EL HIERRO CANDENTE DE LA POESÍA

 Por BLAS BRÍTEZ

@Dedalus729

De entre los poetas españoles que florecieron en la segunda mitad del siglo XX, es a la poesía de José Hierro (1922-2002) –nacido en Madrid, pero cantábrico inmarcesible– a la que vuelvo siempre. En ella descubro asombros nuevos en poemas viejos. En diciembre pasado se han cumplido quince años de su muerte. Cuando acaeció, en las páginas del Correo Semanal de este diario hubo algún poeta local (no recuerdo quién) que valoró su obra y la homenajeó. En Paraguay, incluso poetas del nuevo siglo prefieren la influencia de la ibérica Generación del 27 a la de las nuevas promociones de la posguerra civil española. Por ella optaban ya hace sesenta o setenta años los poetas de Vy'a Raity en la década del 40 y los de las academias literarias del Colegio San José y de la Facultad de Filosofía, una década después. Un poco de Blas de Otero y otro tanto de Gabriel Celaya corrieron por las venas de nuestros poetas cívicos. Pero acaso poco de José Hierro.

Es un caso particular que atrae poderosamente. Fue capaz de escribir hondos sonetos clásicos, "poesía social" sin la cháchara en la que aún después de la suya caería cierta expresión cansada y repetitiva, poemas que escenifican una lucha a muerte y ejemplar con el lenguaje en dos de sus libros que tienen ediciones anotadas: Cuánto sé de mí (1957) y El libro de las alucinaciones (1964). "La poesía de Hierro debiera ser social, cronológicamente, pero solo es social además", escribió sobre él Francisco Umbral, quien escribió sobre todos los escritores españoles de la centuria pasada. Agregó: "Algunos críticos y poetas no entendieron nunca que Hierro estaba haciendo algo más profundo que denunciar el estraperlo o la cárcel en alguna revista sin lectores y sin consecuencias".

Hacia el final de su vida publicó un libro que es una especie de condensación de toda esa amplia maestría lírica desperdigada a través de los años, desde hace setenta: Cuaderno de Nueva York (1998). Es un vicio ese libro: tiene amargura pero también tiene las palabras en los lugares exactos para nombrar las cosas memorables de la vida en una ciudad que puede ser cualquier ciudad. Como hay en él un constante homenaje a los grandes personajes que directa o indirectamente pertenecen a la historia cultural de Nueva York –entre versos reflexivos y filosos, en la veta tan genuinamente existencial que caracteriza toda su obra–, hay mucha música, por supuesto.

Hierro tuvo un padre telegrafista. Qué oficio tan enigmático que se tragó el siglo XX. Personajes entrañables inspiró en la literatura. No hay más que recordar el de Roa Bastos: Chepé Bolívar, el telegrafista de Manorá. Ignoro si el padre aparece en alguna novela o cuento, pero el haber sufrido cárcel por haber interceptado el cable con el que los fascistas llamaban a la sublevación a los militares de Santander en 1936, lo merece. Hierro visitaba a su padre. Traficaba información y eso le costó también la cárcel. Cuando salió tenía 22 años. En 1947 escribió un libro que habla del mundo que vio derrumbarse ante sus ojos con la guerra. Lo tituló Alegría. Hablando de un cotidiano héroe sobreviviente de nuestro tiempo, escribió diecisiete años después: "Dio razón y entusiasmo a su vida: se la jugó con alegría a una carta tapada".

Por estas cosas se vuelve a Hierro. Es como un compañero de ruta que te recuerda los fulgores por los que hay que seguir en la ruta.

Fuente: ULTIMA HORA (Online)

Sección OPINIÓN

Lunes, 08 de Enero de 2018 - 01:00

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