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CINTIA DE ESTAY
  PROMETE QUE NO VAS A DEVOLVERME, 2009 - Cuento de CINTIA CAÑETE DE ESTAY


PROMETE QUE NO VAS A DEVOLVERME, 2009 - Cuento de CINTIA CAÑETE DE ESTAY

PROMETE QUE NO VAS A DEVOLVERME

Cuento de CINTIA CAÑETE DE ESTAY

 

Era una piscis con ascendente cáncer, una conjunción extraña en su familia.

El día que nació cayeron estrellas fugaces a pleno sol y toda la ciudad salió a las calles a mirar el cielo. Nunca se vio algo tan hermoso.

Desde que la tuvo en brazos por primera vez su madre dijo que era un espíritu antiguo.

- ¿Desde qué mundo y época nos miras? – le preguntaba siempre mientras sonreía al tomarle el rostro en las manos y admirar sus ojos de chocolate.

Fue ese par de topacios el que dejó a Manuel en un estupor sin alivio desde esa siesta de marzo en que la vio sentada bajo el árbol de naranjas del patio de la universidad.

Llevaba un vestido de algodón blanco y sus antepasados portugueses habían dejado un legado de mar y sol en el tono de su piel. Leía ensimismada y levantó sus pupilas sin sorpresa como si hubiera sabido desde siglos antes que él estaría parado allí, con el corazón hecho un puño y la revelación pavorosa de esos ojos que podían ver a través de él.

Se acercó y le preguntó que leía, narcotizado por el vaho de jazmines que emanaba de su cuerpo, y cuando ella contestó alegre, con la voz cristalina de la gente del mar, enfermó de amor.

- Con este calor, sólo a Poe – dijo al tiempo que cerraba el libro sobre su falda – Espanta hasta dar frío.

Desde esa tarde se persiguieron sin descanso. El seguía su rastro de jazmines y sal y ella la fuerza silenciosa y segura de su esencia. El estrépito del amor los aturdió tanto que sólo encontraban silencio en el fragor intenso de la colisión de sus cuerpos.

La abrazaba desesperado tratando de sujetarla para que no se le fuera de entre los dedos. Era ligera e impalpable. Se le escurría riendo y habitaba un mundo que a Manuel le fascinaba. Quería amarrarla a él con un hilo para que no flotara y se perdiera, como su madre decía que un día pasaría. No lo soportaría.

Cansado de la angustia de despertar un día y enterarse de que ella finalmente se fue volando decidió tomar medidas drásticas y le propuso matrimonio.

La noche durante la cual se lo dijo una luna roja brillaba sobre la ciudad, augurando algo inmenso. Ella tiritó entre sus brazos por un momento y asintió.

- Mira que no puedes devolverme cuando descubras que los piscis sólo servimos para soñar despiertos y flotamos como espantos en lugar de caminar – le dijo muerta de risa.

- En todo caso, espero que me enseñes – le contestó Manuel – siempre quise tener los pies en el aire.

Se casaron en una fiesta inolvidable y en mucho tiempo se volvió a ver dos novios así. Se iluminaban mutuamente.

La casa a la cual se mudaron fue regalo de bodas del abuelo de Manuel. El nieto era su perdición y no podía concebir novia más exquisita para su heredero.

Cuando ella la vio se enamoró.

Había sido construida un siglo antes por el tatarabuelo de Manuel como residencia de vacaciones de la familia.

Era una mansión de estilo italiano, con ventanas de techo a piso que daban a los corredores de arcos donde se tomaba el fresco durante el verano. El zaguán en sombras era perfecto para los novios de antaño, que sólo podían besarse a escondidas. Desembocaba en el salón principal, con pisos de madera de incienso y una hermosa araña de plata, donde la familia solía dar las fiestas más divertidas de la temporada estival. En los jardines había mangos, palmeras y un jacarandá centenario plantado por la tatarabuela.

Ya instalados, se dedicaron a apropiarse del lugar. Ella plantaba jazmines en el jardín y Manuel pintaba de colores las paredes blancas. Colgaban cuadros que rescataban de los mercados de pulgas y restauraban ellos mismos. Se amaron en cada una de las habitaciones desnudas y un ventarrón de alegría inundó la casa.

Por las noches, escuchando el susurro suave de sus pulmones de hada, Manuel pensaba que su suegra tenía razón. Ella no era de este mundo. Lo había desarmado al punto que no recordaba cómo fue que sobrevivió antes de conocerla.

Esa noche se quedó dormido pensando en el tintineo de sus pulseras de gitana. Lo había escuchado todo el día acompañándola por la casa en su ir y venir de pájaro.

Escuchó que lo llamaba con su voz marina.

-¡Manuel! ¡Ven que voy a enseñarte! – le decía riendo.

Se levantó de la cama y salió de la habitación. Caminó por la casa iluminada de luna siguiendo el rastro de jazmines y el tintín de sus pulseras. Venía del salón de baile.

Cuando abrió la puerta, ella daba vueltas alrededor de la araña de plata. No se veía la escalera por ninguna parte.

- Prometí enseñarte ¿recuerdas? – le dijo flotando hasta donde él estaba parado y sin poder hablar.

Le dio un beso fugaz en los labios y lo tomó de las manos. Manuel sintió sus pies despegarse de la madera. Era fantástico.

- ¿Vas a devolverme a mi familia o vas a conservarme como bicho de colección? – le preguntó al tiempo que hacía un paso de baile – Te advertí que los piscis flotamos como espantos en lugar de caminar.

- Creo que voy a conservarte y estudiarte por el resto de mi vida – le dijo girándola en un rayo de luna.

Recorrieron toda la casa nadando en el aire. En el zaguán se besaron largamente y salieron al jardín.

Los bichos de luz parecían pequeñas lámparas de gas entre las hojas. Jugaron en la copas de los árboles ante el asombro de grillos, sapos y murciélagos.

Estimulado por la aventura, Manuel la llevó aún más alto y apareció ante ellos el mar de luces de la ciudad.

- ¿Cómo llegaste a esta ciudad? No eres de aquí – le dijo Manuel al oído –. Te delatan esos ojos insólitos.

- Caí a la tierra en una estrella fugaz, según mi madre – le contestó ella abrazada a su pecho – y dice también que un día me iré con el viento por una ventana.

- ¿Vas a irte flotando algún día? – quiso saber él.

Se despertó de un salto sin alcanzar a escuchar la respuesta.

Estaba en su cama y la luz del sol se filtraba perezosa a través de las cortinas de algodón blanco. Ella ya se había levantado. Su lugar todavía mantenía la calidez de su cuerpo. Escuchaba su escándalo de pulseras afanándose en la planta baja. Seguro preparaba el desayuno para traerlo a la cama. Solía engalanar la bandeja con una flor de jacarandá tan fresca, que conservaba las gotas del rocío de la mañana.

Había sido tan vívido. Muy real. No pudo escuchar qué le contestaba en el sueño. Seguro alguna broma sobre devolverla a su familia.

Sonriendo al recordar la aventura onírica, se levantó y caminó descalzo, decidido a sorprenderla en la cocina, llevarla en brazos de nuevo a la cama y desnudarla para resolver a besos el enigma cósmico de su origen.

Atravesando la casa, veía la luz del sol inundar las estancias y acostarse con pereza en los pisos y sillones. La escuchaba canturrear. Siempre se levantaba de buen humor.

Cuando llegó a la cocina, abrió la puerta y vio la bandeja del desayuno lista. Las dos tazas de café humeantes, las tostadas de pan con semillas, el queso y la mermelada. No estaba ahí. Estaría en el jardín buscando la flor porque la puerta que daba al corredor estaba abierta y su voz le llegaba mezclada con el gorjeo escandaloso de los pájaros.

Salió al aire fresco de la mañana y la vio.

Flotaba en la copa del jacarandá eligiendo el gajo más fresco y primoroso para ponerlo en la bandeja.

Su alma de piscis lo intuyó. Dio la vuelta para volar hasta él. Sus enormes ojos de topacios se encontraron con los de Manuel.

Sonrió.

- No voy a irme. Promete que no vas a devolverme.

 

Fuente digital: http://neurita.blogspot.com

Registro de enlace: Diciembre 2011



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