FELONIA
Cuento de JUAN FELIPE BAZÁN
FELONIA
En pijama, en su escritorio, escuchaba impasible, más por costumbre que por un interés particular, el informativo radial matutino, cuando de súbito le galvanizó una noticia: Decía: «El trabajo literario del conocido escritor Arturo Jardiel, obtuvo el Primer Premio establecido en el concurso de novelas, organizado por la entidad:
«AMIGOS DE LA CULTURA».
La sorpresa le dominó en redondo. Integra, totalmente. Quedó semihelado. De inmediato midió mentalmente la dimensión de su triunfo intelectual. Por inesperado doblemente grato. Desde ese momento, la mañana de cristalina limpidez, parecióle que cobrara más claridad aún bajo el dorado tul de los rayos solares. Su espíritu gozó de una tonificación deleitosa, al imperio del impacto de la noticia inesperada. Verdad es que tenía esperanza, a cuyo influjo había resuelto, marginando pesimismo, intervenir en el evento: pero de ahí a esperar el Primer Premio... Ni pasó por su imaginación de que pudiera transitar su trabajo hacia el premio, pero ahora resultaba que el premio había venido a buscarle...
Transcurrieron breves minutos, cuando al repetirse la información, confirmó la reciente. Ya no hubo lugar a duda posible con respecto a la grata realidad. Se dejó saturar por una satisfacción sin medida. Era la culminación de sus anhelos; la concreción triunfante de sus ideales.
Se acercó al teléfono para inyectar la información a un amigo que siempre supo estimularle. Al punto de discar el aparato, un pensamiento horrible golpeó su cerebro. Y, como esa planta parásita que al perder súbitamente su apoyo, se dobla y busca el suelo, lentamente tornó a refugiarse otra vez en el sofá. No se sentó. Se dejó caer de plano sobre el asiento. Sintió una punzada violenta en el pecho, al tiempo que ese pensamiento nefasto penetraba en su mente como un dardo ardiente. Sordo a toda piedad, a toda compasión.
¿Pero a qué se debía un cambio tan brusco, y de una fuerza tan avasalladora, que le anulaba la voluntad, exprimiéndole por modo insuperable?
Se sintió deslizarse hacia esa zona gris, impalpable, pero succionante de la desesperación. Se sintió vacío, como si de pronto su cuerpo se hubiese volatilizado. Perdió la noción del tiempo. Llegó la noche. Quedó exánime.
***
Lentamente el vigor de esa juventud obró la reacción. La zona nebulosa fue disipándose. Funcionó lamente normalmente y se concentró frente a un espantoso drama anímico. Sin todavía una disciplinada función de la voluntad, más al impulso de la gravitación de la conciencia, juez severo e insobornable, no le cupo más remedio que memorar un pasado penumbroso que tenía conexión con el presente que vivía con tan intensa angustia. Se ubicó en el pasado. Y recordó aquella tarde que había quedado sumida lentamente al transcurso de algunos años en un olvido absoluto. Mas, ese pasado recobraba vigencia, se reactualizaba creándole un problema de no fácil solución...
//
Arturo, Jardiel, desde su edad escolar había sentido, entonces todavía en forma nebulosa, lo que más tarde sería manifiesta vocación. Deseo dominante de ser escritor. Pasaron los años y ese deseo iba enraizándose en su tierno espíritu. Ya en el bachillerato conoció a Gilberto, uno de sus condiscípulos, con quien se identificó por una similar inquietud. Y desde entonces comenzó a borronear papeles, en compañía de su amigo, amistad que al transcurso del tiempo fuera consolidándose.
Pero llegó, por fin, el día de la separación. Entonces cruzaba por los diez y ocho años de edad el futuro escritor, Gilberto fue retirado por su padre del colegio llevándolo al extranjero.
Ni siquiera una carta se cambió entre ambos.
Arturo a su vez dejó el estudio, impuesto por la necesidad de trabajar, mas sin descuidar lectura de cuantas obras caía en sus manos. Y poco a poco, en lento proceso fue formando su cultura en el árido terreno del autodidacta. Y así pudo llegar a las columnas de algunos diarios con sus colaboraciones literarias iniciales. Escribía en su casa a ciega, sin descanso. Ya más o menos en condiciones, consiguió integrar la redacción de uno de los diarios. El tiempo fue colaborando con esa voluntad y vocación indeclinable. Hasta que concretó sus ideales, cuya culminación era el Premio de la novela del concurso consabido.
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Una tarde fue anunciada una visita. Con la sonrisa en los labios, los brazos abiertos, penetró en el escritorio el visitante desconocido. Arturo no le recordaba, apenas vagamente le parecía haber visto esa cara del hombre que se manifestaba tan amable.
-Pero hombre, ¿no me recuerdas?- díjole al tiempo que le abrazaba. -Soy Gilberto. ¿Tan cambiado estoy, caramba?
-Oh. El tiempo que pasó. Y se inició la charla que al correr los minutos fue encontrando el canal de suma cordialidad. Qué no se dijeron.
-¿Y, ahora ya de retorno definitivamente?
-Efectivamente. Pienso quedarme aquí.
Arturo llamó a su mujer.
-Irene, voy a presentarte un amigo de la infancia.
Llegó la mujer. En su cabellera llevaba enredadas hebras de sutiles rayos solares. Ojos azules, de suave y lánguido mirar. La juventud cantaba en ella. Hecha la presentación, se retiró Irene, invitando al amigo de su esposo a que viniera con su mujer a pasar un domingo con ellos.
-A pesar de mi residencia en el extranjero, me enteraba a través de los diarios de tu carrera de escritor. No te escribía por ese descuido tan propio de nosotros-, extrajo mientras hablaba de su portafolio una carpeta y dijo a su amigo: Son los originales de una novela. Te traigo para que los leas y me des tu opinión. Antes de venir con mi esposa estaré por aquí, seguramente, en la próxima semana. Me interesa conocer tu juicio en torno a mi obra. Y se retiró.
Quedó Arturo mirando la carpeta. Luego la dejó en uno de los cajones de su mesa escritorio, con el propósito de revisarla por la noche.
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Transcurrieron como cuatro años. La carpeta dormía en el cajón conde fuera dejada. Una noche que Arturo estaba luchando sin éxito contra el insomnio, dejó la cama y fue al escritorio. Por vía de pasar el tiempo abrió el cajón y vio la carpeta. La ojeó e inició la lectura de los originales. Le sorprendió la calidad de la prosa, y a medida que se adentraba en el mundo imaginario, se le fue imponiendo la novela. Leyó hasta las primeras horas de la madrugada. Después cansado y con sueño se restituyó en su dormitorio y al rato quedó dormido.
El día siguiente, Irene que arreglaba el despacho volvió a dejar dentro del cajón la carpeta creyendo que se trataba de cosas de su esposo.
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Arturo olvidó y no prosiguió la lectura de la novela de Gilberto... Pero qué se había hecho del amigo que no volvió», se interrogó. Supuso que habría vuelto al extranjero, sin tiempo para despedirse. «Le escribiré preguntando algo de su novela», pensó. Y no le dio más importancia al asunto.
Leyó en uno de los diarios el concurso de novelas organizado por la mencionada entidad cultural. El no tenía nada con qué participar en el evento. Pero por la noche, mientras leía una novela del rumano C. Virgil Cheorghiu, «LA HORA 25», recordó los originales de la obra de Gilberto, que había abandonado en la mitad de su lectura. Pensó presentar a nombre de su autor esa novela, pero no estaba firmada y él había olvidado el apellido de su amigo. Y presentó con su nombre. Lejos estaba de que la novela tuviera alguna vez éxito que desmintiendo ese pesimismo había alcanzado. Y el hecho increíble de que apareciera una novela ajena premiada como suya, fue lo que le trastornó tan violentamente al restituirse a su estado normal, pasadas las primeras impresiones de la noticia del triunfo, el trastrocamiento de los efectos anímicos, ante la realidad que bruscamente se presentaba acusándole de villanía. Quedó, -pues, completamente amilanado por la cruel zancadilla que su destino le había preparado en forma tan leve, tumbándole en el desprecio de sí mismo. Sin embargo al correr de los días fue acostumbrándose a lo ocurrido y por fin aceptó el hecho consumado, sin seguir discriminando las entretelas del feo asunto por demás desagradable. Coincidentemente con este estado anímico, los diarios se ocupaban trayendo conceptos consagratorios para el nuevo novelista que surgía con un triunfo neto. Eso sí, por delicadeza que pese a su grave desliz mantenía incólume, determinó no acudir al acto de la entrega del Premio. Simularía una enfermedad para justificar su ausencia. Era la reacción de su conciencia. Su espíritu gemía en silenciosa angustia.
Magüer su esfuerzo mental no encontraba forma de salir airoso de la terrible situación que le planteaba el destino en su carrera de escritor, con muchas ambiciones por delante. Le mordía una tremenda rabia, que tuvo que soportar impotente. Allí estaba exánime, sin voluntad para nada.
//
El zumbido del timbre, pero más que eso, la voz de su mujer que le llegó de la habitación contigua a su despacho, le sacó de su marasmo.
-Hay visita, atiende querido, que estoy con mis quehaceres.
Se levantó. Torció el picaporte e invitó a la que llegaba.
-Adelante, señora...
-Buenos días.
-Sírvase pasar. ¿Señorita? ¿Señora...?
-Señora; soy la viuda de Gilberto Sánchez, señor Jardiel.
La sorpresa le atontó momentáneamente. La impresión se traslució en la palidez de su rostro. Se hacía cargo del motivo de la presencia de aquella mujer en su casa. La invitó a sentarse:
-Usted dirá señora, en qué puedo servirla.
-Hace cerca de cuatro años que mi esposo tuvo que emprender viaje de improviso, por asuntos de negocios. Se iba por quince días. Mas, sufrió un ataque cardíaco que lo llevó...
-Caramba. Habrá sido un tremendo golpe para usted. Pobre Gilberto.
-Puede usted suponerse. Quedé sola, pues no quiero restituirme al seno de mi familia. He resuelto quedarme aquí definitivamente.
-¿Es usted compatriota?
-Soy venezolana, caraqueña. Yo venía..., bueno usted ya sabe, debe suponerse el motivo de esta visita. Aquí traigo -y de su bolsón que tenía colgado de uno de los brazos, extrajo un gran rollo de papeles- los originales de la novela de Gilberto, que según los diarios obtuvo el Premio.
-Señora...
-Por favor, déjeme terminar lo que debo decirle...
-Es que necesito explicarle a usted mi conducta que tuvo esta derivación tan...
-No hay necesidad de explicación. Los hechos consumados están. Es fácil llegar a un arreglo. Yo no quiero perjudicarlo en su prestigio de escritor. Eso a nada conduciría. Lo que quiero lo exijo porque estoy en mi derecho, es que usted me haga entrega, claro está, cuando reciba, del Premio. Soy una mujer sola, desamparada, y me corresponde lo que exijo.
Nadie entrará en conocimiento de los detalles del asunto, siempre que nos llamemos a razones... Todo depende de su actitud. A Gilberto de nada puede servirle que se sepa que el autor de la novela era él. En cambio usted necesita no deteriorar su prestigio.
Hablaba la mujer con absoluta serenidad, pero sus palabras acusaban frialdad, carente de cordialidad. En su voz vibraba acento impersonal de trato de negocio. De excelente educación, que daba a su personalidad una distinción solemne, traído de un hogar distinguido: se imponía a su colocutor, que se sentía no solamente cohibido, sino aplastado por la vergüenza.
Arturo comprendió que no había, ni quería otra solución que la planteada por la viuda. Y aceptó complacido la exigencia expuesta. Era para él esa condición razonable y favorable a todas luces, pero no estuvo, no podía estar contento. Su posición ante la presencia de su juez era humillante. Todo el prestigio literario no podría jamás compensar el subido precio moral que le costaba su inconducta.
- Bien, señora; estoy en todo de acuerdo con lo que usted propone. Tan pronto llegue a mis manos el Premio se lo entregaré. Me dice, por favor, la dirección de su casa para cumplir este compromiso en su oportunidad.
-Aquí tiene la tarjeta-, y se levantó. Con leve movimiento de cabeza se despidió, sin pasarle la mano al hombre. Este la acompañó hasta el portón.
De: LA IMAGEN INVISIBLE DE UNA VISITA
(Asunción, 1974)
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