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RAFAEL BARRETT (+)
  CUENTOS BREVES - Obras de RAFAEL BARRETT - Año 2006


CUENTOS BREVES - Obras de RAFAEL BARRETT - Año 2006

CUENTOS BREVES


Obras de RAFAEL BARRETT


(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 1)

© de esta edición Editorial El Lector/

© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich

ABC COLOR y Editorial El Lector,

Director editorial: Pablo León Burrián

Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña

Asunción - Paraguay

2006 (105 páginas)


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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

·         DE CUERPO PRESENTE

·         LA PUERTA

·         LOS DOMINGOS DE NOCHE

·         EL PERRO

·         SOÑANDO

·         EL MAESTRO

·         A BORDO

·         MI ZOO

·         SMART

·         BACCARAT

·         EL HIJO

·         LA ENAMORADA

·         EL POZO

·         LA MUÑECA

·         EL NIÑO Y EL REY

·         LA ROSA

·         EL AMANTE

·         LA CARTERA

·         MARGARITA

·         LA ÚLTIMA PRIMAVERA

·         AJENJO

·         CARTAS INOCENTES

·         GUÍA DE TRABAJO

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 INTRODUCCIÓN

La víspera de Navidad de 1904 arribaba a Asunción un hombre joven, de elevada estatura, de amplia frente a la que coronaban unos cabellos rubios. Tenía los ojos azules, grandes y rasgados. La cara oval, enmarcada por barba y bigotes cuidados y pulcros.

Respondía al nombre de Rafael Barrett y había nacido el 7 de enero de 1876 en Torrelavega, un pueblo de la provincia de Santander, en España. En el Registro Civil de Torrelavega figura su nombre completo: Rafael Jorge Julián Barret y Álvarez de Toledo. El 17 de diciembre de 1910 murió en Arcachón, sur de Francia, hasta donde se había trasladado desde Asunción, buscando cura a la tuberculosis que lo aquejaba. Cuatro días antes de su muerte, estando en compañía de su tía Susana, escribió a su esposa e hijo estas postreras líneas.

"Dos palabras para deciros que estoy demasiado bien cuidado, y que mi alma está serena y llena de confianza en la vida que os recompensará de vuestros dolores; si los examináis y los sufrís con lealtad y con valor".

Hijo de padre inglés y madre aristócrata, con cercano parentesco con los duques de Alba, recibió esmerada educación en España, Inglaterra y Francia, cuyas lenguas manejaba con soltura y elegancia. Estudió en Madrid la carrera de Ingeniería, pero no la culminó, presumiblemente debido a la traumática experiencia sufrida a causa de una acusación infamante que mancilló su honor y buen nombre.

Un breve tiempo antes de este episodio, Barrett, que había heredado una corta fortuna tras la muerte de sus padres, llevó en Madrid la vida del dandy, sólo preocupado por el refinamiento en el vestir y en acudir a conciertos de la Filarmónica y a exposiciones de arte. Más tarde, él mismo juzgará esta vida como la de un "majadero". ¡Cuán inútil fue mi vida entonces", concluyó.

A mediados de 1903, o poco antes, abandonó definitivamente España y se trasladó a Buenos Aires, donde vivió un tiempo participando de las actividades políticas de los emigrados españoles en cuya prensa escribió sus primeros artículos. Como corresponsal del diario porteño El Tiempo, Barrett llegó al Paraguay para informar sobre la revolución de 1904. En octubre desembarcó en Villeta, cuartel general de las tropas revolucionarias, y en vísperas de la Navidad arribó a Asunción en compañía de éstas.

El 26 de enero de 1905 publicó su primer artículo en la prensa asuncena: "LA VERDADERA POLÍTICA". Le suceden otros 38 artículos que llevan su firma. En el mismo mes entró a trabajar en la Oficina de Estadísticas hasta setiembre, en que dimitió para trasladarse al Departamento de Ingenieros y luego al Ferrocarril Central el Paraguay, administrado por ingleses.

Concurriría todas las tardes al Centro Español, de cuya directiva formó parte, y donde, sentado al piano, interpretaba con destreza obras de Beethoven y Chopin. En una de esas tardes de tertulia conoció a Francisca López Maíz, hija de español y sobrina del célebre padre Fidel Maíz, con quien se casó el 20 de abril de 1906, y tuvo a su único hijo, Alejandro Rafael (Alex), nacido el 24 de abril de 1907 en Areguá.

Durante todo ese tiempo Rafael Barrett desarrolló tareas de agrimensura e intentó integrar el cuerpo docente del Colegio Nacional de la Capital para impartir lecciones de matemática; pero "las funciones abelianas, el cálculo infinitesimal e integral, y la geometría no euclidianas no encontraron adeptos".

Los primeros síntomas de la tuberculosis, enfermedad entonces incurable, comenzaron a manifestársele a fines de 1906. Cuatro años más tarde el terrible mal acabará con su vida.

En los años 1907 y 1908 acompañó la lucha obrera participando en mítines, dando conferencias sobre temas sociales y fundando la revista GERMINAL (con 11 números de agosto a octubre), desde que él difundió la ideología anarquista, defendiendo las reivindicaciones de los obreros y siendo víctima de la reacción del poder político, que lo persiguió, encarceló y lo desterró a Corumbá. Se refugió luego en Montevideo, ciudad en la que hace amistar con los intelectuales uruguayos que lo admiran y lo siguen. En el propio Uruguay se vio obligado a internarse en un sanatorio para tratarse de su enfermedad. Un poco más de tres meses después regresó al Paraguay y se confinó en una estancia de Yabebyry. Un año después obtuvo permiso para radicarse en San Bernardino, desde donde prosiguió su colaboración con la prensa asuncena y recibió a sus amigos obreros. A raíz de sus denuncias de la cuestión social en el país y de su participación en la lucha obrera, recibió el rechazo de los intelectuales vinculados al régimen político, quienes le cerraron el acceso a sus instituciones. El Diario le negó sus columnas donde había publicado del 15 al 27 de junio el tremendo alegato titulado ASÍ SON LOS YERBALES PARAGUAYOS, un texto cercano al YO ACUSO, de Emilio Zola.


LA OBRA DE BARRETT


La obra de Rafael Barrett ha merecido unánime elogio por cuantos la han frecuentado. Su lucidez y belleza, junto a la entereza moral, son los rasgos que el tiempo decanta de esa obra vertiginosa, pero perfecta y única. Barrett no es sólo creador de una de las prosas más nítidas y personales en cualquier literatura de lengua española, sino un transmutador casi alquímico del pálido artículo periodístico en una deslumbrante criatura de arte. Su importancia en el proceso cultural de nuestro país es singular y nadie abriga hoy la más mínima duda al respecto de su notable precedencia en muchas de las actitudes que definen en el presente la función del intelectual. Si bien en muchos aspectos sus contemporáneos novecentistas no lograron comprenderle, nadie de entre ellos dejó de apreciar su vigoroso talento y su iluminadora lucidez. En el contexto ideológico y estético del novecientos paraguayo, Barrett es, no sólo único, sino un ingente precursor. Su honradez intelectual, base de su actitud crítica, su coherencia ideológica conformada pese a sus vacilaciones, por su esforzado hacerse de un punto de vista propio, su ejemplaridad moral, conjuntamente con su intenso poder creador, hacen de Barrett una figura excepcional en medio de esos hombres de gran talento, como fueron nuestros novecentistas. Barrett vio, precisamente, lo que ellos no vieron, o no quisieron ver, inmersos como estaban en otras preocupaciones y afanes diversos, más ceñidos a la inmediatez histórica local. Sin duda algún sector de la ideología de Barrett ha periclitado, pero es aún más verdadero que lo esencial de su actitud y de su mensaje moral se mantiene incólume. En tres puntos puede resumirse la obra diferencial de Barrett respecto de la de otros maestros. Primero: en su tenaz ceñirse a lo presente interpretado críticamente y en función de criterios filosóficos definidos que postulaban una negación de las estructuras existentes. Segundo: en su visión estrictamente moral de la condición humana y en su exaltación de los valores sociales superiores que conducen a la perfección del hombre. Y tercero: en la profundidad de sus principios, en la solidez teorética de sus conceptos. Agreguemos a esto la modernidad de su prosa junto con su belleza y tendremos brevemente diseñada a esta gran figura de escritor, de combatiente y de apóstol.


LA FICCIÓN BREVE EN BARRETT


"Barrett nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy, nos introdujo vertiginosamente en la luz rasante y al mismo tiempo nebulosa, casi fantasmagórica de la realidad que delira, de sus mitos y contramitos históricos, sociales y culturales".

Estas palabras de Augusto Roa Bastos definen la fundamental importancia de Barrett en la literatura paraguaya. De él parte la concepción del realismo crítico en  la visión de la materia narrativa y son precisamente sus cuentos breves los que revelan su notable don estético para la construcción del relato. Estos cuentos son ceñidos, estrictos y en ellos la condensación del sentido de lo relatado alcanza su máxima eficacia de significado humano y social. El estilo y la lengua de Barrett juegan con los recursos retóricos, los que en seis manos encuentran una gran virtualidad. La ironía y la paradoja, recursos esencialmente intelectuales, son sisadas por Barrett con destreza, sensibilidad y belleza, como nunca antes en la literatura hispanoamericana.

FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH


CUENTOS DE RAFAEL BARRETT

 

SOÑANDO


Era como un inmenso baile de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos pasaban en calma o se precipitaban girando. Animales fantásticos y objetos sin nombre se mezclaban a los mil espectros de un carnaval delirante. El espacio infinito parecía iluminado por la fiebre. No había piso ni techo. Se adivinaba la noche más allá de la luz.

Yo me trasladaba de un punto a. otro sin esfuerzo. Nada resistía ni entorpecía a nada. Flotábamos en un ambiente suave como el polvo de las mariposas. El inundo estaba vacío de materia y lleno de vida.

De un racimo de seres agitados se desprendió hacia mí un caballero vestido de frac. Venía tan de prisa que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada melancólica. Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.

-¿Qué le sucede, señor profesor? -pregunté.

-El chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mi mejor sirviente. Hasta fumaba mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que ojo hablaba. Imitaba perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le enseñaba. Usted recordará mi última conferencia sobre los simios antropoides. Él la inspiró. Pues bueno: ayer me entretuve tirando al blanco en el jardín delante del mono. ¡Nunca lo hubiera hecho! He querido meterme ahora en casa porque se hace tarde. ¿Creerá usted que el maldito chimpancé me ha recibido a tiros, confundiendo mi pechera con el blanco? Por poco no me acierta. ¿Cómo entrar en mi casa, Dios mío?

De lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña rubia decía que no a un banquero.

-¡Una idea! -exclamó de pronto un poeta lírico que nos había, quizás, escuchado. Su cabellera larguísima y sucia olía mal. Los mechones semejaban serpientes, y de cada uno colgaba un volumen, de modo que el hombre llevaba siempre consigo su biblioteca. A la cintura ostentaba un cuchillo envainado. Lo desnudó con gestó teatral.

-¡No tembléis! Esto no es un puñal, sino una pluma, y mis venas son mi tintero. Por ellas no corre sangre, sino tinta.

Se hundió el arma varias veces en el corazón y embadurnó la pechera del profesor con el negro líquido, gritando.

-¡Lo salvé! ¡Lo salvé!

Sin comprender cómo me hallé de repente acostado sobre la arena fría de una playa. El mar, de un azul luminoso, extendía su oleaje brillante bajo el cielo borracho de sol. Una adolescente, más bella que Venus, vagaba por la orilla, mojando sus pies de nácar en la lisa lámina de cristal que se deslizaba cantando. Su túnica era casta como la espuma. Sus ojos de ángel estaban penetrados de bondad y de amor. Una nube de pájaros alegres y puros revoloteaba en torno. Noté que la encantadora virgen los cogía y les arrancaba las alas.

-¿Por qué, por qué? -gemí dolorido.

-Les arranco las alas-suspiró su voz melodiosa-para que no se cansen volando.

Caían lentamente las tinieblas espesas como cae el légamo al fondo de un charco, y distinguí a enorme  distancia el resplandor confuso de la fiesta aérea. Me propuse alcanzarla, mas un abismo de una profundidad espantosa me detuvo. Subía de él un silencio más horrible que el trueno. En el opuesto borde se alzaba un peñasco siniestro que dibujaba su silueta de azabache, cortando el horizonte sombrío, y sobre el peñasco una mujer harapienta se retorcía los brazos mirando el precipicio.

-¿Qué? ¿Qué hay? ¡Oye! -clamé. ¡Oye!

Ella no oía y seguía mirando. La sombra se hizo más densa aún, y fue borrando aquel gesto de agonía. Ya no quedaba más que la noche insondable, y el resplandor lejano y confuso de la fiesta aérea. El resplandor se fue transformando en una nebulosa, y la nebulosa en la luna, luna serena y plácida.

Deseé ir a ella, y desperté. La luna era el globo de mi lámpara encendía. Sobre mi mesa de trabajo dormían mis libros.


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EL HIJO


Hace muchos años, vivía un matrimonio. Eran muy pobres, él leñador, ella lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella con su enorme nariz y sus cejas de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.

No se atrevían a acariciar con sus rudas manos aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús. Le pusieron una riquísima cuna, le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció, y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo. El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, hasta que le sorprendieron en ellas y le ahorcaron. La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. “! Bruja, móntate en este palo, y vuela al aquelarre!". Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.

Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel. Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:

-No la conozco; no soy de aquí.¿Mi madre, esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.

Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.

Una vez pasó la hija del rey de la comarca, y se enamoró del mozo.

-¿Cuál es tu familia? -preguntóle.

-Soy el príncipe Rubio -contestó-. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.

La niña le creyó y se casó con él. Hubo grandes fiestas, y fueron enviados a la derecha del fin del mundo embajadores que no volvieron. La madre hubiera muerto de orgulloso placer si no hubiera pensado que aún podía, por algún azar, ser útil a su hijo.

Un año después se supo que el príncipe había caído enfermo de una enfermedad contagiosa y horrible. La princesa había huido de su lado, y nadie se atrevía a socorrerle. El príncipe agonizaba a solas.

Entonces la madre se arrastró hasta las puertas del palacio, y tanto hizo que la dejaron entrar como enfermera. Su hijo estaba en un soberbio lecho de damasco, bajo un dosel de púrpura. Su rostro desparecía, devorado por una lepra monstruosa.

-Hermoso mío -dijo la madre-. Yo te salvaré.

Y lo besó y cuidó amorosamente hasta la noche.

Pero a medianoche vino la Muerte por el príncipe.

-Muerte, ten compasión de mí -suplicó la madre-. Lleva a esta anciana decrépita, y no a este joven lleno de vigor. Permítele vivir, y engendrar para ti nuevos mortales.

-¿Cuál de los dos? -preguntó sonriendo la Muerte al leproso.

El príncipe alargó su diestra descarnada y señaló a su madre, que lanzó un grito de alegría.

-¡Gracias, hijo mío!

Y la Muerte la tomó en brazos, y la arrebató sin esfuerzo, porque pesaba menos que un fantasma.

Al día siguiente, el príncipe apareció sano y robusto ante su corte. Más tarde fue rey, y reinó mucho tiempo, y tuvo muchos hijos, y gozó de todos los deleites de la tierra.

Pero su barba blanca alcanzó a sus rodillas, y sus huesos se secaron. Le llegó su hora, y llamó a su madre.

-¿Qué quieres, niño mío? -suspiró en silencio.

-¡Salvarme!

-Hijo mío, yo fui; ya no soy nada, sino un dolor sin cuerpo. Quizá me oíste gemir en el viento y llorar con la lluvia en tus cristales. En mí no quedó sustancia ni energía. Soy menos que el recuerdo de una sombra. Ni siquiera puedo reunir mis lágrimas para ti. Soy tu madre muerta.

-¡Madre cruel, madre amarga, maldita seas mil veces! -exclamó el moribundo.

-¿Cuál es mi crimen? -sollozó el silencio.

-¿Para qué me diste la vida, si no me diste la inmortalidad?



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EL NIÑO Y EL REY


Había un niño que tenía a su rey por el hombre más hermoso del mundo; se consumía en deseos de contemplarlo, y habiendo sabido que Su Majestad iría aquella mañana a pasear al parque público, acudió desde el alba, palpitante de curiosidad.

Esa manía de ocuparse del rey y esta idea de que era hermoso son extrañas en un niño moderno. Se trataba, sin duda, de un candidato a la neurastenia, condenado tal vez a un romántico suicidio. Ya dijo La Fontaine que a esa edad no hay compasión: ¿es normal que en ella haya poesía? Los niños son crueles, glotones y envidiosos; son perfectos hombrecitos, y el tiempo, incapaz de transformar la índole de sus pasiones, les enseña solamente el disimulo. Además, ¿es verosímil que nuestro pequeño soñador no hubiese visto, interesado en ello como estaba, uno de los infinitos retratos reales que ruedan por revistas, anuncios y prospectos, se pegan a los muros, se muestran en los escaparates y presiden las asambleas, desde el parlamento donde se votan acorazados, a la humosa taberna donde los marineros se dan de puñaladas? Ese niño excepcional, ¿no iba a la escuela? En la escuela, en los libros de clase, ¿no había una efigie del rey? ¡Bah!

Pero no abusemos de la crítica. Acabaríamos por rechazar cuantas noticias nos llegan y no nos dignaríamos conversar. Aceptemos la historia; es interesante, y por lo tanto encierra alguna verdad, porque la verdad es lo que nos hace efecto. El niño, intrépido amigo de los príncipes de leyenda que, como el de Boccaccio, se sientan a la cabecera de humildes vírgenes por ellos enfermas de amor, esperó inútilmente. Las horas pasaron. Aburrido, se dirigió a un caballero gordo que andaba por allí.

-Señor, ¿qué hora es? Aguardo al rey que debía venir, el rey más bello de la tierra.

El caballero gordo, que era naturalmente Su Majestad, se guardó bien de deshacer el equívoco. Jamás había encontrado un juez tan formidable como aquel muñeco. Su vida de príncipe, sus aventuras vulgares de soltero rico, sus apuros de dandy pródigo, sus deudas, que al fin no se decidía a pagar ningún banquero de Europa y que le abrumaron hasta que su madre, muriéndose por fin, le salvó dejándole con el trono la firma de la patria, su pasado convencional y nulo le oprimió de pronto con más fuerza que nunca. ¿El Rey? No, no era el Rey: no tenía nada de común con los Reyes, los gigantes que llevaban a sus pueblos a hombres y que, ungidos por los santos, discutían con Dios. ¿Y por añadidura jefe de la Iglesia? Ni siquiera era ya el Rey de la moda: ahora un actor francés y un espadachín divorciado de una norteamericana eran los que imponían a ambos continentes la nueva corbata, la nueva levita. Y el Rey se avergonzó ante el niño, se avergonzó de tener tanto vientre y los ojos turbios, subrayados por lívidas ojeras, y las mejillas colgando. Se sintió lo que era, un viejo que se había divertido mucho, y nada más.

Volvió tristemente a su palacio. La magnificencia de la corte, girando en torno de él, le hizo recobrar por un instante la despreocupación cotidiana. Pero de noche se indispuso. Llamó a su médico, y tomó órdenes con entera obediencia. El médico era el amo; su hierro había entrado ya en las carnes del Rey. Su Majestad se durmió en compañía de la muerte.

Mientras tanto, el niño poeta meditaba otra maniobra para admirar de cerca al monarca más hermoso del mundo.


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LA ROSA


La ancha rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando. Aquella en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.

Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe. En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.

Esta rosa, más bella aún al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso. Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dio la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.

Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que importa, porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye.

El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.


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EL AMANTE


Secreto rincón del jardín florido, breve edén, relicario de nostalgias y deseos, nido de felicidad... Noche tibia, cargada de perfumes suspirados por corolas que se abren amorosamente en la sombra... noche del verano dulce y maduro como la fruta que se inclina a tierra... noche de placer y de olvido... Eulalia languidece en los brazos de su amante. ¿Es el leve soplo nocturno quien la acaricia los suaves cabellos de oro, o el aliento del hombre? Las hojas gimen quedamente...; pero no..., es la mano soñadora que se desliza temblando. No es una flor moribunda la que ha caído sobre los labios húmedos de Eulalia, sino la boca apetecida, deliciosa como la fuente en el desierto... En el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, pasan las víboras...

-¡Él! -grita sin voz Eulalia -. ¡Huye!

Los pasos vienen por el sendero. Rechinan sobre la arena. Los pasos vienen...

-No puedo huir... Me verá... me oirá...

-¡Escóndete!

-¿Dónde?

La luna enseña las altas tapias infranqueables, la superficie inmóvil del estanque, ensombrecida por los juncos...

Los pasos llegan...

Entonces el amante se hunde sigilosamente en el agua helada. Su cabeza y sus hombros desaparecen entre los juncos. Eulalia respira...

Ahora Eulalia languidece en los brazos de su marido... languidece de espanto. Piensa en las víboras.

-¡Vámonos!.. -implora.

Pero él quiere gozar de la noche tibia, cargada de perfumes, de placer y de olvido...

Y en el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, junto al cadáver, pasan las víboras.

 
 

ENLACE RECOMENDADO:

EL DOLOR PARAGUAYO

de RAFAEL BARRETT

Tapa: IGNACIO NUÑEZ SOLER

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay, 2006








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