CUENTOS BREVES (DEL NATURAL) - Obras de RAFAEL BARRETT
CUENTOS BREVES
(DEL NATURAL)
Obras de RAFAEL BARRETT
DE CUERPO PRESENTE
SOBRE la cama sucia estaba el cuerpo de doña Francisca, víctima de cuarenta años de puchero y de escoba. Entraban y salían del cuartucho las hijas llorosas. Chiquillos de todas edades, casi harapientos, desgreñados, corrían atrepellándose, una vieja acurrucada pasaba las cuentas de un rosario entre sus dedos leñosos. El ruido de la ciudad venía como el rumor vago que sube de un abismo, y la luz desteñida, cien veces difusa sobre muros ruinosos, resbalaba perezosamente por los humildes muebles desportillados.
Siguiendo los declives del piso quebrado, fluían líquidos dudosos, aguas usadas. Una mesa sin mantel, donde había frascos de medicinas mezclados con platos grasientos, oscilaba al pasar de las personas, y parecía rechinar y gemir. Todo era desorden y miseria. Doña Francisca, derrotada, yacía inmóvil.
Había sido fuerte y animosa. Había cantado al sol, lavando medias y camisas. Había fregado loza, tenedores, cucharas y cuchillos, con gran algazara doméstica. Había barrido victoriosamente. Había triunfado en la cocina, ante las sartenes trepidantes, dando manotones a los chicos golosos. Había engendrado y criado mujeres como ella, obstinadas y alegres. Había por fin sucumbido, porque las energías humanas son poca cosa enfrente de la naturaleza implacable.
En los últimos tiempos de su vida doña Francisca engordó y echó bigote. Un bigotito negro y lustroso, que daba a la risa de la buena mujer algo de falsamente terrible y de cariñosamente marcial. Sus manos rojas y regordetas, sanas y curtidas, se hicieron más bruscas. Su honrado entendimiento se volvió más obtuso y más terco. Y una noche cayó congestionada, como cae un buey bajo el golpe de mazo.
Durante los interminables días que tardó en morir,la costura se abandonó, las hijas aterradas no se ocuparon más que de contemplar la faz de la agonizante y de espiar los pasos de la muerte. Las oscuras potencias enemigas del pobre, las malvadas que deshilachan, manchan y pudren, las infames pegajosas se apoderaron del hogar, y se gozaron del cadáver de doña Francisca.
Las horas, las monótonas horas, indiferentes, iguales, iban llegando unas tras otras, y pasaban por el miserable cuartucho, pasaban por el cadáver de doña Francisca, y dejaban descender sobre aquella melancolía, la melancolía del ocaso y la madeja de sombras que ata al sueño y al olvido. Los chiquillos, hartos de jugar, se fueron durmiendo. Las mujeres, sentadas por los rincones, rezaban quizá. La vieja, acurrucada siempre, era en la penumbra como otro cadáver que tuviera abiertos los ojos.
Una de las mujeres se levantó al cabo, y encendió una vela de sebo. Miró después hacia la muerta, y se quedó atónita. Debajo de la nariz roma de doña Francisca la raya del bigote se acentuaba. La longitud de cada pelo se había duplicado, y algunos rozaban ya los carrillos verduscos de la valerosa matrona.
—A los hombres les suele crecer la barba —murmuró la vieja.
El silencio cubrió otra vez, como un sudario, la escena desolada. Se agitaba extrañamente la llama de la vela, haciendo bailar grupos de tinieblas por las pareides del aposento. Encorvadas, abrumadas, las mujeres dormitaban, hundiendo sus frentes marchitas en las ondas de la noche. Las horas pasaban, y el bigote de doña Francisca seguía creciendo.
A veces se incorporaba una de las hijas, y consideraba el rostro desfigurado de su madre como se consideran los espectros de una pesadilla. Los niños, con aleteos de pájaros que sueñan, se estremecían confusamente. La vela se consumía; en la hinchada, horrible doña Francisca, seguía creciendo aquel bigote espantoso que después de difunta le trastornaba el sexo.
Cuando el alba lívida y helada se deslizó en el tugurio, y despertaron ateridos los infelices, vieron sobre la carne descompuesta de doña Francisca unos enormes bigotes cerdosos y lacios que le daban un aspecto de guillotinado en figuras de cera.
Entonces el más menudo de los diablillos soltó la carcajada, una carcajada loca que saltaba a borbotones como de una fuente salvaje, y la vieja se destapó también como una alimaña herida, y las mujeres no pudieron más y se rieron como quien aulla, y aquellas risas inextinguibles, sonando en las entrañas de la casa sórdida, hacían sonreír a los que pasaban por la calle.
ERA MUY bueno. Tenía nobles aficiones. Hubiera aceptado la gloria. Cada detalle de su existencia era precioso a la humanidad. Nadie lo sospechaba sino él. ¿Quéimportaba? Le bastaba saberse un profeta desconocido, cuya misión maravillosa puede fulminar de un momento a otro. El espectáculo de su propia vida no le bastaba nunca. La lucha cuerpo a cuerpo con el hambre y el frío no le parecía menos épica que la lucha contra la envidia olfateada bajo la amistad. Paseaba con orgullo su sombrero grasicnto y sus miradas furiosas.
Como ya no hay bohemios, era el bohemio por excelencia. Los demás, los burgueses, le despreciaban a causa de haber quebrado en el negocio. No entendía la explotación del libro y del artículo, ni se ocupaba del reclamo. Lanzado a un siglo donde todo es comercio se obstinaba en no comerciar. Por eso su talento olía a miseria, y la tinta con que firmaba sus vagas elegías le servía también para pintar las grietas blancuzcas de sus zapatos.
Pero, ¿tenía talento? Sus continuos fracasos le daban a pensar que sí. Llevaba la aureola dentro de la cabeza.
Caía una llovizna helada y pegadiza que le hizo estremecer cuando salía de su bar. El piadoso alcohol, el verde Mefistófeles que dormitaba en el fondo de las copas de ajenjo, no había abrillantado del todo aquella tarde las ágiles visiones del poeta. Sobre ellas, como sobre la calle mojada, el cielo incoloro y el universo inútil, caía una sombra gris. El héroe se sintió viejo. El barro de sus pantalones deshilacliados se había secado y endurecido bajo la mesa del cafetucho, y pesaba lúgubremente. El orgulloso dudó de sí mismo. Divisó reflejada en una vitrina la silueta lamentable de su cuerpo agobiado. Un abandono glacial entró en la médula de sus huesos. Candoroso y desconsolado, lloró sencillamente.
De repente el corazón se le fue del pecho. .. ¿Qué. . .? Era a, él. . . Imposible. .. Miró detrás de sí. .. No había duda, era a él mismo.
Una mano desnuda, demasiado suave para los macizos anillos suntuosos que la cargaban, le hacía señas desde la portezuela de un carruaje de gran lujo, detenido a duras penas un instante. El bohemio vaciló. La mano se agitaba, ordenando, suplicando, que se acercara, que acudiera. Y él se acercó temblando. Respiró. Ninguna infame limosna manchaba los dedos de nácar. La portezuela se abrió. Unos brazos impacientes se anudaron a él, y sobre su boca amarga y poco limpia vino una boca de raso, tibia y deliciosa como el amor. . . Los caballos arrancaron al trote, y las luces de la ciudad, que empezaban a encenderse, cruzaban como ligeros proyectiles el vidrio biselado y húmedo. Al reflejo débil vio el poeta pegado a su rostro el rostro bellísimo de una mujer en cuyos ojos se había refugiado todo el azul del paraíso, y cuya piel era de una dulzura igual a la dulzura de las blondas y las sedas de su traje fantástico.
Sentados a la mesa Opulenta, después de un banquete íntimo, la voz de oro sonoro de la princesa —era naturalmente una princesa rusa— explicaba al bohemio qué raro y pronto capricho la había obligado a volcar el tesoro entero de las felicidades humanas sobre la testa melenuda aparecida a la puerta de un bar. Él, desabrochado y estúpido, la oía en silencio. Y ella, ante la camisa cansada que asomaba por la abertura del chaleco y las uñas sombrías del vate, reflexionaba con alguna tristeza en el final de la aventura. ..
Pero el hombre se levantó, recogió titubeando su sombrero grasicnto, y fijando en los labios luminosos y puros de la princesa sus ojos de niño, exclamó:
—Señora, alta señora, he cenado porque tenía hambre. Yo no soy mi estómago. No quiero satisfacer el hambre eterna de mis sentidos y de mi alma. No tomaré tu carne hecha con pétalos y besada por las estrellas. A tu hazaña la mía. ¡Me donaste una divina ilusión, y no me la arrebatarás nunca!
Y se marchó, ostentando en su frente, por única vez quizá, el rayo melancólico del genio.
—Sí. . . ¡márchate! Débame en paz!
—Alberto... ¿es posible?
Al verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:
—¿Qué. ..? ¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!
La arrojó del gabinete, y cerró la puerta.
Una satisfacción acida alegraba sus venas de macho fuerte. Había sentido, bajo sus dedos que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia voz:
—¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas...!
Pero también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia... ¿A ella, a su Mari tan dulce, había tenido el valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad surgió de pronto. No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto. Se quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.
Detrás de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era muy de noche. Por las piedras de la calle se arrastraban los pasos de algún mendigo. Mari le envidió no tener más que frío y hambre. Ella tenía un horrible frío en el alma. Percibió ruido de papeles, de hojas de libro que se pasan. .. "Está trabajando. . .", pensó. "Ahora se levanta, se pasea. .., viene". Mari no podía respirar. "Se va. No abre". Los pies crueles de Alberto iban y venían, sin pararse a la puerta, sin querer llegar hasta aquella desesperación muda, llevando la limosna de paz. . . Y las lágrimas brotaron sin fin, brotaron quemadoras de la fuente invisible, mojando en la oscuridad el rostro tibio, pegado a la puerta inmóvil... Y Mari se dejó caer poco a poco al fondo de su dolor...
Las horas aprovechaban el negro silencio para huir empujándose las unas a las otras, y Alberto, borracho de sueño y de tristeza, se decidió a abrir.
Mari, desplomada en el suelo, se había quedado dormida. Él levantó la hermosa cabeza de oro, empapada en sudor y en llanto, y besó los cálidos ojos entreabiertos. A la luz de la lámpara aparecían algunas arrugas junto a la boca atormentada, de donde salía un vago perfume de muerte.
Entonces el hombre tomó a la niña en brazos, y pasaron la puerta para entrar en el amor verdadero, hecho de tinieblas, de angustia y de llamas.
LOS DOMINGOS DE NOCHE
—Y USTED, ¿no nos cuenta ninguna proeza amorosa, señor Martínez?
El famoso financista sacudió, con el meñique ensortijado de brillantes, la ceniza del magnífico veguero, sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión de desencanto fatuo y nos dijo:
"—Les contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante y mi familia me pasaba a Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento, ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo. No había modo de aumentarlos porque mi padre entendía de negocios tanto como yo. Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.
"Devoraba con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich, y novelones de Dumas y Sué y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y frases generosas. Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del "Levante" donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de Don Quijote, buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.
"Hacía frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras lisas y relucientes. Las estrellas encaramadas hasta lo alto del espacio, centellaban más que de costumbre a través del aire inmóvil y seco. Había poesía en mí y fuera de mí, o por lo menos tal me parecía. Con todos mis libros en la cabeza me hallaba dispuesto a redimir definitivamente a la primera pecadora que pasase.
"Y de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer. Caminaba de prisa, sin mirar a ningún lado; iba como una máquina. Llevaba el mantón clásico de la madrileña del pueblo, el pelo libre, la enagua crujiente.
"La seguí. Nuestros pasos repetían sus ecos iguales, cada vez más próximos. Noté que tenía la cara muy blanca. Los faroles, a intervalos, iluminaban esa palidez como los relámpagos iluminan un paisaje triste. Ya muy cerca, casi tocándola, balbucí a mi perseguida las majaderías que ustedes saben.
"No hizo caso. Insistí. Nada. Volví a insistir. Yo no me resignaba a renunciar a mi aventura.
"Entonces da media vuelta y clava los ojos en mí. Unos ojos negros, de un negro absoluto, sin fondo. Y con una voz sorda, una voz sin timbre, como desteñida, me pregunta:
"—Quieres venir conmigo, ¿verdad?
"—Sí.
"—Vamos.
"—Y nos fuimos por callejuelas que yo no había visto nunca. La mujer había cambiado de rumbo. Nos metíamos en los barrios bajos. No decíamos una palabra. Yo tenía miedo y orgullo, al estilo de los héroes. Acompañaba ala dama misteriosa, y me prometía terribles voluptuosidades.
"Se detuvo delante de una puerta larga y angosta. Sacó una pesada llave. Abrió.
"—¡Entra!
"Entré.
"—¡Sube! —dijo la voz desteñida, más fúnebre aún en aquel momento.
"Y subimos las escaleras empinadas. Un piso. Dos. Tres. Cuatro. Me ahogaba en la oscuridad; y una an-gustia rara se apoderaba de mí.
"—Aquí es —dijo la mujer.
"Sentí un brazo rozarme, otra llave rechinar en una cerradura, y el gemir de unos goznes.
"—¿Tienes fósforos?
"-Sí.
"—Entra y enciende.
"Entré. Pero apenas lo hago cierra la puerta, da dos vueltas a la llave y me deja solo allí dentro.
"Estupefacto, oigo que baja rápidamente las escaleras, que cierra también la puerta de la calle y que huye, sí, ¡huye como una condenada!
"Aturdido, enciendo un fósforo.
"Entre un catre viejo y una mesa desastíllada, con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula caída, enseñando el agujero negro de la boca, estaba tendido el cadáver de un hombre, encharcado en sangre.
"Fue tal mi horror que no grité. Me quedé como una estatua y el fósforo se me apagó entre los dedos.
"No atinaba a encender otro. Mis pies resbalaban en aquello pegajoso, enorme, que me parecía llenar el mundo.
"Yo no sé cuánto tiempo estuve allí, ni cómo descubrí una claraboya por donde me escapé al tejado, ni cómo no me maté entre las tejas, ni cómo fui a parar a una buhardilla, donde vivía un zapatero que se llevó un susto mayúsculo, aunque menor del que yo traía, ni cómo le convencí de que me dejara salir a la calle, al reino de los vivos, ¡al paraíso!
"Cuando lo conseguí, amanecía".
Martínez calló satisfecho y ninguno de nosotros dijo nada.
—¿Pero la mujer? —preguntó uno al fin.
—Aquel crimen no se puso nunca en limpio.
—¿Usted no declaró?
—¡Dios me libre! Jamás me he metido en esas cosas; y desde aquella noche no he vuelto a leer una novela.
Y Martínez se rió pesadamente, haciendo palpitar su vientre de banquero inquebrable.
EL PERRO
POR LOS anchos ventanales abiertos del comedor del hotel, contemplaba desde mi mesa el horizonte marino, esfumado en el lento crepúsculo. Cerca del muelle descansaban las velas pescadoras a lo largo de los mástiles. Una silueta elegante cruzaba a intervalos, subiendo la rampla; cocotte que viene a cambiar de toilette para cenar, sportman aguijoneado por el apetito. El salón se iba llenando; el tintineo de platos y cubiertos preludiaba; los mozos, de afeitado y diplomático rostro, se deslizaban en silencio.
La luz eléctrica, sobre la hilera de manteles blancos como la nieve, saltaba del borde de una copa a la convexidad de una pulsera de oro para brillar después en el ángulo de una boca sonriente. La brisa de la noche movía las plumas de los abanicos, agitaba las pantallas de las pequeñas lámparas portátiles, descubría un lindo brazo desnudo bajo la flotante muselina, y mezclaba los aromas del campo y del mar a los perfumes de las mujeres. Se estaba bien y no se pensaba en nada.
De pronto entró un hermoso perro en el comedor, y detrás de él una arrogante joven rubia que fue a sentarse bastante lejos de mí. Su compañero se dio a pasear, pasándonos revista. Era una especie de galgo, de raza cruzada. El pelo, fino y dorado, relucía como el de un tísico. La inteligente cabeza, digna de ser acariciada por una de esas manos que sólo ha comprendido Van Dick, no se alargaba en actitud pedigüeña. Al aristocrático animal no le importaba lo que sucedía sobre las mesas. Sus
ojos altaneros, amarillos y transparentes como dos topa- cios, parecían juzgarnos desdeñosamente.
Llegado hasta mí, se detuvo. Halagado por esta preferencia, le ofrecí un bocado de fiambre. Aceptó y me saludó con un discreto meneo de cola. No creí correcto insistir, y le dejé alejarse. Miré instintivamente hacía la joven rubia. El profundo azul de sus pupilas sonreía con benevolencia.
Después de comer subí a la terraza, donde había soledad. El faro lanzaba un haz giratorio de luz, ya blanca, ya roja, sobre las negras aguas del Océano. El viento se extinguía. Un hálito tibio ascendía de la tierra caliente aún. ,
Embebido ante el espectáculo sentí, cuando lo esperaba menos, las nerviosas patas de mi nuevo amigo apoyadas sobre mí. La joven rubia estaba a mi lado.
—¡Qué admirable perro tiene usted, señorita...! ¿o señora? —pregunté.
—Señora —- dijo la voz más dulce que he oído en mi vida.
Nos veíamos de noche, sobre la terraza solitaria, o bien hacíamos algunas tardes largas excursiones campestres con Tom por único testigo.
La señora de V... era rusa. Mal casada, rica y melancólica, obtenía a veces de su marido una temporada de libertad. Entonces se abandonaba al encanto de la naturaleza y al sabor de los recuerdos, y arrastraba sus desengaños por todas las playas a la moda.
—No le debía odiar —murmuraba—, y le odio; sí, le odio, y Tom lo mismo; es grosero, celoso, insufrible; yo le hubiera perdonado mis amarguras, si me hubiera dado un hijo. Ni siquiera eso.
Su sombrilla trazaba un ligero surco por el césped.
—No me puedo permitir una amistad, una simpatía. Su intransigencia salvaje me tiene prisionera. Dentro de quince días estará aquí.
Bajaba la preciosa cabeza de oro, y seguía en voz más baja:
—Amigo mío; desgraciada de mí si sospecha esta intimidad inocente. ¡No nos veremos más desde el momento que llegue! Sería demasiado grave; V... es uno de los primeros tiradores de San Petersburgo.
Su brazo temblaba bajo el mío, pero sus ojos húmedos lucían tiernamente. Tom brincaba sobre las mariposas, y acudía a lamernos las manos. Se le despedía con grandes risas y le consolábamos después, llenos de remordimiento.
En otras ocasiones la señora V... me recibía en su cuarto. Tom se arrojaba sobre mí bulliciosamente. Ella, con alegrías de niña, me enseñaba los retratos de sus amigas, o me contaba historias de su infancia. De cuando en cuando se apoderaba de nosotros un acceso de sentimentalidad. y con los dedos unidos callábamos, dejando hablar a nuestro silencio emocionado. Pero antes de marcharme era preciso jugar con el perro como
dos chiquillos.
Delante de la gente no aparentábamos conocernos. Cuando bajaba la señora de V... al comedor, apenas inclinaba la frente. Tom daba su paseo de costumbre, y se detenía un instante a recibir alguna fineza mía. ¡Nada de saltos, nada de fiestas! ¡El tacto de aquel animal era prodigioso! Un día en que almorzaba yo con un conocido, pasó de largo, como si no me hubiera visto jamás. Pero su mirada parecía explicarme... "No es que tenga celos; es que ese señor es muy antipático".
Sonó la hora funesta. V... llegó al balneario, y con él mi desesperación. El hombre no dejaba a su mujer un instante, como no fuese encerrada. La joven retenía a Tom con ellos, y yo no conseguía ni la satisfacción de acariciar la cabeza de nuestro fiel confidente.
Las semanas huían y comenzaba realmente a desanimarme, cuando fui presentado a V.. » en la tertulia de los señores de H... Por una coincidencia salimos juntos, y juntos volvimos al hotel.
V... era tal como me lo habían pintado; su aspecto, áspero y desapacible, y su conversación, autoritaria y seca. Cambiamos pocas palabras. Al apretarme la mano
me preguntó con indiferencia:
—¿Quiere usted conocer a mi esposa? Estará todavía en pie. Es muy insociable, pero le gusta hablar francés.
¿Qué hubierais hecho? Subimos las escaleras, y nos detuvimos ante el cuartito donde tan deliciosos ratos había yo gozado. De repente me estremecí de terror. ¡El perro! ¡Había olvidado el perro! ¡El perro que iba a festejarme y a lamerme con toda su alma! ¿Qué partido tomar? ¡Pobre amiga mía! ¡Pobre de mí! No me hizo ninguna gracia recordar que V... era el primer tirador de San
Petersburgo..,
Como quien va al suicidio, entré en la habitación. La señora de V..., asaltada por el mismo pensamiento que yo, estaba más pálida que la muerte. Tom, tendido con elegante indolencia, alzó las orejas al ruido de nuestros pasos, y abrió sus lúcidos ojos amarillos...
Pero no se levantó siquiera. Se contentó con mover irónicamente la larga cola empenachada.
LA VISITA
UNA NOCHE de bruma, y de luna lívida salió el poeta de la casa y recorrió el jardín. Los árboles, en la niebla iluminada blandamente, parecían fantasmas de árboles. Todo estaba húmedo, misterioso y triste. Se diría que el suelo y las plantas habían llorado de frío, o quizá de soledad. Enfrente, del otro lado del camino, en la espesura, había un hombre inmóvil. Se distinguía su pan- talón negro y su camisa blanca. La cabeza faltaba. Era un decapitado que miraba fijamente al poeta.
Éste, después de un rato, volvió a la casa. Una raya de luz salía del adorado nido. Era su casa, y sin embargo, queriendo entrar, no pudo entrar. Durante largos minutos angustiosos creyó que había sido despedido para siempre de ella, y que su espíritu impotente, pegado a los cristales, contemplaba la felicidad perdida.
Otra noche sintió ruido. Se levantó y se asomó. Un gran perro negro, de pie contra el portón, empujaba con las patas delanteras. El poeta lo espantó, pero el
animal volvió dos veces.
Aquella tarde, el poeta, con la frente apoyada en el vidrio de la ventana, se divertía en pensar. Una mujer, vestida de luto, entró silenciosa y súbitamente, y se sentó. El velo que la cubría el rostro caía hasta el suelo.
El poeta había visto en el vidrio el vago reflejo de la intrusa, y se volvió sonriendo hacia ella.
—Hijo mío —dijo la mujer enlutada—, tienes demasiada fiebre. Mis brazos son frescos y puros como la sombra.
—Lo sé —dijo él—, y los deseo. Te deseo sanamente. No me lleva a ti, ¡oh consoladora!, el sufrimiento, sino la vida. Si yo fuera más fuerte, más joven, te desearía más. Tienes las llaves de la noche, del mar y del sueño.
—Ven conmigo.
Las ropas de la mujer, en la penumbra del ocaso, bajaban sus volutas tenebrosas, fluidas, a la oscuridad de la tierra, donde se hundían semejantes a las raíces de un tronco secular, y las ondas de la cabellera eran las de un río que temblaba. Algo de cóncavo y de alado palpitaba en el espacio. A través del velo y del crepúsculo, los ojos insondables de la enlutada lucían con dulzura.
—Ven conmigo. En mi noche hay estrellas. Mi mar se desmaya en playas de oro. En mi sueño se sueña. Ven conmigo.
El poeta se estremeció levemente»
—¿Es preciso seguirte? —preguntó.
—Bien sabes que no ordeno por mí misma. Soy una enviada. Transporto a los hombres de una orilla a otra. Soy la barquera, y atiendo a la voz que llama desde el borde que no se ve. Hoy no vine por ti. Aún no eres reclamado. Vengo a solicitarte, a ofrecerme. Es cierto que obedezco al destino, y que a veces, contra mi voluntad piadosa, lleno de espanto las débiles almas. Pero también obedezco a los hombres. Pídeme, tómame, soy tuya.
- En la habitación inmediata sonaron besos, risas balbucientes de niño o de ángel.
—Iría contigo —murmuró el poeta—. Me asomo a tí, y un vértigo sagrado me embriaga; un viento glacial y delicioso adormece mi sangre: Iría a ti. Y no obstante quisiera hoy, como todos los días, encender mi lámpara. La página está sin concluir.
—Nada concluye; nada empieza.
—Mi hijo ríe; todavía no habla. Quisiera oírle hablar.
—Hablar es mentir.
—Estoy encariñado de cosas humildes, vulgares, casi feas. Quisiera despedirme, acariciarlas, disponer de unas horas. Te amo; eres la única, la suprema; fuera de ti no hay sino espectros. Espectros vacilantes, espectros del dolor, de la alegría, de la esperanza. Espectros; yo mismo, mientras no me toques tú, no soy más que un espectro. Eres la sola realidad. Darme a ti es nacer. Dispuesto a partir a la región maravillosa y eterna, considero las piedras polvorientas del yermo, la hierba pobre, la zarza sedienta, y siento que son aún compañeras de mi corazón. Perdóname, ¡oh madre! No sé lo que es justo; no sé lo que conviene. En tus manos me pongo. Arrástrame contigo...
El poeta cayó en un sopor, pasajero y profundo. Cuando despertó, un silencio mortal reinaba en la casa. Espantado, el hombre corrió a la habitación vecina...
Respiró. El niño estaba allí, entre los brazos invencibles de su madre.
SOÑANDO
ERA COMO un inmenso baile de personas y de cosas. Figuras de todos los siglos pasaban en calma o se precipitaban girando. Animales fantásticos y objetos sin nombre se mezclaban a los mil espectros de un carnaval delirante. El espacio infinito parecía iluminado por la fiebre. No había piso ni techo. Se adivinaba la noche más allá de la luz.
Yo me trasladaba de un punto a otro sin estuerzo. Nada resistía ni entorpecía a nada. Flotábamos en un ambiente suave como el polvo de las mariposas. El mundo estaba vacío de materia y lleno de vida.
De un racimo de seres agitados se desprendió hacia mi un caballero vestido de frac. Venía tan de prisa que atravesó en su carrera el cuerpo de una desposada melancólica. Cuando llegó a mi lado observé la angustia de su rostro contraído.
—¿Qué le sucede, señor profesor? —pregunté.
—El chimpancé se ha vuelto loco. Ya sabe usted que era mí mejor sirviente. Hasta fumaba mis cigarrillos. Un mono admirable, superior al hombre, puesto que no hablaba. Imitaba perfectamente mis movimientos y aprendía cuanto se le enseñaba. Usted recordará mi última conferencia sobre los simios antropoides. Él la inspiró. Pues bueno: ayer me entretuve tirando al blanco en el jardín delante del mono. ¡Nunca lo hubiera hecho! He querido meterme ahora en casa porque se hace tarde. ¿Creerá usted que el maldito chimpancé me ha recibido a tiros, confundiendo mi pechera con el blanco? Por poco no me acierta. ¿Cómo entrar en mi casa, Dios mío?
De lo alto del firmamento llovían pétalos rosados. Cerca de nosotros una niña rubia decía que no a un banquero.
—¡Una idea! —exclamó de pronto un poeta lírico que nos había, quizás, escuchado. Su cabellera larguísima y sucia olía mal. Los mechones semejaban serpientes, y de cada uno colgaba un volumen, de modo que el hombre llevaba siempre consigo su biblioteca. A la cintura ostentaba un cuchillo envainado. Lo desnudó con gesto teatral.
—¡No tembléis! Esto no es un puñal, sino una pluma, y mis venas son mi tintero. Por ellas no corre sangre, sino tinta.
Se hundió el arma varías veces en el corazón y embadurnó la pechera del profesor con el negro líquido, gritando:
—¡Lo salvé! ¡Lo salvé!
Sin comprender cómo me hallé de repente acostado sobre la arena fría de una playa. El mar, de un azul luminoso, extendía su oleaje brillante bajo el cielo borracho de sol. Una adolescente, más bella que Venus, vagaba por la orilla, mojando sus pies de nácar en la lisa lámina de cristal que se deslizaba cantando. Su túnica era casta como la espuma. Sus ojos de ángel estaban penetrados de bondad y de amor. Una nube de pájaros alegres y puros revoloteaba en torno. Noté que la encantadora virgen los cogía y les arrancaba las alas.
—¿Por qué, por qué? —gemí dolorido.
—Les arranco las alas —suspiró su voz melodiosa—, para que no se cansen volando.
Caían lentamente las tinieblas espesas como cae el légamo al fondo de un charco, y distinguí a enorme distancia el resplandor confuso de la fiesta aérea. Me propuse alcanzarla, mas un abismo de una profundidad espantosa me detuvo. Subía de él un silencio más horrible que el trueno. En el opuesto borde se alzaba un peñasco siniestro, que dibujaba su silueta de azabache, cortando el horizonte sombrío, y sobre el peñasco una mujer harapienta se retorcía los brazos mirando al precipicio.
—¿Qué? ¿Qué hay? ¡Oye! —clamé—. ¡Oye!
Ella no oía y seguía mirando. La sombra se hizo más densa aún, y fue borrando aquel gesto de agonía. Ya no quedaba más que la noche insondable, y el resplandor lejano y confuso de la fiesta aérea. El resplandor se fue transformando en una nebulosa, y la nebulosa en la luna, luna serena y plácida.
Deseé ir a ella, y desperté. La luna era el globo de mi lámpara encendida. Sobre mi mesa de trabajo dormían mis libros.
EL MAESTRO
POR TREINTA pesos mensuales el señor Cuadrado, a las cinco de la mañana incorporaba sobre el sucio lecho sus sesenta años de miseria, y empezaba a sufrir. Levantar a los niños de primer grado, vigilar su desayuno, meterles en clase, darles tres horas de aritmética y de gramática, llevarles a almorzar, presenciar su almuerzo, cuidar el recreo, propinarles otras tres horas de gramática y de aritmética, conservar orden en el estudio, servirles la cena, conducirles al dormitorio, estar alerta hasta las 10 de la noche, dormirse entre ellos para volver a comenzar al día siguiente. . . todo eso hacía el señor Cuadrado por treinta pesos al mes.
Y lo hacía bajo humillaciones perpetuas, obstinadas; los niños de primer grado eran un enjambre de mosquitos en cuyo centro el señor Cuadrado pasaba la vida. Cada instante estaba marcado por un pinchazo o por una puñalada, porque si el señor Cuadrado era blanco constante de las risas bulliciosas de los pequeños, también lo era de las risas malvadas de los grandes, de los que ya saben ¡ay! herir certeramente. El profesor interno era el lugar sin nombre donde quien quería tenía derecho a descargar, a soltar su mal humor, su impaciencia, su deseo de hacer daño, de martirizar, de asesinar. Y el señor Cuadrado vivía entre el dolor del último salivazo y el terror al salivazo próximo. En su corazón no había más que odio y miedo. Se sentía vil. Era el maestro de escuela.
Menudo de cuerpo y de alma, flaquísimo, blando, vacílante, tiritaba siempre bajo su antiguo chaqué sin color y sin forma, famoso en las conversaciones burlonas de los muchachos. La cara del maestro, roja y descompuesta, parecía de lejos una llaga. Las innumerables arrugas, profundas y movedizas, que se entreabrían para mostrar dos ojillos de culebra, atraían de cerca y provocaban a un estudio interminable. Tosía y su voz cascada se rompía con sonido lúgubre. Sacudía a cada momento los hombros, como si su raído chaqué fuera una piedra abrumadora, y temblaban, sin causa sus endebles miembros.
Al señor Cuadrado se le había escapado su mujer, dejándole cinco hijos de poca edad. Él no los veía porque no tenía tiempo. Disponía de dos horas por semana. Una vez en la calle, el señor Cuadrado se erguía, respiraba. ¿Adonde ir? ¿A visitar a los chiquitos? Repartidos por los oscuros rincones de Buenos Aires, las distancias sin fin de la implacable ciudad agobiaban al señor Cuadrado. "Podía ver a uno. ¿A cuál? ¿Iremos a píe? Los botines se me están cortando. . . ¿Tomaremos el tranvía? Con los treinta centavos me echaría entre pecho y espalda un
té bien caliente. . . Hace frío..." Y el señor Cuadrado se deslizaba en el establecimiento de la esquina, se acurrucaba en un ángulo, delante de la taza humeante, gozaba con delicia del ambiente tibio, de la soledad. Los hombres cruzaban sin ocuparse de él. No sufría. No pensaba en nada. Eran dos horas de ensueño, toda la poesía del señor Cuadrado.
Aquella noche, después de roer su miserable alimento, el señor Cuadrado se metió en la cama. ¡Contra su costumbre, se durmió pesadamente! Los doce o quince diablillos de primer grado se acostaron también, guardando una compostura de mal agüero. Dieron las diez, las once...
Las horas sonaban en los relojes lejanos y detrás de ellas caía el silencio más profundamente. El dormitorio, mal iluminado por una vieja lámpara, hundía su hueco en la sombra donde blanqueaba como en los hospitales la doble fila de camas estrechas. En la última, junto al
umbral se distinguía apenas el bulto del señor Cuadrado, y un débil reflejo brillaba tristemente sobre su calva amarilla.
Rumores de pájaros, cuchicheos, carcajadas mudas, alguien camina. . . Las cabezas rizadas se agitan, los cuellos se alargan. Desde la penumbra todas las miradas se tienden a la puerta y al cuerpo inmóvil del señor Cuadrado...
Y a la entrada del aposento surge cautelosamente una aparición celestial. Desnudas las rosadas piernas, revueltos los rubios bucles sobre una frente de ángel, muy abiertos los dulces ojos azules, sonriente la boca fresca y pura como una flor, el más lindo de los alumnos de
primer grado espía a su maestro.
Convencido de la impunidad alza la mano, de donde cuelga por el rabo el cadáver sangriento de una rata, y deposita delicadamente el inmundo animal sobre la almohada, a dos dedos del ralo bigote del señor Cuadrado ...
Desde el amanecer está sobresaltado el dormitorio. Al resplandor lívido del alba se ve la rata manchada de sangre al lado de la faz marchita del maestro de escuela. Pero el señor Cuadrado sigue durmiendo. Son las cinco, las cinco y cuarto, y el señor Cuadrado no se despierta. Los demonios hacen ruido, derriban sillas, se lanzan libros de un lecho a otro. El señor Cuadrado duerme. Los demonios le disparan bolitas de papel, pero es inútil. El señor Cuadrado descansa. El señor Cuadrado está muerto . . .
REMONTANDO el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado, todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo. Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba. La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro. Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco y se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un infatigable suspiro.
Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.
—¿La Eglantina está triste?
(Porque él la había bautizado Eglantina).
—Esta noche es demasiado bella —murmuró la joven.
—La belleza es usted... .
Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. "Mis mayores me aprueban", pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto dejaba ir a los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después...
Sonaban guitarras y una voz española:
Los ojosos de un moreeno clavaos en una mujé. ..
Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.
Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.
—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería —dijo el más grueso.
La brisa de la marcha movía las lonas del toldo.
Eglantína contemplaba el lindo abismo.
—¿Ve usted algo? —preguntó Roberto.
Pero ella no contestó que veía, artísticamente borroso, como reflejado en un ébano pulido, el cuadro de la felicidad futura: Roberto y ella inclinados sobre una cuna de encajes, donde dormía la cabecita de un niño. "Extraño es, pensó Eglantina, que en esas aguas, en que
nada hay, flote ya nuestro hijo".
—Veo la imagen de los astros —respondió con prudencia.
La señora de luto contaba a tía Herminia sus penas de viuda, su viaje a Corrientes, donde su hija mayor estudiaba para maestra normal. Eran pobres. Tenían que trabajar. Dos de sus niñas corrían por el buque, jugando al escondite.
Cruzaron de pronto, jadeantes. La señora las detuvo.
—¿Y el nene?
—Está escondido. —Y huyeron—. "¡Coreco! ¡Coreco!"
—¿Coreco? —interrogó la tía Herminia.
—Es el grito del juego. Lo aprendieron de unos chiquitos paraguayos.
La voz española cantaba:
Dos besos tengo en el alma
Que no se apartan de mí...
—Ahora hay que traer obreros de Misiones. Se han concluido de este lado —decía el negociante gordo.
—No aguantan ni diez años en el monte.
Las niñas volvieron fatigadas.
—¿Pero dónde está vuestro hermanito? —insistió la señora de luto.
—No sabemos.. . no se le encuentra.
La señora se levantó y se fue.
Roberto quería convencer a Eglantina de que el vapor estaba quieto, y la mostraba el extremo de los mástiles, fijo en las estrellas... Tía Herminia se acercó. Sentía inquietud.
Los mozos iban de una parte a otra, buscando.
El comisario vino a Roberto.
—No se encuentra ese niño —exclamó con angustia.
Partieron juntos.
Los pasajeros se agitaban, como las ideas en un cerebro, dentro del barco silenciosamente fulminado por la desgracia. Transcurrieron diez minutos atroces.
La madre reapareció. Estaba vieja.
—¡Se ha caído al agua! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Un síncope, en los brazos de tía Herminia. Eglantina observó con horror que la infeliz recobraba el conocimiento. Apenas abrió los ojos, la muerte se asomó a ellos.
—¡Mi hijo!
Se desprendió de los que intentaban detenerla, fue a la borda, y se dobló, llamando, sobre el río.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
La lisa corriente pasaba.
A popa se extendía una vaga inmensidad. Se oyeron órdenes. El vapor viró trabajosamente.
Las ondas únicas se quebraron; tumultuosos remolinos rompieron el espejo, agujerearon la seda temblorosa de las aguas, donde sin duda había el cadáver de un niño. Pero Eglantina, sollozando, nada pudo ver en ellas.
MI ZOO
EN EL verdadero campo. Un retacíto de naturaleza, lo suficiente para revelar la sabiduría y la bondad de Dios. Animalítos vulgares, pero en libertad. Yo también ando suelto. Es la hora de la siesta; arrastro mi butaca de enfermo al ancho corredor, al amparo de las madreselvas; me tiendo con delicia, y procuro no pensar en nada, lo que es muy saludable. Un centenar de gallinas picotean y escarban sin cesar la tierra; los gallos padecen la misma voracidad incoercible; olvidan su profesional arrogancia, y hunden el pico. Esa gente no alza la cabeza sino cuando bebe; entonces mira hacía arriba con expresión religiosa. Un tábano hambriento se me adapta a la piel lo aplasto de una palmada, cae al suelo y, agonizante aún, se lo llevan las hormigas al tenebroso antro donde almacenan los víveres. Los elásticos lagartos se fían de mi inmovilidad; densos, redondos, viscosos, avanzan en rápidas carreras, interrumpidas por largos momentos de espionaje petrificado. Parece a primera vista que toman el sol; lo que hacen es cazar moscas. Las detienen al vuelo con su lengua veloz como el rayo, y sobre ellas se cierra instantáneamente la caja de las chatas mandíbulas. Es triste, en pleno siglo xx, dominar los aires y perecer entre las fauces de un reptil fangoso, anacrónico, pariente extraviado de los difuntos saurios de la época jurásica. De pronto, un zumbar agudo me llama la atención. En el muro, cuyo revoque se ha desprendido a trechos, dejando a la intemperie el barro lleno de grietas profundas, un moscón azul, cautivo de telarañas, se agita con desesperadas convulsiones. Los finísimos hilos grises, untados de una pérfida goma, le envuelven poco a poco, espesando su madeja infernal; y las pobres alas prisioneras vibran en un espacio cada vez más chico, lanzando un gemido
cada vez más delgado y más débil. Y salen y se acercan y retroceden al cubil, acechando su presa, las patas negras y velludas del monstruo, los brazos de la muerte. Un minuto más, y la catástrofe se habrá consumado. Yo puedo salvar al insecto... Mas, ¿quién soy yo para intervenir en este drama, para perturbar tal vez los planes de la Providencia? ¿Quién sabe los crímenes que el moscón tiene sobre su espíritu? Además, si nos dedicásemos a salvar moscones entelarañados, ¿para qué servirán las telarañas, las arañas y quizá los moscones mismos? No alteremos el orden maravilloso del Universo. Pero ya cesó de oírse el gemido de las alas; la víctima sucumbió. Tarde hermosa y feliz ... Los toros mugen a lo lejos; mugen lúgubremente; rodean el sitio en que carnearon a un compañero, y se lamentan sin comprender por qué, olfateando la sangre. En busca de la mía me acosan los mosquitos de la vanguardia; los que clavan la trompa y se hacen matar heroicamente mientras hartan su sed. Y el sol baja enrojeciendo el mundo. La transparencia de la atmósfera encanta mis ojos. ¡Qué bellas curvas describen en lo alto los halcones, persiguiendo a los murciélagos! Mi alma se impregna de un vago sentimentalismo; la magnificencia del crepúsculo excita mi literatura; el astro se acuesta "fatigado y ardiente", como dice Chateaubriand, y me enternezco con elegancia. Y he aquí que suenan unos pasos en el corredor. Es Panta, la cocinera, con el cadáver de un pollo en la mano. ¡Miserable cuello estrangulado, siniestras plumas todavía erizadas del espanto supremo! La buena mujer me contempla con ternura, y me pide órdenes.
—Sí... con arroz; no se le vaya a quemar. Me siento con un apetito excelente.
S M A R T
MRS. KIRBY, en su palacio de la Quinta Avenida, invitaba aquella noche a un príncipe latino, de paso por Nueva York, y a un grupo de amigos cuidadosamente seleccionados entre "los cuatrocientos". Rodeada de su camarera Mary, de su peluquero, del primer probador de su modisto y de un ayudante, ensayaba ante los altos espejos de su gabinete los trajes que había encargado. Prefería uno rosa, de cinco mil dólares, y uno negro, de seis mil. ¿Pero, cuál de los dos? Con el rosa, cuyas volutas de nácar lucían su frescura matinal, un reflejo de adolescencia coloreaba la tez de Mrs. Kírby, aclaraba sus ojos, suavizaba sus líneas, ponía en el ángulo de sus labios sonrientes una gota de luz del rocío que ofrecieron las flores a Venus recién nacida del tibio seno de los mares...
—Mary, mis perlas, mis rubíes.
Con el traje negro, en cambio, la belleza de Mrs. Kirby recobraba toda su dura majestad. La densa cabellera se ensombrecía, las órbitas profundas se cargaban de misterio; en la boca sinuosa aparecía el arco severo de Diana, y el busto pálido surgía de la toilette como el de una estatua, al claro de luna, entre el follaje de un bosque sagrado...
—Mary, mis diamantes.
¿Qué elegir? ¿Ser ninfa o ser diosa? ¿Ser de carne o de
mármol?
—Me quedo con los dos — dijo Mrs. Kirby.
Los hombres se inclinaron y se fueron, con los dedos temblorosos aún de haber ataviado al ídolo.
—Tenga preparados los diamantes y el traje negro, Mary.
Y Mrs. Kirby, vestida de rosa, acariciada por la claridad de sus rubíes y de sus perlas, bajó a recibir a sus invitados. Al cruzar el hall hizo señas a John, el viejo sirviente, y le dio algunas órdenes en voz baja.
Los millonarios comían. El príncipe, sentado a la derecha de Mrs. Kirby, encontraba que hacía demasiado calor, y que había demasiados focos eléctricos y demasiadas orquídeas. Las joyas, de una suntuosidad demente, convertían el oro en una cosa pobre, buena para los botones de la servidumbre.
Quienes tenían verdadero apetito eran las mujeres. De una pulpa brillante y sólida, grandes, sanas, enérgicas, conversaban sin dejar de engullir. Los maridos probaban aguas minerales y sacaban casi todos un frasquito o una cajita que abrían de cuando en cuando y meditaban antes de empezar los platos. Sus cabezas calvas, exangües, se destacaban sobre los fracs. Hablaban poco; no podían competir en erudición literaria con las señoras. Además, estaban fatigados, y debían levantarse al amanecer. Sus rostros parecían haber ardido. Eran cimas volcánicas, pero cimas. Eran los que ganaban el dinero.
El príncipe fue modesto. Había allí varios reyes de productos textiles, metalúrgicos y alimenticios, los únicos reyes auténticos de la tierra, capaces de comprar naciones y con derecho de vida y muerte sobre cientos de miles de proletarios. ¿De qué les hablaría él? ¿De su castillo histórico y de sus faisanes? Pero ellos hacían la historia, y le obsequiaban en silencio con pescados que desde los ríos de Rusia habían llegado vivos a Norteamérica. Comprendió que su título sonaba como un violinillo italiano en medio de los cobres de Wagner, y optó por admirar a Mrs. Kirby, tan charming con su traje rosa.
Flirtearon, distraídos por los jirones de la charla general.
—Ya ve que hasta ahora los trusts, condenados en primera instancia, apelan y triunfan ...
—Aguarden unos meses... Taft será más duro de pelar que Rooseveit...
—¿Mi mujer?. .. No sé. . . ¡Ah!... Sí. .. Tomó el vapor y se fue al estreno de Chantecler.,.. Acaso espere el Grand Prix ... No sé a punto fijo...
—Cuestión de otros quinientos millones ...
—He reunido tantas piedras grabadas como el museo de Nápoles. .
—¿Millón y medio, ese Rembrandt?. . . No es caro...
—Pobre perrita. .. me la mataron. . . tenía su vajilla de plata, y en mi ausencia... quince días... sirvientes nuevos, idiotas, la daban de comer en cacharros de cocina ... el animal, indignado, rechazó todo alimento... murió de hambre y de sed... ;
—¡Qué inteligencia!..
—No me confunda con el pequeño Vanderbilt, que pagó una suma enorme por la armadura que llevó Napo-
león en Waterloo ...
—Es difícil conseguir criados que acierten a cuidar perros...
—¿Cómo?. .. ¿Tiene usted hijos, señora?... ¿Cuántos?, ¡Tres! (Exclamaciones de curiosidad y de lástima). No los bese nunca ... no es higiénico ...
—Quinientos millones no bastan... créame a mí...
El príncipe murmuraba:
—Con ese traje es usted la aurora.
—¿La aurora a las 21? ¡Qué anacronismo!. . . Y Mrs. Kirby miró hacia el fondo de la estancia.
John se acercó, tropezó y volcó una salsera sobre traje rosa. La salsera era de Sévres, pero la salsa era mayonesa. Las pupilas de los presentes apuntaron a John como cañones de revólveres. Tal vez, en otras circunstancias habría sido linchado. Mrs. Kirby, impasible, se retiró, a los diez minutos volvía con su magnífico traje negro, coronada de diamantes ...
El príncipe, deslumhrado, citó un texto de Ovidio. Los hombres, haciendo un estuerzo, se extasiaron lacónicamente. Las damas sonreían, mostrando la blanca ferocidad de la dentadura, y Mrs. Kirby, sintiendo en torno única admiración sincera —que es la envidia— fue feliz un momento.
Sin embargo, frente a ella, había una cara familiar, llena de indiferencia y de cansancio, una cara de amanuense mal nutrido... ¿De quién era aquella cara olvidada de puro conocida? Y Mrs. Kirby se acordó de
pronto.
¡Ah! No era más que el señor Kirby.
LA GRAN CUESTIÓN
EL BANQUERO dio en el cigarro, para desprender la ceniza, un golpecito con el meñique cargado de oro y de rubíes.
—Supongo —dijo— que aquí no nos veremos en el caso de fusilar a los trabajadores en las calles.
El general dejó el cóctel sobre la mesa, y rompió a reír:
—Tenemos todo lo que nos hace falta para eso: fusiles.
El profesor, que también era diputado, meneó la cabeza.
—Fusilaremos tarde o temprano —dictaminó—. Por muy poco industrial que sea nuestro país, siempre nos quedan los correos, el puerto, los ferrocarriles. La huelga de las comunicaciones es la más grave. Constituye la verdadera parálisis, el síncope colectivo, mientras que las otras se reducen a simples fenómenos de desnutrición.
El general levantó su índice congestionado:
—Sería vergonzoso limitar el desarrollo de la industria por miedo a la clase obrera.
—La tempestad es inevitable —agregó el profesor—. Las ideas se difunden irresistiblemente. ¡Y qué ideas! Cuanto más absurdas, más contagiosas. Han convencido al proletariado de que le pertenece lo que produce. El árbol empeñado en comerse su propio fruto... Observen ustedes que los animales suministradores de carne son por lo común herbívoros. El Nuevo Evangelio trastorna la sociedad, fundada en que unos produzcan sin consumir, y otros consuman sin producir. Son funciones distintas, especializadas. Pero váyales usted con ciencia seria a semejantes energúmenos. Los locos de gabinete tienen la culpa, los teorizadores y poetas bárbaros a lo Bakunin, a lo Gorki, que pretenden cambiar el mundo sin saber siquiera latín. Se figuran que el proletario tiene cerebro. No tiene sino manos; las ideas se le bajan a las manos, manos duras, que aprietan firmes, y que, apartadas de la faena, subirán al cuello de la civilización para estrangularla.
—¡Qué tontería, los pobres obstinados en ser ricos! —suspiró el banquero—. ¡Como si los ricos fuéramos felices! Estamos agobiados de preocupaciones, de responsabilidades. La fortuna es un obstáculo a nuestras virtudes. Nos es muy difícil entrar en el paraíso, cuando tan fácil les sería a ellos si se resignaran. Y no se resignan, no creen ya en Dios. Sin Dios, todo se desquicia. ¿Por qué no se conforman los pobres con su suerte, como nosotros los ricos nos conformamos con la nuestra?
—Ya no les basta el sufragio universal —dijo el profesor—. No les satisface esa ilusión que tan útil nos era. Ahora quieren arreglar por sí mismos sus asuntos. Nada más peligroso.
—Las leyes son deficientes —exclamó el general—. La ley debe asegurar el orden, y no hay orden posible sin trabajo. La asociación de agitadores, la huelga, son delitos. El trabajo no puede cesar. En el instante en que el trabajo cesa, el orden se destruye. El trabajo es santo, es una plegaria, como leí ayer. ¿Acaso el espectáculo de Buenos Aires sin pan, peor que si la sitiara un ejército, es un espectáculo de orden? Yo, militar, hubiera hecho fuego sobre los huelguistas. Los hubiera considerado extranjeros, enemigos de la patria. ¡Sacrilegos! A mí, sin la patria, no me sería posible vivir.
—Lo terrible no es que se nieguen a respetar y defender el orden establecido —dijo el profesor—, sino que, con el pretexto de que no tienen patria, viajen por otras patrias, llevando consigo la rebelión y la dinamita. Buenos Aires está plagado de anarquistas rusos. Y sigamos elevando salarios, y disminuyendo horas de labor, para que el obrero ¡maldita cultura superflua!, compre libros o aprenda a fabricar bombas.
—En lo que hicimos bien —notó el banquero—, fue en no autorizar aquí mítines contra la nación amiga, o contra las autoridades amigas. Es equivalente.
—Sí —apoyó el general—. Cualquier autoridad será amiga nuestra. Seamos lógicos. Lo confieso, yo estaré del lado de los cañones. No es sólo mi oficio, sino mi doctrina. Y si los rebeldes se resisten a construir cañones, obliguémosles a cañonazos. ¿Verdad?
Un criado anunció que el almuerzo se había servido. Los tres personajes pasaron al comedor, donde les esperaban las ostras y el vino del Rhin.
BACCARAT
HABÍA MUCHA gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises. Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica. A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor. Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo.
En las primeras horas de la madrugada se fueron retirando los corteses con la moral y con la higiene, los que tenían contratada una ración amorosa, y los aburridos, y los pobres, y los cucos que defienden su ganancia, y también los que se levantan temprano por exigencias de sport. No funcionaba sino la mesa central, la de las bancas monstruosas. Una fila de puntos con números y dos filas de puntos de pie la rodeaban. Detrás, en sillas errátiles, los que se resignan a no ver, hacían penosamente llegar las puestas a su misterioso destino. Tallaba un ruso. Ante él, apoyado a un bloque de porcelana, yacía el flexible prisma de los naipes, impenetrable como la muerte. Los croupiers indiferentes movían sus palas delgadas, colocando las fichas, el oro, los billetes azules, los albos bank-notes. "Hagan juego, señores... hagan juego... no va más... no va más..." Las mujeres, apretando sus senos contra las espaldas de los hombres, deslizaban un brazo desnudo hacia la mesa; nadie se estremecía al contacto de la carne bella; no eran mujeres ni hombres, eran puntos. "No va más..." El banquero paseaba sus tristes ojos grises por el tapete, para darse cuenta de la importancia del golpe; miraba un momento las pilas
de fichas redondas de cien francos, elípticas de veinticinco luises, cuadradas de cincuenta, los terribles cartones donde está escrito un 5.000, un 10.000 y luego, con su voz monótona, decía: "todo va". Ponía un largo dedo pálido sobre el paquete de cartas, y las distribuía lentamente. "Ocho... carta... no ... seis... buenas..." Y los croupiers pagaban, o bien, con sus paletas afiladas como hoces, segaban los paños, llevándoselo todo. El ruso, si le iba bien, apuraba las barajas hasta el último naipe: si le iba mal, clavaba de pronto una carta en mitad del paquete, y pujaba banca nueva, con el mismo gesto elegante y desolado. La insaciable ranura de la mesa tragaba su tanto, y se volvía a empezar: "hagan juego, señores ... hagan juego. . . no va más. . . no va más. . . doy. . . nueve. . . no ... cinco ... siete ..." Una cortesana gallega, gloria cosmopolita, copaba de tarde en tarde. Su mano, oculta por los rubíes y las esmeraldas, hacía un signo; mientras se volcaban las cartas, el negro de su iris adquiría una fijeza feroz; en sus párpados oscuros se leían treinta años de orgía, pero sus dientes centelleaban entre sus pintados labios de diosa, y su torso, de un acero que templaron las danzas, se erguía en plena juventud, sosteniendo la imperial cabeza, coronada de bucles tenebrosos... Y el banquero, que no la cobraba nunca, se contentaba con sonreír imperceptiblemente bajo su bigote claro.. .
Dieron las tres. El ruso, la bailarína y la mayor parte de los puntos se habían marchado. Hacía fresco. Los mozos cerraron las ventanas. Con un suspiro de satisfacción, los verdaderos devotos del baccarat se instalaron cómodamente. Ahora podían saborear los pases, seguir a gusto todos los arabescos de la casualidad, perderse con delicia en todos los meandros de lo desconocido. Los caballeros pedían café o whisky, ellas sorbían por una paja menta mezclada con hielo. Talló un provinciano con fisonomía de procurador, después un cronista de boulevard, y otros después ... Con fraternidad de enfermos en un sanatorio, los puntos se cuchicheaban las eternas frases "dos semanas de guigne... no he conseguido doblar aún... ha pasado seis veces... yo en la mala tiro a cinco... yo al revés... yo no, depende del temperamento del banquero... por fin un pase.. yo no juego más que a mi mano..." Los croupiers, autómatas, movían las palas... "hagan juego, señores ... hagan juego ... no va más ... Doy... carta.... carta... baccarat. .. ocho.. . tres..." Una señora, de cuarenta años o de cíen, quizás marquesa, quizás partera, jugaba invariablemente cinco luises por golpe. Usaba una amplia bolsa de mallas de oro, con cierre incrustado de perlas, donde guardaba el estuchito de las inyecciones, el dinero, una borla con polvos de arroz y dos lápices de maquillaje. Con celeridad impasible se empolvaba, se subrayaba la boca de rojo y los ojos de negro, y resucitaba así por quince minutos.
A su lado, un jovencito lampiño, que apuntaba el mínimum —cinco francos— contemplaba las perlas; y la señora, con una indulgencia en que había algo de maternal y algo de infame, le prestó diez luises. El incesante chasquido de las fichas sonaba en el salón casi desierto. Los que ganaban cambiaban las chicas por las grandes; los que perdían, cambiaban las grandes por las chicas, y
siempre, entre los dedos infatigables, había fichas arregladas y vueltas a arreglar en montoncítos del a diez, de a cinco, de a dos, o confundidas, separadas y barajadas interminablemente. Poco a poco fueron enmudeciendo los jugadores. Dieron las cuatro. No se pronunciaban ya sino las palabras rituales. . . "no va más. . . doy. . . carta. . . no quiero ... buenas... siete ... baccarat..." Todo estaba inmóvil menos los dedos, pálidas arañas, los naipes y las fichas. Una claridad repugnante se infiltró en el ambiente, untando de pus aquellas caras de muertos.. Atrancaron las maderas, y la noche quedó cautiva bajo las lámparas incandescentes. "No va más... carta ... carta ... nueve... buenas... buenas..." Y sobre la mesa se divertía el azar, arremolinando las fichas, despidiendo el oro de un bolsillo a otro. El azar era el único que jugaba allí, alegre y cruel como un niño en un cementerio. Dieron las cinco, las seis, las seis y media ...
Al cabo, los cadáveres se fueron a acostar. Los cocheros roncaban en sus pescantes. La morfínómana y el jovencito prefirieron regresar al hotel por la playa. El sol llenaba el universo de un resplandor insoportable. El mar azul brillaba, precipitando sus ondas paralelas. La brisa batía las lonas contra los mástiles, y un viejo pescador, abatido, de color de tierra, caminaba trabajosamente, con los harapos de su red al hombro. . .
SOBRE EL CÉSPED
SOBRE EL CÉSPED estábamos sentados, a la sombra de dos altos laureles. De tiempo en tiempo una leve bocanada de aire cálido se obstinaba en desprender el suave mechón rubio que tus dedos impacientes habían contenido. Nuestro primogénito jugaba a nuestros pies, incapaz de enderezarse sobre los suyos, carnecita redonda, sonrosada y tierna, pedazo de tu carne. ¡Oh, tus gritos de espanto,cuando veías entre sus dientecitos el pétalo de alguna flor misteriosa! ¡Oh, tus caricias de madre joven, tus palmas donde duerme el calor de la vida, tus labios húmedos que apagan la sed! Y mis besos enardecidos por la voluptuosa pereza de aquella tarde de verano, apretaron a la dulce prisionera de mis deseos, y mis manos extraviadas temblaron entre las ligeras batistas de tu traje...
¡Y me rechazaste de pronto! Y un rubor virginal subió a tu frente. Me señalaste nuestro hijo, cuyos grandes ojos nos seguían con su doble inocencia, y murmuraste;
—¡Nos está mirando!
—Tiene un año apenas...
—¿Y si se acuerda después?
Nos quedamos contemplando a nuestro pequeño juez, indecisos y confusos. Pero yo te hablé en los siguientes
términos:
—Amor mío, tesoro de locas delicias y de absurdos pudores, alma única, mujer de siempre, humanidad mía, no temas avergonzarte ante ese tirano querido, porque no te haré nada que no te haga él en cuanto te lo pide ...
Y desabrochando tu corpino, liberté la palpitante belleza de tu seno, y prendí mis labios en su irritada punta. Y tú te estremeciste, y una divina malicia brilló en el fondo de tus ojos.
DEL NATURAL
EN LA CASA de los tísicos.
Lo que mató al 4, más que la enfermedad, fue la idea. Apenas entró en el lazareto, le dio la manía de salir, convencido de que de lo contrarío moriría pronto. Hablaba todavía menos que nosotros, y en el hospital no se habla mucho, pero le adivinábamos el pensamiento, como sucede donde se piensa demasiado. Las ideas fí|as fluyen silenciosamente de los cráneos, y se ciernen sobre las cosas. A pesar de que los que sufren son por lo común bastante crueles, el 4 nos inspiraba alguna lástima. Su cama estaba enfrente de la mía. Era un muchachito de 16 años, rubio y blanco; parecía el hijo de un príncipe, y su andrajoso uniforme del establecimiento, un disfraz inexplicable. Tenía bucles de oro, y admirables ojos azules. Estaba demacrado en extremo; andaba con el paso lento, autómata, propio de los clientes de la casa. Sin embargo, una circunstancia extraña le distinguía de ellos: caminaba erguido. Por excepción, su pecho no presentaba esa fúnebre concavidad de los tísicos, hecha por la muerte que viene a sentarse allí todas las noches. El 4 enflaquecía y se mantenía derecho; era un tallo cada vez más fino, y siempre gracioso. Sin duda su esqueleto era bonito y brillante como un juguete.
Supimos que era hijo, no de un príncipe, sino de un herrero, que la madre estaba enferma, y que tenía varios hermanos pequeñítos. Le habían metido de ganga en un seminario, y se había escapado ansioso de libertad. Había regresado a Montevideo y trabajaba de tipógrafo. El polvo del plomo le envenenó aquellos pulmones delicados, y ahora, preso en el "aislamiento", ¿qué le restaba?
—Aguardar el turno —según la eterna frase del 18.
El 4 no luchaba ya. No tocaba los dos huevos medio podridos con que le obsequiaba la caridad diariamente, ni la leche infecta, ni las piltrafas de carne recocida. Se dejaba ir. Recto, estoico, mudo, bello, era un lirio agonizando de pie.
Un día, no obstante, brilló para él, por vez postrera, la esperanza.
Hay visita al hospital de tuberculosos cada dos semanas; cada dos semanas se permite a las madres contemplar a sus hijos ocupados en morirse. La del 4 debía estar muy mal para no acudir al lado de los bucles de oro y de los ojos azules. En cambio, aparecía de tarde en tarde el padre, grueso, cabizbajo, sin expresión, lacónico. Traía al enfermo un poco de fruta o dulce, y se marchaba sin un beso, sin volver la cabeza, lo cual a nadie sorprendía. Es la costumbre de la gente pobre.
Aquel domingo, el herrero dijo —con indiferencia— que unos tíos deseaban tener al muchacho y cuidarlo en la campaña.
—¿Quieres ir?
—¡Oh, sí!
Y los ojos azules centellearon.
—Bueno. En la otra visita te llevaré conmigo.
Durante 15 días pasó algo increíble: uno de nosotros era feliz. Al 4 se le había desatado la lengua, y nos describía la casa de sus tíos, los corrales con las gallinas y las vacas, las legumbres del huerto, la sombra de los árboles, la frescura del arroyo, la luz y el aire libre. Se sentía salvado, capaz aún de jugar y correr, y nosotros nos entristecíamos con la envidia de la salud ajena. Hasta se nos figuró que el 4 engordaba... cuando en realidad la impaciencia le acababa de consumir.
Llegó el famoso domingo. Con mucho retraso asomó el herrero. Avanzaba pesadamente, con los ojos inyectados. Su hijo le esperaba, sentado en su lecho; se había vestido la ropita nueva, la suya. Estaba listo.
—¿Vamos?
—¿A dónde? —preguntó el padre.
—A casa del tío... ¿No lo recuerdas? ¿No íbamos a pedir hoy el alta?
El hombre se esforzó por hacer memoria. Su aliento olía a vino.
—Mejor es que te quedes.
—Es que no estoy bien.
—¿Eh?
—Que no estoy bien, en la última quincena bajé dos kilos.
—¿Dos kilos?
—No estoy bien. . . —insistió el desgraciado.
—Mejor es que te quedes —repitió el herrero. Y balanceaba el hirsuto testuz. Después se fue. El 4 se desnudó y se acostó. Los compañeros se reían del chasco.
—¿Qué tenía tu viejo?
—Estaba tomado y no se acordaba. ..
Tampoco nos sorprendió esto. El alcohol consuela, ¿verdad?
A la medianoche me despertó un ruido familiar, y en aquel momento, no sé por qué, lúgubre. El 4 tosía y escupía. La claridad era escasa. No se alumbraba el cuarto por espíritu de ahorro y por no tener que limpiar tubos. Me levanté y fui a la cama de enfrente. Una mano flaca y pálida me alargó la salivera. Miré al fondo, estaba negro.
—¡Sangre! —dijo el niño.
Murió el otro domingo. No era día de visita.
EL HIJO
HACE MUCHOS años, vivía un matrimonio. Eran muy pobres, él leñador, ella lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella, con su enorme nariz y sus cejas de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.
No se atrevían a acariciar con sus rudas manos aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús. Le pusieron una riquísima cuna, le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció, y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus píes, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo. El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, hasta que le sorprendieron en ellas y le ahorcaron. La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían
de la enorme nariz y de las cejas de carbón. "¡Bruja, móntate en este palo, y vuela al aquelarre!" Entonces
la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre. Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel. Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:
—No la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre, esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.
Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.
Una vez pasó la hija del rey de la comarca, y se enamoró del mozo.
—¿Cuál es tu familia? —preguntóle.
—Soy el príncipe Rubio —contestó—. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.
La niña le creyó, y se casó con él. Hubo grandes fiestas, y fueron enviados a la derecha del fin del mundo embajadores que no volvieron. La madre hubiera muerto de orgulloso placer si no hubiera pensado que aún podía, por algún azar, ser útil a su hijo.
Un año después se supo que el príncipe había caído enfermo de una enfermedad contagiosa y horrible. La princesa había huido de su lado, y nadie se atrevía a socorrerle. El príncipe agonizaba a solas.
Entonces la madre se arrastró hasta las puertas del palacio, y tanto hizo que la dejaron entrar como enfermera. Su hijo estaba en un soberbio lecho de damasco, bajo un dosel de púrpura. Su rostro desaparecía, devorado por una lepra monstruosa.
—Hermoso mío —dijo la madre—. Yo te salvaré.
Y le besó y cuidó amorosamente hasta la noche.
Pero a medianoche vino la Muerte por el príncipe.
—Muerte, ten compasión de mí —suplicó la madre—. Lleva a esta anciana decrepita, y no a este joven lleno de vigor. Permítele vivir, y engendrar para ti nuevos mortales.
—¿Cuál de los dos? —preguntó sonriendo la Muerte al leproso.
El príncipe alargó su diestra descarnada, y señaló a su madre, que lanzó un grito de alegría.
—¡Gracias, hijo mío!
Y la Muerte la tomó en brazos, y la arrebató sin esfuerzo, porque pesaba menos que un fantasma.
Al día siguiente, el príncipe apareció sano y robusto ante su corte. Más tarde fue rey, y reinó mucho tiempo, y
tuvo muchos hijos, y gozó de todos los deleites de la tierra.
Pero su barba blanca alcanzó a sus rodillas, y sus huesos se secaron. Le llegó su hora, y llamó a su madre.
—¿Qué quieres, niño mío? —suspiró el silencio.
—¡Salvarme!
—Hijo mío, yo fui; ya no soy nada, sino un dolor sin cuerpo. Quizá me oíste gemir en el viento y llorar con la lluvia en tus cristales. En mí no quedó sustancia ni energía. Soy menos que el recuerdo de una sombra. Ni siquiera puedo reunir mis lágrimas para ti. Soy tu madre muerta.
—¡Madre cruel, madre amarga, maldita seas mil veces!—exclamó el moribundo.
—¿Cuál es mi crimen? —sollozó el silencio.
—¿Para qué me diste la vida, si no me diste la inmortalidad?
EL LEPROSO
TREINTA años hacía que Onofre habitaba el país. Remontando los ríos quedó en seco al fin como escoria que
espuman las mareas. ¿Siciliano, turco, griego?. .. Nunca se averiguó más; al oírle soltar su castilla dulzona rayada por delgados zumbidos de insectos al sol, se le adivinaba esculpido por el Mediterráneo.
Treinta años. .. Era entonces un ganapán sufrido y avieso. Pelaje de asno le caía sobre el testuz. Aguantaba los puntapiés sin que en su mirada sucia saltara un relámpago. Astroso, frugal, recio, aglutinaba en silencio su pelotita de oro.
Pronto se irguió. Puso boliche en el último rancho. Enfrente, una banderola blancuzca, a lo alto de una tacuara
torcida por el viento y la lluvia, sonreía a los borrachines. Entraban al caer la noche, lentos, taciturnos; se acercaban con desdén pueril al mostrador enchapado; pedían quedos una copa de caña, luego otra; el patrón Camhoche, afable y evasivo, apaciguaba los altercados, favorecía las reconciliaciones regadas de alcohol. Saltó a relucir una baraja aceitosa, aspada, punteada; aparecieron dos o tres pelafustanes que ganaban siempre y bebían fiado. Después, de lance, trajo Onofre trapiche y alambique, destiló el veneno por cuenta propia. Tiró el bohío y levantó una casita de ladrillos. Apeteció instruirse, cosa que ennoblece; leyó de corrido, perfiló la letra; el estudio del derecho sobre todo le absorbía; al bamboleante alumbrar de una vela de sebo, devoraba en el catre, hasta la madrugada, procedimientos y códigos. Empezó a prestar.
Fue el paño de lágrimas de la comarca. Compasivo, se avenía en ios vencimientos a rebañar la ternerilla, el par de gallinas, el fardo de hoja,; el cesto de naranjas, a trueque de renovar la deuda por un mes. Don Onofre se hizo poco a poco de rancherío, campichuelos, monte, hacienda.
Fomentó el comercio. Cortés y entendido, metía pleito a los acomodados. Leguleyos, agrimensores, comisionistas, asomaron por primera vez en aquellos lugares, que así nacían a la vida pública. A los mismos insolventes, de puro bueno y de puro calentón, ayudaba don Onofre cuando había en la familia alguna chicuela a punto.
Fue un personaje: viajes a la capital, miga con ricachos y con ministros. ¡Oh, nada de política! Estaba con todos los partidos, a medida que ocupaban el poder. El jefe y el juez eran suyos. Figurar en centros mejores, ¿para qué? Prefería seguir siendo la providencia de su patria adoptiva, sin moverse de ella.
La cual se despoblaba. Las cuatro mil cabezas de don Onofre vagaban más allá de los abandonados cultivos. Tenía su idea (el agua a una cuarta, el ferrocarril en proyecto) : con cruzarse de brazos se hacía millonario.
Consintió no obstante en talar los bosques. Árboles gigantescos se desplomaban con fragor de muerte. Las vi- gas férreas eran arrastradas por los que daban en otro tiempo de puntapiés a Onofre, y echadas al río. La pelotilla de oro se volvía bocha magnífica. Y en, torno de don Onofre se pelaba la tierra, como atacada de una tiña pertinaz. A propósito: se me olvidaba decir que don Onofre padecía de lepra.
La lepra. Lepra. Don Onofre masticaba este nombre pavoroso. Lo veríais en el lento temblor de sus mandíbulas salientes. Veríais en sus iris felinos, turbios, empañados de pronto por un humo fugaz, el horror de las úlceras descubiertas a solas, atrancadas las puertas. ¡Ay! No había niña más púdica que don Onofre. Amaba vestido. Su ropa, cosida hasta la nuez, era un saco de inmundicia cerrado y sellado como el cofre de un avariento. Pero, ¿y la cabeza? ¿La cabeza grasicnta, vil, imposible de escamo- tear? Y la bestia subía, se enroscaba a la nuca. Don Onofre anhelaba algo parecido a decapitarse. Al cabo, la lepra sacó la garra por el cuello de la camisa y apresó el rostro.
¡Ser leproso, escandalosamente leproso un hombre tan rico, que podía ser tan feliz! Esta injusticia acongojaba
a don Onofre. Sus vecinos opinaban como él. Prez del departamento, le veneraron; mejor todavía, le compadecieron maravillados. Aquella frente manchada inspiró a los esquilmados campesinos el respeto de las cumbres donde se muestra a los viajeros la peña partida por el rayo. Admiraron a don Onofre doblemente; se le aproximaban con reparo religioso que él tomó por asco. ¡Asco, el asco ardiente que se tenía a sí propio! No se resignó. Forcejeó, en largas pesadillas, con los fantasmas purulentos; al despertar había en la almohada lágrimas de espanto. Lucharía; no moriría así, no, maldito por el destino. Se arruinaría con tal de curarse, con tal siquiera de esconder su mal.
Y en persecución del milagro bajó los ríos, cruzó los mares. ¡Qué tortura, ante la repugnancia, el odio, el pánico, gesticulantes en torno a su lepra! Sus compañeros de camarote huían despavoridos; sus comensales le relegaban a un extremo desierto de la mesa, o se iban furiosos. Se le rechazó, se le aisló, se le encepó: era un apestado, era la peste. Oía a su paso protestas, órdenes, un rabioso fregar de cacharros y cubiertos. Olía de continuo el ejército de sustancias desinfectantes con que se abroquelaban los dichosos. Don Onofre imploró lástima. Se dirigió a los sirvientes, a cuantos se arriesgaban a escucharle. Dijo que era rico, muy rico. Despilfarró ostensiblemente el champaña; arrojó habanos casi enteros; se cuajó las manos de brillantes. "Soportadme, suplicaba, soy rico, muy rico". Y a la postre algunos ojos le acariciaron, algunas frases le fingieron la inmortal música de la piedad, y algunas señoritas casaderas le sonrieron. ¡La higiene está tan adelantada!
Los médicos se lo enviaron entre ellos como una pelota podrida. Los más célebres eran los más caros; don Onofre no apreció otra diferencia. Le ordenaron cambiar, cambiar siempre de clima, de costumbres, de régimen. A fuerza de cambiar, repetía. Emigraba al Sur, y le hacían retroceder al Norte. Le prohibían comer carne o fécula, y se la imponían de nuevo. Le introdujeron pociones, pildoras, tinturas, cocimientos. Le remojaron, le bañaron, le fumigaron, le untaron de pomada, glicerados, aguas corrosivas, mantecas, aceites. Le lavaban y le volvían a untar. Uno le aplicó estiércol. Otro le recetó una preparación de oro. ¡Oro! ¡Eso era lo principal!
Don Onofre regresó a su feudo, con menos dinero y con más lepra. Regresó enloquecido. Él era la lepra, y el mundo un espasmo de aversión, una inmensa náusea.
Y entonces, en las honduras de sus entrañas enfermas, la vieja tentación se alzó. Don Onofre "sabía". ¿Quién no sabe que la lepra, el castigo del cielo, sólo se sana con la sangre inocente de un niño?
Y don Onofre, tranquilizado, consolado, se puso meditar.
LA ENAMORADA
PARECÍA vieja, a pesar de no cumplir aún treinta y cinco años. Las labores bestiales de la chacra, el sol que calcina el surco y resquebraja la arcilla la habían curtido y arrugado la piel. Tenía la cara hinchada y roja, el andar robusto, los ojos chicos, atornillados y negros. Era miserable. Se llamaba Victoria.
Vivía de escardar campos ajenos, de fregar pisos, de ir a vender, a enormes distancias, un cesto de legumbres. Su densa cabellera desgreñada estaba siempre sudorosa; en sus harapos siempre había barro o polvo, y cansancio en los huesos de sus pies.
Victoria era célebre en el pueblo, no por infeliz y abandonada, que esto no llama la atención, sino porque decían que no estaba en su sano juicio. La locura inofeniva es un espectáculo barato, divertido y moral. Hace reír seriamente. Los chiquillos seguían en tropel a Victoria; no la apedreaban demasiado; comprendían que era buena. Los hombres le dirigían preguntas estrambóticas y experimentaban ante ella la necesidad de volverse locos un rato; las mujeres se burlaban con algún ensañamiento. Victoria pasaba, andrajosa, tenaz, lamentable, llevando en los ojillos negros la chispa que irrita a la multitud y levanta las furias, y hasta los perros se alborotaban con aquel escándalo de un minuto, con aquella aventura que rompía el tedio del largo camino fatigoso.
Acusaban a Victoria de dormir en tierra, de frente a lo alto, y de creer las estrellas bastante próximas para hablarlas. La luna era la señora del cielo; un lucero vagamente rosado era el príncipe radiante, otro blanco y
retirado era el pálido cirio; allá lejos palpitaban, casi imperceptibles, los puntos de fuego tenue que la visionaria nombró coro de muertas, y de extremo a extremo del horizonte flotaba por el inmenso espacio la gasa fosforescente de la vía láctea, o niebla de luz. Guando la claridad enferma y tría de los astros bajaba hasta Victoria, y la noche hacía rodar sus magníficas gemas en silencio, la loca se sentía hermana de la belleza infinita, y las voces celestiales la acompañaban al día siguiente, en plena solana abrasadora. Entonces andaba moviendo los labios, atenta a las presencias invisibles y la gente no podía separarla de ellas.
Se la acusaba también de no comer, de alimentar a mendigos y criminales, de conocer las virtudes secretas de las plantas y de preparar filtros de bruja. Lo cierto es que anhelaba curar a los niños dolientes y que muchas madres, después de mofarse de ella en público, la buscaban a escondidas y temblando, con las manos calientes aún de la fiebre de sus hijos.
Pero lo fenomenal, lo grotesco, lo que provocaba carcajadas inextinguibles, era la virginidad de Victoria. Fea, casi decrépita, trastornada, ese harapo viviente había pretendido conservar su pureza, y lo había conseguido. Había resistido veinte años a la temeridad de los mozos pujantes. Quería elegir el amor, ser prometida y esposa, y tal monstruosidad, tal delito contra la naturaleza, garantizaba a los sencillos campesinos la demencia irremediable de su primera actriz.
Don Juan Bautista, joven doctor de la capital, vino al pueblo, compró un terreno y se puso a edificar una casa. Don Juan Bautista era rico, bello y tonto. Tenía partido con las muchachas. Victoria le vio y le adoró. El Príncipe radiante había descendido para ella del firmamento. Todas las manías dispersas de Victoria se juntaron en una, absorbente, feroz, la de amar a Don Juan Bautista y casarse con él. No ocultó sus proyectos: desatada y locuaz detenía a los transeúntes y les consultaba sobre los medios de satisfacer su única pasión.
Espiaba horas enteras a Don Juan Bautista detrás de las tapias; se atrevió al fin, repugnante y trémula, a rogar que la dejara lavarle la ropa. No sabía planchar con lustre pero aprendió. El momento en que se acercaba a Don Juan Bautista, y le entregaba, a él sólo, las camisas y los calzoncillos impecables, era el momento radiante y feliz de su existencia humilde. Jamás aceptó un centavo por su faena deliciosa. Otras veces traía a Don Juan Bautista la sandía helada o el dulce melón que halagan la siesta, o los sabrosos duraznos, o simplemente tomates frescos, porotos, manteca, todo gratis, ¡y a costa de qué luchas, de qué lejanas peregrinaciones! Don Juan Bautista, jovial
y satisfecho, se dejaba idolatrar.
La virginal timidez de Victoria la impedía expresar claramente sus deseos a quien se los inspiraba y los colmaría sin duda. Victoria anhelaba seducir a Don Juan Bautista, obligarle a declararse y a proponer el matrimonio. Ella no tendría entonces más que murmurar sí y caer en los vibrantes brazos del prometido. ¿Cómo hacer?
El secretario de la municipalidad, un pequeño de cabeza de mono, la aconsejó que usara polvos y sombrero, como las señoritas de la ciudad. La loca se aplicó ladrillo molido en el rostro, y sobre el cráneo, en equilibrio, un sombrero colosal que los chuscos la regalaron, con plumas estrafalarias. Así marchaba Victoria, disfrazada y grave, en pos de su sueño, entre las risas de los vecinos. De primera actriz había bajado a ser la payasa, la bufona
de la aldea.
Durante varios meses, sobre los pastos, parecido a un buque empavesado, osciló el sombrero ridículo, símbolo de una ilusión desesperada. Victoria enflaquecía, se desanimaba; sus pobres píes descalzos se cansaban de correr tras la quimera; el sombrero, agotado por la lluvia, abrasado por el sol, ensuciado y roto, inclinaba tristemente las plumas marchitas. El Príncipe radiante continuaba mudo y risueño. ¡Ay! Cuando lucía allá arriba, inaccesible en las limpias noches de estío, era menos cruel.
La casa de Don Juan Bautista se terminó; la verja relucía, las flores del jardín doblaban con elegancia sus finos tallos. El dueño fue a la capital, se casó pomposamente y regresó con música. La señora era rubia, bella y tonta quizá. El pueblo quedó deslumhrado.
Victoria desapareció.
Hay en el lugar una escarpada peña, a cuyo píe se amontonan, como en un torrente de vegetación, impenetrables brezos y zarzas. Tres días después de la boda, descubrieron unos cazadores, allá abajo, un objeto singular, una especie de gran pájaro inmóvil, de plumas increíbles. Por distraerse lo acribillaron a balazos. Resultó ser el sombrero de Victoria. Debajo estaba Victoria, con el cuerpo tibio, todavía, y que por fin reposaba.
LA ORACIÓN DEL HUERTO
EL POETA —¡Amanece!
El Alma —No. Aún es de noche.
El Poeta —¡Amanece! Un suspiro de luz tiembla en el horizonte. Palidecen las estrellas resignadas. Las alas delos pájaros dormidos se estremecen y las castas flores entreabren su corazón perfumado, preparándose para su existencia de un día. La tierra sale poco a poco de las sombras del sueño. La frente de las montañas se ilumina vagamente, y he creído oír el canto de un labrador entre los árboles, camino del surco. ¡Levántate y trabaja, alma mía! ¡Amanece!
El Alma —En mí todavía es de noche. Noche sin estrellas, ciega y muda como la misma muerte.
El Poeta —Despierta para mirar el sol cara a cara, para gritar tu dolor o tu alegría. Despierta para mover la inmensa red humana y para fatigarte noblemente aumentando la vida universal. Dame tus recuerdos difuntos, tus esperanzas deshojadas. Dame tus lágrimas y tu sangre para embriagar al mundo.
El Alma —La fuente se ha secado. Con barro amordazaron mi boca. Me rindo a las bestias innumerables que me pisotean. No queda en mí amargura, sino náuseas. No deseo más que descansar en la eterna frescura de la nada.
El Poeta —Otros sucumben bajo el látigo del negrero. Otros se envenenan con estaño y con plomo, enterrados vivos. Hay inocentes que se arrancan los dientes y las uñas contra los hierros de su cárcel. Las calles están llenas de condenados al hambre y al crimen. Tu desgracia no es la única.
El Alma —He saboreado toda la infamia de la especie.
El Poeta —Algunos no son infames.
El Alma —Conozco la honradez, según se llama a la cobardía de los que no se atreven a ejecutar lo que piensan. Conozco el amor, mueca obscena con que perpetuamos nuestra carne envilecida.
El Poeta —¡Amanece, alma mía! La ola divina se esparce por la naturaleza. La aurora es tan radiante y tan pura como si no hubiese hombres. Empapa tu pena en la sagrada paz de la mañana. Deja acercarse las graciosas visiones que la bruma cuaja en el seno de los valles para desvanecerlas después en el azul infinito del cielo. Entrégate a la inmortal belleza de las cosas.
El Alma —El hombre ha asesinado la belleza. Mis fuerzas se acabaron. Quiero caer al hueco sin fondo del olvido.
El Poeta. —Sobre la mentira de los falsos hermanos, sobre la estupidez colosal de los pueblos y sobre la frívola perfidia de las mujeres está el misterio. Alma mía, hija del misterio, desgárrate a tí misma para encontrar la verdad, y deja tus jirones fecundos en las zarzas de la senda. El alba resplandece. Todo se agita y cruje, llora y canta. Es la hora de la lucha.
El Alma —¡Qué importa!
El Poeta -¡Calla!... Vienen...
El Alma —Pasos... Son los pasos de Judas.
El Poeta —¡Oh, alma! ¿Morirás de rodillas?
El Alma —Poeta, tienes razón. Vamos.
EL POZO
JUAN,, fatigado, hambriento, miserable, llegó a la ciudad, a pedir trabajo. Su mujer y sus hijos le esperaban extramuros, a la sombra de los árboles.
—¿Trabajo? —le dijeron—. El padre Simón se lo dará.
Juan fue al padre Simón.
Era un señor gordo, satisfecho, de rostro benigno. Estaba en la mitad de su jardín. Más allá había huertos, más allá parques. Todo era suyo.
—¿Eres tuerte? —le preguntó a Juan.
—Sí, señor.
—Levántame esa piedra.
Juan levantó la piedra.
—Ven conmigo.
Caminaron largo rato. El padre Simón se detuvo ante un pozo.
—En el fondo de este pozo —dijo— hay oro. Baja al pozo todos los días y tráeme el oro que puedas. Te pagaré un buen salario.
Juan se asomó al agujero. Un aliento helado le batió la cara. Allá abajo, muy abajo, había un trémulo resplandor azul, cortado por una mancha negra. Juan comprendió que aquello era agua, el azul un reflejo del cíelo y la mancha su propia sombra.
El padre Simón se fue.
Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y empezó a bajar. Se agarraba a ías asperezas de la roca, se ensangrentaba las manos. La sombra bailaba sobre el resplandor azul. A medida que descendía, la humedad le penetraba las carnes, el vértigo le hacía cerrar los ojos, una enormidad terrestre pesaba sobre él. Se sentía solo, condenado por los demás hombres, odiado y maldito; el abismo le atraía para devorarlo de un golpe.
Juan pensó que sus hijos tenían hambre, y tocó el agua. La tuvo a la cintura. Arriba, un pedacito de cíelo azul brillaba con una belleza infinita; ninguna sombra humana lo manchaba. Juan hundió sus pobres dedos en el fango, y durante muchas horas buscó el oro.
Encontró una pepita; la adivinó, era fría, lisa y pesada. Se sintió con fuerzas para subir. Cuando salió del pozo, apenas conseguía tenerse de pie: estaba empapado hasta los huesos y sus ropas desgarradas.
Llevó el oro al padre Simón, del cual recibió una moneda de cobre.
Todas las mañanas bajaba Juan al pozo. Todas las tardes subía con una pepita o dos. Sus hijos comían pan, su mujer sonreía a veces, y esto le parecía una felicidad extraordinaria.
Entretanto, su cabeza comenzaba a temblar y tenía fiebre por las noches.
Un día encontró en el pozo otra cosa. Una piedrecita oscura, densa. Se la llevó al padre Simón.
El padre Simón se fue a cenar, con la piedra en el bolsillo. Se sentó a la mesa, y enseñó el hallazgo a su mujer, llena de honorabilidad y de diamantes.
—¿Será algún rico mineral? —se preguntaron. La piedra al secarse se desmoronaba.
—¿O alguna especie de pólvora? —murmuró el viejo.
—Lo haré analizar.
Recogió con prudencia los granos en una tarjeta, y los colocó en sitio seguro. Sobre el mantel había quedado un polvillo impalpable. Mientras servían la sopa, el padre Simón, distraídamente, se puso a golpearlo con el canto del cuchillo.
Un estampido formidable rasgó el aire de la provincia. La ciudad entera había volado. .. Un silencio enorme... Después los clamores de los que agonizan, de los que se vuelven locos. . .
La choza en que vivía Juan, baja y ligera, no sufrió mucho. Algunos trozos de barro se desprendieron de las paredes. Al oír la detonación, la familia se echó afuera. En el flanco de la colina, a lo lejos, se distinguía lo que restaba de la ciudad, un campo de escombros humeantes. Al sol poniente, las ruinas se envolvían en vapores de oro. El hombre y la mujer estaban atónitos, inmóviles. Los niños reían y saltaban.
¿RECUERDAS?
ERA EN el cariñoso silencio de nuestra casa. Por la ventana abierta entraba el aliento tibio de la noche, haciendo ondular suavemente el borde rizado de la pantalla color de rosa. La luz familiar de la vieja lámpara acariciaba nuestras frentes, llenas de paz, inclinadas a la mesa de trabajo. Tú leías, y escribía yo. De cuando en cuando nuestros ojos se levantaban y se sonreían a un tiempo. Tu mano posada como una pequeña paloma inquieta sobre mí, aseguraba que me querías siempre, minuto por minuto. Y las ideas venían alegremente a mi cerebro rejuvenecido. Venían semejantes a un ancho río claro, nacido para aliviar la sed dolorosa de los hombres.
Las horas pasaron, y un vago cansancio bajó a la tierra. Cerraste el libro; mi pluma indecisa se detuvo. Concluía la jornada, y el sueño descendía sobre las cosas. Y el sueño era reposo. No teniendo nada que soñar, deseábamos dormir, dormir y despertar con la aurora para seguir viviendo el sueño real de nuestra vida. Y nos miramos largamente y vimos la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas.
La veíamos y la comprendíamos. Por estrecharla nos abrazamos. Nuestras bocas al interrogarla chocaron una con otra, y no se separaron. La dulzura de tu piel languideció mi sangre. Tu corazón empezó a latir más fuertemente. La vida se apoderaba de nosotros, estrujándonos con la voluptuosidad de sus mil garras. Inmóviles a la orilla del abismo, saboreábamos de antemano la delicia mortal... ,
De pronto un objeto minúsculo cayó sobre el disco que el delgado bronce que tus cabellos rozaban.
Era una mariposilla de oro. Quedó yerta un momento.Y con repentina furia comenzó a agitarse contra el metal.
Sus alas pálidas vibraban tan rápidas que parecían un tenue copo de bruma suspendida. Su cabecita embestía el bronce y resbalaba por él, y la loca mariposa giró en giro interminable a lo largo del cóncavo y brillante surco. Una convulsión uniforme galvanizaba aquella molécula de polvo y de pasión. Su volar titánico daba una continua y tristísima nota de violín enfermo. Hipnotizados por el leve y tenaz gemido, contemplamos la lucha del insecto contra su enemigo invisible.
¡Enemigo poderoso! La espiral frenética se contraía. Llegaba al paroxismo delirante. El víentrecillo arqueado se retorcía y en un espasmo cruel se desgarró por fin, brotando un racimo de fecundada simiente...
Y la tristísima nota seguía aún quejándose, chisporroteo eléctrico que acababa de abrasar las pobres alas pálidas. Y sentimos el enorme peso de la Naturaleza gravitar sobre el cuerpecíllo moribundo, la formidable presión del destino escapar silbando a través de las débiles alas, como un huracán a través de una rendija imperceptible. Y el lamento cesó, y las alas se acostaron para siempre,
asesinadas por la vida. ..
Y volvimos a ver la vida en el hueco sombrío de nuestras órbitas. La vimos enlazada con el amor y con la muerte. Temblando de felicidad, nos desplomamos juntos en el lecho blanco...
LA MUÑECA
SE CELEBRABA en el palacio de los reyes la fiesta de Navidad. Del consabido árbol, hincado en el centro de un salón, colgaban luces, cintas, golosinas deliciosas y magníficos juguetes. Todo aquello era para los pequeños príncipes y sus amiguitos cortesanos, pero Yolanda, la bella princesita, se acercó a la reina y la dijo:
—Mamá, he seguido tu consejo, y he pensado de repente en los pobres. He resuelto regalar esta muñeca a una niña sin rentas; creo oportuno que Zas Candil, nuestro fiel gentilhombre, vaya en seguida a las agencias telegráficas para que mañana se conozca mi piedad sobre el haz del mundo, desde Canadá al Japón y desde el Congo a Chile. Por otra parte, este rasgo no puede menos que contribuir a afianzar la dinastía.
La reina, justamente ufana del precoz ingenio de su hija la concedió lo que deseaba. Zas Candil se agitó con éxito. Jesús nos recomienda que cuando demos limosna no hagamos tocar la trompeta delante de nosotros, pero sería impertinente exigir tantas perfecciones a los que ya cumplen con pensar en los pobres una vez al año. ¡El año es tan corto para los que se divierten! Además, el divino maestro se refería sin duda a la verdadera caridad.
No faltaba sino regalar la muñeca. ¿A quién? Una marquesa anciana, ciega, casi sorda y paralítica, presidenta de cuanta sociedad benéfica había en el país, fue interrogada, sin resultado. Su secretaría y sobrina, hermosa joven, propuso candidato inmediatamente. Ella era activa: sabía bien dónde andaban los pobres decentes, religiosos; se consagraba en cuerpo y alma a sus honorarias tareas, que la permitían citarse sin riesgo con sus amantes.
He aquí que Yolanda, la bella princesita, se empeña en presentar su regalo en persona.
—¡Una muñeca! —refunfuña la marquesa—. Mejor sería un par de mantas.
—¡Oh! —protesta la secretaria—, un juguete, traído por un hada, vale más que el pan y la salud: es el ensueño. Y sí el hada se parece a Su Alteza, no necesita ofrecer otra cosa. Su palma vacía, como dijo Musset, es ya un tesoro.
La reina estaba inquieta. ¡Su Yolanda exponerse en aquellos barrios, en aquellas casas, llenas de microbios!
En fin; hubo de ceder: desinfectarían a la princesa lo más a fondo posible cuando regresara.
Al día siguiente el automóvil regio, que conducía a Yolanda, a su muñeca, a su aya y a Zas Candil, en busca de una niña pobre, se detuvo; no cabía en la calle. Los augustos y compasivos personajes bajaron, se torcieron los pies en los adoquines puntiagudos; se encaramaron por una tenebrosa y empinada escalera, y entraron al cabo en una pieza sórdida.
Una mujer cosía; un hombre fumaba; metida dentro de un lecho sucio, una niña pálida movía los dedos en la sombra.
Yolanda, con la muñeca en la mano, se adelanta, elegantísima, ideal.
—Amiga mía; soy la princesa Yolanda; vengo a regalarte mí muñeca. Toma.
La niña enferma alarga sus brazos flacos, toma la muñeca, y la muñeca y ella se miran de hito en hito.
¿Cómo? ¿Ni las gracias? Los ojos de Yolanda se acostumbran a la oscuridad y ven con asombro, sobre el lecho sucio, otras muñecas iguales a la suya, cuatro, seis, unas sin cabeza, otras sin miembros, unas completas pero desnudas, otras a medio vestir... el hilo, la aguja, la tela por cortar, los dedos que se movían...
—Su muñeca, señorita princesa, es de las que trabaja mi nena —dice el hombre—. La fábrica entrega la pasta ya pintada y lista y aquí se rellena y se cose... No es mucho lo que nos ayuda. .. media lira... como para comprar un litro de leche fresca... No, deje, deje, la muñeca siempre nos servirá. La volveremos a llevar a la fábrica.
LA TEMPESTAD
NO PODÍA salir de casa sin pasar por la quinta, ni pasar sin entrar en el jardín cuyos cálices, siempre renovados, halagaban mi corazón. La puerta de hierro retorcido cedía confidencialmente a mi presión discreta; mis pasos hacían rechinar demasiado la arena del sendero; las anchas ventanas se abrían entre el verdor jugoso y sombrío de los árboles, y me amenazaban con sus miradas espías y burlonas; una timidez deliciosa me invadía. De pronto una risa juvenil cantaba como un pájaro raro en el aire de oro; una ondulante figura blanca, parecida a una gran flor errante, se desprendía de las flores, y mi amable destino, la señorita Luz, avanzaba hacia mí.
Luz tenía noble estatura y carne de amazona. Su cabellera ardiente la coronaba como un casco de llamas. La pureza de su alma batalladora y alegre resplandecía en sus claros ojos de un gris húmedo y sembrado de polvillo de estrellas. ¡Cuántas veces los había visto de cerca, y había navegado por aquella inocencia profunda y límpida, por aquel doble firmamento transparente que limpiaba mis pensamientos! ¡Cuántas veces había sentido mezclada a mi sangre la voluptuosidad cordial de aquellas manos finas y ágiles, cálidas y robustas, tan dulces, tan buenas! Jamás había dicho a Lux una palabra de ternura y, sin embargo, me confesaba aterrado que sus manos y sus ojos se habían apoderado de mi vida.
La tarde de mis recuerdos me recibió Luz ceremoniosamente. Tía Cornelia y mamá Aurelia, las damas de retrato antiguo que solían deslizar sus silenciosas figuras de sueño en torno de una virgen inquieta, no habían vuelto aún de sus visitas campesinas, y la gentil dueña me llevó hasta la sala ancha y reluciente, de altos y católicos muebles resinosos. El viejo piano, de madera seca y sonora, enseñaba sus cóncavas teclas amarillas, desfallecientes cual huesos ancianos, y el atril ofrecía las lágrimas negras de una romanza sin edad. El cielo se encapotaba; una bruma de sombra bañaba el aposento, y en el rostro de Luz se advertía una severidad nueva. Creí comprender que mi presencia era imprudente y quise alejarme.
—No, quédese usted —me dijo, nerviosa—. Comienza a llover, y se nos echa encima la tormenta.
Callamos. Ella se sentó un instante al piano marchito, que elevó sus temblorosos acentos del pasado, ahuyentados de pronto al retumbar del primer trueno. Nos acercamos a los ventanales batidos por la lluvia. Los amplios cristales de una pieza vibraban arañados por el agua; las gotas en ellos juntaban en seguida su fresco llanto, y los hilos líquidos, entrecruzados a la manera de arterias que laten, descendían rápidamente. Un denso párpado oscuro caía sobre el horizonte, y en la órbita del mundo nacían fulgores siniestros. La belleza del cuadro era digna de la mujer inmóvil que lo contemplaba.
Entonces, sin atreverme a apartar la vista de la tempestad, hablé en voz queda. Desgrané, balbuciendo, el rosario de mis inquietudes, recé la letanía de mis adoraciones, descubrí el humilde tesoro de mis esperanzas.
GASU S BELLI
LA ESCENA en la campiña de Chile. Si preferís la del Perú, no hay inconveniente. El cuento sería poco más o menos el mismo.
Un hermoso militar, tanto más hermoso cuanto que va armado hasta las uñas, y el acero brilla alegre al sol, se apea a la puerta de un rancho.
—¡Eh! ¿No hay nadie?
—Entre.
Una mujer en la cama, chiquillos sucios por el suelo.
—Vengo por Juan.
—¡Ay, Jesús! Está en la chacra.
—¡Al diablo la chacra! Me lo llevo al batallón. Estamos por declarar la guerra.
—¡Ay, Jesús!
Juan llega pesadamente, azada al hombro. Suda: ya se sabe que es por maldición expresa del Dios de misericordia.
El campesino se entera. El del sable explica.
—¿Entiendes? El ministro de acá mandó de obsequio una corona al ministro de allá, y el de allá se la devolvió al de acá. Ya ves. .. ¡Una porquería, una infamia! Tenemos que degollarlos a todos.
—¿A quiénes?
—A los peruanos.
—Yo creía que era a los bolivianos, pero es igual.
—¿Qué será de nosotros? —llora la mujer.
—Tú, como estás enferma, no puedes trabajar. Si tardo, si no vuelvo, vendes el rancho. ..
—En tiempo de guerra no habrá quien se lo compre—dijo el de las espuelas sonoras.
—Bueno, ya lo oyes: ¡revientas! Los niños se te mueren hambre. O se te acercan fuerzas amigas o enemigas y te saquean el cofre y te queman la casa.
—¡Ay, Jesús! ¡Qué desdicha!
—Desdicha no, gloria sí —dijo el guerrero—, Marchemos, Juan.
—Adiós —balbucea el labrador—. ¿Qué quieres? Como el ministro devolvió la medalla...
—No era medalla, era corona —corrige el héroe—. ¡Que torpe andas de entendederas hoy!
—La impresión... —suspira Juan.
Y los dos hombres caminan, uno a caballo y el otro a pie, por en medio del inmenso campo. La tarde respira con sosiego. El espacio se ensancha desmesuradamente, en su acariciadora transparencia. El crepúsculo, fresco y puntual, se aproxima. Las bestias, cansadas de roer, se detienen y quizá reflexionan. Los árboles parecen soñar, balanceando apenas su follaje. Me temo que se trata de una paz fingida: bajo tierra las raíces se estrangulan entre sí; la espesura ahoga los débiles tallos y por todas partes hay plantas amarillentas que se mueren de sed. De cuando en cuando una hoja cae, asesinada por sus compañeras. Y esas rápidas y graciosas curvas de los pájaros en el aire no son cosa de juego: ¡en ellas perecen tantos honrados insectos invisibles!
Juan resume largas meditaciones en la siguiente frase:
—¿Y qué tenemos nosotros que ver con el ministro? Una mirada furiosa cae sobre aquel sacrilego que se atreve a razonar cuando peligra la patria.
—Si no tuviéramos que ver con el ministro, ¿a qué servirían tantos soldados, tanto cañón, tantos oficiales, y los cuarteles, y los parques, y los aprovisionamientos? Los millones que eso ha costado, ¿crees que son para tirarlos al mar? Ahora que se presenta una ocasión de lucirnos, ¿la hemos de perder?
—Sí —dice Juan—. Pero el ministro... Yo no sé bien lo que es un ministro. ¿Tú lo sabes?
Un ministro es algo complicado. Los dos hombres caminan en silencio. En torno hay una gran calma, penetrante y dulce. La noche baja tranquila. Todo se recoge y enmudece. La naturaleza prepara en la sombra sus horrores habituales.
—Yo sé lo que es un ministro, Juan; lo malo es que no soy capaz de darme a entender. Y te diré la verdad: se me figura que tienes miedo. Eres un cobarde. Debería pegarte un tiro.
—¿Cobarde yo? —dice Juan temblando—. ¿Acaso no abandoné casa, chacra, mujer, hijos? ¿No te obedecí? Lo cual te probará que soy valiente.
—Si lo eres, sí eres chileno, mata peruanos.
—Mataré cuantos pueda.
Al fin, de noche cerrada, ganan el batallón. Allí se le arma a Juan caballero. Le ponen machete al cinto, y en las manos un fusil de siete disparos. ¡Siete! Siete vidas que apagar con el dedo, como si fueran moscas.
Entonces Juan se siente fuerte, se siente hombre. De pronto comprende lo que no comprendía. Se dirige al hermoso militar reclutador, y le vocifera:
—¡Muera Bolivia!
—¿Cómo?
—Digo. .. ¡Muera el Perú!
EL NIÑO Y EL REY
HABÍA un niño qué tenía a su rey por el hombre más hermoso del mundo; se consumía en deseos de contemplarlo, y habiendo sabido que Su Majestad iría aquella mañana a pasear al parque público, acudió desde el alba, palpitante de curiosidad.
Esta manía de ocuparse del rey y esta idea de que era hermoso son extrañas en un niño moderno. Se trataba, sin duda, de un candidato a la neurastenia, condenado tal vez a un romántico suicidio. Ya dijo La Fontaine que a esa edad no hay compasión: ¿es normal que en ella haya poesía? Los niños son crueles, glotones y envidiosos; son perfectos hombrecitos, y el tiempo, incapaz de transformar la índole de sus pasiones, les enseña solamente el disimulo. Además, ¿es verosímil que nuestro pequeño soñador no hubiese visto, interesado en ello como estaba, uno de los infinitos retratos reales que ruedan por revistas, anuncios y prospectos, se pegan a los muros, se muestran en los escaparates y presiden las asambleas, desde el parlamento donde se votan acorazados, a la humosa taberna donde los marineros se dan de puñaladas? Ese niño excepcional, ¿no iba a la escuela? En la escuela, en los libros de clase, ¿no había una efigie del rey? ¡Bah!
Pero no abusemos de la crítica. Acabaríamos por rechazar cuantas noticias nos llegan y no nos dignaríamos conversar. Aceptemos la historia; es interesante, y por lo tanto encierra alguna verdad, porque la verdad es lo que nos hace efecto. El niño, intrépido amigo de los príncipes de leyenda que, como el de Boccaccio, se sientan a la cabecera de humildes vírgenes por ellos enfermas de amor, esperó inútilmente. Las horas pasaron. Aburrido, se dirigió a un caballero gordo que andaba por allí.
—Señor, ¿qué hora es? Aguardo al rey que debía venir, al rey más bello de la tierra.
El caballero gordo, que era naturalmente Su Majestad, se guardó bien de deshacer el equívoco. Jamás había encontrado un juez tan formidable como aquel muñeco. Su vida de príncipe, sus aventuras vulgares de soltero rico, sus apuros de dandy pródigo, sus deudas, que al fin no se decidía a pagar ningún banquero de Europa y que le abrumaron hasta que su madre, muriéndose por fin, le salvó dejándole con el trono la firma de la patria, su pasado convencional y nulo le oprimió de pronto con. más fuerza que nunca. ¿El Rey? No, no era el Rey: no tenía nada de común con los Reyes, los gigantes que llevaban a sus pueblos a hombros y que, ungidos por los santos, discutían con Dios. ¿Y por añadidura jefe de la Iglesia? Ni siquiera era ya el Rey de la moda: ahora un actor francés y un espadachín divorciado de una norteamericana eran los que imponían a ambos continentes la nueva corbata, la nueva levita. Y el Rey se avergonzó ante el niño, se avergonzó de tener tanto vientre y los ojos turbios, subrayados por lívidas ojeras, y las mejillas colgando. Se sintió lo que era, un viejo que se había divertido mucho, y nada más.
Volvió tristemente a su palacio. La magnificencia de la corte, girando en torno de él, le hizo recobrar por un instante la despreocupación cotidiana. Pero de noche se indispuso. Llamó a su médico, y tomó órdenes con entera obediencia. El médico era el amo; su hierro habíaentrado ya en las carnes del Rey. Su Majestad se durmió en compañía de la muerte.
Mientras tanto, el niño poeta meditaba otra maniobra para admirar de cerca al monarca más hermoso del mundo.
UN FALLECIMIENTO
SE LLAMABA Carlos, tenía doce años y venía corriendo de la escuela. Su padre estaba enfermo. "Cuando llegue me dirán que está bien", pensaba el niño. "Le contaré como todos los días lo que ha pasado en clase, nos reiremos y almorzaré con más hambre que nunca".
Al subir las escaleras de la casa se encontró con el médico que bajaba despacio. Era un viejo de barba blanca, que tenía la costumbre de mirar por encima de los anteojos, inclinando su calva venerable. Pero esta vez su mirada huía, y su cuerpo procuraba descender deslizándose, pegado a la pared.
—¿Cómo está papá? —preguntó Carlos.
El doctor, muy fastidiado, muy serio, movió la cabeza de un lado a otro, sin una sola palabra.
—¿Está peor?
Igual gesto.
—¿Mucho peor? —insistió el pequeño con voz temblorosa.
De repente su corazón comprendió y le hizo precipitarse a grandes saltos por la escalera arriba. Delante de la puerta había un hombre que abrió los brazos.
—¿Dónde vas? No entres.
—Quiero ver a papá.
—No, ahora no. Ya lo verás después. Lo que vamos a hacer es marcharnos. Tengo que ir a un sitio.
—Quiero ver a papá.
—¡Te digo que no!
Carlos dio un paso y se sintió cogido. Entonces, con ira desesperada embistió el obstáculo, lo volcó contra el muro, y pasó.
Amarillo, inmóvil, con el cuello doblado, los ojos caídos y un pañuelo blanco debajo de la barba, anudado sobre el cráneo, estaba su padre.
—¡Papá! —sollozó el muchacho.
La madre, sentada a la cabecera, declamó:
—Bueno es que veas de cerca nuestra horrible desgracia. Acércate y besa a tu padre.
Dos o tres personas que había allí, callaban.
Carlos se arrojó llorando sobre el lecho, y apoyó su frente en el hombro del muerto. Una secreta repugnancia le hizo no besar la carne muerta.
Empezaban a llegar parientes y amigos que observaban en silencio, alargando la cara, y apretaban la mano de la madre con un gran suspiro. Algunos se arrodillaban un momento.
En seguida, la señora contaba la catástrofe por centésima vez. *
—Esta mañana se quejaba. "¿Quieres que llame al médico?" —"No, no será nada" me respondía el pobrecito. "Esperaremos a que venga como de costumbre.'' A las diez los dolores aumentan. Yo le di entonces una pastilla de morfina. Esto le alivió un poco. . .
El niño seguía tendido junto al cadáver. Notó que el reloj de pared estaba parado. El reloj de la chimenea también.
—De repente, se siente peor. Comprendo que se desmaya. Al pobrecíto se le venía encima el síncope, el sincope cardíaco, como lo ha probado el doctor... !Dios mío! ¡Dios mío!
—¡Tenga usted resignación!
—¡Ten valor, siquiera por tu hijo!
—Mamá, ¿por qué están parados los relojes?
—¡Están parados a la hora en que murió tu padre! Marcaban las doce menos quince, y aquellas agujas negras que aguardaban algo para seguir su camino preocupaban a Carlos.
LA ROSA
LA ANCHA rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando. Aquella en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.
Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe. En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.
Esta rosa, más bella aún al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso. Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dio la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.
Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que me importa, porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye. El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.
REGALO DE AÑO NUEVO
EN AQUELLA época éramos muy pobres todavía. A mí me habían dado un modesto empleo en el ministerio de las finanzas, a fuerza de intrigas y de súplicas. En las horas libres traducía del inglés o del alemán obras interminables, pagadas por término medio a cinco céntimos la página. París es terrible. Mi mujer, cuando nuestros tres niños la dejaban tranquila, bordaba para fuera. De noche, mientras los niños dormían y mi pluma rascaba y rascaba el papel, la madre daba una lección de solfeo o de piano en la vecindad. Y con todo estábamos siempre contentos. Éramos jóvenes.
Teníamos —y creo que los tenemos aún— dos tíos riquísimos, beatos, viejos, bien pensantes, con hotel frente al parque Monceau, fundadores de capillas, incubadores de seminarios, y que no hacían caridad más que a Dios. Nos daban muchos consejos, procurando debilitar mis ideas liberales, y nos invitaban a cenar dos o tres veces al año. En su casa reinaba un lujo severo que nos cohibía, y nos aburríamos mucho con ellos. El tío Grandchamp era flaco, amarillo, amojamado. En él brillaba la moderación. Se dignaba revelar al público sus millones mediante un signo discreto: llevaba en el dedo meñique un diamante enorme, que maravillaba a nuestros pequeños hijos. La tía Grandchamp era gorda, colorada, imponente. Su charla insulsa e incesante nos fastidiaba más que la solemne circunspección de su esposo. No hablaba sino de su inmensa posición, de sus empresas piadosas, de sus amistades episcopales, de su próximo viaje a Roma; cuando se refería al supremo instante en que habría Su Santidad de recibirla en audiencia, sus gruesos labios, un poco velludos y babosos, avanzaban ávidamente como si saboreasen ya las zapatillas del Pontífice.
Yo no sé por qué aguantábamos a nuestros tíos, por qué les respetábamos y hasta los escuchábamos con recogimiento; tal vez nos hipnotizase, sin darnos cuenta, un oro que para nosotros era inaccesible. Se mostraban tan avaros que desde que nos habíamos instalado en París no nos habían regalado nada. Por otra parte, ni siquiera nos era dado alegrarnos con su muerte probable, a no ser que fuera esta alegría completamente desinteresada.
Los tíos, en efecto, tenían un vastago; contra todas las apariencias habían resultado fecundos. El joven Grandchamp se llamaba Alfredito, se habían fundido en él los rasgos de sus padres: no era flaco ni gordo, charlatán ni callado. Comía y bebía con apetito y confiaba en la providencia. Si nos hubiéramos querido hacer a toda costa ilusiones con la fortuna de los Grandchamp, hubiéramos tenido que desear el fin cercano de Alfredito y después el de sus progenitores, y esto era muy complicado.
Año nuevo. Almorzábamos en nuestra humilde casa. Nuestra mesa no ostentaba vajilla de plata ni cristales tallados, pero las risas volaban libremente en la claridad del sol de enero. Paulina y yo mirábamos en éxtasis las cabezas rubias de los tres diablillos, cuyas manecitas untadas de dulce pedían más, siempre más golosinas, para festejar el año nuevo, la vida eternamente nueva que corría embriagadora por las venas del mundo...
De pronto, un ruido de carruaje, de caballos refrenados que se detienen a nuestra puerta. Corremos a la ventana. Son los Grandchamp, los tíos que vienen a visitarnos. ¡Extraño fenómeno! Los niños anhelan ver también aquello. Hay que alzarlos. El tío baja primero, tiende la mano a la tía obesa que hace crujir el estribo y ladearse el coche.. . Pero ¿qué es esto? El lacayo arrastra en pos de la tía un fardo colosal, atado con múltiples cuerdas, y se lo echa al hombro penosamente. ¡Un regalo! ¡Los tíos por fin nos regalan algo! ¿Qué será? ¡Una cosa tan grande! Casi bailamos los cinco. Al cabo, después de rechinamientos de escalera, entran los tíos y el lacayo y el famoso paquete...
Abrazos. Felicitaciones. Besos a los nenes. La señora Grandchamp, en medio de un silencio ansioso, nos dice:
—Hiatos míos, os traigo como regalo de año nuevo algo muy útil en una casa como la vuestra. .. os servirá pa-
ra mil menesteres... os será cómodo a cada momento. ..
—Pero ¿qué es?... ¿qué es?...
—¡Periódicos viejos! ¡Todos los diarios del año!
EL AMANTE
SECRETO rincón del jardín florido, breve edén, relicario de nostalgias y deseos, nido de felicidad.. .
Noche tibia, cargada de perfumes suspirados por corolas que se abren amorosamente en la sombra... noche del verano dulce y maduro como la fruta que se inclina a tierra. .. noche de placer y dé olvido...
Eulalia languidece en los brazos de su amante. ¿Es el leve soplo nocturno quien la acaricia los suaves cabellos de oro, o el aliento del hombre? Las hojas gimen quedamente.. .; pero no. . ., es la mano soñadora que se desliza temblando. No es una flor moribunda la que ha caído sobre los labios húmedos de Eulalia, sino la boca apetecida, deliciosa como la fuente en el desierto...
En el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, pasan las víboras...
—¡Él! —grita sin voz Eulalia—. ¡Huye!
Los pasos vienen por el sendero. Rechinan sobre la arena. Los pasos vienen. ..
—No puedo huir. .. Me verá... me oirá...
—¡Escóndete!
—¿Dónde?
La luna enseña las altas tapias infranqueables, la superficie inmóvil del estanque, ensombrecida por los
juncos...
Los pasos llegan...
Entonces el amante se hunde sigilosamente en el agua helada. Su cabeza y sus hombros desaparecen entre los juncos. Eulalia respira...
Ahora Eulalia languidece en los brazos de su marido. . . languidece de espanto. Piensa en las víboras.
—¡Vamonos!. . . —implora.
Pero él quiere gozar de la noche tibia, cargada de perfumes, de placer y de olvido.. .
Y en el fondo del estanque, bajo los juncos misteriosos, junto al cadáver, pasan las víboras...
LA CARTERA
EL HOMBRE entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:
—¡Ah! es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?
—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda. Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil, entregó el objeto.
—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?
—Sí, señor. Vea si falta algo. . .
El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. "¡Cómo ha manoseado usted todo!" Después, con indiferencia, contó el dinero; mil doscientos treinta; sí; no faltaba nada.
Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los mue- bles, los cortinajes.. . ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices? El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de tuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro. Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo que vivía en una madriguera y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros.. . pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.
—¿Qué espera usted? --dijo el señor impaciente.
El obrero palideció.
—¿La propina, no es cierto
—Señor, tengo enferma la mujer. Déme lo que guste.
—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pe-
sos, o bien el pico, los doscientos treinta?
—Yo...
—¿Qué le debo ceder de mi dinero? ¿El cinco por ciento, el diez? ¿Le debo algo? ¡Conteste! ¿Qué parte de su Fortuna deben los ricos a los pobres? ¿No se lo ha preguntado usted nunca? Si le debo algo, ¿por qué no se lo tomó? ¡Hable!
—No me debe usted nada.. .
—Y sin embargo, esperaba usted un mendrugo, un hueso que roer. No: usted es un héroe: ama la miseria, desprecia el dinero. Pero los héroes no mendigan propinas. ¡Vaya un héroe, que no se atreve a clavarme la vista, ni a sentarse en presencia del vicioso! Yo adoro los vicios; comer calandrias traídas de Europa, trufas, foie gras, beber Sauternes, Pommardí y Mumm —¿comprendes?— y entreabrir los más deliciosos muslos de mujer con que jamás soñaste, y colgar en mi cuarto pinturas que valen lo que el resto de la casa. Yo no miento como tú; yo digo claro lo que me gusta, lo que conquisté. Y no lo conquísté devolviendo carteras, y pidiendo limosnas.
El señor se divertía excesivamente. El obrero empezó a temblar.
—El honrado espera la propina. La espera de mi bondad, es decir, de mi cobardía. Yo no soy de los que sueltan cien pesos para consolarse de tener un millón. No te daré un centavo. ¿Honrado, tú? Eres despreciable y perverso. ¿Honrado, tú, que has tenido en la mano la salud de tu mujer, la alegría de tus niños y has venido a entregármelas?
El obrero vio en los ojos azules del señor algo glacial y triste: la verdad; y siguió temblando. El señor cogió los billetes de la cartera y los arrojó al fuego. Ardieron, y el obrero ardió también de repente. Agarró el cuello del capitalista y trató de echarle a tierra para pisotearlo. Pero no pudo; su enemigo estaba bien alimentado y hacía mucha esgrima en el club; el infeliz intruso fue dominado, alzado en vilo, lanzado del aposento, precipitado por las escaleras, despedido a la calle, donde llovía, donde hacía frío y caía la noche. ..
Y el señor sonrió considerando que por algunos instantes había convertido un esclavo abyecto en hombre, él, que tan acostumbrado estaba al fenómeno inverso.
L A M A D R E
UNA LARGA noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.
El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos que oscilaban al soplo nocturno. Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió
gritando en la sombra.
Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía. Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo.. .
Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia. La mujer miró al niño que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca, ancha ventosa sedienta de vida y de dolor. Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dio las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.
MARGARITA
MARGARITA era una niña ingenua.. .
Juan fue su primer enamorado. Con el corazón lleno de angustia, el afán en los ojos y la súplica temblorosa en las manos, Juan la confesó su amor profundo y tímido. Margarita riendo le contestó: "Eres feo y no me gustas". Con lo que Juan murió de sentimiento. Margarita era una niña ingenua.
Pedro se presentó después. Tenía bigotes retorcidos y mirada de pirata. Al pasar dijo a Margarita: "¿Quieres venir conmigo?" Margarita palpitante le contestó: "Eres hermoso y me gustas. Llévame". Se poseyeron en seguida, y Margarita quiso desde entonces amar a Pedro a todas horas, sin sospechar que su pasión era exagerada. Pedro no pudo resistir, y murió extenuado en poco tiempo. Margarita era una mujer ingenua.. .
La entusiasmaba lo que brilla, el sol, el oro, el rocío en las perfumadas entrañas de las flores y los diamantes en las vitrinas de los joyeros. Como era bella, un viejo vicioso la dio oro y diamantes. El rocío y el sol no estaban a la venta. Margarita, volviendo la cara contra la pared, entregaba al vicio del viejo su cuerpo primaveral. El viejo sucumbió pronto, dejando pegada para siempre a la fresca y pura piel de Margarita una enfermedad vergonzosa. Margarita era una mujer ingenua...
Creía en los Santos. La exaltaban las místicas volutas del incienso, las mil luces celestiales que centellean en el altar mayor, tragaba a su Dios todos los domingos, y una mañana de otoño le dio su alma, adornada con la bendición papal. Margarita era una viejecita ingenua...
LA ULTIMA PRIMAVERA
YO TAMBIÉN, a los veinte años, creía tener recuerdos.
Esos recuerdos eran apacibles, llenos de una melancolía pulcra. Los cuidaba y hacía revivir todos los días, del mismo modo que me rizaba el bigote y me perfumaba el cabello.
Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. El amor era lo único que había en el universo; el porvenir, un horizonte bañado de aurora y, para mirar mi exiguo pasado, no me tomaba la molestia de cambiar de prisma.
Yo también tenía —¡ya!— recuerdos.
Mis recuerdos de hoy.. .
¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan inútilmente, tan estúpidamente. Cuando mi alma era una herida sola, y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal. Yo sé que huiré al confín de la tierra, buscando corazones sencillos y nobles, y que allí, como siempre, habrá una mano sin cuerpo que me apuñale por la espalda. ¿Quién me dará una noche de paz, en que contemple sosegado las estrellas, como cuando era niño, y una almohada en que reposar después mi frente tranquila, segura del sueño?
¿Para qué viajar, para qué trabajar, creer, amar? ¿Para qué mi juventud, lo poco que me queda de juventud, envenenada por mis hermanos?
¡Deseo a veces la vejez, la abdicación final, amputarme los nervios y no sentir más la eterna, la horrible náusea!
Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados.
Hay flores marchitas, aplastadas por el lodo, que no por eso dejan de exhalar su perfume candido. Hay almas que no son más que bondad. Yo encontraré quien me quiera. Si esas almas no existen quiero morir sin saberlo.
En un rincón miserable, en una buhardilla, debajo de un puente, en el hueco de una peña, no sé dónde, ni en qué continente, me espera mi hermana.
Yo la encontraré. Y no la dejaré escapar, no. Y viviré mi última primavera.
LA RISA
SE NOS FUE la risa de los niños, la risa de los dioses; ya no desborda nuestra alma y nos tortura la sed. La música de la risa se cambió en hipo; se cambió en mueca la onda pura que resplandecía sobre los rostros nuevos. La risa ahonda nuestras arrugas y revela mejor nuestra decrepitud.
La risa noble se volvió alevosa. El signo de la alegría plena se convirtió en signo de dolor. Si oís reír, es que alguien sufre. Hemos hecho de la risa una daga, un tósigo, un cadalso. Se mata y se muere por el ridículo. Nuestro patrimonio común parece tan ruin, que el poder consiste en la miseria ajena, y la dicha en la ajena desventura. Nos repartimos aviesamente la vida, y nos reconforta la agonía del prójimo. Náufragos hambrientos apiñados sobre una tabla en medio del mar, nos alivia eI cadáver amigo que viene a refrescar las provisiones.
Entonces reímos, enseñando los dientes.
¿Dónde están las carcajadas que no rechinan y rugen y gimen, las que no hacen daño?
Es cómico perder el equilibrio, caer y chocar contra la realidad exterior, que, cómplice de los fuertes, siempre se burla. Por eso el justo es risible: ignora la realidad, ya que ignora el mal. Por eso no es digna de risa la doblez, sino la confianza; no la crueldad, sino la blandura de corazón. Un loco malvado no será nunca tan grotesco como un loco generoso. ¿Quién lavará el celeste semblante de Don Quijote, escupido por las risotadas de los hombres? También los hombres se rieron de Jesús, y le escupieron.
Aunque no sea más que en efigie, el público necesita risa, necesita sangre. La risa es casi todo el teatro.
Y siendo el dolor de cada uno el dolor de los demás, manifestado fuera de ellos, la risa universal es un quejido. Escuchadla bien, y descubriréis en ella los espasmos del sollozo. No hay mayor amargura que reírse de sí mismo, y esto es a lo que cualquiera risa se reduce. La risa llora y maldice. Es la convulsión del animal enfermo, el aullido de pavor ante el desastre. Es la rebelión contra la fatalidad de haber nacido; así la risa, ensuciando la fuente del amor, ha inventado la obscenidad y ha degradado nuestros cuerpos; ha deshonrado el deseo y ha hecho de la reproducción un espectáculo bufo.
Y es preciso reír, hasta la muerte y hasta de la muerte. Mal necesario, al realizarse desaparece. Riamos para limpiar de nuestro espíritu el júbilo salvaje y para marchar serenos hacía nuestras víctimas.
A J E N J O
TRES DEDOS de ajenjo puro —tres mil millones de espacios de ensueño.
El espíritu se desgarra sin dolor, se alarga suavemente en puntas rápidas hacia lo imposible. El espíritu es una invasora estrella de llama de alcohol fatuo. Libertad, facilidad sublime. El mundo es un espectro armonioso, que ríe con gestos de connivencia.
Ya sé. . . ¿qué sé? No sé; lo sé todo. La verdad es alegre. Un horno que sacude en la noche su cabellera de chispas. Ráfagas de chispas veloces, onda de fuego que se encabrita. Por todas partes la luz que abrasa. Arder, pasar, aullidos de triunfo.
La vida está desnuda. Me roza en su huida, me araña, la comprendo, la siento por fin. El torrente golpea mis músculos. ¡Dios mío! ¿Dios? Sí, ya sé. No, no es eso.
¿Y debajo? Algo que duerme. La vuelta, la vuelta a la mentira laboriosa. El telón caerá. No quiero esa idea terrible. Desvanecerse en las tinieblas, mirar con los ojos inmóviles de la muerte el resplandor que camina, bien. Tornar al mostrador grasiento, al centavo, al sudor innoble. . .
Ajenjo, mi ajenjo. ¿Es de día? Horas de ociosidad, de amor, de enormes castillos en el aire, venid a mí. Mujeres, sonrisas húmedas, el estremecimiento de las palabras que se desposan, vírgenes, en las entrañas del cerebro, y cantan siempre...
Ajenjo, tu caricia poderosa abandona mi carne. Me muero, recobro la aborrecible cordura, reconozco las caras viles y familiares, las paredes sucias de la casa. . .
Las estrellas frías. Las piedras sonoras bajo mis talones solitarios. La tristeza, el alba. Todo ha concluido.