PHILIP ROTH DESENCADENADO

 Por BLAS BRÍTEZ

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Lady Macbeth y Raskólnikov —personajes arquetípicos de la literatura occidental, paridos por las plumas preñadas de intensidad humana de William Shakespeare y de Fiodor Dostoievski, respectivamente— tienen en común el crimen y el tránsito por los infiernos de la culpa, en la antesala de la fiebre o de la locura. Dante dio centralidad a la culpa (y al castigo) en la Edad Media —la misma centralidad que ocupa en la cultura judeocristiana dominante hasta hoy—, y la llevó a extremos punitivos y escatológicos muy propios de la imaginería medieval, aunque la originalidad del florentino es innegable en materia de los tormentos físicos que trae aparejados la culpa. Franz Kafka sería entonces el escritor moderno de la culpa. El otro, tal vez, es Philip Roth.

A diferencia de Lady Macbeth y de Raskólnikov, Alexander Portnoy no ha matado a nadie. No se siente enfermo ni aniquilado, ni ve en sus manos la mancha imaginaria de sangre que le recuerde un crimen. No ha cometido ninguno, de hecho. No. Al personaje de El lamento de Portnoy (1969) —tercera novela del escritor nacido en Newark, Nueva Jersey, Estados Unidos, en 1933, y fallecido el pasado martes— se le cruzan en el sexo los tantos de la modernidad capitalista, por un lado, y de la cultural ortodoxia de las comunidades judías de la clase media norteamericana, por el otro. Cuando Portnoy es adolescente, la masturbación es la culpa de las culpas. Se llama a sí mismo "el Raskolnikov de los pajilleros": la pegajosa prueba está en todas partes. "Y desagradó a los ojos de Jehová lo que hacía, y a él también le quitó la vida", dice el admonitorio narrador del Génesis para justificar la muerte de Onán, el más antiguo de los "pajeros" de que se tenga noticia: la masturbación (el sexo fuera del "mitzvá", el "mandamiento", parece traer la muerte).

No solo la sexualidad es la puerta de entrada de la culpa en la obra narrativa de Roth, a pesar de que con ello tocó una tecla actualísima de lo más frágil, quizá, que tiene nuestra especie, entre la naturaleza y la cultura. También lo es la imposibilidad de cumplir a cabalidad los roles que son, finalmente, como "mandamientos", imposiciones en los que chirría lo social, generación tras generación. En Némesis (palabra que significa castigo o venganza, u otra manera de llamar a la justicia, como la entendieron los griegos), la culpa es otra vez tema principal. En la serie de novelas que tienen como narrador o protagonista a Nathan Zuckerman —álter ego que ha envejecido con Roth a lo largo de tres décadas, y tiene apariciones simplemente antológicas desde su nostalgia, como en Sale el espectro— y en alguna que otra novela, la culpa (o su ausencia, como en el impecable crepúsculo del actor de La humillación) puede ir desde una paternidad fracasada hasta el cinismo impávido de una vejez impotente, a menudo "inservible".

Con Operación Shylock (en donde él mismo es un personaje), el judío que había en Roth molestó bastante al establishment sionista israelí. Allí sugiere (por boca de alguien que se hace pasar por él) que los judíos deberían volver a su tierra prometida: Europa. A muchos no les gustó la broma. Broma no era, al parecer, la ucronía que practicó con puntillosidad en La conjura contra América, en el que se respira opresivos aires parecidos a los Estados Unidos de hoy, bajo Donald Trump.

Unos años antes de morir, cuando todavía era una figura visible en los medios, Roth sorprendió a todos al anunciar que dejaría de escribir. No de publicar: de escribir. Como recordó el escritor argentino Juan Forn, Roth había visto a su maestro, el también judío Bernard Malamud, llegar a una vejez en la que su escritura era ya una caricatura en sí misma. El prosista elegante y penetrante que había en Roth no se permitiría jamás semejante traición al lector.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Viernes, 25 de Mayo de 2018

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