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GUSTAVO REINOSO

  EL SILENCIO DE DIOS - Por GUSTAVO REINOSO - Domingo, 31 de Julio de 2016


EL SILENCIO DE DIOS - Por GUSTAVO REINOSO - Domingo, 31 de Julio de 2016

EL SILENCIO DE DIOS

  

Por GUSTAVO REINOSO

 

Con su intensidad intelectual y emocional sin concesiones, la Trilogía del Silencio de Dios de Ingmar Bergman es una clave ineludible de toda modernidad cinematográfica

METAL BRUÑIDO

En alegoría de ecos platónicos, San Pablo declara: «Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido» (I Corintios, 13: 12, Reina Valera, 1960). A más de mil años de distancia de los espejos de vidrio, el apóstol debía resignarse a los de metal bruñido, cuyo distorsionado reflejo ilustra en el pasaje bíblico la diferencia entre este mundo y el reino de Dios.

El hondo sufrimiento anímico de quien se percata de la falta de trascendencia divina que dé sentido a la existencia y concluye que la promesa de la epístola apostólica está clausurada y que, por ende, estamos solos y abandonados a nuestra suerte, caló hondo en el sensible hijo del pastor luterano Erik Bergman. Esta preocupación fundamental, la percepción de que todo intento de comunicación humana cae indefectiblemente en un abismo de egoísmo indiferente, el erotismo ineludible, deseable y ominoso en un cosmos sin sentido, el rechazo del envenenado obsequio del amor en el angustioso contexto de una humanidad que inequívocamente marcha a su autoeliminación y otras mil lecturas probables encierran tres películas escritas y dirigidas por Ingmar Bergman y designadas por la crítica como la «Trilogía del Silencio de Dios»: Como en un espejo (Sásom i en spegel, 1961), Los comulgantes (Nattvardgästerna, 1963) y El silencio (Tystnaden, 1963), que en modesta conmemoración del noveno aniversario de su fallecimiento, cumplido ayer, pasamos a reseñar.

UNA ARAÑA MONSTRUOSA

Como en un Espejo, con Harried Andersson (Karin), Max von Sydow (Martin), Gunnar Bjömstrand (David) y Lars Passgard (Minus), recibió en 1961 el Óscar a la mejor película en lengua no inglesa. Tras un reverbero nebuloso que evoca el pasaje paulino, emerge la visión armoniosa y austera de la isla Färö; en la playa, disfruta despreocupadamente una familia: David, el padre viudo, novelista de prestigio, su hija Karim, sensible e inteligente pero enferma de esquizofrenia, que estuvo ingresada en un hospital psiquiátrico, su esposo, Martin, médico, y el hermano adolescente de Karin, Minus. Son engañosas las apacibles imágenes iniciales. David, hombre frío, siente dolor y tristeza por la enfermedad de su hija, pero su naturaleza distante prevalece e incluso pretende obtener material para sus ficciones literarias de la observación atenta de la enfermedad de Karin. Martin, que se desvive por su esposa, reprocha a su suegro su lejanía. Minus está confundido por las pulsiones de atracción sexual que siente hacia su propia hermana y la distancia del padre. En un giro hamletiano, los hermanos representan ante David una obrita teatral sobre un escritor que solo puede experimentar el amor en sus libros. Esa noche, Karin sufre alucinaciones auditivas: gritos y coros celestiales la llaman. Al día siguiente, mientras David y Martin pescan mar adentro y Minus está en la playa, Karin lee accidentalmente en el diario de David que su enfermedad es incurable, que empeorará con el tiempo y que él (su padre) no tiene otra opción que observar como la aniquila gradualmente. La revelación motiva una crisis y en su trance alucinatorio acude al altillo vacío del que las voces provienen, ve «cara a cara» a Dios y Dios es «una araña» de «rostro horrible y duro» que trata de violarla. Martin la lleva en helicóptero al continente para hospitalizarla. Solos, padre e hijo (David y Minus) hablan del amor y de Dios como esperanzas que redimen de la muerte y el vacío. La fotografía tiene la característica excelencia de Bergman: blanco y negro diáfano, fuentes de luz filtradas en interiores de armoniosos claroscuros, imágenes con profundidad de campo de gran fuerza dramática y planos generales exteriores en los que la austera belleza de los mares del norte trasunta la desolación de los personajes.

Muchas son las interpretaciones de este film de exuberante simbolismo; me permito una que no creo original ni definitiva: Como en un espejo expone dos posibilidades ominosas; una es que la realidad tiene fisuras por las que se filtra lo sobrenatural –el encuentro de Karin con Dios, soberbiamente filmado, establece esa incertidumbre–, y la otra, que Dios no es bueno, que no es amor; que es malvado, o, peor, totalmente indiferente a la suerte humana.

LA PUESTA EN ESCENA DE LA FE

En Los comulgantes (o Luz de invierno), con Gunnar Bjönstrand (Tomas), Ingrid Thulin (Marta), Max von Sydow (Jonas) y Gunnel Lindblom (Karin), el pastor Tomas Ericsson está a cargo de las pequeñas iglesias de Mitsunda y Fröstnas, villorrios del interior sueco. La concurrencia a los oficios es ínfima. Entre los comulgantes están Marta, maestra de escuela enamorada del pastor, el aldeano Jonas, sumido en profunda depresión por la perspectiva de una hecatombe nuclear, y su esposa Karin, que recurre al pastor para que lo auxilie. Pero Tomas poco puede ayudarlo: él mismo siente cómo la fe lo abandona; un opresivo desasosiego lo hace rechazar el amor de Marta, refugiándose en el recuerdo de su esposa muerta. En una carta, Marta le confiesa que, pese a su asistencia a misa, «nunca estuvo atormentada por la religión», que su fe le parece «sombría y neurótica..., primitiva y cruelmente cargada de emociones» y que no comprende la indiferencia hacia Jesucristo. Ese día, Jonas se suicida; el pastor le da la noticia a Karin fríamente. Después, Marta y Tomas discuten con acritud; él le asegura que nunca la amará y que su afecto lo agobia. Llegan juntos a la iglesia de Fröstnas para la segunda misa del día. En la sacristía, Algot, sacristán jorobado y contrahecho que está leyendo los evangelios, juzga un error enfatizar el dolor físico en la pasión de Jesús: abandonado por sus discípulos en Getsemaní, negado por Pedro y clavado en la cruz preguntándose por qué Dios lo había abandonado, esa soledad sin esperanza debió ser el peor sufrimiento, dice. La iglesia está vacía, salvo por Marta; aun así, Tomas celebra misa, y mientras recita: «Santo, santo es el Señor todopoderoso y la tierra está llena de Su gloria» (palabras que cabría leer en clave humorística sombría), culmina el film. Alguna vez Bergman dijo que, de todas sus películas, era esta la que más le gustaba. Diálogos de gran densidad dramática, desnuda belleza de la campiña sueca, planos de conjunto con encuadres llenos de simbolismo pictórico/religioso y primeros planos de miradas y gestos de brillantes actuaciones componen el justo contexto visual para el agobio y la opresión moral de los personajes. La agonía del desamor, la imposibilidad de expresar afecto, las dudas en la fe y la sospecha de que la vida carece de sentido están presentes, pero es la mirada de Bergman a lo religioso lo que busco rescatar. En ese aspecto es notoria la extrañeza de Marta por lo que percibe como indiferencia hacia Cristo en los cristianos practicantes que frecuenta al relacionarse con Tomas. Este, finalmente, decide emular la soledad de Cristo en el calvario; su sacrificio, su «pasión» será cumplir su papel de pastor aun sin fe, sin amor y sin feligreses.

EL SIGNIFICADO INASEQUIBLE

En El silencio, con Ingrid Thulin (Esther), Gunnel Lindblom (Anna) y Jorgen Lindström (Johan), la más críptica de las tres, el tema religioso está parcialmente velado por trazos de angustia existencial y anhelos frustrados. Esther, que está enferma, Anna y el hijo de esta, Johan, de nueve o diez años, regresan a su país en ferrocarril. Hacen escala en una ciudad desconocida donde se habla un idioma que ni siquiera Esther, que es traductora, reconoce, y se alojan en un hotel del centro. Por alusiones a un padre ya muerto, el guión insinúa que Anna y Esther son hermanas. No pueden ser más distintas: la primera, vital y sensual; la segunda, reflexiva e intelectual. Esther, cuya enfermedad avanza, queda postrada en cama. Anna sale a las calles e intima con el mozo de un café. Johan pasea sin rumbo por los pasillos casi desiertos del gran hotel. Momentos de surrealismo simbólico prefiguran a un David Lynch: la irrupción no explicada de tanques o el vampiro (símbolo oscuro por excelencia de Bergman) dibujado por el niño. Esther recrimina a Ana el abandono en que la tiene; sus expresiones van más allá de lo fraternal y se acercan a la atracción lésbica; luego de la discusión, su salud empeora. Anna sigue viaje con su hijo, dejándola postrada en el hotel. Johan recibe una carta de su tía con vocablos del ignoto idioma extranjero. Ya en el tren, el film termina con la cámara fija en el niño que lee palabras indescifrables. Película controvertida en su momento por sus escenas de contenido sexual, sus personajes recorren lugares extraños donde no entienden a nadie, rodeados de pasiones, soledades y conflictos; quizá todo esto tenga un significado, pero no es asible. Cabe interpretar que, para Bergman, la existencia sin religión tampoco ofrece salida alguna a la contingencia de nuestras vidas.

Ingmar Bergman (1918-2007), tras su rechazo inicial a considerar estas tres películas como una trilogía, terminó aceptando la visión de la crítica que les encontró rasgos comunes. Más de cincuenta años después, hoy nos recuerdan que existe un cine capaz de abordar temas de la mayor complejidad con perfección técnica y suficiencia estética. Es bueno saberlo en estos tiempos tan prolíficos en cine banal y pasatista.

Fuente: Suplemento Cultural de ABC Color

Domingo, 31 de Julio de 2016

 

 



 

 

 

 

 

 

 

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