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EDUARDO AMMATUNA

  LOS HIJOS DE LA IGLESIA, 2013 - Novela de EDUARDO AMMATUNA


LOS HIJOS DE LA IGLESIA, 2013 - Novela de EDUARDO AMMATUNA

LOS HIJOS DE LA IGLESIA

Novela de EDUARDO AMMATUNA

Arandurã Editorial

Asunción – Paraguay

Febrero 2013 (249 páginas)



INTRODUCCIÓN

Los hechos que muchos de los hijos de la Iglesia Católica Apostólica Romana han producido a lo largo de la historia y del presente, han minado la confianza de los creyentes en sus guías espirituales, han socavado y puesto en duda la fe hacia ella, han menospreciado la inteligencia de sus fieles y han abierto el camino del abandono de los templos y de la emigración hacia otras doctrinas religiosas.

Si bien la presente obra literaria, mezcla de realidad y ficción, se encuadra dentro de los parámetros que corresponden a una novela de suspenso, también debe ser leída no solo como un reclamo a los que ensucian a la Iglesia, sino también como una protesta social ante la más repugnante miseria en la que viven incontables seres humanos, y un apoyo a todos/as los/as religiosos/ as probos/as.



-1-

EL ENCUENTRO

Como un cardumen de sardinas huyendo de sus predadores, corrían todos juntos y muy unidos hacia un lado, cambiaban de rumbo hacia el lado opuesto e intempestivamente volvían hacia sus pasos, giraban nuevamente, se retorcían y contragiraban hasta reventar como luces de artificio hacia todas partes... Todo era en vano; no había salida alguna; la danza macabra, en consecuencia, se fue diluyendo con ayes de desesperación, dolor, llanto y sangre por doquier. África mía, África nuestra... ¡No, nunca lo fue! ¡África sigue siendo de ellos, de otros, de los demás, de quienquiera que sea, pero no de nosotros! De pronto, entre agonizantes y muertos despedazados, aparecieron junto a mí tres figuras borrosas por el humo del fuego y de las armas, que se abalanzaron sobre mi espalda buscando una ilusoria protección que yo no podía brindarles.

El poblado de escaso vecindario, situado solo Dios sabe a cuánta distancia de la Reserva de Caza del Kalahari central, era una “cosa” miserable, ruin, atosigada de infortunio, y en donde sus habitantes quizás los más indigentes del planeta, necesitaban de las manos de todos los hombres de bien del mundo para dejar esa infame vida de supervivencia, sacrificada y sin más futuro que la fatiga, el hambre, el miedo y el mirar pasar el tiempo sin solución, ni piedad.

Cubrí con mis brazos a mis tres refugiados, los protegí, o creí hacerlo, de la confusión producida por la lluvia, el lodo, el perturbador olor de la sangre, huesos y pelos quemados, del desquicio propio de la persecución y matanza, y de las mentes enturbiadas y atiborradas de impulsos irresistibles de matar y matar; y conseguí arrastrarlos hasta unas matas que se encontraban a un centenar de metros del lindero de la aldea; y allí, por el terror y el frío permanecimos juntos por interminables horas como si fuésemos un solo ser.

Así como llegaron (los asesinos) tempestuosamente, como una furiosa ola rompiendo contra el acantilado se fueron; fue un instante eterno.

No existía ninguna razón para bajar hasta la aldea, ya ni siquiera había fuego, solo quedaban cuerpos trozados con machete, despedazados con cuchillo, mucho humo y cenizas; no se oían gemidos, ni se veían signos de vida; solo rondaban las almas de los desdichados buscando las partes de sus antiguos cuerpos antes de partir hacia el infinito. No quedó nadie, ni para sufrir siquiera..., ni tan solo un perro para gemir junto a su dueño.

Conmocionado, pensé que al fin y al cabo estaba mejor que todos murieran, así no quedarían sufriendo por sus espeluznantes heridas, ni por los seres queridos que perdieron. Nadie lloraría a nadie. ¡Qué inmensa tristeza!

- Dalili, toma a los pequeños y vámonos. Aquí ya no hay nada que podamos hacer.

En ese momento no tuve el valor de preguntarles si dejaban padres y hermanos que enterrar; para mi suerte mental y espiritual, ellos tampoco me dieron ninguna señal al respecto; no hicieron ningún gesto, ni dejaron caer una lágrima; la vida ya los había endurecido a su tierna edad.

Nuestra huida fue azarosa y más prolongada de lo esperado porque debíamos dejar los caminos auxiliares, que no eran más que senderos en sitios deshabitados, peligrosos, y posiblemente no faltos de miradas indiscretas o indeseables para nosotros, y tratar de seguir por la ruta principal sin subir a ella. Caminamos y caminamos, ora por tierra plana, ora por terrenos accidentados, sin más comida que la que teníamos en el pensamiento y algunos frutos silvestres que disminuían nuestra sed.

Al final del día, dormir se hizo imposible por causa del cansancio que nos había traspasado, y el miedo de encontrarnos con algún niño soldado, convertido por la fuerza, por temor y por las drogas en asesino, que estuviera moviéndose como adelantado de alguna otra banda tribal como la que arrasara con la aldea de Dalili, Mbe y Kendi. La tensión y el insomnio provocado por ello hacían volar mis pensamientos e imaginar cosas que llegaban cerca de la irracionalidad.

He visto muchas matanzas, y también leído y escuchado sobre ellas; matanzas de todos los colores, razas, creencias y religiones en este continente condenado por otros. ¿Será que mi Dios, o los dioses de esta África no ven las cuencas de los ojos llenas de insectos, de

los famélicos niños de hinchados vientres cargados de vermes que sobreviven en la inmundicia y sueñan con un vaso de agua; niños con enfermedades y dolores, más que cualquiera otros, pero que sus llantos, aunque sentidos, no son atendidos porque son considerados parte de la infame vida que tienen que transitar; niños mancos, sin piernas o pies, arrancados por minas y por otros seres “humanos” nativos y no nativos, como los nefastos “colonizadores” europeos (belgas, portugueses, ingleses, holandeses, españoles, etc.), borrachos de desmedida ambición? ¡Dios me libre de mis pensamientos!, pero a veces creo que el Señor debería enviar Legados, no Pontificios, sino Divinos, porque hasta ahora no se está pudiendo cumplir el trabajo misional de humanizar el mundo. Estamos tan lejos de los códigos morales del Señor. ¿Será que no damos todo de nosotros, o que África no es el verdadero centro de interés? ¡No, no lo creo así, pero tampoco puedo explicar el por qué de lo que pasa aquí!

A punto del colapso, a lo alto del valle vimos la pequeña casucha, en medio de un gran patio poblado de árboles ralos. Les hice una seña para apurar el paso, y en menos de media hora de penosa subida arribamos a la cuidada y única casa de Dios en cientos o más de kilómetros a la redonda. Era casa, porque era del Señor, no por su aspecto ni por su grandiosidad; y si bien llevaba el grandilocuente nombre de Prefectura Apostólica, a duras penas el padre Gilberto la mantenía firme para poder cumplir con su misión de evangelizar. La sola voluntad irreductible del padre, no era suficiente para incrementar el número de creyentes, bautizarlos en el catolicismo, y lograr que su Prefectura, como era su utopía, se convirtiese en un Vicariato Apostólico y “gobernar” en nombre del Vicario de Cristo.

Aparte del Obispo de la diócesis de Gaborone, del cual dependía el padre Gilberto, casi nadie de la curia occidental sabía de su existencia. Gilberto bien podría ser considerado como un monje eremita, como uno de los tantos que habitaron las tierras del noreste de África a lo largo del río Nilo; quizás no tanto como el padre del desierto Antonio Abad, ni como los ermitaños de Nitria, Abuna Makarios o San Pancomio, pero algo similar en su propio estilo; y desde luego no por coincidir con esa filosofía de vida espiritual sino por fuerza de la realidad; no vivía en una celda ni en colonias, rezando y recitando salmos todo el día, pero sí, al igual que ellos, alejado del mundo y a la vez vinculado indirectamente a él.

—¡Buenos días! ¿Es usted el prefecto?

—Así dice en mi nombramiento; prefecto temporal -respondió el padre con una amplia sonrisa beatífica, sin dejar de observar a sus cuatro imprevistos y singulares visitantes sucios, sudorosos, olorosos y polvorientos-, No se queden ahí parados, hermanos; entren, entren, que la casa del Señor es la casa de todos. Soy el padre Gilberto.

—Padre, ellos son mis amigos... Dalili, Mbe y Kendi..., y yo soy Dirie Anga. Estamos así porque desde hace días deambulamos por las sabanas y bosques, en busca de alguna ruta segura que nos condujera a alguna ciudad en donde pudiéramos protegernos hasta decidir qué hacer. Estando de paso hacia Gaborone, me vi envuelto, gracias a Dios por no haber sido totalmente, en la masacre infernal de una pequeña aldea. Fue allí donde me encontré con estos tres “jovencitos”. De, y en la aldea no quedó nada; y como los tres no me han dicho una sola palabra acerca de la cuestión, tampoco sé más de lo que le estoy contando. Aparecieron junto a mí en medio de la furia, y yo los recogí para evitar que los mataran. No sé si entre los restos quedaron los de sus padres o parientes; como le dije aún no me refirieron nada.

—¿Alguna idea de quienes fueron?

—Ninguna, pero es de suponer que no eran de una tribu nativa por las armas y vehículos.

—Humm..., o fueron guerrilleros o explotadores de minas.

—Pero aquí hace mucho que no se habla de guerrilleros activos.

—Son bandas que entran de países vecinos “en busca” de mano de obra para las minas ilegales, o bien para sus grupos de combate. Secuestran a los más sanos y fuertes, y al resto los matan.

—Estuvimos cerca entonces.

—Mucho más de lo que crees; pero no debes asombrarte ni creer que son exclusivos, también lo hicieron a lo ancho de la tierra y a lo largo de la historia los romanos, los griegos, los españoles, los holandeses, los nazis, y cuántos más.

—¿Has tenido problemas con tu iglesia?

—Intentos sí, pero por gracia de Dios pudimos negociar con algunos de ellos y no nos molestan más allá de lo soportable.

El padre aclaró que en realidad el término negociación no se ajustaba estrictamente a la realidad; y que el arreglo del que hablaba era más bien una consecuencia fortuita de un acontecimiento que bien pudo haber sido muy desagradable. Explicó que el recinto donde está trabajando la misión católica, normalmente está bajo la mirada de las bandas y de las tribus cercanas; y que si en algo se podrían diferenciar era en que los primeros no entendían razones porque cuando llegaban para sus fechorías estaban drogados; en cambio, los segundos (las tribus nativas), no actuaban afectados por alcaloides, ni por el solo instinto de matar, por lo menos en esa área. Dijo también que las luchas tribales eran más bien debido a una cultura de revancha o venganza por algún motivo previo, aunque en cierta forma primaba simplemente el odio o el deseo de apropiación.

Los guerrilleros son de temer, en especial los que tienen entre ceja y ceja la idea de que los cristianos, principalmente los católicos, somos extremistas contrarios a sus ideas políticas, y que metemos mucho nuestras narices en lo que no nos corresponde.

—Actúan por impulso y con extremada violencia.

Gracias al Señor, que las bandas entendieron que lo que buscan aquí no lo tenemos, ni lo escondemos; pero nunca se sabe qué pasará mañana.

Al escuchar sus últimas palabras me entró súbitamente un temor imposible de ocultar.

—Dirie, parece que te puse los pelos de punta con mi relato -dijo sonriente.

—Casi -respondí, enarcando hacia abajo las comisuras de mis labios.

Si antes me entró temor, ahora un frío, muy frío, me recorrió la espina dorsal, porque pensé qué pasaría con mis “chicos” si yo los dejase aquí, como tenía pensado hacerlo. No podía llevarlos conmigo, pero tampoco imaginaba darles a las bandas lo que andan buscando. Tres inocentes al cuidado de un sacerdote muy confiado, daba para pensar.

—El tema es complicado, ya lo sé -continuó diciendo Gilberto sin imaginar lo que yo estaba pensando-, pero junto con misioneros originarios de África, y con convicción y fe en el trabajo a desarrollar, iremos adelante y sin temor. Confiando siempre en Dios -aclaró.

—Y..., sí -atiné a farfullar sin mucho convencimiento, pensando en los cinco clérigos que fueron enviados a África en misión evangelizadora como castigo por aportar datos para el informe secreto “Nessun Dorma” sobre la corrupción en el Vaticano. (1) Indudablemente, esos hombres no se ajustaban a los perfiles de los misioneros a los que el padre Gilberto hacía alusión.

Sin dudas él había nacido para evangelizar, en cambio yo que no poseía ese don era más escéptico; mientras que para Gilberto todo era posible, yo estaba convencido que convertir a los nativos por el solo testimonio de la fe, sería harto difícil; y a través de milagros, a menos que estuviera en total sintonía con el Señor, era un sueño, una ilusión, casi una fantasía, de las que uno propone a su imaginación como posible; aunque tratándose de Dios nada se puede descartar.

Gilberto, estaba convencido que de acuerdo al número de niños, jóvenes y adultos que bautizó, su feligresía católica aumentó en proporciones increíbles; pero en su inmensa felicidad el padre no contemplaba que muchos de los bautizados, sin entender muy bien sobre el porqué lo hacían, y menos aún sin tener una idea clara sobre el cristianismo occidental u oriental, no volverían jamás a pisar su humilde capillita.

Tampoco sus ansias de ayudar le permitían entender sobre el sentimiento anti-colonizadores de sus feligreses.

Entre ellos y entre muchos otros africanos, ciudadanos del conjunto urbano, la colonización occidental y cristiana no era vista con buenos ojos, porque los colonialistas imponían su ley, y a través de sus respectivas iglesias (Católica Apostólica Romana, y protestantes ), trataban de convencer y/o también imponer sus pensamientos religiosos.

Todos (gobiernos, compañías y colonizadores) aplicaron al África el laissez faire, laissez passer, le monde va de lui mëme (Dejad hacer, dejad pasar, el mundo va por sí mismo), pero no solo en el campo económico, sino en todos los aspectos, porque les convenía tenerlos (al pueblo) bajo condiciones de ignorancia y vida infrahumana, para no tener problemas durante la expoliación de las riquezas. El proceso colonizador no fue libertario; jamás intentaron liberar a los hombres y mujeres del “continente negro” de la condición inhumana en la que se encontraban; todo lo contrario, los sometieron, esclavizaron y los expulsaron de sus territorios; \laissez faire, laissez passer!, \statu quo ante colonia!, \statu quo ante bellum in coloniam!, \statu quo ante occupatio!, o algo así, es lo que “acomodaron”.

Indudablemente África era como la América de los españoles.

Buena parte de los africanos, de una u otra forma, entendía que los países colonizadores y sus “descendientes”, no solo esquilmaban, sino que formaron toda una clase civil y militar de “ausentes”; ausentes roídos de ambición de poder, del poder que los llevaría hasta los porcentajes de las compañías.

El cambio hacia la cristiandad, y específicamente hacia el catolicismo en esta África inmanente, unida inseparablemente a su esencia primigenia, enfrentaba muchísimos obstáculos que vencer paso a paso, comenzando por aceptar que la Iglesia se encontraba en una situación de estancación, como lo estaba también en países de Europa y América, debido a los innúmeros desatinos de varios muchos de sus hijos terrenos, engrandecidos por sus coqueteos con el poder, el delirio y la lascivia, hasta el punto de llevar a la práctica durante siglos la idea expresada en la frase (atribuida al político y filósofo San Casciano del Valle de Pesa) “il fine giustifica i mezzi”, sin consternación alguna no obstante ser contraria en todo sentido a la doctrina cristiana.

Todos estos razonamientos asociados, hacían que la seguridad que él creía ver en su territorio misional, en la realidad no existiera, ni estaba cerca; lo cual me llevaba una y otra vez al punto principal de lo que tenía rondando en mi cabeza. ;Qué hacer con Dalila, Mbe y Kendi?

Cuando cupo la oportunidad, le expliqué al padre el problema que tenía con mis “jovencitos”, y le pregunté cuáles eran las posibilidades que había de ubicarlos en algún sitio seguro, fuera del alcance de la muerte, de la esclavitud y del abandono al que quedaban sometidas las víctimas de las bandas asesinas.

—Hermano, ni tú podrás ir muy lejos con ellos, ni ellos querrán ir muy lejos contigo..., ni con otro tampoco. Aunque no hablen, ni expresen sus sentimientos, los tienen y bien fuertes. Por más que no les quede más nadie en este mundo preferirán quedarse cerca de sus símiles; eso no lo dudes. Su sangre y sus espíritus pertenecen por siempre a esta tierra avasallada con ferocidad y perversa hipocresía.

Gilberto tenía razón por el lado en que lo mirase, y por más que le diese una y otra vez la vuelta al problema, llegaba a idéntica conclusión.

*

— ¡Padre Dirie! ¡Padre Dirie! ¡Padre Dirie! ¿Se va mañana?

—Mañana antes del mediodía, hijos.

—No se preocupe por nosotros; el padre Gilberto nos prometió que todos estaremos bien.

Dirie abrazó a sus tres desdichados amigos, y con lágrimas en los ojos, los llevó cobijados entre sus brazos hasta la casucha de la Prefectura Apostólica.

Dirie Anga, si bien era hijo de un brasileño y una mujer angoleña, entendía muy bien a Dalili, Mbe y Kendi, pues él también había pasado muchos años de su vida entre marginados del Brasil y del África (para el padre Dirie, el África era una sola y única desgracia).



2

ILUSTRÍSIMO Y REVERENDÍSIMO

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor:

Soy un sacerdote que ejerce su ministerio en la Prefectura Apostólica dependiente del Apostolicus Vicariatus Francistaunensis. Le escribo esta carta para presentarle mi preocupación ante la situación inusual que se ha presentado en esta casa del Señor; y al mismo tiempo, dada su reputada madurez y sabiduría, solicitar su sabio consejo al respecto.

Hace una semana se llegó a la Prefectura el padre Dirie Anga con tres pequeños nativos, huyendo del genocidio perpetrado, aparentemente, por “recolectores” de mano de obra apoyados por nativos de otra tribu cercana, doce a quince días atrás, en la aldea limítrofe con la Reserva de Caza del Kalahari. Estimo que: Mbe y Kendi, juntos, no sobrepasan los diez años de edad, y, Dalili, los trece; aunque ella bien podría tener catorce, o un poquito más. ¡Dios lo sabe!

Rvdmo. Señor, los dos niños y la joven adolescente no pueden ser devueltos a su aldea porque ya no existe, ni enviados a otra porque no son afines; y ni pensar, a las autoridades jurisdiccionales, porque sería un despropósito tal, que nuestro Padre Celestial jamás perdonaría; tampoco pueden ser alojados indefinidamente en mi pequeña Prefectura... ¡Me perdone Dios por este pensamiento!... Razones por las que debo, con la ayuda de nuestra Santa Iglesia, encontrar un sitio para estos infortunados seres. Expresado en otros términos, necesito su ayuda para lograr este cristiano propósito.

Sepa disculparme por las molestias causadas, pero no tuve opción diferente debido a la actual ausencia de nuestro querido Obispo Cecil. Estaré atento a sus indicaciones.

De V. Excia. Revma. fiel servidor, que besa Su pastoral anillo.

Padre Gilberto

PD: Si los términos de mi carta no son los adecuados, ruego las disculpas debidas; soy un sacerdote a la antigua aún.

*

El padre no las tenía todas consigo, pues el Vicario Episcopal le había respondido que las únicas alternativas eran las Diócesis de Rustenburg, la de Pietersburg y la de Tzaneen; pero las tres estaban en Sudáfrica, lo cual iba de contramano con las necesidades de los tres nativos; y con el agravante que según el “Comunicado Final de la Asamblea Anual del Consejo Sudafricano de Sacerdotes” (1), la diócesis de Pietersburg vivía momentos difíciles por la desaparición del sacerdote Onías Maropola; lo que equivalía a suponer que también las otras diócesis eran susceptibles a idéntico problema. Lo que no le dijo y que Gilberto ignoraba, era que también las relaciones entre sacerdotes y obispos no iban por buen camino; existía una inquietud por la disparidad económica entre ellos.

La solución la encontraría el padre en Gaborone, después de remitir una nueva carta a Su Excelencia Reverendísima, el obispo.

Al final, tras consultas y consejos, el sacerdote envió a Mbe y a Kendi a Gaborone, y a Dalili la puso en manos de una congregación similar a las de las Misioneras de Nuestra Señora de África, que desde su fundación a mediados del 1800 sirven a Jesucristo haciendo un trabajo pastoral, en el continente africano. La esperanza del sacerdote, respecto a la jovencita, se resumía en términos breves en lo siguiente: si (ella) pudiera sellar las heridas recibidas, y aquietar el espíritu, quizás podría interesarle con el tiempo, en un futuro desconocido, pero no lejano, ingresar a la congregación y servir a su pueblo o a los otros pueblos de África, ayudando y predicando la palabra del Señor.

Dirie no dejaba pasar un mes sin escribir pidiendo noticias acerca de cómo les iba yendo a los tres jovencitos, que junto con la ayuda del Espíritu Santo, había salvado de una terrible muerte. Para el cura viajero, los tres eran algo especial, muy íntimo; juntos, por una extraña coincidencia, habían zafado de la muerte y eso los convertía en una parte muy significativa de una etapa fuera de lo común de su vida. En su trajinar por las distintas diócesis, arquidiócesis y cuantas sedes apostólicas le tocaba en suerte asistir, en cuanto podía se tomaba un tiempo para visitar a Mbe y a Kendi, quienes seguramente por su corta edad cuando se produjo el hecho, habían absorbido con inusual rapidez la vida que llevaban ahora. A su vez Dalili, debido a su proximidad a los ritos religiosos de su comunidad y a la cercanía del paso de la pubertad a la mayoría de edad, estaba más tranquila con su nueva vida. Probablemente no pensaba que esa forma de existencia iba a ser para siempre, o por muy largo tiempo, pero la tranquilidad y sobre todo la seguridad que le ofrecía por cuanto le resultaba atrayente; tanto que asimiló con prontitud las nuevas costumbres. No las conocía en profundidad, pero tampoco era ignorante de ellas, porque su comunidad a lo largo de los años había tenido alguna forma de relación (buenas y/o malas) con misioneros de diferentes religiones.

Ella originariamente provenía del pueblo Herero, aunque debía tener también algún lejano parentesco, o así lo creía el padre Gilberto, con los Herero-Himba, porque este pueblo es el único de esa región africana que practica la doble filiación, y el reconocimiento de una descendencia directa a través de la madre y otra a través del padre; única explicación posible para dar crédito a lo que afirmaba Dalili: “Tengo parientes Himba y Herero”. Si bien estos pueblos estrechamente vinculados por sus orígenes, ya se habían separado hacía más de doscientos años, lo que hacía difícilmente creíble la teoría; pero quién sabe, porque como dice Gilberto: “Todo es posible en este Reino del Señor”. Cierto o no, ambos pueblos tenían sobre sí una historia de tragedias calcadas unas de otras; ambos habían nacido y crecido en la violencia. Los San (Herero), al igual que otras comunidades con iguales, similares o diferentes afinidades raciales, lingüísticas y culturales en su historia degustaron del sabor amargo de los colonialistas europeos de diversas religiones. Los portugueses que llevaron la “civilización” y la codicia al Cabo de Buena Esperanza, casi aniquilaron por medio de las armas y de las enfermedades a la comunidad San; los holandeses, que desposeyeron a los portugueses (1652) de sus colonias del sur de África, hicieron otro tanto; y los ingleses que a su vez se alzaron con las colonias de los holandeses tuvieron igual actitud.

Esta forma de avasallamiento, aniquilamiento y posesión de riquezas ajenas (oro, diamante, esmeralda, cobre, jade, y otros) continuó hasta bien entrado el siglo XX, para luego proseguir bajo otra cara; la de la “democracia de la fuerza” más apartheid.

Todas las tribus, además de sufrir el sometimiento obligado por los imperios, penaron por la brutalidad de los colonos que llegaron anexos con las tropas imperiales, y que con el tiempo se declararon “colonos independientes”..., o rebeldes para los ingleses (Bóeres), padecieron también la persecución de sus propios gobernantes. Desde mediados de los noventa, cuando se creó la Reserva de Caza del Kalahari Central, el gobierno del país (independiente desde 1966), con el fin de dejar las tierras libres para el turismo y la explotación de piedras preciosas, forzó la salida de los San de Bot- suana de la tierra de sus ancestros, incluso con el uso de la milicia, para llevarlos a asentamientos extraños a ellos establecidos por el gobierno (pasando por encima del Tribunal de Justicia, que había declarado la acción de inconstitucional). A los San que osaron regresar, las autoridades como castigo, no les proveyeron de agua, ni les permitieron cavar pozos para obtenerla. (2)

También conoció de muchas otras atrocidades; quizás la más despiadada les fue infringida por el imperio alemán por más de un cuarto de siglo, cuando su territorio tradicional de origen fue convertido en colonia alemana; Deutsch-Südwestafrika (África del Sudoeste Alemana). Apenas iniciado el siglo XX, el general Adrián Dietrich Lothar von Trotha, después de derrotar al pueblo Herero, los obligó a internarse en el desierto del Kalahari, y ordenó a su ejército disparar a matar sin discriminación de sexo ni edad, y a envenenar todos los pozos de agua en los que pudieran saciar su sed, a lo largo de 200 kilómetros.

“La nación herero tiene que abandonar el país, y si no lo hace, la obligaré por la fuerza. Todo herero que se encuentre dentro de territorio alemán, armado o desarmado, con o sin ganado será fusilado.

No se permitirá que permanezcan en el territorio mujeres o niños, y se les expulsará para que se unan a su pueblo o serán pasados por las armas. Estas son las últimas palabras que dirigiré a la nación herero, como ilustre general del poderoso Emperador de Alemania)”. (3)

¡Si no tendrían los tres nativos, calamidades y dolores ancestrales! ¡Claro que los tenían!, pero también tenían, gracias a Dios, una defensa innata contra las desgracias e infortunios para absorberlos.

Eso les permitió adecuarse a las nuevas realidades.



-3-

PECADOS DE GILBERTO

Querido hermano Dirie:

Mbe y Kendi, tú sabes de ellos más que yo, pero puedo garantizarte que ambos están igual de bien que cuando los viste el mes pasado; en cuanto a Dalili, gracias al Señor, está comportándose como una joven responsable y madura en su trabajo. En la congregación, quiere y es querida por todas las hermanas. Por su actitud, cuidadosa y atenta en lo que hace, la Hermana Superiora la integró al grupo de monjas encargadas de la atención de los enfermos. Con el idioma no tiene problemas porque las hermanas asignadas hablan el Otjiherero; y Dalili, que algo entiende, pelea cara a cara con nuestro idioma. Sinceramente creo que nuestros amados hermanitos, se alejaron definitivamente de las manos del mal, Dios mediante tus manos; ahora están disfrutando de una plena vida, una vida acorde con sus edades, una vida en Cristo. No quiero con ello significar, que la vida que llevaban en su aldea antes de lo ocurrido, haya sido carente de bondad, pero esa forma de vida no debiera haber existido. Hermano, creo que estoy blasfemando porque todo existe y pasa porque Él lo quiere así. Extraños caminos que aún no podemos comprender. Estoy tan absorto en mi trabajo pastoral que no puedo pensar como debiera; en una sola frase he blasfemado y he negado, sin desearlo, verdades de la fe; feliz de mí que vivo en este tiempo, pero, ¡ay!, de mí si no lo fuera así, y me hubiera escuchado el Gran Inquisidor del Santo Oficio.

Hermano Dirie, por otra parte, estoy muy contento, como supongo tú también lo estarás, por el modo en que nuestra Iglesia se está proyectando en África. Roma estima que cerca del 50% de la población es cristiana; y aunque los católicos somos un poco menos que los protestantes, estamos muy por encima de nuestros “primos- hermanos” ortodoxos, y nos llevamos indiferentemente bien con los musulmanes; ellos están más fuertes en el norte, creo yo. En este territorio misional, castigado por la violencia, por las sangrientas luchas fratricidas (aunque ellos no lo vean así), por el racismo entre colores de piel y la pobreza incontrolable diseminada por doquier al igual que el SIDA; los católicos estamos trayendo, cada vez más, luces de esperanza. Roma nos apoya decididamente, y eso eleva nuestro espíritu y nuestras fuerzas. Entre hospitales, dispensarios y leproserías ya sobrepasamos los 6.000; además nuestra Iglesia proveyó de hogares para los ancianos y los minusválidos (por nacimiento, enfermedades y guerras); construyó escuelas, y formó muchos misioneros nativos, que amén de difundir el evangelio están ayudando a traducir la Santa Biblia a las lenguas nativas.

Querido hermano, estoy convencido que pronto África se convertirá en la nueva patria de Cristo.

Tu hermano en Dios, Gilberto

*

El padre Dirie leyó la carta con la detención propia de quien quiere masticar cada palabra para “catarla” y llegar al trasfondo de su significado, y al mismo tiempo saborear sus sensaciones si es que las tienen. El religioso quedó espiritualmente conforme con la situación de Dalili, Mbe y Kendi; pero volvió a leer otra vez la misiva para quitarse toda duda que pudiera tener al respecto.

Antes de la salida del sol, se levantó, se aseó y se dirigió a la capilla con la intención de orar arrodillado en el reclinatorio.

El ensueño angustioso y tenaz de esa noche no le había permitido conciliar un sueño tranquilo; fue una noche rara, llena de pesadillas que no fueron producto de una cena voluminosa; no fue una consecuencia de haber pecado por gula; nunca había tenido esa debilidad; ni su eterno andar se lo permitía. Dirie era diferente a Gilberto; éste era un cura simple, humilde, afectuoso, de gran espíritu y manso como una paloma; pero no tonto, se arrimaba para tomar el arroz, pero no se dejaba agarrar con engaños; era un religioso que estaba plenamente convencido que el Espíritu Santo lo había tocado para entrar a la Iglesia, y se sentía realizado y conforme con su vida al servicio de Dios; Dirie Anga, en cambio, tenía muchas de las cualidades espirituales y morales de Gilberto, pero era más crítico, más analizador, y eso lo llevaba a tener que sobrellevar continuos conflictos; y esa noche terrible, antes de dormir, tuvo que soportar uno de ellos. Iniciaba sus oraciones a Dios, y no podía terminarlas; la mente le llevaba una y otra vez hacia otros pensamientos diferentes. Al quinto intento, ya no se opuso y se dejó arrastrar por ellos, pero sin haber soltado el hilo que todavía le unía a Dios en ese sacro momento arrodillado frente a Él... Lo que rondaba su mente era lo dicho por Gilberto: “(...) en una sola frase he blasfemado y he negado, sin desearlo, verdades de la fe; feliz de mí que vivo en este tiempo, pero, ay de mí si no lo fuera así, y me hubiera escuchado el Gran Inquisidor del Santo Oficio El padre Dirie conocía perfectamente lo sucedido durante la Cruzada contra los seguidores del catarismo (doctrina considerada hereje por la Iglesia Romana), sabía lo que el Papa Inocencio III conjuntamente con el Rey Felipe II de Francia, había ordenado llevar a cabo. Los cátaros (población, ciudades y castillos), asentados en el centro-sur de Francia, en el triángulo formado por Montpellier-Toulouse-Perpignan, constituían un movimiento religioso que sostenía que el universo estaba constituido por dos mundos; el espiritual creado por Dios, y el material creado por Satán; que la Iglesia Católica formaba parte de este último mundo, y que solo se llegaba a la salvación llevando una vida dedicada a la perfección espiritual. El epilogo de la guerra fue: primero excomunión, segundo exilio, tercero confiscación de los bienes, y cuarto exterminio (la ciudad de Béziers fue tomada por asalto y su población pasada a cuchillo). (1)

La promesa del “arbiter mundi” y “rey de reyes”, Inocencio III, para los combatientes que se unieran a la lucha, fue la de liberarlos de todos sus pecados.

Tampoco escapaba a su conocimiento (Dirie), que doce años después que el Papa Gregorio IX diera carácter oficial a la Inquisición, y que ésta fuera puesta en manos de la Orden Mendicante de los dominicos (después de la muerte de su fundador, mediante la bula Ille humani generis del año 1232), dos centenas de habitantes de la fortaleza cátara de Montsegur, que había hasta entonces resistido, fueron quemados en la hoguera (2); que los religiosos franciscanos espirituales, que rechazaban los fideicomisos, el dinero, las construcciones desmedidas, y el traspaso formal de propiedades al papa, fueron excomulgados, y cuatro de ellos, eclesiásticos ascetas quemados en la hoguera (1318) por el papa Juan XXII (3); y que los “Caballeros del Orden del Templo” (monjes-soldados), principales autores de las cruzadas en Tierra Santa, impulsada por los mismos papas de la Iglesia, en su ocaso fueron acusados por la Santa Inquisición francesa (con el consentimiento más que tácito del Papa Clemente V, y el consentimiento activo del arzobispo de Sens Felipe de Marigny, de los obispos y de los cardenales que participaron en los concilios y tribunales) fueron enviados por años a las mazmorras y torturados inmisericordemente, para luego ser quemados en la hoguera a fuego lento, por acusaciones mayoritariamente inverosímiles.

“Fragmentos de la orden de detención (...)

Gracias al informe de varias personas dignas de fe hemos sabido una cosa amarga, una cosa deplorable, una cosa que (...), un pernicioso ejemplo del mal y un escándalo universal...Hemos sabido recientemente, gracias al informe que nos han facilitado personas dignas de fe, que los Hermanos de la Orden de la Milicia del Temple, ocultando al lobo bajo la apariencia del cordero, y bajo el hábito de la Orden, insultando miserablemente a la religión de nuestra fe (...)cuando ingresan en la Orden y profesan, se les presenta su imagen y, horrible crueldad, le escupen tres veces al rostro; a continuación de lo cual, despojados de los vestidos que llevaban en la vida seglar, desnudos, son conducidos a la presencia de quien los recibe o de su sustituto y son besados por él conforme al odioso rito de su Orden, primero en la parte más baja del espinazo, segundo en el ombligo y tercero en la boca, para vergüenza de la dignidad humana.

(...) Esta gente inmunda ha renunciado a la fuente del agua viva, reemplazando su gloria por la estatua del becerro de oro e inmolando a los ídolos. .. Aquel a quien se recibe (...) si un hermano de la Orden quiere acostarse carnalmente con él, tendrá que sobrellevarlo porque debe y está obligado a consentirlo, según el Estatuto de la Orden, y que por eso, varios de ellos por afectación de sodomía se acuestan el uno con el otro carnalmente y cada uno ciñe un cordel en torno a su camisa que el Hermano debe llevar sobre sí el tiempo que viva; y se dice que estos cordeles se colocan y se disponen en torno al cuello de un ídolo que tiene la forma de una cabeza de hombre con una gran barba y que esta cabeza se besa y se adora (...).

Además, los sacerdotes de la Orden no consagran el cuerpo de Nuestro Señor.

Después de ésta, se abrirá una investigación especial sobre los sacerdotes de la Orden...”. (4)

“...Se reúne el concilio provincial de Sens bajo la presidencia de Marigny, y sentencia a cincuenta y cuatro Templarios que se habían retractado...

Los cincuenta y cuatro fueron quemados vivos..., en París, en una hoguera situada en las inmediaciones de la Puerta de San Antonio.

Otros cuatro fueron quemados en Senlis (actual departamento de Oise) días más tarde, y otros nueve en Reims (capital de la Champagne-Ardenne)”. (5)

“La realidad es -intentamos dejar las cosas en su justo medio- que ni los Templarios (seres humanos, al fin y al cabo, con virtudes y defectos) fueron el modelo de cualidades descrito por Bernardo de Claraval y otros apologistas de la Orden. Pero jamás fueron, en modo alguno, los seres depravados y sacrilegos pintados por Felipe el Hermoso’, sus legistas y sus jueces.. ”. (6)

Esa noche rara, Dirie Anga despertó agitado, mojado de sudor y con un temor irracional...; en sueños se había encontrado con tres desconocidos, que para su mente adormecida, todos ellos eran el padre Gilberto, con sus extremidades superiores desmembradas e inferiores dislocadas después de haber pasado por el “Potro”, con la garganta y el ano desgarrados después de haber sido sometidos a la “Pera del Papa”, y con el cerebro escurriéndose por las cavidades oculares después de haber sido comprimido por el “Aplastacabezas”.

Aturdido todavía, se quedó sentado en el borde de la cama, con la cabeza metida entre sus manos, y con los ojos cerrados, tratando de rememorar el sueño que tuvo, para así intentar quitárselo definitivamente de la cabeza... “Dirie se veía rezando, mientras caminaba por el extenso corredor del monasterio, un corredor que no tenía final; y súbitamente se encontró dentro de una amplia habitación, de dimensiones similares al galpón viejo del monasterio; iluminada con antorchas sostenidas por soportes enclavados en las paredes manchadas por el humo; el sitio olía a aceite quemado, a miedo, a olores corporales y a corrupción; y en él se percibía la ausencia total de santidad y misericordia. Distribuidos estratégicamente en su interior estaban los instrumentos de tortura, que los religiosos inquisidores utilizaban para obtener las más “puras” confesiones de sus prójimos terrenales; sin cargo de conciencia, pues la tortura había sido autorizada por los Vicarios de Cristo, Inocencio IV (bula Ad extirpanda) y ratificada por Clemente IV. Dirie Anga giró la cabeza al escuchar un chirrido..., y allí de pronto estaba frente a sí el padre Gilberto, colgado, desnudo, atado de pies y manos, sostenido por sogas amarradas a las argollas del cinturón de cuero que llevaba puesto; en una humillante y ridícula posición a la que le obligaba la soga que estiraba sus piernas, dejándolas paralelas al piso, y las otras cuatro, que obligaban al torso a mantenerse erguido; el padre estaba sentado, pero en el aire. A centímetros por debajo del cóccix, casi tocando sus nalgas, estaba ubicada una pirámide de metal desusadamente grande en comparación con la región glútea del padre, sostenida por tres largas patas de madera. Alrededor de tamaña grotesca escena, estaban sentados el monje inquisidor y el monje que fungía de notario, ambos vestidos con hábitos de color negro; y parados en un rincón, un tosco verdugo y su ayudante. Dirie se dio vuelta para no ver ni “escuchar” el desgarrador grito de Gilberto cuando su cuerpo inmovilizado caía sobre la afilada punta de la pirámide que le desgarraba el ano, los testículos y los intestinos cercanos a ellos...; apenas hubo girado, y se le apareció otra vez el padre Gilberto, con la vagina hecha jirones; era el otro Gilberto, hombre-mujer de sus sueños, pero esta vez solo gemía porque tenía la quijada destrozada. Respiró profundo varias veces, pero no consiguió apartar de la mente los destrozos que hicieron la “Cuna de Judas” y la “Pera del Papa”, en el cuerpo inmaculado del padre Gilberto.

Buscando el olvido, como era su costumbre, volvió al patio para contemplar al cielo; y mirando las titilantes estrellas dijo para sí: “Es aterrador lo que hicieron, pero todo debería ser juzgado en el contexto de la época”...; inmediatamente otra pregunta se apoderó de su mente: “¿Pero por qué no debería, simplemente, ser juzgado bajo la doctrina de nuestro Señor Jesucristo, que es igualitaria y obligatoria seguir en todas las épocas?”.

¡Nada podía justificar la tortura, ni la muerte simple, ni la muerte atroz deliberada de herejes, homosexuales, presos, fugitivos, borrachos, mercaderes deshonestos, infieles, judíos, madres solteras, brujas, poseídos, prostitutas, rateros y otros más!

¿Qué había pasado con la infalibilidad de los supremos de la Santa Sede? ¿Por qué quisieron evangelizar con el terror y las armas? ¿Por qué los dominicos no imitaron a santo Domingo de Guzmán, que predicando con el ejemplo de vida ascética entre los herejes cátaros, había logrado conversiones y hasta había fundado (en la Prulla), un monasterio para mujeres convertidas de la herejía? ¿Hubo de por medio arreglos políticos- religiosos entre la Iglesia y los “reinadores”? ¿Qué tan importantes e indispensables fueron, que obligó a los representantes de Cristo a desviarse del único camino del cristianismo?

Era mejor dejar de lado el uso de la razón en este tipo de análisis, y seguir haciendo lo que dictaba el corazón.

Después de sus oraciones, el joven padre se sintió inmensamente feliz de no haber sido partícipe de las horrendas salvajadas de sus “hermanos en Cristo”.

El ánimo para proseguir su misión le había vuelto al cuerpo.



-4-

LA VIOLACIÓN

Hermano: ha ocurrido algo sumamente grave; en cuanto esté completamente seguro de ello te lo explico. Ahora parto para allá. Si se confirma el dato, en cuanto te avise vente para la prefectura.

P. Gilberto.


Cuando Dirie recibió la esquela quedó estupefacto, y preguntándose ¿qué había pasado? No entendía a qué se refería exactamente Gilberto; tantos temas espinosos referentes a problemas religiosos y de religiosos, habían encarado en los días previos que se le hacía imposible dilucidar de buenas a primera el texto de la escueta nota. Sus obligaciones y responsabilidades diarias en la diócesis lo tenían tan abrumado que dejó a un lado el intento de análisis, y optó por esperar la siguiente misiva.

Lunes, martes, miércoles..., lunes; ya el tiempo de espera se hacía prolongado y no había noticias del hermano Gilberto. El día jueves, solicitó permiso a sus superiores con el fin de trasladarse hasta la Prefectura Apostólica en busca de alguna respuesta; algo etéreo le hacía pensar en que lo expresado por el padre tenía algo que ver con alguno de los pequeños. El permiso le fue denegado; debía dar término primero a su plan de gira apostólica, y después se conversaría nuevamente acerca del permiso solicitado. Dirie dejó con angustia pasar otros dos días, y hábilmente cambió la ubicación de las localidades a visitar poniendo a Tshane en segundo término, con la intención de ir primero hasta la prefectura. Estaba, si ya no lo hizo al presentar su agenda de recorrida, cometiendo el pecado de mentir; y conscientemente. Si bien su pecado no era parte de los pecados capitales, era sí, uno de los mandamientos que estaba obligado a respetar..., “no dirás falsos testimonios ni mentirás”. Este mandamiento le hizo repensar en lo que estaba haciendo; y lo que estaba escrito en Apocalipsis 21:8: “Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”; le hizo desistir de sus intenciones.

Terminó su tarea del día, y antes de la colación final fue hasta el jardín contiguo al refectorio para relajar su atribulada mente.

Su agenda de actividades por segunda vez, no obtuvo el permiso correspondiente. Dirie sintió alivio por no haber pecado totalmente (aunque eso no existe), pero no pudo desprenderse del posible sentimiento de culpa por no allegarse junto al hermano Gilberto.

Hermano:

Vente para aquí que tengo las respuestas que esperabas.

P. Gilberto


Más llevado por una sospecha intuitiva que por otro motivo, Dirie decidió partir; esta vez no solo hizo realdad la mentira, sino que también había descendido más profundamente..., había roto uno de los tres Consejos Evangélicos, el voto de obediencia; o al menos el voto de obediencia sacerdotal que les debía a mis superiores de la Congregación. Todo fuera por el hermano Gilberto; ojalá no hayan equívocos.

Dirie Anga arribó al diminuto poblado, cercano al kilómetro 203, sacudió su ropa impregnada de polvo, se calzó la mochila a la espalda, y bien dispuesto se aprestó a caminar los veinte o más kilómetros que restaban para llegar a la Prefectura Apostólica. A escasa distancia del lugar donde se encontraba, un nativo, de los tantos del lugar, devoto de los símbolos y santos de la Iglesia Católica ya mimetizados con sus deidades autóctonas, delgado, fibroso, sin gramos de grasa para repartir, vestido con una camisa de color rosa y un pantalón descolorido, se acercó a Dirie y lo tomó del brazo con tanta fuerza, que ni con el movimiento reflejo contrario pudo zafarse de él.

—Padre, no resista y venga conmigo -le dijo en voz baja el hombre, a la vez que lo llevaba a estirones.

Dirie aflojó la tensión y se dejó llevar por el pequeño hombrecillo de “garras” firmes.

La intención del sujeto era sacarlo lo más rápidamente posible de entre la gente que se acumulaba en el lugar cada vez que arribaba algún maltrecho camión de pasajeros y carga. El intento de cubrirlo fue bueno, pero en los pueblos chicos todos se conocen, y si bien al padre no lo conocían, a Tsonga sí.

—Padre, confíe en mí; lo llevaré a donde tiene que ir, pero quítese la cruz que lleva colgada en el cuello.

—¿Adonde? -inquirió Dirie a su afable secuestrador.

El hombrecillo hizo caso omiso a la pregunta.

—Voy junto al padre Gilberto -terminó diciéndole Dirie, rendido ante las circunstancias.

—Lo sé -le contestó esta vez.

A la hora y media de caminar, porque Tsonga no quiso subir a los dos o tres camiones que pasaron junto a ellos, el hombrecillo se apartó de la ruta para tomar el sendero que corría en ángulo oblicuo. Dirie lo miró sin decir nada, y siguió los pasos de Tsonga porque pensó en su interior, que alguna razón debería tener para continuar por allí. No quería pensar mucho al respecto, pues si el hombrecillo no le había hecho daño alguno, para qué cavilar tanto; bastaba con la carga espiritual que tenía por haber mentido y desobedecido; y con imaginar qué estarían pensado de él los superiores de la Congregación. Evidentemente que algún castigo le sobrevendría a su regreso.

—En aquella “casa” nos detendremos -le aclaró Tsonga, señalando una vivienda, mitad hecha de madera de desecho, y mitad de barro negro crudo, con techo de restos de chapas y parches de cartón de cajas en desuso; todo un lujo, un gigantesco paso hacia la modernidad.

—¿Cuánto tiempo?

— Nada más hasta que traiga al diácono de la Prefectura.

—Ahí estaré cuando regreses -replicó Dirie.

La respuesta fue casi un cumplido, porque en ese lugar relativamente alejado, no había adonde ir; las viviendas vecinas estaban muy distantes unas de otras.

—Espéreme aquí -recalcó Tsonga.

—¿El padre Gilberto vendrá también?

—No sé -afirmó parcamente Tsonga, con el genio propio de los nativos que habían dejado, años atrás, sus tribus para cambiar los sufrimientos tribales de inanición, enfermedades y matanzas, por el desprecio, desempleo y el hambre de la ciudad-pueblo.

Con el sol cayendo en el horizonte, llegó Tsonga con el diácono prometido.

—Padre, soy Henrio, el diácono de la Prefectura.

—Dirie Anga. ¿Y el padre Gilberto? -preguntó con tono de desilusión.

—El Prefecto está muerto; fue asesinado mientras dormía, parece que lo mataron a golpes.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Ayer lo encontraron.

Dirie, quedó por un momento consternado por la noticia, y molesto sin fundamentos con quien la trajo; luego se remangó las mangas de la camisa y con una sonrisa desabrida, invitó a Henrio a conversar; una charla que en sus inicios fue un espetón ensartado de preguntas sin respuestas.

—Comprendo su frustración, Padre; pero necesita no caer en el desánimo para transmitirle lo que vine a decir.

—Es tan absurdo todo esto, tan fuera de lógica que no puedo hilvanar mis ideas.

—¡No tanto como parece-aseveró el diácono-. No tanto, creo yo.

Henrio tomó del hombro al padre y fue encaminándolo hacia un sitio alejado de los oídos de Tsonga. Allí le explicó que la señorita Dalili fue violada carnal, mentalmente y en su incipiente fe, por uno de los sacerdotes que asistían a la Congregación de Hermanas donde se encontraba.

—El padre Gilberto, ahora en gloria de Dios, la escondió en un lugar que me reveló antes de su muerte, con la promesa ante Dios, de que yo, pasase lo que pasase, lo llevara a usted junto a ella para su salvación.

El padre quedó atónito, estaba mentalmente preocupado en exceso por los sucesos, y por los castigos y penas que tendría como consecuencia de sus acciones; pero mostraba tranquilidad de espíritu por el convencimiento que tenía de que no constituían faltas o delitos graves el haber mentido y desobedecido para salvar una vida; a su entender, en ese momento y circunstancias, su mentira y desobediencia eran piadosas comparándolas con otras más graves y que nunca fueron sancionadas por los rectores de la Iglesia.

—Se desconoce cuáles fueron los motivos del crimen. Todos teorizan sobre las posibles causas; más que algunos, piensan que podrían ser grupos anticatólicos, antirreligiosos, racistas, recelos, venganza, problemas ton sectas que practican el animismo, el vudú, la hechicería..., roces con kimbanderos, satanistas o simples delincuentes.

—¿Qué relaciones podría tener Gilberto con las sectas?

—Relación directa, ninguna; exceptuando lo que decía a sus feligreses sobre ellos; pero tampoco era cosa de todos los días, ni fuertes...Se oponía a esas prácticas, como enseña nuestra doctrina, pero jamás sostuvo que había que erradicarlas físicamente; sencillamente sostenía que cada uno debía luchar contra ella no dándoles cabida en su mente y espíritu.

—¿Entonces?

—No sería por su prédica, sino por los intereses que tocaba; ellos mueven una montonera de dinero incalculable. Yo me apego a la teoría de que su muerte tiene relación con el caso de la señorita Dalili.

—¿Y la policía qué dice acerca de eso?

—Nadie sabe nada. La policía y la Congregación aún no han abierto la boca, y es eso es lo que me da muy mala espina en todo este asunto.

Es mejor que discutamos esto en otra ocasión y partamos antes del amanecer.

—Avísame.. .Estaré dando vueltas por el patio.

—¡No señor padre, usted no puede salir! -le advirtió con dureza Tsonga, quien aparentemente no debería, por la distancia, haber escuchado nada.



EPÍLOGO

La Iglesia guardó las fotografías en el Archivum Secretum Vaticanum, como lo hizo con sus crímenes y consentimientos durante el Medioevo, las guerras mundiales, las revoluciones de América, los conflictos serbio-bosnio y polaco, y otros muchos más; con sus relaciones con la mafia, con sus escándalos financieros y sexuales, con su entrometimiento directo con poderes temporales, y siguió vendiendo su rostro de unidad, hermandad y espiritualidad, y proclamando su primacía absoluta y paternal sobre otras iglesias.

Cuando llegó el momento, llamó a sus cardenales electores al Cónclave para elegir al nuevo Vicario de Cristo.

El elegido por obra del Señor y del Espíritu Santo fue el cardenal Dietrich.

Los sufrimientos y las muertes ocurridas fueron útiles o en vano según los ojos de tales o cuales dignidades.

Dirie, ofuscado por las mentiras, solicitó la dispensa sacerdotal, y cuando la obtuvo, envió a los periódicos copias de las fotografías del recientemente elegido Santo Padre en pleno acto de zoofilia durante su juventud.

La Iglesia, una vez más, se vio envuelta en un es cándalo de proporciones inauditas y perdiendo respeto, y fieles.

*

Dirie, reinició su vida independiente de cualquier organización religiosa; Dalili nunca lo abandonó.

*

“El hombre vestido de blanco del Vaticano aparece, cada vez más, a los ojos de las multitudes que reúne y a los de los jefes de las naciones que lo acogen, como un intérprete de las leyes de la conciencia por encima de los valores propiamente religiosos, como un mediador en todos los conflictos que desgarran o amenazan al planeta. Es necesario que Roma sea un centro y no el vértice. Indudables son los peligros que acompañan a esta papalización de la Iglesia. El papa debería seguir siendo el obispo de Roma, elegido por los clérigos de su Iglesia local, y no un superobispo designado por las conferencias episcopales, una suerte de secretario general de la Iglesia universal Ocurra lo que ocurra, el papel de la diplomacia pontificia seguirá siendo predominante”.

Bruno Neveu

Presidente de la École Pratique

de Hautes Études (París).*

 “Después de la muerte de Karol Wojtyla -me confía (...) En los últimos años, en cambio, la situación está peor, la hipocresía en el Vaticano reina incontrastable. Los escándalos se multiplican. Y, mira, no pienso sólo en aquello de la pedofilia que nos aflige tanto, que llevó al pontíficie a decir que ‘la más grande persecución no viene de los enemigos de fuera sino nace del pecado en la Iglesia



NOTAS

* Prefacio de "La diplomada pontificia". Michael F. Feldkamp. Biblioteca de Autores Cristianos. 2004. Madrid.

**Nuzzi Gianluigi. Sua Santía. Chiarelettere editore srl. Milano. Italia 2012.

Referencias



NOTAS

Capítulo 1

1 Frattini Eric. Los espías del Papa. Espasa Calpe. Madrid. España. 2008.

Capítulo 2

1 http://www.sacop.org.za/- Southern African Council of Priests - Communiqué at the end of the Annual General Meeting of the Southern African Council of Priests.

2 Nieuwoudt Stephanie. Desarrollo-Botswana: los turistas, los bosquimanos y un sondeo. Inter Press Service. Ciudad del Cabo, 29-mayo-2008.

3 http://www.ppu.org.Uk/genocide/g.namibial.html.

Capítulo 3

1 Mitre Emilio. Historia de la Edad Media de Occidente. Ediciones Cátedra 1995.Madrid.

2 Walker Martin. Historia y Misterio de los Templarios. Ediciones Brontes S.L. Barcelona. España. 2011.

3 Krüger Kristina. Órdenes Religiosas y Monasterios. Edición H.F. Hullmann. Barcelona. España.

4 Walker Martin. Historia y Misterio de los Templarios. Ediciones Brontes S.L., Barcelona. España. 2011.

5 Ibíd.



OBRAS CONSULTADAS

Camacho Santiago. Biografía no autorizada del Vaticano. Ediciones Martín Roca S.A. Madrid. España. 2005.

Catherwood Christopher. Guerras en nombre de Dios. Editorial El Ateneo. Buenos Aires. Argentina. 2007.

Feldkamp Michael F. La diplomacia pontificia. Biblioteca Autores Cristianos. Madrid. España. 2004.

Frattini Eric. Los espías del Papa. Espasa Calpe. Madrid. España. 2008.

Frattini Eric. La Santa Alianza. Espasa Calpe SA. Madrid. España. 2005.

Frattini Eric. Los papas y el sexo. Espasa libros. Madrid. España. 2011.

Glinka Luis (OFM). La mujer en la Iglesia primitiva. Grupo Editorial Lumen. Buenos Aires. Argentina. 2003. Krüger Kristina. Órdenes Religiosas y Monasterios. Edición H.F. Hullmann. Barcelona. España.

Mitre Emilio. Historia de la Edad Media de Occidente. Ediciones Cátedra 1995.Madrid.

Nuzzi Gianluigi. Sua Santitá. Chiarelettere editore srl. Milano. Italia 2012.

Royidis Emmanuel. La Papisa Juana. Edhasa. Barcelona. España. 1977.

Volkoff Vladimir. El invitado del Papa. Ciudadela libros

S.L. Madrid España. 2006.

Walker Martin. Historia y Misterio de los Templarios. Ediciones Brontes S.L. Barcelona. España. 2011.



ÍNDICE

Introducción 

-1- El encuentro

-2- Ilustrísimo y Reverendísimo

-3- Pecados de Gilberto

-4- La violación

-5- La promesa

-6- El cristiano Dambe

-7- La suerte de la pobreza

-8- ¿La Santa Sede?

-9- Iglesia Católica Apostólica Brasileña 8

-10- El dossier           

-11- “Vivero de obispos del Brasil en Roma”

-12- Los cuestionamientos del padre Valerio

-13- Los templos

-14- “Lux lucent in tenebris”

-15- “Abyssus abyssum inocate”

-16- El cardenal Wiszewski

-17- El obispo Sarkisyán

-18- El oficial de la Guardia Suiza

-19- Capadocia. La verdad

-20- Giulia

Epílogo


 

 

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