El príncipe está muerto.
Sus ojos de un azul oceánico nunca volverán a ver el rostro de su amante, que lo llora a algunos metros de distancia. La mujer más hermosa en el reino entero, que habría dado su vida por él, que habría enfrentado a la muerte por él.
El príncipe está muerto.
Su prometida observa el cuerpo con lágrimas secas y manos temblorosas, sin decir palabra, con el delicado, sutil dolor de la aristocracia.
El príncipe está muerto.
Lo ha matado un esclavo. El esclavo es un misterio. O, tal vez, nunca fue esclavo alguno: los rumores dicen que es un espía de un reino vecino, las malas lenguas dicen que es tan solo un ser inferior, similar a una pequeña bestia, envidiosa del príncipe adorado. El esclavo es de piel oscura y curtida a latigazos.
El tipo de fortaleza corporal que deja endeble el espíritu, según los verdugos. En el futuro, los estudiosos, los eruditos dirán que fue el dolor y la desesperación lo que lo llevó al asesinato: una vida entera de opresión, de ser criado para el abuso. El esclavo camina con las manos atadas tras la espalda y la cabeza cubierta por una bolsa negra. Desfila con su fealdad y su miseria frente al pueblo, el rey y la reina.
La prometida del príncipe lo ve caminar hasta el patíbulo, la encarnación de su futuro destruido. Ya no será reina, no de este reino. Ya no tendrá hijos con cabello dorado, con sonrisa resplandeciente y fuerza colosal e imbatible. Ya no será la madre de un rey.
Ya no será la esposa de un príncipe.
El verdugo levanta la capucha del asesino, el negro irrelevante devenido a espina del reino.
Los ojos oscuros solo buscan un rostro en la multitud mientras el verdugo nombra el crimen y pronuncia la sentencia que todos saben, aplauden y secundan.
Los ojos castaños de la princesa prometida, ahora ya libre, lo encuentran y le sostienen la mirada.
Es lo mínimo que puede hacer cuando recuerda el peso del cuerpo del príncipe sobre el suyo, su aliento
alcohol, sus manos fuertes —capaces de quebrarla sin escrúpulos— bajo su falda. Un pajarillo como cualquier otro, un rostro bonito que no lo conoce, que podría amarlo, tal vez, pero no ahora, no tras haber visto los campos arrasados y la sangre de su pueblo goteando por el hacha real, definitivamente no mientras él pronuncia palabras dulces que la hacen temblar y suplicar que se detenga.
Es lo mínimo que puede hacer cuando recuerda que el príncipe no se detiene, que no tiene intención de detenerse, que pretende reclamar lo que es “suyo”
—o lo que lo será pronto, lo mismo para estos hombres del norte que la han traído contra su voluntad—, así esto suponga una muerte agónica para ella.
Sí, es lo mínimo que puede hacer cuando recuerda que el príncipe, de hecho, se detiene: cuando recuerda el cabello dorado que, de repente, cae extendido sobre ella y el líquido cálido sobre su pecho.
Considera gritar, pero realmente no lo siente, realmente no lamenta esto.
Las manos que apartan al príncipe y luego toman la suya están manchadas de sangre, casi tan manchadas como el candelabro de hierro que ahora rueda por el suelo.
No lo suficientemente manchadas para que ella deje de distinguir la piel oscura del esclavo favorito del príncipe.
—¿Estás bien? —pregunta con una tosca habla mientras la ayuda a ponerse de pie.
La princesa no sabe cómo responder a eso. No sabe cómo poner en palabras que ha fallado, que no ha podido cumplir con su deber, el único deber que le han exigido desde que la apartaran de su familia (vidas perdonadas, para estos brutos) al otro lado de la tierra.
Como no sabe cómo responder, pregunta lo único que se le ocurre en ese momento.
—¿Por qué lo hiciste?
El esclavo sonríe por primera vez, y la princesa nota que sus dientes son blancos, bien cuidados, un secreto demasiado bien guardado que implica demasiadas cosas sin confesar ninguna.
—Alguna vez —susurra el esclavo, y es un secreto, aquí, ahora, entre los dos— fui un hombre libre.
La princesa le sostiene la mirada, y él, a su pesar, hace lo mismo.
No fue algo planeado, ella no tiene la culpa, no, pero, aun así, teme incriminarla, teme agregar un culpable que no existe a su sacrilegio.
No es necesario que tema: todas las miradas se clavan en él, todos desean su sangre, su cabeza, su cuerpo lánguido y vacío colgado como recordatorio, como amenaza vacía de un crimen que ya no puede repetirse aquí, en este reino —ahora— sin príncipes.
La princesa y el esclavo se miran, ella lo acompaña en estos últimos segundos y desearía decirle lo que piensa, desearía decirle las mismas palabras que él le ha dicho antes de huir para no incriminarla (y solo para no incriminarla, pues sabía que sería atrapado), desearía decirle mucho más.
Alguna vez fui un hombre libre.
Las palabras se replican en su mente una y otra vez mientras lo ve subir al patíbulo.
Alguna vez…
La soga en torno a su cuello acelera su pulso, pero ni siquiera entonces aparta la vista, porque es lo mínimo que puede hacer, lo mínimo que…
…fui un hombre libre.
El verdugo acciona la palanca y la plataforma cae. El esclavo es humano, y se retuerce por unos instantes que traen lágrimas a los ojos de la princesa. (Los que la ven llorar piensan que es débil, que es digna de lástima, que se ha quedado sin marido y ni la muerte del asesino puede resarcirla).
Pero la princesa solo piensa en las palabras que desearía haberle dicho al esclavo, las palabras que ahora vienen demasiado tarde, que ahora ya no tienen sentido y, quizá, que nunca lo habrían tenido, aunque el esclavo no estuviera colgando, muerto, frente a ella.