CLAVELINA
Cuento de MARÍA LUISA FERREIRA
Clavelina era sólo una metáfora de Dios. Era sólo eso. ¿O era «eso», luego? Le hubiera gustado ser importante; ser independiente; Ser. Pero se dio cuenta que el poder ser definida con un nombre, por algunas características específicas, la ubicaban simplemente en el inventario del universo: Especie, género, perfil psicológico, raza. De pronto deseó ser como los ángeles desconocidos, apenas imaginados y nombrados, que nunca pasaron por microscopios. Se apoderó de ella ese pecado capital que había perdido a la humanidad: La envidia. Envidió a los ángeles. Pero sólo por un instante. Luego se dio cuenta que ellos también estaban catalogados en la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino, una especie de catastro celestial.
Clavelina regresaba una tarde cualquiera de agosto a su casa. Era un camino rodeado de hierbas, ¡qué bellas son las malezas!, pensó. Sus compañeros de escuela iban un poco atrás o un poco adelante. Nadie quería acompañar sus pasos, porque de repente, se sentaba en el medio del trayecto a mirar una que otra florecilla silvestre. Estaba obsesionada por la variedad y riqueza, que a los demás les era indiferentes.
Clavelina tenía un libro. Un libro grueso, pesado. Ella lo hojeaba cada tarde con gran delicadeza. Entre las hojas de ese libro que alguna vez fue útil como lectura o documento, estaban las florecillas silvestres. Aquí, estaba una, con pequeñísimos pétalos amarillos. Aquí, estaba otra, un diente de león ahijado del viento que se había apropiado de ella. Y esta era su preferida: Un capullito rojo con un hueco adentro. Se imaginaba que en ese hueco, podían acunarse las hadas, o los duendes. Algún ser pequeñito y feliz. Había encontrado en el camino, la flor que ella misma había ayudado a Dios a crear.
Un día, en el cielo había mucho trabajo. Dios estaba con un nuevo proyecto. Entonces había euforia en el paraíso, como en un canal de televisión donde preparan un nuevo programa y se cruzan productores, arquitectos, actores... Como en una nueva película de Hollywood. Todo era ilusión, fantasía, esperanza y euforia creativa.
Dios había dado a conocer su proyecto a los ángeles: Crearía un nuevo mundo. Dios era generoso, y amaba a sus fieles servidores alados... Por eso, los convocó, y decidió hacerles partícipes de la creación del nuevo mundo. Llamó a la licitación a todos los ángeles artistas. Los mejores proyectos serían premiados pero ninguno, desestimado. El cielo era pura música y alabanza, era una fiesta perenne. Ángeles venían e iban de aquí para allá. Los corrillos del cielo estaban repletos de exclamaciones y cánticos comentando la nueva obra. El corolario de aquella obra sería puesto por Dios. ¡Era una sorpresa! Los colores de las paletas de los ángeles se mezclaban. El entusiasmo cobraba formas, sonidos, olores. Era como una larga víspera de Navidad o una madrugada prolongada y celeste de Reyes. Estos artistas compartían sus ocurrencias con alegría. La envidia no había nacido aún. Ni siquiera la vanagloria, ni el orgullo y mucho menos la soberbia.
Y así, llegaban al Señor, los diseños aprobados: Los crotos, las petunias, lirios, madreselvas... La rosa ganó una mención especial. Le gustó mucho al Señor y la reservó para alguien a quién tenía guardada en el corazón y que ya vivía allí desde siempre. También le gustó la estrella de mar. La reservó asimismo para aquella persona especial. Aprobó con beneplácito las formas geométricas que eufóricos y alegres, tintineando de felicidad, le acercaban sus hermosos ángeles: Cristales de nieve fantásticos. Para cada uno de ellos había un ¡Ohh! en el cielo.
Fueron llegando claveles, crisantemos, margaritas, pequeñas violetas... Algunas flores recibían de Dios el perfume. La ofrenda de ese aditivo Dios lo reservó a sí mismo, como el gato, maestro del tigre, se reserva el derecho de saltar atrás. Por mucho tiempo continúo la creación de la obra.
Dios acariciaba la textura de las hojas, de los pétalos. Observaba como la delicada red de filamentos vegetales cernía la luz clarísima del cielo. Y se complacía en sus criaturas. Él podía haberlo creado todo, pero era feliz al otorgar a sus ángeles artistas el honor de ser copartícipes de su obra. Surgieron las hojas, con sus formas acorazonadas, alargadas, redondas, aterciopeladas, lisas, transparentes, compuestas o sencillas. Surgieron los pecíolos, estambres, cotiledones, las flores con toda su anatomía minúscula. Los árboles recios, frondosos o gráciles. Los frutos perfumados, jugosos. A algunas hojas el Señor agregó fragancia y a otras incluso ¡sabor! Y surgieron las rocas, la arena, cada puntito transparente de las playas. Y los ángeles eran inmensamente felices observando aquel universo que Dios preparaba con ellos. Seres alados, transparentes alquimistas mezclaron los elementos que Dios les dio e hicieron lo más bello que tendría la Tierra en su mundo mineral: El agua. Y crearon el mercurio, ¡qué divertido el mercurio! Reían los ángeles. Luego hicieron el plomo. Hubo una conferencia para presentar al plomo, ¡qué pesado! A veces Dios se ponía un poco triste. Y los ángeles no comprendían. Pero Dios conocía el futuro. Por algo era Dios.
Cuando crearon la plata crearon la luna. Y se creó también el oro. También hicieron un festival del fuego, de los volcanes, de la lluvia. Los ángeles aprovechaban toda ocasión para hacer una fiesta y alabar al Señor. ¡Qué felicidad había en el cielo!
Y llegó el tiempo de crear los animales. Hubo ceremonias de nuevo para adentrarse en esta nueva etapa. A Dios le agradan las ceremonias y ritos. El los había creado. Surgieron los microorganismos, el plancton, los corales, los líquenes, los animales de sangre fría y caliente. Cada célula era objeto de explicaciones sorprendentes y asombrosas.
¡Nosotros también queremos crear! Exclamaron algunos de los millares de ángeles artistas. Pero no había reclamo en sus palabras, sino inmensa alegría y entusiasmo. Todavía faltaba el fondo del mar. ¡Qué maravilla el fondo del mar!! Les prometió que allí irían siempre a observar la belleza y la perenne y cadenciosa danza de esos elementos al compás de la música de la creación eterna.
Luego vinieron, ya, los mamíferos. ¡Qué bellos! De las aves, y la florecillas silvestres, se ocuparon los ángeles pequeños, los querubines mimados de Dios. El niño Jesús, cuya divina infancia era atesorada en un cofre del corazón del Señor, jugaba con los querubines y los ayudaba a realizar gorriones, y pajarillos cantores, con pinceles finos de delicadas cerdas.
Los ángeles también crearon los dinosaurios. Prototipos de máquinas. Hubo un boom cuando aparecieron. A los ángeles les encantó el paisaje del entorno. La era cuaternaria llegaba a su fin.
Y por fin la obra estaba culminada. Azul y verde, flotaba en el Universo el fresco planeta. Radiante con su flamante sol recién creado. Una estrella fabulosa, preciosa, llena de helio. A los ángeles les gustaba tomarse un baño en sus llamaradas, ya que ellos no se quemaban.
Contempló largamente Dios su obra, junto a sus fieles servidores. Ahora, voy a crear a una nueva criatura que reinará en este nuevo mundo, dijo El Señor. Los ángeles quedaron perplejos, en suspenso, curiosos tal vez. Fue así, como tomo la propia esencia de esa tierra para moldear al hombre.
Y lo hizo a su imagen y semejanza con un soplo de su espíritu. Se complació en su obra. El hombre era inocente. El resto ya lo conocen.
Clavelina era un querubín. Y nació como niña, porque se había apegado tanto a su labor, que pidió al Señor el privilegio de ser de la especie humana, beneficiaria de la gran obra. Pero a veces añoraba ser de nuevo ángel y para olvidar su nostalgia infantil, miraba las florecillas del camino y las atesoraba entre las hojas del libro viejo. Y miraba el hueco de aquella florecilla roja que había contribuido a crear con tanto amor para tantos seres indiferentes.
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EN VERSOS Y PROSAS DESDE EL EXILIO
PROSAS, CUENTOS Y RELATOS
Por MARÍA LUISA FERREIRA
Editorial SERVILIBRO
Asunción – Paraguay. 2013
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