que hacerlo, y se aprendía rápidamente.

Caminé mucho para darme ánimo y no echarme atrás, hasta que la noche fue cerrándose sobre mí. Llegué poco antes de las ocho a la esquina de la casa. Me ubiqué en un lugar adecuado para observar todo el movimiento.


No conté con que ella tendría un amigo, novio o marido que le trajera en auto. Descendieron ambos y entraron riendo y cuchicheando, cómplices. Me pareció que estaba más gorda y con cabello más largo.

Permanecí en la oscuridad, acariciando mi cuchillo, que tenía más punta que filo.

Con los años aprendí a tener paciencia, a vivir una rutina desesperante, que se desarrollaba entre la claridad de la mañana y terminaba con alguna película vieja en la televisión, después del noticiero. Luego solamente los grillos y algunas voces o gritos en la inmensa oscuridad. A ello seguían los infernales ruidos de los cerrojos, gritos de órdenes en los distintos pabellones.

Eran las nueve, y fui por ella. Salté la muralla baja, rodeé la casa, que tenía ventanas vidriadas que facilitaron mi trabajo. Vi que en la cocina freía algo. En la sala vi una enorme fotografía de la pareja con un hijo pequeño, y me dio lástima la cara de buen tipo que tenía el hombre.

La puerta de la cocina estaba abierta. La sorpresa de la mujer fue grande cuando me vio entrar cuchillo en mano. Gritó y retrocedió unos pasos hacia el corredor. Le ordené que se quedara, que se tranquilizara. Había música en la sala. Ella me reconoció inmediatamente y comenzó a temblar, poniéndose pálida como papel, sudando profusamente a pesar del fresco. Me acerqué y la miré a los ojos. No hubo necesidad de palabras mías. Me pidió todo tipo de perdón y me rogó que no le haga daño, y tampoco a su familia.

—Vos no dudaste en incriminarme —le dije—. Ahora me decís que eras muy joven y no querías que te mate el coronel. Pero vos no tuviste en cuenta mi edad ni lo que yo perdería.

El marido, atraído por las voces, fue a la cocina con un arma en la mano. De un salto tomé a Fátima por el cuello y la atraje hacia mí. Estaba muy nervioso y no podía prever qué resultado tendría lo que estaba ocurriendo. Ella, una vez más, mintió y gritó histérica que yo había entrado para robar. La hice callar cuando presioné un poco más el cuchillo.

—Me estoy tomando la revancha contigo —le grité en el oído.

Cuando el marido quiso saber que ocurría, le expliqué brevemente lo que había pasado hace muchos años.

Primero leí en su rostro la expresión de sorpresa, luego la indignación y, finalmente, un profundo desprecio. El revólver fue cediendo hasta casi caérsele de la mano. Se recostó en la mesa y miró la oscuridad por la ventana. No podía creer lo que estaba escuchando de mi boca y la pobre argumentación de ella, queriendo ocultar su verdadero pasado.

Esa noche volví a la cárcel a presentarme al oficial de guardia, en el portón principal. Él miró la lista de los que habían salido con permiso, y mi nombre no figuraba.

—Pero vos me conocés —le dije—, allá tengo mis cosas y quiero volver a continuar mi vida aquí.

No negó que me conociera, pero me reiteró que no podía entrar a esa hora, si no estaba mi nombre en la lista. Me pidió que me retirara y que volviera al otro día para hablar con el Jefe de Guardia, aunque tenía el papel firmado por el director.

Dormí en un banco de plaza, sin saber adónde ir en definitiva. Una vez que amaneció, fui de nuevo a la casa de Fátima. Llegué en el momento en que un camión militar era cargado precipitadamente por unos soldaditos. Eran algunas cajas, atados de ropa y muebles.

Desde la ventana miraban un hombre y un niño de unos cuatro años, que lloraba desconsoladamente. Luego salió Fátima y les miró largamente, como queriendo grabar esa escena. Lloraba cuando abordó el camión, que fue echando humareda, hacia el centro.

Pasé una vez más frente a la casa, que parecía desierta. No escuché voces, ni música, ni nadie reía ya. El cuchillo que traía lo arrojé en el patio y me fui caminando sin rumbo.



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Documento Fuente: SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SETIEMBRE 2015

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