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CAVE OGDON
  GAUCHITO GIL, ¿SANTO O DELINCUENTE? LA ESTÉTICA DE UN CULTO POPULAR - Por CAVE OGDON - Domingo, 20 de Febrero de 2022


GAUCHITO GIL, ¿SANTO O DELINCUENTE? LA ESTÉTICA DE UN CULTO POPULAR - Por CAVE OGDON - Domingo, 20 de Febrero de 2022

GAUCHITO GIL, ¿SANTO O DELINCUENTE?

LA ESTÉTICA DE UN CULTO POPULAR


Por CAVE OGDON


El gaucho

Como todo personaje enraizado en la cultura popular, el Gauchito Gil oscila entre la historia y lo imaginario. Una primera mirada nos revela a un gaucho devenido en santo popular pagano. Cada 8 de enero, aniversario de su muerte, su aura mítica congrega a peregrinos católicos de diferentes regiones de Argentina y de países limítrofes. En un gesto de clara religiosidad, los viajeros encienden una vela roja para agradecerle el cumplimiento de un favor o pedirle protección y fortuna.

Antonio Mamerto Gil Núñez nació en Mercedes, provincia de Corrientes, Argentina, en una zona de nombre guaraní: Pay Ubre (o Paiubre). La fecha no resulta clara, pero debió de ser entre 1840 y 1847.

Todo indica que fue un típico peón rural, aunque gran parte de su semblanza está teñida por lo épico. Así, hoy leemos que era un gaucho tan novelesco como los ficticios Martín Fierro o Juan Moreira: aficionado a los bailes, a las fiestas, a San La Muerte y San Baltazar, a las mujeres, los caballos y al facón, arma que empleaba con destreza temida y fulminante. Añadamos al personaje un bigote puntiagudo, una melena negra con vincha, un pañuelo rojo cubriendo los hombros, el poncho conocido como chiripá y unas boleadoras en la mano.

En la primera versión, acaso la más extendida, Gil mantuvo una relación amorosa con la hija de un comandante, la cual le granjeó el odio de la familia, por lo que marchó a la Guerra de la Triple Alianza. Sobreviviendo a la contienda, regresó y fue obligado a unirse al Partido Autonomista, que en aquellos años emprendía un enfrentamiento cruento contra el Partido Liberal. Pero Gil desertó, asqueado de la sangre y la muerte entre los que consideraba “sus hermanos”. Por un tiempo huyó, pero fue capturado en 1874 o 1878 (no hay certeza al respecto) y ejecutado de una manera lo suficientemente horrenda como para disuadir a futuros desertores: colgado de cabeza de un algarrobo (como el duodécimo arcano del Tarot) y degollado. Antes de morir, sin embargo, advirtió a su verdugo (muchos aseguran que fue un coronel llamado Juan de la Cruz Salazar) que debía rezar en su nombre para que su hijo, al que encontraría enfermo en su hogar, pudiese sanar. En efecto, el hombre, quien habrá sonreído en el momento previo a la degollación de aquel “gaucho loco y desertor”, descubrió más tarde la agonía de su hijo, por lo que, quizás en un acceso de desesperación, recordó las palabras del muerto, y obedeció. Como en alguna historia del evangelio, la sanación fue repentina y milagrosa. Como señal de gratitud, dispuso de un entierro apropiado al pie del algarrobo, en donde, además, hincó una cruz, conocida hoy como Curuzú Gil. La voz del milagro corrió, al punto que no tardó en levantarse un santuario de adoración a pocos metros.

Una segunda versión difiere en algunos detalles: 1) la deserción se dio ya al momento de alistarse en las tropas argentinas que combatirían contra las paraguayas; 2) Gil no desertó por una convicción personal, lo hizo porque —en sueños— Ñandejára le pidió que no derramara sangre de sus semejantes; 3) ya colgado del árbol, Gil no fue degollado, sino que recibió un tiro en la cabeza; 4) la advertencia de Gil incluyó la mención de una “carta de clemencia” escrita por un conocido, de llegada inminente, noticia despreciada por el verdugo, que lo ejecutó por impaciencia.

También existe una versión según la cual Gil encarna una especie de Robin Hood. Tras haber luchado en la Guerra de la Triple Alianza, el gaucho comandaba un grupo de jinetes justicieros que, invocando la causa del Partido Autonomista, saqueaba a los ricos (sobre todo, animales) y repartía el botín entre los miserables. No obstante, en esta versión la degollación se perpetró en un sitio indeterminado y como castigo, más que a una deserción militar, a la delincuencia galopante que Gil y sus hombres representaban.

Esta faceta “justiciera” de Gil no deja de resultar interesante si la situamos en el plano del individuo, simbolizado aquí por el gaucho que no logra integrarse al incipiente aparato del Estado que se expande por las provincias del interior de Argentina y que se resiste a la autoridad que le obliga a servir como “carne de cañón” para una guerra que, por otra parte, le parece injusta.

Sin duda, como en un juego de imaginación de Borges, aun estas tres versiones podrían sucederse una y otra vez, proyectando combinaciones infinitas. Pero lo cierto es que, en todas ellas, encontramos el relato de una vida gauchesca en zigzag y de una muerte con implicaciones fantásticas, que alimentaron la creencia popular de que Gil se convirtió en un santo al derramarse su sangre en la tierra. Un santo, por lo demás, tan curioso como San La Muerte, pues se trata de una figura pagana, no reconocida por la Iglesia de Roma, pero venerada por una mayoría católica.

Al igual que en el caso de otros santos populares, en este tipo de manifestaciones palpita, en gran medida, una realidad sociocultural vivida, sobre todo, por los más carenciados, quienes encuentran en el objeto de su adoración un canal de expresión de sus demandas y necesidades. La interacción entre la desigualdad social y la religiosidad peregrina constituye, de algún modo, una fuerza misteriosa que moviliza los pies en la ruta, bajo el sol, o que ahueca las manos alrededor de las velas para protegerlas del viento o la lluvia.

El santo

Es interesante observar cómo la leyenda del Gauchito Gil se articula en un proceso de construcción de memoria colectiva, a partir de mensajes orales e imaginarios propios de la religiosidad popular. En cierto modo, es un producto cultural transmitido mediante discursos simbólicos que, en algún momento, se transforman en prácticas sociales para asegurar su continuidad en el tiempo. En el caso de Gil, podemos identificar el ritual como espacio que dota de sentido a su imagen de gaucho santo y protector.

Toda memoria tiene lugar dentro de la tradición. Ninguna experiencia mística puede sustraerse a un contexto histórico. La leyenda de Gil participa de la religiosidad popular de Corrientes, una provincia que, durante su desarrollo colonial, no dejó de recibir la influencia de la cultura guaraní, cuya cosmogonía se fusionó con el cristianismo. Precisamente, un aspecto singular que heredaron los correntinos de los guaraníes es la creencia de que el espíritu de los antepasados o de los héroes míticos mantiene una relación permanente con el mundo de los vivos, en una suerte de mutua correspondencia. Así, los vivos realizan ofrendas y comparten ritos para mantener vivo el recuerdo de los muertos, quienes aseguran, a cambio, la buena fortuna, el alimento, la lluvia, la protección mediante su intercesión desde un plano espiritual.

En ese ámbito de religiosidad popular, la leyenda de Gil devino en tradición oral transmitida por sucesivas generaciones familiares de Corrientes, aun cuando su historia carece de suficientes registros históricos que la respalden. No obstante, el hecho de que su relato permita una estrecha identificación con acontecimientos reales de la historia (por ejemplo, la guerra, la evidencia palpable de los paisajes en que Gil se desplazó) contribuye a su reforzamiento narrativo en la memoria de la comunidad.

Sobre este punto, podemos repasar el concepto de “hierofanía” propuesto por Mircea Eliade en Tratado de historia de las religiones, según el cual “la conciencia de la existencia de lo sagrado se manifiesta en elementos del cosmos habitual”. Para los creyentes, la constatación de lo sagrado reside en la cruz plantada junto al algarrobo, la Curuzú Gil, elemento de culto original que solo luego se transmutaría en figuras y estampas con la reproducción del semblante del gaucho.

Acaso este proceso también se deba, como señala Maurice Halbwachs en La memoria colectiva, a que la garantía de subsistencia de una tradición religiosa implica un espacio sagrado capaz de contener diferentes formas simbólicas en diálogo. Lo que significa que, al culto original de rezar a la cruz de Gil, evidentemente se sumó la necesidad de los creyentes, en cuanto correntinos, de acentuar aquellos elementos regionales de la figura del santo con los que podían identificarse a nivel popular. No olvidemos que, a diferencia de otros santos católicos, para ellos Gil representa uno cercano en términos sociales e históricos. Un santo de la gente necesitada, enraizado en su propia tierra.

El Gauchito en Areguá

Los altares al borde de las rutas, el rojo persistente y la variedad de ofrendas combinándose con el paisaje atrajeron de inmediato la atención de Ysanne Gayet, directora del Centro Cultural del Lago (Areguá), donde hoy se inaugura una exposición que permite aproximarnos al mundo del Gauchito Gil.

La muestra reúne 23 fotografías de altares o nichos, ubicados en distintas provincias argentinas, que evocan la figura del controvertido personaje. Son imágenes capturadas por un observador anónimo, un viajero sensible a los detalles de cada espacio geográfico donde se le rinde culto.

Ysanne cuenta que “la intención del fotógrafo ha sido dejar de lado el factor humano para hacer hincapié en los diversos aspectos de los lugares de veneración: los objetos de culto, las ofrendas dejadas por los múltiples seguidores, al igual que el paisaje y sus alrededores”.

A las fotos acompañan tres instalaciones conformadas por objetos recogidos durante el viaje: estampas, estatuas de los tres santos populares argentinos (Gauchito Gil, San La Muerte y la Difunta Correa) y otros de la religión católica, así como escritos de fieles pidiendo deseos, candelabros, rosarios, cédulas, velas y banderas.

En todo el montaje se percibe una amalgama de elementos: religiosidad popular, peregrinación social, épica heroica, cultura gauchesca, relato de justicia social, el fragor de una terrible guerra sudamericana. Su proximidad geográfica también permite dimensionar mejor un fenómeno cultural que no nos resulta a los paraguayos del todo lejano; una trayectoria de creencias populares en constante evolución pero que, al mismo tiempo, parece preservar sus notas más profundas: esa parte indecible que arraiga en el imaginario de la gente en forma de fe o mito.

En ese sentido, podemos pensar cómo, a pesar de la cantidad de santuarios populares en memoria del Gauchito que se reparten por la geografía argentina, el principal sigue estando cerca del algarrobo que propició el milagro, a pocos kilómetros de Mercedes, en la provincia de Corrientes. El lugar actúa todos los años como un imán para miles de peregrinos. Sin embargo, con el tiempo se ha ido extendiendo la costumbre de celebrar al santo con chamamé y vino. Con gestos renovados, la tradición persiste.


* CAVE OGDON (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).


Fuente: www.elnacional.com.py

Sección CULTURA

Domingo, 20 de Febrero de 2022



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