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CINTIA DE ESTAY
  UN ESPEJO Y UN VESTIDO, 2010 - Cuento de CINTIA CAÑETE DE ESTAY


UN ESPEJO Y UN VESTIDO, 2010 - Cuento de CINTIA CAÑETE DE ESTAY

UN ESPEJO Y UN VESTIDO

(1ra Mención de Honor Concurso de Cuentos del Club Centenario 2010)

Cuento de CINTIA CAÑETE DE ESTAY

 

Su vida se reducía a pasar los días en la rutina segura del cuartito gris junto a la cocina.

Era un cuchitril anodino que parecía haber sido adosado a la casa en algún apuro sin llegar a formar verdaderamente parte de la estructura. Los muros eran de un color indefinible, mezcla de polvo, tiempo y soledad. Una ventana con balancines era la única fuente de luz del cuarto y daba a un pasillo que conducía a ninguna parte. El mobiliario estaba compuesto por una cama cubierta con una colcha floreada, una cómoda puesta en cualquier parte que molestaba al paso y una mesa que fungía de escritorio, cubierta con un mantel de crochet, donde se apilaban revistas polvorientas y potes de crema.

El espejo de pie en forma de óvalo desentonaba en medio de la desgracia de aquel cuarto. Era una bella pieza torneada en caoba que había pertenecido a tres generaciones de la familia. La flébil luz que traspasaba el balancín, deslizándose sobre las curvas lustrosas de las hojas de acanto enredadas en el contorno de la luna veneciana, se demoraba en una caricia hasta destellar en la superficie biselada y cumplir su destino de duplicar sin remedio la verdad.

Había ido a parar al cuartito gris debido a la disputa familiar que se había entablado en torno a su posesión. Su madre había decidido ocultarlo, alegando que lo había robado una doméstica desleal enredada con un ratero de la zona.

Santo remedio. Todos se olvidaron del espejo.

Menos Luisa.

Se había convertido en un testigo cruel del devenir de sus días. Plagiaba, inclemente, su figura añejándose en el marasmo de una vida fútil.

Los ojos mustios de quien no es amada entristecían un rostro poco agraciado y la miraban desde la superficie helada del cristal. El relieve de sus huesos asomaba bajo la piel de tono cetrino de los seres acostumbrados a la penumbra. Toda ella gris y estantigua.

Relegada al destino de ser hija del medio de una familia que la consideraba poco más que un mueble, su desgarbo y falta de encanto eran exaltados por una personalidad opaca. Jamás levantó la voz. Ni rió a carcajadas. Nunca se quejó. Ni lloró. Anhelaba la alegría fácil, la frescura risueña de su hermana mayor cuya belleza y corazón tierno la hacían centro de todos los lugares. Luisa la odiaba.

Parada frente al óvalo, revisaba con perversión cada pliegue depositado por el tiempo y el brillo que se extinguía en sus ojos de tanto desamor.

Mantenía la disciplina férrea de aplicarse ungüentos, creyendo que así sortearía las trampas de los años que se instalaban en silencio sobre el caparazón olvidado que era su piel, sin saber que sólo el amor puede salvar a la belleza del estropicio de la vida.

Con la mirada perdida en el eco que le devolvía el espejo recordó el instante exacto en que lo había decidido.

Una sonrisa chispeante y un murmullo de cristal le llegaban mezclados con la música desde el patio trasero. Se movió entre los demás invitados para descubrir el origen de tanta alegría.

Un vestido blanco ondulaba como una paloma. Era hermoso. De exquisito broderie de algodón, dibujaba el escote y subía por los hombros, sosteniendo el vestido, un frunce de pasamanería de seda que terminaba en un delicado moño sobre el corazón. Se ajustaba a un talle grácil para abrirse en una suave campana que bajaba hasta las elegantes pantorrillas de quien lo llevaba.

Lo lucía Cecilia Maes mientras practicaba un paso de baile bajo el cielo púrpura de enero. Las guirnaldas de luces que colgaban de los árboles le ponían estrellas a su cabellera oscura mientras giraba feliz en brazos de Tomás Córcega. Sus mejillas estaban sonrojadas por el baile y sus ojos reían a la par de sus labios. Alrededor de ellos un corrillo les aplaudía y animaba en los pasos más enrevesados.

Cuando sonaba el compás final de la pieza, en un alarde de galantería y fuerza, Tomás atrajo a Cecilia a su pecho inflamado y vaticinó frente a todos.

- Vas a ser mi esposa.

- Sólo si juras seguir bailando así cuando tengamos noventa años – repuso Cecilia abriendo sus enormes ojos castaños sin dejar de sonreír y apoyando un índice delgado sobre los labios de Tomás en un gesto coqueto.

A Luisa, que miraba desde un rincón, todo el peso de su mísera vida le atenazó el pecho y la dejó sin aliento.

Cerró los ojos e hizo el viaje inverso hasta el cuartito gris. Su reflejo la miraba impávido desde su mundo acotado por caoba.

Tomás. La obsesión escondida. La ansiedad que la consumía en silencio. Cecilia. El vestido blanco. La dulzura. Y el odio.

Debía morir.

Desde entonces, Luisa no dormía. Con el alma desalada se revolvía imaginando, oliendo, temiendo, deseando. Planeaba febril cada detalle insuflada por la certidumbre de un destino inexorable.

El día planeado despertó temprano. Desde el cuartito gris escuchaba el ajetreo de la casa que empezaba sacudirse. La hornalla de la cocina siseó para encenderse y calentar la pava del mate que más tarde se tomaría con hojas de burrito machacadas.

Bajo la colcha raída de flores, escuchaba el rumor de sus intestinos revueltos de pavor y la hecatombe de su corazón batallando en las trincheras de sus costillas.

Nunca se había sentido tan viva.

Se sentó en la cama y siguió atenta a los murmullos domésticos. Su madre estaba en pie. Lo sabía porque le llegaba el vaho de agua de rosas que usaba luego del baño que tomaba al levantarse.

Bajó los pies al piso y se paró. Ahí estaba como siempre. Inmutable. Acusador. Bello. Repitiendo en una mueca cruel su cuartito gris, sus potes de crema, su colcha floreada, sus revistas viejas llenas de polvo y a ella.

Resbaló de sus hombros el camisón que cayó al piso como una piel marchita al tiempo que escuchaba un gorjeo de pájaro feliz y percibía un rastro de vainilla. Una punzada le clavó las entrañas. No había tiempo que perder.

Fue hasta la cómoda y vació el último cajón. Lo tenía escondido, detrás del montón de ropas grises de todos los días, envuelto en papel para protegerlo del polvo que se posaba en los rincones y dibujaba rombos bajo el mantel de crochet.

Las notas desiguales de unos pies descalzos bailando en la galería de la casa sonaban mientras Luisa desenvolvía el primoroso broderie blanco y lo colocaba sobre la cama. Dibujó con sus dedos la curva suave del escote y enderezó el moño perfecto que lo adornaba. Recordó las manos de Tomás sobre el algodón y un lagrimón rodó en sus pómulos.

La campanilla metálica del timbre y el ladrido de los perros la pusieron en alerta. Aguzó el oído. Escuchó abrirse el portón delantero.

- ¡Es una maravilla! – exclamaba su madre emocionada.

El portón se cerró y escuchó el taconeo de su madre traspasar la casa.

- ¡Llegó el ramo de la novia!

El revuelo del resto de las mujeres de la casa fue absoluto. Luisa, se asomó a la puerta y vio a su madre con el más exquisito bouquet de flores bajo la luz inmaculada de abril. La vio dejarlo sobre la mesa y alejarse presurosa en dirección a la cocina con el séquito de mujeres siguiéndola.

Hipnotizada, Luisa caminó hasta quedar parada al lado de aquel ramo de ensueño. Lo tomó en sus manos y vio los destellos de rocío brillando en los pétalos

Un círculo de rosas, azahares y fresias tan frescas como una mañana de campo se apretaba en un lazo blanco.

Sosteniéndolo en sus manos, se dirigió al cuartito gris. Abrió la puerta y giró la llave. Colocó el ramo sobre la mesa y tomó el vestido blanco que seguía sobre la cama.

Lo apoyó contra su cuerpo y se miró al espejo. Tomás la sujetaba de la cintura y ella giraba en una pavana eterna. La amaba.

Afuera seguían los preparativos. Las risas nerviosas, el correteo en la galería, el fru fru de los vestidos de chiffon envueltos en papel de seda, las jarras de agua con hielo que pasaban tintineando frente a su puerta. Toda la casa emitía un resuello de excitación que escandalizaba a los pájaros y alborotaba los espíritus.

Abrió el cierre del vestido y lo pasó por su cabeza. Cuando terminó de prenderlo se detuvo frente al juez. La piel seguía marchita de soledad y sus huesos visibles por tanto hambre de amor se seguían asomando en el escote. Pero eran sus ojos los distintos. En las profundidades negras brillaba la determinación.

Se calzó los zapatos y de debajo de su almohada tomó el revólver. Las flores del ramo lo ocultarían de la vista de los demás.

Se dirigió a la puerta, giró la llave y salió del cuartito gris. Caminó por la galería sintiendo que mientras lo hacía iba consumando el destino que se había trazado aquella noche.

Se detuvo y llamó a una puerta.

- ¿Quién es? – canturreó una voz

- Soy yo, Luisa

La puerta se abrió y un burujón de tul se abalanzó sobre ella sofocándola en un abrazo fragante de vainilla.

- Te estaba extrañando Lulú Maes – exclamó Cecilia con los ojos risueños – no puedes dejar sola a tu hermana en el día de su boda con el descocado de Tomás Córcega.

Era una visión espléndida en encaje francés y Luisa no salía del estupor.

- ¡Luisa!– gritó feliz – ¡Encontraste mi vestido de compromiso perdido!

Revoloteaba a su alrededor con su andar de pájaro al tiempo que le plantaba un sonoro beso en las mejillas.

- Gracias por encontrarlo y por traerme el ramo – suspiró Cecilia – Déjame ponerme los guantes para sostenerlo y que puedas ir a vestirte.

Cecilia le dio la espalda para buscar sus guantes perdidos en algún lugar de aquel naufragio que era vestirse de novia.

Todos los años languideciendo en su cuartito gris, los juicios implacables del espejo de caoba y el amor sufrido en silencio se agolparon en sus manos que estrujaron con fuerza la empuñadura del arma escondida bajo el candor níveo de las flores. Debía impedirlo. No podría soportar verla junto a Tomás.

Cecilia sonreía al dar con sus guantes cuando oyó el disparo. Su corazón se detuvo y sintió el desamparo del infortunio. Sus guantes cayeron al piso.

Volteándose, va hacia la puerta abierta donde Luisa ya no está y recoge su ramo caído en el piso. Mientras corre por la galería tropezando con su vestido de novia, en el cuartito gris, el vestido de compromiso se va tiñendo de rojo y el espejo de caoba trizado a plomo repite hasta el infinito la soledad invulnerable de unos ojos mustios que miran desde la muerte.

 

 

Fuente digital: http://neurita.blogspot.com

Registro de enlace: Diciembre 2011



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