EL PLACER DEL TEXTO

 Por BLAS BRÍTEZ

@Dedalus729

En un ensayo del libro Estilos radicales, la escritora estadounidense Susan Sontag (1933-2004) despliega pirotecnia explicativa al listar los cuatro argumentos característicos que se acostumbra a desenvainar en favor de la séptica separación que —como algunos ven— debe haber entre la pornografía y la literatura. Su reflexión, que data de la década de 1969, es hoy absolutamente válida para entender el fenómeno comercial en el que se ha convertido lo que muy ligeramente se llama "literatura erótica", y que experimenta un auge bastante ajeno a los tiempos en los que el Marqués de Sade pasó veintisiete años de su vida encarcelado, autor de obras que escandalizaron a la sociedad francesa del siglo XIX.

En el texto, titulado "La imaginación pornográfica", la autora de Contra la interpretación denuncia la obsesión puritana con que muchos ven los vínculos entre la pornografía y la literatura. Los detractores de este matrimonio (Sontag habla de los críticos literarios) resaltan el efecto que, supuestamente, genera la naturaleza de esta relación, lejos según ellos de la espesura literaria: la excitación. Algo que excita no puede ser literatura, afirmaban aquellos críticos.

Aquí surge por añadidura la sospecha congénita de la "alta cultura" —hoy ya clásica— hacia los subgéneros literarios: son la B de la literatura. La liga de los pequeños equipos de barrio, a menudo populosos y fieles (no pocas veces fanatizados y monotemáticos, tanto en las letras como en fútbol). Entre estos equipos destaca, más que cualquier otro, la ciencia ficción, no siempre respetada en su nombradía, a pesar de H. G. Wells y Philip K. Dick. Podrían sumarse la novela policial, la de terror y otras inagotables vertientes, cuyo auge Sontag no conoció o conoció poco: las novelas con vampiros, con zombies, etc. El cómic —que entre otras cosas también es literatura—, asimismo fue mucho tiempo infamado, a pesar de las brillantes divagaciones acerca de su centralidad en la cultura occidental que hace Umberto Eco en Apocalípticos e integrados (1964).

La enfática ensayista objeta el argumento de la preeminencia fisiológica. Opone el "detalle" evidente de que hay pasajes de libros no "pornográficos" –que van del medieval Geofrey Chaucer al contemporáneo D. H. Lawrence, por citar dos escritores separados por seiscientos años– que excitan a los lectores. Pero son solo pasajes, objetaría alguno. Siempre es bueno recordar la confesión de Fernando Savatar quien, en un libro que se llama Despierte y lee, y trata sobre el placer de la lectura, contó que en los años en que Sontag escribió su ensayo él leía a saltos las novelas de la best seller austriaca Vicki Baum solo para encontrar las partes que le proporcionaran "mejores posibilidades masturbatorias". Honestidad brutal que le llaman.

Sontag amonesta y diagnostica el afán reduccionista de los críticos anglosajones, como una patología no enunciada de una fervorosa moralina. Dice: "Es más plausible limitarse a subrayar que la pornografía continúa teniendo una sola intención, en tanto que cualquier obra literaria verdaderamente valiosa tiene muchas". Por lo tanto, según ella, una obra puede ser pornográfica y al mismo tiempo literaria a condición de que sea más que pornográfica. Es lo que son Justine y Filosofía en el tocador, de Sade.

Más allá del debate alentado por Sontag, ¿para qué leer si no es para excitar el cerebro, soberano centro de toda excitación? El origen latino del verbo "excitar" auxilia: algo se pone en movimiento en nosotros a causa de una placentera influencia foránea; algo hace salir de su estado al "ser" mediante "el placer del texto". Es la pornografía cotidiana de la buena literatura.

Fuente: ULTIMA HORA (Online)

Sección OPINIÓN

Lunes, 29 de Enero de 2018 - 01:00

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