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CAVE OGDON
  VIRGINIA WOOLF: NI BARRERAS NI CERROJOS - Por CAVE OGDON - Domingo, 23 de Enero de 2022


VIRGINIA WOOLF: NI BARRERAS NI CERROJOS - Por CAVE OGDON - Domingo, 23 de Enero de 2022

VIRGINIA WOOLF:

NI BARRERAS NI CERROJOS


Por CAVE OGDON


Ninguna aproximación a Virginia Woolf es sencilla, quizás porque hollar el territorio de su biografía implica atravesar el circuito laberíntico de una mente al mismo tiempo traspasada por haces de lucidez y de enfermedad, de libertad y de ensimismamiento. Al observar su literatura también nos encontramos con una dificultad implícita: vida privada y pública, ficción y persona, todo subyace conjugado en una obra que palpita acompasada con la época histórica en que se gestó, pero también con el flujo inmemorial del impulso creativo. Virginia, su mano que escribe, remite a todas las manos de mujeres que escribieron y escribirán por idénticas o parecidas razones.

Aferrada a la convicción de la palabra como instrumento de transformación social, de reivindicación del rol de la mujer en diversos campos de la cultura, Virginia ejerció su influencia sobre el feminismo y la modernidad literaria. Pero, por sobre todas las acciones que marcaron su vida y su posteridad, colmó de rumores de mar y silbidos de viento ese silencio blanco del olvido que afrontamos la mayor parte de los que escribimos.

A veces pienso que Virginia es el equivalente a un hálito vehemente en un escenario de títeres puritanos, un vigor creativo que casi parece situarla en las antípodas de sus melancólicos retratos, como si toda ella conformara un mosaico en cuyo centro hubiera una llama secreta, invisible a una superficial mirada, un resplandor que hay que buscar en el lenguaje que arrancó a los paisajes y personas de su vida.

En su escritura, en su evolución y singularidades, podríamos ver también algo del procedimiento del mosaico: un indudable lirismo que, sin embargo, tiende a repartirse en diferentes sitios y fracciones de tiempo, como una aparición o satélite que ronda a los personajes por dentro y fuera; un denodado esfuerzo por articular técnicas narrativas más veloces, que imbriquen con la inmediatez de los pensamientos [el llamado monólogo interior o flujo de conciencia, también explorado por James Joyce, Henry Miller o William Faulkner]; un refinado sentido de la ironía; pinceladas de época, al más puro estilo Balzac o Proust, pero trazadas como al paso, como si siempre primara el distanciamiento. ¿Una extranjera impertérrita? ¿Por enfermedad? ¿Por ideas vanguardistas? ¿Por su inclinación hacia la bisexualidad? ¿Por su inestable salud mental, reverso penoso de su genialidad creadora?

Como escribió Irene Chikiar Bauer, autora de la biografía Virginia Woolf. La vida por escrito, “fue tan polifacética y compleja como suelen serlo las sensibilidades excepcionales a las que se les une el genio artístico”. Pero, en la introducción de la obra, también arroja otra luz acerca de su rostro público como escritora: “Lo más curioso es que es alguien que defendió la filosofía del anonimato y nunca quiso dejar de ser una outsider; que rechazó la publicidad de su persona con la clara decisión de dejar que fuesen sus libros los que hablasen por ella. ¿Por qué entonces sentimos que nos desafía? ¿Qué nos lleva a desear conocerla, e incluso a creer, a veces, que lo estamos logrando?”. La misma Virginia escribió en uno de sus diarios: “La verdad es que no se puede escribir directamente del alma. Al mirarla se desvanece”.

La primera novela suya que leí fue Al faro (1927), un soberbio registro de exploración psicológica de la familia Ramsay. Cuentan que, en anotaciones preliminares que Virginia tomó para la novela [no olvidemos que fue, entre otras cosas, una asidua cultivadora de cartas y diarios personales], se encontró dibujada una gran H como elemento ilustrativo del relato, bajo la cual se leía: “Dos bloques unidos por un corredor”. Tal es el esquema de la novela: dos días en que acompañamos a la familia en su vida doméstica, con un río torrencial en medio que representa una década en la cual la guerra, la muerte y el paso del tiempo obran sus desventuras. En la alegoría de la excursión al faro, hecho minúsculo pero trascendente de la novela, pues marca la madurez de los hijos del señor Ramsay, podemos percibir la sutileza con la cual Virginia abordó el problema de la percepción subjetiva y las tensiones familiares propias de una época en que los roles e instituciones comenzaban a perder su correlato con un mundo caótico y cambiante: “Ahí se erguía, desnudo y derecho, deslumbrantemente blanco y negro, y podían verse las olas deshaciéndose en agujas blancas, como cristal que se arrojara contra las rocas. Veía una las ventanas con toda claridad; una pincelada blanca en una de ellas, y una gavilla de verde sobre la roca. Había salido un hombre que los miraba a través de un catalejo, y había entrado de nuevo. Así que esto era, pensaba James, el Faro que había estado viendo durante todos estos años desde el otro lado de la bahía; era una torre desnuda sobre una roca pelada. Le complacía. Confirmaba algún oscuro sentimiento acerca de su propio carácter”.

En 1928 se publicó otro de los libros de Virginia que más me interesan: Orlando: una biografía. Es acaso su novela no solo más escandalosa, sino más fantástica. No en vano Borges, que la tradujo al castellano, escribió que en ella “colaboran la magia, la amargura y la felicidad”. En efecto, hay mucho de disfraz en el libro, pues, aunque presentada formalmente como una crónica biográfica, el lector avispado no tarda en comprender que se trata de una parodia del género: un caballero de la corte isabelina que vive durante varios siglos, atravesando la época victoriana y desembocando en el conflictivo siglo XX. En su trayecto vital, Orlando [trasunto de la poeta Vita Sackville-West, amante de Virginia] experimenta un hecho decisivo de su destino: una transformación sexual como por arte de magia, en medio de un clima narrativo que siempre oscila entre la historia, la irrealidad onírica, el deseo erótico y la burla. “La voz de las trompetas se apagó y Orlando quedó desnudo. Nadie, desde que el mundo comenzó, ha sido más hermoso. Sus formas combinaban la fuerza del hombre, y la gracia de la mujer […] Orlando se había transformado en una mujer […] El cambio se había operado sin dolor y minuciosamente y de manera tan perfecta que la misma Orlando no se extrañó”.

Otra de las novelas de Virginia que siempre se infiltra en mis recuerdos es Las olas (1931). En sus diarios [¿o fue acaso en alguna carta?], Virginia escribió que esta obra brotó de un “estado de visión semimística de la frágil existencia”. Es decir, las olas como alegoría del tiempo, que tanto la obsesionaba, pero también como estética dominante de los múltiples flujos de conciencia que se entrecruzan en sus páginas, conformando un torrente de voces e imágenes sucesivas que no precisa de mayores argumentos ni estructuras narrativas. En la novela, Virginia traza un larguísimo arco en las vidas de los personajes, desde la infancia hasta la vejez, alcanzado una plenitud narrativa en la que no se advierten trucos ni artificios, sino solo el fluir espontáneo e ininterrumpido de la sangre y del agua. Cada voz evoca a su manera su propia memoria, deseos, inquietudes, pasiones y tormentos. Este arco también tiene una correspondencia con el movimiento de la luz en el paisaje espiritual: el alba es la infancia, el mediodía es la juventud, la tarde es la madurez, el crepúsculo es la vejez: “Una vez más, el mundo despierta. Las estrellas retroceden y se extinguen. Grietas cada vez más profundas separan a las olas. Un velo de neblina se espesa sobre los campos. Una rojez sube a las mejillas de las rosas, incluso de la rosa pálida que se inclina sobre la ventana del dormitorio. Un pájaro gorjea. Los aldeanos matinales encienden sus velas. Sí, ésta es la eterna renovación, el incesante subir y caer, y caer para volver a subir”.

Me parece imprescindible culminar este breve trayecto por algunas obras de Virginia mencionando Una habitación propia (1929), el ensayo más citado, según muchos, por la literatura propiamente feminista. Para tratarse de una autora de marcado talante lírico [particularmente en su obra novelística], en este célebre ensayo Virginia se pregunta sin ambages: “¿Qué necesita una mujer para escribir buenas novelas?”, tras lo cual enuncia su tesis: “Independencia económica y personal, es decir, una habitación propia”. Con una mezcla de severidad y filosa ironía, Virginia desmonta mitos relativos a la incapacidad de las mujeres para la creación artística, así como a su supuesta inferioridad en otras actividades académicas y profesionales con respecto a los hombres. En cierto modo, mediante una disección de la condición de las mujeres y su restringido ejercicio de la escritura a nivel histórico, este ensayo exorciza a la mujer real, de carne y hueso, relegada a la sombra de ídolos masculinos, de la mujer idealizada en la literatura más convencional: “En verdad, si la mujer no tuviera más existencia que la revelada por las novelas que los hombres escriben, uno se la imaginaría como un ser de la mayor importancia; muy cambiante; heroica y mezquina, espléndida y sórdida; infinitamente hermosa y horrible en extremo; tan grande como un hombre, tal vez mayor. Pero esto es en la novela. En la realidad […] la encerraban con llave, la castigaban, y la tiraban por el suelo […] En la novela domina las vidas de reyes y conquistadores; en la realidad es la esclava de cualquier muchacho obligado por sus padres a ponerle un anillo en el dedo”. La audacia y la claridad conceptual de este ensayo aún resuenan en la actualidad, constituyendo una pieza crucial en el desarrollo de una auténtica literatura escrita por mujeres.


* CAVE OGDON (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).


 

Fuente: www.elnacional.com.py

Sección CULTURA

Domingo, 23 de Enero de 2022



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