EN VERSOS Y PROSAS
DESDE EL EXILIO
PROSAS, CUENTOS Y RELATOS
Por MARÍA LUISA FERREIRA
Editorial SERVILIBRO
Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ
Diseño Gráfico: CLAUDIA LÓPEZ
Asunción – Paraguay
2013
ÍNDICE
1. El jardín abandonado
2. El jardín abandonado II
3. El suspiro
4. Capitalismo
5. Capitalismo II
6. Viuda
7. Tolerancia
8. Ella y él
9. Huérfano. Al niño F. Peña
10. Pedaleando
11. Clavelina
12. Las siestas de Rosalba
13. BUDA al revés
14. El hombre
15. Decadente.
16. Vania
17. Gorrioncillos
18. Joyas
19. Verdaguer
20. Obituario
21. Platón y Jodie Foster
22. El sueño del augur
23. Ña Chona
24. La lluvia de cascotes en casa de doña Reina
25. El mandarinal
26. Los nichos
27. Niños
28. El pozo sin brocal
29. Olor a cocido
30. Angela
31. Tío Miguel
32. Perrina
33. A la memoria de Ña Lorenza
34. Testigo
35. El valor de la persiana
EL SUSPIRO
El escritor regresó a la vieja casa. En el hall, echó un profundo suspiro. No sé si era de alivio o qué. Era un suspiro difícil de analizar. No pensó nada. Simplemente, traspuso la puerta. Era un paso trascendental aquel. Sin embargo- reflexionó después, sentado en la galería de atrás que da al jardín- los pasos trascendentales que uno da en la vida, no tienen fanfarria como en la televisión. No hay redoblar de tambores, no hay música incidental, simplemente se dan. En un segundo, en un instante, los hombres damos pasos trascendentales en la historia personal, que es la única historia existente y que no se escribe, pensó. No hay testigos, no hay créditos. Sólo transcurre, acontece, deviene.
De nuevo echó un suspiro hondo. En su mano, un vaso de agua lo acompañaba. Miró el jardín.
Nada cambió aparentemente. El mismo gris. Algunas malezas se habían hecho fuertes. La misma humedad subía por las murallas.
Pensó también en la muerte, en su muerte. Un día, sin aspavientos ni suspenso alguno, daría su último suspiro. ¿Qué importa si era él último o no? Si todos los suspiros anteriores no importaron, ¿qué importaría el último suspiro? El resto es literatura, sentenció. Lo que se publique después; los comentarios posteriores, todo sería literatura. Como los cuentos que él escribió. Imaginación. Inventos.
Se acomodó en el sillón. ¿Qué es lo real sino lo que inventamos? Sólo existe lo que inventamos, sentenció. Sonrió como si hubiera tenido una iluminación momentánea. Se complació en este pensamiento. Sólo es real lo que inventamos. Luego, todo está esparcido por el mundo, como masas sin forma. El universo era así, pensó. Hasta que Dios lo pensó. Un día Dios pensó en el Universo, y los ordenó con las palabras- reflexionó el escritor.
Se levantó. Con un poco de esfuerzo. Si bien en su pensamiento, su impulso de levantarse era perfecto, fue un esfuerzo levantarse de un tirón como lo indicaba tal impulso.
Bajó los tres escalones que dividían la galería rodeada de balaustres del jardín posterior de la casa.
Y caminó. Por mucho tiempo deseo este momento tan poco extraordinario. ¿Qué es el tiempo sino una ilusión? Pensó. Y le pareció cursi. Por mucho tiempo, la casa era un sueño imposible. Era agua escurrida entre sus dedos. Ahora estaba allí, como antes. Y el tiempo que lo separó de este momento ¿dónde está? Se miró las manos y lo encontró. Sus manos arrugadas y deformadas por un soplo de artritis. «El teclado», pensó. «Tanto tiempo de dar golpecitos al teclado», diagnosticó.
Retomó su pensamiento anterior. ¿Y si el pensamiento de Dios fuese como las manos del Rey Midas? ¿Si Dios no pudiese evitar crear, crear y crear? ¿Si Todo lo que pensase Dios sea inmediatamente sentencia? Tuvo por un instante, pena de este Dios imaginado. Desechó pronto, esta idea; le pareció una herejía, una blasfemia. Y esa rebeldía le pareció absolutamente desubicada a esta altura de su vida.
Se paró en medio de ese jardín solitario en ese rincón del universo. En esa casa sola clavada en la ciudad como una peca, una mota más. Allí dio un suspiro importante. Respiró el momento que había venido a buscar. Allí, levantó la cara al cielo. Suspiró hondo. Esbozó una mueca que parecía una sonrisa. Su corazón estaba en paz. Pensó en Cristo. En ese
Jesús que había amado. Y comprendió aquel suspiró que dio en la Cruz. «Todo estaba consumado». CONSUMATUM EST. La obra estaba hecha. ¿Qué era el tiempo sino un camino pedregoso y molesto que divide al hombre de su partida a su destino como un largo suspiro? Estaba allí, en medio del jardín decadente de cara al cielo, contemplando finalmente su llegada. La llegada fue conquistar el punto de partida. Se sintió profundamente agradecido. Y triste. Tristeza de haberse mentido tanto. De pronto se vio tal como había llegado: Desnudo, sin nada, perplejo, inocente, frágil, perdido, aguardando que alguien lo tome en brazos.
Mirando alrededor rememoró en un instante toda su vida ¿dónde quedaron tantos rostros, tantas sonrisas, tantos caminos y atardeceres, tantos afanes en verano, tantas brasas encendidas en invierno? ¿dónde estaban tantos papeles, proyectos, trazos de tinta, tartas de cumpleaños, mascotas, desfiles? De nuevo se culpó por ser tan cursi. «Los viejos no podemos evitar ser cursis», decía su finada amada. Sacudió la cabeza para despejarse de esa miel amarga. « ¡Maestro!..., le decían algunos. Le gustaba que lo llamen maestro. ¡Era tan digno, tan noble! Atesoró este nombre como el mejor título obtenido. No es bueno sino lo que nace del espíritu. No le calaba tanto siquiera que le digan Padre, porque aquello era sólo de la carne. «Todo debe nacer de nuevo del espíritu», parafraseó. Cada instante de su pensamiento, comprendía los caminos, los recodos. Había vivido mucho. Por fin llegó el momento de dejar el cascarón; esa vieja cobija de músculos casi disecados y ese esqueleto que arrastraba y le permitía erguirse y dar pasos, ahora a duras penas.
Volvió al viejo sillón de hierro, parte del mobiliario eterno de aquel rincón y echó una siesta. Nadie sabe, nadie pudo identificar en medio de esa siesta, cuál fue el último suspiro.
El escritor volvió a su patria después de un largo exilio. Pudo poseer de nuevo la antigua casa materna en el barrio en que había nacido. Una mañana entró por la vieja verja de hierro del portal. Los vendedores de frutas lo vieron entrar. Así se lo contaron al grupo de docentes que fue a buscarlo esa tarde para un homenaje. Lo encontraron muerto. Parecía dormir la siesta. El escritor murió. Lo velan en la Casa Municipal.
VIUDA
Desde el primer momento en que Elvira le dio el primer beso a Juan, ella sabía que no sería fácil. Pero no le importó. ¡Estaba tan segura! No tenía ninguna duda. Muchas veces deseó tener la misma certeza de entonces. Era como si no existiese otro camino en el universo. Era obvio, era natural, como la caída del agua de la cascada artificial que veía en el jardín donde aguas caen por la ley de gravedad. «La lluvia cae, el universo acontece», sentenció. Ni siquiera consideró aquello como una elección. Era como si iniciase el camino que no podía dejar de caminar. Era como respirar. Hay tiempos en que el ser humano- continuó su reflexión cerrando el álbum que tenía entre las manos- simplemente vive, no elige, no decide. Existen tiempos en que somos plumas, somos el diente de león que arrastra el viento. Simplemente somos en brazos de la vida. Simplemente somos, enfatizó en voz alta.
Recordó un antiguo poema de Josefina Plá: «Vivir es elegir...» Ella presentaba a la vida como una sucesión de encrucijadas donde en forma permanente elegimos. Pero hay veces que somos, no vivimos. Y el libre albedrío se convierte en mito. ¿Acaso puede elegir el agua, ser agua? ¿Acaso puede elegir el fuego, ser fuego, o las olas ser otra cosa? La vida a veces no es elegir, es simplemente ser en brazos de la vida.
Ahora comenzaría a elegir. La primera decisión fue emprender aquel viaje, vender la casa así como está. ¿Acaso estaba eligiendo? Elvira se había convertido en golondrina. ¿Acaso las golondrinas pueden elegir no ser migrantes? Sólo Juan Salvador Gaviota eligió no se gaviota. Pero eso es un cuento.
Acababa de volver de un sitio en que dijo adiós al compañero de su vida. No se atrevía a mencionar la palabra exacta. Aquel sitio silencioso acogió la materia gris e inerte del que fuese su amigo. En aquel momento se posó un benteveo en el arbusto del jardín. Lo vio a través de la ventana abierta. Pensó que ella era aquel pájaro amarillo solitario. Dicen que las aves tienen un compañero para toda la vida. ¿Qué hacía aquel pájaro solo en el jardín? ¿Acaso venía a consolarla y decirle que él también era un solitario? Creyó comunicarse con el pájaro amarillo. Y en un instante, se detuvieron ambos. Hasta que se alejó raudo como lo hacen los pájaros. Quizás una tormenta lo dejó en soledad. Quizás un gato del vecindario. El pájaro se quedó solo y volaba. Volaba como lo haría ella ahora.
¿No querés llevar los objetos personales, tía? Le dijo la sobrina que había encontrado pronto un comprador dispuesto a pagar al contado por aquella casona tan interesante. No. No puedo llevar tanto equipaje, respondió. Llevo sólo lo indispensable. Sabía que los portarretratos sobre esa chimenea serían reciclados quizás, o irían así mismo al basurero. Sabía que esos álbumes quizás mueran de humedad en algún desván si no fueran arrojados directamente al tacho para que el camión de recolección los llevara a un destino incierto.
Podés disponer de todo- le aclaró.
Miraba el retrato de Juan por última vez. Sintió el impulso de arrancar una foto y llevarlo con ella. Así lo hizo. Era una sola foto, el retrato en que aparecían juntos, jóvenes, sonriendo a la cámara. Este retrato nos retrata, redundó con una sonrisa leve. Y guardó la foto postal en la cartera. Era lo
único que se llevaría de pasar nuevos dueños.
TOLERANCIA
Marisela odiaba las manías de su padre. También odiaba las de su madre. Pronto comprendió que su tía también tenía manías. Admiraba a Martina. Ella era perfecta. Ella no decía nada fuera de lugar y siempre llevaba una sonrisa en los labios. Fuese cual fuese la circunstancia, Martina llegaba a la casa con sus tijeras para cortar el cabello a toda la familia y se iba con la misma sonrisa.
Hoy Marisela es una mujer adulta. Y sentada en la galería de su casa de ladrillos, retrocede al tiempo de su niñez y parece descubrir como en una película, cuando Martina llegaba a su propia solitaria casa, se quitaba la máscara de la sonrisa y se sentaba como ella en la galería, a compartir un té con la soledad. «Sólo la soledad es la compañía perfecta», pensaron Martina y Marisela, en el mismo instante, a pesar de la distancia del tiempo. Ella (la soledad) soporta nuestras manías. Ella no necesita máscara alguna. Ella está allí, no es moralizante, ni nos hace dudar si somos lo suficientemente buenos para ser su amiga. Ella está, silenciosa o risueña, es nuestro espejo, nuestro reflejo en la nada. Es tan callada que a veces da miedo.
Ahora, después de mucho tiempo, Marisela comprende que su amiga perfecta, su admirada Martina, era la impostora perfecta. Nadie la sufría (era «solterona»), pero es difícil a uno mismo cargar sola con el peso de uno mismo. Martina cargaba con su propio yo, sola. A veces, sentía paz consigo misma, pero a veces, su alma estaba agobiada. Necesitamos a alguien para intercambiar la carga inmensa que representa ser un ser humano imperfecto. ¡Ni siquiera podemos bancarnos un Santo mirándonos desde su nicho! Somos tan intolerantes que un Santo es insoportable. ¿Cómo mirarnos y justificarnos en alguien casi tan perfecto como Dios?
Marisela observa hoy, la manía de su esposo, la manía de sus hijos, ¡hasta la manía del bebé! El perro tiene manías y el gato también. El clima tiene manías ¡hasta mosquitos! Pero a veces, todo está con una paz tan querida, tan azul... El clima es perfecto. Hay instantes, también, que los seres humanos somos perfectos. Apenas un instante en que Dios nos mira con compasión y nos derrama la gracia de la perfecta paz, la satisfacción plena del alma y del espíritu.
Pero lo más impactante para Marisela ha sido descubrir, ahora que es adulta, algo que no había sospechado: ¡Ella también tiene manías!! Guau. Eso no se imaginaba en su niñez. Eso le hizo comprender que la madurez es llegar a un punto en que entiendes este secreto de la convivencia humana. ¡No somos perfectos! Pero a veces lo somos. Y las manías son formas de distraer el peso del alma y sus recuerdos imborrables; el peso del espíritu imperfecto, de los pecados y los defectos. Los efectos colaterales que tiene la vida, mientas perseguimos como a la mariposilla esquiva de J.R. Jiménez, ese instante perfecto que puede estar en cualquier punto de un día cualquiera.
HUÉRFANO
Al niño F. Peña
Me llamaron del asilo a las 09.30 horas. «Señor Peña: Su madre acaba de fallecer». Salí de la radio tan pronto como pude tomar las llaves del auto. Cruce la nueve de julio como un suicida. Mi madre aún estaba tibia. La Abracé tratando de retener el calor que dejaba su cuerpo para siempre. Luego vino todo lo de rigor. Rigor mortis. Papeles. Autorizaciones. Pagos. Acepté la propuesta del crematorio. Si no la visité en vida, tampoco la iría a visitar al camposanto. En el salón crematorio era el único en la sala. Tras el cristal templado veía como el cuerpo de mi madre era envuelto por el fuego. Era como un fuego amigo que la abrazaba. Me aferré fuertemente a mi asiento. Hubiera preferido que la tierra la envolviese a oscuras, fuera de mi vista. Que miles de moluscos pequeños limpiasen sus huesos,
hasta que un día los recoja completos y los reduzca a una urna menor. Pero no. Estaba acostumbrado a las situaciones límites y estaba viendo a mi madre consumirse en el fuego.
En ese momento pensé que Dios había perdido el control del mundo. Mi alma se rebelaba como aquel ángel expulsado. Tenía ganas de encarar a Dios y preguntarle por qué no evitar el dolor. Por muchos años, mi papel había sido ese. Tratar de evitar el dolor, o minimizarlo, a través del humor, de la ironía, del teatro burlesco, de representar incluso a veces, un papel de triste payaso. Sin embargo, Dios Todopoderoso, no evitaba el dolor. Ese dolor profundo que sentía en el alma, lacerante, terrible, consumía mi ser más hondo. A medida que el fuego se llevaba para siempre a mi madre, recordaba su sonrisa, ese lazo de amor que nunca compararía con nada. Esa ánfora que me contuvo, y de la que no terminé de salir nunca, ahora no estaba. Me había quedado huérfano, solo. Y comprendí el significado de la palabra huérfano: Sin hogar. Definitivamente, sin hogar. Mi madre ya no existe. Es sólo un recuerdo. Algo tan etéreo que no es casi nada. Un recuerdo que vive en el hotel de mi mente que tiene laberintos que nunca he comprendido. Ahora mi madre sólo era un fantasma en mi cabeza, sin manos, sin voz, sin un lugar en ninguna parte del universo. Mi madre se había transformado en menos de una hora, de un ser que ocupaba un lugar en el espacio, en nada, en cenizas impersonales sin ADN, en polvo. «Polvo eres y polvo serás». Nada era, nada es. Sólo un recuerdo. Mientras explotaban sus órganos como fuegos artificiales en reacciones químicas inimaginables, todos estos pensamientos pasaban por mí. ¿Seré tan humilde como para someterme a la esperanza? ¿O mi soberbia seguiría alimentando mi rebeldía? Hoy, he terminado de convertirme en un ser sin ningún lazo. Soy un huérfano. Son un paria del mundo. En el semáforo se me acerca un niño de la calle. ¿Qué me diferencia de vos? No puedo ir a jugar en el charco luego de pedir dinero. No puedo tirar piedras a los árboles en la plaza. Soy un niño huérfano de 52 años encerrado en una jaula llamada sociedad que me obliga a representar un papel de profesional adulto.
LAS SIESTAS DE ROSALBA
Una vez más, Rosalba cerró la puerta de la oficina con llave. Sus compañeros se intrigaban. Se preguntaban por qué lo haría siempre a esa hora, a la siesta. Quizás se tomase una siestecita. Quizás rezase el rosario.
Esa tarde, ella quitó un bolso del armario. Miró en el pasillo y no había nadie. Entonces descendió las escaleras rápidamente hacia el garaje. Tomó su auto y se dirigió hacia una zona más tranquila de la ciudad donde había una plaza. Allí estacionó, y se cambió rápidamente como las súper heroínas de las historietas. El traje gris de oficina, el gastado uniforme dio paso a un bello conjunto ceñido al cuerpo, al estilo de Diana Peel, protagonista de los Vengadores. Se alzó el cierre dejando un importante escote donde se dibujaba el nacimiento de sus senos. Se los acomodó para que quedasen voluptuosas. Se soltó el cabello y lo sacudió como en los comerciales de champú. Se maquilló rápidamente con la eficiencia de una súper modelo. Como toque final El Chanel «namber faiv» precioso tesoro que le duraba una eternidad. Se miró al espejo del retrovisor. Sonrío satisfecha con la transformación. Decididamente, se dirigió a su destino. La zona elegante de la ciudad estaba repleta a esa hora. Los oficinistas se daban un break a la siesta para almorzar. Eran ejecutivos en su mayoría. Gente bien puesta. Se dirigió al más coqueto de los cafés del lugar, donde en un rincón divisó a Esteban. Todo parecía un romance de Corin Tellado y ella, el personaje principal. ¡Hola! Un rápido beso. Menos mal que el rouge era indeleble. Esteban la miró de pies a cabeza con admiración manifiesta en su sonrisa. Estaba orgulloso de tener a su lado a una mujer como aquella, sofisticada, elegante, lista, fragante, ¡bella! Comieron algo ligero. Tomaron un café, con aroma y cuerpo, agua mineral, y rieron con ganas, festejando las ocurrencias de uno y otro, en una conversación que era un despliegue de ingenio, una gimnasia para las neuronas de ambos. Luego, la llevó hasta el estacionamiento donde le mostró su nuevo auto deportivo y la invitó a dar una vuelta a bordo. Esteban era tremendamente apuesto. Cabello castaño, bien cuidado. Ojos negros centelleantes.
Ropa fina. Era soltero, perfecto caballero y estaba enamorado de Rosalba. Había dejado desilusionada a muchas jóvenes hermosas porque la prefería a ella. Y le era fiel y leal, a pesar de que lo suyo no pasaba de ser una amistad con promesa de convertirse pronto en algo más. «Cualquier día de éstos», pensaba. Pero no como una seducción o conquista sexual cualquiera, sino como un romance verdadero, de esos que sólo aparecen en las novelitas de Vanidades, Cosmopolitan o Nocturno. Rosalba miró su reloj. ¡Oh, Dios mío! Faltaban sólo diez minutos para las 15.30 horas, en que se reanudaba el trabajo en la oficina. Debía volver. Rápidamente él la llevó hasta donde había estacionado su reluciente vehículo. Antes de subir a él, se abrazaron con ternura, y él respiro hondamente como para retener el perfume de aquella mujer de ensueños. La beso brevemente en los labios. Ella lo miró chispeante, mientras encendía el motor de su auto.
Al rato, en el garaje de la oficina, apenas tuvo tiempo de cambiarse. Rosalba recuperó inmediatamente su aspecto gris. Subió a su oficina sin ser vista. No sabe cómo continuará esta historia, mañana, pero puede garantizar que será emocionante.
Son las quince y treinta. Ha dado vuelta al cerrojo. Su jefe estaría llegando, como siempre puntual. Tiene trabajo que hacer continuando en ese ambiente sin colores donde hace quince años hace lo mismo sin visos de progreso, repitiendo diariamente el recorrido en subte desde los suburbios. Estaba atrapada en aquella aplastante rutina. Y retoma energías fantaseando en las siestas en el diván de la oficina de su jefe, un malhumorado psiquiatra más maniático que sus pacientes. Mañana, continuaría su romance, con aquel modelo que en la página de Vanidades, anunciaba el nuevo deportivo de BMW.
BUDA AL REVÉS
Cuenta la leyenda que Buda era un Príncipe muy amado por sus padres. Lo amaban tanto que temían que el mundo lo haga sufrir. Entonces, lo encerraron en un palacio maravilloso donde tenía todas sus necesidades materiales satisfechas, además de la belleza de la naturaleza, la arquitectura y el trato amable.
Buda era feliz hasta que descubrió que afuera existía el mundo y el sufrimiento. Y decidió enfrentarlos.
Cuando fui mucho más que un adolescente huí de mi casa natal. Si no hubiera salido, hubiera creído que yo era ruin por esa frase popularizada de Ortega y Gasset que él es él y sus circunstancias. O sea que, ¿no soy completa en mí misma? ¿Sólo soy acorde a mis circunstancias?
A veces combino con las cosas. Me mimetizo. A veces amo a alguien por lo que soy con él/ella.
Y a veces no combino. Soy lunar. No encajo. Y en otras ocasiones, en el instante menos esperado, por apenas unos segundos suficientes, encuentro la orquesta exacta para mis huesos y soporto la vida. Compatibilizo. Sueno afinada. Pertenezco.
I belong.
Sin embargo, la mayoría de las veces, ¡es tan difícil encajar! Hago esfuerzos desmesurados. Renuncio, pretendo moldearme. Amoldarme, me arrodillo y me arrastro, sólo por encontrar un lugar en el mundo. Y al cabo de un tiempo, me enderezo y veo que fue inútil. Y hasta creo que felizmente ha sido inútil. ¿Cómo encajar en lo que íntimamente se desprecia?
Definitivamente, a veces es importante comprobar que de alguna forma, tengo una naturaleza. A veces, es importante descubrir que todo lo que existe alrededor es fútil, inútil, despreciable. O sea que, lo que duele y lo que es defecto, se convierte en lo que consuela y es fortaleza. Quizás tenga una existencia independiente y sea una. The one. Quizás, despojada de toda circunstancia, me encuentre a mí misma y por fin pueda conocerme. Y saber si soy o no soy, independiente a las circunstancias.
Cuando salí de mi primera circunstancia comprobé como Buda, que existía otra realidad. Pero al revés de Buda, afuera descubrí la utopía, el sueño de un mundo feliz y maravilloso. Descubrí que no existían modelos determinantes; que no todo era mito, que también existían realidades. Descubrí que lo que se representaba en la tele, como historia rosa, podía ser cierto, a veces. Cuando salí de casa, descubrí que podía ser otra, además de aquella que había determinado mis primeras circunstancias. No sé por qué entonces decido volver. Quizás porque el haber descubierto que puedo llegar a ser feliz, me dio la fuerza para soportar volver al hogar.
EL HOMBRE
Dios estableció la vida del hombre en un promedio de cien años. Nuestra «vida útil» como ser del Universo es de un siglo. Más allá de ese lapso, nuestros sentimientos decaerían como se degradan los ingredientes de un producto. El espíritu sólo tolera la faz de la Tierra durante un máximo cien años. Luego ya no es posible ser un humano. Mutaría nuestra naturaleza, seríamos como los mutantes de las historietas de Robin Wood.
¿Qué haría Dios con nuestra alma luego? ¿Dónde instalaría nuestra conciencia? ¿Reciclaje quizás? Pensar en la reencarnación es una herejía. La muerte no dolería tanto si los hombres fuésemos conscientes de que nuestra conciencia — ese timón de la autosuficiencia- es ilusoria; tan frágil, que al caer los párpados nos perdemos a nosotros mismos.
Por las noches nos confundimos en un laberinto del cual no sabemos si volveremos. Es como dejar los zapatos afuera. Cuando dormimos, estamos descalzos de nuestro autocontrol y simplemente confiamos en Dios, en el ángel de la guarda que es nuestro piloto automático. ¿Cómo fundamentamos entonces la soberbia? ¿O somos niños malcriados de Dios?
Menos mal que creo en los ángeles, esos niñeros obedientes que por puro amor a Dios nos cuidan. Se necesita mucho amor para hacerlo. Menos mal que Dios es fuente infinita de amor. De lo contrario, ¡pobre de nosotros! Ellos nos despiertan y nos devuelven la conciencia para orinar en las madrugadas o ir al trabajo en las mañanas. Ángeles como relojes de litio que programan nuestras mentes conforme al reloj de la Tierra. ¡Qué frágil es la conciencia!
¿Qué somos? una mezcla de elementos. Un conjunto de hormonas, de huesos, de carne invadida por bacterias y virus; con terminaciones nerviosas. Un conglomerado químico de reacciones producidas por nuestras glándulas suprarrenales, pituitarias y el hipocampo. Dios tiene algo para que funcione todo y se llama poder. El mismo que reparte generosamente por amor pues tiene el monopolio de todo. Pero por suerte es bueno y nos dio también el sentido del humor. De lo contrario no seríamos “transgresores piolas” jugando a rebeldes. Definitivamente no existiríamos. Hubiéramos sido exterminados.
Somos el producto del delicado equilibrio de funcionamiento de nuestro cuerpo, afectado por factores externos como el frío o las contusiones. Somos barro y miseria; caníbales comiendo carne igual a la nuestra. Somos un conjunto intrincado de células, tejidos, huesos, tendones, músculos, etc. Ese grotesco espectáculo en la carrocería del churero, de boges, librillos, kumatares, mondongos, hígados y riñones esparcidos como piezas para armar. Eso somos. ¿Qué más podríamos ser? ¡Hijos de Dios! ¿? Bueno. Más bien parecemos a veces desperdicios de Dios, para no usar palabras fuertes que puedan ofender los divinos oídos. ¿Dónde radica nuestra grandeza? En renunciar al barro concreto que somos y aferramos a lo que soñamos ser. A renunciar a lo que tocamos y creer en lo que imaginamos. ¿En eso radica nuestra grandeza? «Dios hizo al hombre a imagen y semejanza.» (¿?). Dios, multiplicando su imagen en un espejo poliedro de infinitos rostros, formó a los seres humanos. Cada uno es un reflejo de su divino ser. Algunos perfiles son mejores que otros. ¿O somos cada uno completos por la gracia y el misterio de Dios y por Cristo que nos amalgama en la comunión mística? ¿Es así? Desterrados estamos del Paraíso de Platón. Platón, el de enormes omóplatos ya lo supo antes de inventarse el microchip. Quizás otro lo haya soñado pero sus escritos perecieron en el incendio de Alejandría.
DECADENTE
Desde pequeña odiaba todo lo que fuera decadente. Mi espíritu se rebelaba en mi infancia, más allá del entendimiento lógico, ante todo atisbo de decadencia. Hoy, yendo en colectivo, observo mi rededor y me pregunto ¿qué es decadente? Decadente es la tarde del domingo. Decadente es la tarde del primero de mayo. Decadente es el barrio del Hospital de Clínicas con su olor y color mortecino de tarde de feriado. Decadente eran los viejos en las tardes de domingo de mi infancia que repetían su rutina como esperando la muerte. «Mientras tanto», jugaban a los naipes apostando semillas de tártago. Decadente es el olor a herrumbre de los barcos abandonados a orillas del río en Varadero. La mala digestión de la tarde del domingo forma unidad con los relatos de fútbol y la música que llega desde lejos de parlantes estridentes, agudos, chillones. Decadente es perder la carrera contra el tiempo. Es quedarse. Decadente es quien se regodea en el espectáculo de su propia caída y se resigna a no vivir. Decadente es la inercia, la sobrevivencia, y el color opuesto en el espectro a la esperanza.
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EN VERSOS Y PROSAS
DESDE EL EXILIO
VERSOS
UN ACERCAMIENTO A LA POESÍA
Por MARÍA LUISA FERREIRA
Editorial SERVILIBRO
Dirección editorial: VIDALIA SÁNCHEZ
Diseño Gráfico: CLAUDIA LÓPEZ
Asunción – Paraguay
2013
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