UNA DESOLACIÓN APASIONADA

 Por BLAS BRÍTEZ

@Dedalus729

Es muy probable que nunca los hombres y las mujeres viajaran tanto y a tan diversos lugares –por gusto, privilegio, necesidad u obligación– como en nuestros días. Además de que existe una literatura de viajes propiamente dicha –en crónica o ficción– que goza de cierta popularidad e interés antropológico, la narrativa actual abunda en personajes que viajan, que se desplazan, que migran. No escasamente la marcha de estos suele ser la expresión de una crisis personal, acaso de época. En el caso del padre y el hijo de La carretera, la novela de Cormac McCarthy –quienes erran a pie por un paisaje posapocalíptico, empujando un carrito de supermercado, buscando el mar, combatiendo el hambre y evitando la muerte y el recuerdo fatídico de la madre ausente, como si fuera una metáfora del desmadre–, la crisis también es colectiva, como en los libros que ya inspira el éxodo sirio hacia Europa. Mucho menos visibles, pero más concentradas y misteriosamente inquietantes son las crisis que provocan el viaje en los libros de W. G. Sebald.

En la posguerra mundial, el escritor fue al colegio en la pequeña ciudad de Sonthofen que, según sus propias palabras, "podría considerarse un paradigma del fascismo", con sus amplios cuarteles militares. Fue educado en una atmósfera de catástrofe y culpa. Su obra abunda en aquella, aunque a menudo no se encuentre huella alguna de una escritura moral que remita a esta. Veinteañero, migró a Inglaterra y se instaló en el condado de Norfolk, en donde vivió hasta su muerte temprana en 2001. En un accidente automovilístico, como Albert Camus. Aunque Sebald tuvo un ataque cardiaco antes de embestir un camión, lo que el escritor Rodrigo Fresán definió como una muerte "sebaldiana". La edición castellana de Los anillos de Saturno (1995) lleva el subtítulo "Una peregrinación inglesa". Peregrinación es otra palabra que le sienta bien a Sebald, quien en este volumen viaja por el condado de Suffolk y registra con inflexión poética lo que ve. Parece poco lo que irá a contar, pero uno no sabe cómo de repente deviene testigo, mientras se describen acantilados y pueblos anodinos del Este de Inglaterra, de las sangrías milenaristas en las guerras contra el imperio inglés en la China decimonónica; o de lo que une en el Congo colonial al navegante y escritor Joseph Conrad con el traidor a la corona británica, el anticolonialista Roger Casement.

Sus libros están teñidos de brochazos autobiográficos, pero no siempre es posible dilucidar, ni hace falta, cuánto de Sebald hay en el que aparece en sus textos. Austerlitz (2001) –su novela última que demasiados escritores a lo largo del mundo han considerado una cumbre– es un libro de una extraña perfección. Su escritura tiene la típica distinción reflexiva en la mezcla de géneros que jalonó su trabajo, aunque aquí suceden cosas novelescas. En el personaje que da nombre al libro, alguien en la búsqueda de un pasado y de una identidad que nace de la herida del Holocausto, encontramos a un hombre cuyo lugar preferido es la estación de trenes de Amberes, en Bélgica: un sitio en movimiento permanente en el que él no se mueve, escribe y dibuja. Allí las personas tienen "la misma expresión apesadumbrada de los animales del zoo", como si fueran "los últimos miembros de un pueblo reducido".

Sebald narró con melancolía el desarraigo contemporáneo, pero también algo oscuro en nuestra naturaleza humana.

Acaso la destrucción (y autodestrucción) del mundo (y de la humanidad), cuya visión por parte del escritor, como intuyó Susan Sontag un año antes de la muerte de Sebald, fue una desolación apasionada.

Fuente: ULTIMA HORA (Online)

Sección OPINIÓN

Lunes, 15 de Enero de 2018 - 01:00

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