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LISANDRO CARDOZO (+)
  LA LLAVE EN LA PUERTA - Cuento de LISANDRO CARDOZO


LA LLAVE EN LA PUERTA - Cuento de LISANDRO CARDOZO
LA LLAVE EN LA PUERTA
 
 
 
 
LA LLAVE EN LA PUERTA
 
Se fue hace aproximadamente tres semanas. Tuvimos discusiones acerca de si lo más conveniente era marcharse de nuevo o quedarse definitivamente conmigo. Con algunas señales vistas y presentidas, tuve la certeza de que volvería en algún momento.
 
Para mí, lo confieso, él es una necesidad tan vital como las funciones básicas de mi cuerpo. Sin él no tengo capacidad suficiente de movimientos, no puedo pensar y me es difícil coordinar aun los reflejos más insignificantes.
 
Desde la mañana no hice más que mirar insistente la puerta. Sin darme cuenta estaba otra vez parado frente de la ventana que daba al amplio parque, al otro lado de la calle. Esperaba verlo sentado en algún banco o caminando con las manos en los bolsillos, mirando hacia la casa. Temo por él, tan frágil como es.
 
La última vez que se marchó fue hace dos años. Recuerdo que hacía un calor pegajoso y envolvente con sus treinta y tantos grados.
 
Aquello era muy extraño para esos días de primavera. Dijo que no soportaba más vivir en tales condiciones y le era imposible concentrarse en alguna actividad. En ese tiempo, creo, estaba leyendo un libro de Dostoiesvki; no recuerdo ahora el título, pero estará en algún anaquel de la biblioteca.
 
Se quejaba de las tibias sábanas y del agua que nunca estaba fría a la hora del baño. En fin, le molestaba hasta las cosas más triviales. Por mi parte hice todo lo que estaba a mi alcance, incluso le había propuesto mudarnos a un piso más confortable.
Una noche, mientras dormía, e
n sueño vi que él se despojaba de mí como otras veces. Quedé vacío, sin sentido, como un amasijo de carne y huesos, con las articulaciones doloridas. Sentí una explosión violenta en mi interior y caí tendido en el cuarto en sombras que se diluían de a poco.
 
Tras un cierto tiempo, ya finalizado el verano, volvió, casi tímidamente. No lo esperaba ese año. Golpeó la puerta y sonó como un susurro. Era más de medianoche y, extrañado, fui a abrir; él estaba ahí, en el umbral, con la mirada gris. Creo que de cansancio o de vergüenza. Lo abracé con alegría, aunque parecía un tronco viejo, rugoso y desvalido. Nos integramos casi inmediatamente tras los primeros saludos. Pura fórmula, faltos de toda amabilidad en la tensión del regreso.En aquella oportunidad, tuve algunos indicios, como los de ayer, que no fueron del todo claros. Recién al compararlos pude estar seguro de su regreso.
 
Esa noche dormimos como si nada hubiera pasado. Es decir: él durmió, si bien hablaba en sueño, decía cosas incoherentes; nombraba lugares extraños y a veces temblaba un poco. Yo sentía una leve excitación, y el temor me asaltaba más y más.
 
Por la mañana, ya repuesto del cansancio con un buen desayuno, nos sentamos en la sala. Observé que no había cambiado tanto, como fue mi primera impresión. Debo advertir que tenemos el mismo nombre, los mismos gestos y calzamos los mismos zapatos. Tal vez la pequeña diferencia consiste en que él siempre fue inquieto, inconforme con nuestras cotidianas costumbres. Quizás esto provenga de mi madre, que para liberarse de la atadura de mi padre, prefirió la muerte. Un largo viaje.
 
Se mantuvo todo el tiempo tranquilo, casi sonriente; miraba por todos lados, como descubriendo de nuevo lo que ahí había. Fijó sus ojos un momento en el retrato de nuestro abuelo, luego en el rostro impasible de nuestra madre, que acariciaba un gato siamés. No dejó de palpar con sus dedos ni un momento los pliegues grises de un elefante de porcelana, que era réplica vulgar de alguna misteriosa dinastía oriental.
 
Por fin reuní fuerzas y le pregunté qué había hecho con su vida transparente en todo ese tiempo. Pareció no escuchar la pregunta, pero fue poniéndose serio gradualmente.
 
(Después de tanto tiempo es natural que haya olvidado algo de todo lo que dijo aquella mañana. Esto es parcialmente lo que pude sacar de mi memoria frente a mi vieja Remington.)
 
"Hice un largo viaje, dijo, que ni puedes imaginar. Recorrí todos los tiempos, todos los continentes, viviendo intensamente cada minuto. Crucé el Atlántico mucho antes que las expediciones. Viajé en un antiguo y extraño barco, y tras casi un mes de porfía, llegué a una agreste bahía de piedra y arena salada. Desde ahí fui adentrándome a pie por un sendero de guijarros hasta un acantilado. El murmullo de mar me llegaba claro desde las rompientes a intervalos regulares y precisos.
 
Allí conocí a Ulises; él estaba atado al mástil de su barco. Volvía de Troya con sus guerreros todavía sangrantes. Mi voz se transmitió nítidamente sobre las olas y le dije que Penélope aún lo esperaba, a pesar del tiempo y los príncipes que la acosaban en Itaca. También le advertí sobre lo tortuoso que sería el regreso.
 
Crucé los Pirineos y fui transitando la península itálica hacia Roma. Ahí escuché a Séneca aconsejando al que más tarde quemaría la ciudad al son de su lira. Luego navegué al noreste, al Asia menor, y en el Ponto conocí a Mitridates VI bebiendo sus venenos para morir finalmente en mano de su esclavo, ante el acoso de los romanos.
 
Después de vagar por Grecia y Palestina, fui a Francia. Eran años iniciales del siglo doce. Con Marcel y Jacques de Clermont conversamos acerca de las leyes del equilibrio estático, aplicadas en las inmensas catedrales de Paris, Reims y Amiens. Con Fulcanelli estudié los símbolos y enigmas ocultos, y fuimos en busca de la piedra filosofal en varios experimentos.
 
En Florencia conocí a Leonardo Da Vinci y a Miguel Angel, que por ese tiempo esculpía La Aurora. Con Da Vinci trabajamos en las teorías sobre las leyes de la hidráulica, la velocidad del viento y en la exactitud de los cálculos para la construcción de los engranajes. En uno de esos largos y fructíferos días que tuve con el maestro, le hablé del avión, del submarino y del helicóptero. Tomó muchas notas ante un espejo e hizo varios bocetos sobre tales descripciones. Aún tengo las costillas doloridas de intentar el vuelo con alas articuladas de madera y lienzo.
 
En Ravena vi a Dante, que iba camino al infierno, componiendo en el crepúsculo la grandiosidad de su obra, y no quise interrumpirlo. Ya en España, me asocié a algunos navegantes marranos que huían de la Santa Inquisición y vine a la gran aventura de ir hacia las Indias y llegar a América.
Ya en el continente, vine al sur, hasta encontrar el estuario del que sería Río de la Plata, y lo remonté penosamente hacia el Paraguay, con muy poco viento a favor. Después de muchos avatares, en Asunción inició su gobierno el dictador Francia; hombre parco y de muy poco hablar. En una de las audiencias que me concedió, discutimos sobre el encierro del país, y decía que no estaba de acuerdo con que Paraguay fuera provincia de Buenos Aires, y la sola mención de la idea lo encolerizaba.
 
Durante toda una fresca tarde nos sentamos en la amplia galería de la Casa de Gobierno. El vestía su acostumbrado blusón blanco y ajustada polaina, que golpeaba constantemente con una fusta de cuero trenzado. Charlamos sobre la Teoría Heliocéntrica de Copérnico, y me mostró el libro del sabio, "De Revolutionibus Orbium Coelistium", que gustaba leer directamente del latín. De Galileo Galilei hablamos cuando me enseñó su telescopio reflector, un verdadero tesoro, que guardaba cuidadosamente en una caja de madera preciosa y revestida de paño carmesí, pues era aficionado a la astronomía y pasaba largas horas insomne en la noche, observando el cielo. Me explicó el isocronismo del péndulo y probamos la ley de la gravedad. Tradujo con palabras seguras In Nunzio Sidereo, de Galileo. También hojeamos la pesada Biblia, que dijo que estaba encuadernada con piel humana y que la había hecho traer de Inglaterra, por intermedio de Rengger. La Rueda de Ezequiel era un enigma insondable para el Dictador, que nunca pudo concebir a Dios, como el profeta lo explicaba a través de la visión que tuvo de El.
 
El Apocalipsis de Juan era otro pasaje que lo intrigaba y decía obsesivamente que estábamos rodeados por los Angeles de la destrucción, que estaban en cada punto cardinal. Temía por el daño que pudieran hacerle a su pueblo, y por ello el enclaustramiento del país.
 
Fui pasando posteriormente de guerra en guerra y de revolución en revolución. Tantas muertes, miserias, luego las calles asfaltadas, venenos, torres altas de cemento y piedra, sucios charcos y el aroma antiguo de la ciudad...", dijo y se levantó bruscamente y fue resueltamente hacia la puerta.
 
-Bien, más tarde te contaré otras historias con mayor tiempo. Ahora debo retomar mis estudios. ¿Estás de acuerdo?, dijo tranquilamente, mientras yo asentía. Me quedé un rato más sentado, pero nunca más me habló de esos viajes.
Pero estoy de nuevo aquí en la insoportable espera, de noches insomnes, días de lluvia, humedad pastosa y soles calcinantes. Mientras tanto, mi expectativa crecía con las horas.
 
Ya era media tarde y miraba insistentemente la puerta. Pensé que llegaría pasada la medianoche, como la vez anterior. Fui a la ventana una vez más, miré el cielo que estaba claro, aunque algunas nubes parecían amenazar desde el poniente, y había una leve brisa entre los árboles de la plaza.
 
La tensión iba creciendo en mi interior, estaba con la boca seca y al borde del colapso. Fui de nuevo al baño y revolví el botiquín en busca de mis píldoras. Tomé una con abundante agua desde la canilla, pues mi salud ha desmejorado bastante en los últimos tiempos, y el médico me ha mandado tomar vitaminas y calmantes, prohibiéndome alcohol y condimentos fuertes. Es el corazón, estoy seguro, aunque se resista a decírmelo el doctor. Es cuestión de herencia, creo.
 
Ya eran casi las seis. ¡Al fin!, dije,casi gritando, y suspiré hondo al sentir que mi pulso se aceleraba. Miré el picaporte que giraba casi imperceptiblemente. Me acerqué a la puerta, procurando alejar de mí la impresión y la emoción del momento. El picaporte llegó suavemente a la curva máxima sobre su eje, y sabía que estaba ahí. La hoja de madera comenzaba a moverse e incluso podía escuchar su respiración entrecortada.
 
Miré el picaporte y la llave estaba puesta hacia adentro. La puerta rebatida se acercaba a mí inexorablemente, y ya percibía su característico aroma en el resquicio.
 
De improviso, como empujado por algo, salté sobre la madera, la empujé con el cuerpo y la hoja chirrió bajo mi peso en un profundo quejido. Instintivamente busqué la llave y la giré dos vueltas.
 
Cuando la taquicardia fue cediendo y tuve conciencia de mis actos, cuando la angustia fue reemplazada por una infinita tranquilidad, me fui a la ventana y lo vi caminar hasta desaparecer en la esquina.
 
En el cielo había evidencia de lluvia, y me sentí en paz conmigo mismo desde entonces.
 

 
De: UNA NOCHE DE PESCA Y OTROS CUENTOS
 
 
 
 
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NOCHE DE PESCA Y OTROS CUENTOS, 2008

Cuentos de LISANDRO CARDOZO

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