FLORES BALBUENA, OGWA
Nació en Puerto Caballo, al Norte Bahía Negra, Chaco Paraguayo, 1.937. Pertenece al Grupo Ebytoso de la Etnia Ishir-Chamacoco. Su clan es el Posháraha. Nombre indígena: Ógwa. Fue iniciado en la cultura chamacoco a los 12 años.-
En el año 1.989 comienza a dibujar escenas de la cultura chamacoco apoyando el trabajo de los antropólogos nacionales e internacionales.-
En el mes de abril de 1.994 realizó la ilustración del libro "Desde el encendido corazón del monte" de René Ferrer.
En setiembre expuso en los locales de la OIPIC, con los auspicios de la UNICEF. En noviembre sus diseños fueron utilizados en las tarjetas navideñas de la OIPIC. En octubre realizó una muestra en la galería de Arte Yatay. En diciembre ganadora del premio "Genaro Pindú" otorgado en el bosque de los artistas bajo la organización de Hernan Guggiari.-
En 1.996 la Sub-Secretaría del Estado de Cultura organiza en el Museo de Bellas Artes de Asunción una exposición de diseños coloreados suyos.
(Fuente: "DICCIONARIO DE LAS ARTES VISUALES DEL PARAGUAY", de LISANDRO CARDOZO, editado con los auspicios del FONDEC (FONDO NACIONAL DE LA CULTURA Y LAS ARTES), Asunción-Paraguay, 2005).
HISTORIA DE VIDA E IDIOSINCRASIA DE ÓGWA: Nuestro personaje es un ejemplo eminente de las circunstancias que singularizan en la actualidad la vida de los integrantes de las llamadas sociedades indígenas. Es decir, se trata de grupos humanos que están sujetos a complejísimos procesos de ajuste y transacción con el mundo blanco dominante; por consiguiente, sépanlo concientemente o no, todos y cada uno de sus miembros son seres de -o entre- dos mundos. Ni son ya del todo indígenas ni son aún del todo blancos, pero no se resignan tampoco a renunciar a ninguno de esos dos horizontes mentales y morales en el seno de los cuales transcurren azarosamente sus vidas. La satisfacción de las necesidades inmediatas de la subsistencia material -el alimento o el cobijo- está regulada todavía por las viejas pautas reciprocitarias de la ayuda mutua; empero, se sustraen cuidadosamente a ellas todos aquellos bienes de inequívoca filiación occidental, a cuyo mera utilidad -entre las cualidades que determinan su valor de uso- se añade prioritariamente la reputación simbólica que brindan. Así, aunque los indios todavía sigan compartiendo generosamente su comida o su choza con quien las necesite, muestran no obstante un egoísmo extremo con el dinero y ciertas pertenencias y símbolos de prestigio; indistintamente antiguos o modernos. Tales serían, a guisa de ejemplo, el numerario constante y sonante, las armas de fuego, aquellos artilugios electrónicos y ópticos de difusión masiva debido a su baratura, o aún -aunque hay que reconocer que este último caso sólo representa una mera prosecución de las antiguas pautas referentes a su propiedad, antes individual que colectiva-, los conocimientos y técnicas provenientes del acervo mitológico o mágico tradicional, las destrezas cinegéticas, las técnicas oratorias y cuentísticas y los poderes chamánicos.
Muchos acontecimientos de la vida de Ógwa condujeron a que se consolidasen al extremo las oposiciones y tensiones de dicho campo de fuerzas. Nacido entre 1932 y 1936, no se sabe bien, fue el fruto de los amores de un blanco, un desertor advenedizo de la Guerra del Chaco -del cual, al margen de que desapareció muy pronto, casi nada más se sabe- con una mujer ebidóso; quien siempre lo miró como a un intruso indeseable. Casada después con otro ishír, la línea de la pureza étnica - por no llamarla pureza de sangre- trazó para ella el linde entre su descendencia anterior, ilegitima y vergonzante (en cuyo seno lo relegó), y su descendencia legítima (los hijos con su nuevo esposo). Desde muy niño, pues, su madre y sus hermanastros hicieron todo lo posible por marginarlo del ámbito familiar. La magnitud del maltrato infligido por éstos y de la distancia afectiva impuesta por aquélla se trasluce en la escena casi visual del relato 52; donde evoca su expulsión de la comunidad familiar congregada en torno a la mesa, con la necesidad consiguiente de cocinarse su comida con los elementos que le daban y comérsela a solas.
Su verdadera familia fueron en realidad los demás ishín. Mientras, que a favor de los estrechos lazos emocionales y afectivos generados durante la reclusión iniciática compartida por todos ellos, algunos jóvenes de su generación siguieron siendo sus amigos entrañables, otros adultos y ancianos de buena voluntad lo fueron entrenando desde muy joven en las rudas tareas del obraje y la vida rural chaqueña. Entre los primeros se cuenta a Coquito (Coco Gamarra), un personaje en cierto modo trágico; quien años más tarde, fuera de quicio por la ebriedad contumaz de su madre, durante una noche infausta asesinó a un bromista enmascarado que aterraba a los indios haciéndose pasar por un ser monstruoso (relato 53). Entre los segundos, casi de pasada ya que se trata solamente de menciones muy escuetas, figuran apenas los apellidos de Gaona, Galarza, Cleto, Máximo y Octavio Pancho (Cháléké).
Desde que fue un muchacho que debió lanzarse a este mundo sin apoyo familiar alguno, la narración de su vida conforma una secuencia bastante confusa; similar a un viejo film, difuminado y oscurecido por el tiempo, algunos episodios, empero -sea por su dramatismo o su carga de reminiscencias-, actúan como los puntos de convergencia de su memoria, y en torno suyo tienden a ordenarse los relatos. Merece repararse, pues, en sus andanzas y malandanzas como novel cocinero de obraje de apenas once o doce años; intermediario involuntario entre el rigor contable del patrón y el rudo hedonismo de los peones. En sus peripecias junto con Coquito-como auxiliar doméstico de un estanciero blanco; tan autoritario y arbitrario como generoso y paternal. En sus tareas coleo peón en obrajes y chacras; donde fue testigo de pendencias, equívocos y varias tragedias. En su temprano casamiento con Wéztak, una muchacha del clan küt'ümerexá con la cual convivió hasta su fallecimiento en 2005. En sus intentos de consolidar su frágil economía doméstica, haciéndose cazador de animales de piel por cuenta propia. En la época -tal vez la mejor de su vida- trabajando en Puerto Diana como mozo de mano de las misioneras norteamericanas de New Tribes. O, en una seguidilla de sucesos infaustos -en su mayoría guardados pudorosamente en la penumbra-, tales como las pérdidas económicas y el rapto de sus hijas traídas consigo por sucesivas inundaciones fluviales; el asesinato de un yerno y más tarde de un hijo; o, la ebriedad, la venida a Asunción con sus penurias sin cuento, y el avance irrefrenable de un mal ocular, que fatalmente acabará dejándolo en la ceguera. Desde 1989, pues, esas desdichas fueron señalando los jalones de su declinación material y moral; pero también, de su rescate a través de la pintura.
Desventuras y dolores del calibre de los señalados, inevitablemente terminan alterando y corroyendo la personalidad de cualquiera. Del Ógwa, aún juvenil y optimista de 1971, al Ógwa caviloso y apocado de hoy media un largo trecho. Muy semejante, al que a lo largo de la historia paralela de mi vida, está trazado entre las ilusiones de ayer -cuando recién comenzaba mi aventura etnológica con los chamacoco- y mi decepción de hoy; tanto por la desesperanza que continúa pesando más y más en la existencia de los indios como por el curso actual de estos estudios, cuya multiplicidad de perspectivas semeja más a una anarquía de voces destempladas que a un diálogo fecundo.
Sin embargo, por grandes que fueron, las desventuras y dolores fueron apenas una parte de los factores que acuñaron su personalidad actual. Junto con ellos, actuaron de manera decisiva las situaciones y avatares surgidos de su imperiosa inserción en un nuevo medio cultural y social. Partiendo desde una posición sumamente frágil -dada por el ambiente entre indígena y campesino donde se educó-; luego hubo de transitar en un mundo en el cual no sólo las reglas eran otras sino que, por principio, lo situaban en una posición subalterna. De partida, ahí él era indio y los otros blancos; si bien le reconocían un talento innato, nunca dejaron de medirlo con los parámetros fijados por el arte occidental a la pintura llamada FAUVE O INGENUA; y. por si faltara algo, acatando también esa peculiar ley del mercado vigente sólo en el marco colonial, su obra pictórica no sólo era novedosa y llamativa sino increíblemente barata.
El más débil debió aprender, pues, cómo insertarse en el seno de un medio más fuerte. Sin embargo, nuestro personaje pronto intuyó las dos o tres reglas básicas indispensables. O sea: multiplicar sus contactos, mejor aún lo más independientes entre sí; generar siempre hechos consumados, sin dejarle casi opciones al interlocutor; o, extremar la reserva, y más aún la humildad, en forma tal de suscitar la piedad de la gente. En suma, yendo y viniendo, fracasando y corrigiendo, insistiendo y volviendo a insistir, poniendo en juego una tenacidad de la cual no muchos serían capaces, Ógwa revivió por su cuenta aquella vieja máxima de melifluo por fuera y férreo por dentro. Nació así el Ógwa de hoy, cuyo temple había cambiado para siempre.
(Fuente: EL ORIGEN DE LA PINTURA – MITOLOGÍA, MEMORIA ÉTNICA Y AUTOBIOGRAFÍA DEL ARTISTA ÓGWA por EDGARDO JORGE CORDEU. Biblioteca Paraguaya de Antropología – Volumen: 61, Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica (CEADUC), Asunción-Paraguay 2008. Diseño de tapa e interior: Claudia López// Corrección: José Antonio Rubio // Fotos: Deisy Amarilla, Sebastian Eyzaguirre, José Zanardini y Elena Mayeregger).