TODOS ESTOS DIAS
Cuento de FRANCISCO BAZÁN
TODOS ESTOS DIAS
"Es probable que esta noche me muera", dijo por lo bajo Danilo. Al moverse, el catre sonó a lona dura. En un segundo fugaz tuvo la sensación de estar tumbado en la arena. Como desde el fondo de un tiempo lejanísimo, pensó.
La vida estaría transcurriendo con su mismo ritmo en las Calles que ya no vería, pero que en ciertos rincones, al golpe de un aire agudo y sutil alguna vez amó a la vuelta de una esquina. La misma vida, la misma ciudad, los mismos hombres. Esbozó un vago gesto de fastidio y de asco. "Almas solitarias, incomunicadas, acechantes, con sus rostros fríos e inmóviles en los autobuses, como pintados sobre arpillera". La ciudad con sus edificios impersonales, retaceados en la alta noche por la neblina.
La misma vida, la misma vida. "El tedio es una cosa que se le ve a la gente". Movía la cabeza como un insecto aplastado contra el piso. La pequeña cabaña de madera con su estrecha galería de vidrio, le resultaba totalmente desconocida. Tampoco acertaba a discernir qué parte del día podía ser aquella hora sin color: podía ser una tarde sin término lo mismo que un largo amanecer. El viento golpeaba una persiana detrás de la cabaña. Desde su posición Danilo atisbaba el mar gris, la playa en soledad. No había vestigios de gaviotas en la arena, ni sobre las crestas donde las toninas suelen emerger con movimiento entumecido para volver a hundirse en el agua en desfile monótono.
(Dos años y algunos meses después miro, en un mediodía frío y soleado, estos lugares donde en aquel verano no fui feliz. Las manos en los bolsillos y el río puro y denso entre los pinos. Pienso en Danilo, en su bondad, en su vida empecinada y amarga, demasiado susceptible y llena de palabras groseras. De protesta, según él.)
Danilo recordaba ambiguamente que el día anterior habían salido de Montevideo para Cuchilla Grande con el esposo de Olga. El italiano había conseguido prestada aquella choza para una jornada de pesca.
Llovía fragorosamente sobre la playa cuando entraron corriendo en la cabaña empapados hasta los huesos. En la tierra llovida se veía la huella profunda de la motoneta. Olga y su prima vendrían al día siguiente. Después nada más. Cuando cerraba los ojos en el fondo de sí mismo aparecía Olga como un lejano perfume y un vago color risueño.
Fue en una playa similar, allí mismo tal vez, aunque pudo haber sido en otro sitio. Súbitamente se vio dominado por una desconfianza hacia el italiano. ¿Y si estuviera en el secreto? Acaso por la elección de aquellas soledades podía estar comenzando una venganza que Renato al parecer disfrazaba con perfecta naturalidad. Sin embargo, el italiano daba a entender que nunca llegó a sospechar nada.
Entre dos delgadas capas de sueño, muy temprano, Danilo había oído marcharse a Renato con el equipo de pesca, cerrando tras sí la puerta con un ruido cuidadosamente lento. En ese momento debió haber vuelto la cara contra la pared para continuar durmiendo. Hasta allí las filtraciones del recuerdo turbio de sueño. Ahora sólo la herida fría bajo la gema del anular era real. Danilo la comprobó casi a la altura de la tetilla izquierda, poseído de una total calma. En un segundo terrible le asaltó la sospecha de Renato, de aquel sitio solitario, de su taimada salida cuando apenas estaba clareando sobre el mar y la noche todavía suspiraba entre los pinos. Sin embargo, ¿por qué tendría que ser Renato y no él mismo tal vez?
Quién sabe, quizá todo haya sido por causa de las sinfonías. Un día me dijo: "Me siento enfermo; tengo una melancolía que va puliendo mi alma hasta afirmarla tanto que el roce del aire me duele allí... sobre todo, de este aire de abril que viene del mar y hace tiritar la penumbra lila de este primer otoño".
Me tomó la mano y agregó con una mirada indefinible: "Todo fue por causa de las sinfonías... Antes cuando las componía -en este punto me invaden las confusiones- tenía la sensación de que alguien se complacía en soñarme, destilándome sus notas, de manera que nunca supe con entera lucidez quién les daba vida. En el instante preciso de la creación experimentaba que otro me estaba soñando sofocando en mí vaya a saber qué incurable vacío. Ocurría también que, otras que nunca había escuchado, en el primer movimiento, ya me resultaban casi personales, como si años atrás las hubiera compuesto yo. Tú me comprendes, tú me comprendes -decía asiéndose a mis manos con las miradas fijas en mi rostro- Debes comprenderme... Me pasaba noches enteras con el oído y el espíritu clavados en ellas, largas vigilias que sumaban semanas y meses, perdido en esa total confusión de límites que las sinfonías ponen sobre el caos, asimilando en un mismo signo el júbilo del alma y la tristeza de la sangre... Tú me comprendes" -y movía la cabeza negativamente.
La primera noche que Olga le acompañó a su apartamento de la calle Andes, la ignoró por completo, con la mirada resbalando sobre el disco que giraba infinitamente. Frente a la ventanilla del teatro renunciaron a "Una luna para el bastardo", y desde los corredores del Salvo casi corrieron hasta su departamento. Olga preveía en ocasiones que el frenesí y el monólogo interminable no significaban de parte de Danilo sino la otra cara de la desesperación. El diálogo angustiante lo confirmaba.
-"¿Te hago sentir tú misma?".
-"Profundamente. Al hacerme sentir con tanta intensidad que existo para ti, me siento existir realmente".
Luego, como diría el otro, comenzaba la navegación, pero si los dioses descendían hasta los cuerpos desnudos, el corazón de Danilo ya no derivaba por ningún paisaje de ensueño, se había tornado definitivamente un corazón adulto.
Danilo deslizó dos o tres frases que a la muchacha le parecieron que destilaban una esencial amargura.
Cada porción, la más sutil, imperceptible de cada nota, Danilo sentía como pequeña astilla que se iba encarnando en él; la ínfima, trasparente migaja de una melancolía, el hilo tenuemente amargo, la antigua y lancinante hebra de un tormento. Por eso estaría por aquellos meses tan sutilmente enfermo.
(Todos estos días yo también me sentía como en aquel verano y traje conmigo la portátil y la misma sinfonía. La puse al pie del catre -el mismo en el que había expirado Danilo con los ojos abiertos-, me acosté y encendí un cigarrillo. Verdaderamente esta cabaña es desconocida y aquí jamás seré feliz. En este instante caen sobre mi rostro tres notas nítidas que son como tres colores netos que no existen.)
Pero antes -y aún después- en la vida de Danilo el placer jugó su papel compensatorio. Pero siempre al borde de la desesperación cuando no en medio del tedio. Y como final inexplicable la extraña herida bajo la tetilla izquierda, tan real sin embargo, nacida como de un sueño, con o sin participación de Renato. Un pequeño orificio violáceo por donde todo él, todo su peso, iba cayendo como una soga desatada al borde de un precipicio. "Si la tortura de un creador no tiene pausa en los días, es también condición que el placer sea grande y salvaje", murmuraba al oído de Olga, cuando dos años atrás tocaron por primera vez el tema, tirados sobre la arena. (En el fondo de su mente persistía aquella mujer en la playa solitaria.) Olga venía por la tarde y caminaban hacia aquellas dunas solitarias, entre pinos y eucaliptos, a dos kilómetros de la cabaña.
"Temo - le decía Olga- que el ejercicio del placer en su dimensión devoradora sea sólo el resultado de una desesperación". "Revienta entonces", le respondía Danilo riendo, arrastrándola al suelo para enmudecer de pronto.
Por ese tiempo Danilo ya no celebraba la esperanza de una vida y de un sitio distinto en un país de su infancia que fuera el suyo. Sabía ya con desconsoladora certeza que no hay sitio donde pudiera recuperarse la infancia. El que eso no vislumbraba, se decía, al final habría vivido como un pobre hombre. Solía decir con aire perfectamente neutro: "La dicha se sueña en una memoria que la vida desmiente para ser igual sobre todos los paisajes. ¿Qué más queda, preciosa, que dejarnos devorar por el placer hasta un grado cercano a la autodestrucción?". Olga lo miraba con un pequeño pavor brillante y quieto que era como una punta de aguja en el fondo de su pupila. "¿Y cuando el placer ya no sea posible, o no exista?".
-"En el comienzo de la desaprensiva juventud se abriga la promesa de la dicha".
-"¿Y después?".
-"Se sabe".
-"¿Se sabe qué?".
-"Que la felicidad no es una condición precisamente posible ni necesaria para vivir. Lo mismo se ha de vivir".
-"¿Entonces?". Danilo miró a Olga con una punta de fastidio. "Entonces sólo nos restará esta vida de mierda". Olga no tenía necesidad de escucharlo -lo conocía hasta en sus menores espasmos- y Danilo se perdía en un monólogo lleno de agujas. "Un día Renato nos pesca y soluciona la alternativa, no desesperes, preciosa".
En las trincheras blancas de las dunas se dejaban agotar en el frenesí salvaje de los desesperados. "Después quedaría sólo para decidir entre una onza de plomo y el vacío. Cuando ya no te sientas tú en ti misma conmigo". Permanecían tirados largamente bajo el aliento de los pinos, mientras el sol rodaba sobre las crestas del mar, que tal una enorme serpiente verde, le iba lamiendo el canto irisado hasta tragarlo.
Últimamente, sin embargo, Danilo estaba seguro de que sólo le quedaban las sinfonías y que ni las sinfonías le resultaban medianamente satisfactorias. "El diluvio, ¡el diluvio!", se pasó diciendo sordamente una noche dando vueltas en su pieza, mirando las paredes, como si fueran de una prisión. Pasada la crisis, sin embargo, terminaba exclamando con una calma terrible: "No obstante, nada es definitivo, ni hay diluvio total".
Danilo llegó a apoderarse de las sinfonías de los grandes maestros. Con los ojos llenos de lágrimas me decía que lealmente las creía propias. Le hacía notar que en esa actitud radicaba una inversión de la lógica, pero a la vez dos razones profundas y fatales agregaba él. Danilo creía nacer muchas veces de forma distinta cada vez que escuchaba una sinfonía; que se iba creando en ella como desde el principio del mundo, desde el caos, como un ser totalmente nuevo, palpando sus reconditeces, como si cada nota refrescara rincones húmedos de su intimidad. Al cabo abrigaba la sospecha de que su vida nunca tuvo un signo mínimamente idéntico, antes ni después, que no era sino la expresión de una sucesión de nacimientos superpuestos, que se devoraban implacablemente. Por otra parte, agregaba, el propio creador lograba su propósito sin grietas, al trasvasarse en otro, o lo que equivale exactamente a lo mismo, al conseguir recrearse infinitamente en su angustiosa dimensión en el corazón del oyente.
Danilo tiene los ojos inmóviles en el techo oblicuo, demasiado blanco, mientras piensa que esas circunstancias que le escinden en muchos hombres fugaces, efectivamente habían requerido una solución, un corte saludable ejecutado por su propio pulso. Pero en el mundo quedarían las sinfonías, y él no se resignaba a prescindir de ellas. Ahora estaba despierto. ¡Qué sueño notable! Renato no había venido, tampoco era posible. Dos años atrás se había hecho navegante en un barco de la flota mercante italiana que hacía la carrera entre Génova y México. Quizás nunca supo lo suyo con Olga. ¿Y ella dónde andaría? Renato, pues, no pudo haber sido el autor de su herida. Danilo bordea con el meñique los pequeños labios del orificio, a ciegas, lentamente, como se acaricia el ombligo de una mujer yacente, o la diminuta colina de su pezón. "¡Qué vida ésta, hermano... qué vida la que morimos!", decía moviendo la lengua detrás de los labios pegados.
El olor a eucalipto, el rugido del mar, el ruido de la arena acribillando los cristales habían cesado... Todo, el golpe de la persiana y el eterno viento entre los pinos.
El brazo derecho de Danilo colgaba fuera del catre cerca de un pequeño libro de notas y una estilográfica caída. En la hoja agitada por el viento se leía: "Inmóvil en el catre sé que mañana no retornaré a la ciudad; me quedaré para siempre en este lugar donde nunca fui feliz, distrayendo mi ocio en mirar fijamente el arma que traje conmigo...".
Paysandú, 1966
De: Cuentos (Asunción: Editorial Curupí, 1976)
Fuente:
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