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MARIO RAMOS REYES
  CICERÓN Y EL DERECHO DE “LOCOS” - Por MARIO RAMOS-REYES - Domingo, 26 de Diciembre de 2021


CICERÓN Y EL DERECHO DE “LOCOS” - Por MARIO RAMOS-REYES - Domingo, 26 de Diciembre de 2021

CICERÓN Y EL DERECHO DE “LOCOS”


Por MARIO RAMOS-REYES

Filósofo político

Hay cosas que hoy ya no deberían sorprender. Pero, sigue siendo sorpresa, aunque, para la mayoría, permanecen desapercibidas y no le dan importancia. Deberían. Me refiero a dos hechos; el primero, al juicio a un acusado y condenado –hace algunas semanas en un tribunal argentino– de un doble crimen. Lo llamativo no es el crimen, horrible en sí mismo, sino el acusado que maullaba sus derechos, mostrándose como de una especie distinta. La de un felino. Por lo que, aparentemente, no debía ser encausado. ¿Los animales no humanos no ejercerían libertad de autodeterminación? La “estrategia” judicial, no obstante, fracasó. Repito, fue condenado. El segundo es más reciente y refiere a una decisión de la Suprema Corte Mexicana que faculta a las personas a cambiar su edad, modificando sus documentos de identidad, si así lo deciden conforme a su “verdad personal.” Es que, según argumentan los jueces, la identidad se construye más allá de la biología.

Parece una cosa de locos. No me acuse el lector de fundamentalista, y por lo demás, de fanático especista, por esa afirmación. Esto lo hubiera dicho Marco Tulio Cicerón (m. 43 a.C.), de haber vivido en nuestro tiempo. “El que los derechos se fundaran en la voluntad de los pueblos –escribe el jurista romano–, las decisiones de los príncipes y las sentencias de los jueces, sería justo el robo, justa la falsificación, justa la suplantación de testamentos, siempre que tuvieran a su favor los votos y los plácemes de una masa popular. Y es que para distinguir la ley buena de la mala no tenemos más norma que la de la naturaleza. La naturaleza nos dio un sentido común que esbozó en nuestro espíritu para que identifiquemos lo honesto con la virtud y lo torpe con el vicio.

Pensar que eso depende de la opinión de cada uno y no de la naturaleza, es cosa de loco.” (De Legibus, 1, 15-16). El olvido de esa naturaleza, sentido común, repercute, doblemente –por olvido algunas veces, por marginación, las más– en la democracia actual, entronizando, en su reemplazo, una noción de libertad y del papel de la política, que posibilita esa cosa de locos.


 

La libertad o el hacer lo que a uno se le canta

Veamos esa libertad. Es la libertad-libertaria que, paradójicamente, invoca al poder del Estado para protegerse, legitimando –vía poder judicial, por ejemplo– cuestiones que le rebasan al Estado mismo. ¿Acaso los jueces pueden saber algo de filosofía o antropología para decidir lo que es el ser humano en nombre de la sociedad? ¿O si uno es de una especie u otra, de una edad o la de más allá? Es una mirada contraria al sentido común de los que aún creemos que un ser humano es un ser humano y no otro tipo de animal. La vetusta verdad de la naturaleza humana.

Es la libertad sin realidad. Puro querer y deseos. Mala copia de lo que – antiguos como Heráclito– llamaban el principio de todos los principios, el cambio. Claro que, para Heráclito, había aún ese “algo” que cambiaba, bandeando espacio y tiempo más allá del cambio, el fuego. Había ser. Hoy, nada. Libertad absoluta para construir la realidad que a uno se le antoja. Vivir como a uno se le canta. Libertad económica sin bien común. Libertad política, sin justicia. Libertad biológica, sin rigideces especistas. ¿Qué es bueno o correcto? Nada. La libertad sin más. Y, triunfalistamente, se cree, que ese absolutismo libertario llevará al Progreso irrefrenable –con mayúscula– al que hay que obedecer, si no se quiere ser marginado de la historia.

La política se hace absoluta: sin trascendencia

No sorprende, dije al inicio –por lo menos a mi– pues, desde hace treinta o más años, se ha venido argumentado, en sede filosófica, de que no existe eso que se llama “naturaleza o esencia” humana. Es el malhadado principio de Sartre: la existencia precede a la esencia. Cada uno define que es. La libertad no admite límites externos ni internos. Si uno decide ser gato, pues será un felino. O bien, resuelve tener una edad adolescente, entonces, nadie debe impedírselo. Solamente hay voluntades, quereres, deseos, no fines últimos. Uno es dios para sí mismo. Somos dictadores de la realidad y eso es, lo democrático.

Una política con fines sostendrá, por el contrario, que una democracia hecha de deseos como meros procedimientos no es de por sí, un Estado de derecho. Existe un algo “antes,” un límite a la democracia: el derecho. Pero si el fundamento de este es una libertad que todo lo puede –sin naturaleza anterior– entonces, todo vale. La política se vuelve absoluta: es lo que uno dice que es. Si no se presupone alguna verdad o principio trascendente que se pueda respetar, entonces, todo será inmanente al Estado. Como Giovanni Gentile (1875-1944) le aseguraba a Mussolini: “Todo dentro del estado, nada fuera del estado, nada contra el estado”.

Volver a la verdad

Pero si el fundamento de la democracia es la dignidad de la persona –la naturaleza de las cosas– por lo menos “mínima”, existirá algún parámetro. Habrá una verdad que medirá la razonabilidad o locura de los deseos. Y sobre todo de verdad o falsedad moral. No todo se crea o “construye”. Hay cosas que se nos dan. Como la verdad de que un gato maúlla y un ser humano canta y baila, como operaciones de su naturaleza. Existe una relación entre la libertad y la verdad en una democracia. Pero una cosa es el hecho de que uno no admita que “la verdad” sea determinada por la mayoría –el ser gato o perro no es cuestión de votos– y otra, negar toda decisión.

Entiendo que, afirmar todo esto que vengo describiendo, es un pecado mortal que no se debe cometer si uno quiere participar en congresos o conferencias académicas. La democracia liberal actual, pretende, afirma y defiende, otra cosa. Los casos que mencione al inicio son una pequeña muestra.

Por eso, algunas Constituciones actuales devienen en mera referencia de principios que deben interpretarse en cualquier dirección, conforme a los deseos mutables del espíritu de época, que funge de constitución real, material (Adrián Vermeule): especismo, indiferentismo, permisivismo. Excepto el oponerse invocando al derecho natural. Si esto ocurre, lo más irónico de todo es que, justamente, lo llamarán a uno, loco. Amén de otros términos y ninguneos. Es, para consuelo, una muerte civil, a diferencia de la de Cicerón, que no tuvo tal “suerte.”



Fuente: www.lanacion.com.py

Domingo, 26 de Diciembre de 2021



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