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CINTIA DE ESTAY
  TESTIGO, 2010 - Obra de CINTIA CAÑETE DE ESTAY


TESTIGO, 2010 - Obra de CINTIA CAÑETE DE ESTAY

TESTIGO

(2º Premio Concurso de Cuentos Cooperativa Universitaria 2010)

Obra de CINTIA CAÑETE DE ESTAY

 

Te veo perdido e indeciso. En tus manos traés el celular que no para de sonar y en tu bolso tus sueños en llamas.

Creo que viniste un poco por curiosidad y otro poco para encontrar eso que se te extravía en los recovecos del alma.

Sí, ya sé que estás desilusionado y descreído de todos. También yo a veces.

Desde acá los veo pasar apurados, sumergidos en la batahola de sus vidas, sin mirar y sin ver. Parece que nos hubiéramos vuelto invisibles.

Claro que tenemos nombre y fama. Hasta tenemos una placa con nuestros nombres como para que nos reconozca algún incauto que equivoque su rumbo y nos visite sin querer.

Pero vos no necesitás la placa recordatoria. Algo se te movió ahí adentro cuando entraste, lo vi en tus ojos. Empezaste a caminar con cuidado como si estuvieras en un cementerio y nosotros fuéramos cosas de panteón.

Ahora estás parado acá, en el medio de tu historia, lleno de ilusiones y tan muerto de miedo que tenés ganas de llorar, con la pregunta que te arde en la garganta, y de pronto enmudecés.

Un alboroto de imágenes, voces y olores se agolpa en tu sangre.

Me dicen Luchí desde siempre. Es la adaptación cariñosa que el guaraní hizo de mi nombre original. Llegué a la familia Martínez Sáenz procedente de Europa en 1775. Asunción era entonces un caserío desordenado escondido bajo la plácida vegetación de arboledas y vergeles. Me resguardaron bajo el abrigo acogedor del alero de tacuaras y tejas y amé desde el primer momento la casa de anchos muros de adobe pintados de blanco, los jazmines del jardín perfumando las noches cálidas del verano y las galerías que daban refugio del sol bárbaro del trópico y de los aguaceros de cualquier momento. Desde de mi lugar podía ver el río serpenteando bajo el sol, miraba pasar a las burreras que se dirigían al mercado guasú, escuchaba la nota igual de las rondas de la guarnición de la plaza por la noche y la guitarra dulce de alguna serenata bajo la luna.

A ellos los conocí algún tiempo después. Eran jóvenes y estaban tan asustados como vos. Aún así, el miedo no podía apagar la flama voraz de sus ideales ni el brío de sus espíritus. Durante meses los escuché trazar planes mientras entraban y salían de la casa sorteando la hostilidad de las veredas asuncenas o mientras tomaban mate de leche con azúcar quemado y naranja roky, junto al rosal de la galería, pagando visitas luego de las misas de domingo de la Catedral.

Pero el destino nunca avisa y los acontecimientos se habían precipitado pasando por alto planes y previsiones.

La ciudad dormía aún cuando Estanislaa, Taní como la llamaban todos, sacaba agua del aljibe decorado con azulejos. Sobre las madreselvas y jazmines, el cielo bordado de estrellas empezaba a desteñirse en un bies rojizo que anunciaba el alba.

Volvió a la cocina en donde estaba encendido el brasero para calentar la pava de hierro y sobre la mesa, cubierta con un impecable mantel de aho po´i almidonado, empezó a disponer el desayuno. Del bargueño de jacarandá sacó tazas y cucharas, rosquetes de almidón aromados de azahar, el ka´yguá chapeado de Don Pedrito que estaba de visita desde Tobatí y el rojo dulce de arasá qué había traído de regalo la señora Juana la tarde anterior.

Facundita y Niní usualmente se levantaban cuando ella entraba a la pieza llevando la palangana y el jarro con agua tibia.

- ¡Pepu´â che memby´anga! – exclamaba sonriente.

Facundita se levantaba de un salto e iba al reclinatorio ricamente tallado que estaba junto a la ventana a hacer su oración matutina a San José, su santo. Niní, más remolona, seguía en la cama hasta que Facundita la amenazaba con tirarle agua del jarro para que se levante. En medio de la bulla, moviendo la cabeza de un lado a otro, Taní abría el karameguâ y elegía los typóis pulcramente doblados que se guardaban entre hojas de pacholí.

Pero aquella madrugada no necesitó despertarlas. El fru frú de las enaguas almidonadas precedió a las jóvenes que aparecieron en la cocina desde tempranito para tomar el mate que Taní les tenía listo antes del desayuno.

Facundita estaba pálida. Asunción era un polvorín y Fulgencio estaba en Itapúa. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama hasta que cayó en la cuenta de que no era la única atormentada insomne.

- Tengo miedo – susurró Niní desde su cama.

- Yo también Niní pero tenemos que ser fuertes y realizar nuestra tarea. – la tranquilizó mientras sostenía contra su pecho el crucifijo de oro que le había regalado Fulgencio en su cumpleaños – Además Doña Juana va a acompañarnos.

Luego del mate repasaron la maniobra junto a Pedrito.

Doña Juana, quien vivía en la casa del frente, llegaría como de costumbre a buscarlas para ir a la misa de la Catedral. Se instalarían en el banco junto a la pila de agua bendita y bajo el encaje del rebozo, mientras todos las creían enfrascadas en sus oraciones, transmitirían el santo y seña a los implicados para indicarles el comienzo de los movimientos.

Terminaban el desayuno cuando oyeron sonar el aldabón de la puerta.

- Buen día Taní. Vengo a buscar a las señoritas para ir a misa y Vicente viene a visitar a Pedrito.

- Buen día Ña Juana, ya vienen las señoritas – contestó Taní – Pase nomás Don Vicente, le esperan en el comedor.

Un minuto después, las tres mujeres salieron del zaguán y se alejaron caminando con el porte orgulloso de la determinación y la protección sin mácula del buen nombre. El sol arrancaba destellos a sus peinetas y vi desaparecer sus mantillas calle abajo.

Cuando regresaron, “Independencia o muerte” recorría Asunción junto al mate, bajo la sombra cómplice de las enramadas.

Al caer la tarde, la luz se ahogaba en el solferino del horizonte y se encendían los faroles de las casas, pasaron los últimos burros mansos que volvían del mercado con los fardos vacíos dejando a su paso un vaho a menta fresca y la ciudad se fue callando. Escuché las campanadas del reloj del Cabildo dando la retreta y sólo quedaron los grillos ruidosos y los sapos aburridos entonando sus croas ancestrales.

Llegaron a mi lado caminando a paso vivo con Pedrito a la cabeza. En los rostros jóvenes, bajo los tricornios, pude leer la mezcla del miedo, la convicción y el coraje cuando salieron a la calle. La oscuridad voraz se tragó sus figuras y sólo quedó la cinta plateada del río brillando en el fondo. Silencio.

Una sombra sigilosa se desliza en la oscuridad. Percibo sus pisadas que se alejan.

¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!

Las campanas de bronce de la Catedral tocan a rebato.

- ¡Alboroto en la plaza! - escucho detrás de las rejas torneadas de una ventana.

Los fanales de las casas vuelven a arder. Un leve olor a humo empieza a flotar en el aire fresco del otoño mientras se encienden los braseros para calentar las pavas. La noche será larga.

Pasa gente corriendo. El movimiento y las voces aumentan allá abajo. Desde el río sopla un viento con resabios de pólvora.

¿Qué hora es? ¿Qué fue de Pedrito y Vicente? No han vuelto aún.

Las mujeres de la casa no durmieron. Taní ceba el mate y Facundita pasea sin descanso sobre el piso de ladrillo. Una silenciosa Niní retuerce el rosario entre sus manos.

Detrás del campanario de la Catedral el cielo se empieza a lavar en añil. Veo a Doña Juana salir de su casa y acercarse. En sus manos lleva un puñado de rosas rojas. Toma el aldabón de hierro y lo hace sonar contra la gruesa puerta de cuarterones.

Dentro de la casa, Facundita detiene su marcha, Niní levanta los ojos del rosario y Taní corre a abrir. Doña Juana entra al zaguán como una exhalación y mira los rostros ansiosos.

- ¡Lo lograron! – exclama radiante al tiempo que Facundita y Niní se abalanzan sobre ella abrazándola.

- Voy al cuartel a saludarlos – dice Doña Juana enseñándoles el carmín encendido de las rosas – Rojas como nuestra tierra.

Con los ojos brillantes de emoción, Niní corre al patio y de entre las azucenas tímidas salpicadas de rocío, elige las blancas.

- Son mis favoritas – exclama uniéndolas a los pimpollos escarlata en las manos de la mujer – me transmiten tanta paz.

Facundita se dirigió a la pasionaria que se trepaba en los bordes de su ventana. Los botones jaspeados de azul intenso, que almizclaban el aire del jardín, se derramaban en gajos voluptuosos. Tomó en sus manos un racimo exquisitamente cerúleo y lo apoyó contra su pecho.

- Igual al cielo – suspiró con los ojos puestos en la mañana que empezaba a treparse en los jirones de nube.

Caminó hasta donde estaba Doña Juana y engarzó su ofrenda a las rosas y azucenas con la primorosa cinta de encaje ju con la que sostenía sus cabellos.

La brisa fresca bailaba en las copas de los árboles y el sol hacía titilar el rumor del río cuando salieron en dirección al cuartel llevando el buqué.

Mientras se iba apagando mi mecha del día anterior, pude ver la multitud viboreando feliz en la plaza y escuché conmovido los primeros veintiún latidos de esta patria.

Disculpáme el susto que te hice pasar con el fogonazo. Desde que en 1912, los ingleses de la Asunción Tranway Light and Power Company Limited, quisieron modernizarme quedé con algunos desperfectos.

Añoro la delicadeza del sistema antiguo. Cada tarde me cambiaban la mecha empapada en aceite y una llama traviesa zangoloteaba tras mis vidrios hasta el amanecer. Me cuidaban con esmero porque yo era el guardián del callejón. Éramos familia, me conocían. Luchí, el farol.

Hoy ardí de nuevo para iluminarte. Para mostrarte que hace doscientos años les pasaba lo mismo que a vos. Eran hombres y mujeres con sueños, esperanzas y miedos.

No te acobardes. Acordáte que Juana, Facundita y Niní rompieron esquemas, Pedrito y Vicente, con veinticuatro años, y Fulgencio con apenas treinta y uno lograron cambiar la historia y legarte algo inmenso.

Cuando dudes, vení a verme otra vez, voy a seguir acá en el callejón. Tengo una misión que cumplir. Asunción aún sigue desordenada bajo las arboledas, el sol bárbaro del trópico y los aguaceros de cualquier momento. Ya no veo el río desde mi lugar bajo el alero ni escucho las serenatas bajo la luna, pero a veces, igual que a vos hoy, descubro algún prócer palpitando detrás de unos jeans gastados y unos lentes de sol.

 

Fuente digital: http://neurita.blogspot.com

Registro de enlace: Diciembre 2011



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